Digo que el folletín será en los dominos del río Alfambra. Me gusta alternar en los folletines la ciudad con el campo, y también el presente con el pasado. Este 2007 la cosa fue pretérita y ciudadana, así que ahora toca presente y campestre. Ya escribí una pasada y en el campo y otra presente y en la ciudad. Es mi lado Perec, por así decir. También me gusta alternar las estaciones y los tonos, a ver si con nuevas combinaciones previas logro que salgan cosas diferentes. En lo único en lo que creo que tardaré en reincidir es en la primera persona narrativa. Tengo la impresión de que la primera persona es más fácil que la tercera, pero también más pobre. Aunque este tema sería como para llevarlo al círculo Solana, así que volvamos a Alfambra.
Alfambra es lo más parecido a mi pueblo que yo podía nombrar cuando era niño. Casi todos los compañeros de la escuela tenían pueblo, y muchos de la calle también. Yo me imaginaba el pueblo como algo soleado donde olía a vaca, aunque Alfambra no era del todo así, sobre todo porque íbamos más en invierno que en verano. En Alfambra vivían parientes de mi padre y era costumbre ir, a principios de diciembre, a matar un cerdo. Ese era mi contacto con la vida campestre. Por lo demás, recuerdo que una vez, jugando en un barranco, me clavé un cristal de botella en la rodilla y el practicante del pueblo me cosió con unas grapas. Diez años después, tuvieron que volverme a abrir porque se había dejado dentro un palo de tres centímetros de largo que me obstruía la rótula.
Pero eso sucedió en verano. En invierno sólo sucedía lo del cerdo. Me guardo la descripción de aquello también para el círculo Solana. No voy a escribir ningún folletín sobre mi infancia. En términos literarios, la propia vida no importa un carajo. La gente, en vez de vender sus memorias, las disfraza de novelas, y a eso lo llama testimonialismo. Yo sólo creo que es falta de imaginación y exceso de soberbia. La infancia de Tolstói es un libro maravilloso, pero jamás se le pasó por la cabeza llamarlo novela.
Además todo es presente y yo no pinto nada. Lo de elegir Alfambra es porque conozco el color de la tierra y la sensación de frío, porque recuerdo con extraordinaria nitidez el olor de las cuadras e incluso el tipo de objetos que había en la casa de mis tíos. Necesito una casa que no ha sido renovada en los últimos treinta o cuarenta años, como son muchas casas en los pueblos, como es la casa de cualquiera que ha encontrado un sitio en la vida y ya no tiene ganas de modificarlo. Las casas dejan de renovarse cuando falta alguien. Entre las personas que quedan viudas es habitual no mover nada de como lo tenía el difunto, de no hacer cambios que desfiguren su recuerdo: nada que haga más difícil imaginarse vivo al muerto. Estas viudedades detienen el tiempo con un pronto supersticioso y beato, pero en realidad dejan las cosas en un punto exacto más allá del cual ya ningún cambio merece la pena, ni siquiera un cambio que restaure el aspecto original de la casa.
En los años 70 cundió la moda de bajar los techos y empapelar las paredes con florindangas. Hermosas casas de campo quedaban reducidas a pisillos del desarrollismo, los muebles del abuelo ardían en el corral y eran sustituidos por muebles de formica, sillas con armazón de aluminio y esos espantosos muebles para el comedor, de invariable chapa oscura y un peligroso tintineo en las copas de coñac de colorines cada vez que intentabas abrirlos, que iban sustituyendo a los nobles aparadores y a las cómodas. Pero esa horterada, que es lo que los jóvenes entonces entendían por vida nueva, por huir del frío y de la pesada memoria de los antepasados, es ahora reliquia de viudas. El turismo rural luego se encarga de disfrazarlas de su estado original, que en realidad, y por eso bajaron los techos, era un estado gélido de paredes que pandeaban, suelos de cemento terroso y puertas que se ataban con una cuerda. El papel pintado tapó todo eso, pero luego fue la huella de un tiempo perdido.
Aparte de eso, que no sé si estará en Alfambra (supongo que cada década tiene su papel pintado), Alfambra es barro en mi memoria. Una de las pocas faenas que tengo estas vacaciones es describir con exactitud el color rojo de aquella tierra. A vista de pájaro google, Alfambra está en el margen derecho del curso medio del río Alfambra, clavada en un glacis, como dividiendo la franja de manchas rojas (más que rojo marrón ferruginoso, de naranja fuerte y oscuro, del color de un ladrillo mojado), y otra de verdes de vega, de puntos que son chopos aunque yo quisiera que fuesen abedules y líneas verde oscuro y gris verdoso. Más allá de la franja de regadío donde crecen las nogueras vuelve a brillar un páramo calizo, de piedras blandas de yeso, hacia Escorihuela y por ahí. Recuerdo el barro en las calles, recuerdo los sacos rojos y el barro. Había barro en los zapatos y en las ruedas, en las aceras y en los zócalos de las paredes, barro y piedras gordas para que no se hiciesen roderas y las caballerías no se resbalasen. Tierra roja bajo un gris de plomo, con un viento que cortaba la cara, un caldero humeante, al otro lado de la casa, en la era, y un cerdo que chillaba en el corral. A mí me daba miedo y me subía al granero. Un primo mío había puesto, nada más entrar, un cartel enorme con el cómico Cassen abriendo mucho la boca. La boca grande y azul de Cassen y el puerco que poco a poco terminaba de chillar. Pero allí no había barro. Allí olía a grano de trigo y a salchichonal, y hacía frío. Eso es todo lo que recuerdo. Felices pascuas.
Alfambra es lo más parecido a mi pueblo que yo podía nombrar cuando era niño. Casi todos los compañeros de la escuela tenían pueblo, y muchos de la calle también. Yo me imaginaba el pueblo como algo soleado donde olía a vaca, aunque Alfambra no era del todo así, sobre todo porque íbamos más en invierno que en verano. En Alfambra vivían parientes de mi padre y era costumbre ir, a principios de diciembre, a matar un cerdo. Ese era mi contacto con la vida campestre. Por lo demás, recuerdo que una vez, jugando en un barranco, me clavé un cristal de botella en la rodilla y el practicante del pueblo me cosió con unas grapas. Diez años después, tuvieron que volverme a abrir porque se había dejado dentro un palo de tres centímetros de largo que me obstruía la rótula.
Pero eso sucedió en verano. En invierno sólo sucedía lo del cerdo. Me guardo la descripción de aquello también para el círculo Solana. No voy a escribir ningún folletín sobre mi infancia. En términos literarios, la propia vida no importa un carajo. La gente, en vez de vender sus memorias, las disfraza de novelas, y a eso lo llama testimonialismo. Yo sólo creo que es falta de imaginación y exceso de soberbia. La infancia de Tolstói es un libro maravilloso, pero jamás se le pasó por la cabeza llamarlo novela.
Además todo es presente y yo no pinto nada. Lo de elegir Alfambra es porque conozco el color de la tierra y la sensación de frío, porque recuerdo con extraordinaria nitidez el olor de las cuadras e incluso el tipo de objetos que había en la casa de mis tíos. Necesito una casa que no ha sido renovada en los últimos treinta o cuarenta años, como son muchas casas en los pueblos, como es la casa de cualquiera que ha encontrado un sitio en la vida y ya no tiene ganas de modificarlo. Las casas dejan de renovarse cuando falta alguien. Entre las personas que quedan viudas es habitual no mover nada de como lo tenía el difunto, de no hacer cambios que desfiguren su recuerdo: nada que haga más difícil imaginarse vivo al muerto. Estas viudedades detienen el tiempo con un pronto supersticioso y beato, pero en realidad dejan las cosas en un punto exacto más allá del cual ya ningún cambio merece la pena, ni siquiera un cambio que restaure el aspecto original de la casa.
En los años 70 cundió la moda de bajar los techos y empapelar las paredes con florindangas. Hermosas casas de campo quedaban reducidas a pisillos del desarrollismo, los muebles del abuelo ardían en el corral y eran sustituidos por muebles de formica, sillas con armazón de aluminio y esos espantosos muebles para el comedor, de invariable chapa oscura y un peligroso tintineo en las copas de coñac de colorines cada vez que intentabas abrirlos, que iban sustituyendo a los nobles aparadores y a las cómodas. Pero esa horterada, que es lo que los jóvenes entonces entendían por vida nueva, por huir del frío y de la pesada memoria de los antepasados, es ahora reliquia de viudas. El turismo rural luego se encarga de disfrazarlas de su estado original, que en realidad, y por eso bajaron los techos, era un estado gélido de paredes que pandeaban, suelos de cemento terroso y puertas que se ataban con una cuerda. El papel pintado tapó todo eso, pero luego fue la huella de un tiempo perdido.
Aparte de eso, que no sé si estará en Alfambra (supongo que cada década tiene su papel pintado), Alfambra es barro en mi memoria. Una de las pocas faenas que tengo estas vacaciones es describir con exactitud el color rojo de aquella tierra. A vista de pájaro google, Alfambra está en el margen derecho del curso medio del río Alfambra, clavada en un glacis, como dividiendo la franja de manchas rojas (más que rojo marrón ferruginoso, de naranja fuerte y oscuro, del color de un ladrillo mojado), y otra de verdes de vega, de puntos que son chopos aunque yo quisiera que fuesen abedules y líneas verde oscuro y gris verdoso. Más allá de la franja de regadío donde crecen las nogueras vuelve a brillar un páramo calizo, de piedras blandas de yeso, hacia Escorihuela y por ahí. Recuerdo el barro en las calles, recuerdo los sacos rojos y el barro. Había barro en los zapatos y en las ruedas, en las aceras y en los zócalos de las paredes, barro y piedras gordas para que no se hiciesen roderas y las caballerías no se resbalasen. Tierra roja bajo un gris de plomo, con un viento que cortaba la cara, un caldero humeante, al otro lado de la casa, en la era, y un cerdo que chillaba en el corral. A mí me daba miedo y me subía al granero. Un primo mío había puesto, nada más entrar, un cartel enorme con el cómico Cassen abriendo mucho la boca. La boca grande y azul de Cassen y el puerco que poco a poco terminaba de chillar. Pero allí no había barro. Allí olía a grano de trigo y a salchichonal, y hacía frío. Eso es todo lo que recuerdo. Felices pascuas.