24.2.08

NO ES PAÍS PARA VIEJOS


Lo mismo que me suele fastidiar de muchos cineastas de los 90, el exceso de referencias, de enciclopedismo visual, es algo que en el caso de los Coen llega incluso al regodeo, porque algunas de las referencias visuales de No es país para viejos remiten, precisamente, a esa estética noventera. En más de una ocasión casi estaba esperando un plano desde dentro del maletero, como en Pulp Fiction, pero a los Coen casi se les agradece tanta y tan inmediata, digamos, densidad visual. Es como si la película hubiese sido rodada entonces, y al habitual juego de retomar los géneros se uniera el de adoptar la estética de cuando se retomaban los géneros.
Lo que más disfruto de las películas de los Coen, aparte del casting (impresionantes los aldeanos, maestros de una sola secuencia, tanto el pobre hombre de la tienda como el de la camioneta llena de pollos o el que vigila la frontera, que es un cómic animado) es esa facilidad para enriquecer la trama con detalles que se valen a sí mismos y forman parte casi siempre del repertorio de lo memorable. Cualquier secuencia de la historia les sirve para montar una escena, que no es exactamente lo mismo.
En este caso practican el género thriller/rosario de la aurora, como en Fargo. Allí también nutren la trama con un coro de americanos profundos que dan una mezcla de risa y de miedo. Pero aquella era más cómica que esta. Aquí está el horror de Cormac McCarthy, la escena del niño que le vende a Bardem su camisa por un billete manchado de sangre.
Y Bardem me ha gustado mucho. Supongo que si fuera sueco también me habría gustado. Desde luego tiene un punto siniestro, un carácter de monstruo que llama la atención en medio de un catálogo de rostros profundos. A los americanos, viendo a Bardem, se les ha debido de juntar el expresionismo del personaje con la rareza del extranjero. Lo malo de la película hubiese sido descubrir que el encanto monstruoso radicaba en un comportamiento a la española que pudiera reconocerse desde aquí. Pero no es así en absoluto. Creo que sólo en una secuencia me acordé de que era Bardem, un momento en que puso cara de paleto español, no de paleto americano. Lo vi entonces metido en la peluca, lo vi fugazmente Bardem. El resto no es un personaje sino una composición; es esa, supongo, y no el tiempo que actúa, la diferencia entre un protagonista y un secundario. Pero es una composición icónica estupenda: su silueta tiene pinta de póster clásico, tan inconfundible como absorbente su cara en la película. Esos ojos de vaca buñuelesca, ese rictus un poco fruncido de quienes están permanentemente a punto de enfadarse. Y, como contraste, la risa boba, de payaso enfermo, de labios húmedos y dientes pequeños, que también son las risas de quien no ríe, las risas de quien va a dejar de reír. Y la peluca. Qué portento pop es la peluca. Un óscar a la peluca, por favor.
El decir que no era personaje no es ninguna forma de desdén porque en esa película no hay personajes en el sentido de gente que cambia su modo de proceder, que se enriquece dramáticamente. Se trata más bien de plantear una situación, es decir, cómo son las cosas con unos personajes como ellos, y no qué harían tales personajes sometidos a tales situaciones. El único al que se le ve derrumbarse es al policía, pero él está a merced del movimiento, no interviene en su destino. Son así los personajes de los tebeos. Los Coen lo practican con frecuencia, y cuanto más radicales son en esa estética, como en Muerte entre las flores, mejor les salen las películas.

20.2.08

COMBATE


Diario de Teruel, 21 de febrero de 2008

Esta noche, gran velada. Solbes vs. Pizarro, Doctor Pánfilo contra Camiseta Sudada. Lo veré, claro, en la esperanza, un poco ingenua, de que no sea una pelea de políticos sino una charla entre científicos. Lo veré como si todas las universidades del país tuviesen los vídeos a punto para estudiar mañana el debate ante sus más aplicados alumnos. De momento, ya es una vergüenza que dos personas adultas, prestigiosas y bien educadas necesiten un cronómetro y un moderador para comportarse en público como es debido. Con lo útil que sería para mucha gente ver que se puede hablar sin mentir, sin insultarse y sin gritar, y que el enfrentamiento entre dos científicos honestos es un espectáculo mucho más divertido que el jaleo bronco de sus dentelladas.
Pero esta no va a ser una velada de boxeo noble; más bien, sospecho, una sesión política de wrestling, de xondo, de lucha libre o como se quiera llamar a ese espectáculo extraño en el que dos enmascarados fingen que luchan y los espectadores hacen como que no se enteran. Yo quisiera saber, por ejemplo, cómo Pizarro justifica que la misma ideología económica que ha llevado al desastre de las hipotecas sin aval americanas defienda que uno de sus efectos es culpa de su contrincante, es decir, de quien no practica ese régimen tan descarnadamente liberal. Me sentaría esperando una nítida, pormenorizada descripción de lo que para cada cual significa, moral y económicamente, redistribuir la riqueza y proteger los intereses generales. Esperaría, en fin, aprender lo que no sé, y no encontrarme otra vez más con lo que los políticos piensan que nos merecemos: preguntas retóricas, datos amañados y acusaciones indemostrables. La salud económica española -dicen- depende sólo relativamente de sí misma, y los buenos ministros de economía se caracterizan por no dárselas de listos y no salirse del grupo que va en cabeza. De economía no sé nada, pero la retórica parda la controlo bien. En el peor de los casos, si no es posible una conversación entre caballeros, el aliciente será ver quién sigue castigando el hígado del adversario cuando el árbitro haya parado el combate, observar cuál de los dos púgiles miente mejor.

Al día siguiente...

Como, en efecto, de economía no sé nada, me limitaré a la retórica parda. A pesar de que el debate entre Solbes y Pizarro me ha parecido más interesante de lo que pensaba, he seguido echando de menos algo cuya ausencia creo que perjudicó bastante a Pizarro. Sólo cuando hablaba de la economía cruda lo veía en su salsa. Pero se notaba que lo habían forrado de datos por si acaso, y ese sometimiento al recitado le quitaba mucho interés, amén de que solía coincidir con largos periodos de repetir dos veces cada frase. En general, todo lo que le han aconsejado que diga es lo que le ha quitado interés. La gente quiere ver a alguien que domine al dedillo lo que dice. No se trata de que lo entienda, sino de que lo encuentre seguro, y, a pesar de todo, cualquiera podía entenderlos a los dos desde el principio, esa ya definitivamente inconfundible distancia que separa la social democracia del liberalismo neoconservador.
Hay un asunto en el que me parece muy feo que haya incurrido Pizarro. La chorrada esa del piso de Bermejo y la financiación de ANV. Es impropio. Ha sonado mal, como si acabara de decir un taco. La densidad ambiental de la conversación ha dejado en cueros la fragilidad de la demagogia. No necesitaba repetir eso. No necesitaba hablar más que de economía, y no colar en los momentos adecuados largas parrafadas de mensaje electoral precocinado que no tenían nada que ver con la economía. Esos cambios de densidad en el discurso implican que Pizarro ha aceptado el adiestramiento electoral, pero estoy seguro de que lo que hayan podido pescar entre ciudadanos incautos es mucho menos que la decepción que suponía ver que malgastaba el tiempo en argumentarios cuando la discusión cobraba vuelo bizantino.
A un candidato a ministro de economía no hay que decirle lo que tiene que decir. Hay que dejarlo suelto. La gente juzga impresiones, no datos. Pero los datos adquieren a veces una consistencia que determina las impresiones. Se trata de dosificación en el discurso, algo que se comprende mejor si se compara con el tono de los colores que con la certeza de las cifras.
En cuanto a los valores retóricos de la intervención de Solbes, quizá el primero sea que no ha dejado en ningún momento de hablar de economía y que ha deslizado una definición perfecta de los errores de Pizarro a propósito del valor de las estadísticas (uno de esos momentos en que Pizarro incluyó la falacia de la opinión estadística de los ciudadanos), cuando distinguió entre hard data y soft data. No deja de ser curioso que la clave del debate la hayan dicho en inglés.
Otra vez la impresión. En Solbes vemos a una especie de sabihondo don Pantuflo que es como esos contables que siempre se oponen a las ideas del hijo del jefe, que acaba de terminar la carrera. Me gusta esa asepsia, esa falta completa de pasión que pone a su discurso, sobre todo porque cuando le pone un poco, cuando el ojo se le abre un milímetro, la contundencia es muy considerable, y por otra parte siempre está pasada por años de parlamentarismo.
Una discusión es un discurso, y el orden de los argumentos sólo es estricto en quien desconfía de sí mismo. La buena improvisación es aquella que sabe aguardar al momento propicio para que los datos brillen mejor. Solbes aguardó con paciencia los dardos para contestarlos en su momento más oportuno. El de la vivienda, después de la impresentable andanada de Bermejo, fue muy significativo. Pero un buen luchador no busca golpes bajos. Confía en la consistencia de su pegada. En eso Solbes pienso que ha sido fiel a sí mismo (por otra parte, a ver quién es el guapo que le sugiere nada), pero Pizarro, que debía haber actuado también así, cometió el error de dejarse aconsejar. En economía no lo sé, pero en retórica es siempre fatal.




13.2.08

UPD


Diario de Teruel, 14 de febrero de 2008

El Manifiesto fundacional de Unión, Progreso y Democracia, el partido de Savater, Rosa Díez y Álvaro Pombo, sólo se diferencia de cualquier partido español de izquierdas en su bizarra defensa del laicismo, en materia religiosa y sobre todo identitaria, esos “santos derechos regionales” que nos separan de ser un auténtico Estado democrático. Savater (Savataire, como lo llamaba Umbral) no entiende por qué un Estado tiene que mantener apaños con ninguna confesión religiosa ni por qué consiente que en la escuela pública se imparta doctrina de cualquier creencia (incluidos el catolicismo y el ateísmo) más allá del ámbito de la antropología. Pero tampoco entiende por qué un Estado tiene que mantenerse dando de comer a esa otra religión que es el nacionalismo y que se opone frontalmente a una idea ilustrada de laicismo, afrancesada en el mejor sentido. El UPD clama por un Estado fuerte donde no medren caciquismos autonómicos, donde no se consientan mercadeos ni trifulcas sino que se haga siempre lo más conveniente para todos y en paz. Un Estado libre no permite que el cultivo del romanticismo terruñero merme los derechos de todos sus ciudadanos.
El UPD no se va a comer una rosca por varios motivos. Para la derecha, es un partido ateo con ideas económicas estalinistas; para la izquierda, está obsesionado con el mismo tema que el PP, o sea que no serán tan distintos. Le lastra la presencia de Rosa Díez, encastillada en una retórica del rencor que a la gente le mosquea, aunque tampoco empezó nada bien arropándose con Vargas Llosa ni mucho menos con Albert Boadella, el menino de Esperanza Aguirre. Los dos se fueron, pero dejaron el aroma de sus caras.
Conque ahí estamos, como en los viejos tiempos, como cuando Baroja o Unamuno ensayaban sus volatines políticos. Savater no se presenta, pero sería un placer escuchar en el Senado la voz de Álvaro Pombo, el mejor escritor español vivo. No obstante, y pese a su esplendorosa lucidez, mucho me temo que España todavía no demuestra estar preparada para un laicismo verdadero. Todavía no hemos hecho la Revolución Francesa. De momento nos conformamos con evitar el regreso de la Santa Inquisición, que no es moco de pavo.

6.2.08

ERUDICIÓN


En el lugar donde escribo, justo encima del secreter, hay un libro cuyos lomos veo cada vez que levanto la cabeza. Se trata de los dos gruesos volúmenes de Las fuentes y los temas del Polifemo de Góngora, y está escrito por Antonio Vilanova, que acaba de morir. A menudo abro ese libro porque Góngora es un vicio de por vida, uno de los pocos escritores que ha dado varias obras maestras de la crítica. Conseguí una primera edición de ese festín de Vilanova gracias a internet, y gracias también a internet se está restaurando el amor por los conocimientos prescindibles, por ese laberinto de saberes que se relacionan o se explican, o se desmienten, o se certifican; ese mundo aparte que es como un infierno placentero, un inmenso cementerio de lápidas curiosas y tesoros escondidos. Vilanova, además de erudito, ha sido un sabio hasta su muerte, sesenta años después de escribir, con veinticinco años, esa obra impresionante.
La erudición pasiva es un placer voluptuoso. Los consumidores de este tipo de literatura estamos al asalto de cualquier novedad, porque ya no abundan los humanistas entregados a la investigación de un tema muy concreto y peregrino para el que se necesitan conocimientos oceánicos. Estos eruditos abundan en los armarios cerrados de las facultades, claro está, pero muy pocos trascienden a la condición de obra maestra de la cultura, y aún menos pisan el terreno público. Cuando murió Claudio Guillén, otro navegante de altura, los periódicos dieron escueta noticia, y ahora que se muere Vilanova ni siquiera lo gradúan en la sección cultural, tan solo en la de obituarios, y no todos.
No, no abundan los sabios, y sin embargo se recurre más que antes a obras extranjeras, algunas publicadas hace varias décadas, que son el placer definitivo de quienes se enganchan a la novela histórica y cada vez son más exigentes. Las editoriales pescan estos tratados de saberes profundos porque en ellos funciona todavía mejor que en las novelas el objeto último del arte: la creación de un mundo privado. Se acaba de reeditar con éxito una vieja historia de Alejandro Magno que es un banquete para eruditos, y junto a Ken Follet se vende un voluminoso tratado sobre las cruzadas de Christopher Tyerman en el que el placer un poco borreguil de la novela se sustituye por el hecho de transportarse a la Edad Media a través de un millón de detalles. Es el punto en el que la academia confluye con la plaza, el terreno del humanismo.

2.2.08

3. CONOCIMIENTO DEL MEDIO


Wu era un chino minucioso. Casi éramos vecinos, porque él es mongol y yo siberiano, y entre Irkutsk y el lago Baikal, en la frontera con Mongolia, no hay más de cien kilómetros. Mi madre también tiene la cara redonda y los ojos rasgados, aunque yo he salido más a mi padre, que nació en San Petersburgo, cuando se llamaba Leningrado. Es posible que Wu y yo nos cayésemos bien por ser medio paisanos.
El caso es que me entretenía mirar a Wu por la meticulosidad con que lo hacía todo. Me recordaba a una de las historias disparatadas que me contó mi abuelo de pequeño, una tortura china que consistía en ir extirpando huesecillos del cuerpo sin causarle a la víctima el más mínimo dolor. Primero un metatarsiano, luego la última costilla, después parte de la rótula, así hasta que, si seguían sin confesar, les quedaba el cráneo, lo imprescindible de la caja torácica y la columna vertebral. Y nada más.
Wu hizo algo parecido con los ordenadores de la sala. Extirpaba una tarjeta gráfica y la sustituía por otra, cambiaba un puerto USB sin que nadie se enterase, y los componentes indisimulables, la pantalla y el teclado, los sacaba del almacén donde se habían abandonado los ordenadores que ya no funcionaban hasta que se los llevasen para reciclar. Era rápido en su extrema lentitud, cambiaba a toda prisa un porcentaje minúsculo del ordenador entero. A veces íbamos por la calle y Wu, que siempre andaba mirando el suelo, se agachaba a recoger un cable roto, una lata despachurrada, y se los metía en el bolsillo. En eso me recordaba a mi abuelo. Sabía clonar componentes, pero también sabía encontrarlos ya clonados. Su ilusión, según supe después, era montar una tienda de ordenadores marca Wu, los más baratos del mercado, según un proceso que incluía, a partes iguales, la ciencia informática y el reciclado de basuras.
A mí me proporcionó un ordenador y la clave de la red wifi de mis vecinos de enfrente, una residencia de ancianos. Era uno de los aparatos caseros que Wu iba montando para regalar a su inacabable lista de parientes. A ninguno les podía cobrar nada, y a mí, según me dio a entender con una sonrisa, menos aún. “Gracias”, le dije, y aunque parezca extraño tengo que decir que fue la primera palabra que crucé con Wu. “De nada”, me contestó, en perfecto castellano. Desde entonces hablamos siempre en castellano, siempre con tal grado de concisión que no echamos de menos ninguna carencia en el proceso que nos llevó a dominar el idioma.
Vivir sin hablar es fácil. Con Wu pude comprobarlo. Casi todo lo que decimos es una constatación oral de lo que ya sabemos y podríamos haber resumido en un gesto, en un dibujo, en una leve indicación. Mientras intentaban enseñarnos español, Wu dibujaba todo el rato plantas y monigotes de manga mongol, que no tienen los ojos de vaca que tienen los manga japoneses sino finas líneas que no distinguen el llanto de la risa. Pero eran muy expresivos. A mí, sin embargo, lo que más me gustaba verle dibujar era las plantas.
El instituto donde estudiábamos se llama Botánico Loscos porque Loscos fue un botánico que regaló al intituto un herbario. A Wu le encantaban. Pero le pasaba con el dibujo lo mismo que a mí con las matemáticas. Si llega a enterarse el profesor de biología, Wu se habría visto obligado a dibujar con su delicadeza china todas las hierbas secas del herbario. Wu lo habría hecho a gusto. Si a mí me relajaba verlo dibujar, a él lo sumía en una especie de estado meditativo que le ocupaba casi todo el tiempo que tenía libre, que era muy poco.
Cada cual a nuestra manera, utilizábamos el instituto para descansar. Wu porque luego tenía que trabajar en la tienda de sus tíos o clonar ordenadores para los parientes, y en mi caso porque, desde la llegada del ordenador, mi casa cambió por completo. La llegada del ordenador significó que siempre había alguien viendo un programa de televisión ruso, o una película rusa, o una radio rusa, o un foro ruso. Mi madre pintó las paredes de la casa con verde oxidado, que es un color ruso, y por dos euros compramos en la tienda de Wu unos iconos para las habitaciones. Sólo nos faltaban los libros. Se me estaban acabando los libros en ruso y no tenía estímulo suficiente para aprender a leerlos en castellano.
Pero a mí esa presencia permanente de voces rusas en mi oído me ponía de mal humor. No es que prefiriese el castellano, porque yo seguía leyendo una y otra vez mis cinco libros en ruso, sino que había descubierto el silencio, una paz interior que pronto no logré más que en las largas clases de la mañana. En mi familia nadie trabajaba con el mismo turno, de modo que la televisión estaba siempre encendida. Cuando se iba mi madre a cuidar a una anciana, llegaba mi hermana del bar. Cuando las dos volvían a marcharse, volvía mi padre de la obra, con las fuerzas justas para quitarse las botas, darse una ducha y ponerse a ver un partido de fútbol entre el Saturn Ramenskoye y el Zénit de San Petersburgo. Recuerdo ese porque ganó el Zenit uno a cero y mis padres discutieron sobre si era o no momento de sacar el vodka. En general, si se trataba de sintonizar una radio, mi madre quería la emisora de radio Canciones Rusas de Moscú, y mi padre la Radio Modern de San Petersburgo. Ella prefería la TV Cultural de Moscú, mi mi padre el SGU, que estaba lleno de telerrealidad. Mi hermana sólo veía MUZ TV, que es sólo música, y cuando se iban mis padres algún programa en castellano. Había un rato en el que me volvía a quedar a solas con mi abuelo, yo leyendo y él arreglando algún grifo, o bien nos íbamos los dos a pasear con Ruska, o me daba un paseo por Teruel hasta la biblioteca, a buscar los libros que no había, a hojear los que aún no entendía.
El ordenador, por otra parte, no trajo más que problemas. El novio de mi hermana, que se había quedado en Irkutsk, la llevaba mártir con el Skype. A las cuatro de la tarde en punto, cuando me sentaba a comer con mi madre y con mi hermana, sonaba la chicharra del Skype, y la voz del idiota de Valeri saludando con sus frases hechas. Mi hermana le decía que estábamos comiendo, que llamase después, y él entonces decía otras tantas tonterías y por fin se callaba, cuando ya íbamos por el segundo plato. Pero nada más comer volvía a llamar, y muchas noches, a las tres de la mañana, cuando mi hermana volvía del bar, volvía a sonar el puto Skype, esta vez porque mi padre había dejado el ordenador encendido para bajarse una película de Karen Shajnazarov. Mi hermana, si había llegado ya, descolgaba el Skype y decía en un susurro precipitado que en ese momento no podían hablar, cuando había vuelto a despertar a toda la casa.
Un domingo en el que todos estábamos para comer se votó en asamblea la desconexión del programa Skype. Pero quedaba la televisión, que a mí me ponía muy nervioso. Casi prefería escucharla en castellano, primero porque las películas las entendíamos mejor sin voz, siempre y cuando los actores fuesen lo bastante buenos. A todos nos costó al principio saber qué querían decir con aquellos gestos. Algunos actores utilizaban gestos universales que se entenderían en cualquier parte del planeta, pero la mayoría, bastante inexpresivos (y luego dicen de los rusos) tiraban de gestos mecánicos que no significaban nada. Parecían niños recitando un poema, cantantes que no saben dónde meter las manos. Aun así, eran imágenes, y era silencio.
Salvo por el hecho de que teníamos que salir de casa, muy pronto se reconstruyó el ambiente del piso de Irkutsk, que era igual de pequeño que este. Vivíamos en una plaza que se llama Playa de Aro, en una torre desvencijada, con fachadas de ladrillo y cenefas de cerámica local (verde y rosada) debajo de los alféizares de las ventanas. Se notaba que era el edificio más viejo del contorno. Los techos eran bajos y las puertas estaban huecas. Los marcos de las ventanas eran de hierro repintado, los suelos de plástico. Aquella torre estaba llena de eslavos. Había búlgaros y polacos, y algún que otro ucraniano. Pero rusos no había ninguno. También vivían familias rumanas y españolas. A mí me costaba mucho distinguirlas. Su lengua, al principio, me sonaba parecida, y los rasgos, muchas veces, también, de modo que muchas veces me cruzaba en el ascensor con personas con quienes habría tenido distinto trato de saber si eran nacionales o extranjeras, aunque lo más probable es que no hubiese tenido ninguno en ningún caso.
Esta torre estaba llena de pisos viejos de alquiler, pero estaba justo en medio del barrio del Ensanche, el que tenía los pisos más caros. Las viejas edificaciones de los años sesenta, que tanto me recordaban a mi barrio de Irkutsk, iban siendo poco a poco demolidas para levantar edificios más altos y modernos, con pisos llenos de sol que daban a la vega del Turia. Nosotros vivíamos en un segundo. Nuestras ventanas daban a un callejón lleno de gatos. Desde el sofá veíamos la fachada gris del Padre Piquer, una residencia para ancianos con dinero. Mi padre se enteró un día de que un anciano se había tirado de cabeza hasta la terraza que nosotros veíamos desde el salón.
Recuerdo que al principio la casa olía sólo a desinfectante, pero pronto volvió el aroma de las setas en escabeche y los pasteles de centeno, el sabor de las conservas de miel y del suero de leche. Tras unas primeras semanas de horarios descontrolados, mi abuelo tomó el mando de la cocina y yo el de las otras tareas de la casa. Mi madre se enfadaba porque no dedicaba la tarde a estudiar, aunque, según las directrices de mi abuelo, tampoco había mucho que hacer.
Para mi abuelo la vida consistía en tener algo entre manos. Daba vueltas por la casa inspeccionando las posibles tareas. Siempre había una suela rota que arreglar con asfalto de la carretera, o un cable con que empalmar un alargador. Todo lo hacía con la lentitud propia de su edad y la constancia que mostró siempre hacia las cosas pequeñas. Yo sólo me ocupaba de aquello que supusiera levantar pesos, de modo que con tender la ropa mojada y guardar los platos ya fregados, con bajar la basura y mover de sitio a mi abuelo la escalerilla con la que fregaba los cristales (cada día uno, nada más que uno) yo ya tenía bastante. Hacía más, claro, pero esta era mi tarea oficial, la que le decíamos a mi madre.
Todas las tardes nos íbamos con Ruska. Muy cerca de casa, a menos de quinientos metros, la ciudad se terminaba en unas lomas blancas llenas de matojos pardos a las que se asomaban las últimas casas del Ensanche. Estas lomas daban a un profundo cortado por donde pasaba la vía del tren. Desde arriba veíamos el sendero de piedras blancas y traviesas negras perderse más arriba de camino hacia el mar. Mi abuelo soltaba a Ruska y los dos la veíamos correr por el descampado.
Me sentía bien a su lado en un lugar que me daba pereza conocer. No es que añorase Siberia, es que me sentía bien sin conocerlo, tan solo con la idea un poco fantasiosa que me había hecho de él. Durante aquellos paseos descubrí que algunos de mis compañeros de clase se reunían por las tardes en una de las cocheras de la cuesta del Cofiero, que baja haciendo eses desde el Ensanche y va también a parar al río. Otro día vi a dos compañeras entrar en una tienda de bolsos de la Ronda, cuando el abuelo y yo volvíamos de inspeccionar el lado norte de la ciudad. Tanto los chicos del Cofiero como las chicas de la Ronda me vieron y me reconocieron. Rusca es una galga rusa espectacular desde que era un cachorrillo. A la gente le llama la atención. Primero la miraban a ella y después a mi abuelo, que a ellos debía de sonarles, con la gorra calada y el pelo largo, con los mostachos largos y las perneras del pantalón dentro de las botas, como un personaje de tebeo. Y luego, también, me miraban a mí. Uno de los chicos del Cofiero me miró y volvió a mirar al perro. Las chicas de la tienda de bolsos me reconocieron. Una de ellas era la que me hizo aquella pregunta cuando abrí en clase un libro escrito en ruso. Me reconoció y sonrió como si añadiese a lo ridículo que yo le parecía lo ridículo que era ir con un perro tan poco frecuente y con un abuelo tan raro. Creo que levantó una mano para decirme adiós. La vi levantarla pero yo aún no controlaba los gestos de los españoles. Igual podía haberme querido decir hola que haberle hecho un gesto a su amiga para que mirase aquella gente tan ridícula que pasaba por ahí.
Esa chica se llamaba Julia. Todo el mundo la llamaba Julia. Era un tipo de chica muy frecuente: de rostro más bien redondeado, moreno, como las armenias o las turcas, pero de labios más finos. Al día siguiente, según lo previsto, volvió a pasar a mi lado sin mirarme, pero al final de la clase de economía, harto de escuchar nombres de números, cuando iba a salir de la clase pasé al lado de Julia, que estaba recogiendo sus libros, y entre ellos uno que tenía en la portada el retrato de Fiodor Dostoievsky. Me quedé con la palabra muerta en la portada. Cuando llegué a casa, busqué en la red y supe que se trataba de las Memorias de la casa muerta, un libro que yo no tenía en ruso y que no sabía leer en español. Esa misma tarde, cuando volví del paseo con mi abuelo, antes de que se hiciera de noche, entré en la biblioteca y saqué el mismo libro que estaba leyendo Julia.