Llevo un par de semanas leyendo malas críticas de Vicky, Cristina, Barcelona, muy poco de fiar porque cuando ves la película te das cuenta de a qué melindre hispánico responden. Es un caso de papanatismo clásico, esa obligación moral que tienen muchos de criticar todo lo que sea demasiado claro. Les parece que si no hay sopor no hay tuétano, pero si además se erigen en jueces de cómo ha retratado Woody Allen Barcelona, resulta que casi nadie se atreve a dar un veredicto a favor, como si fuese, todavía, demasiado poco cool.
Para ellos es reprobable que un director americano convierta Barcelona y Oviedo en un mismo paisaje toscano, bañado con luces de Bertolucci y amenizado por la guitarra de Paco de Lucía, o que a una mujer española la vista de rompe y rasga y de ni contigo ni sin ti, con lo que abunda la especie, y lo divertida que puede ser. Los cinéfilos encorvados reprochan que un narrador plantee la escena con sencillez insuperable, o que los personajes se sienten y se pongan a hablar, y digan cosas comprensibles y profundas, y enuncien sus pensamientos con claridad. A uno le gustaría hablar con todo el mundo como hablan los personajes de Woody Allen, que siempre son correctos y precisos pero nunca se cortan un pelo. La buena educación de sus criaturas les permite plantear sus dilemas sin subterfugios ni medias tintas ni miradas que duran medio minuto. Hablar correctamente y con diálogos fluidos los hace más libres, a ellos y a mí que los escucho.
A los catadores de cine diplomados no les gusta, en fin, que un director haga películas con la minga, como se suele decir. Da la sensación de que ha aceptado el encargo de Jaime Roures y con un toque aquí y otro allá lo ha convertido en una buena película. Los personajes se dedican a lo más conveniente para el contenido de las postales junto a las que tienen que posar. Pero, al contrario que a tantos otros directores, Woody Allen no da la paliza con el verdor de las frondas asturianas ni con las filigranas modernistas de Gaudí. Son postales, son el decorado, nunca más que el decorado. La sustancia, la chicha, Woody Allen, es la historia, dibujada siempre en cuatro trazos rápidos, amenos, suficientes. Las chicas están guapísimas y todas son creíbles. Todo es tan agradable que ni siquiera odiamos a Bardem por estar tirándoselas a todas. Un donjuán simpático es de lo más difícil que hay en cuestión de mitos.
La noche anterior, el viernes, había estado viendo, por fin, La soledad, ese peliculón que iba a revolver los cimientos de la narración cinematográfica contemporánea. Vaya castaña. Parecía un anuncio de puertas. Los diálogos están más tiesos que la mojama, nadie dice nada con naturalidad. Todo son medias palabras, frases que habría que decir de otra manera, o por lo menos doblar la película para que la cosa se pueda escuchar. Creo que en Tiro en la cabeza los diálogos ya ni se oyen. Sabia decisión, porque contratar a un dialoguista le habría salido más caro.
Dejé a mitad la película porque además era un rollo. Vi a un tipo pedir dinero a su exmujer con una frase con la que nadie jamás ha pedido dinero a nadie y apagué la tele. Ayer, sin embargo, daba igual que hablasen en inglés o en español. Qué pocas veces un director español ha filmado diálogos tan naturalistas como las broncas de Bardem y Penélope, y eso que hacían todo lo posible para no hablar en español, un idioma cercano en sus bocas, reconocible, como reconocibles eran todos los impulsos y todos los sentimientos, esculpidos con la sustancia del mito, esa mentira que sirve para decir la verdad.
Daba igual dónde estuviesen. Rebeca Hall habría estado igual de luminosa en Villaverde Bajo. Scarlett Johansson (a pesar de un leve toque peggy que no me termina) se lo pasa como se lo tiene que pasar un turista americana en Barcelona o en Sebastopol, en un territorio de nadie donde los impulsos se congracian con los sentimientos. La última escena, el regreso a lo que les espera, es el final de siempre en el género vacaciones locas de estudiante americana, y es ahí donde aparece lo único que merece la pena juzgar: si todo estaba bien contado, si hacía gracia, si había luz.
Ser un artista de encargo es más difícil de lo que parece. Que te den las cartas muertas y tú las tengas que barajar y darles vida es el método por el que han surgido buena parte de las más grandes creaciones estéticas. Es posible que Vicky, Cristina, Barcelona no esté entre las películas que protagonizan la carrera de Woody Allen; quizá solo sea como esos secundarios que te alegran cada vez que vuelven a aparecer, cuya presencia siempre se te hace corta y cuya manera de hablar siempre resulta perfecta para usarla cuando acaba la película. ¿Alguien da más?
Para ellos es reprobable que un director americano convierta Barcelona y Oviedo en un mismo paisaje toscano, bañado con luces de Bertolucci y amenizado por la guitarra de Paco de Lucía, o que a una mujer española la vista de rompe y rasga y de ni contigo ni sin ti, con lo que abunda la especie, y lo divertida que puede ser. Los cinéfilos encorvados reprochan que un narrador plantee la escena con sencillez insuperable, o que los personajes se sienten y se pongan a hablar, y digan cosas comprensibles y profundas, y enuncien sus pensamientos con claridad. A uno le gustaría hablar con todo el mundo como hablan los personajes de Woody Allen, que siempre son correctos y precisos pero nunca se cortan un pelo. La buena educación de sus criaturas les permite plantear sus dilemas sin subterfugios ni medias tintas ni miradas que duran medio minuto. Hablar correctamente y con diálogos fluidos los hace más libres, a ellos y a mí que los escucho.
A los catadores de cine diplomados no les gusta, en fin, que un director haga películas con la minga, como se suele decir. Da la sensación de que ha aceptado el encargo de Jaime Roures y con un toque aquí y otro allá lo ha convertido en una buena película. Los personajes se dedican a lo más conveniente para el contenido de las postales junto a las que tienen que posar. Pero, al contrario que a tantos otros directores, Woody Allen no da la paliza con el verdor de las frondas asturianas ni con las filigranas modernistas de Gaudí. Son postales, son el decorado, nunca más que el decorado. La sustancia, la chicha, Woody Allen, es la historia, dibujada siempre en cuatro trazos rápidos, amenos, suficientes. Las chicas están guapísimas y todas son creíbles. Todo es tan agradable que ni siquiera odiamos a Bardem por estar tirándoselas a todas. Un donjuán simpático es de lo más difícil que hay en cuestión de mitos.
La noche anterior, el viernes, había estado viendo, por fin, La soledad, ese peliculón que iba a revolver los cimientos de la narración cinematográfica contemporánea. Vaya castaña. Parecía un anuncio de puertas. Los diálogos están más tiesos que la mojama, nadie dice nada con naturalidad. Todo son medias palabras, frases que habría que decir de otra manera, o por lo menos doblar la película para que la cosa se pueda escuchar. Creo que en Tiro en la cabeza los diálogos ya ni se oyen. Sabia decisión, porque contratar a un dialoguista le habría salido más caro.
Dejé a mitad la película porque además era un rollo. Vi a un tipo pedir dinero a su exmujer con una frase con la que nadie jamás ha pedido dinero a nadie y apagué la tele. Ayer, sin embargo, daba igual que hablasen en inglés o en español. Qué pocas veces un director español ha filmado diálogos tan naturalistas como las broncas de Bardem y Penélope, y eso que hacían todo lo posible para no hablar en español, un idioma cercano en sus bocas, reconocible, como reconocibles eran todos los impulsos y todos los sentimientos, esculpidos con la sustancia del mito, esa mentira que sirve para decir la verdad.
Daba igual dónde estuviesen. Rebeca Hall habría estado igual de luminosa en Villaverde Bajo. Scarlett Johansson (a pesar de un leve toque peggy que no me termina) se lo pasa como se lo tiene que pasar un turista americana en Barcelona o en Sebastopol, en un territorio de nadie donde los impulsos se congracian con los sentimientos. La última escena, el regreso a lo que les espera, es el final de siempre en el género vacaciones locas de estudiante americana, y es ahí donde aparece lo único que merece la pena juzgar: si todo estaba bien contado, si hacía gracia, si había luz.
Ser un artista de encargo es más difícil de lo que parece. Que te den las cartas muertas y tú las tengas que barajar y darles vida es el método por el que han surgido buena parte de las más grandes creaciones estéticas. Es posible que Vicky, Cristina, Barcelona no esté entre las películas que protagonizan la carrera de Woody Allen; quizá solo sea como esos secundarios que te alegran cada vez que vuelven a aparecer, cuya presencia siempre se te hace corta y cuya manera de hablar siempre resulta perfecta para usarla cuando acaba la película. ¿Alguien da más?