28.9.08

VICKY CRISTINA BARCELONA


Llevo un par de semanas leyendo malas críticas de Vicky, Cristina, Barcelona, muy poco de fiar porque cuando ves la película te das cuenta de a qué melindre hispánico responden. Es un caso de papanatismo clásico, esa obligación moral que tienen muchos de criticar todo lo que sea demasiado claro. Les parece que si no hay sopor no hay tuétano, pero si además se erigen en jueces de cómo ha retratado Woody Allen Barcelona, resulta que casi nadie se atreve a dar un veredicto a favor, como si fuese, todavía, demasiado poco cool.
Para ellos es reprobable que un director americano convierta Barcelona y Oviedo en un mismo paisaje toscano, bañado con luces de Bertolucci y amenizado por la guitarra de Paco de Lucía, o que a una mujer española la vista de rompe y rasga y de ni contigo ni sin ti, con lo que abunda la especie, y lo divertida que puede ser. Los cinéfilos encorvados reprochan que un narrador plantee la escena con sencillez insuperable, o que los personajes se sienten y se pongan a hablar, y digan cosas comprensibles y profundas, y enuncien sus pensamientos con claridad. A uno le gustaría hablar con todo el mundo como hablan los personajes de Woody Allen, que siempre son correctos y precisos pero nunca se cortan un pelo. La buena educación de sus criaturas les permite plantear sus dilemas sin subterfugios ni medias tintas ni miradas que duran medio minuto. Hablar correctamente y con diálogos fluidos los hace más libres, a ellos y a mí que los escucho.
A los catadores de cine diplomados no les gusta, en fin, que un director haga películas con la minga, como se suele decir. Da la sensación de que ha aceptado el encargo de Jaime Roures y con un toque aquí y otro allá lo ha convertido en una buena película. Los personajes se dedican a lo más conveniente para el contenido de las postales junto a las que tienen que posar. Pero, al contrario que a tantos otros directores, Woody Allen no da la paliza con el verdor de las frondas asturianas ni con las filigranas modernistas de Gaudí. Son postales, son el decorado, nunca más que el decorado. La sustancia, la chicha, Woody Allen, es la historia, dibujada siempre en cuatro trazos rápidos, amenos, suficientes. Las chicas están guapísimas y todas son creíbles. Todo es tan agradable que ni siquiera odiamos a Bardem por estar tirándoselas a todas. Un donjuán simpático es de lo más difícil que hay en cuestión de mitos.
La noche anterior, el viernes, había estado viendo, por fin, La soledad, ese peliculón que iba a revolver los cimientos de la narración cinematográfica contemporánea. Vaya castaña. Parecía un anuncio de puertas. Los diálogos están más tiesos que la mojama, nadie dice nada con naturalidad. Todo son medias palabras, frases que habría que decir de otra manera, o por lo menos doblar la película para que la cosa se pueda escuchar. Creo que en Tiro en la cabeza los diálogos ya ni se oyen. Sabia decisión, porque contratar a un dialoguista le habría salido más caro.
Dejé a mitad la película porque además era un rollo. Vi a un tipo pedir dinero a su exmujer con una frase con la que nadie jamás ha pedido dinero a nadie y apagué la tele. Ayer, sin embargo, daba igual que hablasen en inglés o en español. Qué pocas veces un director español ha filmado diálogos tan naturalistas como las broncas de Bardem y Penélope, y eso que hacían todo lo posible para no hablar en español, un idioma cercano en sus bocas, reconocible, como reconocibles eran todos los impulsos y todos los sentimientos, esculpidos con la sustancia del mito, esa mentira que sirve para decir la verdad.
Daba igual dónde estuviesen. Rebeca Hall habría estado igual de luminosa en Villaverde Bajo. Scarlett Johansson (a pesar de un leve toque peggy que no me termina) se lo pasa como se lo tiene que pasar un turista americana en Barcelona o en Sebastopol, en un territorio de nadie donde los impulsos se congracian con los sentimientos. La última escena, el regreso a lo que les espera, es el final de siempre en el género vacaciones locas de estudiante americana, y es ahí donde aparece lo único que merece la pena juzgar: si todo estaba bien contado, si hacía gracia, si había luz.
Ser un artista de encargo es más difícil de lo que parece. Que te den las cartas muertas y tú las tengas que barajar y darles vida es el método por el que han surgido buena parte de las más grandes creaciones estéticas. Es posible que Vicky, Cristina, Barcelona no esté entre las películas que protagonizan la carrera de Woody Allen; quizá solo sea como esos secundarios que te alegran cada vez que vuelven a aparecer, cuya presencia siempre se te hace corta y cuya manera de hablar siempre resulta perfecta para usarla cuando acaba la película. ¿Alguien da más?

23.9.08

BALONTIRO


Bajo a la calle con el podenco y veo que en los jardines de enfrente, en una pista de cemento descarnado, hay unos niños de no más de diez años jugando a balontiro, eso que otros llaman, creo, balón prisionero. Dos mujeres mayores (madres o cuidadoras o ambas cosas) les están explicando cómo se juega. Ellas rondan los cuarenta, seguramente están probando a ver si los juegos perduran o sencillamente no saben cómo entretenerlos y tiran de biografía.
Al principio me ha llamado la atención porque me costaba incluso acordarme del nombre. Luego ha venido una ola de recuerdos callejeros. No, no es un juego tan inocente. El que pierde paga con el peor de los castigos, no jugar. Un niño tira el balón al alto y dice el nombre de otro niño, que tiene que recogerlo sin que caiga al suelo para eliminar al que se lo ha tirado. Si el balón bota, cuando por fin lo coge todos los niños, que corren desperdigados como si en vez de un balón fuese un bomba, tienen que quedarse donde están. El dueño del balón, entonces, da tres pasos hacia uno de ellos, el que le pille más cerca, y le tira un balonazo que el otro debe esquivar sin mover los pies o cogerlo sin que caiga al suelo. Si le aciertan de cintura para arriba y no lo coge, se va a la calle.
Es tan implacable como todos los juegos callejeros. Los primeros que se quedan sin jugar son los gordos y los torpes, los unos porque nunca van muy lejos con su descontrolado perneo y los otros porque nunca cogen la pelota sin que caiga al suelo. O los tontos. Recuerdo uno que hacía flexiones y se cimbreaba para despistar al lanzador, pero el lanzador, si era listo, sólo tenía que esperar hasta que se cansase, y después darle de lleno.
Los niños, afortunadamente, siguen siendo niños. Esta tarde casi todos eran zagales veloces y flexibles, pero había una niña, algo más joven que ellos, que siempre se quedaba a tiro. La primera vez ha tenido suerte porque el lanzador era más torpe que ella, pero la segunda vez le ha tocado a un chaval con cara de pito, de estos que jugaban estupendamente al fútbol y en las peleas siempre desaparecían, que no eran los jefes de la pandilla porque no necesitaban halagos ni pleitesías, pero tampoco se dejaban llevar por nadie; es más, solían tener bastante mala leche.
A un chaval de estos lo han nombrado y él ha salido como una liebre a coger la pelota antes de que cayese al suelo, tan ligero que otro niño, algo más alto que él, se ha quedado a unos cinco metros, más cerca de él incluso que la niña, que estaba tres o cuatro metros más lejos, pero también a tiro, como siempre. El chaval del balón ni se lo ha pensado. Ha puesto rumbo a la niña y ha dado tres pasos que lo han dejado a pocos metros de ella. La niña no pensaba en coger el balón al vuelo ni mucho menos en esquivarlo. Se limitaba a estirar los brazos y enseñar las palmas de las manos y los dedos apretados para protegerse del golpe. Pero el niño no ha dudado. Es más, creo que se ha regodeado en apuntar, ha estirado el cuerpo todo lo que podía para coger el mayor impulso posible y luego, al más puro estilo Laudrup, mirando para otra parte, le ha estampado en la cara un balonazo al chico que tenía más cerca, y que hasta entonces miraba la escena relajado y sonriente, testigo excepcional de una de esas escenas de abuso que tanto gustan a los imbéciles.
No sé cómo habrá seguido la contienda, porque el perro ha terminado de mear y hemos seguido camino. No sé qué habrán dicho las madres.

22.9.08

Doctorow, La gran marcha



La gran marcha
narra el último gran episodio de la Guerra de Secesión, la expedición de las tropas unionistas del general Sherman a través de los estados de Georgia y de las dos Carolinas hasta el armisticio final en Raleigh, incluidos el asesinato de Abraham Lincoln y la renegociación que llevó a cabo el general Grant porque Sherman, al final, había sido demasiado compasivo con Johnson y sus tropas sudistas.Como ya hizo en Ragtime, Doctorow utiliza la estructura de mosaico y acumula breves escenas alternando los protagonismos entre unos cuantos personajes que van fijando su actuación al tiempo que otros se diluyen o mueren. Es el caso de Will, un soldado rebelde que muere cuando le tocaba desplegar su contenido dramático, o de la señorita Jefferson, dama del sur que marcha con las tropas del norte y se supone que es por amor. Otros personajes sobreviven a la acumulación de acontecimientos históricos, bien porque sean testigos de algunos muy importantes, como el cirujano Wrede, o porque ellos mismos son ya un acontecimiento histórico, como es el caso del propio general Sherman.Hay, no obstante, un puñado de personajes muy interesantes, rematados sin embargo con desigual fortuna. Quizá el mejor sea Arly, un buscavidas que no deja de ampararse en la Biblia para sofocar el miedo y justificar su alegre falta de escrúpulos. Es uno de los tres o cuatro personajes que lamentamos no tengan una novela para ellos solos. Otro, quizá, sería el cirujano Wrede, demasiado plano en su obsesiva profesionalidad, o la negra de piel blanca Pearl, excesivamente cinematográfica, demasiado color púrpura. Todos ellos, por cierto, muy atractivos, en una novela en la que la maldad es un dato histórico pero todo el mundo va buscando emociones blandas en mitad de la batalla.Porque la batalla que plantea esta novela no es tanto entre las tropas de unionistas y confederados como entre la propia novela contra la historia que tiene que narrar. A Doctorow no le duelen prendas en presentar los ejércitos del norte como grandes héroes de la libertad y a los del sur como un hatajo de desharrapados. Si lo que estás narrando es cómo un ejército libera a todos los esclavos que encuentra a su paso, el propagandismo es, más que comprensible, tópico. El problema viene cuando, con una extensión tan limitada (no llega a las 400 páginas) el autor no sólo debe contar con propiedad histórica uno de los episodios más importantes de la historia de su país sino contar también una novela que lleva a cuestas un arsenal de documentación histórica. La Historia la rodea por el flanco izquierdo, por el derecho la ambientación, y por el frente una cantidad excesiva de personajes cuyo desenvolvimiento dramático es mucho más lento que el discurrir de los hechos. Así la novela avanza replegada en una voluntad de concisión que con frecuencia degenera en el resumen. De vez en cuando vienen a rescatarla buenos personajes con buenas historias, pero la necesidad de seguir siendo fiel a la verdad vuelve a nublarlo todo con el humo de la pólvora.
No la he disfrutado por eso, por lo apretado que está todo, y porque cada vez que un personaje me hacía disfrutar de su condición literaria venía la Historia para que ningún detalle de la verdad quedara sin mencionar. Creo que la sola historia de Arly bastaba para una buena novela, teniendo en cuenta que es un hombre que, a poco de terminar la novela, descubre una faceta tan novelesca como la posibilidad de convertirse en aquella persona de la que vaya disfrazado. Pero eso no dura más que lo justo para que la historia venga a encargarse de su triste destino.
Novelas de semejante envergadura se solventan en novelones como La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Gurganus, absolutamente fascinante, pero aquí al juego de proporciones le tira un poco la sisa. A mi personaje favorito, Arly, le pasa lo mismo. Se pone el uniforme azul de un muerto que le viene pequeño durante doscientas y pico páginas. Los novelistas deberían ser más respetuosos con el lector: si a mí me dicen eso en las primeras páginas, ya no me siento cómodo hasta que se quite la chaqueta. Luego te das cuenta de que la que llevaba una chaqueta estrecha era la novela entera.

20.9.08

HAPPENING


Lo primero que me sorprende cuando pasan unas cuantas semanas y vuelvo a leer el folletín que publiqué en agosto es una reconfortante sensación de incredulidad. No termino de creerme que un año más haya sobrevivido al empeño (doscientas páginas en aproximadamente un mes de trabajo), y mucho menos que la cosa se deje leer. De los amigos siempre espero el mismo comentario: “se me ha hecho corta”, no como crítica a la desproporción, eso que tanto desagrada de las novelas que son como un arranque brioso de un viaje que termina demasiado pronto, sino como cuando ves una película en el cine y no te da tiempo a cambiar la postura.
Puestos a buscar un objetivo, ese sería el primero. Umbral escribía todo de golpe, y se jactaba de ello, por más que sus novelas dé la impresión de que se acaban porque a su autor se le ha terminado la gasolina o ha llegado ya al número de páginas que estipulaba el contrato y resuelve de cualquier manera. Es lo que sucede, por ejemplo, en Leyenda del César Visionario, cuyo final está directamente sin hacer. En su caso, sin embargo, la ración de brillantez es tan densa que no nos importa quedarnos sin el postre. Pero sí, es como una novela que va perdiendo altura, sufriendo turbulencias hasta que se le apagan los motores, entre otras razones porque su prosa es también un vuelo sin motor, que es, por cierto, como el maestro de Umbral, César González Ruano –leer ahora su reeditado Baudelaire aclara muchas dudas al respecto-, llamaba a las columnas sin tema previo, a los libros que se hacían solos, a la prosa circunstanciada, ingrávida y luminosa.
La cuestión es que la mejor manera de que una novela se haga sola es escribirla de golpe, y eso, para los orífices como Umbral y para los anónimos folletinistas de provincias como yo, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La primera de las ventajas es que la cosa sale más fresca, sale traducida a su gramática interna, no a mis planes previos. Entre lo que yo quería contar cuando escribí el primer capítulo de Otoño ruso y lo que salió al final no creo que haya más que un par de anécdotas secundarias en común. La necesidad de ser variado y de que todos los capítulos tuvieran la misma cantidad de lubricante y de autonomía narrativa me impide siempre seguir los planes. El primer capítulo me gustaba mucho, pero dos en ese mismo tono habrían desanimado a los lectores del periódico, a los pocos que reciben el folletín con ganas de que les guste. A partir de ahí la cosa se torció definitivamente. Ese segundo capítulo, casi sin quererlo, me hizo hueco para otro que ya tenía escrito y sólo había que cambiarlo de persona narrativa. Después ya nada estaba escrito y los días iban cayendo con la rapidez que los caracteriza. Unos días me sentí fluido y brillante, otros transitorio y desustanciado, pero no me podía parar a replantearme nada. Me limitaba a juzgar el grado de fluidez de lo que había salido, el hecho fundamental y eliminatorio de que la cosa fuese más o menos buena pero resultara entretenida.
Cuando tomas el pasado como tema esto es mucho más llevadero, pero las novelas contemporáneas te tienen siempre al borde del abismo. La botella de vodka que desencadena el final yo la vi al mismo tiempo que el protagonista. La estructura de ir adelante y atrás surgió porque en un capítulo había mencionado algo que me parecía una buena historia pero había sucedido antes. La improvisación es absoluta, y mi sensación la de ir subiendo una pared en la que siempre, sorprendentemente, encuentras un hueco donde meter los dedos de las manos y las puntas de los pies, pero que resulta un poco inquietante cuando ves que ya no hay ninguna posibilidad de volver atrás. Estás en manos de tu imaginación, pero sí puedes controlar otros factores, sobre todo el de la amenidad. El oficio, sin embargo, no se ocupa también de los hechos, sino solo del modo de contarlos. Los hechos son necesidades que no pueden esperar a mañana porque no hay tiempo y porque si te paras es poco probable que encuentres suficientes razones para retomarlo. Este funambulismo provoca inevitables altibajos, pero te garantiza el hecho de que nada sea previsible. No se ve la carpintería porque no la hay.
Eso sí, después de cuatro folletines seguidos, la necesidad innegociable de no pegar un petardo (un autopetardo, o sea, porque a la poca gente que lo lee le viene a dar lo mismo) hace que el oficio adquiera un mayor protagonismo. Ya el año pasado me sorprendía eligiendo escenas porque determinados detalles ya sabía que iban a funcionar. No se trata de que lo hayas leído en tal o cual libro, que también, sino de que ese registro ya ha pasado por tus manos y sabes que en determinados momentos enfosca muy bien la historia.
Por ejemplo, en los dos primeros folletines noté que la historia bajaba mucho al final del segundo tercio, antes de variar el ángulo para iniciar las maniobras de aterrizaje. El año pasado me concentré mucho en esa zona, pero necesité de varios capítulos y al final tuve que descartar alguno que no habría venido mal para terminar. Este año comencé el final a siete capítulos de terminar para que me diese tiempo a todo, y eso me obligó a acelerar un poco en los capítulos anteriores, y tampoco vino mal. El resultado es que si partes en tres la pieza y dotas a cada parte de ritmo autónomo, los bajones no se notan tanto. Bueno, esto ya se sabe desde Homero, pero hasta que no te lo encuentras no lo terminas de entender.
El resultado, lo que yo opino del resultado, con esa libertad que da haber escrito algo tan fugaz (en el fondo, el folletín es un happening literario), es, más o menos, lo siguiente:
1. Está bien acabado.
2. Es fluido.
3. Los bajones pueden tomarse como adaptación del estilo al argumento.
5. La historia tiene sentido.
4. Hay cuatro capítulos buenos de verdad, algo más de un 20% del total, cuatro piezas que seleccionaría sin ningún rubor para una colección de cuentos.
5. No he contado lo que pensaba, pero sí he dicho lo que quería.
6. Creo que no me he equivocado en el estilo.
Como veis, me basto para darme ánimos. Pero ya tituló el periódico, antes de empezar a publicarlo, que Otoño ruso era un fin de ciclo. Y no por el hecho de que vaya a dejar de escribirlos, sino porque voy a cambiar el método. No estoy seguro en absoluto de que si empiezo por los planos la cosa vaya a quedar mejor, pero este año el plan de trabajo exige empezar a finales de enero y escribir un capítulo cada semana en vez de cada día, y partir de un argumento mucho más detallado en el que ya estoy metido.
Vuelvo al pasado y quiero dibujar el cuadro antes de pintarlo. Será un artefacto literario en vez de un happening. No obstante, antes de empezar, lo que más me preocupa es que no se vea el apresto, que parezca que también lo he escrito a toda hostia. No dejo el método del mes febril porque crea que puede salirme mejor, sino porque eso no puede ser bueno para la salud lo mande quien lo mande. Acabo hecho migas.
Pero vaya, sigo defendiendo el valor de la repentización, siempre y cuando uno tenga que estar sometido al principio de los dictados de cualquier forma de expresión estética: no hacerse pesado.

13.9.08

BOB DYLAN, CRÓNICAS I


Uno de los episodios más aleccionadores de la vida de Camarón es su costumbre, desde que empezó a cantar, de viajar allí donde le hubiesen dicho que había una vieja que cantaba tangos de un modo propio, grabar su cante con un magnetófono y escucharlo y estudiarlo con todo detalle. Es toda una declaración de principios. El artista se busca a sí mismo en lo más hondo de su arte, en lo que todavía permanece nítido y salvaje, pero dentro de su edén se ha perfeccionado en una complejidad sin fisuras. Cabe pensar que Camarón sólo se sintió con fuerzas para desgarrar sus estremecedores gritos cuando escuchó hacerlo a algún viejo cantaor perdido por la serranía. Cuando encontró el espejo que buscaba.
No, nadie nace enseñado, y Bob Dylan tampoco. Me acordaba de esta especie de tópico hagiográfico de Camarón leyendo este primer tomo de memorias, uno de los libros mejor escritos por un autor vivo que he leído últimamente. Esa búsqueda de la fuente de la sabiduría es la médula de todo el libro, ya fuese cuando dormía en patios traseros de Minneápolis o cuando empezaba a conseguir buenos contactos en Nueva York, o cuando, casi treinta años después, mantiene la misma pelea para llegar al fondo de sí mismo, de sus propias fuentes, su propia condición silvestre, aunque para ello tenga que cambiar el modo de tocar o de cantar, o tenga que trabajar a brazo partido con el productor Daniel Lanois como si estuviera empezando otra vez desde el principio.
Hay memorias en las que el autor trata de justificarse, de engrandecer su vida, de acumular experiencias que nadie más habría podido vivir, de resumir en agotadoras listas de nombres cada uno de los días de su vida, en la idea de que cualquier cosa que se deje sería una verdadera lástima. Esta de Dylan, desde luego, podría rebasar todos los límites, pero no se acerca ni de lejos a ninguno. Dylan sabe que, antes de estar escribiendo un libro sobre Dylan, está escribiendo un libro. Casi toda la mucha información que da se refiere al objeto primero y último de su historia: la música. No hay un solo nombre que no tenga que ver de un modo u otro con esa búsqueda por ríos subterráneos y jardines abandonados. La misma estructura está determinada por ello. Muy poco antes de terminar, Dylan es capaz de resumir en muy pocas líneas todo lo que nos ha contado:
En algún momento Suze me introdujo en la obra del poeta simbolista francés Arthur Rimbaud. Aquello también fue muy importante para mí. Me crucé con una de sus cartas llamada Je est un autre, que se traduce como “Yo es otro”. Al leerla, sonaron campanas. Tenía perfecto sentido. Ojalá alguien me lo hubiera mencionado antes. Encajaba estupendamente con la noche oscura del alma de Robert Johnson, con los encendidos sermones sindicales de Woody Gouthrie y con el esquema de Pirate Jenny. Todo estaba en transición, y yo en el umbral. Pronto iba a salir a la palestra, bien equipado, lleno de vida y con el motor revolucionado. Pero todavía no.
En efecto, aquí están metidas las horas de búsqueda, de confiarse al olfato y sostenerlo con determinación. Hay algo muy americano en este párrafo que yo siempre he envidiado. Dylan trata a Rimbaud como a Robert Jonson, un cantante sureño que había muerto en los años treinta y había dejado sólo veinte canciones, las suficientes como para construir sobre ellas un edificio tan monumental como el que luego construyó Dylan. Los dos son genios puros y superdotados de la técnica. Sin embargo, ya nos es difícil pensar en el primero sin someterlo por instinto a categorías históricas o literarias, ni en el segundo sino como un objeto de arqueología cuyo encanto reside en su condición remota, para iniciados. Leo simbolista en la pluma de Dylan y no pienso en toda la carga teórica de la palabra. Está claro que era un tipo al que le gustaban los símbolos, e importa poco que hubiese vivido cien años atrás, que fuese francés o que ya se hubiese construido para él una mortaja erudita que casi no lo dejaba respirar.
A los clásicos no los entendemos mientras no prescindimos de su condición de clásicos. A los cantantes callejeros, a la vieja de Camarón, no los entendemos si no prescindimos de su condición pintoresca. Esto es lo que yo veo muy americano. Muy anglosajón, en general. En Europa el enciclopedismo lo sepulta todo. Qué más quisiéramos, que los poetas jóvenes de ahora leyesen lo que dice Rimbaud, no a Rimbaud.
Esto es lo mejor que nos puede ofrecer un músico: sus fundamentos, sus raíces, su lucha contra su propio genio y contra la parálisis del prestigio. Dentro del tono tan cercano de la prosa, casi resulta chocante la naturalidad con que Dylan cuenta cómo trató de defenderse de quienes lo consideraban un mesías, lo hacían doctor honoris causa con veintitantos años o lo perseguían enloquecidos de casa en casa. La sensación es la de que todo aquello era ruido y lo importante salía siempre del mismo sitio: de la voz, de la guitarra.
Quizá esta contundencia en un único objetivo es la que ha cimentado su imperio. Recuerdo el desprecio con que se hablaba de Dylan en los ochenta y hasta bien entrados los 90, a pesar de que ya había dado un tremendo puñetazo en la mesa con los tres primeros volúmenes de sus Bootleg series. Hasta Time out of mind, creo que la gente no volvió la cabeza de nuevo hacia él y empezó a escuchar de nuevo lo que cantaba Dylan, no a Dylan. Y eso que ya había sacado Oh Mercy. No lo sé. Pertenezco a una generación que sólo supo ver a un jipi forrado de pasta. Es posible que escuchar Hurricane de adolescente me hubiera conmovido los cimientos estéticos como lo hace ahora, pero entonces yo estaba muy bien abastecido con los Golpes Bajos y los Smiths. Había una infancia en la que los hermanos mayores de tus amigos ponían canciones de Dylan, una adolescencia tierna de posjipismo en la que a las chicas les gustaba el blues, pero la juventud ya comenzaba con zapatones de psicobilly. Dylan era un anciano de cuarenta años.
Es curioso el giro, porque cuando, en los 90, salieron las Bootleg series, casi todo material muy viejo, desechado en su momento, el bofetón de autenticidad me dejó en el sitio. Desde entonces he escuchado a un Dylan reconstruido, como si me hubiera encontrado a un Robert Johnson, sin prejuicios ni recuerdos, por el puro placer de escuchar buena música y unas letras estupendas. Dylan va a sacar ya el octavo volumen de sus Bootleg, quizá el que ayude a mucha gente a replantearse su denostada trayectoria en los 80. En mi reconstrucción encuentro preciosidades en álbumes que a juzgar por los críticos no deberían haberse grabado nunca. Pero él tampoco es demasiado complaciente consigo mismo. Me ha chocado la crudeza con que habla de sí antes de Oh Mercy, como si él fuera mismo el primero en despreciar no sólo su música de aquella época sino todo el pop circunstancial que se hizo entonces. Hasta Ice-T, cualquiera diría que no ha encontrado un bardo nuevo que merezca la pena. Pero todo ello se aliña con unas interesantes disertaciones sobre maneras de tocar la guitarra o de manejar la voz, es decir, con el interés épico de la búsqueda, la necesidad que tiene el artista de no trabajar nunca al pairo de su pasado. Las Bootleg no es una forma de vivir de las rentas sino una declaración de intemporalidad: nos invita a que hagamos con él lo mismo que él hizo con Rimbaud o con Robert Johnson.
He nombrado la palabra bardo, uno de los pocos tópicos dylanianos que me parece tan vigente como al principio. Un bardo no puede escribir unas memorias de cualquier manera. No se trata de lo que haya vivido, sino de que lo sepa contar, y Dylan da aquí unas cuantas lecciones de literatura que hacen a los narradores jóvenes tanta falta como sus canciones a los cantantes que empiezan.
La primera, como siempre, que narrar es contar: uno, dos, tres, etc. El arte es un juego de proporciones. El narrador va y viene de lo general a lo particular, de la escena a la época, de las impresiones a las anécdotas. Dentro de las escenas, todas parten de una breve ambientación poética, algo como los “sedales ensangrentados” que, para Dylan, es una observación real que trasciende cualquier metáfora. En efecto, eso es literatura. El Dylan de Blonde on Blonde sigue sonando a surrealismo de hallazgos casuales, pero la estilización y el pulimento vienen de la sustancia narrativa. En todas las escenas nieva y hace frío, pero cada manera de decirlo brevemente es un soplo de poesía completamente diferente. Dylan descubre que la literatura no está en las asociaciones ocurrentes. Las metáforas surrealistas tienen un valor efímero, hay en ellas más ruido que nueces, pero la descripción de metáforas reales exige, sobre todo, enfrentarse al mundo, mirarlo, resumirlo en un verso, darlo a conocer, darlo nuevamente a luz. En esto el narrador Dylan es espléndido. Habla con entusiasmo cuando es eso lo que nos quiere transmitir, y con un estanque de recuerdos negros cuando es ese el estado de ánimo del momento que recuerda. Como buen aficionado a la pintura, divide el libro en episodios que no llevan orden cronológico sino dramático, como debe ser. Resulta lo más natural del mundo conocer sus luchas de cuarentón antes que sus obsesiva curiosidad cuando era un chaval. Puestas en el orden adecuado no dejarían de caer en el tópico narrativo del que lucha por triunfar. Así cambiadas, resulta que todo es siempre lo mismo, la lucha no termina, el genio no te abandona ni tampoco te sigue a todas partes. La gloria invita al descanso, pero el destino es la música, no la gloria.
El libro acaba como empieza. También Dylan ha terminado vestido de Cisco Houston, un tipo enfermizo que conoció al principio, de quien aprendió todo lo que pudo y que era como un tahúr del Mississippi. Así son sus últimos dos discos. Recuerdo el día que le dieron el Óscar. Apareció en un vídeo con su banda, todos uniformados como una orquesta sureña para un buque de vapor. Sonreían protocolariamente, como si hubiesen acabado la actuación de las 7. Ese uniforme de orquesta de pueblo era también un disfraz que ocultaba las plumas y las pinturas, las gafas negras y las giras revolucionarias, el nombre y la leyenda. Era un disfraz que lo dejaba desnudo, convertido en un bardo del Mississippi. El tópico no es para fusilarlo en canciones de misa sino para descansar en una cantina llena de gente común.
Consecuentemente, su prosa es limpia, sentida, ligera, llena de frases rotundas y luminosas que no se agotan en sí mismas ni terminan por empalagar. Hay dos recursos narrativos muy americanos que también los emplea Auster y en los que Dylan se revela como un maestro. Se trata, por un lado, de la modulación de la frase que anticipa las subordinadas adverbiales. En Español nos parece poco serio poner las condicionales o las concesivas antes del verbo, y con ello nos perdemos un brote de empatía que funciona estupendamente. Casi al azar copio un fragmento que podía haberlo escrito perfectamente Paul Auster:
Lo que me vino a decir Lanois es que trabajaba en las afueras de Nueva Orleáns y que si pasaba por allí, que le hiciera una visita. Le prometí que así lo haría. En todo caso, no estaba en absoluto impaciente por grabar. Lo que tenía en mente por encima de todo era actuar. Si jamás volvía a hacer otro disco, tendría que guardar algo en común con ese proyecto. El camino se extendía expedito ante mí y no quería echar por la borda la posibilidad de recuperar mi libertad. Necesitaba que las cosas volvieran a su cauce y evitar caer de nuevo en la confusión.
Ese uso sutil de la fraseología pleonástica también es muy de Auster, y consigue tensión narrativa y cercanía con el lector. Y al mismo tiempo es muy popular, que es en lo que estamos. Hay algo que pone en contacto a Dylan con Woody Allen, que es esa conciencia casi religiosa de que la cultura popular tiene unas reglas muy antiguas que conviene conocer perfectamente. Para cantar o para escribir. Para rodar películas o para tocar el clarinete. Para lo que sea.

9.9.08

Las mujeres


En el Madrid de 1880, José María Bueno de Guzmán es un señorito que roza la cuarentena, vive de las rentas y se entretiene con los cambalaches de la bolsa. Tiene tres primas. La más atractiva, Eloísa, está casada con el curioso Carrillo, un hombre obsesionado con hacer obras de caridad cuyos modales producen a José María una aprensión parecida a la que los hombres muy afeitados producían en Baroja. Pero Eloísa tiene un vicio: el lujo, un poco en el estilo de aquella mujer legal de Pierre Bezújov. Es capaz de llevar sus sentimientos hasta más allá de toda cautela, pero también de replegarlos cuando de lo que se trata es de mantener su insostenible tren de vida.
   La segunda es Camila, heredera de la aldeana que se encontró don Quijote y trató como a una reina. Es tosca, rabanera, chillona, y está casada con Constantino Miquis, el más bruto de la familia. Es la quintaesencia de la mujer sin desbastar, pero también de la que no ha echado a perder en vanidades un gramo de su corazón vacuno. Es fiel a quien la quiere, noble y silvestre, y su concepto del dinero, algo importantísimo para Galdós, es el de la mujer hacendosa que tiene como una deshonra dejar algo a deber, siquiera pretenderlo.
   La tercera, en fin, es María Juana, una mujer sabia y bien casada, culta y prudente, sin los delirios de grandeza de su hermana Eloísa ni el pelo de la dehesa que suelta Camila. Las tres, por orden de prudencia, nos llevan al Madrid de los aristócratas caprichosos y de las damas de muchos pujos a las que desaprensivos como Torquemada iban desplumando a base de préstamos y que se rifaban a los marqueses viejos y pintados para llegar a fin de mes. También nos llevan al Madrid de los negociantes, de las obligaciones y las acciones de Cuba, que van ya en franca decadencia, a ese ideal mesocrático de cuentas claras que Galdós finge despreciar pero que forma parte de su sentido del orden narrativo. Y nos lleva por último, si bien muy fugazmente, al Madrid de patio y vecindonas, de mujeres que lavan su propia colada y hombres sentados a la puerta.
   La estructura de Galdós está clara. Dentro va la peripecia, la odisea moral de un señorito que se encapricha de la caprichosa, se entrega a la abnegada y no hace demasiado caso de la única que habría podido hacerle feliz. Pero hay algo que falla. El arranque, los amores con Eloísa, es extraordinario. Pocas veces llega Galdós a un estatismo tan brioso, por así decirlo, y a plantear morosamente en cien páginas una historia cuya complejidad se nos deshace cuando le toca el turno a la segunda prima. Me he creído a pies juntillas sus amores con Eloísa, incluso que la deje cuando ve que es imposible enderezar sus despilfarros, pero no me creo en absoluto la loca pasión por Camila, y uno diría que Galdós tampoco, porque insiste una y otra vez en fórmulas entre cervantinas y chistosas que no sirven para ver el corazón del protagonista y narrador en carne viva. Entendemos por qué quiere a Camila, pero nos parece falso cuando lo cuenta. De hecho, la catarsis final, el juego de simetrías con la enfermedad de Eloísa, creo que se desata sin estar madura del todo, precisamente porque la relación con Camila no ha sido del todo convincente.
   Vamos hacia la idea, y se puede decir que Fortunata es una mezcla, al 50% incluso, de Camila y Eloísa, tan basta como la primera y tan destarifada como la segunda. Jacinta, en cambio, no tiene nada que ver con estos tipos complejos, débiles, pecadores, que suben y bajan y enferman y se curan, que pueden con todo en su determinación de hierro y se dejan llevar por una pluma que vaya nadando por el desagüe. Jacinta es otra cosa que no aparece aquí.
   María Juana, la tercera (¡y cuánto eché de menos doscientas páginas más para que José María se liase con ella!), no tiene defectos, pero eso hace más interesante que pueda dejarse llevar por la pasión. Se puede pensar que Galdós lo tenía previsto, porque la escena de los botines es un cabo que queda suelto para siempre. José María, ciego de pasión no correspondida por Camila, se guarda sus botines bajo la almohada, en un acto de fetichismo que, en tratándose del casto don Benito, tampoco va mucho más allá. Un día María Juana entra en casa de su primo y cambia sus botines por los de su hermana Camila, y se ríen los dos mucho del rasgo, pero ninguno de los dos va más allá.
   Y esa relación sí habría sido convincente. Habría venido como de molde con la poética que a poco de terminar nos expone muy seriamente Galdós:

Bien quisiera yo que estas Memorias ofreciesen pasto de curiosidad e interés a las personas que buscan en la lectura entretenimiento y emociones fuertes. Pero no he querido contravenir la ley que desde el principio me impuse, y fue contar llanamente mis prosaicas aventuras en Madrid desde el otoño del 80 al verano del 84, sucesos que en nada se diferencian de los que llenan y constituyen la vida de otros hombres, y no aspiran a producir más efectos que los que la emisión fácil y sincera de la verdad produce, sin propósito de mover el ánimo del lector con rebuscados espantos, sorpresas y burladeros de pensamiento y de frase, haciendo que las cosas parezcan de un modo y luego resulten de otro.

Lo prohibido es una de las novelas más largas de Galdós, quizá una de las más ambiciosas, pero definitivamente una novela inacabada. Entre la enfermedad de Eloísa y la de José María hay demasiado poca novela. Es como traer a una heroína que merecía la tragedia entera y sustituirla de pronto por otras heroínas quizá no tan atractivas literariamente. Teniendo en cuenta lo que Galdós hizo luego con Fortunata –o antes con Isidora-, Camila es muy convincente, pero no lo es el narrador que nos cuenta su amor por ella. Se vale de demasiada hagiografía discursiva y demasiado pocas escenas elocuentes. Él nos cuenta su amor, pero no nos lo enseña. Una cosa es hacer payasadas porque te has enamorado y otra que esas payasadas difuminen la fuerza narrativa de tus sentimientos, vaya.
En general, creo que la estructura de fuertes contrastes, de clavos que caen del cielo y demás rimas de la realidad deja la novela un poco tiesa, como con el apresto de los símbolos y de las correspondencias, como si hubiese llovido nada más plantar la imagen y se transparentasen las maderas que la sostienen. ¿Por qué, al pintar a los más humildes, Constantino y Camila, Galdós no logró aquí ser tan convincente como al pintar a los más poderosos, o a los más depravados? ¿Por qué, en realidad, nunca sale del tópico chocarrero, de un Pigmalión que se da por vencido, y se deja de escenas con grito y profundiza en la pasión por la pureza que representa Camila? Ese amor por Camila necesitaba más tacto, menos carbón grueso. Aquí Cervantes me temo que no le favorece.

6.9.08

Septiembre


Septiembre
Por Toni Losantos.

Diario de Teruel, 5 de septiembre de 2008

Antes de que se nos haga tarde quiero rendirle un homenaje al cuarto folletín de Antonio Castellote y Juan Carlos Navarro, que han llenado una vez más de literatura ilustrada las páginas centrales de este Diario durante el mes de agosto. He aguardado a septiembre no sólo para ver cómo terminaba Otoño ruso, sino a la espera de que algún lector tan devoto como yo enviara al periódico una carta de felicitación o algo así, pero en esta tierra ingrata nadie elogia a nadie, como no sea esperando una dádiva.
Titulo ‘Septiembre’ porque septiembre –tiempo de nadie, primer zarpazo de la realidad- da paso al otoño, que es la estación de la novela, ese Otoño ruso en el que Castellote ha sabido conjugar el día a día del Teruel de ahora mismo, el reloj analemático de Alfambre, los viejos combatientes de la Guerra Civil y una inopinada consecuencia de aquella lenta agonía de los marineros del Kursk, el submarino soviético cuyo trágico naufragio en el mar de Barents tuvo en vilo a medio mundo durante unas cuantas semanas de agosto del 2000. Todo eso encajaba en el relato con un ajuste tan virtuoso que ya definitivamente entiendo que Castellote es un profesional.
No estoy pidiendo que le pongamos una calle, pero es necesario que se sepa –sabedlo los culturetas y los que no lo sois- que Teruel se ha hecho literatura en la prosa de Castellote. El verano pasado fue el Teruel de hace cien años, con Pablo Monguió y su parentela habitando páginas y calles. Algunos capítulos me parecieron memorables, un certero retrato del ambiente social del novecentismo provinciano y una metáfora magistral de la creación a partir de la experiencia de los artesanos de la forja. Este verano, decía, el Teruel de ahora mismo, con más riesgo pero no menos calidad literaria.
Urge que Otoño ruso se convierta en libro encuadernado, acaso de lectura obligatoria en el instituto Vega del Turia, donde este septiembre buscaré a Kolia entre los pupitres, ese alumno pálido y retraído que lleva “el abrigo de campesino siberiano de su abuelo”.

2.9.08

UN HOMBRE EN LA OSCURIDAD

Paul Auster ha tenido siempre predilección por los personajes náufragos y las manos tendidas. Brooklin Follies es quizá el compendio más acabado de esta estética solidaria, de confianza entre vecinos, de parientes que se juntan para darse calor. Un hombre en la oscuridad sigue por ese camino, con el pesimismo de fondo que todavía late en las imágenes del 11-S y un compromiso político mucho más nítido que nunca. Es como si Auster pintase con tonos bélicos apocalípticos las próximas elecciones norteamericanas, quizá las primeras en las que las opciones incluyen la posibilidad de que nadie se muera por ser pobre, o que nadie quede sin educación por haber nacido en un barrio concreto. La lectura puede ser poética o siniestra. Puede ser la gran batalla que a partir de ahora libra en las urnas Estados Unidos, la de suturar las dentelladas neocón, o bien puede que Auster no sea tan ingenuo y piense que ni con una catarsis como la de la Guerra de Secesión se podría conseguir algo tan sencillo como una Sanidad Pública en condiciones.
Algún tiempo después de leerla, es este compromiso explícito la impresión más clara que guardo de la novela. Es curioso que haya pasado de la abstracción política de Leviatán a mensajes tan concretos como el de Un hombre en la oscuridad. Allí era un personaje trágico que se inmola en una idea radical de la libertad, pero aquí es un enfermo, una familia doliente, un escritor sin ganas, una mala pesadilla. Si esta novela que acaba de publicar es tan buena como dice su promoción, es con aquella obra maestra con la que hay que compararla.
Pero sería una comparación difícil. Leviatán es una novela, un gran relato autónomo, una historia en la que las partes discursivas no escamotean las narrativas sino que profundizan en ellas y las engrandecen. En Un hombre en la oscuridad da la impresión de que la idea inicial se acaba justo cuando más exigente se vuelve para el autor. Los sueños se acaban en lo más interesante, y eso es muy realista, y quizá también lo sea dar luego una larga explicación del sueño, o sustituirlo por la realidad de la vigilia, pero al final uno tiene la sensación de que es Auster el que no ha querido explotar hasta el final el hermoso cuento de historia ficción, y de paso asumir la responsabilidad narrativa que implica trabajar con un par de tópicos tan universales como las historias que sólo son un sueño y el personaje que necesita matar a su autor. Todo eso está brillantemente planteado, pero Auster deja de narrar y discursea. A la posibilidad de una novela difícil y apasionante le sigue un final de oficio, un resumen del contenido. Los personajes mueren y ya sólo se nos da relación de lo que hicieron, pero no los vemos hacer igual que vimos al inverosímil personaje al que ya nos habíamos creído.
Auster es muy brillante, y esta segunda parte se lee incluso con más entrega que la primera, pero las dimensiones no casan. Sería un majestuoso final para una larga novela, del mismo modo que la primera es un majestuoso principio para una ficción pura. ¿Se cansa el escritor personaje o se cansa el escritor autor? ¿Era el cansancio lo que quería transmitir?
A Auster no se le puede reprochar nada. Este tipo de novelas de recurso, de narraciones de oficio, de libertades de veterano forma parte del work in progress del escritor, pero desde luego no es uno de sus grandes libros. A lo mejor es que no tenía ganas de embarcarse en otro país de las últimas cosas, ni tampoco de narrar todo lo que al final precipitadamente cuenta. Pero incluso páginas tan poco sustantivas para la narración como la interpretación de películas se convierten en pasajes interesantísimos, tanto que deja de importarnos que tengan poca o mucha relación con lo que se está contando, como suele suceder con este hombre, y es uno de sus encantos. Por cierto, que en uno de esos pasajes el narrador habla de la necesidad de contar a través de los objetos, es decir, de la necesidad de narrar. Está tan bien explicado que cuando uno ve que la novela se acelera en la relación de acontecimientos, en contar sin que aparezcan los objetos, sin narrar, piensa si no es otra nota más de pesimismo que quería incluir Auster, o por lo menos su personaje, el escritor que escribe.