Si uno no supiera de la devoción que desde el principio siente Paul Auster por el escritor Georges Pèrec, al leer novelas como Sunset Park pensaría que Auster ha adaptado sus métodos narrativos a internet. La Red fomenta la erudición gratuita, las listas de objetos de nombre raro (un amor por la congeries que, curiosamente, me encuentro nada más abrir El cementerio de Praga), el permanente ir y venir en el tiempo y en el espacio, cambiar de personaje, de punto de vista o utilizar cualquier motivo traído por los pelos para digredir brevemente. Todo eso lo fomenta internet pero ya estaba en La vida instrucciones de uso, una novela que más de cuarenta años después de publicada, con un éxito colosal, está encontrando su verdadera época sin que nos estemos enterando mucho.
Sí, todos esos elementos forman parte de la nueva forma de narrar que ha instalado la Wikipedia, es decir, una forma de hacer progresar la narración muy parecida a la que practicaban los logógrafos griegos del siglo V a. C. Naturalmente, no se trata de que uno pueda rellenar las páginas de las novelas con resultados de la búsqueda, que es lo que con demasiada frecuencia me encuentro últimamente, sino que cada conjunción de datos diversos, bien tratada, puede producir una hermosa historia.
Eso sí, la novela es, cada vez más, el argumento de sí misma. Sunset Park puede leerse como una novela o, mejor, como el argumento de una novela. Sea acción o reflexión el contenido de la prosa, o los procelosos itinerarios urbanos, o la descripción de un inmueble abandonado, todo lo que se dice es pertinente, informativo. No estoy diciendo que todas las frases describan acciones distintas, sino que cada una de ellas es esencial para el desarrollo del argumento. No hay lugar para el relleno lírico, sólo se cuentan acontecimientos que, como viajan en el tiempo y abarcan épocas y vidas enteras, tampoco pueden demorarse en casi ninguna escena, por importante que sea. Se levanta acta de ella y adelante. Lo lírico no es el adorno sino la escueta, precisa, sobria relación de los acontecimientos, como si el producto final, la novela, fuera un cuaderno de aperturas que, con su pertinente maduración, llegarán a formar un buen relato.
Es un modo de narrar muy interesante, y en cierto modo es lo que viene. Cualquiera podría pensar que Auster no se molesta en trabajarse un poco las escenas, demorarlas, detallarlas, o que la proliferación de personajes siempre termina siendo inversamente proporcional a la profundidad de cada uno de ellos. Pero Auster todo eso lo sabe hacer y lo hace bien. Hace bien hasta lo que no hace, y en este caso, subido a su tersa transparencia, su luminosa sencillez, el método narrativo es muy honesto: renuncia a dormirse en la suerte especulativa de un solo personaje para que lo poco que todos tengan que decir sea una narración suficiente, un calidoscopio de microrrelatos engarzados por su irresistible habilidad narrativa y esos toques de azar que ya son como las recetas de Carvalho, algo que, en vez de lamentar que se repita, lo celebramos como una tradición y nos lo tragamos con los ojos cerrados.
De modo que no sé si achacar a modernidad o a truco ese constante crear personajes que reaccionan a una historia inicial y viven un periplo completo que puede contarse en pocas páginas. El truco es que todas esas historias sólo esbozadas se justifican porque pertenecen a una narración global, y esta narración, si resulta un tanto deslavazada, se justifica porque lo importante son las historias menores. Habríamos leído una novela entera, tan larga o más que Sunset Park, de cada uno de sus personajes, varios de ellos repetidos de otras veces (el Telémaco perdido, el intelectual echado a perder, la chica exótica –¡que se llama Pilar!-, el buen librero, etc.), pero todos tan potentes como siempre. Esta es la gran baza de Auster, que cada vez que presenta un nuevo personaje, su entrada en la novela es tan convincente que nadamos sin esfuerzo por unas cuantas páginas, hasta que aparece otro y la imagen del anterior se nos va empequeñeciendo.
Todo esto, insisto, está muy bien hecho, pero la novela suena a cosa ya vista, a escrita deprisa, con toneladas de oficio, pero sin verdadero riesgo. Auster escribiría una lista de la compra y no dudaríamos en considerarla un buen relato. En este sentido es muy Defoe, sabe que la poesía está en la mera enunciación. Aquí Auster cuenta, no narra; cuenta como contaríamos a alguien lo que sucede, es decir, como informaríamos a alguien de lo que ha sucedido, pero no como si tratásemos de recrear lo sucedido, de dar la posibilidad literaria de vivirlo nuevamente, que es en lo que consiste narrar.
Este lado contable de la prosa de Auster, más radical en esta que en otras novelas, quizá sea, también, un modo moderno de narrar, valga la redundancia. Tendemos a pensar que todas las novelas corales deben ser así narradas, con café para todos, con datos precisos con los que relatar las desventuras de los personajes, pero ya comenté aquí, a propósito de Miau, que cuando en una novela todos los personajes reclaman un papel más preponderante, lo primero que hacen es ahogar al protagonista, lo segundo dar la impresión de que la novela revienta por sus costuras, que se nos ha escamoteado su meollo, como si la hubieran resumido, y lo tercero, por consiguiente, echar de menos desarrollos particulares de los personajes.
En fin, lo de siempre, las proporciones. Sunset Park parece en ocasiones un collage cubista, con historias que se solapan y merodean. La historia, la novela, trata de un joven que cuando era adolescente cometió un error involuntario que marcará el resto de su vida, y al mismo tiempo hará tambalearse las vidas de quienes se acerquen a él o no puedan acercarse. La idea es la de siempre en Auster: cada vez que hacemos algo, necesitamos ignorar que cualquier acción, por trivial que sea, puede poner nuestra existencia patas arriba. Y la de los demás.
Esta irrupción de los demás es muy habitual también en Auster, aunque tengo la sensación de que a partir de Brooklyn Follies se ha orientado a lo que podríamos llamar una solidaridad desesperada, un amor de últimos días, como si todo se estuviera yendo a pique y nos abandonáramos a una fraternidad en carne viva, a una supervivencia que mezclase de modo natural el deseo con los buenos sentimientos, y a medida que se animalizaran nuestros instintos, nuestro comportamiento también se regenerase. Los perros no se andan con monsergas amatorias, pero son leales, son buenos. Planteado así, podríamos decir que el posmodernismo ya talludo de Auster es como un jipismo en blanco y negro. Pero Auster no tiene nada de complaciente. Ama a sus personajes, se los toma en serio, como si estuviesen vivos y pudieran defenderse, los acompaña en su destino, es el amigo que los entiende, que los sabe mirar, y que no se separa de ellos aunque toquen fondo y se revuelquen en el barro. Todos han sido zarandeados por el azar, pero todos intentan salir adelante, todos chapotean en la poza y todos se tienden la mano.