27.1.13

En cinco minutos



Lo ha dicho Alberto Entrerríos, que es más fiable que yo: “Ellos, cuando han visto que nos íbamos en el marcador, no han luchado. La segunda parte ha sido una celebración”. En realidad el partido duró cinco minutos, incluso menos, porque con el 3-0 el partido estaba terminado. Es como si un jugador de ajedrez pierde una torre en las primeras jugadas, que ya no sigue. Seguir habría sido desesperarse, de modo que la fantástica final se ha reducido a un arranque portentoso y una cantidad anormalmente abultada de goles y de minutos de la basura. Landin tenía frío el dispositivo de reacción instantánea que lleva incrustado en el bulbo raquídeo, y eso que empezó bien, pero la posición de la victoria ya estaba ganada. Si les hubiesen dejado, habrían arrojado la toalla nada más empezar.
               Sterbik no empezó tan bien, pero después entró en uno de esos trances en los que habría parado lo que fuese aunque se hubiera dedicado a hacer el chorras. Cañellas lo metía todo, siempre por el mismo sitio. Jorge Maqueda es más potente que Diomedes, avanzaba con los adversarios colgados de los bíceps hasta que empotraba la bola en la portería. Aguinagalde el Vasco hacía la peonza en la raya con más salero que un patinador. Rivera Jr. tiraba vaselinas que dolían. Cuando Mikkel Hansen se decidía a blandir la pica, se daba de morros con Viran, un titán. Montoro lanzaba como el Junco el otro día, soltaba la ballesta desde su casa.
               Hubo dos factores que desequilibraron el encuentro, y este fue uno. Los jugadores españoles cogieron el sitio, el papel. Montoro hizo de Junco y Entrerríos de Hansen y Morros de Toft y Sterbik de los dos guardametas rivales juntos. Tomás, por ejemplo, se comportaba como si llevara el cuerpo que Eggert llevó el otro día. Fueron lo que los rivales querían ser. Les robaron la cartera por el procedimiento de pedirle dinero al ladrón, cobraron esas tres décimas de ventaja y los daneses decidieron sumirse en una melancolía transitoria y actuar como cuando, en sus respectivos clubes, tienen un día malo, de poco público y torpezas acumuladas, y, más que inhibirse, ahorran las pocas fuerzas que les quedan.
               El otro factor, Sterbik aparte, que, como se suele decir, decantó el duelo, fue un movimiento muy astuto del entrenador, Valero Rivera: dejó en el banquillo al único que todo el mundo habría dado por hecho que sería titular, Entrerríos, y lo sustituyó por Antonio García, que solo estuvo en cancha los minutos decisivos, los primeros, el tiempo de la sorpresa, del imprevisto que no estaba en las pizarras, y en ese tiempo cogió para su equipo unos metros insalvables. Luego volvió Palante, hijo de Evandro, en su último partido con la selección, y ya no hubo marcha atrás. Los daneses no entendían, las charlas tácticas hacían aguas, aquello era una improvisación intolerable. Mikkel Hansen quiso ser Entrerríos pero se encontró siendo Antonio García, que se pasó luego el partido en el banquillo. Viran Morros y Gedeón Guardiola cogieron el palo antes que Toft Hansen, como si fuera el juego del pañuelo. Aquello desestabilizó todo. Los lanzamientos no venían por las esquinas, como estaba pactado en el ordenador, sino por un ataque acorazado, apisonador, un llegar hasta las líneas enemigas arrancándose las flechas, unos contraataques que eran los que tenía previsto hacer Dinamarca, que se dejó apalear con la arrogancia de quien lo quiere todo o nada.
               En eso no tengo que desdecirme. El balonmano de élite se ha sofisticado tanto que ya no importa dejarse la vida en una derrota segura. Es posible que la razón moldee más el pundonor en Dinamarca, pero la actitud de los jugadores daneses no es lo que los románticos entendían por patriótica. La regla del pasivo impide que un equipo pase el tiempo peloteando inofensivamente, pero debería haber otra regla, al menos en estos campeonatos, que impidiese bajar los brazos tan temprano. Dinamarca no quiso pelear, y quizá fuera lo más razonable. Pero esto no es ciencia, esto es epopeya, lucha encarnizada. Sabían los daneses que abandonando la partida no nos darían el gustazo a los espectadores de sentir emoción, que siempre es más intensa que la simple alegría. Mejor que yo lo ha dicho el gran Sterbik: "Las victorias son más dulces cuando ganas en una lucha más fuerte".

Vendaval



La selección española de balonmano va a jugar la final del campeonato del mundo envuelta en varios halos de desconfianza. Quien más quien menos teme que Dinamarca se recree como lo hizo con Croacia, y quien menos quien más teme que el Palau Sant Jordi se sume a la fiesta danesa. Lo segundo me importa menos que lo primero porque en la tele apenas se ve a los espectadores y porque estos bigardos no necesitan el aliento de la multitud para comportarse como guerreros clásicos.
               Pero lo primero me tiene más preocupado. He visto unos cuantos partidos del campeonato y en la mayoría el duelo estaba cantado a los cinco minutos de empezar. El colmo fue Dinamarca cuando cogió unos metros de ventaja en los primeros compases del partido ante Croacia y se conformó con mantener la distancia hasta que, llegando al final, dio unos cuantos martillazos para remachar los clavos del ataúd. Mikkel Hansen se limitó a bombardear a sus propios compañeros con asistencias que se iban acelerando hasta que un extremo con aire de gnomo, Eggert, el Puck de Dinamarca, ensayaba una fantasía que le dio hasta nueve veces resultado. Croacia no tuvo nada que hacer, y lo peor es que pareció asumirlo al mismo tiempo que los espectadores, cuando aún no habían ordenado en el asiento las pipas y el teléfono.
               Es posible que esta tarde pase algo parecido. El juego danés contemporiza hasta que llega el momento de machacar; deja que los rivales se vacíen y se desmoralicen, como el Barça. Esta superioridad previa, absoluta, ataca a la mayoría de los deportes de equipo, aunque no sean selecciones. La clasificación de la Liga Asobal es en ese sentido escandalosa. Un equipo lo gana todo, otro intenta seguir la estela, y el resto están perdidos en la medianía. Sucede casi lo mismo que en Formula 1: si al principio de la temporada un coche corre una décima más rápido que el resto, la suerte está echada, por mucho pundonor y maniobras orquestales que se les quieran oponer, y esa diferencia mínima progresa geométricamente hasta la aplastante superioridad. Quedan partidos hermosos e intensos: el Francia-Croacia, por ejemplo, con dos equipos que corrían en la misma décima.
               ¿Ha habido siempre un solo equipo que descollase de manera tan rotunda? El balonmano se ha hecho un deporte de precisión cuyas variables se reducen al portero, lo único incontrolable. Hoy en día el portero es todo técnica e instinto. A la velocidad a la que le disparan zambombazos desde seis metros (menos aún en carrera) no puede más que confiar en reacciones previas al pensamiento. Veo jugar a Landin y me imagino que todos los días practicará el kunfú, no tanto para mejorar la elasticidad como para someter su mente a un nivel de concentración superior. Da la sensación de que escanea mentalmente todas las posibilidades del lanzamiento y corrige un poco su posición para ocupar un mayor porcentaje de todas las trayectorias, de modo que muchas veces no parece que detenga los balones o los desvíe sino que los lanzadores apunten sistemáticamente al muñeco, como si los tuviera hipnotizados.
               Todo lo demás es previsible: defensas durísimas, centros poblados, extremos voladores. El duelo, en realidad, no es entre dos equipos sino entre dos piezas concretas. Sterbik, por lo visto este campeonato, ha mostrado ser menos constante que Landin; más, digamos, currista. Con Alemania estaba ido y con Eslovenia hizo, entre otras muchas, la parada más hermosa del torneo, subiendo el pie derecho por encima de la cabeza para despejar un lanzamiento cuando las manos estaban acudiendo a la trayectoria más abierta y no tenían tiempo de parar la inercia y volver porque el balón llegaba a más de cien kilómetros por hora con efecto de dentro afuera. Una pasada. La duda es si Sterbik estará igual de bien hoy que Mikkel Hansen querrá sacarse unas fotos celebrando goles y que a René Toft ya no le importa demasiado que lo sancionen por partirle un hueso a alguien ni al entrenador que El junco danés, que no me acuerdo de cómo se llama, dispare desde nueve metros a más velocidad que otros desde cuatro.
               Este jugador indica, además, por dónde va el balonmano. Tiene la talla de un pívot de baloncesto, del pívot que antes era siempre reserva porque, de tan grande, resultaba un poco sopazas, un monstruo de pies grandes y cabeza pequeña, un poco como ahora es, en España, Ángel Montoro, el Romay de nuestro balonmano, lo que antes era Juancho, por ejemplo, un gran jugador, excelente pivote, pero que no tenía la destreza de estos tallos. Si a mí me gusta el balonmano es porque no soy demasiado alto. En el colegio las jirafas elegían baloncesto, los altos voleibol, y los demás fútbol o balonmano. El balonmano adquirió, como ya comenté aquí, la talla de los héroes, ese metro noventa que debía de medir Héctor, hijo de Príamo. Y sin embargo conservaba los extremos pequeñajos y los laterales no muy grandes. Ahora empieza a requerirse para jugar a balonmano la misma talla que para jugar a baloncesto, y eso, en términos de corpulencia, es la raya que separa al mozarrón del androide, al atleta del fenómeno. Dentro de unos años el balonmano será saltar y tirar, como un baloncesto hacia abajo. De momento es el juego de equipo que más fortaleza y apostura sigue exigiendo, pero Sterbik ya es un gigante que no cabe por la portería (mordaza es a una gruta, etc.), y  en Dinamarca, aparte del Junco, ya se ve asomar el retrofuturismo en Mikkel Hansen, que tiene aspecto de postneanderthal.
               Pero no valen excusas. Siguen siendo humanos; su carrocería, junco aparte, aún es la de los guerreros, los chicarrones, los mozos que llamamos para que nos ayuden a colgar el cerdo y destazarlo.  ¡Llama al hijo de Atilano, dile que venga, que no podemos con el toro!, y venía el muchacho, Atilano Entrerríos, qué pasa, decía, ahí va de ahí, y cogía el toro por los cuernos mientras los vecinos le trababan las patas, y parecía Sansón. Pero era un Sansón posible, verosímil. Todavía no era Superman, aún era Josechu el Vasco. En este caso, asturiano.
               La velocidad a la que juega Dinamarca es tan inverosímil como su junco de 212 centímetros de largo. Los ves poner la pelota en funcionamiento y de pronto solo atisbas su estela y un confuso movimiento de cuerpos del que sale un disparo inalcanzable. Esta tarde va a jugar el balonmano de hoy con el de mañana. Ojalá tenga que comerme mis palabras, pero me temo que solo podemos ganar si Sterbik está mejor que Landin y todo lo demás funciona mejor que nunca. Nuestra baza está en nuestro gigante, en nuestro humano menos humano. Los hombres solos no harán frente al vendaval. 

23.1.13

Tiempos difíciles



Después de David Copperfield y Casa desolada, a sus 42 años, Dickens escribió esta maravilla de novela, algo más breve que las anteriores y que las que seguirían, y quizá por eso de una perfección argumental más allá de cualquier relleno lacrimógeno. Eso de bañar la novela en lágrimas, tan reblandecedor, aquí da paso a una historia lubricada de sarcasmo, apasionada y triste, escrita por un hombre que detesta la crudeza del utilitarismo en cualquiera de sus formas. Con la Biblia en la mano (abundan las citas directas entremetidas), construye una parábola sobre los peligros del tipo de educación que todavía hoy, siglo y medio después, sigue poniendo sus huevos en cerebros como el del tal Wert. Escuchando las pijadas que dice el profesor Gradgnind sobre la necesidad de los conocimientos útiles, de los datos y las transacciones, la competencia, los réditos, los números, me parecía estar escuchando un discurso de la consejera de Educación. Al final de la novela, un alumno aventajado, Bitzer (en la estela de Huriah Heep, pero más frío y menos acomplejado) le recuerda a su antiguo profesor que no ha olvidado nada de lo que le enseñó. “La única manera de manejar a una persona es mover su interés propio. Lo hombres somos así. Sabéis perfectamente, señor, que es este el catecismo que me enseñaron cuando yo era muchacho.” Acaba de frustrar los planes del viejo profesor para salvar a su hijo de la cárcel, si no de algo peor, y lo hace nada más que por un ascenso en el banco donde trabaja.
               Dickens está harto del puritanismo despiadado y la soberbia autosuficiencia que ya latía en Robinson Crusoe, más o menos por el tiempo en que Oliver Goldsmith creía en la bondad por encima del provecho. Este asunto nos llevaría demasiado lejos. El carácter anglosajón es una mezcla desigualmente repartida de ese individualismo rentable y ese otro sentimentalismo solidario. Por el día, en el trabajo, interpretan a Defoe, y por la noche, junto al fuego, leen a Dickens. Es como si Adam y Smith fuesen dos caras del mismo individuo, el uno cariñoso y desprendido, el otro interesado y calculador. El propio Dickens, de creer a Tomalin la Resentida, trataba sin piedad de ningún tipo con sus editores y a su señora no le hacía ni caso, pero luego era el padre que divertía a sus hijos y el que daba masajes cardiacos a media Inglaterra. La blandura vespertina no afectaba a la dureza matutina, convivían como un matrimonio de conveniencia que apenas se saluda por los pasillos, pero lo hace con exquisita educación. Pero Tomalin no es de fiar, por muchas verdades que diga. También Galdós pasó por pesetero e insensible, cuando se limitaba, como Dickens, a que los editores no lo engañasen y a que las mujeres no le amargasen la vida. Dickens desprecia el escualo-liberalismo de los banqueros, pero también la retórica intransigente de los agitadores de obreros. Es como si en Tiempos difíciles hubiera querido exponer, con brevedad y concisión, las ideas que de todos modos flotan por los océanos de sus otras novelas.
               No me gustan los resúmenes de argumentos, pero en este caso merece la pena. La pequeña Ceci es adoptada por el positivista señor Gradgnind, padre de dos hijos (tres, pero una solo figura) que son el resultado directo de sus teorías pedagógicas. Ella, Louisa, es una muchacha obediente y reprimida a la que su padre entrega en matrimonio al gilipollas de Bonderby, el banquero, un sujeto repulsivo que presume de infancia miserable, como la mayoría de los millonarios. El otro hijo, Thomas, es un inútil criado en las apariencias y el rencor. El tronco principal de la novela crece a partir de que Louisa se preocupa por un obrero, Stephen Blackpool, a quien sus compañeros acusan falsamente de colaborar con el amo de la fábrica, Bounderby, para debilitar el sindicato, y a quien el amo echa de la fábrica porque se niega a colaborar con él contra sus compañeros. A Thomas Gradgnind Jr. solo se le ocurre utilizarlo de señuelo para robar el banco donde lo metió su padre a trabajar. Pero la jugada le sale mal. El obrero muere finalmente, aunque le da tiempo a lavar su nombre. A Thomas intentan salvarlo, por compasión hacia su padre, los titiriteros entre los que se crió la alegre Ceci, y finalmente lo consiguen, a pesar de que la astucia legal de Bitzer trate de impedirlo.
               Así contado, en sus trazos más gruesos, la parábola no admite personajes redimibles. Bounderby es, además de petulante, un desalmado. El mismo encuentro madre e hijo que en otras novelas haría saltar las lágrimas, aquí es un episodio vergonzoso. Bitzer tampoco tiene alma. El que no es un desaprensivo es un acomplejado. Pero Louisa es una madame Bovary en positivo, es decir, la mujer soñadora a la que el galán de turno, más que seducirla, la hace despertar, por fin, para que abandone a su repelente esposo, aunque no vaya a marcharse después con él. Incluso su padre, el fanático del realismo práctico, acaba reconociendo su error, lo cual le hace merecedor de que sus hijos finalmente se salven. Por encima de todos, como un ángel, Ceci, la que se crió en el circo, conserva siempre la higiene del espíritu, la alegría y los buenos sentimientos como esencia natural del ser humano, siempre y cuando no se le acogote con las apariencias o con la necesidad de producir dinero. En Cocktown, la ciudad negra de hollín y de miseria, solo los titiriteros duermen sin humo, al raso, sobre la hierba. Los demás se pudren en matrimonios equivocados, en destinos más propios de bestias que de hombres, o en la olla de su propia vanidad.
               Todo esto son truchas que saltan en un río bravo, como siempre, plagado de personajes y de interesantes giros argumentales. Dickens no solo sabe sorprender, sino algo más difícil que eso: sabe sorprender a los perspicaces, pero sobre todo sabe que la gran sorpresa es que finalmente todo suceda del modo más natural. De las casualidades múltiples que pueblan David Copperfield solo queda una, tan solitaria que llama la atención: el modo casual como Louisa y Ceci descubren que Stephen Blackpool ha caído en un pozo, por un sombrero que se encuentran en el campo. Todo lo demás sigue la lógica de las jugadas de billar. Dickens está muy encima del argumento y demasiado encima de los personajes que detesta, que no tienen ninguna posibilidad. Es, en ese sentido, una novela seria, sin el optimismo narrativo, cervantino, de sus novelas largas. Está más premeditadamente armada, por así decir, y eso que siempre despotrico contra las premeditaciones novelescas. Pero, cuando se hace bien, es decir, cuando parece que no se hace, el placer es el mismo que en las novelas desatadas. A veces da la sensación de que a Dickens se le acelera la mano con los múltiples historias y personajes que le brotan del tintero, pero se la sujeta y sigue el trazo sombrío que se proponía. El Dickens serio, enfadado, hasta las narices del neoliberalismo de entonces, convive con el festivo, dicharachero, titiritero. En una novela sarcástica y ceñuda se propuso hablar de la bondad, y la bondad le surge sin querer, envuelta en maestría narrativa. Por momentos (el episodio del picaflor James Harthouse), da la sensación de que Dickens se ha tomado un descanso austeniano, de diálogos y saloncitos, agradable, de novela larga, pero pronto se sienta bien en la silla y la emprende con los banqueros viscosos. Tiempos difíciles no es breve solo porque Dickens la quisiera así, supongo, sino porque se empeñó en que fuera así, a pesar de su inclinación al desbordamiento. Esta lucha por no enjugazarse con bondades que puedan desacreditar la tesis de la novela, reivindicativa y grave, y de usarlas no como artificio narrativo sino como parte de la idea, es como un sacrificio de páginas, un esfuerzo de contención que da un resultado redondo. Dickens asombra cuando desparrama y cuando se pone serio, por la mañana y por la tarde, cuando es Adam y cuando es Smith.

20.1.13

Cicatrices y pintura roja



En Lincoln, que conforme pasa el tiempo me va gustando menos, había presupuesto para pelucas pero no para cicatrices. La esclavitud, que es el tema, solo aparece en fotografía, en las placas de cristal con las que juguetea el hijo pequeño del presidente. Una de ellas, celebérrima, la única que se distingue en la película, esta que cuelgo aquí, se tomó en Maryland, muy cerca de donde Lincoln destilaba las lágrimas de cocodrilo de varias generaciones. Pero su visión real habría sido excesiva para la pulcritud patriótica de Spielberg, que se limita a trasladar a su película las mismas dudas que se plantea el congresista radical, empeñado en decir que todas las razas son iguales, pero que se tiene que morder la lengua y decir, en cambio, que todos los hombres son iguales ante la ley, una y otra vez, para no alterar a los otros congresistas que no concebían la idea de que un negro fuera igual que un blanco. También Spielberg, tan detallista él, deja lejos de la pantalla las cicatrices, los bozales, los grilletes, las camas calientes, las torturas, las violaciones, los divertimentos salvajes, las luchas de mandingas, incluso el servilismo, tan bien retratado por Faulkner, de quienes se consideraban esclavos de un rango superior, con derecho a ir vestidos y a que no los azotasen con frecuencia. Y todo ese material macabro, toda esa ponzoña inconcebible, casi inverosímil, pero cruda y real como la pura verdad, es el material sobre el que Tarantino ha montado Django unchained, para mi gusto lo mejor que estrenado desde Jackie Brown.
               Pero Tarantino ha hecho algo más. No solo se ha servido del material más vergonzoso de la historia de su país, sino que lo ha usado para lo que sirve, para contar una historia falsa, de esas historias falsas que nos ayudan a conocer la verdad bastante más que las historias verídicas y documentales. Los discursos y las citas de Spielberg no tienen una pizca de la verdad que late entre los litros de pintura roja y las situaciones delirantes que acumula Tarantino en casi tres horas de diversión. Un personaje tan tremendo como el de Samuel L. Jackson no cabe en las impolutas historias reales de Spielberg, ni siquiera en aquel Corazón púrpura que no servía más que para lloriquear. Jackson hace de viejo criado del dueño de la plantación (gran Di Caprio), tullido por su ajetreada juventud, que ha nacido y crecido en la misma casa, con los mismos amos, y que desarrolla una fidelidad perruna, tan desagradable como comprensible. Fiel a su estilo, Tarantino aplica más humor precisamente allí donde todo nos parece más cruel, y el criado soplón, el personaje trágico, más que levantarnos odio nos causa gracia, pero no nos esconde, al contrario, ninguna de las causas por las que podríamos apartar la vista. Me molestan los autores que subrayan, sea con el violín o con la mala jeta de los malos. El subrayado es cosa del espectador; los mensajes se ven, pero no se oyen, y en eso Tarantino es un maestro. Su sentido del humor evita el sermón, lo sustituye por cine, como es su obligación, y ese patético bufón de setenta años es una composición, a mi juicio, mucho, pero mucho más difícil y mejor conseguida que la de Lincoln. Samuel L. Jackson, incalificablemente bueno, es un malo gracioso, pero también es una parte de la historia. El sadismo, la otra parte de la historia, hace que Di Caprio acceda al grado de personaje fascinante, quien con una sola escena, la de la calavera, nos explica lo que por aquellas fechas pensaban casi todos los blancos y algún que otro negro domesticado. Es entonces cuando Di Caprio pronuncia la breve frase que da sentido a todo: “¿por qué no nos matan?”
       Django es el héroe precisamente por eso, porque aprende a matar. El racismo norteamericano llegó a pensar que los negros se merecían ser esclavos porque no eran naturalmente capaces de rebelarse. Los mismos que consideran a Darwin un chiflado y un hereje conservan el cráneo de un esclavo que los vio nacer y los crió cuando eran niños, como si fuera la prueba de que los negros nacen naturalmente sumisos, como los perros. Esta brutalidad hallaba nido en la mayoría de los analfabetos blancos armados, incluido el propio amo, a quien Tarantino se cuida en pintar como un ignorante con dinero, como el millonario medio norteamericano. Dice Spike-Lee que esta película es racista. Ya lo creo: pocas veces se ha hablado tan descarnadamente de los blancos.
       Y, por encima de la idea, clara, sin sombras, en cuatro palabras, está la gran escena, marca de la casa. Di Caprio se ha enterado de la trampa que le están tendiendo y entra de nuevo en la sala completamente transfigurado. Ya no es el señorito vestido de lino que se entretiene con su harén de negras y su perrera de negros. Era solo un negociante, abducido por el dinero, pero cuando se entera de que lo quieren torear, enseña los dientes amarillos y entra en el salón con un maletín de verdugo en el que hay una bomba visual, un crescendo impresionante donde, pasada la verdad, la cruda y genial verdad, vendrá el cine simplemente divertido, de modo que los clímax visuales, de acción, se alternan con los clímax narrativos, de pensamiento, y todo es igual de interesante. Empezamos a ver la balasera encantados con el derroche de arte narrativo que nos ha llevado hasta ella, y así la disfrutamos como lo que es, como una gamberrada inteligente.
               Sí, claro, la película es violenta. Es muy violento ver que en aquella época era legal ir coleccionando cadáveres de prófugos y llevarlos empaquetados a la oficina del sheriff más cercana. Es muy violento ver las cicatrices de los esclavos, los bozales que les ponían, cómo los colgaban por los pies, cómo los hacían matarse entre ellos para diversión de la jauría fina. Lo demás es una traca valenciana, un anuncio de pintura roja. En esta era de Asperger confundimos los términos con frecuencia. No es violento planear un espectáculo trepidante con personajes tan bien hechos que naturalmente se convierten en mitos, en prototipos, en tópicos fundacionales, que son los únicos que merecen la pena. Difícil volver a imaginar al amo de una plantación sureña distinto del primero que aparece, rubio, sedoso, avaricioso y miembro del primitivo KKK.
               A todo esto, ¿cuál era el argumento? Ah, sí, que Sigfrido rescata a Brunilda. Uno lo pierde de vista, y eso que Tarantino lo cuenta en boca de un alemán, que lo sabe de buena tinta. Y lo pierde de vista porque en Tarantino no hay eso que los manuales llaman escenas de transición. Cada escena tiene la suficiente autonomía narrativa como para que su función argumental no excuse su flojedad artística. Eso produce un efecto de sucesión, más que de avance. Van pasando cosas. Sabes que el chico rescatará a la chica, que para eso le pagan, pero hasta entonces cada escena previsible desde el punto de vista argumental será imprevisible en el artístico. El hecho de que el cazarrecompensas alemán le proponga matar antes a unos cuantos forajidos es como aquella conversación en el pasillo de Samuel L. Jackson y John Travolta en Pulp fiction, cuando antes de entrar en una habitación y liarse a tiros deciden esperar un poco más. En esa espera la narración se desvincula del argumento, sigue su propio camino, las secuencias se desencadenan y se arman en torno a sí mismas. Y aun cuando la narración regresa al argumento, en la larga secuencia final, cada escena vuelve a desvincularse del todo para ofrecernos sus propias virtudes narrativas. Una narración es una historia de historias, como ha sido siempre. Los productores de guiones industriales solo creen en una historia, a la que se subordinan y con la que se justifican todos los empalmes tópicos. Los narradores de siempre no pueden parar: cada personaje es una historia; cada secuencia, una novela. Y los tópicos, salvo que sea para reírse de ellos, para refundarlos, están prohibidos.
               Me produce cierta nostalgia Tarantino. La imagen de una pantalla cubriéndose de rojo, al principio de Pulp Fiction, es un hito para cualquiera de mi generación. Esta semana pasada he ido a ver, con verdadero hambre, varias películas seguidas, algo que entonces sucedía cada dos por tres, y no porque entonces fuera uno más aficionado al cine sino porque abundaban las películas atractivas. Nos atraía de Tarantino ese cinismo descarado, ese no mentir y tomarse las cosas como a los biempensantes más les molestaba que se las tomase, con guasa. Él y los Coen sabían reírse de todo sin ocultar aquello de lo que se reían, y además nunca dejaban de tener en cuenta su condición de artistas. En términos literarios, eran la posmodernidad madura: seguían revolviendo en los géneros, en el arte dentro del arte, pero lo hacían con una perspectiva inteligente y ácida, y muy divertida.
               Y el género de los géneros, para Tarantino, era el spaghetti western. Yo creo que desde que estrenó Reservoir dogs lleva diciendo que quiere rodar un espagueti. Era un género clásico revisitado, tenía el prestigio épico del blanco y negro americano y el decadentismo autorreflejo de los italianos. Era un expresionismo libérrimo y abstracto, y siempre hablaba de lo mismo, del bien y del mal. En este ir y venir del arte, Sam Peckimpack encontró allí su lenguaje, pero Tarantino también le encontró la gracia. Y la gracia es esa: una estricta carpintería épica para una gran libertad narrativa. Por eso a una película histórica (¡esta sí es una película histórica!) le viene como anillo al dedo -dentro de la, como siempre, estupenda música que nos pincha Tarantino- algo como un rap, de absoluta coherencia artística porque a fin de cuentas el rap es el blues de hoy. Canciones para lamentarse. O, como en Django, para actuar. No en vano Django, Jammie Fox, se parece tanto al esclavo que veía el hijo de Lincoln como a Malcom X. Y eso, más que posmodernidad, es historia.

19.1.13

Metahistoria



Con las películas históricas me pasa lo mismo que con las novelas históricas, que cuando son historia novelada (o filmada) solo me hacen desear la lectura de un genuino libro de historia. Viendo Lincoln me daban ganas de volver a casa y leer Team of rivals, el libro de Doris Goodwind en el que parece que está basado el guión, cuyos dos primeros capítulos (los que están asequibles en la red) son un ejemplo de cómo el ensayo histórico y la novela se van acercando a golpe de toneladas de realia, de detalles de la época, al tiempo que someten la escrupulosidad histórica a la fluidez narrativa. Apenas hay selección: se nos informa del vestuario completo, del menú del día, de la hora del tren, del número de esto y de lo otro. Es una exhaustividad que raya en el fetichismo, en el mero hambre de detalles, en la masa de datos como motor del interés novelesco.
               En los ensayos históricos resulta muy efectivo, porque en ellos el sacrificio de la proporción se compensa con la voracidad cotilla. En las novelas, en cambio, me parece que esta exhaustividad entierra el flujo narrativo, lo reduce a datos, no a sensaciones. Leemos biografías en las que su autor nos cuenta cuándo al personaje se le cayó una muela, nos regodeamos en el afán minucioso, como si el amontonamiento y las páginas de cuatro cifras diesen sensación de totalidad.
               Pero el arte es selección y combinación, solo eso. El libro de Goodwind es material para la ambientación de una novela cuyo argumento principal debe ser ficción. Cualquier otro intento literario en el que no se admita la ficción nunca pasará de ser un docudrama, un biopic. Y Lincoln, con toda la suntuosidad realizadora y el derroche de ambientación y el óscar de peluquería, no deja de ser un docudrama, precisamente porque se somete a la verdad histórica con el indisimulado afán de contarlo todo. Todo está contado, en efecto, muy rápidamente, la historia de los días que precedieron a la votación de la 13ª enmienda, la que abolió la esclavitud. Pero creo que si hubiese contado solo el día de la votación, la película habría sido igual de exhaustiva hasta en los más mínimos detalles. No había margen para la abstracción. Todo es dato exacto y frase lapidaria, los dramas íntimos están remetidos en breves escenas tremendas que llegan y desaparecen de buenas a primeras, como ése creo que fallido intento de embutir en un par de minutos la tragedia personal de la familia Lincoln. Luego hay algunas escenas de violín para ver cómo a los personajes se les encristalan los ojos cuando ven pasar en la carroza un hermoso momento histórico, aunque se aun muñeco de cera.
               Por lo que yo sé, los norteamericanos están entusiasmados. Asisten a una lección de historia: dos horas y media de hombres hablando de política con frases célebres que los devuelven a los días de la escuela, al mito infantil del propio Spielberg, y les desengrasa las rigideces documentales con personajes cómicos (patéticos algunos, sobre todo los congresistas convencidos a última hora) y escenas de afecto familiar. Las escuelas la exhibirán a sus alumnos para el día de Acción de Gracias, no habrá profesor de historia que no la sume a sus materiales didácticos. Hay lecciones de historia, de oratoria, de interpretación, de montaje, de maquillaje y sobre todo, ya digo, de peluquería. Todo está sobrecargado de lecciones, como la mesa de bote en bote del consejo de ministros, con dos paquetes cerrados que nunca se abren, por cierto, y cuyo envoltorio es un papel demasiado nuevo para lo viejo que es todo en la película, de una estraza demasiado satinada, demasiado lisa, lo cual sea quizás un leve fallo.
           Todo eso está muy bien, pero, ¿y el arte? El director sigue con su rollo academicista, con lo que está probado que funciona. Se resiste a dejar los planos quietos, y a la gente que, más allá de las frases célebres, se exprese cuando no quiere decir nada importante, que es la mayor parte del día. Los estudiantes de montaje babearán con la maestría y la velocidad, a pesar de lo espeso del contenido, y los directores jóvenes tomarán notas y se subirán las gafas con el dedo. A mí, como no soy cinéfilo, eso no me interesa. Lo que yo quiero creerme no son los datos sino las escenas. Los datos ya los cuenta Goodwin, y las escenas no tienen desarrollo dramático en sí mismas, son vehículos de exposición de verdades, una veloz cabalgata de verdades históricas.  Los clímax necesitan invariablemente ser violineados para que se sepa que hay que emocionarse, y el juego de los doce hombres sin piedad, el espectáculo de los que al final se suman a la causa, no dice más de lo que ya hemos visto cien veces.  El torrente de verdad deja tirados por el camino a personajes flojísimos, el hijo mayor de Lincoln, los rufianes cazavotos, todos buenos actores enjaulados en sus pocas y veloces frases, por muy importante que sea lo que digan. Al hijo, además, el abrigo le viene grande.
               Pero si Spielberg no hubiese acertado con el casting, entonces apaga y vámonos. Las películas americanas con multitud de secundarios son un espectáculo solo por la galería de interpretaciones memorables que suelen acumular. Todos ellos sonaban perfectamente naturales, por exagerados que pareciesen. Dentro de los más que secundarios, de los de media docena de planos, me ha impactado Peter MacRobbie, el jefe de los antiabolicionistas en el Parlamento, con esas patillas de gato, dentro del nutrido catálogo de barbas, sotabarbas, bigotazos y toda clase de patillas y de whiskers que pueblan el Parlamento. Y entre los, por así decir, secundarios principales, Tommy Lee Jones, con una mopa negra en la cabeza, y Sally Field, con ensaimada victoriana, dan una lección, otra, pero esta de veras imprescindible, la primera de todas: que, nada más verlos, nos olvidamos de que son Tommy Lee Jones y Sally Field. Nos olvidamos hasta de las pelucas.
De que Lincoln es Daniel Day-Lewis no nos olvidamos nunca, y eso que él no lleva peluca sino un despeinado de frotarse mucho la cabeza y andar pensando en sus cosas. Spielberg lo ha puesto cenizoso, empolvado, como a los jóvenes que hacen de anciano, y él mismo cierra los párpados al mirar un poco excesivamente. Lincoln murió con 56 años, exactamente los que tiene Lewis. ¿Era necesario envejecerlo tantísimo, por mucha crema hidratante que se dé el actor? Además, rara vez nos lo deja ver al natural, en un plano sin sombras, sin escorzos, sin contrapicados o como se diga. Ni a Sally Field ni al otro les afecta ese claroscuro tan marcado, tan ocultador y polvoriento. Dentro de esas tinieblas interpretativas están los movimientos perfectos de Day-Lewis, que habla una octava más agudo que todos y en un tono menor, que está más pálido y ensombrecido que los demás, siempre componiendo magistralmente el personaje. Day-Lewis actúa para que la cámara se quede quieta, para que solo lo mire a él durante largos planos secuencia, pero Spielberg corta antes de que se haya disipado la bruma que lo acompaña. No me daba tiempo a sentirme cómodo mirándolo, ni a él a desarrollar dramáticamente una contención que en ocasiones, demasiadas, me resultó afectada.
Por momentos parece una figura de cera, la momia real, verídica, el exacto andar, la joroba calcada, la voz probable, de grabación primitiva. Hay en su composición tantos datos reales como en el guión que filma Spielberg. Es una reconstrucción real que ha tapiado al personaje, lo ha sometido a su condición histórica. Alabamos su oficio, pero no dejamos de verlo en una onda distinta a la del resto del elenco, como algo casi gracioso, entre Peter Cushing y don Sandalio, casi siempre con media cara tapada. ¿Por qué había que usar el tenebrismo para hablar de un hombre, según dice un personaje, tan puro? ¿Por qué no se le ponen los mismos focos que a los demás? Esto de subrayar el complejo mundo interior del personaje apagando una luz me parece un truco demasiado viejo. Se ve la diferente iluminación y se ve, cosa que detesto, el tremendo foco detrás del ventanal forrado de papel cebolla, que lo sume todo en la penumbra y desperdiga rayos en los que flota el polvo y el humo. Se forman entonces cuadros de época, gestos de época, voces de época, pero cuadros en los que el óleo ya se ha tomado del hollín del tiempo, del humo de los siglos, y el contraste no me acaba de convencer, son personajes apolillados, como si vistieran con ropas viejas y pusieran gestos color sepia. Ya solo faltaba que caminasen deprisa, como en los documentales antiguos. Pero eso ya no es rigor histórico sino metahistórico: nos imaginamos que la historia, cuando era presente, ya parecía (¡a los mismos que la vivían!) tan vieja como la vemos ahora. Es el único juego estético que me ha interesado, por simple.

14.1.13

Oliver Twist


Dickens terminó Oliver Twist con 25 años. Era, después de Pickwick, su segunda novela larga, su confirmación como escritor. No deja de ser admirable que después de encontrarse con una gran novela, Pickwick, sin casi pretenderlo, diese inmediatamente después, y a una edad tan temprana, semejante lección de oficio. El modelo narrativo de Pickwick no era Pickwick sino Fielding, pero el modelo de Oliver Twist ya es Oliver Twist. Dickens ya había perfeccionado el molde, y aunque le queden, en la concepción del relato y en el diseño de los personajes, cosas de la época de Goldsmith, sobre todo ese aire volteriano de los personajes que escapan del mal casi como consecuencia lógica de su optimismo, o supiese sacar de la novela gótica lo que le convenía para su propósito realista, el caso es que una novela por entregas, desde entonces y hasta ahora, se sigue escribiendo así.

               Para empezar, cada capítulo (en torno a unas 1500 palabras), no incluye más que un tramo narrativo, es decir, una frase del argumento. La información necesaria para proseguir la lectura se reduce a un hecho, a una breve conversación, a un episodio concreto. Dickens pinta: comienza describiendo, enhebra un diálogo y, cuando, por así decirlo, el diálogo ya está maduro, cuando cae la información por su propio peso, incluye el hecho resumible, el tramo de argumento, con sus correspondientes sorpresas y expectativas. Un ejemplo sencillo de cómo funciona es el encuentro de Nancy, la esclava del malvado Sikes, y Rose, el ángel ex machina que terminaba apareciendo en la novela de Goldsmith. Nancy tiene que dar un solo dato, que el siniestro Monks es hermano de Oliver Twist, y para ello despliega un diálogo lacrimógeno donde brillan la dignidad de Nancy y un lenguaje de salón, o como mínimo de vicaría, impropio de quien no recibió jamás ninguna educación y vive amarrada a un sujeto malencarado que tiene una lengua como una dalla.
               Algo parecido sucede, poco después, con la reaparición del generoso Brownlow, o en aquellas escenas en las que discuten o flirtean el celador Bumble y su esquinada esposa (que tiempo después, en versión amable, se convertirán en el matrimonio Micawber). El modelo se repite con más frecuencia en la segunda parte, después de que Oliver quede tendido en una zanja, con un brazo herido, famélico y exhausto. En ese momento se produce una fractura argumental que creo que es el único reproche (ya ves) que se le puede hacer a la construcción de la trama. A partir de entonces suceden dos cosas: que aparecen los personajes buenos y que el argumento parece escrito al revés, desde el final. Todo, desde ese momento, colabora en la resolución de la novela. Se acumulan los elementos folletinescos (el hermano oculto, el anillo sumergido, las últimas voluntades, la verdadera familia, la herencia recuperada, etc.), pero el extraordinario impulso de la primera mitad, esa imborrable descripción de los bajos fondos londinenses, y, particularmente, el personaje de Nancy, creo que se hacen a un lado en favor de una colección de tópicos de novela bizantina -que son los que alimentaron la ficción durante veinte siglos-, hasta que vuelvan a brillar en el impresionante final, desde la entrevista de Nancy con Brownlow y Rose, espiada por ese pre-Huriah Heep que es Noah Claypole, pasando por su asesinato y por el grandioso auto de fe que culmina con el ahorcamiento involuntario de Bill Sikes.
               Pero esa primera parte, quizá precisamente porque no hay que resolver nada, es una maravilla. Los capítulos se sostienen solos. La narración vuela en diálogos interesantes, en tipos curiosos, en descripciones impresionantes. Es como si, para empezar, Dickens se ocupara de pintar un fondo negro sobre el que resalten las figuras azul celeste que harán acto de presencia a partir de la escena del anciano bueno, Brownlow, en la tienda de libros. Digamos que, si la novela hubiese terminado en esa zanja, con la muerte de Oliver, y la posterior trama folletinesca se hubiese adelgazado de lagrimones y hubiera sido realimentada con más bajos fondos en aras del espléndido final, también la recordaríamos como una obra maestra, la vincularíamos con Dostoievski, encontraríamos sin dudas el modelo del primer Baroja, pero faltaría el creador de lágrimas, el Dickens melodramático, el que sabe tocar el violín con la pluma y ablandar la voluntad del lector. En la segunda parte (final aparte) disfruto de la nitidez constructiva; en la primera, de la novela. Y, puestos a fantasear, me imagino a Galdós pensando algo parecido, incluso creyendo que tanto el personaje de Rose Maylie como el de Nancy daban para mucho más, hasta para una novela como Fortunata y Jacinta, ya puestos.
               Es lo bueno que tiene Oliver Twist, que debajo de los tópicos folletinescos abundan los personajes potentes y los tipos característicos, los capítulos que se sostienen solos y las escenas bien narradas. Dickens decora el ambiente con personajes que ya nacen con su propio molde, todos con una etiqueta que los identifica: la porroquia del celador Bumble, el viscoso querido del judío Fagin, el me como la cabeza del anciano Grimwig, el que habla por la nariz, el que da lecciones de jerga, etc., etc. Pero Dickens se cuida bien de no etiquetar a los personajes grandes, amén del propio Oliver: Nancy, sobre todo, pero también ese Sikes que parece el Bizco de Baroja, e incluso, insisto, la joven Rose, cuya historia de amor queda un poco sin contar (y que volvió a retomar en David Copperfield) hasta que se zurce con una poco convincente aparición final del soso Harry. Habrá luego muchas Nancies en Dickens, y muchas Roses, pero aquí ya están delineadas todas las que vendrían después.
               Dickens es un autor de ambientes y personajes. Las tramas, la carpintería, todavía requieren en Oliver Twist de largas explicaciones que aten los cabos (un procedimiento discutible que sin embargo será el fundamento de cualquier novela negra), pero lo importante, para mí, no es eso, sino su otro extremo, el arte cervantino de lanzar cabos para recogerlos cuando sea menester reanimar la narración, por ejemplo después de alguna de las largas conversaciones sin más propósito que el del juego verbal. En cierta ocasión (creo que fue a propósito de Nuestro amigo común), pregunté a un amigo londinense si esas largas escenas de parloteo, muchas más en aquella novela que en Oliver Twist, tenían como fundamento la mímesis, la ambientación verosímil, o el simple relleno entretenido que requiere un folletín en sus épocas valle, por así decirlo. Me dijo que no, que eran un fin en sí mismo, el placer shakespeariano del juego verbal, y que eso a los ingleses les divierte mucho. A mí no me divierte tanto, por ejemplo, el final dickensiano de Una comedia ligera; al margen de admirarlo en lo que supone de alarde lingüístico, con aquellos hampones chamullando germanías, no me parece que tenga esa gracia sostenida que forma parte, por lo visto, del genuino humor inglés[1].
               Dentro de unos días tendremos que comentar esta novela en clase. Lo primero que voy a preguntar, antes de proceder a la autopsia, es de qué dos personajes no principales les ha quedado mejor recuerdo. Yo, cuando acabé su lectura, no tenía muchas dudas. Uno es el pequeño Dick, la noticia de cuya muerte, aun a pesar de ya sabida, me dolió tanto como a Oliver Twist. Hay veces en que el meloso Dickens nos empalaga un poco (la historia de Harry), pero hay otras, como en el caso de Dick, en que comprendemos la profunda emoción que debía embargar a los lectores de entonces, y a los oyentes, que de todo hubo y para todos había. Dick es el más acabado ejemplo de indefensión y de pureza que hay en la novela. La verdad es Dick, lo que Dickens quería denunciar es ese muchacho que sabe que va a morir y desea suerte al que quizá viva, y al que sacan del hospicio y llevan a Londres a que se muera en cualquier sitio solo para que no le tengan que pagar el entierro. Me llega al alma ese chiquillo, mucho más que los litros de lágrimas que derrama Oliver. No soy capaz de torcer la sonrisa y juzgarlo como un truco melodramático. Me lo creo, sentio et excrucior, qué le vamos a hacer.
               Y el otro personaje es el perro. Es, como Dick, uno de esos personajes hilván, pespunte apenas, que, según el modelo de Andresillo, aparecen en contadas ocasiones, pero su figura es recordada y saludada con alegría cuando asoma. El perro de Sikes es así. Aguanta las palizas gratuitas de su amo, pero se aleja de él cuando sabe que lo va a matar, y finalmente vuelve, cuando su despiadado amo cuelga de una soga: “Saltó a los hombros del muerto. No acertó y cayó hacia el foso dando una vuelta completa en su caída, y, golpeándose la cabeza contra una piedra, se despachurró los sesos". Es decir, su comportamiento y su destino van paralelos a los de la propia Nancy. Ella también vive amarrada a quien la maltrata, y también trata de huir, y también vuelve por su pie y muere, con la cabeza destrozada, tratando de agarrarse a Sikes. Es difícil comparar a un ser humano con un perro y derramar la inmensa piedad hacia los dos que derrama Dickens. Las tramas son intercambiables, cortapegables, entonces y ahora, pero los detalles son los que dan la medida del talento.




[1] Sólo así se entiende, dicho sea de paso, que los ingleses llamasen a Mourinho number one, que no es, como pensamos, una declaración de admiración sino un giro barriobajero que equivale a algo así como el menda, es decir, una forma de reírse de su egoísmo vulgar. Lo digo porque en Oliver Twist los chulánganos maleducados también se llaman a sí mismos number one

13.1.13

Arrean los caballos


En sus blogs Teruelandia y Me sé cosicas, respectivamente, Luis Antonio Pérez Cerra y Marcelino Cortés han escrito sendas reseñas de Caballos de labor, lo mismo que Luis Díez en El verso y su reverso. Yo, entretanto, miro a Virgilio.

El enfermero



Michael Haneke es como ese enfermero con cara de palo que levanta una punta de la sábana para que los familiares reconozcan el cadáver, y que la mantiene levantada todo el tiempo que necesitan para sobreponerse al impacto y descansar unos instantes la mirada, limpia de aprensiones, en la imagen del muerto. Poco antes de que regrese a los ojos del pariente la repugnancia instintiva, el enfermero vuelve a colocar la sábana en su sitio.
               Así es Amour, y así son todas sus escenas. La primera impresión repele, pero Haneke mantiene el plano, la sábana levantada, y nos deja mirar con cuidado y respeto, acostumbrarnos igual que nos acostumbramos a cada una de las fases de la decadencia y tratamos de encontrarles el mejor acomodo posible. El matrimonio de octogenarios, profesores de piano, vive en un hermoso apartamento algo mugriento, lo cual no sé si es un símbolo de la decrepitud o un alarde de precisión cultural, teniendo en cuenta que la acción transcurre en París. Es un sitio hermoso y vivido, y el personaje que sostiene la película. Sí, los muebles, el salón, la hermosa estantería, la cocina recogida, los pomos antiguos, ese beige amostazado de los zócalos de madera y las paredes, el generoso tálamo nupcial, el piano de cola junto a los balcones, sobre alfombras persas apolilladas, las mansardas por detrás de las cortinas. La casa, el decorado, justifica el comportamiento de los personajes: ciudadanos cultos, poco expresivos, algo fríos, extremadamente educados, que es, la buena educación, como decía Senillosa, lo único que puede salvar un matrimonio. Los suelos de sus vidas crujen de viejos, pero siguen siendo de madera noble. El interruptor del lavabo está negro de mugre, pero los azulejos siguen igual de pálidos que siempre. El vestíbulo, la única ventana a la calle que se abre alguna vez en la película (y por la que entra una paloma anestesiada), es amplio y vacío, de techos altos, sin vida, con un armario cerrado.
El único momento en que los personajes están fuera de casa es al principio de la película, en un largo plano de los espectadores de un concierto, un alarde de la técnica del plano fijo de Haneke: la imagen no cambia, pero es tan rica en matices, tan entretenida de mirar, que nos acostumbramos a estar en ella y nos sorprende que no nos moleste que se siga prolongando, hasta que, mucho tiempo después, Haneke la cambia, milagrosamente antes de que empiece a ser pesada. Lo mismo puede hacer luego, en la casa, con un diálogo entre personajes que no están en el plano, con la hermosa imagen del pasillo enmaderado y el suelo hidráulico de la cocina. Asistimos al vacío que los une, al tiempo que los ha mirado.
En esa casa distinguida y decrépita Haneke nos enseña, con más respeto que piedad, los estragos de la muerte. La decadencia de la mujer, víctima de un paralís, es progresivamente obscena, hasta llegar a lo espantoso, pero sucede lo que sucede en realidad: que, en cada uno de los estadios de ese proceso, uno se acostumbra a mirar. Es el instinto que nos hace no derrumbarnos y salir corriendo, aceptarlo como una prolongación de lo que fue la vida. La mujer pierde la cabeza en sus ensueños infantiles, y cuando la recupera soporta la amargura de ya no ser ella, de ser tan solo un cuerpo que se pudre con un cerebro que está vivo. El hombre, el enfermero, es un héroe clásico de los pies a la cabeza, un pius Aeneas que afronta sin entusiasmo su destino. La mujer que amó se está marchando, y llega un momento que ya no es ella, y que la empieza a amar como la amará cuando ya se haya muerto, pero sigue a su lado, cumple su palabra, uno no sabe si por serle fiel a ella o a sí mismo, por miedo a no destrozar su conciencia cuando ya no le queda tiempo para rehacerla. Hasta que ya no puede soportarlo más, hasta que el enfermero deja caer la sábana, o la almohada, sobre el rostro del cadáver, aunque ese no poder soportarlo más es también una actitud ética, heroica, la de saber cuándo no se debe soportarlo más.
Cuando hablamos de eutanasia, hablamos de dignidad, cuya última y suprema manifestación es la voluntad de morir, por parte del moribundo, y la conciencia de que ya no se debe prolongar más la agonía, por parte de quien no puede hacer otra cosa que acompañar hasta el final del camino. El marido, que también está en sus últimos años, que deja de afeitarse cuando muere su mujer, de ser quien es, hace lo que hace por necesidad, no por sacrificio. Acompaña a su mujer hasta el final porque es parte de ella, no porque se lo deba. Está mejor con ella paralizada que sin ella. Se desespera, pierde los nervios (todavía me duele la escena), pero una y otra vez regresa al estar juntos para el que la enfermedad y la muerte no son más que circunstancias temporales.
Los dos están impresionantes. Él, Jean-Louis Trintignant, porque sabe hacer legible esa mezcla de amor y miedo, de resignación y fatalismo, de normalidad en medio de la ruina. Sabe mantener las formas. La cultura (los libros de la hermosa estantería, el piano de cola) y la buena educación son una inversión de futuro. Cuando ya nada merezca la pena, servirán para sobrellevar la miseria. Ya no querremos contestar al teléfono, ni salir de casa. Apenas abriremos una ventana del vestíbulo vacío, y no a la calle sino a un húmedo patio de luces. La vieja casa empezará a descascarillarse, pero quedarán las fotos en las paredes, las partituras en el piano. Todo lo demás será una molestia innecesaria, la evidencia de que ya sobramos en la vida.
No me quiero imaginar lo que habría sido esta película rodada en un piso pequeño, tipo Loach, sin un hogar hermoso que muera contigo, que es lo más habitual. Aquí la casa, el refugio culto, elimina esa putrefacción moral que lleva en hombros al féretro hasta en las mejores familias, sobre todo en las mejores familias. Aun así, los otros pocos personajes, los que vienen de fuera, ya están en el otro mundo. La hija, Isabelle Huppert, representa al vástago que quiere acallar su conciencia con soluciones médicas, pero no está dispuesto a algo tan sencillo como acompañar.  En determinadas circunstancias, el amor obligatorio no es suficiente. Más hijo que la hija es el antiguo alumno, Alexandre Tharaud, porque es lo que han dejado en la vida, un alumno que finalmente triunfó como intérprete de piano. Les produce más placer hablar con él que con su propia hija. Y, sin embargo, él es lo ya hecho, lo vivido, y en el nuevo territorio de la muerte, ella, la anciana paralítica, no soporta escuchar el fruto de su persona, el disco de su alumno, porque ya pertenece a lo irrecuperable. Emmanuelle Riva, igual de impresionante que Trintignant, no interpreta a una moribunda ejemplar, como nadie lo seremos, y en las escenas de las frases lapidarias no puede ni pronunciar dos sílabas seguidas sin llenarse de babas y de ahogos. La muerte es nefanda. Rechazamos describirla tal y como es. Creemos que solo se degrada y se muere el cuerpo, pero el caso es que se muere la vida entera. Se muere la alegría y se muere la memoria, se mueren los sentimientos y las ilusiones. Verte morir debe de ser como ver cómo se desnuda tu persona de todo lo que justificaba la vida. Mantener la dignidad es lo único que queda, la última tarea.