Nada más aparecer La llama inmortal de Stephen Crane, en una entrevista que concedió a El País, Paul Auster decía que no se trataba de una biografía «ni mucho menos una obra de crítica literaria, algo que detesto». En la introducción al libro es igual de claro: «No lo enfoco como especialista o erudito, sino como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven». Y así es: no es propio de un crítico hurgar en aquello que pueda ser útil para el creador, ni muchas veces para el lector. Lo que hizo Auster es una lectura exhaustiva de la obra de Crane, las seis mil y pico páginas escritas, sobre todo, en los últimos cinco años de su vida, y un recuento de su odisea vital al hilo de cinco estudios de dos autores, Stanley Wertheim y Paul Sorrentino. A ellos se debe, aproximadamente, «la mitad» de las más de mil páginas que componen el libro de Auster, porque la otra mitad es ese análisis, libro a libro, página por página, de la escritura de Crane, con minuciosos resúmenes de los argumentos de cada novela, de casi cada cuento y de muchos artículos, y abundantes fragmentos que dan forma, también, a una antología del autor. Y es en esta lectura, en los detalles que no pasan desapercibidos a un narrador como Auster, donde radica la novedad del libro más allá de su valor recopilatorio, como de extensísima introducción a la obra de Crane. Lo demás corre por cuenta de la tensa y subyugante prosa de Auster, en cuyas manos cualquier anécdota se transforma en episodio narrativo, y cualquier circunstancia vital en fragmento épico. Está escrito por un incondicional, es una hagiografía sin tapujos, y así la acepta el lector, que la consume con la misma fluidez adictiva que el resto de sus novelas.
El personaje, desde luego, se prestaba. Crane es un pionero del tipo de escritor norteamericano que se bebe la vida a morro, que está en todos los saraos y en todos los entierros, que prueba el sabor de la pólvora y del vino añejo, y que luego se convertiría en una forma de estar en el mundo, desde Hemingway (que además era medio pariente suyo e incondicional admirador) hasta, por ejemplo, William Vollman, quien se ha jugado varias veces la vida por su afición a no escribir de oidas. En sus algo menos de veintinueve años de vida, a Stephen Crane le dio tiempo a varias intensas historias de amor, desde el primero «y el más perdurable» con Lily Brandon a su matrimonio medio secreto con Cora Howorth, la mujer con la que vivió sus mejores y más productivos años, ya en Inglaterra, en un castillo medieval húmedo y frío que deterioró más si cabe su salud y visitado —y querido, y admirado— por celebridades como Joseph Conrad, Henry James, Ford Madox Ford o H. G. Wells, todos por aquel entonces, salvo James, también jóvenes con un esplendoroso porvenir.
Pero entre aquellos primeros pasos y la fiesta final en ese castillo a Crane le dio tiempo a estar en varias guerras, la de Grecia, la de Cuba, y a cruzarse con forajidos de frontera y salvar el pellejo de milagro en varias ocasiones, una de las cuales le dio para escribir una obra maestra, El bote abierto, la historia de un naufragio que terminó con bien de puro milagro. Le dio tiempo a conocer al futuro presidente Roosevelt y a provocar con sus artículos el desafecto hacia el Partido Republicano, a defender con gallardía a la prostituta Dora Clark y a tener que marcharse de los Estados Unidos por la implacable persecución de la corrupta policía neoyorquina. Vivió como un bohemio, derrochó lo poco que ganó, jamás quiso vivir de otra cosa que no fuera la literatura, pasó hambre y frío y se expuso a morir de un balazo para aspirar el perfume de la guerra. Y, además, se convirtió en un clásico de la literatura universal.
El repaso a su carácter tiene más rasgos todavía de la hagiografía clásica. Ya desde niño era «un chico sincero, aunque no siempre recto ni obediente, y en el fondo de su conflictivo corazón metodista acechaba un rebelde callado que de cuando en cuando se transformaba en un temerario bravucón». Cuando, a los siete años, prueba la cerveza (que, como el tabaco, no dejaría de consumir hasta el final), su reacción ante la extrañeza de sus compañeros no deja lugar a dudas: «¿Cómo iba a saber a qué sabía si no la probaba? ¿Cómo vas a saber las cosas a menos que las hagas?». Por lo demás, y durante toda su vida,
«se sentía mucho mejor agarrado con las uñas al borde de un precipicio que sentado en una blanda butaca frente a un confortable y cálido fuego». No solo no era hábil para los asuntos prácticos ni nada que remotamente se pudiera calificar de hacendoso, sino que tampoco podía estarse quieto sin seguir dilapidando su existencia. Los años que pasó con Cora en Inglaterra fueron de relativa tranquilidad, si es que puede llamarse tranquilidad a la pelea constante por pagar las facturas del despilfarro en que se había convertido su vida. Pero su integridad como artista no admitía concesiones. Cuando Cora le insiste en que escriba algo más comercial para pagar las facturas de la comida diaria (no digamos de las fiestas multitudinarias), el joven Crane es inflexible: «Sólo escribiré para un hombre…», «ese hombre soy yo». Bien es cierto que durante unos meses cedió y escribió Active Service, que para Auster es «la novela más extensa que jamás publicó; y también la peor».
Lo suyo era un fuego demasiado vivo. Como dice Claude Bragdon (y de ahí nos dice Auster que ha sacado el título para su libro), Crane era «un muchacho sincero y fogoso, con una llama interior más viva que la de otros hombres: tan grande, en realidad, que incluso entonces lo estaba consumiendo». Y lo más sorprendente de todo es que era consciente de que pronto se consumiría por completo. Entre los temas predilectos de su obra está el encuentro imprevisto con la muerte, o la imposibilidad de escapar a ella, como en ‘El hotel azul’, y «a los veinte años ya andaba soltando indirectas sobre el limitado futuro que le esperaba». No perseguía el éxito, que reconoció que le decepcionaba. Lo suyo era una búsqueda de la excelencia personal, de la satisfacción de lo recién escrito, y de la decisión irrevocable de no hacer otra cosa en su vida, por más que al hacerlo se sintiera, según lo ve Auster, como «el Capricho cuarenta y tres» de Goya, el del sueño de la razón. No obstante, por las últimas palabras que le dirigió a su amada Cora, poco antes de morir con los pulmones hechos migas, nadie diría que se iba con la conciencia devastada: «Me voy de aquí tranquilo, buscando el bien, firme, resuelto, invulnerable».
La bohemia trágica, sobre todo si un autor es tan bueno y muere tan joven, puede dar cuerpo al libro entero, pero en este caso, al menos para mí, el alma se la da el análisis de su obra, de sus tácticas y sus impulsos narrativos, escrito desde la admiración sin límites y las ganas de aprender, todavía, de un viejo escritor que está a punto de cerrar una carrera literaria formidable. Y Auster se fija en su «detallismo precoz» ya desde el principio, desde aquellos relatos de Sullivan County que
contienen ráfagas de brilante prosa y prefiguran el sello estilístico de Crane y muchas de sus obsesiones: uso abundante de coloridas imágenes para expresar tanto estados emocionales como experiencias sensoriales, un don para metáforas inesperadas y símiles impresionantes, una visión animista de la naturaleza (árboles, piedras y plantas del bosque están vivos), un enfoque desapasionado del personaje que plantea el aislamiento del individuo ante un universo indiferente y un análisis detenido de la metafísica del miedo, el mismo miedo que discurre por cada párrafo de La roja insignia del valor, que Crane empezaría a escribir solo dos años después.
Algunas de sus máximas estilísticas me provocan entusiasmo incluso, como aquella de que «predicar no es propio de un artista», algo que deberían tatuarse todos los aspirantes a escritor, en vez de esos mamarrachos con que se embadurnan. Y me sorprende, muy gratamente, que ya desde el principio Crane hubiera rechazado la tentación de la prisa. Se vive a tumba abierta, pero se escribe muy despacio. Bien es cierto que Crane escribe antes de que la máquina de escribir pusiera a tantos autores a componer libros obesos, pero hay un fragmento de su amigo Frederic Lawrence que Auster nos transcribe y que es lo más próximo a un manual de instrucciones que se me ocurre:
Permanecía mucho tiempo sentado, encerrado en sus pensamientos, hasta que concebía la siguiente frase. Hasta que la tenía bien formulada no cogía la pluma. Luego escribía despacio, con esmero, con aquella caligrafía redonda tan legible, resaltando cada signo de puntuación, rasgo que siempre ha caracterizado sus manuscritos. Rara era la vez que un signo o una palabra requería corrección. Al completar la frase, se ponía en pie, volvía a encender la pipa, deambulaba por la habitación o se ponía a mirar fijamente por la ventana. Normalmente permanecía en silencio, sumido en profundas reflexiones, pero a veces se ponía a cantar una melodía popular o alguna coplilla indecente repitiendo una y otra vez el mismo compás mientras esperaba a que le viniera la inspiración […]. Muchas veces una sola página significaba una jornada entera de trabajo, y esa producción en raras ocasiones excedía las dos o tres páginas. A veces no mojaba la pluma en el tintero durante varios días seguidos. Sin embargo, a paso lento pero seguro, el manuscrito siguió creciendo y así se creó Maggie: una chica de la calle.
Eso desde que empezó a escribir, frase a frase, palabra por palabra, «como si cada frase fuese una pequeña obra en sí misma», lo que también invita a contemplarla, no solo a leerla. A Crane esa meticulosidad compositiva le llevó a técnicas que a finales del XIX pueden, según Auster, considerarse pioneras, como lo que pudiéramos llamar «la escritura cinemática», el guion de cine como novela (antes de que hubiera cine, por supuesto), así como la descomposición del relato en fragmentos aparentemente inconexos, sobre todo en sus descripciones de batallas o de situaciones trágicas, o el uso de diferentes puntos de vista para un mismo relato, según el personaje desde el que se esté narrando el pasaje, por no hablar de sus retratos psicológicos o de esa especial habilidad para profundizar en los personajes a partir de conversaciones aparentemente inocuas. Crane se fijó en «la mezcolanza de emociones e impulsos contradictorios que bombardean continuamente la conciencia», lo que sería el tema de buena parte de la novela del siglo que se avecinaba. Y todo ello con un sentido poético de la escritura: «di todo lo que puedas diciendo lo menos posible».
Por otra parte, y teniendo en cuenta que, a partir de Maggie, una chica de la calle, «todas sus obras de ficción más importantes tratarían de situaciones extremas, de cuestiones de vida o muerte: guerra, pobreza y peligro», forma parte de la huella estilística de Crane el contacto directo con aquello que nos cuenta. No participó, por edad, en ninguna batalla de la Civil War, y sin embargo, según también aporta Lawrence, «se pasó años recabando recuerdos de los veteranos de la guerra civil, de sus experiencias de la vida cotidiana en el ejército, de modo que sabía más de la guerra desde el punto de vista del soldado raso que la mayoría de los historiadores». Y lo mismo cabría decir de aquellos episodios (un naufragio, la vida en el inframundo urbano) de los que había sido víctima, más que testigo, a veces por propia voluntad. «¿Cómo iba a saber lo que sentían esos pobres diablos si yo iba bien abrigado?», dijo cuando estuvo a punto de coger una pulmonía por guardar cola con los mendigos.
«La reputación de Crane», nos dice Auster, «se asienta en seis obras fundamentales: Maggie, La roja insignia del valor, ‘El bote abierto’, El monstruo, ‘La novia llega a Yellow Sky’ y ‘El hotel azul’», comentadas aquí con todo detalle, pero para muchos lectores de dentro y fuera de los Estados Unidos Crane será siempre el autor de La roja insignia del valor, un libro que «nació de la desesperación», de no tener lo imprescindible para sobrevivir, y que de inmediato lo convirtió en una celebridad. Por muy buenas obras que escribiera después, Crane dejó en esa novela muestras de todo el arte que le daría tiempo a desarrollar: el análisis del miedo y la vergüenza, sobre todo aquella que uno siente cuando no hay testigos para corroborarla o denunciarla; la descripción alucinada e inconexa de lo que en realidad es una batalla, al menos la realidad que inauguró Stendhal; la compresión poética de la escritura, de modo que cada párrafo sea esencial para la comprensión del conjunto. Y resulta muy gratificante que Auster se acuerde de Raskolnikov para ilustrar un personaje que, como el Henry de Crane, trata de ocultar un crimen con otro y él mismo se convierte en su más implacable fiscal.
En La roja insignia del valor Crane escribió incluso más alta poesía que en sus libros de poemas, «tan agresivamente antilíricos», que tanto recuerdan a «las descarnadas canciones de Blake», el poeta al que Auster solo nombra una vez, a propósito de Los jinetes negros, y en quien el lector está pensando casi desde los primeros versos que cita. Y no solo Blake: a pesar de que nombre a Cervantes, hablando de ‘El hotel azul’ y el sueco que se ha vuelto loco de tanto leer noveluchas del Oeste, es raro que alguien como Auster no se acuerde de Borges y ‘El hombre de la esquina rosada’, o que no traiga a colación más a menudo a Faulkner, quien yo diría que tiene mucho de Crane y al que Auster solo menciona una vez y no para hablar precisamente de influencias.
El legado de Stephen Crane es, en fin, el del «primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita», ahí es nada. Según Auster, volveremos a ver esa «distancia irónica del narrador» en Joyce, en Hemingway o en Camus, y en todos los que se afanaron a hurgar con pasión en las interioridades del personaje nunca antes tratadas. Sin su obra no se entiende el Lord Jim de su gran amigo Conrad, y sus retratos de una mente en crisis (en One Dash—Horses) serán el pan de cada día en el siglo XX. Su manera de saltar de un personaje infantil a otro para componer un mosaico recurrente llegará hasta Sherwood Anderson, el padre del cuento norteamericano contemporáneo, y su afán de concentración narrativa, que a fin de cuentas tiene el mismo fundamento que la concentración poética, está en la médula de la obra del propio Auster.
Paul Auster terminó este libro en 2020, tras más de dos años de apasionada relectura de la obra de Crane y de las más importantes investigaciones sobre su vida. Se nota, en su entusiasta escritura, que es un homenaje a quien de muy jovencito lo deslumbró, cuando Crane todavía formaba parte de las lecturas obligatorias en el instituto, como si, a los setenta y tantos años, cerrara el círculo con quien lo hizo soñar en ser un escritor profesional. Aquel maestro murió muy joven, a una edad en la que Auster apenas empezaba a sacar la cabeza con sus poemas. Quién le iba a decir que después de este largo tributo ya solo escribiría un ensayo contra la proliferación de armas en Estados Unidos, Un país bañado en sangre, y una última y breve novela crepuscular, Baumgartner. Pudo completar una carrera que Crane, a pesar de que al final, quizá, su estrella se estuviese apagando, en el fondo solo tuvo tiempo de empezar. Aunque pudo asomarse a la vejez, Auster también la terminó demasiado pronto.
Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, trad. Benito Gómez Ibáñez, Seix Barral, 2021, 1033 p.