24.8.24

Fantasía natural



Compré Gotas de Sicilia por error, es decir, porque el texto de la solapa me llevó a una conclusión equivocada, pero he de decir que si el texto hubiera sido más fiel al contenido, nos habría proporcionado el mismo placer; o más, porque yo iba buscando libros sobre Sicilia, sobre su historia y sus gentes, al estilo del hermoso Sicilia paseada, de Vincenzo Consolo, y me imaginé que con semejantes credenciales el bueno de Camilleri habría dado una visión distanciada y, si no turística, sí para uso de viajeros cultos. Eso es lo que se desprende de líneas como estas:


En las páginas de Gotas de Sicilia desfilan las imágenes de la tierra natal de Camilleri, síntesis de un amor antiguo y sanguíneo y en las que brilla todo el ingenio y el carácter de la isla.

Son retratos y recuerdos que se transfieren de la memoria al papel de una forma única e irrepetible…


La palabra relato sólo aparece en el último párrafo del texto de contraportada, y de una forma lo bastante ambigua como para que el lector no sepa que se trata de siete cuentos siete, todos protagonizados por personajes sicilianos, y algunos, es verdad, tramados a partir de hechos reales, pero otros pura y divertida fantasía.

Así pues, ‘El tío Cola, «pirsona limpia»’, es un monólogo contado por el gánster Nicola Gentile, siciliano que hizo carrera en Estados Unidos y luego volvió a Italia y prosiguió con sus negocios. Sin embargo, nos dice Camilleri, entonces (años 50) la mafia  (la Cosa Nostra, en este caso) extorsionaba y cometía sus desmanes y atropellos, «una idea perversa y criminal, sin duda, pero alejadísima de la idea de masacre». El tío Cola sabe las teclas que tiene que tocar y a quién hay que engañar para conseguir una parcela de poder oscuro, pero no es ese asesino a destajo que nos hemos acostumbrado a imaginar. El monólogo, además, utiliza un idiolecto trufado de dialectalismos italianizantes que a mi juicio el traductor ha vertido en un lenguaje convincente, y eso que no sé cómo es el original pero sí he leído las explicaciones del propio traductor. Un ejemplo: 


Estrapo un lado del paquete: dentro había denaro, en billetes de cien. Me prendió una arrechera que ni te cuento, suelto una manata al paquete que lo tiero al suelo. El tipo se pone amarillo como un morto, le manca el rispiro y me sale diciendo…


Se sigue sin dificultad y consigue plasmar el tipo que representa el viejo mafioso, uno de estos, digamos, desalmados de buen corazón que parecen salidos de una academia telúrica para amantes de la buena vida y alérgicos al trabajo.

Pero Sicilia no es solo la esencia Corleone. En ‘¿Quién ha entrado en el estudio?’, el protagonista es Arfredu, tío del narrador, médico y filántropo, nigromante casi, creador de santos, incluso de uno para casar solteras, una especie de San Antonio de andar por Porto Empedocle, por no hablar de sus inventos pioneros, desde una central eléctrica a un váter elevado sobre el mar; de su afición, también prematura, a la apiterapia, o de su facilidad para convertirse en delfín, en un rasgo que recuerda a la sirena de Lampedusa, al menos en la manera de imaginar. Lo mejor del relato, no obstante, no son las sesiones espiritistas o los estrepitosos juegos para niños, sino la razón por la que el narrador se convirtió en su sobrino preferido: porque se coló en su biblioteca y descubrió que amaba la literatura.

Entre los cuentos más, digamos, antropológicos, me ha divertido mucho ‘El vino gusta a San Caló’, ambientado en la fiesta de San Calógero , a la que no sé por qué no ha ido Cristina García Rodero a sacar fotos de surrealismo popular (seguramente sí lo ha hecho). Es una fiesta que recuerda de algún modo al salto de la verja de Almonte, pero sin ese componente violento y desesperado de los rocieros, igual de tumultuoso pero más alegre, con un desparrame menos trágico; eso sí, tan vinoso y pagano que la propia Iglesia trató de meterlo en vereda, y de ahí parte el argumento de la historia. Claro que, tanto en Italia como en España, poco tiene la Iglesia que hacer en los divertimentos con que ha consolado a sus pobres feligreses desde el principio de sus tiempos.

También tiene que ver con el culto popular ‘Los primeros comicios’, sobre la graciosa competencia entre monárquicos y campesinos lampedusianos, comunistas y socialistas garibaldinos y democristianos de imposibles equidistancias, a propósito de las primeras elecciones regionales silicilanas en 1947. La cuestión, que no voy a desvelar porque tiene mucha gracia, es que cada facción quiere que el Cristo de la Pasión lleve una bandera distinta, en consonancia con sus respectivas adscripciones ideológicas, y que el padre Aurelio, responsable de la procesión, tiene que decidir con qué bandera viste al santo, o lo desnuda. Camilleri aclara, al final, que lo sucedido, por disparatado que parezca, sucedió de verdad en su pueblo, Porto Empedocle, el sitio donde, ya que estamos, se localiza la célebre Vigata, que es donde está la comisaría de nuestro querido Montalbano…

Porque el exceso es pariente de la fantasía, y el apasionamiento se lleva bien con lo increíble, de modo que a Camilleri no le cuesta nada (es más, también parece verídico) jugar con la falsa erudición, a lo Borges pero más festivo, en ‘Hipótesis sobre la desaparición de Antonio Patò’, donde se cuenta cómo el pueblo no acepta la verosimilitud de una escapada común y corriente (dos amantes aprovechan una función teatral para huir) y sí las descacharrantes hipótesis de ilustres científicos y expertos en supercherías. Casi igual de fantástico es el titulado ‘Andanzas de un lunario’, con la particularidad de que aquí todo es verdad, cómo se difundió una publicación dirigida a la cultura popular en los años 20 del siglo pasado, con investigaciones y propuestas más propias de los creadores de sirenas que de los etnógrafos del momento. Pero, eso sí, muy sicilianas.

En este ambiente tan divertido y delirante, casi está de más, incluso por su muy breve extensión, el cuento ‘El sombrero y la boina’, fábula de ideología simple que casi sabe a poco en un conjunto tan barroco y desmelenado. Si lo que sugería la nota de contraportada es que Camilleri presenta la peculiar forma de ser siciliana, fantasiosa y excesiva, en eso, al menos, sí que da en el clavo. Pero con decir que es un libro estupendamente bien escrito que juega con la, en Sicilia, difusa frontera entre realidad y fantasía, ya habríamos tenido suficiente, y también lo habríamos leído.


Andrea Camilleri, Gotas de Sicilia, trad. David Paradela López, Gallo Nero, 2021, 102 p.

21.8.24

Un último tributo


Nada más aparecer La llama inmortal de Stephen Crane, en una entrevista que concedió a El País, Paul Auster decía que no se trataba de una biografía «ni mucho menos una obra de crítica literaria, algo que detesto». En la introducción al libro es igual de claro: «No lo enfoco como especialista o erudito, sino como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven». Y así es: no es propio de un crítico hurgar en aquello que pueda ser útil para el creador, ni muchas veces para el lector. Lo que hizo Auster es una lectura exhaustiva de la obra de Crane, las seis mil y pico páginas escritas, sobre todo, en los últimos cinco años de su vida, y un recuento de su odisea vital al hilo de cinco estudios de dos autores, Stanley Wertheim y Paul Sorrentino. A ellos se debe, aproximadamente, «la mitad» de las más de mil páginas que componen el libro de Auster, porque la otra mitad es ese análisis, libro a libro, página por página, de la escritura de Crane, con minuciosos resúmenes de los argumentos de cada novela, de casi cada cuento y de muchos artículos, y abundantes fragmentos que dan forma, también, a una antología del autor. Y es en esta lectura, en los detalles que no pasan desapercibidos a un narrador como Auster, donde radica la novedad del libro más allá de su valor recopilatorio, como de extensísima introducción a la obra de Crane. Lo demás corre por cuenta de la tensa y subyugante prosa de Auster, en cuyas manos cualquier anécdota se transforma en episodio narrativo, y cualquier circunstancia vital en fragmento épico. Está escrito por un incondicional, es una hagiografía sin tapujos, y así la acepta el lector, que la consume con la misma fluidez adictiva que el resto de sus novelas.

El personaje, desde luego, se prestaba. Crane es un pionero del tipo de escritor norteamericano que se bebe la vida a morro, que está en todos los saraos y en todos los entierros, que prueba el sabor de la pólvora y del vino añejo, y que luego se convertiría en una forma de estar en el mundo, desde Hemingway (que además era medio pariente suyo e incondicional admirador) hasta, por ejemplo, William Vollman, quien se ha jugado varias veces la vida por su afición a no escribir de oidas. En sus algo menos de veintinueve años de vida, a Stephen Crane le dio tiempo a varias intensas historias de amor, desde el primero «y el más perdurable» con Lily Brandon a su matrimonio medio secreto con Cora Howorth, la mujer con la que vivió sus mejores y más productivos años, ya en Inglaterra, en un castillo medieval húmedo y frío que deterioró más si cabe su salud y visitado —y querido, y admirado— por celebridades como Joseph Conrad, Henry James, Ford Madox Ford o H. G. Wells, todos por aquel entonces, salvo James, también jóvenes con un esplendoroso porvenir.

Pero entre aquellos primeros pasos y la fiesta final en ese castillo a Crane le dio tiempo a estar en varias guerras, la de Grecia, la de Cuba, y a cruzarse con forajidos de frontera y salvar el pellejo de milagro en varias ocasiones, una de las cuales le dio para escribir una obra maestra, El bote abierto, la historia de un naufragio que terminó con bien de puro milagro. Le dio tiempo a conocer al futuro presidente Roosevelt y a provocar con sus artículos el desafecto hacia el Partido Republicano, a defender con gallardía a la prostituta Dora Clark y a tener que marcharse de los Estados Unidos por la implacable persecución de la corrupta policía neoyorquina. Vivió como un bohemio, derrochó lo poco que ganó, jamás quiso vivir de otra cosa que no fuera la literatura, pasó hambre y frío y se expuso a morir de un balazo para aspirar el perfume de la guerra. Y, además, se convirtió en un clásico de la literatura universal.  

El repaso a su carácter tiene más rasgos todavía de la hagiografía clásica. Ya desde niño era «un chico sincero, aunque no siempre recto ni obediente, y en el fondo de su conflictivo corazón metodista acechaba un rebelde callado que de cuando en cuando se transformaba en un temerario bravucón». Cuando, a los siete años, prueba la cerveza (que, como el tabaco, no dejaría de consumir hasta el final), su reacción ante la extrañeza de sus compañeros no deja lugar a dudas: «¿Cómo iba a saber a qué sabía si no la probaba? ¿Cómo vas a saber las cosas a menos que las hagas?». Por lo demás, y durante toda su vida, 

«se sentía mucho mejor agarrado con las uñas al borde de un precipicio que sentado en una blanda butaca frente a un confortable y cálido fuego». No solo no era hábil para los asuntos prácticos ni nada que remotamente se pudiera calificar de hacendoso, sino que tampoco podía estarse quieto sin seguir dilapidando su existencia. Los años que pasó con Cora en Inglaterra fueron de relativa tranquilidad, si es que puede llamarse tranquilidad a la pelea constante por pagar las facturas del despilfarro en que se había convertido su vida. Pero su integridad como artista no admitía concesiones. Cuando Cora le insiste en que escriba algo más comercial para pagar las facturas de la comida diaria (no digamos de las fiestas multitudinarias), el joven Crane es inflexible: «Sólo escribiré para un hombre…», «ese hombre soy yo». Bien es cierto que durante unos meses cedió y escribió Active Service, que para Auster es «la novela más extensa que jamás publicó; y también la peor». 

Lo suyo era un fuego demasiado vivo. Como dice Claude Bragdon (y de ahí nos dice Auster que ha sacado el título para su libro), Crane era «un muchacho sincero y fogoso, con una llama interior más viva que la de otros hombres: tan grande, en realidad, que incluso entonces lo estaba consumiendo». Y lo más sorprendente de todo es que era consciente de que pronto se consumiría por completo. Entre los temas predilectos de su obra está el encuentro imprevisto con la muerte, o la imposibilidad de escapar a ella, como en ‘El hotel azul’, y «a los veinte años ya andaba soltando indirectas sobre el limitado futuro que le esperaba». No perseguía el éxito, que reconoció que le decepcionaba. Lo suyo era una búsqueda de la excelencia personal, de la satisfacción de lo recién escrito, y de la decisión irrevocable de no hacer otra cosa en su vida, por más que al hacerlo se sintiera, según lo ve Auster, como «el Capricho  cuarenta y tres» de Goya, el del sueño de la razón. No obstante, por las últimas palabras que le dirigió a su amada Cora, poco antes de morir con los pulmones hechos migas, nadie diría que se iba con la conciencia devastada: «Me voy de aquí tranquilo, buscando el bien, firme, resuelto, invulnerable».

La bohemia trágica, sobre todo si un autor es tan bueno y muere tan joven, puede dar cuerpo al libro entero, pero en este caso, al menos para mí, el alma se la da el análisis de su obra, de sus tácticas y sus impulsos narrativos, escrito desde la admiración sin límites y las ganas de aprender, todavía, de un viejo escritor que está a punto de cerrar una carrera literaria formidable. Y Auster se fija en su «detallismo precoz» ya desde el principio, desde aquellos relatos de Sullivan County que 


contienen ráfagas de brilante prosa y prefiguran el sello estilístico de Crane y muchas de sus obsesiones: uso abundante de coloridas imágenes para expresar tanto estados emocionales como experiencias sensoriales, un don para metáforas inesperadas y símiles impresionantes, una visión animista de la naturaleza (árboles, piedras y plantas del bosque están vivos), un enfoque desapasionado del personaje que plantea el aislamiento del individuo ante un universo indiferente y un análisis detenido de la metafísica del miedo, el mismo miedo que discurre por cada párrafo de La roja insignia del valor, que Crane empezaría a escribir solo dos años después.


Algunas de sus máximas estilísticas me provocan entusiasmo incluso, como aquella de que «predicar no es propio de un artista», algo que deberían tatuarse todos los aspirantes a escritor, en vez de esos mamarrachos con que se embadurnan. Y me sorprende, muy gratamente, que ya desde el principio Crane hubiera rechazado la tentación de la prisa. Se vive a tumba abierta, pero se escribe muy despacio. Bien es cierto que Crane escribe antes de que la máquina de escribir pusiera a tantos autores a componer libros obesos, pero hay un fragmento de su amigo Frederic Lawrence que Auster nos transcribe y que es lo más próximo a un manual de instrucciones que se me ocurre:


Permanecía mucho tiempo sentado, encerrado en sus pensamientos, hasta que concebía la siguiente frase. Hasta que la tenía bien formulada no cogía la pluma. Luego escribía despacio, con esmero, con aquella caligrafía redonda tan legible, resaltando cada signo de puntuación, rasgo que siempre ha caracterizado sus manuscritos. Rara era la vez que un signo o una palabra requería corrección. Al completar la frase, se ponía en pie, volvía a encender la pipa, deambulaba por la habitación o se ponía a mirar fijamente por la ventana. Normalmente permanecía en silencio, sumido en profundas reflexiones, pero a veces se ponía a cantar una melodía popular o alguna coplilla indecente repitiendo una y otra vez el mismo compás mientras esperaba a que le viniera la inspiración […]. Muchas veces una sola página significaba una jornada entera de trabajo, y esa producción en raras ocasiones excedía las dos o tres páginas. A veces no mojaba la pluma en el tintero durante varios días seguidos. Sin embargo, a paso lento pero seguro, el manuscrito siguió creciendo y así se creó Maggie: una chica de la calle.


Eso desde que empezó a escribir, frase a frase, palabra por palabra, «como si cada frase fuese una pequeña obra en sí misma», lo que también invita a contemplarla, no solo a leerla. A Crane esa meticulosidad compositiva le llevó a técnicas que a finales del XIX pueden, según Auster, considerarse pioneras, como lo que pudiéramos llamar «la escritura cinemática», el guion de cine como novela (antes de que hubiera cine, por supuesto), así como la descomposición del relato en fragmentos aparentemente inconexos, sobre todo en sus descripciones de batallas o de situaciones trágicas, o el uso de diferentes puntos de vista para un mismo relato, según el personaje desde el que se esté narrando el pasaje, por no hablar de sus retratos psicológicos o de esa especial habilidad para profundizar en los personajes a partir de conversaciones aparentemente inocuas. Crane se fijó en «la mezcolanza de emociones e impulsos contradictorios que bombardean continuamente la conciencia», lo que sería el tema de buena parte de la novela del siglo que se avecinaba. Y todo ello con un sentido poético de la escritura: «di todo lo que puedas diciendo lo menos posible».

Por otra parte, y teniendo en cuenta que, a partir de Maggie, una chica de la calle, «todas sus obras de ficción más importantes tratarían de situaciones extremas, de cuestiones de vida o muerte: guerra, pobreza y peligro», forma parte de la huella estilística de Crane el contacto directo con aquello que nos cuenta. No participó, por edad, en ninguna batalla de la Civil War, y sin embargo, según también aporta Lawrence, «se pasó años recabando recuerdos de los veteranos de la guerra civil, de sus experiencias de la vida cotidiana en el ejército, de modo que sabía más de la guerra desde el punto de vista del soldado raso que la mayoría de los historiadores». Y lo mismo cabría decir de aquellos episodios (un naufragio, la vida en el inframundo urbano) de los que había sido víctima, más que testigo, a veces por propia voluntad. «¿Cómo iba a saber lo que sentían esos pobres diablos si yo iba bien abrigado?», dijo cuando estuvo a punto de coger una pulmonía por guardar cola con los mendigos.

«La reputación de Crane», nos dice Auster, «se asienta en seis obras fundamentales: Maggie, La roja insignia del valor, ‘El bote abierto’, El monstruo, ‘La novia llega a Yellow Sky’ y ‘El hotel azul’», comentadas aquí con todo detalle, pero para muchos lectores de dentro y fuera de los Estados Unidos Crane será siempre el autor de La roja insignia del valor, un libro que «nació de la desesperación», de no tener lo imprescindible para sobrevivir, y que de inmediato lo convirtió en una celebridad. Por muy buenas obras que escribiera después, Crane dejó en esa novela muestras de todo el arte que le daría tiempo a desarrollar: el análisis del miedo y la vergüenza, sobre todo aquella que uno siente cuando no hay testigos para corroborarla o denunciarla; la descripción alucinada e inconexa de lo que en realidad es una batalla, al menos la realidad que inauguró Stendhal; la compresión poética de la escritura, de modo que cada párrafo sea esencial para la comprensión del conjunto. Y resulta muy gratificante que Auster se acuerde de Raskolnikov para ilustrar un personaje que, como el Henry de Crane, trata de ocultar un crimen con otro y él mismo se convierte en su más implacable fiscal.

En La roja insignia del valor Crane escribió incluso más alta poesía que en sus libros de poemas, «tan agresivamente antilíricos», que tanto recuerdan a «las descarnadas canciones de Blake», el poeta al que Auster solo nombra una vez, a propósito de Los jinetes negros, y en quien el lector está pensando casi desde los primeros versos que cita. Y no solo Blake: a pesar de que nombre a Cervantes, hablando de ‘El hotel azul’ y el sueco que se ha vuelto loco de tanto leer noveluchas del Oeste, es raro que alguien como Auster no se acuerde de Borges y ‘El hombre de la esquina rosada’, o que no traiga a colación más a menudo a Faulkner, quien yo diría que tiene mucho de Crane y al que Auster solo menciona una vez y no para hablar precisamente de influencias.

El legado de Stephen Crane es, en fin, el del «primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita», ahí es nada. Según Auster, volveremos a ver esa «distancia irónica del narrador» en Joyce, en Hemingway o en Camus, y en todos los que se afanaron a hurgar con pasión en las interioridades del personaje nunca antes tratadas. Sin su obra no se entiende el Lord Jim de su gran amigo Conrad, y sus retratos de una mente en crisis (en One Dash—Horses) serán el pan de cada día en el siglo XX. Su manera de saltar de un personaje infantil a otro para componer un mosaico recurrente llegará hasta Sherwood Anderson, el padre del cuento norteamericano contemporáneo, y su afán de concentración narrativa, que a fin de cuentas tiene el mismo fundamento que la concentración poética, está en la médula de la obra del propio Auster.

Paul Auster terminó este libro en 2020, tras más de dos años de apasionada relectura de la obra de Crane y de las más importantes investigaciones sobre su vida. Se nota, en su entusiasta escritura, que es un homenaje a quien de muy jovencito lo deslumbró, cuando Crane todavía formaba parte de las lecturas obligatorias en el instituto, como si, a los setenta y tantos años, cerrara el círculo con quien lo hizo soñar en ser un escritor profesional. Aquel maestro murió muy joven, a una edad en la que Auster apenas empezaba a sacar la cabeza con sus poemas. Quién le iba a decir que después de este largo tributo ya solo escribiría un ensayo contra la proliferación de armas en Estados Unidos, Un país bañado en sangre, y una última y breve novela crepuscular, Baumgartner. Pudo completar una carrera que Crane, a pesar de que al final, quizá, su estrella se estuviese apagando, en el fondo solo tuvo tiempo de empezar. Aunque pudo asomarse a la vejez, Auster también la terminó demasiado pronto.


Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, trad. Benito Gómez Ibáñez, Seix Barral, 2021, 1033 p.

16.8.24

Preludio sicilïano




Me ha hecho gracia encontrarme, mientras leía El Gatopardo, con una máxima que habré repetido decenas de veces en mis años de profesor: «Hay gente que dice: ‘¿me entiendes?’, y hay gente que dice: ‘¿me explico?». Dicho por el príncipe don Fabrizio, «de un interlocutor puede lograrse más si le dice: ‘no he explicado bien’, en lugar de ‘no ha entendido usted un cuerno’», lo que incide en otra de las enseñanzas que siempre me he esforzado en transmitir: la buena educación sirve para respetar al otro, sí, pero también para mantener con él la debida distancia. La persona bien educada nunca se toma confianzas, del mismo modo que, como también dice aquí Lampedusa, la impasibilidad es el fundamento de la distinción. El respeto, la distancia…
    Ese es el mundo en el que se ha criado don Fabrizio, El Gatopardo, ocasionalmente intransigente, pero por lo general sensible y comprensivo, dentro, claro, del mullido mundo que le ha tocado. Pero igual que se apiada de la muerte de un conejo en un día de caza (en una escena que recuerda mucho a otra que Lampedusa nos cuenta en sus memorias, la del petirrojo que mató de niño con una escopeta y cuya cabeza vio cómo su lacayo estrujaba con los dedos, «primer y último día que salí a cazar»), o no ve con malos ojos que su sobrino Tancredi, cuya condición de hombre de acción prefiere a la languidez aristocrática de su propio hijo, se aparee con la hija de un palurdo (de un palurdo podrido de dinero, eso sí), a don Fabrizio le molesta que no se respeten las más rancias normas del protocolo doméstico, que se varíen los estrictos horarios del placer o que se cambien de sitio los trastos viejos. Tendrá que ser la propia iglesia, tan rancia ella, la que destaje las reliquias verdaderas de las que no fueron más que afán coleccionista de sus antepasados, pero eso ya sucederá cuando el príncipe haya muerto y sus hijas sean viejas solteronas.

De modo que don Fabrizio vive entre dos mundos. «Pertenezco», dice, «a una generación desgraciada, a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, y que se encuentra a disgusto con unos y con otros». Es decir, comprende el estallido popular garibaldino, por más que deteste el ascenso de la burguesía o la riqueza que no sea de cuna; incluso sueña con que todo, al transformarse, siga como está, pero siempre quedará un residuo de modernidad plebeya que le hará vivir con más nostalgia del pasado que esperanza en el porvenir. El Gatopardo, además, es un viejo prematuro, porque ni a mediados del XIX, en la época garibaldina, se era un abuelo decadente a los cuarenta y ocho años. Arrastra la vejez de su nobleza, y eso que aún le quedan más años por delante que al propio Lampedusa. Tolera lo que detesta, por más que a veces le hierva la sangre, pero confía en Tancredi, su sobrino, y en que el cacique arribista, Sedàra, que no sabe llevar un frac, por lo menos no desentone en los bailes del gran mundo palermitano. Ya se encargará su hija, Angélica, hermosa y calculadora, de que nadie eche en falta una marquesa de verdad.

Y ahí está, creo, la clave pero también el inconveniente que le veo a la novela entera. El Gatopardo es un clásico por muchos conceptos: por su estructura fragmentaria, como a base de momentos que absorben los procesos; por su prosa elaborada pero no sofocante, exquisita pero no barroca, con esa naturalidad culta, tan propia de la buena educación. Ilustra, en general, la ruina de un mundo que se pierde en su endogamia descolorida, en sus palacios suntuosos y vacíos, al tiempo que constata, con el debido cinismo, que las jerarquías cambian de nombre pero no de sustancia. Sin embargo, aquello que al principio se criticó de la novela, que era una novela vieja para ser escrita a finales de los 50, es su primer rasgo de modernidad al tiempo que, a mi juicio, su principal defecto. Es como una antología de un novelón, con un puñado de capítulos selectos, escritos con la densidad poética de una obra breve, pero con el aliento narrativo de una novela larga. Su principio marca un compás que, de seguirlo, nos habría llevado a las mil páginas, y sin embargo los episodios se acaban con bruscos saltos de tiempo que ya solo dan fe de la vejez y de la muerte. Hay, digamos, un espléndido arranque y un elegíaco final, pero el desarrollo se quedó en dos o tres capítulos que solo anuncian la historia en la que al lector le hubiera gustado vivir una larga temporada. Esa desproporción es uno de los fundamentos de la posmodernidad, tanto por lo que tiene de adoptar un género anterior como de deconstruirlo en una narración fragmenaria. Luego hemos visto muchos y buenos ejemplos de cómo se puede escribir en plena modernidad un novelón de corte decimonónico, y quizá El Gatopardo sea en ese aspecto pionera. Pero nos quedamos con los resultados, con el remanso de la desembocatura, no con el ancho discurrir del tiempo. ¿Qué es de Angélica, cómo es su matrimonio con Tancredi? ¿Cómo vive Concetta su despecho, su profunda decepción? Y, sobre todo, ¿cómo se adapta el príncipe a los nuevos tiempos?, ¿cómo se hace viejo?

Todas esas preguntas las esperaríamos ver contestadas en una novela antigua y solo sugeridas en una moderna, concebida en una época en la que la imaginación ya pasa por el celuloide, y más en este caso en el que Visconti, más que adaptar la novela, la devoró. Pero al margen de Burt Lancaster, que ha colonizado el recuerdo y la imaginación, está el verdadero protagonista de la novela, Sicilia, sus mujeres bravas y voluptuosas como Angélica, o céreas y angulosas como Concetta; los bárbaros de lupara como la familia del jesuita Pirrone (en un capítulo que abunda en esa desproporción de la que hablábamos porque es una genuina digressio) o el protomafioso Sinàra, rústicos violentos, hacendosos con avaricia, capaz de encerrar en casa a su guapa mujer porque la considera, ¡él!, demasiado bruta. El menos genuino quizá sea Trapani, un personaje soreliano (a Lampedusa le encantaba Stendhal) que se sale del incesante no hacer del siciliano. Don Fabrizio no deja de repetirlo: «En Sicilia no importa hacer mal o bien: el pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente el de ‘hacer’». O bien: «Los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que su miseria». Hermosa y brutal, Sicilia es dura como la piedra y centellea con el sol salvaje, pero también es el reino de los placeres naturales y escondidos, de los aullidos de Polifemo y los gemidos de Galatea, del azul profundo de Odiseo y las margaritas que crecen en las junturas de sillares milenarios. Merece la pena copiar entera una mezcla de oda y elegía que dedica El Gatopardo a su amada Sicilia, mientras discute con el legado Chevalley, que quiere convencerlo para que sea senador. Me lo llevaré copiado en un papel antes de pisar la isla, para saber a qué atenerme.


—Somos demasiados para que no haya excepciones. Por lo demás, ya le he hablado de nuestros semidormidos. En cuanto a ese joven Crispi, yo no por cierto, sino usted, acaso vea si cuando llega a viejo no se sume en nuestro voluptuoso sopor: lo hacen todos. Veo, además, que me he explicado mal; dije los sicilianos y hubiese debido añadir Sicilia, el ambiente, el clima, el paisaje siciliano. Éstas son las fuerzas , y acaso más que las dominaciones extranjeras y los incongruentes estupros, que formaron nuestro ánimo: este paisaje que ignora el camino de en medio entre la blandura lasciva y la maldita fogosidad; que no es nunca mezquino como debería ser una tierra hecha para morada de seres racionales, esta tierra que a pocas millas de distancia tiene el infierno en torno a Randazzo y la belleza de la bahía de Taormina; este clima que nos inflige seis meses de fiebre de cuarenta grados. Cuente, Chevalley: mayo, junio, julio, agosto, septiembre y octubre; seis veces treinta días de un sol de justicia sobre nuestras cabezas; este verano nuestro largo y tétrico como el invierno ruso y contra el cual se lucha con menor éxito; usted no lo sabe todavía, pero puede decirse que aquí nieva fuego como sobre las ciudades malditas de la Biblia; en cada uno de esos seis meses si un siciliano trabajase en serio malgastaría la energía suficiente para tres; y luego el agua, que no existe o que hay que llevar tan lejos que cada gota suya se paga con una gota de sudor; y por si fuera poco las lluvias, siempre tempestuosas, que hacen enloquecer los torrentes secos, que ahogan animales y hombres justamente allí donde dos semanas antes unos y otros se morían de sed. Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta tensión continua en todos los aspectos, estos monumentos, incluso, del pasado, magníficos pero incomprensibles porque no han sido edificados por nosotros y que se hallan en torno como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que han desembarcado armados viniendo de quién sabe dónde, inmediatamente servidos, al punto detestados y siempre incomprendidos, que se han expresado sólo con obras de arte enigmáticas para nosotros y concretísimos recaudadores de impuestos, gastados luego en otro sitio: todas estas cosas han formado nuestro carácter, que así ha quedado condicionado por fatalidades exteriores además de por una terrible insularidad de ánimo.


Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo, ed. Raffaele Pinto, Cátedra, 1991, 285 p. 

9.8.24

Placeres permanentes




En este ferragosto de vientos elementales, ardientes, voraces, 
uno se retira a la Sicilia más fogosa, la de soles de acero y colinas calcinadas. Y era el momento de leer los Relatos de Lampedusa, en edición comentada por un descendiente de prosa farragosa que no tiene nada que ver con la exquisita transparencia del autor. El libro, en las ediciones corrientes, tiene un largo primer fragmento de las memorias de infancia de Lampedusa y dos relatos, La Sirena y Los gatitos ciegos, aunque aquí se ha añadido otro mucho más breve, La alegría y la ley, que al editor no le gusta y que es de un neorrealismo gogoliano muy curioso tratándose del príncipe que lo escribió, y un buen ejemplo de cómo un cuento se edifica sobre lo previsible para cambiar en el último momento. En este caso, es la historia de un humilde chupatintas, despreciado por sus compañeros, a quien regalan un enorme panettone para fin de año. Lo previsible es que el postre de siete kilos, cuando lo abra delante de su sufrida mujer y sus hambrientos hijos, sea algo así como un pastel de callejón. Pero no: la cosa es aún peor, porque la mujer se empeña en que el marido regale el panettone a un abogado que en cierta ocasión les echó una mano. El final, de un cinismo gatopardiano, lo dejo para quien lo quiera leer.
Los otros dos relatos han corrido mejor suerte crítica, y eso que La Sirena se construye, muy refinadamente, sobre un error de bulto. Es la historia de un viejo helenista, condecorado por las mejores universidades, experto en los más difíciles asuntos, recluido en su propia sabiduría por no contagiarse de la ignorancia general, empezando por la de sus propios colegas universitarios, que puede que sepan griego antiguo, pero, ay, no lo sienten. El caso es que este filólogo sabio cuenta al narrador, un joven periodista que no sabe griego, una historia, la mar de suntuosa, y perfumada de un erotismo que el editor se empeña en que sepamos que es bestial, que le ocurrió al profesor cuando era joven con una sirena de las de toda la vida. Bueno, no toda, porque las sirenas como esta, con cola de merluza, son un invento de la imaginería medieval, y las que aparecen en la Odisea, que Homero no describe, son, según las pinturas sobre ánforas que nos han llegado, criaturas con alas de pájaras piparras. Es, en fin, un error impropio de un profesor de griego, menos relevante, en todo caso, que esa desproporción tan lampedusiana entre la larga y atractiva introducción (el mal carácter del profesor, sus costumbres asociales, su casa, sus libros, su lento abrirse al narrador) y la breve aparición de la sirena, que muestra su carnosidad marina con un expresionismo que me recordaba el de Josef Winkler, y se vuelve a sus reinos subacuáticos, con la madre Cirene y las laboriosas ninfas, supongo.

El otro relato, Los gatitos ciegos, se nota que era el comienzo de una novela sobre la mafia siciliana, la de terratenientes bárbaros y expeditivos que luego hemos leído en algunas novelas de Sciascia, y que debió de quedar interrumpida por la súbita enfermedad que llevó a la tumba a Lampedusa, nada más que dos años después de haber decidido, a los cincuenta y ocho, que se iba a dedicar a la literatura. Solo pudo completar su celebérrima novela, y esta otra se quedó en denso pórtico a una historia de la que nos privó la enfermedad, un cáncer de pulmón de esos que no respetan ni a los príncipes y que se lo llevó en tres meses.

El resto, el largo fragmento de sus memorias, es una fascinante descripción de las casas en las que Lampedusa vivió de niño, y siguió viviendo hasta que las bombas de la Segunda Guerra Mundial redujeron a escombros su palacio palermitano. Quedó en pie la casa de Montechiara, donde il signore di Milano rodó su espléndida lectura de El Gatopardo. Las descripciones de casas están entre mis temas literarios favoritos, sobre todo si son tan grandes y complicadas, tan llenas de alcobas y de pasadizos, tan profusamente decoradas de frescos y volutas, papeles sobredorados y fondos de colores regios, del verde Nilo a la púrpura cardenalicia; casas con caballerizas e iglesias privadas, llenas de santos barrocos, e incluso un teatro como Dios manda donde actúan cómicos de la legua y por una de cuyas puertas laterales entra de balde el pueblo entero y saluda a la familia, que sonríe condescendiente desde su palco principal. A los lectores de El Gatopardo (o a quien haya disfrutado con la prosa de D’Annunzio) estas cosas nos hacen gracia, por más que sean tan incorrectas y tan ancient régime, o quizá por algo que dice el autor (p. 48) y que se ha convertido en cita inexcusable, no tanto como la de que todo ha de cambiar, pero casi. «No sé», dice Lampedusa, «si con esto he logrado sugerir que yo era un niño que amaba la soledad, que prefería la compañía de las cosas más que de las personas», lo que explica que su vida en la casa de Santa Margherita, a donde la familia iba en un viaje interminable de aldeas inmundas y trochas polvorientas, fuera «ideal» para ese niño. Lo comprendo. De mis largas lecturas barojianas conservo un especial recuerdo de su afición a las descripciones de casas, no tan palaciegas ni ostentosas, más sobrias y destartaladas, pero con esos recovecos que siguen siendo el gran placer del niño poco sociable. Las casas y los jardines, porque el suntuoso jardín de Santa Margherita, con sus tritones y sus estatuas musgosas y desnarigadas (todo lo que después aparecerá en El Gatopardo) también me recordaba a la que quizá sea la más larga y detallada descripción de un jardín que yo he leído, la de Baroja en El laberinto de las sirenas, obra que no creo que leyera Lampedusa, aunque las dos comparten ese amor por la simbología de los arriates, las veredas laberínticas o ese desparrame romántico en el que, como dice aquí Lampedusa, es más sugerente el olor de las múltiples fragancias voluptuosas que la visión de los arbustos asalvajados.

Huelga decir que la lectura de estos Relatos me ha llevado con andares de sonámbulo hasta mi vieja edición de El Gatopardo, que volveremos a leer, cómo no. En la penumbra moderadamente fresca de unas tardes tan espantosas hay que refugiarse en esta clase de placeres.


Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Relatos, ed. Nocoletta Polo y Gioacchino Lanza Tomasi, Anagrama, 2020, 171 p.

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