29.5.10

El auténtico Harpagón

Acabada la función, la compañía formó ante el público para el saludo. El elenco entero fue correspondido con cálidos aplausos, que aumentaron de intensidad hasta que le tocó el turno al actor principal, Juan Luis Galiardo, quien avanzó hacia el público con la mirada baja y sin levantarla se dio media vuelta y se volvió a marchar, y al llegar al fondo del escenario, donde aguardaban sorprendidos los actores, con un gesto desabrido les ordenó que abandonasen el escenario y no volviesen a salir. El público ya se afanaba en agasajar al veterano actor por su meritorio papel de Harpagón cuando sus aplausos quedaron suspensos y sus vítores y piropos desairados. De inmediato las luces se encendieron y el público abandonó sus localidades del Teatro María Guerrero entre sonrisas satisfechas por la calidad de la función y muecas de desagrado por la mala educación del actor protagonista. Aunque hubo quien le sacó más punta y vio un hermoso final para El avaro: Juan Luis Galiardo está muy gracioso cuando interpreta un personaje desagradable, y muy desagradable cuando debería haber sido un poco más gracioso.

Estas salidas de tono, comentaba entre el público una señora, son una mezcla de cansancio y egolatría. El actor Galiardo se mueve por el escenario con soltura y está casi todo el tiempo de pie, algo que a su edad resulta muy loable, y por otra parte se sirve de su larguísima experiencia para resolver el papel con cercanía y teatralidad y contribuir a la fluidez de la obra. Porque El avaro es, por encima de todo, una comedia, por más que no sea difícil buscarle las vueltas. Harpagón es un rácano, pero es el único que dice la verdad. Tan sólo su cocinero, que es el que más lo quiere, no miente todo el tiempo, e incluso a veces lo desmiente. Pero el resto, hijos, hijas, novias y novios, criados, celestinas y escribientes son unos mentirosos de tomo y lomo. Sólo dicen la verdad cuando es el último recurso para conseguir sus intereses. El hijo detesta la avaricia del padre, pero no da golpe y va vestido como un marqués. La espléndida Frosina (Palmira Ferrer, la mejor del espectáculo) sólo va buscando unas perras del avaro, no la salvación del mundo. El criado se calla sus riquezas y la hija miente sobre sus amores, y Harpagón los pone a todos a prueba y se ríe de ellos, pero no puede evitar que alguno de los buitres que lo merodean acceda a su tesoro. El chantaje final es desbaratado por un deus ex machina con anagnórisis, reconocimiento y toda la pesca, pero con los mismos mimbres está pensado el drama del avaro. Molière ya trató en El misántropo, más directamente, el fracaso de la verdad. Y en El avaro no hay un escarmiento real. No ha sucedido nada por lo que Harpagón deba cambiar de idea. Él hace lo mismo que todos los padres, buscarles el mejor partido, y sus hijos, además de cumplir sus sueños, quieren que los mantenga como señores.

Por eso un Harpagón meramente ridículo no recoge el lado, digamos, shakespeariano de la comedia, por más que Harold Bloom se empeñe en pintar a Shylock como un bufón cómico. Es un cínico, y Harpagón también. Son extremistas de la verdad. Exhiben con crudeza lo que los demás esconden, pero, a diferencia de ellos, nunca piden lo que no les pertenece. La parte cómica y juvenil del asunto puede con este drama de quien sabe que sus hijos sólo lo aprecian por lo que puedan sacar de él. Tan solo cuando Juan Luis Galiardo avanzó hacia el público con cara de vinagre y sin mirarlo, flotó por el escenario la íntima tragedia de Harpagón, aquello que de algún modo lo humaniza.

Por lo demás, la obra iba sobre ruedas, las del buen oficio de los actores y las de un decorado que ya se ha visto muchas veces: dos enormes percheros con ruedas por uno de cuyos lados hay un simulacro de pared con puertas de oficina. Es muy barato y sirve para casi cualquier función. Pero ya cansa.

28.5.10

Clarines y timbales

El toro Pocapena, de la ganadería de los herederos de don Eduardo Miura, aguarda en los chiqueros de las prensas el momento de salir al ruedo. Estará marcado con el número 32 de la colección Cantela, pesará ciento y pico páginas y en la oreja izquierda llevará tres ilustraciones de Juan Carlos Navarro.
Copio el texto que aparecerá en contraportada.

"La geórgica es, desde que así lo estableció Virgilio, el género que busca hermosura en las cosas del campo. Este libro contiene un cuento de pastores, otro de cazadores y un relato bastante más largo de tema rústico taurino. Geórgicas es pues un título descriptivo, un tecnicismo genérico, como podría haber sido el de Cuentos o Fábulas: historias de ambiente rural, que aquí suceden en el valle del Jiloca o en las margas del Maestrazgo, en faenas y paisajes en los que todavía hoy los animales son más importantes que los hombres."

Todas las contraportadas están redactadas por los autores. Los hay que pintan acuarelas con fuegos artificiales o proponen interpretaciones herméticas, y los hay enganchados al dazzling achievement, a la ridícula impudicia de echarse flores a sí mismos. A mí me gusta que las contraportadas sean como la parte de atrás de los botes de mermelada o los prospectos de los medicamentos, una breve nota que te indique sin rodeos qué hay dentro del libro, a qué género concreto pertenece el producto.

27.5.10

El juego del secreto























No sé hasta qué punto Tormento puede considerarse la primera parte de una novela cuya segunda parte sería La de Bringas. Si se leen en el orden en que las escribió Galdós, Francisco Bringas pasa de ser un hombre algo apocado pero muy buena persona al avaro especialista en postizos que veremos después. Y, al revés, Rosalía pasa de ser una mujer despreciable, una vívora sin cerebro, interesada y cotilla, a cobrar, además del protagonismo, cierta dignidad narrativa. Leídas las novelas en orden inverso al de su escritura y al de los acontecimientos, produce cierto alivio recordar que Bringas no es un sujeto tan inmundo, pero a Rosalía le caen encima todos los vicios de la pequeñez.
Francisco y Rosalía abren y cierran Tormento como personajes secundarios y abarcan La de Bringas como protagonistas. Se diría que, antes de narrar sus miserias, nos cuenta el autor la razón por la que son miserables, sobre todo Rosalía, a través de uno de esos personajes gloriosos que de vez en cuando crea don Benito: Amparo, la hermana de Refugio, que, esta sí, cerrará con una espléndida demostración de humanidad –y se sorna– el ciclo de las dos novelas. El drama de Amparito, aparentemente secundario, fragua en Tormento una novela redonda, mucho más novela que La de Bringas, aun usando en ambas registros de folletín, y a veces abusando incluso.
La historia de Tormento es muy sencilla. Una muchacha pobre, al servicio de su pariente Rosalía, es pretendida por un indiano rico, Agustín Caballero, primo también de la familia. Pero hay un impedimento que casi acaba con Amparo: hay un secreto en su vida, una turbia relación con un cura salvaje que lo echó todo a perder por ella. Este secreto es todavía más macguffin que las deudas de Rosalía en La de Bringas. Galdós lo encubre y lo estira; hacia la mitad de la novela, tendí a pensar que quizás un poco demasiado, pero la gran elipsis final lo justifica todo, incluso el funcionamiento del artefacto narrativo.
Y, argumentalmente, ya no hay más. Ni menos. El estudio que pinta Galdós de la muchacha y el pretendiente es el de dos víctimas de la podre social madrileña y al mismo tiempo de dos personas sanas, limpias y verdaderas, que de no haberse amado de verdad podrían muy bien haber sido engullidos por la maledicencia implacable, por esa saña despiadada que siempre han tenido las sociedades muy pequeñas. Conviene no olvidar que Galdós no habla de una gran ciudad sino de un círculo pequeño y cerrado en medio de una ciudad populosa. El funcionamiento del secreto, del tabú, de la habladuría y de la condena es el que siguió amargando la vida de muchos españoles durante más de un siglo. Desde nuestra perspectiva, no tiene la menor importancia lo que pudo haber tenido Amparo con ese cura rebotado, una especie de Unamuno salvaje, más bruto pero aproximadamente igual de desquiciado. También Proust hablaría luego de los celos del pasado, pero sin vincularlos a esa ponzoña española de los dimes y diretes, verdugo del más mínimo traspiés, que en este caso es fácil de imaginar en qué consistió. Un cura que aprovecha el reducido espacio del confesionario para violar las tiernas mentes de las muchachitas, a ver cuál cae, y que se vio preso en las redes de alguna cuya divina presencia lo sacó de sus casillas, en este caso de su confesionario. Los curas suelen ver bien que los desmanes se cometan a oscuras y en silencio, pero cuando salen a la luz son capaces de crucificar al más pintado, sobre todo si no es colega del sagrado ministerio.
Así las cosas, en la novela se libra una batalla moral entre las personas decentes que no quieren saber nada del pasado de nadie y las cucarachas que olisquean las debilidades para instalar allí su nido de lenguas negras. Agustín Caballero no le debe nada a nadie (en el Madrid de la época este dato es decisivo), pero tiene algo así como la mala conciencia del indiano, el que se pasó media vida trabajando como un mulo y decide volver rico y craso a una sociedad que se le revela repugnante. Incluso su largueza, su dadivosidad con los parientes es un modo de pagar por integrarse, de hacerse querer. Si algún fallo tiene la novela es que el personaje de Caballero es íntegro desde el principio, tan íntegro que no cabe la menor duda de que no consentirá que le amarguen la vida a Amparo para siempre. Pero, como Galdós es tan buen narrador, Caballero casi llega tarde, casi la devoran. Uno queda suspenso y expectante, a la espera de cuál será el método de salvación, puesto que la salvación ya se da por descontada. Y es aquí donde brilla el gran narrador, donde aparece como un ángel el gran Felipe Centeno, que si no lo conociésemos ya de El doctor Centeno su truco del veneno nos sorprendería en vez de alegrarnos solamente. Sabemos que Felipe no puede ser el vehículo de ninguna muerte. Cuando Amparo bebe el vaso de veneno confiamos en que algo tiene que seguir funcionando bien en el mundo, gente como Celipín y como esos personajes buenos de Galdós.
La crítica, alguna crítica, ha hecho con Galdós lo mismo que la Bringas hace con Amparo, despreciarlo por bueno, por crear personajes puros que nos devuelven la hermosura de la condición humana. Lo emocionante del final de Tormento no es que triunfe el bien y que la feliz pareja mande al cuerno a toda la marabunta deslenguada, sino que todavía quede gente buena. Se puede ser ahora Caballero, Felipe o Amparo (incluso Refugio, un personaje que me encanta, demasiado amiga de las Rufete). Son exactamente iguales las deudas ficticias del que regresa, igual el miedo de los inocentes a que lo que digan los demás pueda destrozar su vida, igual la ingenuidad que sin cálculo ni palinodia, por puro instinto, no es capaz ni siquiera de servir como vehículo del mal.
La novela, por lo demás, se ha relacionado con las dudas unamunianas, y hay un fragmento que, aislado en unas oposiciones, a más de un concursante le haría dudar. Galdós cuida siempre mucho los detalles teatrales, y tiene la deferencia de quitarle al exclaustrado la sotana y vestirlo poco menos que de vergonzoso en palacio, un Polifemo enfermo de resentimiento que pasó por el seminario. Teatro es también toda la espléndida escena en la casa del cura Polo, mientras en una habitación agoniza Celedonia y él va por los pasillos persiguiendo a la muchacha con sus uñas negras. Tremendo el momento en que la moribunda se despreocupa de su muerte y se lía a criticar, a sospechar, a prohibir, a sospechar. Si a Unamuno el cura le pudo dar más de una idea, esta escena no me creo yo que no encantase a Valle–Inclán. Y luego dicen.
Una última cuestión. Esta novela ha sido durante mucho tiempo lectura escolar. Lo fue incluso cuando todavía era verosímil. Los estudiantes que lo leyeron en los 70 todavía pudieron pensar que aquello podía pasar, podía estar pasando. Ahora que la situación ya no es creíble salvo para ciudadanos abducidos por alguna secta (cada vez más, por otra parte), queda sólo el arte de narrar como sustento de la historia. Y ese arte sigue fresco como el primer día. Ese secreto Galdós tampoco lo desvela, pero, igual que el otro, está más claro que el agua.

26.5.10

Tormento. Cuestiones previas

























Me he vuelto a enganchar a don Benito. Esta vez he recaído en mi adicción galdosiana por un estupendo artículo de Marcelino Cortés a propósito de La de Bringas. La volví a leer y qué menos, ya que nos ponemos, ya que viajamos a estos paraísos artificiales, que leer también Tormento. Qué menos.
Esta tarde la terminaré, espero, pero me apetecía comentar una cuestión previa. Tormento es una de las novelas (casi todas las contemporáneas) que tengo en cuatro ediciones diferentes. No tengo la de Castalia, a pesar de que me gusta mucho su serie clásica del siglo XIX, con pliegos cosidos en papel hueso, nada de hilván con pegamento, si bien es cierto que las tapas, que antes eran de un precioso rosa fucsia, son ahora de un rojo casi carmín. Pero Tormento, considerada lectura escolar, está en Castalia didáctica, una edición de la que solo tengo, porque es única, la estupenda antología gongorina de Carreira. No me gusta el formato ni el color del papel, nada que ver con el hermoso color hueso satinado de los tomos clásicos de antes de la invasión del cloro. Sí tengo la de Cátedra, la negra, que también cuida el cosido y el papel y además está anotada por Francisco Caudet, cuyas interpretaciones diagramáticas me hacen mucha gracia pero en general sus notas no me irritan por obvias o irrelevantes, mal tan extendido en el mundo de las notas a pie de página.
Otras dos ediciones clásicas que, por diferentes motivos, rara vez utilizo son los tomos correspondientes de sus obras completas en Aguilar y en la Biblioteca Castro. La de Aguilar es un objeto de culto público y privado, todo un capítulo de unas memorias. Lo que pasa es que el papel es muy fino, la doble columna muy estrecha, la letra demasiado pequeña y un poco hinchada por una especie de lento, casi geológico corrimiento de tinta y abombamiento de papel. En algunas páginas la tinta ha resistido mejor y entonces las letras parecen hundidas en un fino colchón de hilo blanco. Y, sobre todo, no puedes ir leyéndola por la calle. Ocurre lo mismo con la edición de Castro, sólido mamotreto (incluye, además de Tormento, El amigo Manso y El doctor Centeno), que, o lo apoyo en en una mesa, o, si quiero leerlo cómodo, tengo que adaptar al sillón de lectura una tabla ergonómica y un atril encima y adoptar la posición de Fernando Alonso dentro de un bólido. Es cómodo y absorbente, como ver una película de palabras tumbadazo en el sofá, pero de uso estrictamente doméstico. Eso sí, no hay edición más bella, al menos en mi biblioteca. Y no tiene notas.
También puede ocurrir que, dependiendo de dónde me encuentre, vaya alternando la edición de Castro y otra de bolsillo, pero en este caso la otra que tengo de bolsillo, la de Alianza, es la que me acompaña dentro y fuera de casa. Hasta que dejó de trabajar Daniel Gil, las ediciones de Alianza eran, aparte de libros modestos pero bien pegados, de papel blanco pero consistente, de apretada letra pero clara, obras maestras del arte de ilustrar portadas. Ahora cogen detalles de cuadros, muchos bastante oscuros, y el lomo es del mismo rosa fucsia que me gusta en las ediciones de Castalia pero que aquí le quita todo el encanto. La composición es fija, no como antes: los títulos están siempre en el mismo sitio y son de la misma letra, aspectos ambos que Daniel Gil cuidaba como un elemento más de la obra. En esta edición mía (tampoco tan antigua: es la vigésimo segunda reimpresión de la edición de 1968, que yo compré hace quince años), después de leída, el lomo se agrieta por las junturas de los pliegos, incluso se descascarillan un poco las letras en Times del autor y del título; pero cuando los acabas las tapas vuelven a su sitio, no como en la actuales ediciones, que pingan un poco y adquieren un incómodo volumen. Amén de que ahora, en las nuevas ediciones, cuando terminas el libro, antes de devolverlo a su sitio tienes que poner las hojas en orden y barajarlas un poco haciéndolas botar en el vade del escritorio, que es blando y no las dobla.
La portada de La de Bringas parece por sí sola la interpretación de Fernández Montesinos: un personaje agradable de ver, pero rígido, sin dobleces, y con la cabeza de madera, capaz de perderse por un fular de gasa. Esta portada de Tormento, en cambio, no es una foto preparada sino un grabado con retoques. El contraste con el color calabaza apagado del título, ocre con un poco de pimienta, color de caldo de cocido madrileño con chorizo picante, contrasta con un azul que por otra parte nos hace la época más cercana y refuerza, sobre todo en la fachada, el aire de foto antigua.
La gracia está, aparte de la composición y el azul grisáceo que difumina el fondo, en que Amparo, la protagonista, es exactamente la mujer de la portada, con esa leve descompensación en el tamaño de los rasgos de la cara que es tan propia de la humildad. No es difícil ver en ella, en esos ojazos entrecerrados, en el algo prominente labio superior, en la nariz un poco grande, a la mujer que se esfuerza en la contrición pero que en cuanto abra los ojos para cualquier cosa volverá a su rostro la alegría. Su gesto no es afectado. En los labios se adivina el rictus agradable de quien sigue una lectura con interés y sabe abstraerse del entorno, de quien está dispuesta a que la lectura sea provechosa y el misal purificador. Pero es joven, muy joven, y el Tormento del título no refleja que la muchacha esté rota por dentro, o enloquecida. Su juventud es tan restallante como ese velo blanco entre la multitud azul, a pesar de que parezca dolida, o quizá por eso, porque sabemos que no tiene aún el alma lo bastante corrompida para conseguir que su imagen nos resulte la de una beata martirizada por alguna tontería. Uno se la imagina en la piel de Agustín Caballero y comprende que se empeñara en recluirse del mundo viejo, aparente y pobretón, arribista y cotilla, servil y despiadado, con una muchacha que, sin deberle nada a nadie, se considera una horrible pecadora. No pasa nada. Es joven. Ya se le pasará.

23.5.10

La reina de los ciegos


























Galdós escribió La de Bringas entre abril y mayo de 1884. En enero había terminado ya Tormento, y en noviembre ya estaría lista la primera parte de Lo prohibido. La de Bringas es la quinta de sus novelas contemporáneas, que se había iniciado tres años antes con la monumental La desheredada. Visto en conjunto, da la sensación de que, después del esfuerzo de escribir semejante obra maestra, Galdós hubiera diversificado sus empeños, se hubiera dedicado a tratar con más atención aspectos que o bien procedían ya de La desheredada o bien prefiguraban lo que sería Fortunata y Jacinta. Se había permitido incluso piezas como El doctor Centeno, un alarde narrativo que sólo puede caber como historia cerrada, no como el gran fresco social para el que don Benito iba reuniendo materiales.
Todas las piezas eran orgánicas, pero en Tormento ya tenemos los personajes de La de Bringas. En realidad son la misma novela, aunque en este caso Galdós ha decidido escribir una comedia. La novela teatral, vamos a decirlo así, divierte a don Benito y se nota. También escribió La corte de Carlos IV, uno de sus mejores Episodios, entre abril y mayo, más de diez años atrás.
En La de Bringas hay una versión nacional del avaro cuya caricatura no llega nunca a ser dignificada. Dada la envergadura de la novela, uno espera que este avaro salga por algún lado, deje de ser tonto, lleve al extremo un papel cómico que ya conocimos en Tormento, o se nos aparezca renovado en un nuevo destino novelesco. Nada de eso. Galdós renuncia deliberadamente a que los personajes de esta farsa cobren demasiada complejidad. Lo que diferencia La de Bringas de otras novelas de más envergadura quizá sea eso, que la brillantez del protagonista lo es a costa de la densidad de los secundarios. En las grandes obras del maestro eso no pasa. Todo el mundo, por pequeño que sea su papel, tiene un conflicto que lo engrandece, o está mirado con cierta comprensión. Este Bringas, la marquesa de Tellería o el señor Pez son aquí personajes condenados de antemano. No tienen margen de maniobra, y eso es necesario para el ambiguo resplandor de Rosalía. La prueba está en que Refugio, la muchacha mellada que reaparece al final y da una lección a Rosalía (y de paso se venga de lo que nos contó Galdós en Tormento) es uno de esos personajes que en una página ya te han conquistado para una novela entera, y que poco después reaparecerá en Lo prohibido reencarnada en Camila, la mujer de Miquis, la hermana pobre y honesta.
Pero Rosalía necesita moverse entre espectros de teatro que le sirven a Galdós para jugar con su candidez. No sería tan interesante si su marido fuese un poco menos tonto, ni el retrato de las marquesas arruinadas tan redondo si Galdós hubiese dado un poco de margen a la Tellería. Y el personaje de Pez, en fin, llega incluso a adquirir hondura por su propia cobardía, por su propia condición desdibujada. Son estupendos personajes a los que en esta función sólo les toca exhibir un rasgo. Este rasgo, eso sí, lo bordan, porque en medio de ellos Rosalía es la reina de los mares.
Los tres son símbolos de un mundo que se acaba, de modo que tampoco pueden beneficiarse de ninguna redención. Pero Refugio, la mujer honrada que come de su trabajo, es el mundo que tenía que venir después de La Gloriosa. Cuando Bringas pierde la vista y su mujer, Rosalía, piensa que se le ablanda el corazón, es cuando más gestos de guiñol protagoniza y se comporta con más racanería. Cuando el doctor Golfín le devuelve la vista, el miserable vuelve a racanear fingiéndose pobre para no pagarle entera la factura. Ni siquiera tiene la grandeza shakespeariana de Torquemada (que tiene aquí un cameo imponente). Es un vulgar cuentajudías, un marido polvoriento y antipático, y, comparado con Rosalía, un vejestorio. Lo despreciamos porque no se entera de nada, y aquí Galdós goza dilatando el principal macguffin de la novela, que Bringas no se entere de que Rosalía le ha cogido cinco mil reales del doble fondo del arca. Y así hay momentos en los que hasta mete las uñas en la ranura para abrir el cofre, pero en el último momento, con todos los violines histéricos, se olvida de abrirla y Rosalía respira. Galdós no ahorra con él en trazos gruesos, desde el espantoso exvoto de cabellos y angelotes tétricos que se empeña en construir (y que casi le cuesta la visión), hasta las más mínimas alegrías novelescas, como hubiera sido que se fuesen todos a Arcachón tres o cuatro capítulos, a tomar las aguas, que invitados estaban. Es curioso que en cada intervención la novela dibuja líneas argumentales que se cortan por la cerrilidad de este hombre estúpido al que Galdós solo le concede un acto de verdadera dignidad: no pedir.
Con la marquesa de Tellería pasa lo mismo. Galdós nos confunde cuando devuelve la mitad de lo que Rosalía le ha prestado. Creemos que va a devolver todo el dinero, que a esa imagen de loca malgastadora, de ludópata de los trapos, también le cabe un rasgo de nobleza. Tiene constantes oportunidades, pero tiene que ser hasta el final igual de indeseable. Por eso, en vez de pagar lo que debe, se va, ella sí, y a todo plan, a tomar las aguas con el dinero de Rosalía.
Y otro tanto es Pez, más bien besugo, cauteloso picaflor, amante de las mujeres de los amigos y, en fin, un pobre hombre. Lo que piensa de él Rosalía cuando el otro no quiere ayudarla es un hermoso retrato de la ira con la que una mujer se toma la futilidad de un amante. Ha sido un pasmarote que Galdós nos puso ahí para llevarnos al lamín del tomate. Cada vez que sale aguardamos la escena en la que por fin se enrollan. Pero aquello habría sido irse mucho más allá y plantear cuestiones ya resueltas con Isidora en La desheredada. Y, por otra parte, Galdós sólo usa los tópicos folletinescos para dotar de fluidez a la novela, no de contenido.
Y entre todo este coro de almas defectuosas, Rosalía. La indulgencia dura más con ella, exactamente hasta el final de la novela, cuando Refugio –y ese sorprendente narrador, puro deus ex maquina– le dan el rapapolvo que se merece. Galdós deja caer que Rosalía está en disposición de aprender la lección, pero tampoco lo explicita mucho. Rosalía ha sido víctima de los trapos y las jerarquías. Sería demasiado piadoso confiar en ella.
La última escena con Refugio es ejemplar en este sentido. Si hasta entonces algo nos ha hecho encariñarnos de Rosalía, ser aliados en sus cuitas, es que era ella la que sufría cierto desprecio social. La marquesa le toma el pelo, su marido la trata como si fuera el ama de llaves, y el Pez pescador no parece decidirse por una pieza de tan poco lustre. Pero es al final cuando Rosalía se comporta con Refugio con toda la displicencia y el desprecio que en esa feria de vanidades que es el Palacio Real ella está acostumbrada a sufrir, y que, fieles a la tradición española, también es una cuestión familiar que viene de lejos. Duele un poco admitir que habríamos agradecido que Rosalía siguiera siendo la heroína atribulada, y no parte del pasado, la mujer del funcionario que se codea con marquesas de pega. No, ni siquiera Rosalía se libra de la quema, pero a ella sí se ha ocupado Galdós de hacerla atractiva, voluntariosa, incorregible, ambiciosa, ingenua y con ese encanto que tienen los personajes femeninos que gustan a Galdós mientras los está creando. El marido se merece que se la pegue con Pez, incluso que le meta un pufo en trapos. Rosalía no comete crímenes porque son víctimas son unos merluzos. Si Galdós llega a desplegar la tragedia de los tres secundarios, que la tenían, y gorda, Rosalía se habría resentido, no habría pasado de ser una cursi, lo que era en Tormento.
Con Miau me pasó lo mismo. Los secundarios tienen papeles muy potentes que Galdós poda para que no den sombra a los frágiles protagonistas. Escribe entonces Galdós como dicen que trabajaba el director de fotografía de Los abrazos rotos, que abrasaba el plató de luz potente que luego iba recortando para crear la atmósfera perfecta. Pero insisto en que en las grandes novelas Galdós no recurre a este método. Todos, tengan el papel que tengan, no sólo se merecen una novela sino que la tienen, por muy resumida que se nos presente.

15.5.10

Embajadores de Buñuel

Creo que hoy se rinde en el Festival de Cannes un homenaje a Luis Buñuel. El periódico informaba de que cineastas como Álex de la Iglesia, Isabel Coixet, Pedro Almodóvar o Fernando Trueba iban a representar al cine español. Lo primero que me pregunté es qué tienen estos cuatro directores que pueda decirse que deben a Buñuel. O qué tiene, en general, el cine español que le venga de la parte de Calanda.

Álex de la Iglesia sí tiene esa mezcla buñuelesca de lo grueso y lo pudoroso. Sin el pudor de Buñuel, por ejemplo, las perversiones de Belle de jour no serían tan divertidas. Sin el pudor de De la Iglesia, muchas escenas de La comunidad, para mi gusto su mejor película, tampoco lo serían. El absurdo aborregamiento de la gente que tan bien pintaba Buñuel se cuece también en las angosturas de esa película, y un cierto sentido del humor que se suele calificar de sorna, mejor que retranca. Consiste en una facilidad extraordinaria para resumir las cosas en su más absurda literalidad. Y esto también tiene buena mano Almodóvar para conseguirlo, al menos cuando ha pisado terrenos parecidos a los de Buñuel, por ejemplo en Qué he hecho yo para merecer esto, de entre todas las suyas quizá mi favorita. Cuánto echo de menos que Almodóvar no se permita el lujo, y puede perfectamente, de rodar una película con cuatro perras, o con un presupuesto proporcional al que entonces utilizó. Buñuel decía que el secreto de su libertad estaba en tener poco dinero para sus películas. Además de un buen ejemplo de resumen literal, de sorna, es toda una declaración poética.

Los otros dos cineastas, Coixet y Trueba, creo que no entienden a Buñuel ni tienen ganas de entenderlo. Hay caracteres incompatibles, sentidos del humor que son como idiomas de diferente origen. Cualquiera de los dos alabará interminablemente a Buñuel, pero lo cierto es que el vínculo de Trueba con Buñuel, Rafael Azcona, es indirecto, y que sus películas siempre se derriten en una emotividad estereotipada o en una especie de falso experimentalismo, pomposo y gratuito. En cuanto a Coixet, no creo que la película aquella de la plataforma petrolífera pueda considerarse en modo alguno buñuelesca. Además, Lars von Trier y Buñuel tampoco creo que tengan mucho que ver.

En cuanto al cine español en general, no son buenos tiempos para Luis Buñuel, esa es la verdad. En los 90 veías imitadores de Tarantino que en realidad estaban rodando como el Calandino. Me acuerdo ahora de las películas de La cuadrilla, que yo creo que estaban más del lado de Buñuel que del de Rafael Azcona. Pero es que los noventa fueron muy Buñuel. En estos anodinos principios de siglo, sin embargo, lo poco que he visto que me lo recuerde quizá sea parte de la obra de Fernando León, la menos panfletaria, la que va buscando los choques hermosos y absurdos de la realidad.

Pero todo eso es muy poco. Por muy exhaustivos que nos pusiésemos, en poco rato dejarían de ocurrírsenos comparaciones. Es difícil penetrar en ese punto de vista. No sé si hay que comprenderlo o se necesita tenerlo, no sé si es una enseñanza o una disposición del carácter. No sólo es la literalidad más bruta, sino también su contrapunto tierno y crudo, honesto y subversivo. Y algo que quizá le viniera de las vanguardias, pero que cabe en cualquier época: su resistencia a seguir la senda estricta de un guión, de no reinterpretarlo constantemente, jugar con su perspectiva, distanciarlo hasta que fuera presa de su silencioso humor. Es decir, ajustar la cámara a las intenciones, pero no intervenir.

13.5.10

Fin del 98, y 6

Me da pereza ser tan minucioso con el resto del libro de Mainer, pero no alegrarme de algunos hallazgos. El primero es que se trata de una historia en el tiempo, es decir, que establece períodos concretos sin atender a obras que los excedan, a no ser que ya estén en esta época previstas o anticipadas. Vemos el funcionamiento general de la literatura, y empezamos por esos primeros increíbles años, de 1902 a 1913, con sus preparativos finiseculares. Azorín aparte, los breves capítulos que Mainer dedica a Baroja, Unamuno y Valle–Inclán, amén de contundentes, también son una apuesta concreta y un intento por abandonar los tópicos. Baroja se nos presenta como un novelista de acción. La comparación entre La voluntad y Camino de perfección no admite dudas, pero también se detiene en las novelas de Paradox, toda una declaración de principios sobre la alergia que Baroja tuvo a soltar el rollo, su amor por una clase de imaginación que yo terminé de comprender sólo cuando la vi pintada por su sobrino, don Julio Caro. Y está muy bien que Mainer trate La lucha por la vida, entera, como lo que verdaderamente es, la primera gran novela española del siglo XX, a la altura de las grandes novelas de los 80 del siglo anterior, absolutamente moderna y con una personalidad indiscutible. Mala hierba es una novela libre, pícara y presolanesca, aún más radical en sus planteamientos estéticos que la maravillosa La busca. Y la tercera es la novela del anarquismo, con afecto pero sin propaganda, y una honda ternura, pintada con carbones de la cruda realidad. Deberíamos empezar la lectura de Baroja prescindiendo de los títulos individuales, tomando cada una de sus trilogías por novelas autónomas, aunque no lleven un mismo personaje como hilo conductor, caso de Las ciudades, que yo sigo leyendo como una sola novela en tres partes, y a pesar de que Baroja se inclinase más por plantear argumentos y personajes distintos en cada entrega. Pero cuando se presentan las Memorias de un hombre de acción como lo que son, una sola novela moderna, por ejemplo en los tres volúmenes que ocupan en las Obras completas de Galaxia–Gütengerg (los que salen en la cabecera de este blog, por cierto), su lectura no solo resulta coherente desde el punto de vista artístico sino incluso del argumental, teniendo en cuenta el complejo mundo que relata.

Mainer, en fin, se sacude los extendidos prejuicios de un Baroja que siempre hubiera sido viejo, y presenta a un narrador intenso, macizo, que ha llevado la poda no solo a la prosa sino sobre todo al contenido de la prosa. Baroja es el novelista que más cosas cuenta, que menos se demora. La frase desnuda no sólo carece de adjetivos gratuitos, sino de acontecimientos prescindibles. Esa vida resumida en pocas líneas es una pintura rápida con trazos de dureza y de ternura, algo en lo que Baroja sigue siendo un maestro absoluto.

Y yo que no quería glosar… Seré más breve. Unamuno aparece en este libro como lo que fue, un hombre atormentado. Pero quizá también un pobre hombre atormentado, como se desprende de la rigurosa anécdota que cuenta Mainer. Siempre se ha sabido que Unamuno tuvo un hijo que enfermó de hidrocefalia, pero no se suele contar que cuando Unamuno lo supo sufrió un ataque de culpa y se refugió en el convento de San Esteban, mi edificio favorito de toda Salamanca. Mainer habla de la célebre crisis del 97 (con qué avidez se lee el Diario íntimo de aquellos días), pero, puestos a buscar una anécdota, quizá las había igual de significativas pero menos crueles, porque lo que queda, ahora, no es el trauma del escritor sino su cobardía. A mí me hace más gracia decir que después de tener seis hijos, a los sesenta años, consintió en operarse de fimosis. Por lo demás, y a pesar de que Mainer reconoce, menos mal, la huella de Galdós, lo que dice de Amor y pedagogía, que es una novela programática de cómo escribiría siempre ya, me parece demasiado condescendiente. La inclinación al esquematismo y a los símbolos gruesos no siempre dice más de lo que escribe. Para llegar a Niebla todavía le queda un rato, su sermoneadora personalidad es demasiado absorbente (¡y él que propugnaba la desaparición del narrador, precisamente a partir de esta novela!), y desde luego no tiene el grado de madurez artística de La busca o Sonata de otoño. Unamuno es intenso, acaso el más intenso, por otros escritos que no fueron estas primeras novelas. Los demás ya son lo que serían.

Con Valle–Inclán es muy justo: Mainer prescinde del anecdotario de rigor (es el propio rigor el que acaso se lo impida, aunque da la impresión, por momentos, de que sea el carácter) y habla desde estos primeros momentos de lo que siempre fue don Ramón, un maestro de una estética propia. Los consabidos referentes decadentistas ya están superados por el discípulo. También La guerra carlista, como las Comedias bárbaras o las Sonatas son obras únicas dispuestas en varios movimientos, pero tienen una grandeza que Mainer subraya a cada paso, sobre todo por sus dos vehículos de extrañamiento, el pasado y el territorio mítico galaico. No, Valle–Inclán no escribía bernardinas, y ese mismo rigor con que Mainer explica su compleja condición estética es un modo de poner el anecdotario, el personaje, en el sitio que le corresponde. Yo también soy de la opinión de que el suntuoso cinismo de Valle, su sobrecogedora teatralidad están por encima de cualquier ismo y responden ya desde estas fechas a lo que luego llamaremos esperpento.

Pero lo llamaremos luego, o en otro momento, pero ya no aquí.

Fin del 98, y 5

La anécdota de Carrere y la novela en blanco la utilicé para una serie de artículos con que hace doce años me dio por celebrar el centenario del 98. Fue un artículo semanal a toda página, con la correspondiente ilustración de Juan Carlos Navarro, en el que glosaba a los escritores de lo que para mí era el 98, o bien el Modernismo, pero en cualquier caso todo junto. Estaban los grandes, claro, y de la segunda división gente tan poco 98 según los manuales como Manuel Machado, Ramón, Solana, Cansinos, Carrere, Blasco Ibáñez, Sawa o Juan Ramón, la única que ya he colgado en este blog. Visto desde ahora, quizá quería practicar yo mismo el género noventayochista del retrato, pasado por el afecto y la guasa de Vidas escritas, uno de los libros de Marías que más me gustan, y por el ramonismo de Umbral, alguno de cuyos libros (Las palabras de la tribu, por ejemplo) me sirvieron de referencia, y en algún caso me llevaron al error. Siempre he pensado que fue Umbral el que me llevó al desprecio de Azorín, que me lo hizo leer sin piedad. Yo era de Baroja (al que detestaba Umbral), y todo lo que fuera umbilicalismo e inacción, o falta de imaginación disfrazada de modernidad, me provocaba alergia. Y sin embargo ya entonces era lector frecuente de Solana, al que no conocí por los manuales sino por el discurso de ingreso de Cela, todo un cumplido a su maestro.

Pero en general no ha cambiado mucho lo que pienso de ellos. Por eso, llegados a la tercera parte del libro de Mainer, Los autores y sus obras, que también está escrito en artículos, en la medida en que los propios estudiados componían los retratos de sus colegas o de los clásicos que querían reivindicar; llegados a este punto deja de tener sentido, si no lo había perdido ya, glosar del libro más que algún hallazgo sorprendente, porque comentarlo sería tanto como escribir otro libro de las mismas proporciones pero infinitamente más gratuito.

Aun así, brevemente, y de todo lo que cuenta hasta Azorín, antes de empezar con Baroja (del que supongo que resumirá la excelente introducción que puso al frente de sus Obras completas), anoto más lo que no he leído y debería leer que las opiniones con las que no coincido. Mainer dedica su espacio a autores que salieron de los manuales divulgativos y de los escaparates de las librerías por una serie de casualidades e injusticias, no porque lo mereciesen. Es el caso de Blasco Ibáñez o de Manuel Ciges Aparicio. Del primero, que murió de éxito, subraya lo ya sabido, su condición de precursor del negocio editorial futuro, perfectamente instalado en su época, y no en el XIX, que es donde se le suele poner. La culpa quizá sea de actitudes como la de Baroja, cuando le reprochó de muy mala leche en sus memorias que dijera en la muerte de Palacio Valdés que aquella estantigua era “el último de los novelistas españoles”, como si todo lo que viniera después (Baroja, y el propio Blasco) ya no estuviese a la altura. Azorín lo detestaba por razones estéticas. A Azorín no le cabía en la cabeza que alguien tuviera tantas cosas que decir que no se preocupase mucho por cómo decirlas. Y luego dice que “el estilo es nada”... Dejemos a Azorín.

La trilogía valenciana (Cañas y Barro es del mismo año que La voluntad) se tomó por una continuación del naturalismo, razón por la que Blasco Ibáñez no pasó el corte del siglo. Los intelectuales no quisieron leerlo bien, o no supieron. Creían ver los mismos charcos de sangre que en Zola cuando Blasco introducía la violencia morbosa en la novela porque detectó que era un atractivo por sí misma. Y por encima de todo Blasco es un personaje simpático, un narrador simpático. Sus novelas son entretenidas y más o menos interesantes, pero es imposible no imaginarse a Blasco Ibáñez escribiéndolas a toda castaña (como aprendió de Fernández y González –creo, siempre escribo mal este nombre–), vestido con un traje colonial y fumándose un puro, en un descanso de una reunión política importantísima y mientras su amante lo espera en la alcoba. Azorín, con no querer ser nada, es un señor pulcro y sensible al que no le corre sangre por las venas. Blasco Ibáñez es el héroe nietzscheano que Azorín buscaba sin saberlo. Y sin capacidad de reconocerlo. Pero dejemos a Azorín.

Y dejémoslos a todos, porque me lío. Anoto una novela no leída, Del cautiverio, de Ciges Aparicio, otra víctima del mal entendido naturalismo, resucitado y muerto al mismo tiempo, porque en 1976 fue publicado como novelista social y eso supuso la puntilla. Nadie se acordó entonces de lo que ahora dice Mainer, que Valle-Inclán lo consideraba uno de los mejores prosistas españoles. Sus historias descarnadas fueron después saludadas como tremendistas o pintadas por Solana, pero a él ya no le dieron importancia.

Todo lo que dice de Ciges Mainer es sugestivo. Su novela Los caimanes también promete. Mejor leerlos que seguir perorando de ellos. Además, ha llegado un momento en el libro de Mainer que la lectura ya es también como la de los retratos de la época, y esa lectura no merece ser interrumpida por las notas. No se trata de giros brillantes o metáforas felices, sino de datos raros y significativos, de ensayo en el sentido más difícil del término, porque además aquí no vale solamente decorar la cosa con citas extraordinarias, sino dar la sensación de que se abastan para dar una idea rigurosa del conjunto. Esa erudición no fatigosa, brillante por sagaz, es un difícil modo de enfrentar este tratado para alguien que sabe tanto (síntesis, lo llama él, antes de decir que no escribirá ninguna otra), pero también el más sincero, el más adecuado con el asunto que trata. No se olvide que un rasgo esencial de la modernidad es que a cada escrito le pertenece un estilo, que cada cosa tiene que sonar a lo que es.

11.5.10

Fin del 98, 4

El repaso de Mainer a la condición intelectual de aquel movimiento literario de principios de siglo, si exceptuamos, como siempre, a Ortega y a lumbreras como Azaña o Maragall, pone en evidencia que el coro de grillos cantaba a la luna y a todo lo que se moviera. Quizá fue la iglesia, tan experimentada en crear enemigos donde no los hay, la que los empujó por la vía de siempre, el terror. Cuenta Mainer que un propagandista católico, trataba de asustar a los fieles diciéndoles que la novela era "el género más apto para la propaganda de las ideas”, y las ideas, diríamos ahora, el género más apto para la propaganda de las novelas. Hacia 1904, Maragall habla de los escritores politizados como hoy hablaríamos de los tertulianos televisivos: “el escritor propiamente dicho es aquel que se compromete a escribir. No a decir algo de sustancia (que no está en su mano), sino simplemente a escribir”. Lo que no dice Mainer es que esa escritura transitiva, para decirlo con palabras de Roland Barthes, determinó la estética de la mejor prosa española durante el siguiente medio siglo por lo menos, y si rebuscamos en el árbol genealógico de la escritura como objeto de la escritura no cuesta ningún esfuerzo llegar a Baudelaire, o sea, a la modernidad. Ese escribir por escribir podía ser políticamente inane, pero Unamuno quería “intelectuales espirituales”, o sea poetas, artistas. Es posible que de aquí proceda la paradójica hendíadis de “intelectuales y artistas” que tan patética resulta hoy.

No creo, por otra parte, que nadie se tomara en serio la discusión un poco zarzuelera entre germanófilos y aliadófilos. Para Mainer, sólo Manuel Azaña, un político de altura, vio en la división algo un poco más profundo que las polémicas taurinas. Propuso una interpretación del problema para consumo interno, algo que también haría Machado (y Eugenio D’Ors, el pacifista, que pedía la paz “entre los futuros Estats Units d’Europa”).

Tan interesante como que los novelistas y los poetas opinasen de todo es la importancia, o al menos la notoriedad, que los intelectuales tuvieron en aquella época, sobre todo entre el 14 y el 18: en esos cuatro años se acabó el modernismo, arraigaron las vanguardias, los del 98 están en la cima de su prestigio, y ya empieza a asomar la cabeza entre los grandes hombres algún arrapiezo germanófilo como Dámaso Alonso. Ortega, cómo no, lo organizaba todo y seguía empeñado en la gran tarea del intelectual español: pasar a la historia. Mientras en Europa se desataba un cataclismo, aquí los corrimientos eran estéticos. Luego estallarían todos juntos.

Este segundo capítulo se cierra, como decía en la entrada anterior, con un repaso al sistema de producción literario, ese saber revistero y hemerotecario en el que Mainer es un lince, y en este asunto en particular un pionero y, seguramente con razones, la primera autoridad mundial. Este libro hay que compararlo con el de Donald Shaw, que fue el primer manual que allá por los últimos setenta yo leí sobre mis héroes de aquel entonces, antes incluso que el ensayo de Laín Entralgo, que era la versión oficial, y mucho antes también que el de Carlos Blanco Aguinaga. Es, en todo caso, una lista de muy buenos libros. La diferencia con aquel primer ensayo de conjunto post–Laín es que Mainer ha renunciado al esquema. Resulta muy fácil decir que todo es un proceso y la orografía histórica no tiene simas repentinas, pero muy difícil sustentarlo con un exquisito florilegio de noticias relevantes en el océano de papeles amarillos que nos ha quedado de aquella época. Dominarlo todo exige décadas de estudio exclusivo, y demostrarlo en un ensayo ya requiere labores de artista.

Mainer lo acredita con su profundo conocimiento del piélago cartapacial. A cada página uno se lo imagina en el país de los ácaros, leyendo páginas que después de su mirada ya no han vuelto a ver la luz. Mainer cita notas manuscritas, cartas no enviadas, borradores no editados, revistas secuestradas, reversos de servilletas, y por supuesto toda la literatura de la época. A través del divertido fárrago (y mira que es difícil hacer divertida una lista de nombres), uno se imagina un gran enjambre de literatos que iban siendo fecundados por la abeja Ortega. Revistas, periódicos y manifiestos iban eclosionando a su paso, hasta que dejaba el perfume luminoso de su estela y se iba a otra flor. Ortega daba cabida a todo, era el padrino de todos los novilleros, pero a él, el médico diagnosticador del ser deshumano, las vanguardias le irritaban como irritan los niños en los restaurantes: “O se hace literatura, o se hace precisión, o se calla uno”, decía a escritores transitivos como Ramón Gómez de la Serna.

Pero lo cierto es que lo mejor de la literatura de aquella época salió publicado en el periódico. Las publicaciones seriadas fueron un vehículo para la literatura, pero también la determinaron. Sin revistas ni folletines no habría habido ese tipo de literatura. Había revistas para publicar en ellas novelas, digamos, artísticas, pero también revistas pulp. Estaba la Revista de Occidente y Ortega y La Gaceta de las Letras, pero también estaba la novela sicalíptica (a la que, por cierto, Mainer sólo nombra una vez y muy de pasada), el folletón y la crónica de sucesos. Todas las clases de literatura se enfrentaban desnudas, deshojadas en los puestos de periódicos. No había en los libros esa cobertura opaca del volumen, estaban expuestos desde el principio y el escritor debía sufrir en sus carnes la buena o la mala acogida. Había crítica alabardera pero también estaba Díez Canedo y compañía. Y estaba, por encima de todo, cualquier lector que paseara por la calle. Este modo de producción descarnado, tangible y transparente no sólo determina la estética de lo que se escribe sino que modula la obra, la integra en el público, le cepilla las rebabas y la pule de pleonasmos. La revolución estilística de Valle–Inclán, de Pío Baroja o de Unamuno no serían comprensibles sin esa exposición pública permanente. Todos ellos escribieron libros urgentes. Unamuno es inimaginable planeando, repensando, corrigiendo siquiera: para Unamuno escribir un libro era un acto como el de dar una clase, algo que si es bueno no es por los saberes que pueden encontrarse en cualquier libro, sino por lo que el verbo hace con ellos al reproducirlos. Y lo mismo se puede decir de los otros. A Baroja una novela le duraba unas cuantas mañanas. Su “sin alfa ni omega” en realidad significa sin premeditación, por puro acto de entrega al discurrir de la literatura. Y la prosa de Valle–Inclán es música que se compone como Mozart componía las partituras, no como Joyce escribió Finnegan’s Wake, por mucho que don Ramón dijera que el periodismo "avillana el estilo". El suyo no, desde luego.

Hay un detalle muy significativo sobre el que Mainer no llama la atención. En tiempos, digamos, del 98, la literatura se escribe en periódicos, pero en la época de Ortega se empieza a hacer en revistas y llegado el 27 ya los periódicos no generan novelas y las publicaciones son cada vez más minoritarias, más exquisitas. Me imagino sin dificultad a un ciudadano de clase media, no literato, entreteniéndose con las Vidas sombrías de Baroja a la hora del almuerzo, incluso con El trueno dorado, la novela que Valle-Inclán dejó colgada en el periódico, pero no con la Revista de Occidente de después de los años 20 ni mucho menos con las revistas poéticas de preguerra.

Con el paso del tiempo, la literatura ha abandonado completamente los periódicos y las revistas literarias o intelectuales se han hecho lectura de una muy exigua clientela. Los géneros literarios se cuecen a oscuras y se presentan envueltos en páginas cerradas, y así los lectores de hoy en día se llevan sorpresas como la que se llevó entonces, ahora que me acuerdo, al editor de Emilio Carrere, que entregó una gruesa novela de la que solo estaban escritos los primeros folios y los últimos. Como la industria editorial siempre ha sido igual de miserable, se le encargó el relleno a un oscuro funcionario, un tal Aragón, que escribió La torre de los siete jorobados para gloria de Carrere y después de Neville, pero no suya.

10.5.10

Fin del 98, 3

“Se trataba siempre de llamar la atención”, dice José Carlos Mainer de “los artistas vistos por sí mismos”, título del segundo capítulo de Modernidad y nacionalismo. La misma organización del capítulo es un refrendo de esa dicotomía artística e intelectual con la que digo que Mainer ha sustituido las etiquetas. Esta primera parte se dedica, sobre todo, a la vida del artista, pero la segunda, “el escritor como intelectual”, analiza el combustible ideológico que sustentaba sus escritos, y la tercera es una nueva y otra vez deslumbrante versión del asunto que más fama dio a Mainer cuando publicó La edad de plata: el mundo de las revistas y publicaciones literarias, el sistema material merced al que una literatura se gesta y se consolida, por lo menos, digo yo, hasta mediados de siglo, cuando el sistema de producción literaria –no me refiero a sus contenidos– comenzó a cambiar, a mi juicio para mal.

La primera parte es una visión bastante poco complaciente de eso tan bonito de la bohemia finisecular. Mientras en las librerías prolifera nuevamente la curiosa mitificación, bastante naïf, de Alejandro Sawa et alii, en este manual de referencia queda para la historia la visión de Cansinos Assens, cuya serie Lo novela de un literato es el libro que todo soñador de bohemias ha querido leer y se ha dado de bruces con uno de los libros más tristes que se han podido escribir. Lo de la tristeza no lo digo yo sino Trapiello, no recuerdo dónde. Yo lo leí con fruición y desengaño. Sí, muy bonito, pero yo no podría soportar esto, iba pensando a cada página. La legión de jóvenes literatos de entonces sólo es comparable con la cantidad ingente de actores en ciernes que fatigan hoy en día las aceras de Madrid. El cine y la televisión cumplen hoy este papel sociológico. Ya nadie se viene de un pueblo a Madrid a pasarlas canutas para triunfar en la literatura, y los bohemios vocacionales dan una imagen, además de triste, un punto desagradable. Los Gálveces de entonces son ahora gente que habla del corto que acaba de rodar. Las comitivas modernistas son los rodajes, esas reuniones de cables donde todo el mundo está tomando café en un vaso de plástico, y todo el mundo se siente importante. Hoy el triunfo es un contrato para salir de secundario en una serie de televisión. Por lo que a mí se me alcanza, no son tan terribles como aquellos, y no pasan tanta hambre.

Claro que también quedan reliquias genuinas: no es difícil ver en un local de Lavapiés a Torrente Malvido presentar poemas garciacalvinos con un público en el que perfectamente puede estar el crítico taurino Jorge Laverón. En fin, no quiero hablar…

Una prueba de lo poco que aquella mugre bohemia le gusta a Mainer es que incida en aquellos casos en los que, además de literatos, cometían crímenes por un quítame allá esas pajas. Dice que está sin estudiar el hampa literaria, el mundo no del vicio sino de la perversión moral, y me temo que si él acometiera ese trabajo íbamos a tener un tratado digno de Edgar Allan Poe. Ojalá. Mainer se fija mucho en estos golfos capaces de llegar al asesinato (o a la estafa, como propala –es un rumor– Mainer a propósito de González Ruano), pero su galería de montruos, como los de Cansinos, se reduce a un florilegio de seres sin alma.

Mainer también se fija en las ambiciones inmobiliarias de los artistas y, sobre todo, en el oficio de sus respectivos padres. En cuanto a lo primero, la casa fuera de Madrid era la prolongación, la destilación de la persona personaje. Fuese en forma de casa solariega (Valle–Ínclán), o de casa–museo (la mejor de las cuales, para Mainer, es la de Sorolla; es difícil que esa casa no deslumbre a quien la visita), o incluso en forma de palacio, todos tuvieron sus Itzeas, la casa que los representaba, el mausoleo de su condición de artista. Por cierto, que me ha llamado la atención que no nombrase siquiera la casa de Cossío en Santander.

Se nota que Mainer se mueve mejor dentro de casa. Esta parte en muy interesante, pero cuando habla de las tertulias, de los bares, se nota que quiere retirarse pronto. El capítulo de las tertulias lo salda con una batalla entre Cansinos y Ramón. Ni un gramo de erudición brillante (casi todo) para los grandes mitos tertulianos, nada de anécdotas jugosas: gente que habla y no escucha, nombres y mucho humo.

A Mainer le interesa cuanto antes volver a la higiene de costumbres orteguiana, al escritor como intelectual. Y hace algo (o, mejor, deja de hacer) que no se sustenta sólo con que del siglo XIX ya se habló en otro volumen. “Como moda”, dice nada más empezar esta segunda parte del capítulo, “el regeneracionismo decayó tempranamente”; en 1898, “la palabreja ya va sonando a hueco”, aunque más adelante sea tan sentido y elogioso con Giner de los Ríos y con todos los que se sumaron a un movimiento intelectual que, en términos literarios, hay que buscar en Galdós. No estoy diciendo nada del papel que Mainer concede a Galdós en todo esto porque espero a que hable de los autores y sus obras. De momento sí concede que “la Doña Perfecta galdosiana es quizá la primera novela del género caciquil”, en un contexto en el que se mofa con ganas del entierro de Joaquín Costa en Zaragoza, quien para Mainer había sido tan alabado como poco leído, y en el fondo tratado como una estantigua, y que había convertido el caciquismo en la enfermedad genuinamente española. También concede a Galdós el escándalo de la Electra, y se detiene en unas cuantas novelas anticlericales cuya nómina incluye obras tan buenas como César o nada, AMDG, Mártes de Carnaval o El jardín de los frailes, y también dos de Sender, El lugar del hombre, que inspiró a Pilar Miró El crimen de Cuenca, e Imán.

Soy un poco quisquilloso con esto. Creo que Baroja, incluso Valle–Inclán, pero sobre todo Unamuno le deben mucho a Galdós. Y creo que la ambición de educar al país, que es de lo que se trataba el regeneracionismo desde El amigo Manso por lo menos, es lo que impregna toda la sustancia intelectual del primer tercio del siglo. La antes llamada Generación del 98 fue en realidad una generación de maestros, del mismo modo que la llamada Generación del 27 fue un grupo de poetas profesores, como los llamó Juan Ramón, que siempre daba en el clavo. El 98 (y/o el modernismo) caló entre la gente porque era una literatura educativa. Enseñaban a ver paisajes, a ver almas, a ver cuadros, a ver libros. En todos ellos, incluido Valle–Inclán, prende la mecha de quien quiere despertar a los demás, de quien les proporciona un modo de narrarse a sí mismos o de ver la realidad en la que viven. El 27, por el contrario, es un club para iniciados, por lo menos hasta finales de los años 20. Ellos trajeron la modernidad del hermetismo, de la poesía para poetas. De vez en cuando jugaban a ser maestros, pero hay algo en las fotos que han quedado de La Barraca que siempre me suena a falso, a señorito haciendo obras de caridad.

De modo que sigo esperando que se le conceda a Galdós cierta doble condición de maestro, por lo que toca a su maestría literaria y por lo que toca a su magisterio público, a la labor del escritor en una sociedad necesitada. Lejos de eso, de momento deja caer Mainer que Unamuno se sintió copiado por Galdós en Paz en la guerra y Baroja creyó que el final de Electra era el de La casa de Aizgorri, “y Azorín”, dice Mainer, “pudo haber llegado a la misma conclusión si hubiera cotejado su libro La ruta de don Quijote y el artículo de Galdós “Ciudades viejas: El Toboso”. Aun suponiendo que los tres tuvieran sus razones, creo que Galdós se merecía más.

9.5.10

Fin del 98, 2

Todo lo dicho en la entrada anterior del libro de Mainer se refiere sólo al primer capítulo, Letras e ideas, y quizá peca de impaciencia por análisis que vendrán, espero, después, como es por ejemplo el hecho de que hemos etiquetado las distintas generaciones por aquello que hicieron en su juventud. Tanto el modernismo como las vanguardias, y muy especialmente la llamada Generación del 27, son actividades juveniles. Pero es una idea muy de la época la voluntad grupal de los artistas, la obsesión por los banquetes y los manifiestos, eso que luego llegaría daría lugar a cientos de fotografías con escritores cogidos del bracete. Un rasgo ideológico sería, por tanto, el que los escritores del primer tercio de siglo, cuando eran jóvenes, se pasaban el día redactando listas de invitados. Ha sido algo muy español este ir labrándose la biografía con sonrisas y homenajes, aun al precio de dejar su propia carrera descuidada. Modernismo y vanguardia fueron dos floradas para sendas primaveras. Lo interesante es lo que sus protagonistas hicieron después de que ya no tuvieran sentido las categorías. Pero dice mucho de la situación el hecho de que Ortega tuviera que cortarle públicamente la coleta a Azorín, que a su juicio estaba taponando el fluir de las generaciones y era urgente fundar otra distinta. Luego resulta que si quieres un ejemplo modélico de lo que fue la prosa modernista, el lugar más fácil para encontrarlo es un libro del propio Ortega, de Juan Ramón o de Gabriel Miró. No en vano, dice el propio Mainer, los ultraístas como Cansinos “procedían del modernismo y siguieron fieles a sus mañas”.

El propio Ortega, cuya Deshumanización del arte Mainer sigue considerando el eje alrededor del que circuló aquella estética, antes y después, abogaba por la supremacía del arte como herramienta epistemológica: “el arte es el más fino de todos los instrumentos (mucho más que la ciencia y el derecho) a partir de los cuales el hombre toma posesión del mundo y lo modifica, modificándose y haciéndose también a sí mismo. Y esa potestad no tiene límites…”. Por eso no creo que el nacionalismo sea un movimiento ideológico paralelo a la modernidad sino un síntoma de ella. ¿Qué diferencia hay entre las caminatas por Toledo de Baroja y Azorín a principios de siglo y la de Alberto Sánchez y Benjamín Palencia a Vallecas en 1927? Iban buscando lo mismo, “un arte que, a la vez, fuera moderno y telúrico, vinculado a la expresividad de la Castilla que mejor conocían”. La atracción de la estética rural es lo primero que mira quien empieza a estar ahíto de cartonaje: el mismo impulso que llevó a Valle–Inclán a ensartar abalorios preciosistas le arrojó luego al barro gallego, y el mismo impulso que llevó a García Lorca a juguetear con las metáforas le hizo ver que cante jondo se escribía con jota. El moderno redescubre los paisajes, los interpreta y, de vuelta, los caracteriza. Arniches se inventa un habla madrileña que Galdós desconocía, y García Lorca unos romances donde cobran carta de naturaleza imágenes que no tienen sentido. El artista toca todos los palos y por apuntarse, desgraciadamente, se apunta a un bombardeo.

El hermoso capítulo que dedica Mainer a los toros es una buena prueba de ello. Los toros eran demasiado importantes como para mantenerse completamente al margen de ellos. Los artistas querían posar en las fotos de banderilleros porque eran el colmo del extrañamiento estético, y al mismo tiempo censuraban su brutalidad porque la misma modernidad les exigía no ser salvajes, o ser salvajes sin sangre. En uno y otro caso la tauromaquia era para ellos un cuadro exento contemplado desde lejos (y desde arriba) por un tribunal de jueces estéticos. La relación de Valle-Inclán con el carlismo es otro ejemplo parecido.

En el fondo hay mucho romanticismo en todo esto, y también algo de lo que avisa Mainer desde las primeras páginas del libro: “En 1900 pasó algo muy parecido a lo que ha sucedido en las últimas dos décadas del XX con respecto al síndrome de la posmodernidad”. Exacto. También entonces proliferaban los centenarios y todo era recuperar autores olvidados. Al recuperarlos les otorgaban un significado previo. Eran ejemplos de sus propias ideas, cualesquiera que fuesen. Garcilaso servía para un roto y para un descosido, y no digamos ya Cervantes. El mero placer del descubrimiento que implica la ignorancia de quien no ha sabido valorarlo (todo el mundo) hace que se afine tanto con El Greco y se dé tantas vueltas a la mística sin terminar de leerla nunca. Sí, también aquellos señores padecían enciclopedismo literario. No se olvide que Machado abogaba por rellenar las páginas no escritas de nuestra historia literaria. La pregunta es si ese redescubrimiento centenarial y festivo es una labor intelectual, paralela a la de Menéndez Pidal con el Cid o Altamira con la Historia, o una visión de la historia como bazar de modelos y justificaciones estéticas, que es lo que significó la posmodernidad casi cien años después.

Fin del 98

La nueva Historia de la literatura española de la editorial Crítica ha dado a luz ya dos volúmenes, entre ellos el sexto, Modernidad y nacionalismo, 1900–1039, de José-Carlos Mainer, que dirige la obra completa. Me imagino que en los periódicos aragoneses habrán saludado con toda pompa y aparato una Historia que viene a ser la aportación de toda una generación de filólogos de la Universidad de Zaragoza. Allí están María Jesús Lacarra, Juan Manuel Cacho, María Dolores Albiac y el propio Mainer, y aún echo a faltar a Leonardo Romero, que quizá llegó tarde para ocuparse del siglo XIX.

Este volumen de Mainer deja claro que la exhaustividad, digamos, científica ha dejado paso al ensayismo erudito, sin perder de vista nunca la columna vertebral y lo que ya sabemos de una época de la que sabemos mucho. Quizá por eso, por no repetir alusiones, por no reproducir lugares comunes de ningún manual, Mainer exhibe su erudición de primera mano, como si sólo se dignase citar aquello que él mismo ha descubierto y no alguno de sus abundantes colegas. El resultado es que uno debe leer con lo no escrito, con lo dicho por él ya en La edad de plata o con lo leído a los propios autores estudiados a lo largo de muchos años. En Mainer el documento es siempre poco conocido, el autor citado un escritor que no llegó a tomar la alternativa.

Todo esto se agradece, uno ya no está en condiciones de volver a leerse un manual sino, en todo caso, la destilación de una sabiduría. Este volumen cobró fama inmediata porque, se decía, había desterrado las etiquetas generacionales, no más de lo que ya lo había hecho en uno de aquellos primeros volúmenes de la Historia y Crítica, Modernismo y 98, que a pesar del título se esforzaba en plantearlo todo como un proceso conjunto con variantes estéticas e intelectuales. Así es como a partir de entonces ha sido posible huir de los tópicos, enterrar las ambiciones históricas de Azorín y concebirlo todo como un florecimiento que adopta el color de los diversos caracteres, según adónde alumbren las luces de la modernidad.

Y sin embargo no deja de ser este tomo de Mainer un libro de libros. Nos quedamos cortos con el protagonismo de la teosofía en el arraigo del decadentismo, sobre todo porque después de todas las alusiones a Valle-Inclán y su Lámpara maravillosa se nos escamotea, quizá por demasiado conocido, el juicio de Juan Ramón: “Una lámpara con más humo que luz”, dicho sea con la genuina doblez que caracterizó desde siempre a Juan Ramón. Habla Mainer, sí, de aquello del quietismo, y aquí y allá de algo tan importante como la llegada del distanciamiento, del hecho de ver artísticamente la realidad, del cinismo sabio que comportaba esa postura. Quizá fuera ese el rasgo significativo de modernidad que todo lo abarca, que hace compatibles a Sorolla y a Zuloaga y no sólo miembros de una polémica. El mismo hecho de que la pintura se convierta en referente estético para trasladar a la narración el simbolismo ya dice bastante de qué es lo que une a casi todos. Tradicionalmente hemos separado en dos equipos a los escritores de la época, cuando en el fondo, como suele ocurrir, sólo había uno, el de los buenos, una misma liga estética en la que jugaban Unamuno y Valle-Inclán. En esa aplicación de las categorías del arte a la realidad caben los cuentos galaicos de Valle pero también los paisajes de Baroja y el extrañamiento etimológico del pensamiento de Unamuno, la búsqueda de los sabores del agua de Azorín y la auscultación a que Machado sometió a la voz del pueblo. ¿Qué son las Andanzas y visiones o las Comedias bárbaras más que dos modos muy distintos de pintar sendos cuadros con colores que penetren en su esencia? En casi todos los casos, si tiramos del hilo, nos encontraremos algún petit poème de los padres de la modernidad. Hablamos de generaciones cuando deberíamos hablar de personalidades, muy acusadas todas, muy pensadas en su condición de personaje, lo cual también se debe a la modernidad baudeleriana. Se puede ser dandy vestido de cura, como Unamuno, o vestido de paseante otoñal, como Baroja. Había que distinguirse, y todos tenían tiempo de pensarlo en los muchos retratos que sus amigos los pintores les hacían. La gran revolución de toda aquella gente es que supieron empezar a verse desde fuera, a reconstruir la realidad a partir de su interpretación estética. El modernismo es un arte aplicada a la vida en general, empezando por uno mismo, que pasa a ser, además de un hombre, un individuo, un ente de ficción. Por eso Baroja es el primero de sus personajes; por eso Machado se convierte en, como decía JRJ, “un poetón aportuguesado”; por eso Azorín les puso a todos etiquetas, para que no se le perdiesen; por eso Niebla. Y la cosa no cambiaría sustancialmente con Gabriel Miró, con Pérez de Ayala o con Ortega, ni tampoco luego con Cansinos y los ultraístas.

Son impresiones sueltas de las cien primeras páginas, pero en algunas de ellas he pensado si no ha hecho Mainer más que sustituir el término Generación del 98 por el de Nacionalismo, tal y como reza el subtítulo, es decir, como si hubiese habido una corriente intelectual y otra estética, por más que todos participasen de las dos. Sigo pensando que es lo mismo. La literatura de ideas de la época es otro género de ficción que añadir a la descomposición de los géneros que trajo el siglo XX. Unamuno es un permanente juego de palabras debajo del que sin embargo late un corazón desbocado. Baroja es el refugio del hiperestésico. Machado el hombre bueno que todos en algún momento de nuestras pecadoras vidas hemos aspirado a ser. Eran, además de escritores, mitos literarios, incluso ya en su época, y hasta cierto punto reos de su propio papel. Que este papel adquiriese tintes más o menos tintineantes no es una razón estética sino una peculiaridad.