Galdós escribió La de Bringas entre abril y mayo de 1884. En enero había terminado ya Tormento, y en noviembre ya estaría lista la primera parte de Lo prohibido. La de Bringas es la quinta de sus novelas contemporáneas, que se había iniciado tres años antes con la monumental La desheredada. Visto en conjunto, da la sensación de que, después del esfuerzo de escribir semejante obra maestra, Galdós hubiera diversificado sus empeños, se hubiera dedicado a tratar con más atención aspectos que o bien procedían ya de La desheredada o bien prefiguraban lo que sería Fortunata y Jacinta. Se había permitido incluso piezas como El doctor Centeno, un alarde narrativo que sólo puede caber como historia cerrada, no como el gran fresco social para el que don Benito iba reuniendo materiales.
Todas las piezas eran orgánicas, pero en Tormento ya tenemos los personajes de La de Bringas. En realidad son la misma novela, aunque en este caso Galdós ha decidido escribir una comedia. La novela teatral, vamos a decirlo así, divierte a don Benito y se nota. También escribió La corte de Carlos IV, uno de sus mejores Episodios, entre abril y mayo, más de diez años atrás.
En La de Bringas hay una versión nacional del avaro cuya caricatura no llega nunca a ser dignificada. Dada la envergadura de la novela, uno espera que este avaro salga por algún lado, deje de ser tonto, lleve al extremo un papel cómico que ya conocimos en Tormento, o se nos aparezca renovado en un nuevo destino novelesco. Nada de eso. Galdós renuncia deliberadamente a que los personajes de esta farsa cobren demasiada complejidad. Lo que diferencia La de Bringas de otras novelas de más envergadura quizá sea eso, que la brillantez del protagonista lo es a costa de la densidad de los secundarios. En las grandes obras del maestro eso no pasa. Todo el mundo, por pequeño que sea su papel, tiene un conflicto que lo engrandece, o está mirado con cierta comprensión. Este Bringas, la marquesa de Tellería o el señor Pez son aquí personajes condenados de antemano. No tienen margen de maniobra, y eso es necesario para el ambiguo resplandor de Rosalía. La prueba está en que Refugio, la muchacha mellada que reaparece al final y da una lección a Rosalía (y de paso se venga de lo que nos contó Galdós en Tormento) es uno de esos personajes que en una página ya te han conquistado para una novela entera, y que poco después reaparecerá en Lo prohibido reencarnada en Camila, la mujer de Miquis, la hermana pobre y honesta.
Pero Rosalía necesita moverse entre espectros de teatro que le sirven a Galdós para jugar con su candidez. No sería tan interesante si su marido fuese un poco menos tonto, ni el retrato de las marquesas arruinadas tan redondo si Galdós hubiese dado un poco de margen a la Tellería. Y el personaje de Pez, en fin, llega incluso a adquirir hondura por su propia cobardía, por su propia condición desdibujada. Son estupendos personajes a los que en esta función sólo les toca exhibir un rasgo. Este rasgo, eso sí, lo bordan, porque en medio de ellos Rosalía es la reina de los mares.
Los tres son símbolos de un mundo que se acaba, de modo que tampoco pueden beneficiarse de ninguna redención. Pero Refugio, la mujer honrada que come de su trabajo, es el mundo que tenía que venir después de La Gloriosa. Cuando Bringas pierde la vista y su mujer, Rosalía, piensa que se le ablanda el corazón, es cuando más gestos de guiñol protagoniza y se comporta con más racanería. Cuando el doctor Golfín le devuelve la vista, el miserable vuelve a racanear fingiéndose pobre para no pagarle entera la factura. Ni siquiera tiene la grandeza shakespeariana de Torquemada (que tiene aquí un cameo imponente). Es un vulgar cuentajudías, un marido polvoriento y antipático, y, comparado con Rosalía, un vejestorio. Lo despreciamos porque no se entera de nada, y aquí Galdós goza dilatando el principal macguffin de la novela, que Bringas no se entere de que Rosalía le ha cogido cinco mil reales del doble fondo del arca. Y así hay momentos en los que hasta mete las uñas en la ranura para abrir el cofre, pero en el último momento, con todos los violines histéricos, se olvida de abrirla y Rosalía respira. Galdós no ahorra con él en trazos gruesos, desde el espantoso exvoto de cabellos y angelotes tétricos que se empeña en construir (y que casi le cuesta la visión), hasta las más mínimas alegrías novelescas, como hubiera sido que se fuesen todos a Arcachón tres o cuatro capítulos, a tomar las aguas, que invitados estaban. Es curioso que en cada intervención la novela dibuja líneas argumentales que se cortan por la cerrilidad de este hombre estúpido al que Galdós solo le concede un acto de verdadera dignidad: no pedir.
Con la marquesa de Tellería pasa lo mismo. Galdós nos confunde cuando devuelve la mitad de lo que Rosalía le ha prestado. Creemos que va a devolver todo el dinero, que a esa imagen de loca malgastadora, de ludópata de los trapos, también le cabe un rasgo de nobleza. Tiene constantes oportunidades, pero tiene que ser hasta el final igual de indeseable. Por eso, en vez de pagar lo que debe, se va, ella sí, y a todo plan, a tomar las aguas con el dinero de Rosalía.
Y otro tanto es Pez, más bien besugo, cauteloso picaflor, amante de las mujeres de los amigos y, en fin, un pobre hombre. Lo que piensa de él Rosalía cuando el otro no quiere ayudarla es un hermoso retrato de la ira con la que una mujer se toma la futilidad de un amante. Ha sido un pasmarote que Galdós nos puso ahí para llevarnos al lamín del tomate. Cada vez que sale aguardamos la escena en la que por fin se enrollan. Pero aquello habría sido irse mucho más allá y plantear cuestiones ya resueltas con Isidora en La desheredada. Y, por otra parte, Galdós sólo usa los tópicos folletinescos para dotar de fluidez a la novela, no de contenido.
Y entre todo este coro de almas defectuosas, Rosalía. La indulgencia dura más con ella, exactamente hasta el final de la novela, cuando Refugio –y ese sorprendente narrador, puro deus ex maquina– le dan el rapapolvo que se merece. Galdós deja caer que Rosalía está en disposición de aprender la lección, pero tampoco lo explicita mucho. Rosalía ha sido víctima de los trapos y las jerarquías. Sería demasiado piadoso confiar en ella.
La última escena con Refugio es ejemplar en este sentido. Si hasta entonces algo nos ha hecho encariñarnos de Rosalía, ser aliados en sus cuitas, es que era ella la que sufría cierto desprecio social. La marquesa le toma el pelo, su marido la trata como si fuera el ama de llaves, y el Pez pescador no parece decidirse por una pieza de tan poco lustre. Pero es al final cuando Rosalía se comporta con Refugio con toda la displicencia y el desprecio que en esa feria de vanidades que es el Palacio Real ella está acostumbrada a sufrir, y que, fieles a la tradición española, también es una cuestión familiar que viene de lejos. Duele un poco admitir que habríamos agradecido que Rosalía siguiera siendo la heroína atribulada, y no parte del pasado, la mujer del funcionario que se codea con marquesas de pega. No, ni siquiera Rosalía se libra de la quema, pero a ella sí se ha ocupado Galdós de hacerla atractiva, voluntariosa, incorregible, ambiciosa, ingenua y con ese encanto que tienen los personajes femeninos que gustan a Galdós mientras los está creando. El marido se merece que se la pegue con Pez, incluso que le meta un pufo en trapos. Rosalía no comete crímenes porque son víctimas son unos merluzos. Si Galdós llega a desplegar la tragedia de los tres secundarios, que la tenían, y gorda, Rosalía se habría resentido, no habría pasado de ser una cursi, lo que era en Tormento.
Con Miau me pasó lo mismo. Los secundarios tienen papeles muy potentes que Galdós poda para que no den sombra a los frágiles protagonistas. Escribe entonces Galdós como dicen que trabajaba el director de fotografía de Los abrazos rotos, que abrasaba el plató de luz potente que luego iba recortando para crear la atmósfera perfecta. Pero insisto en que en las grandes novelas Galdós no recurre a este método. Todos, tengan el papel que tengan, no sólo se merecen una novela sino que la tienen, por muy resumida que se nos presente.