Mientras leía la novela dentro de la novela que es Unos amores de Swann (en la que, por cierto, el laísmo y el leísmo de Pedro Salinas llega a extremos ridículos y donde, pese a tratarse de la decimotercera edición, uno puede encontrar frases como esta: “¡Qué hermoso diálogo ayó Swann entre el piano y el violín, al comienzo del último tiempo!”), me hacía cruces de cómo un adolescente puede soportar esa narración sin sufrir un ataque de nervios, no porque sea pesada, que no lo es en absoluto, sino porque la descripción de los celos es tan descarnada y la infelicidad tan cruda que ya no deben de quedar muchas ganas de meterse en berenjenales amatorios. Incluso ahora que ya miro esos amores tumultuosos como una patología hormonal, la narración resulta desalentadora, y cada pocas páginas se me escapan por la comisura de los labios palabras gruesas dedicadas al tontaina de Swann o a la descansada de Odette. Quizá sea esa la prueba de que la narración sigue igual de viva, porque ni en las novelas sobre celos anteriores (Sonata a Kreutzer) o posteriores (El túnel) la implicación del lector llega a extremos de amor y odio tan parecidos a los que el pobre Swann tiene la desgracia de experimentar. Pasado el trance, cuando uno se relaja en la breve tercera parte, cuando Odette ya es la señora de Swann y su hija, Gilberte, amenaza con tratar al narrador, aún de niña, como su señora madre trató a su padre, siento el alivio de no tener que seguir soportando una relación tan destructiva, que por otra parte se ha convertido en paradigma de las novelas de esta clase.
Porque
los novelistas, empeñados siempre en contar historias, a veces incluso buenas
historias, no suelen sentir la obligación de crear mitos perdurables, que es lo
único que necesitamos de ellos, y en esta novela los paradigmas son tan
definitivos que resulta bastante difícil emularlos sin imitarlos. Swann es un
aristócrata que descience a
enamorarse de una mujer tan libérrima como Odette, y Odette es lo que las
abuelas llamarían una mantenida, si no una guarrindonga, y a pesar de que no
hace mucho por conservar el amor del caballero que le paga los gastos, se
beneficia de la insoportable patología amorosa de Swann. Pero como los mitos no
son nunca planos, uno cierra el libro y es entonces cuando los dos arquetipos
empiezan a batallar en la imaginación sobre la base de que el narrador no ha
podido ser justo con ninguno de los dos. ¿Por qué Swann soporta las
humillaciones de los pelagatos esos del “cogollito” de los Verdurin?, ¿por qué
sigue manteniendo a una mujer que se la pega con cualquiera? Iba a escribir
ahora que ninguno de nosotros habría soportado semejante humillación, y, sin
embargo, ¿habríamos soportado semejante atracción patológica?
El morbo
en la literatura lo introdujo Eurípides, y en la época de Proust, entre las todavía recientes novelas desquiciadas de Dostoievsky y el vicio venenoso del decadentismo, casi
era de lo más normal. De hecho sigue siendo de lo más normal. Pero Proust es
tan hábil que siempre nos quedará la duda de si las cosas fueron como él las
cuenta, porque aquí sólo se habla de la imaginación enfermiza de Swann, no de
que todo lo que se dice de Odette sea verdad: que se tiraba a los amigos –y a
las amigas- de Swann, que lo chuleaba malamente o que todo París era consciente
de que debajo del tupé de Swann latían unos cuernos que harían caminar a
cualquiera encorvado de vergüenza. Y sin embargo, insisto, nada nos garantiza
que toda la historia no sea lo que Vicente Alexandre llamaba “una enfermedad de
la imaginación”, sin duda una de las mejores definiciones de los celos que yo
haya encontrado jamás. Eso sí, nos lo creemos a pies juntillas, tomamos partido
por él sin plantearnos nada más, y eso que ella, Odette, es lo que fue desde el
principio, una catleya, un objeto de deseo, un estímulo de los más bajos
instintos de posesión. Más que enamorarse de ella, da la impresión de que Swann
está enganchado a ella, como si de esa flor vulvosa
(con uve) saliera un perfume narcótico que arruina la dignidad de quien lo
huele. Si lo que Proust quiere conseguir es que sintamos ese mismo
dolor, ese mismo odio a la mujer que lo provoca, desde luego que lo consigue, y
de paso se nos pasa la certeza de que el único que está enfermo es Swann, no
ella, que en el fondo no miente jamás (de hecho, Swann consigue que confiese lo
que quiera, porque Odette será un pendón, pero no miente). A partir de ahí, el “miedo
a sufrir” se apodera de la relación, y como Swann no tiene suficiente arranque
como para vengarse como solo él podría, es su entrega, su capitulación, la
única manera de soportar las cuchilladas de los celos, eso que otros llaman
amor. Su sensualidad pervertida le
habría llevado a la soledad si hubiera sido español barojiano, pero, como es un
hombre de mundo, tiene que atreverse, tiene que seguir haciendo el payaso por
las noches, leyendo cartas al trasluz (un recurso narrativo que
solo se entiende desde la naturalidad de Odette, porque si no canta un poco) o tirando piedrecitas a la ventana de su amada, que en esos momentos,
seguramente, se está tirando a algún idiota del clan de los Verdurin.
Porque
son ellos, los Verdurin, los que encienden en el lector la mala leche
inextinguible y los malos deseos hacia Odette. Es el otro mito de la novela,
los artistas que se complacen en
atraer nuevos miembros a su círculo y ventilárselos con el mayor de los
desprecios a las primeras de cambio. Y esos no han cambiado, ya lo creo. Aún hoy tenemos que ir evitándolos como las deyecciones de los perros cuando paseamos por el
parque, y además siguen actuando igual: te halagan, te sonríen, te mandan un
tarjetón, te muestran su confianza, y cuando ya la tienen se complacen en
machacarte. Afortunadamente, mi fondo barojiano ha desconfiado siempre de esos
círculos de gilipollas, pero eso no significa que no me haya encontrado con
ellos, en la ciudad y en la provincia, da igual, porque el papanatismo
hipócrita no tiene geografía ni tampoco edad. En su versión española, además,
suelen mamar del erario público.
Al
final, sin embargo, cuando el narrador reaparece como personaje y, después de
una lección sobre los colores de las palabras, nos vuelve a presentar, a través
de Gilberte, a una Odette ya casada, admirada, deseada e igual a sí misma, tiendo a disculparla, incluso a entenderla, porque a fin de cuentas ella
siempre se ha mostrado igual de atractiva, de elegante y casquivana, y el
que no quiera que no se acerque, y el que se acerque –Swann- que luego no se
queje. Incluso, si nos ponemos feministas, ahí el único censurable es el propio
Swann y su morbosa forma de amar. Si Odette no hubiese sido así, seguramente Swann
nunca la habría amado. El vicioso es él cuando se refocila con “la obrerita” en
el coche de caballos como Juanito Santa Cruz se revolcaba con Fortunata, cuando
se regodea en la dificultad y olisquea los humores que otros han dejado en la
piel de Odette, cuando huele la flor vulvosa como el emperador Tiberio se
entregaba a sus espectáculos carnales. En el pecado lleva la penitencia. La
otra es natural como una flor.