27.10.13
23.10.13
Ochocientos años de surrealismo
Una
película que cuenta ochocientos años de historia en poco más de una hora
tiene que ser un buen ejercicio de síntesis para que se sostenga, y eso exige
que convivan la frescura y el rigor, la agilidad y la exactitud. El cine de
ficción tiende a sacrificar las proporciones de lo que cuenta en aras del
resultado artístico, procedimiento de raíz antigua –helenística- que nunca se
pasará de moda, pero el cine de divulgación histórica y científica no puede
deformar las coordenadas.
Teruel, una ciudad de frontera, el
documental que se estrena mañana en el Maravillas, me sorprendió por lo bien
que había sabido trenzar tantas y tan divergentes necesidades. En él se cuentan
ocho siglos de historia de la ciudad y no solo no falta nada relevante sino que
creo que es el canon del tipo de resumen que puede flotar en la conciencia
colectiva. El guionista, Fernando Burillo, no deja en ningún momento de ser
historiador, pero el realizador, Iranzo, tampoco de ser el cineasta de ritmo
brioso y fluido. El uno escoge los hechos significativos, el otro alterna
lenguajes visuales.
Por la
parte del guión, es de agradecer que huya de lugares comunes y generalidades,
que ofrezca los datos precisos, los que se abastan para retratar el tiempo,
pero también lo es que cuente la historia en sus proporciones. Siempre
embutimos la Edad Media en una especie de siglo largo y oscuro, pero entre el
siglo XII y el XVI, que es cuando los trabajos divulgativos empiezan a contar
por siglos, pasó el mismo tiempo que entre el XVI y el XX. Siempre vemos la
historia desde el presente, pero el ritmo narrativo de este documental, y sobre
todo la forma de contarlo, hace ver las cosas en su debida proporción. El
resultado es que las causas y las consecuencias parecen aguas del mismo río.
Ese río
es de aguas bravas. Iranzo ha usado recreaciones virtuales, figuraciones
reales, planos superpuestos, entrevistas, actuaciones, paisajes y retratos,
fotografías puestas en movimiento y secuencias de películas rodadas para la
ocasión. El resultado es un espectáculo visual poco frecuente en los
documentales de estas características, casi siempre sepultados bajo la coartada
del rigor o desautorizados por sus licencias narrativas. No es el caso. Todo se
termina antes de que pueda cansar, pero después de que haya sido bien
explicado, algo que por otra parte dibuja la huella cinematográfica de Iranzo.
Como montador le tiene alergia al detenimiento gratuito, algo que se agradece
siempre, pero más en una obra de este género. A la inercia narrativa que se
deriva de los hechos, casi todos espantosos, y al interés de la materia se suma
este otro interés visual, el de la alternancia fluida de técnicas distintas,
minuciosamente armadas, de la velocidad con que transcurre esta pieza de
orfebrería documental.
Porque
tampoco era tanto de lo que se podía tirar. El arte se alimenta de
limitaciones. La documentación visual,
filmable, de la historia de la ciudad, por extraño que resulte, no da para una
hora de película si se respetan esas debidas proporciones. No hay mucho donde
rascar. Legajos, documentos, algún grabado. Pero no se puede construir un
documental con imágenes de pergaminos, ni basta con la técnica del paisaje con figura, que ahora ya no se
sostiene. En la acumulación de procedimientos que palían la escasez de
documentación directa y en la sana negativa del director a abusar de las épocas
mejor documentadas o de los testimonios agradables de escuchar, en medio de
esas limitaciones es donde el artista debe brillar. Sin ellas, no solo no
brilla, sino que ni siquiera es arte lo que hace. El espectador, al ver el
documental, no me extrañaría que confundiese la exuberancia visual con
abundancia de recursos, como si hubiera escogido lo mejor de muchas imágenes
posibles, cuando la realidad es que ha tenido que construirlas casi todas
porque no había casi ninguna.
Y así
es, un poco, el contenido del documental, la historia de Teruel. El título me
gusta porque es verdad. Teruel era el far
west de la Edad Media, una falla histórica, acostumbrada a los desastres, a
los violentos movimientos tectónicos de soldados y aventureros que huían o
avanzaban, que se escondían o retrocedían, donde siempre encontraban campo
abierto para la batalla, en una tierra que ya nunca ha dejado de temblar y que
de vez en cuando sufre los cataclismos de la condición humana. Las víctimas,
invariablemente, siempre fueron sus habitantes, los que no iban ni venían, ni
conquistaban ni defendían, los que se limitaban a vivir en una tierra
peligrosa. Iranzo lo cuenta con esa resignada naturalidad con la que en Teruel
se suelen resumir las cosas, con esa versión literal que por precisa toma
rasgos de metáfora, cuando no de retranca: la escena de San Vicente
sacudiéndose las zapatillas como Jaime Ostos es muy divertida, no menos que
buena parte de las estupendas figuraciones, el gran acierto del documental, que
nos deja hechos en la memoria pero imágenes en la retina: esa espada en el
suelo, ese bautismo a la fuerza, ese desatado predicador. En esta película no
se cuenta más de lo que sucedió, pero la impresión general es la de una imagen
hermosa y dura, una cercanía en la penalidad, una lógica del conformismo y de
la convivencia con los absurdos de la historia. Teruel se presta al
surrealismo. Vista su historia en conjunto, yo creo que lo llevamos en la sangre.
20.10.13
Maestros de escuela
Esta
edición de El amigo Manso, escrita en
1882, es de 1976. Es la que leyó mi hermana Pilar en el instituto, y
seguramente, por eso mismo, la primera novela de Galdós que yo leí. Guardo como
oro en paño esa portada de Daniel Gil (¡cuánto se le echa de menos!), aunque la
edición que leo, llena de subrayados y anotaciones, es la de Francisco Caudet
para Cátedra, que, según tengo anotado, leí por penúltima vez en junio de 2006
(de hecho hay fragmentos con la palabra Balbino en el margen, porque por esas
fechas estaba a punto de empezar Los ojos
del río), y ahora he vuelto a leer.
Supongo
que esta novela me gusta por la misma razón por la que le gustó al lector
Baroja o al lector Unamuno. Siempre digo que El amigo Manso es un referente del 98, pero casi habría que decir
que es la primera gran novela del 98. Baroja espumaría el caldo para que la
prosa no se le espesase tanto, pero en esencia es lo mismo. Y algo parecido
cabría decir de Unamuno, que arrancó las primeras y las últimas páginas de El amigo Manso y con ellas escribió Niebla. Unamuno era un mozo cuando la
publicó Galdós, y Baroja un niño todavía, pero en las novelas de uno y otro
siempre se me aparece este Máximo Manso como un recuerdo pluscuamperfecto,
adherido a la memoria más allá de la consciencia, como si fuera uno de esos
libros que por vez primera los hicieron removerse en el asiento y pensar que la
literatura servía también para otra cosa.
Como
novela, para mi gusto, solo tiene un fallo. La anagnórisis de Manolito Peña,
que sucede en la página 354, ya se ve venir, al menos, desde la página 333.
Tampoco creo que Galdós buscase una sorpresa como la que se lleva Manso, cuando
se entera de que hay un Acis que ronda a su Galatea, en este caso un discípulo
suyo que ha enamorado a la bella Irene. Pero durante muchas páginas nos ha ido
llevando con el cebo de José María, el hermano de Máximo, un indiano
despilfarrador con una familia que es como un jardín de guacamayos, divertidísima.
La Niña Chucha (sí, sí, también suena a 98), Lita o Rupertico son un coro
caribeño metido a comer garbanzos, y puestos a ver el espectáculo de que el cabeza
de familia beba los vientos por la institutriz, que es de la parte de
Hortaleza.
Máximo
Manso es un profesor krausista que vive “en decorosa indigencia”, un Stoner madrileño del siglo XIX, y
virgen. Su alumno, Manolito Peña, el hijo de la vecina, es un Mozart que se
aburre con la metafísica, y Máximo un Salieri que intenta
preservarlo de la pomposa vaciedad ambiente. Quiere educarlo a él y quisiera
educar también a Irene, la sobrina de otra vecina, una muchacha que quiere ser
maestra y de la que Máximo se enamora como un cepo. Es entonces cuando viene
José María, el hermano, tocando las maracas, y se fija también en la muchacha.
Esta parte es extraordinaria. Lica, la mujer agraviada, y su madre, La Niña
Chucha, le cogen el punto al culebrón habanero a las primeras de cambio.
Galdós se lo pasa bomba con los dramas y las comedias de estas dos mujeres
estupendas que se merecían ellas solas una novela solo por lo bien que lo han
hecho en esta. Su trabajo era distraernos. Si José María visitaba a Irene como
Juanito Santacruz a Fortunata, Galdós podía, de paso, ir preparando la
aparición estelar de Manolito Peña. Galdós escribe hasta que al lector se le
haya olvidado, y vuelve a sacarlo desde detrás de un escenario, en la velada en
la que tío y sobrino compiten en oratoria, junto con una porción de músicos y
recitadores (entre ellos Sáinz del Bardal, quizá modelo de Luis Longares para
el poeta comunista de Los ingenuos),
y Galdós se luce en la gran escena de masas y nos cuenta un chafarrinón en el
que late el tema de toda la vida. Él, Manso, era como Catón, recto y sincero,
limpio y concienzudo; Sáinz del Bardal y toda la cuadrilla son asianistas
vaporosos, que es lo que parece que triunfaba; y Peña es como Esquines, el
improvisador genial, el encanto natural. Y ese es el encanto natural que
también ha visto Irene, seducida igual que todo el público del teatro, o quizá
más porque, como descubre Manso al final, ni siquiera se trata de amor a la
persona sino a la posición social. Irene no es aún la Electra de 1902. Irene es una muchacha que sabe lo que vale un
peine y ha visto en Peña, además de un novio guapo, un buen partido. Galdós nos
hace comprender cómo se siente Polifemo, aunque sea un catedrático empeñado en
seducir a Irene por la vía de la razón.
¡Bonito espíritu de adivinación tenía este triste pensador de
cosas pensadas antes por otros; este teórico que con sus sutilezas, sus métodos
y sus timideces había estado haciendo charadas ideológicas alrededor de su
ídolo, mientras el ser verdaderamente humano, desordenado en su espíritu,
voluntarioso en sus afectos, desconocedor del método, pero dotado del instinto
de los hechos, de corazón valeroso y alientos dramáticos, se iba derecho al
objeto y lo acometía!
¿No es
este el hombre de carne y hueso de
Unamuno? ¿No es el hombre de acción de Baroja? Peña es el héroe de acción, el
que se lleva a Eugenia en Niebla, el
que busca un tesoro en La Busca, pero
Manso es el héroe de inacción, es Augusto Pérez y es Manuel Murguía e incluso Andrés
Hurtado.
En
Unamuno, además del amor a la metaficción, que a Galdós y a él le vienen de Cervantes
por línea materna, está “el dolor que me dijo que yo era un hombre”, y esa
necesidad crispada de serlo: “No me hable usted de teorías, hábleme de sucesos, no
me hable usted de sistema, hábleme de hombres”, lema que también podría haber
acompañado cualquier cartapacio de la ILE, junto al de “fuera santos y vengan
catedráticos” o al de “no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus
alumnos”. Y sí, el giro final es la gota
que treinta años después se convirtió en niebla. Pero cualquiera que oiga
párrafos como este debería replantearse la autoría
de muchas ideas del 98:
Era
necesario distinguir la ptria apócrifa de la auténtica, buscando ésta en su
realidad palpitante, para lo cual convenía, en mi sentir, hacer abstracción
completa de los mil engaños que nos rodean, cerrar los oídos al bullicio de la
prensa y de la tribuna, cerrar los ojos a todo este aparato decorativo y
teatral, y luego darse con alma y cuarpo a la reflexión asidua y a la tenaz
observación. Era preciso echar por tierra este vano catafalco de pintado
lienzo, y abrir cimientos nuevos en las firmes entrañas del verdader país, para
que sobre ellos se asentara la construcción de un nuevo y sólido Estado.
Sí, son
ideas del Regeneracionismo, el mismo del que ironizaba Baroja, pero no Unamuno.
Quizá Baroja fuera más parecido a Manso, más descreído, más ingenuo y menos optimista
que Galdós. Pero el caso es que en esta novela no dejo de pensar en él. Desde
el cínife de doña Cándida (que creo que está al principio de La sensualidad pervertida) al repelente
Sáinz del Bardal, pasando por fragmentos enteros que no desentonarían en
absoluto en una novela de Baroja: la descripción de los flamencos del café o,
sobre todo, la larga escena de las nodrizas, tratadas como animales, por las
que Galdós, sorprendentemente, no parece sentir el menor aprecio. Quizá es lo
único raro de la novela; raro por ser Galdós, pero normal si se toma como método
naturalista. Con esa misma aprensión describirá Baroja el lumpen madrileño.
Incluso esa aceptación final de la realidad que ensaya Manso es un buen modelo
de cómo traducir a novela el término ataraxia.
Pero lo
que más les tuvo que atraer de Manso fue que hablara en primera persona y que
fuera tan verosímil. Manso es el inadaptado, el que ama idealmente, más de lo
debido, el bueno por convicción ética del que los demás abusan por convicción
mundana. Manso es maestro de escuela es un país que despreciaba la educación entonces y la sigue despreciando ahora. Manso es eso que las madres nos decían cuando nos llevábamos algún
disgusto por algo que a los demás les traía al fresco: es que no vales para
este mundo. Pues eso, Manso no vale para este mundo y arrastra su sombra por
todos los pisos del gran edificio madrileño. Me imagino a Baroja descubriendo un modo de ser, una novela en la que el
héroe no es el que se queda con la chica ni el que se hace rico ni el que tiene
éxito. Manso no tiene nada de los héroes de ficción: no existe, como dice nada
más empezar la novela.
Quizá no
sea su novela más redonda. Creo que para hacernos olvidar a Peña y mantener una
especie de suspense teatral echó a la prosa más paladas de las necesarias, y su último agón con Manolito hace pensar que Galdós, en el fondo, no lo cree tan angelical (¿y si de veras Peña le hubiera hecho caso?). El papel de Irene queda un poco deslucido. Tarda Máximo en comprenderla, no tanto como su futura suegra, que no entiende cómo es posible que su hijo se case con una maestra de escuela ("¿Qué dirá la gente?"). Pero desde luego es una de las novelas más trascendentes. Esta sí fructificó, y de qué manera. Tanto que su brillante
escuela, sus Manolitos Peñas, no solo renegaron a veces del maestro sino que,
con el tiempo, alejaron esta novela de los planes de estudios. Una pena.
17.10.13
Herbario
En
Teruel no dejan de pasarme cosas raras, y eso que no vivo allí. Estos tiempos
atrás ya conté aquí que en Monreal del Campo, en el IES Salvador Victoria, Pedro
Moreno había leído con algunos alumnos mi novelilla Otoño ruso. Ahora me acabo de enterar de lo que se trae entre manos
María Jesús Pérez, del IES Segundo de Chomón, de quien también se habló aquí
hace mucho tiempo a propósito de su estudio sobre la Baronía de Escriche. Este
verano leí con diversos tipos de admiración un trabajo sobre grutescos barrocos
en las iglesias de Levante que había organizado con unos pocos alumnos de 2º de
Bachillerato. Durante el verano, en vacaciones, terminaron sus investigaciones y
redactaron sus trabajos, que fueron después publicados a doble página en el Diario de Teruel. Cada alumno firmaba su
artículo, serio y bien escrito, y lo ilustraba con imágenes de las pinturas
bestiales que adornaban los conventos y las sacristías. Un tipo de admiración
era por lo interesante que resultó esa serie con independencia de quién lo
hubiese firmado, y el otro tipo de admiración era, obvio es decirlo, puramente
profesional.
Pues
ahora se le ha ocurrido a esta mujer algo incluso más surrealista que los grutescos:
utilizar dos folletines míos para un trabajo sobre novela histórica. Los
alumnos visitarán los lugares de las novelas, se informarán con los mismos
periódicos de la época que yo utilicé, sabrán cómo se forjan las flores de
hierro, conocerán el estado de la medicina por aquellos tiempos y, lo mejor de
todo, se inventarán sendos finales alternativos. La verdad es que María Jesús
sabe el terreno que pisa. En las dos novelas (y también durante el verano, como
con los alumnos) fue mi asesora particular, pero no solo en materia histórica y
artística, sino, sobre todo, en materia botánica, en la que también es
especialista. Ella me ayudó a encontrar el cnicus
benedictus, el cardo bendito que da sentido al folletín modernista, y me
avisó de que ciertas flores que yo ponía estilo Rubén Darío, fuera de lugar y
de tiempo, no podían crecer ahí ni en broma. En La enfermedad sospechosa hice a Ramón, el maestro protagonista, muy
aficionado a la botánica, admirador de Loscos y amigo de un monje franciscano
experto en flores silvestres, de modo que María Jesús se convirtió en mi manual
de referencia mientras la estuve escribiendo. O sea que sabe cómo está el paño.
Aquellos
folletines fueron flor de un día, literatura efímera, pero estos amigos herboristas
me les están dando una segunda vida. Aún no se van del todo.
13.10.13
Rosa González con kimono japonés
Tenía ganas de ver en
conjunto la obra de Rosa González, cuadros que se remontan a finales de los
80 y que, casi tres décadas después, viven y colean como el primer día, pero todos
juntos me dan una idea más cabal de la sensaciones que durante todo este tiempo
me han ido produciendo. No es Rosa González la única artista que vive y trabaja
en Teruel de quien jamás he comprendido que renunciase a exponer lo que hacía,
incluso que se tomase tan dilatados descansos como parte de su ritmo creativo. De
las sensaciones, digo, porque son dos clases aparentemente contrapuestas: el
sosiego y la perturbación. Muchos son estampaciones con un fondo brumoso y
claro (otra apariencia de contradicción), como esos nimbos entre los que quiere
hacerse hueco una luz blanca, una pálida reverberación cuyo brillo intensísimo
resulta ser lo único del cuadro que no tiene color. Así dibujaba Antonio López
la luz de las bombillas, rascando el papel con la uña, y así da la sensación a
veces en estas pinturas en absoluto abstractas, aunque tampoco figurativas.
Esos nimbos profundos (la luz está siempre dentro: se asoma, no se mete)
suelen estar rajados por una franja horizontal, a veces -en uno de mis
preferidos- un trazo encarnado, pintado directamente desde el tubo, o
estampado, o bien, más frecuentemente, un rastro negro horizontal que rezuma
siluetas neurálgicas, como fractales. Esas franjas son dramáticas, pero no
violentas. En las nervaduras de la sombra negra, en sus deltas diminutos, hay
un sosiego que no se sabe cuánto tiene de premeditación, pero que desde luego
no se contenta con el vigor aparente y resultón de los trazos rápidos y de los
frotamientos. Es curiosa esa sensación de miniatura en el caos de una mancha,
de ascetismo primoroso en el azar del tacto y de la estampación. Pero la zanja es
negra, abre el cuadro pero está por
delante del cuadro, como una supuración del cuadro, la llaga de esa concavidad de la que hablaba Gaya, y que
no es más que la invitación a la realidad, no la realidad. Es fácil, para un
mirón corriente como yo, establecer analogías con las costras y con las
heridas, y a través de ellas con el ánimo de búsqueda, de apertura dificultosa,
de fondo inaccesible, nunca tan solo expresivo. Mostrar es algo estático, pero buscar, adentrarse por la
tela es dinámico, sobre todo si se maneja tan bien la perspectiva, la sensación
de profundidad.
Pero la
profundidad es una cuestión de técnica. La hondura es otra cosa, y me da por
pensar que aquí la hondura, la mucha hondura, viene de la parte del Japón, y a
lo mejor es eso lo que explica la falta de prisa que ha animado a Rosa González.
Hay y ha habido tiempo en los cuadros. La perturbación es un
ungüento que se aplica con delicadeza, las heridas son profundas pero limpias.
Decía Tàpies que él, muy ajaponesadamente, solo aspiraba a una pincelada, una
sola pincelada que fuera el cuadro entero, la sustancia completa y completos
sus accidentes. Lo que en él podía parecer despojamiento, sin embargo era
búsqueda. Ese trazo que corta los fondos nimbados profundos en los cuadros de
Rosa González tiene más de japonés que de Tàpies, con quien no tiene
absolutamente nada que ver. Tàpies enseña a ponerse estupendo, pero aquí hay
más calma que arrebato, no se ve la precipitación por ningún sitio, pero tampoco
la orfebrería. Las cosas fluyen y están en movimiento, pero es un movimiento permanente en el sentido en que puede
serlo la calma, como si hubiese esperado a captar un momento de la cambiante
realidad del cuadro, algo que parece venido de otra parte y que se dirige a
otro lugar, con causas y con consecuencias, con presente y con pasado. La
pintura se mueve, los filamentos de las humedades parecen observados más que
pintados, contemplados en su desarrollo, vistos nacer.
Yo no llamaría abstracta a esta pintura, como tampoco llamo abstracto a Zóbel, al menos no en el sentido habitual. La abstracción es siempre una llegada, un término, que como tal suele quedarse sin vida, o al menos detenido. Con los años he aprendido a no sentirme incómodo por no disfrutar de las ocurrencias. Estoy de arrebatos geniales hasta las narices. Viva Patinir. Últimamente saco más placer de un cuadro cuantos más estratos tenga y más fácil resulte vincularlo a la naturaleza, y no solo para disfrutar de su profundidad sino de cómo están tejidas sus entrañas, del tiempo que ha habido que esperar hasta que el cuadro, más que ser pintado, brotase. Me gustan los cuadros que no se terminan, pero que están perfectamente terminados. Prefiero que a la hora de describir un cuadro me salgan más imágenes del cielo que algoritmos teóricos. Yo no sé de pintura ni de teoría. Pero esos cuadros han sido creados, no solo pintados, y viven.
Ahora lo
lógico sería que Rosa González no decidiese aguardar otros tantos años para
poner a nuestro alcance sus investigaciones en el territorio de la claridad. Por
lo que a mí respecta, ojalá siga la senda japonesa, la estética del trazo
suficiente, los cielos inquietos, las aguas entrevistas, los jardines intuidos.
9.10.13
Perseverancia
“¿Por qué no es este libro más famoso?”, se preguntaba el escritor C. P. Snow en 1973,
ocho años después de que se hubiese publicado Stoner, de John Williams[1].
Parece ser que, cuando Williams publicó Augustus,
la popularidad avivó un poco el interés por aquella novela sobre un profesor
corriente, pero hasta varios años después de su muerte no empezó a ocupar el
sitio que corresponde a su extraordinaria calidad. En 2007, un crítico
neoyorquino de campanillas dijo que era “una novela perfecta”; le secundó otro
londinense, y poco después se fijó en ella Edicions 62. Para 2010, muy
subrepticiamente, ya la había publicado Baile del sol en castellano, y va por
la cuarta edición, con varias reimpresiones. Se conoce que también aquí lleva camino
de ser una novela de culto.
Stoner cuenta la vida de un
profesor de literatura entre medieval y renacentista de la universidad de
Misouri. Sus comienzos en una granja, de los que le quedarían las manos grandes,
y eso que Flaubert llama algo así como las callosidades del carácter que tienen
las gentes del campo. Su ingreso, muy suave, sin contratiempos, en el
departamento de inglés, y su vida lejos de la gloria, metido en sus libros,
fuera de los cuales, salvo que estuviera en clase, todo es un desastre. El
matrimonio sin amor con una neurasténica, las pullas y putadas de los compañeros,
el hedor a tabaco frío que solo se mitiga con el dulce aroma de los libros.
He leído elogios de Vila-Matas y
de Rodrigo Fresán, que abundan, de un modo u otro, en la perfección de la
novela. Supongo que cuando hablan de perfección se refieren a la exquisita
depuración de la prosa y del ritmo narrativo, a la dispositio de los elementos, al estilo transparente, sin regodeos,
sin innecesarios lucimientos, tan solo cuando, casi siempre en descripciones de
paisajes, el autor enciende un poco más el sentimiento, siempre con el límite
del buen gusto. Y sí, es verdad, uno tiene sensación de novela redonda, ágil y
clara, pero no tanto como para forzar la velocidad o vaciarla de sustancia, más
bien en ese navegar tranquilo que uno disfruta cuando lee a Tolstoi. De hecho
hay algo de Pierre Bezújov en Stoner, la bondad como autoimposición moral, la
paciencia como energía del espíritu, el entusiasmo como necesidad interior, y
una esposa clínicamente insoportable. Y digo Pierre porque sería muy fácil
hablar de Bartleby, pero Bartleby carece
de entusiasmo. Lo que Stoner tiene de
tolstoiano es que no permite que la decepción lo arrastre aguas abajo, al menos
en aquello que sostiene su vida, y que es su condición de profesor. El muchacho
que ingresó en la universidad con las uñas llenas de tierra para estudiar
Agricultura se enamoró de los cursos de literatura, se metió en una clase, y ya
solo salió de ella en los siguientes cuarenta años para decorar su vida con
fracasos o permitirse una semana de absoluta felicidad. Pero lo que en otros
personajes sería un cambio de orientación, en Stoner es un breve claro en el
cielo, un día de sol, el clímax que precede a la tristitia, que diría Galeno, y
a la sensación de fracaso.
Eso también es muy ruso: redimir
a los personajes, pero no desmadrarlos, al tiempo que lo contrario implica un
pequeño truco narrativo que aquí funciona estupendamente bien. La esposa de Stoner no tiene un pase, ni un
solo motivo de comprensión. No se redime nunca; es Stoner, como un párroco
moribundo, el que perdona los pecados a la insensible viuda. Pero nos hemos
pasado la novela entera deseando que Stoner se separase de ella, justificando su
necesidad de separarse, al menos de vengarse, de decirle algo alguna vez. La
mujer está tan al margen que no se le ven las dimensiones, y eso, que en
fundamentos de perspectiva puede que sea lo
perfecto, en fundamentos de vida no lo es. La mujer de Pierre no es tan
idiota como la de Stoner. Y esta simplicidad de los personajes secundarios se
puede extender a Gordon, el único y distante amigo de Stoner, y a Lómax, un
capullo que lleva un bulto en el cuello donde esconde el papel de malo. Este
Lómax es el imbécil que la toma con un compañero del departamento y que entrega
su carrera a la sagrada misión de hacerle la vida imposible, un sujeto deforme que
supura resentimiento y mala baba. Sí, retrata muy bien, desde luego, a ese tipo
de individuo, pero su lugar allá detrás del plano principal, con trazos
demasiado gruesos para que se vean en la distancia, no deja de ser un tanto
tópico. Tampoco él se redime. Aquí, salvo Stoner, no se redime nadie.
Esto es una opción, no una
debilidad. Pero es una opción que Tolstoi no suele escoger. Me cuesta recordar
un personaje de Guerra y paz, hasta
el zángano del Hipolite, que no sea comprensible, es decir, a quien el autor,
desde detrás del escenario, sin que se le vean las manos, no haya hecho algo
por comprender, para lo que por regla general solo es necesario ponerse en su
lugar, clave primera y última de la novela realista de cualquier época. A la
mujer de Stoner y al compañero vengativo los rechazamos como personas pero
también como personajes. Cada vez que entran en la novela estamos esperando que
se larguen y dejen solo a Stoner, con quien nos sentimos más a gusto porque
habla con franqueza de los fracasos cotidianos, porque tiene aguante y porque sabe
controlarse. Se enfrenta al mundo con el aplomo necesario para no descomponerse
ni sufrir más de lo debido. Acepta las cargas del destino a condición de no
entusiasmarse con ellas, porque el entusiasmo, el amor, se centra en la razón
de ser, en este caso los libros y su condición de profesor.
Incluso dentro del gremio Stoner
representa el paradigma de cierto tipo de profesor que se afana incluso más de
lo debido en su trabajo como medio para no replantearse su profesión. El que
tiene muchas cosas que hacer no piensa en las cosas que no hace. El profesor ya
sabe lo que es, ya sabe lo que le espera, y disfrutar de ello depende también
de su fortaleza de carácter. Quizá esa perfección de la novela la ven en lo
verosímil que resulta esto, esta actitud ante la vida, la única posible para la
gente corriente, sean o no profesores. El mundo se divide entre ricos y pobres,
guapos y feos, altos y bajos, pero también en gente que trabaja en lo que desea
y gente para la que el trabajo es una carga más o menos insoportable, pero
nunca grata. Stoner se refugia en sus clases y en la falsa humildad, valga
la redundancia. Necesita hacer bien su trabajo por una cuestión de orgullo
profesional, no solo de satisfacción interior. Necesita protegerse ante sus compañeros
con la armadura del prestigio, su discreción es huidiza, su amabilidad es
distante, su sencillez inabordable. Las esperanzas que tenía puestas en sí
mismo se han quedado, como todo en esta vida, a mitad de camino, pero lo que
tiene, hacer bien lo que tiene, para él es suficiente, nutre su integridad y su
amor propio, y hace llevadera la mediocridad.
De este tipo de héroe ya he
hablado alguna vez en estas bernardinas. Es el héroe a pesar de sí mismo,
abnegado y firme. Y es, en Stoner, como una luz
invernal que ilumina la novela, la eterna posibilidad de reducir el destino a
un objetivo, a un rincón privado, aunque sea en un chamizo del jardín; en el
caso de Stoner, de reducirlo a los libros, mientras afuera el mundo se va
descomponiendo.
Poco antes de morir, el escritor
Gonzalo Torrente Ballester, otro buen realista, concedió una entrevista en la
que, nada más empezar, cuando el presentador hablaba de lo gran escritor que
era y tal y cual, lo interrumpió y le dijo: “No, no, perdone. Yo no soy escritor. Yo soy
profesor, y un buen profesor”. La alegría que da leer Stoner procederá de su
deliciosa transparencia, de su meticulosa claridad, de lo excepcionalmente bien
escrita que está, no lo sé, pero el caso es que se sostiene porque es eso, su
condición de profesor, de buen profesor, lo único que no se derrumbará en su
vida si él no quiere.
[1] Este
artículo de Gaby Habash da bastantes detalles sobre la peripecia editorial
y su sigilosa recepción.
6.10.13
Canadás
Conviene
hacer un alto al principio de la segunda parte de Canadá, de Richard Ford, por la sencilla razón de que la primera,
de 250 páginas, no solo es extraordinaria (lo que más me ha gustado de Ford,
sin duda) sino que no habría pasado absolutamente nada si la hubiesen publicado
como novela autónoma. Pero, desde el momento en que la segunda parte, igual de
larga, promete tanto como la primera, igual es preferible hablar de ellas por
separado, sin tener en cuenta la una para la otra. Esto no es sacarle un
defecto prematuro, valga la hipálage, sino doblar el placer y sobre todo
retener lo más posible su frescura.
Porque
esta novela es fresca. Aparte de sus libros de relatos, Rock Springs o, más recientemente, Pecados sin cuento, que siempre me interesan, como novelista dejé
de leerlo con El Día de la Independencia,
que, para qué negarlo, me aburrió. Pero a principios de los noventa me había
divertido mucho con El periodista deportivo,
porque la manera de contar su vida de aquel Frank Bascome era perfecta para
contarme lo que, recién llegado a Madrid, yo mismo veía. Lo leí, claro, llevado
por la inercia de Raymond Carver, uno de mis grandes descubrimientos por aquel
entonces. Mío y de todo el mundo, porque en los 90 solo se escribían cuentos Carver,
escenas cotidianas, minuciosamente descritas, meticulosamente anodinas, llenas
de gente con problemas que cada dos páginas abre una lata de cerveza. Era aparentemente fácil y casi todos los
cuentistas lo intentaban, pero entrañaba un doble peligro: hacía pensar que cualquier cosa, incluso la propia vida,
podía convertirse en cuento, y que la etiqueta de realismo sucio se refería al estilo, que no era producto de la
depuración poética sino de escribir de cualquier manera. Richard Ford, si no
discípulo de Carver sí su heredero, o al menos el mejor afín superviviente,
siempre ha cimentado sus historias sobre esas dos columnas: buenas historias y
un lenguaje muy depurado. En El
periodista deportivo, además, había encontrado el modo de trasladar el
mundo de aquellos cuentos a una narración continuada, con esa voz que, como
digo, servía entonces para narrar el mundo.
Luego
Ford se hizo novelista exhaustivo. Es un sarampión adulto que también tuvo
Irving con Hasta que te encuentre y
tantos otros con esos novelones forrados de detalles que no parecían tener más
objeto que llegar a las mil páginas, como aquel que al menos una vez en su vida
decide recorrer un maratón. Así me supo El
Día de la Independencia, con una profusión de detalles agotadora, sobre
todo porque estaban al servicio de la descripción de los personajes y no de lo
que se narraba. Era el mito del tour de
force, que a veces sale bien (Gurganus), y a veces, como decía el otro, lo
arrojas a la piscina.
De modo
que empecé Canadá (500 páginas de
apretada tipografía, nada de letrajas) con la duda de si no sería otra nueva
entrega de exhaustividad y matrimonios en crisis, y lo que me he encontrado ha
sido una novela (de 250 páginas, la primera, ya digo) admirable, magistralmente
construida, narrada con delicadeza y fluidez, minuciosa, sí, pero siempre
justa, nunca pleonástica o cargante, con la misma sosegada lucidez con la que
hablaba Bascome pero sin demasiadas reflexiones, tan solo las más oportunas,
las que nacen de glosar escenas estupendas por sí solas.
Todo se cuenta desde la mirada de
un chaval de quince años, a principio de los 60, en la Norteamérica profunda, a
través de la memoria de un profesor ya jubilado que se empeña, y lo consigue,
en no salirse de aquellos ojos de quince años, de lo que veía y lo que sentía,
de cómo juzgaba las cosas entonces, cuando las encontraba, no ahora que todo
puede juzgarse. Su realidad entrevista no incluye la verdad de nadie, sino lo
que se puede ver de esa verdad, los datos que nos hacen imaginar la verdad. La
infancia y la memoria ven los colores que flotan, las sonrisas que destacan,
los gestos desde detrás de una puerta, el sudor, el miedo, el desamparo, todo
ello pintado sin colores fuertes, con la suavidad de lo que se debe amar para
que uno se reconozca como digno de ser amado. “Nuestros padres siempre nos
quisieron”, “siempre quise a nuestros padres”, se repite alguna vez, y eso
significa que la narración no se emponzoña nunca de resentimiento, jamás carga
las tintas contra sí misma, la muestra en su desnudez, en su mirada limpia,
narrada sin arrebatos pero con un profundo sentimiento que por ahí he leído
calificar de elegíaco. Este no es un libro de lamentaciones. Con decir que es
hermoso y profundo yo creo que nos habríamos entendido.
El chico, Dell, no juzga,
comprende, y es eso sin duda lo que más me gusta de esta primera parte.
Comprende al padre que huye jubilosamente hacia ninguna parte, a la madre que
se dejó llevar, a la hermana que se marchó. Ford comprende incluso a los
carceleros y a la amiga de su madre y a los indios que vigilan a su padre.
Incluso lucha por comprenderse a sí mismo, cada día, mientras a su padre se le
metía en la cabeza atracar un banco y su madre terminaba siendo cómplice de la
chapuza y a los dos días ya los habían metido en la trena. No hay más narración,
y el propio autor, como se hacía en las comedias clásicas, explica con claridad
el argumento entero, para que nadie espere más de lo que hay, pero sí todo lo que hay. Excepto, quizá, una
detallado y violento relato del atraco, que Ford ventila con ligereza, porque
no es eso lo que íbamos buscando. No son los hechos los que forman la vida sino
las circunstancias que llevan a esos hechos y las consecuencias que de ellos se
derivan. Los hechos no son más que hechos, datos ruidosos, pero datos.
Y lo que hay, además de los
hechos, es mucho: capítulos cortos, escenas descritas, pulidas, amparadas en
detalles, en gestos, en miradas, en objetos, nunca más de lo debido, siempre
con esa desnudez obligatoria que es lo contrario de la exhaustividad y lo
propio del verdadero realismo. Ford termina las escenas como aquel que coloca
la última pieza de un puzle con cuidado de no estropear las otras muchas que
hay ya puestas, de modo que no sobre ni falte ninguna, o solo la que se come el
protagonista en una escena memorable. Pero también se ocupa de que la novela
nunca parezca el resultado de esa estudiadísima colocación de piezas sino del
flujo narrativo, transparente y hondo, sobrio y natural, luminoso sin más
alarde que el de la palabra justa en el sitio adecuado.
La segunda parte, en cambio, no tiene nada, pero nada que ver con la primera. Al chico, Dell, lo
acaba recogiendo, por así decir, el hermano de una amiga de su madre, Arthur
Remlinger, un tipo raro al que no podía dejar de imaginarme como el hermano superviviente,
violento y suicida, de Sartoris, o
como a aquel personaje de Leviatán que
se dedicaba a poner bombas en las estatuas de la libertad. Lo que en la primera
mitad del libro era proporción y desnudez, en esta segunda parte se embarra de
descripciones inventariales, muchas de ellas repetitivas, y personajes que no
parecen ir a ningún sitio: Charley, el criado de Arthur Remlinger, un sujeto
medio salvaje que, sin justificación de ningún tipo, narra el pasado oculto de
Remlinger, que hasta entonces, un poco demasiadamente, había sido como el Kurtz
de la narración, el héroe ausente del que se van sabiendo atrocidades poco a
poco. No es ocioso que cite al propio Conrad, casi al final de la novela,
cuando en un epílogo tipo muchos años
después retome la primera parte y nos haga pensar que o bien nos ha
escamoteado la continuación de la primera, o bien ha empalmado dos novelas distintas.
Esta segunda historia se basa en
un tópico mefistofélico: el anarquista huido (anarquista americano, más cerca
del Tea Party actual que de otra cosa) que debe cargar con su pasado cuando
viene a visitarlo en forma de dos sujetos bastante estúpidos que pagan por
entrar en la ratonera donde los van a matar. Así como la primera parte es una
historia redonda a la que no le falta de nada, esta segunda se queda debajo de
una hojarasca de reflexiones pleonásticas y una carpintería de referentes
clásicos que hurtan al lector, como
se suele decir, el cuerpo de lo que se le cuenta.
Las últimas frases del libro,
después de un final algo tedioso, un reencuentro forzado con su hermana
melliza, medio siglo después, quizá sirvan para justificar este injustificable
zurcido: “tendrás una oportunidad mejor en la vida… si te supeditas, como sugirió Ruskin, al mantenimiento
de las proporciones, a enlazar las cosas desiguales en un todo capaz de preservar
lo bueno, aun cuando haya que admitir que lo bueno no es a menudo fácil de
encontrar”.
En este caso es bastante fácil.
Lo bueno es la primera mitad, magnífica, y lo malo es ese apaño que solo puede
justificarse desde la hipótesis de que alguien pueda encontrarle relación. La prosa trepidante, además, devora alguna de las mejores cualidades de la primera parte. Allí hacía calor, era verano, agosto. En esta segunda parte es Canadá, otoño cinegético, primeras nieves. Y, para asombro del lector, en la novela nunca llega a hacer frío. A lo mejor es que nos imaginábamos en algún repliegue de la conciencia el río Congo y no el lago Reindeer.
Hormonas desafinadas
De modo que fuimos a ver El último concierto, la película de
Christopher Walken, que luego resultó que no era de Christopher Walken sino de
sus compañeros de reparto. Queríamos ver una película hablada, de manos largas
y buenos modos, esos apartamentos con piano y esas camisas de algodón que tanto
nos gustan en las películas de Woody Allen, y lo que nos encontramos fue otra
película desperdiciada por el horror
vacui, rellenada, como siempre, por esa obsesión morbosa que sienten los
norteamericanos hacia los líos de cama. El punto de partida es excelente: un
evidencia musical que se convierte en hermosa metáfora. Beethoven compuso un
cuarteto de cuerda con la indicación expresa de que se tocase, en los 40 minutos que dura, sin
interrupciones que permitiesen afinar los instrumentos. Eso quiere decir que la pieza está viva, y que naturalmente los
instrumentos sonarán peor cuando se acaba (o los músicos se adaptarán a las
crecientes limitaciones).
El abanico de interpretaciones
que brinda esta metáfora da muchos aires distintos, pero el director, Yaron
Zilberman, se conforma con los vapores rancios de toda la vida. El problema es
que el chelista del cuarteto (Walken) empieza a notar síntomas de párkinson, y
eso genera una cascada de pequeños dramas en los otros miembros del cuarteto, a
cuál más culebrero. Dos de ellos (el sobreactuado Seymour y su convincente esposa,
Catherine Keener -¿todavía no la ha llamado Woody Allen?-), están casados pero
él se la pega con una bailarina de flamenco (ole) y la mujer lo echa de casa.
La hija, para que no haya solo un argumento ni solo dos, se lía con el primer
violín, al que resulta que su padre
envidia porque él, Seymour, es solo segundo violín.
Memeces. Al final todo se arregla
y el concierto es muy bonito. Por el camino queda el papel de Walken, que tiene
que esperar sentado casi toda la película a que sus compañeros pongan orden en
sus hormonas. Me pasa últimamente con libros y películas: ¿por qué los
directores no se atreven a entregar la historia a un personaje? No se fían de
su propia pericia, prefieren la vulgar maniobra de contar varias historietas a
la vez, como sucedió en Cruce de caminos,
aunque en este caso las historias tengan algo más de cohesión. Sustituyen el
giro argumental por el argumento nuevo, y así uno no termina de entender a la
hija ni a la madre ni al sobreactuado padre, no lo que hacen sino por qué
demonios lo hacen; por qué, siendo artistas cultos, hacen semejantes tonterías
de telecomedia. A Walken sí se le entiende, pero es que Walken es muy bueno, y
aun así es evidente que no le han dado más que escenas que deberían ser el
resultado de otras escenas que no están. Todo es informativamente relevante,
como en la tele, pero escasean los símbolos, las secuencias que no avanzan pero
ensanchan, la naturalidad de la historia. En eso, ciertamente, no se parece
mucho a Woody Allen.
Uno sale del cine pensando en qué
ha aprovechado el director de la metáfora inicial, la de los instrumentos que
se desafinan a lo largo de la interpretación. Él ha hecho que todos desafinen:
uno con párkinson, otro con envidia, otro con celos y otro que se lía con la
hija de sus compañeros. Pero al final, ay, todo está afinado como por ensalmo,
un demiurgo bueno lo pone todo en su sitio. Walken y la hija de los compañeros
sacrifican lo que haga falta en aras de la continuidad del grupo, y el grupo se
besa y se perdona y se sonríe. Yes we can.
Es decir, que el final está
sorprendentemente afinado, quizá porque los músicos se saben adaptar a las
desafinaciones, e incluso cambiar de intérprete a mitad de concierto. Pero no
es eso lo que esperábamos, no al menos esos gallos cómicos. En esa última
escena sucede algo que es lo
que debería haber sucedido durante toda la película. Cuando, después de la interrupción (silencio,
expectación y lágrimas) para cambiar de músico (Walken deja paso a una
japonesa, Nina Lee, que dice más en sus movimientos rígidos y convulsos que
muchas frases huecas de la película), el primer violinista se dirige al público
y le dice algo así como: “Disculpen que no comencemos por el compás donde nos
hemos detenido. Empezaremos un poco antes. Los caballos necesitan espacio para
emprender la galopada”. Y eso es, espacio, lo que
necesitaba está película. Todas sus secuencias están reiniciadas de golpe, a una
velocidad que no es la que te esperas en una película de violines con diálogos
interesantes, tan interesantes como: “¡Oh, es mi madre. Sal por la ventana,
rápido!”
Puestos a fabular, me habría resultado mucho más
interesante ver cómo los músicos acompañan la decadencia del chelista tocando
piezas más hondas emocionalmente y más asequibles técnicamente; ver cómo iban
desnudando su repertorio, recorriendo con su amigo los metros finales, y preparándose
para la llegada de la japonesa, que es el personaje que debería haber ocupado
el lugar de la hija seductora. Lo malo es que entonces, tal y como están las
cosas, la película no habría llegado hasta aquí.
Trucos de feria
No suelen gustarme las traducciones de títulos que
aprovechan para resumir la película, aunque a veces hay que agradecérselo
porque, más que resumir, advierten de su contenido. Así sucede con The place beyond the pines, que en la
cartelera viene como Cruce de caminos,
acaso porque el protagonista, uno de ellos, se llama Cross. Hicieron lo mismo
con Short cuts, aquella gloriosa
película de Robert Altman sobre cuentos de Raymond Carver, que aquí se tradujo
como Vidas cruzadas. Las dos ensayan
el género de la coincidencia: la de Altman me gustó porque detrás estaba
Carver; la de Cianfrance, en cambio, que vimos la semana pasada, no solo me
pareció una mala película, corta para lo que cuenta y larga para lo que narra,
sino un síntoma, otro, de la decadencia argumental que padecemos.
El otro
día le comentaba a un amigo cineasta que su generación, la que nació en los 80,
está enferma de academicismo. Han leído demasiadas veces la entrevista de
Truffaut, han ido a demasiadas escuelas audiovisuales y talleres de guión, y el
resultado es que las películas con aliento, digamos, no comercial terminan
siendo ejercicios narrativos llenos de trucos y de tópicos innecesarios. Pero
los Coen tomaron la cita de Hitchcock (“el sombrero que aparece en la primera
escena tiene que salir también en la última”, etc.) y casi escriben una ópera
con ella, Miller’s Crossing, otro
cruce de caminos, que aquí llegó con el extravagante Muerte entre las flores, que sin embargo, pasado el tiempo, sigue
sonando bien.
La
diferencia es de aúpa. Los Cohen crearon una
película, una obra de arte. Con los sombreros hicieron poesía, no táctica.
Esta otra de Cianfrance no es una película sino tres: las tres juntas resultan
prolijas, y las tres por separado están insuficientemente narradas, vicio que
ha infectado al cine procedente de la televisión, donde se cuentan mal tres
historias para no tener que contar una bien, y donde cada historia, vista por
separado, es un esqueleto sin chicha, permanentemente previsible, con
frecuencia tedioso.
De los
tres mediometrajes empalmados, el primero habla de un feriante que al regresar
al pueblo con su espectáculo de motos se entera de que ha tenido un hijo, de
que la madre tiene pareja estable y él ya no es en absoluto necesario. Pero él
se empeña, desde su inocencia bruta, en ayudar a su hijo, y para eso se dedica
a atracar bancos hasta que en una de sus chapuzas rodadas a cámara temblona se
lo carga un policía. Fin.
En el
segundo, el policía que se lo ha cargado (disparó antes) tiene mala conciencia,
y peor conciencia todavía cuando su compañero del Cuerpo, Ray Liotta (magnífico
en su papelillo), lo intruduce en treinta segundos en el mundo de la corrupción
policial. Por ejemplo, requisar el dinero que el motorista robó y regaló a la
madre de su hijo. El falso héroe, y además corrupto, tiene un hijo de la misma
edad que el atracador. Es un padre joven y limpio, y cuando intenta ser legal
se encuentra con que los mandos ante los que podría denunciar lo que sabe están
igualmente corrompidos. Menos mal que su padre es miembro del Tribunal Supremo
y lo ayuda para que cojan a los malos. Fin.
En el
tercero, aquellos niños tienen ya sus diecisiete añitos. El policía se ha
metido en política y aspira a Fiscal General y tiene un hijo descarriado,
rapero blanco y pijo que se mete lo que no está escrito, y que invita a pastis,
fíjate, al hijo del motorista, que van a la misma clase. El hijo descubrirá entonces el secreto de su padre, y actuará,
después de recibir los mismos palos, como él debió haber actuado para no morir
en el intento. Fin.
El
material es más que suficiente para tres películas distintas, sobre todo si al
director le gusta la estética de Terrence Malick, pero los guionistas se han
esforzado en zurcirlo todo, en que todo case, en que los engranajes del
electrodoméstico tengan las tuercas bien situadas, más que bien apretadas. Y
eso ya cansa. Cansa la gratuidad de las escenas de acción. Cansan las
anagnórisis tan previsibles. Cansan las simetrías, las versiones y
autorreferencias. Los guionistas sacaron una buena nota en el examen porque se
sabían el temario, pero no porque tuvieran algo que decir. A pesar de tanto
ajuste milimétrico, los personajes están poco menos que esbozados, planteados,
no desarrollados. Cuando matan al motorista, para los redactores del guión es
un golpe de efecto que desconcierta al espectador, etc. Para la historia, la
desesperación del personaje se convierte en idiotez. La madre (convenientemente
hispana –hijos fuera del matrimonio, trabajos mal pagados-) no hace más que
llorar; cada vez que tiene que tomar las riendas de su papel, se coge un
berrinche. El policía lo tiene siempre todo hecho: ser un héroe, ser un
corrupto, ser un político, ser un mal padre, ser un sentimental. No hay nada
que le lleve a ser lo que es.
No recuerdo una sola escena no
dramática que sirva como caracterización y al mismo tiempo la trascienda y
alcance rango narrativo por sí misma. Lo que no es importante se hace largo, y aún así parece como afeitado, como
resumido. Y todo esto en una película magníficamente rodada y con unos actores
estupendos de verdad, todos, incluidos los dos muchachos, o sobre todo ellos,
lo que quiere decir que no es que haya visto una mala película, sino que lo que
a mí me parece pretencioso, atolondrado, tramposo y vacío no es más que el signo
de los tiempos, el modo como imaginan los cineastas actuales, que a mi modo de
ver han retrocedido a un grado primario del arte, aquel que no se impone la
obligación de no recurrir a tópicos ni a recursos manidos ni a citas de otros.
El artista no es un ingeniero que diseña piezas perfectas aprovechándose de las
mejoras que otros introdujeron, sino un escultor que debe crear el todo y las
piezas con la única obsesión de que aquello esté vivo por sí mismo, no como
reflejo de nada. La otra noche volvimos a ver La cinta blanca, y me volví a quedar boquiabierto, admirado de la
intensísima belleza, horrorizado por lo siniestro del asunto, aleccionado sobre
el ser humano. Quiero decir con esto que no es que no me guste el cine de hoy,
sino que no me gusta el giro que desde hace ya una década o más le han
imprimido las nuevas generaciones.
Me gustaría ir al cine a ver una
película sin resultas, sin por ciertos, sin rimas narrativas, sin cámaras en
movimiento, sin efectos visuales, con personajes que hablan normalmente, no en
susurros o a berridos, que se sientan a una mesa y los vasos hacen ruido cuando
los posan en la mesa de formica y hablan y dicen cosas interesantes. Hay una
por ahí de Christopher Walken sobre un cuarteto de cuerda que no sé si estará
aún… En los 90 ibas un día a ver a Tarantino y al día siguiente a Alain Tanner,
y luego a los Coen y después a Kieslowski, y después a Eastwood y más tarde a
Ken Loach. Hoy en día el cine que más echo de menos quizá sea el de Alain
Tanner, no exactamente sus películas sino las de gente nueva que haga algo
parecido sin necesidad de imitarlo. Películas que parecen robadas a la
realidad, montadas con el negativo de la vida.