23.10.13

Ochocientos años de surrealismo


Una película que cuenta ochocientos años de historia en poco más de una hora tiene que ser un buen ejercicio de síntesis para que se sostenga, y eso exige que convivan la frescura y el rigor, la agilidad y la exactitud. El cine de ficción tiende a sacrificar las proporciones de lo que cuenta en aras del resultado artístico, procedimiento de raíz antigua –helenística- que nunca se pasará de moda, pero el cine de divulgación histórica y científica no puede deformar las coordenadas.
               Teruel, una ciudad de frontera, el documental que se estrena mañana en el Maravillas, me sorprendió por lo bien que había sabido trenzar tantas y tan divergentes necesidades. En él se cuentan ocho siglos de historia de la ciudad y no solo no falta nada relevante sino que creo que es el canon del tipo de resumen que puede flotar en la conciencia colectiva. El guionista, Fernando Burillo, no deja en ningún momento de ser historiador, pero el realizador, Iranzo, tampoco de ser el cineasta de ritmo brioso y fluido. El uno escoge los hechos significativos, el otro alterna lenguajes visuales.
               Por la parte del guión, es de agradecer que huya de lugares comunes y generalidades, que ofrezca los datos precisos, los que se abastan para retratar el tiempo, pero también lo es que cuente la historia en sus proporciones. Siempre embutimos la Edad Media en una especie de siglo largo y oscuro, pero entre el siglo XII y el XVI, que es cuando los trabajos divulgativos empiezan a contar por siglos, pasó el mismo tiempo que entre el XVI y el XX. Siempre vemos la historia desde el presente, pero el ritmo narrativo de este documental, y sobre todo la forma de contarlo, hace ver las cosas en su debida proporción. El resultado es que las causas y las consecuencias parecen aguas del mismo río.
               Ese río es de aguas bravas. Iranzo ha usado recreaciones virtuales, figuraciones reales, planos superpuestos, entrevistas, actuaciones, paisajes y retratos, fotografías puestas en movimiento y secuencias de películas rodadas para la ocasión. El resultado es un espectáculo visual poco frecuente en los documentales de estas características, casi siempre sepultados bajo la coartada del rigor o desautorizados por sus licencias narrativas. No es el caso. Todo se termina antes de que pueda cansar, pero después de que haya sido bien explicado, algo que por otra parte dibuja la huella cinematográfica de Iranzo. Como montador le tiene alergia al detenimiento gratuito, algo que se agradece siempre, pero más en una obra de este género. A la inercia narrativa que se deriva de los hechos, casi todos espantosos, y al interés de la materia se suma este otro interés visual, el de la alternancia fluida de técnicas distintas, minuciosamente armadas, de la velocidad con que transcurre esta pieza de orfebrería documental.
               Porque tampoco era tanto de lo que se podía tirar. El arte se alimenta de limitaciones. La documentación visual, filmable, de la historia de la ciudad, por extraño que resulte, no da para una hora de película si se respetan esas debidas proporciones. No hay mucho donde rascar. Legajos, documentos, algún grabado. Pero no se puede construir un documental con imágenes de pergaminos, ni basta con la técnica del paisaje con figura, que ahora ya no se sostiene. En la acumulación de procedimientos que palían la escasez de documentación directa y en la sana negativa del director a abusar de las épocas mejor documentadas o de los testimonios agradables de escuchar, en medio de esas limitaciones es donde el artista debe brillar. Sin ellas, no solo no brilla, sino que ni siquiera es arte lo que hace. El espectador, al ver el documental, no me extrañaría que confundiese la exuberancia visual con abundancia de recursos, como si hubiera escogido lo mejor de muchas imágenes posibles, cuando la realidad es que ha tenido que construirlas casi todas porque no había casi ninguna.
               Y así es, un poco, el contenido del documental, la historia de Teruel. El título me gusta porque es verdad. Teruel era el far west de la Edad Media, una falla histórica, acostumbrada a los desastres, a los violentos movimientos tectónicos de soldados y aventureros que huían o avanzaban, que se escondían o retrocedían, donde siempre encontraban campo abierto para la batalla, en una tierra que ya nunca ha dejado de temblar y que de vez en cuando sufre los cataclismos de la condición humana. Las víctimas, invariablemente, siempre fueron sus habitantes, los que no iban ni venían, ni conquistaban ni defendían, los que se limitaban a vivir en una tierra peligrosa. Iranzo lo cuenta con esa resignada naturalidad con la que en Teruel se suelen resumir las cosas, con esa versión literal que por precisa toma rasgos de metáfora, cuando no de retranca: la escena de San Vicente sacudiéndose las zapatillas como Jaime Ostos es muy divertida, no menos que buena parte de las estupendas figuraciones, el gran acierto del documental, que nos deja hechos en la memoria pero imágenes en la retina: esa espada en el suelo, ese bautismo a la fuerza, ese desatado predicador. En esta película no se cuenta más de lo que sucedió, pero la impresión general es la de una imagen hermosa y dura, una cercanía en la penalidad, una lógica del conformismo y de la convivencia con los absurdos de la historia. Teruel se presta al surrealismo. Vista su historia en conjunto, yo creo que lo llevamos en la sangre.

20.10.13

Maestros de escuela


Esta edición de El amigo Manso, escrita en 1882, es de 1976. Es la que leyó mi hermana Pilar en el instituto, y seguramente, por eso mismo, la primera novela de Galdós que yo leí. Guardo como oro en paño esa portada de Daniel Gil (¡cuánto se le echa de menos!), aunque la edición que leo, llena de subrayados y anotaciones, es la de Francisco Caudet para Cátedra, que, según tengo anotado, leí por penúltima vez en junio de 2006 (de hecho hay fragmentos con la palabra Balbino en el margen, porque por esas fechas estaba a punto de empezar Los ojos del río), y ahora he vuelto a leer.
               Supongo que esta novela me gusta por la misma razón por la que le gustó al lector Baroja o al lector Unamuno. Siempre digo que El amigo Manso es un referente del 98, pero casi habría que decir que es la primera gran novela del 98. Baroja espumaría el caldo para que la prosa no se le espesase tanto, pero en esencia es lo mismo. Y algo parecido cabría decir de Unamuno, que arrancó las primeras y las últimas páginas de El amigo Manso y con ellas escribió Niebla. Unamuno era un mozo cuando la publicó Galdós, y Baroja un niño todavía, pero en las novelas de uno y otro siempre se me aparece este Máximo Manso como un recuerdo pluscuamperfecto, adherido a la memoria más allá de la consciencia, como si fuera uno de esos libros que por vez primera los hicieron removerse en el asiento y pensar que la literatura servía también para otra cosa.
               Como novela, para mi gusto, solo tiene un fallo. La anagnórisis de Manolito Peña, que sucede en la página 354, ya se ve venir, al menos, desde la página 333. Tampoco creo que Galdós buscase una sorpresa como la que se lleva Manso, cuando se entera de que hay un Acis que ronda a su Galatea, en este caso un discípulo suyo que ha enamorado a la bella Irene. Pero durante muchas páginas nos ha ido llevando con el cebo de José María, el hermano de Máximo, un indiano despilfarrador con una familia que es como un jardín de guacamayos, divertidísima. La Niña Chucha (sí, sí, también suena a 98), Lita o Rupertico son un coro caribeño metido a comer garbanzos, y puestos a ver el espectáculo de que el cabeza de familia beba los vientos por la institutriz, que es de la parte de Hortaleza.
               Máximo Manso es un profesor krausista que vive “en decorosa indigencia”, un Stoner madrileño del siglo XIX, y virgen. Su alumno, Manolito Peña, el hijo de la vecina, es un Mozart que se aburre con la metafísica, y Máximo un Salieri que intenta preservarlo de la pomposa vaciedad ambiente. Quiere educarlo a él y quisiera educar también a Irene, la sobrina de otra vecina, una muchacha que quiere ser maestra y de la que Máximo se enamora como un cepo. Es entonces cuando viene José María, el hermano, tocando las maracas, y se fija también en la muchacha. Esta parte es extraordinaria. Lica, la mujer agraviada, y su madre, La Niña Chucha, le cogen el punto al culebrón habanero a las primeras de cambio. Galdós se lo pasa bomba con los dramas y las comedias de estas dos mujeres estupendas que se merecían ellas solas una novela solo por lo bien que lo han hecho en esta. Su trabajo era distraernos. Si José María visitaba a Irene como Juanito Santacruz a Fortunata, Galdós podía, de paso, ir preparando la aparición estelar de Manolito Peña. Galdós escribe hasta que al lector se le haya olvidado, y vuelve a sacarlo desde detrás de un escenario, en la velada en la que tío y sobrino compiten en oratoria, junto con una porción de músicos y recitadores (entre ellos Sáinz del Bardal, quizá modelo de Luis Longares para el poeta comunista de Los ingenuos), y Galdós se luce en la gran escena de masas y nos cuenta un chafarrinón en el que late el tema de toda la vida. Él, Manso, era como Catón, recto y sincero, limpio y concienzudo; Sáinz del Bardal y toda la cuadrilla son asianistas vaporosos, que es lo que parece que triunfaba; y Peña es como Esquines, el improvisador genial, el encanto natural. Y ese es el encanto natural que también ha visto Irene, seducida igual que todo el público del teatro, o quizá más porque, como descubre Manso al final, ni siquiera se trata de amor a la persona sino a la posición social. Irene no es aún la Electra de 1902. Irene es una muchacha que sabe lo que vale un peine y ha visto en Peña, además de un novio guapo, un buen partido. Galdós nos hace comprender cómo se siente Polifemo, aunque sea un catedrático empeñado en seducir a Irene por la vía de la razón.

¡Bonito espíritu de adivinación tenía este triste pensador de cosas pensadas antes por otros; este teórico que con sus sutilezas, sus métodos y sus timideces había estado haciendo charadas ideológicas alrededor de su ídolo, mientras el ser verdaderamente humano, desordenado en su espíritu, voluntarioso en sus afectos, desconocedor del método, pero dotado del instinto de los hechos, de corazón valeroso y alientos dramáticos, se iba derecho al objeto y lo acometía!

               ¿No es este el hombre de carne y hueso de Unamuno? ¿No es el hombre de acción de Baroja? Peña es el héroe de acción, el que se lleva a Eugenia en Niebla, el que busca un tesoro en La Busca, pero Manso es el héroe de inacción, es Augusto Pérez y es Manuel Murguía e incluso Andrés Hurtado.
               En Unamuno, además del amor a la metaficción, que a Galdós y a él le vienen de Cervantes por línea materna, está “el dolor que me dijo que yo era un hombre”, y esa necesidad crispada de serlo: “No me hable usted de teorías, hábleme de sucesos, no me hable usted de sistema, hábleme de hombres”, lema que también podría haber acompañado cualquier cartapacio de la ILE, junto al de “fuera santos y vengan catedráticos” o al de “no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos”.  Y sí, el giro final es la gota que treinta años después se convirtió en niebla. Pero cualquiera que oiga párrafos como este debería replantearse la autoría de muchas ideas del 98:

Era necesario distinguir la ptria apócrifa de la auténtica, buscando ésta en su realidad palpitante, para lo cual convenía, en mi sentir, hacer abstracción completa de los mil engaños que nos rodean, cerrar los oídos al bullicio de la prensa y de la tribuna, cerrar los ojos a todo este aparato decorativo y teatral, y luego darse con alma y cuarpo a la reflexión asidua y a la tenaz observación. Era preciso echar por tierra este vano catafalco de pintado lienzo, y abrir cimientos nuevos en las firmes entrañas del verdader país, para que sobre ellos se asentara la construcción de un nuevo y sólido Estado.

               Sí, son ideas del Regeneracionismo, el mismo del que ironizaba Baroja, pero no Unamuno. Quizá Baroja fuera más parecido a Manso, más descreído, más ingenuo y menos optimista que Galdós. Pero el caso es que en esta novela no dejo de pensar en él. Desde el cínife de doña Cándida (que creo que está al principio de La sensualidad pervertida) al repelente Sáinz del Bardal, pasando por fragmentos enteros que no desentonarían en absoluto en una novela de Baroja: la descripción de los flamencos del café o, sobre todo, la larga escena de las nodrizas, tratadas como animales, por las que Galdós, sorprendentemente, no parece sentir el menor aprecio. Quizá es lo único raro de la novela; raro por ser Galdós, pero normal si se toma como método naturalista. Con esa misma aprensión describirá Baroja el lumpen madrileño. Incluso esa aceptación final de la realidad que ensaya Manso es un buen modelo de cómo traducir a novela el término ataraxia.
               Pero lo que más les tuvo que atraer de Manso fue que hablara en primera persona y que fuera tan verosímil. Manso es el inadaptado, el que ama idealmente, más de lo debido, el bueno por convicción ética del que los demás abusan por convicción mundana. Manso es maestro de escuela es un país que despreciaba la educación entonces y la sigue despreciando ahora. Manso es eso que las madres nos decían cuando nos llevábamos algún disgusto por algo que a los demás les traía al fresco: es que no vales para este mundo. Pues eso, Manso no vale para este mundo y arrastra su sombra por todos los pisos del gran edificio madrileño. Me imagino a Baroja descubriendo un modo de ser, una novela en la que el héroe no es el que se queda con la chica ni el que se hace rico ni el que tiene éxito. Manso no tiene nada de los héroes de ficción: no existe, como dice nada más empezar la novela. 
               Quizá no sea su novela más redonda. Creo que para hacernos olvidar a Peña y mantener una especie de suspense teatral echó a la prosa más paladas de las necesarias, y su último agón con Manolito hace pensar que Galdós, en el fondo, no lo cree tan angelical (¿y si de veras Peña le hubiera hecho caso?). El papel de Irene queda un poco deslucido. Tarda Máximo en comprenderla, no tanto como su futura suegra, que no entiende cómo es posible que su hijo se case con una maestra de escuela ("¿Qué dirá la gente?"). Pero desde luego es una de las novelas más trascendentes. Esta sí fructificó, y de qué manera. Tanto que su brillante escuela, sus Manolitos Peñas, no solo renegaron a veces del maestro sino que, con el tiempo, alejaron esta novela de los planes de estudios. Una pena.

17.10.13

Herbario


En Teruel no dejan de pasarme cosas raras, y eso que no vivo allí. Estos tiempos atrás ya conté aquí que en Monreal del Campo, en el IES Salvador Victoria, Pedro Moreno había leído con algunos alumnos mi novelilla Otoño ruso. Ahora me acabo de enterar de lo que se trae entre manos María Jesús Pérez, del IES Segundo de Chomón, de quien también se habló aquí hace mucho tiempo a propósito de su estudio sobre la Baronía de Escriche. Este verano leí con diversos tipos de admiración un trabajo sobre grutescos barrocos en las iglesias de Levante que había organizado con unos pocos alumnos de 2º de Bachillerato. Durante el verano, en vacaciones, terminaron sus investigaciones y redactaron sus trabajos, que fueron después publicados a doble página en el Diario de Teruel. Cada alumno firmaba su artículo, serio y bien escrito, y lo ilustraba con imágenes de las pinturas bestiales que adornaban los conventos y las sacristías. Un tipo de admiración era por lo interesante que resultó esa serie con independencia de quién lo hubiese firmado, y el otro tipo de admiración era, obvio es decirlo, puramente profesional.
               Pues ahora se le ha ocurrido a esta mujer algo incluso más surrealista que los grutescos: utilizar dos folletines míos para un trabajo sobre novela histórica. Los alumnos visitarán los lugares de las novelas, se informarán con los mismos periódicos de la época que yo utilicé, sabrán cómo se forjan las flores de hierro, conocerán el estado de la medicina por aquellos tiempos y, lo mejor de todo, se inventarán sendos finales alternativos. La verdad es que María Jesús sabe el terreno que pisa. En las dos novelas (y también durante el verano, como con los alumnos) fue mi asesora particular, pero no solo en materia histórica y artística, sino, sobre todo, en materia botánica, en la que también es especialista. Ella me ayudó a encontrar el cnicus benedictus, el cardo bendito que da sentido al folletín modernista, y me avisó de que ciertas flores que yo ponía estilo Rubén Darío, fuera de lugar y de tiempo, no podían crecer ahí ni en broma. En La enfermedad sospechosa hice a Ramón, el maestro protagonista, muy aficionado a la botánica, admirador de Loscos y amigo de un monje franciscano experto en flores silvestres, de modo que María Jesús se convirtió en mi manual de referencia mientras la estuve escribiendo. O sea que sabe cómo está el paño.
               Aquellos folletines fueron flor de un día, literatura efímera, pero estos amigos herboristas me les están dando una segunda vida. Aún no se van del todo.


13.10.13

Rosa González con kimono japonés


Tenía ganas de ver en conjunto la obra de Rosa González, cuadros que se remontan a finales de los 80 y que, casi tres décadas después, viven y colean como el primer día, pero todos juntos me dan una idea más cabal de la sensaciones que durante todo este tiempo me han ido produciendo. No es Rosa González la única artista que vive y trabaja en Teruel de quien jamás he comprendido que renunciase a exponer lo que hacía, incluso que se tomase tan dilatados descansos como parte de su ritmo creativo. De las sensaciones, digo, porque son dos clases aparentemente contrapuestas: el sosiego y la perturbación. Muchos son estampaciones con un fondo brumoso y claro (otra apariencia de contradicción), como esos nimbos entre los que quiere hacerse hueco una luz blanca, una pálida reverberación cuyo brillo intensísimo resulta ser lo único del cuadro que no tiene color. Así dibujaba Antonio López la luz de las bombillas, rascando el papel con la uña, y así da la sensación a veces en estas pinturas en absoluto abstractas, aunque tampoco figurativas. Esos nimbos profundos (la luz está siempre dentro: se asoma, no se mete) suelen estar rajados por una franja horizontal, a veces -en uno de mis preferidos- un trazo encarnado, pintado directamente desde el tubo, o estampado, o bien, más frecuentemente, un rastro negro horizontal que rezuma siluetas neurálgicas, como fractales. Esas franjas son dramáticas, pero no violentas. En las nervaduras de la sombra negra, en sus deltas diminutos, hay un sosiego que no se sabe cuánto tiene de premeditación, pero que desde luego no se contenta con el vigor aparente y resultón de los trazos rápidos y de los frotamientos. Es curiosa esa sensación de miniatura en el caos de una mancha, de ascetismo primoroso en el azar del tacto y de la estampación. Pero la zanja es negra, abre el cuadro pero está por delante del cuadro, como una supuración del cuadro, la llaga de esa concavidad de la que hablaba Gaya, y que no es más que la invitación a la realidad, no la realidad. Es fácil, para un mirón corriente como yo, establecer analogías con las costras y con las heridas, y a través de ellas con el ánimo de búsqueda, de apertura dificultosa, de fondo inaccesible, nunca tan solo expresivo. Mostrar es algo estático, pero buscar, adentrarse por la tela es dinámico, sobre todo si se maneja tan bien la perspectiva, la sensación de profundidad.
               Pero la profundidad es una cuestión de técnica. La hondura es otra cosa, y me da por pensar que aquí la hondura, la mucha hondura, viene de la parte del Japón, y a lo mejor es eso lo que explica la falta de prisa que ha animado a Rosa González. Hay y ha habido tiempo en los cuadros. La perturbación es un ungüento que se aplica con delicadeza, las heridas son profundas pero limpias. Decía Tàpies que él, muy ajaponesadamente, solo aspiraba a una pincelada, una sola pincelada que fuera el cuadro entero, la sustancia completa y completos sus accidentes. Lo que en él podía parecer despojamiento, sin embargo era búsqueda. Ese trazo que corta los fondos nimbados profundos en los cuadros de Rosa González tiene más de japonés que de Tàpies, con quien no tiene absolutamente nada que ver. Tàpies enseña a ponerse estupendo, pero aquí hay más calma que arrebato, no se ve la precipitación por ningún sitio, pero tampoco la orfebrería. Las cosas fluyen y están en movimiento, pero es un movimiento permanente en el sentido en que puede serlo la calma, como si hubiese esperado a captar un momento de la cambiante realidad del cuadro, algo que parece venido de otra parte y que se dirige a otro lugar, con causas y con consecuencias, con presente y con pasado. La pintura se mueve, los filamentos de las humedades parecen observados más que pintados, contemplados en su desarrollo, vistos nacer.

  
          Yo no llamaría abstracta a esta pintura, como tampoco llamo abstracto a Zóbel, al menos no en el sentido habitual. La abstracción es siempre una llegada, un término, que como tal suele quedarse sin vida, o al menos detenido. Con los años he aprendido a no sentirme incómodo por no disfrutar de las ocurrencias. Estoy de arrebatos geniales hasta las narices. Viva Patinir. Últimamente saco más placer de un cuadro cuantos más estratos tenga y más fácil resulte vincularlo a la naturaleza, y no solo para disfrutar de su profundidad sino de cómo están tejidas sus entrañas, del tiempo que ha habido que esperar hasta que el cuadro, más que ser pintado, brotase. Me gustan los cuadros que no se terminan, pero que están perfectamente terminados. Prefiero que a la hora de describir un cuadro me salgan más imágenes del cielo que algoritmos teóricos. Yo no sé de pintura ni de teoría. Pero esos cuadros han sido creados, no solo pintados, y viven.
               Ahora lo lógico sería que Rosa González no decidiese aguardar otros tantos años para poner a nuestro alcance sus investigaciones en el territorio de la claridad. Por lo que a mí respecta, ojalá siga la senda japonesa, la estética del trazo suficiente, los cielos inquietos, las aguas entrevistas, los jardines intuidos. 

9.10.13

Perseverancia


“¿Por qué no es este libro más famoso?”,  se preguntaba el escritor C. P. Snow en 1973, ocho años después de que se hubiese publicado Stoner, de John Williams[1]. Parece ser que, cuando Williams publicó Augustus, la popularidad avivó un poco el interés por aquella novela sobre un profesor corriente, pero hasta varios años después de su muerte no empezó a ocupar el sitio que corresponde a su extraordinaria calidad. En 2007, un crítico neoyorquino de campanillas dijo que era “una novela perfecta”; le secundó otro londinense, y poco después se fijó en ella Edicions 62. Para 2010, muy subrepticiamente, ya la había publicado Baile del sol en castellano, y va por la cuarta edición, con varias reimpresiones. Se conoce que también aquí lleva camino de ser una novela de culto.
Stoner cuenta la vida de un profesor de literatura entre medieval y renacentista de la universidad de Misouri. Sus comienzos en una granja, de los que le quedarían las manos grandes, y eso que Flaubert llama algo así como las callosidades del carácter que tienen las gentes del campo. Su ingreso, muy suave, sin contratiempos, en el departamento de inglés, y su vida lejos de la gloria, metido en sus libros, fuera de los cuales, salvo que estuviera en clase, todo es un desastre. El matrimonio sin amor con una neurasténica, las pullas y putadas de los compañeros, el hedor a tabaco frío que solo se mitiga con el dulce aroma de los libros.
He leído elogios de Vila-Matas y de Rodrigo Fresán, que abundan, de un modo u otro, en la perfección de la novela. Supongo que cuando hablan de perfección se refieren a la exquisita depuración de la prosa y del ritmo narrativo, a la dispositio de los elementos, al estilo transparente, sin regodeos, sin innecesarios lucimientos, tan solo cuando, casi siempre en descripciones de paisajes, el autor enciende un poco más el sentimiento, siempre con el límite del buen gusto. Y sí, es verdad, uno tiene sensación de novela redonda, ágil y clara, pero no tanto como para forzar la velocidad o vaciarla de sustancia, más bien en ese navegar tranquilo que uno disfruta cuando lee a Tolstoi. De hecho hay algo de Pierre Bezújov en Stoner, la bondad como autoimposición moral, la paciencia como energía del espíritu, el entusiasmo como necesidad interior, y una esposa clínicamente insoportable. Y digo Pierre porque sería muy fácil hablar de Bartleby,  pero Bartleby carece de entusiasmo. Lo que Stoner tiene de tolstoiano es que no permite que la decepción lo arrastre aguas abajo, al menos en aquello que sostiene su vida, y que es su condición de profesor. El muchacho que ingresó en la universidad con las uñas llenas de tierra para estudiar Agricultura se enamoró de los cursos de literatura, se metió en una clase, y ya solo salió de ella en los siguientes cuarenta años para decorar su vida con fracasos o permitirse una semana de absoluta felicidad. Pero lo que en otros personajes sería un cambio de orientación, en Stoner es un breve claro en el cielo, un día de sol, el clímax que precede a la tristitia, que diría Galeno, y a la sensación de fracaso.
Eso también es muy ruso: redimir a los personajes, pero no desmadrarlos, al tiempo que lo contrario implica un pequeño truco narrativo que aquí funciona estupendamente bien.  La esposa de Stoner no tiene un pase, ni un solo motivo de comprensión. No se redime nunca; es Stoner, como un párroco moribundo, el que perdona los pecados a la insensible viuda. Pero nos hemos pasado la novela entera deseando que Stoner se separase de ella, justificando su necesidad de separarse, al menos de vengarse, de decirle algo alguna vez. La mujer está tan al margen que no se le ven las dimensiones, y eso, que en fundamentos de perspectiva puede que sea lo perfecto, en fundamentos de vida no lo es. La mujer de Pierre no es tan idiota como la de Stoner. Y esta simplicidad de los personajes secundarios se puede extender a Gordon, el único y distante amigo de Stoner, y a Lómax, un capullo que lleva un bulto en el cuello donde esconde el papel de malo. Este Lómax es el imbécil que la toma con un compañero del departamento y que entrega su carrera a la sagrada misión de hacerle la vida imposible, un sujeto deforme que supura resentimiento y mala baba. Sí, retrata muy bien, desde luego, a ese tipo de individuo, pero su lugar allá detrás del plano principal, con trazos demasiado gruesos para que se vean en la distancia, no deja de ser un tanto tópico. Tampoco él se redime. Aquí, salvo Stoner, no se redime nadie.
Esto es una opción, no una debilidad. Pero es una opción que Tolstoi no suele escoger. Me cuesta recordar un personaje de Guerra y paz, hasta el zángano del Hipolite, que no sea comprensible, es decir, a quien el autor, desde detrás del escenario, sin que se le vean las manos, no haya hecho algo por comprender, para lo que por regla general solo es necesario ponerse en su lugar, clave primera y última de la novela realista de cualquier época. A la mujer de Stoner y al compañero vengativo los rechazamos como personas pero también como personajes. Cada vez que entran en la novela estamos esperando que se larguen y dejen solo a Stoner, con quien nos sentimos más a gusto porque habla con franqueza de los fracasos cotidianos, porque tiene aguante y porque sabe controlarse. Se enfrenta al mundo con el aplomo necesario para no descomponerse ni sufrir más de lo debido. Acepta las cargas del destino a condición de no entusiasmarse con ellas, porque el entusiasmo, el amor, se centra en la razón de ser, en este caso los libros y su condición de profesor.
Incluso dentro del gremio Stoner representa el paradigma de cierto tipo de profesor que se afana incluso más de lo debido en su trabajo como medio para no replantearse su profesión. El que tiene muchas cosas que hacer no piensa en las cosas que no hace. El profesor ya sabe lo que es, ya sabe lo que le espera, y disfrutar de ello depende también de su fortaleza de carácter. Quizá esa perfección de la novela la ven en lo verosímil que resulta esto, esta actitud ante la vida, la única posible para la gente corriente, sean o no profesores. El mundo se divide entre ricos y pobres, guapos y feos, altos y bajos, pero también en gente que trabaja en lo que desea y gente para la que el trabajo es una carga más o menos insoportable, pero nunca grata. Stoner se refugia en sus clases y en la falsa humildad, valga la redundancia. Necesita hacer bien su trabajo por una cuestión de orgullo profesional, no solo de satisfacción interior. Necesita protegerse ante sus compañeros con la armadura del prestigio, su discreción es huidiza, su amabilidad es distante, su sencillez inabordable. Las esperanzas que tenía puestas en sí mismo se han quedado, como todo en esta vida, a mitad de camino, pero lo que tiene, hacer bien lo que tiene, para él es suficiente, nutre su integridad y su amor propio, y hace llevadera la mediocridad.
De este tipo de héroe ya he hablado alguna vez en estas bernardinas. Es el héroe a pesar de sí mismo, abnegado y firme. Y es, en Stoner, como una luz invernal que ilumina la novela, la eterna posibilidad de reducir el destino a un objetivo, a un rincón privado, aunque sea en un chamizo del jardín; en el caso de Stoner, de reducirlo a los libros, mientras afuera el mundo se va descomponiendo.
Poco antes de morir, el escritor Gonzalo Torrente Ballester, otro buen realista, concedió una entrevista en la que, nada más empezar, cuando el presentador hablaba de lo gran escritor que era y tal y cual, lo interrumpió y le dijo: “No, no, perdone. Yo no soy escritor. Yo soy profesor, y un buen profesor”. La alegría que da leer Stoner procederá de su deliciosa transparencia, de su meticulosa claridad, de lo excepcionalmente bien escrita que está, no lo sé, pero el caso es que se sostiene porque es eso, su condición de profesor, de buen profesor, lo único que no se derrumbará en su vida si él no quiere.



[1] Este artículo de Gaby Habash da bastantes detalles sobre la peripecia editorial y su sigilosa recepción.

6.10.13

Canadás


Conviene hacer un alto al principio de la segunda parte de Canadá, de Richard Ford, por la sencilla razón de que la primera, de 250 páginas, no solo es extraordinaria (lo que más me ha gustado de Ford, sin duda) sino que no habría pasado absolutamente nada si la hubiesen publicado como novela autónoma. Pero, desde el momento en que la segunda parte, igual de larga, promete tanto como la primera, igual es preferible hablar de ellas por separado, sin tener en cuenta la una para la otra. Esto no es sacarle un defecto prematuro, valga la hipálage, sino doblar el placer y sobre todo retener lo más posible su frescura.
               Porque esta novela es fresca. Aparte de sus libros de relatos, Rock Springs o, más recientemente, Pecados sin cuento, que siempre me interesan, como novelista dejé de leerlo con El Día de la Independencia, que, para qué negarlo, me aburrió. Pero a principios de los noventa me había divertido mucho con El periodista deportivo, porque la manera de contar su vida de aquel Frank Bascome era perfecta para contarme lo que, recién llegado a Madrid, yo mismo veía. Lo leí, claro, llevado por la inercia de Raymond Carver, uno de mis grandes descubrimientos por aquel entonces. Mío y de todo el mundo, porque en los 90 solo se escribían cuentos Carver, escenas cotidianas, minuciosamente descritas, meticulosamente anodinas, llenas de gente con problemas que cada dos páginas abre una lata de cerveza. Era aparentemente fácil y casi todos los cuentistas lo intentaban, pero entrañaba un doble peligro: hacía pensar que cualquier cosa, incluso la propia vida, podía convertirse en cuento, y que la etiqueta de realismo sucio se refería al estilo, que no era producto de la depuración poética sino de escribir de cualquier manera. Richard Ford, si no discípulo de Carver sí su heredero, o al menos el mejor afín superviviente, siempre ha cimentado sus historias sobre esas dos columnas: buenas historias y un lenguaje muy depurado. En El periodista deportivo, además, había encontrado el modo de trasladar el mundo de aquellos cuentos a una narración continuada, con esa voz que, como digo, servía entonces para narrar el mundo.
               Luego Ford se hizo novelista exhaustivo. Es un sarampión adulto que también tuvo Irving con Hasta que te encuentre y tantos otros con esos novelones forrados de detalles que no parecían tener más objeto que llegar a las mil páginas, como aquel que al menos una vez en su vida decide recorrer un maratón. Así me supo El Día de la Independencia, con una profusión de detalles agotadora, sobre todo porque estaban al servicio de la descripción de los personajes y no de lo que se narraba. Era el mito del tour de force, que a veces sale bien (Gurganus), y a veces, como decía el otro, lo arrojas a la piscina.
               De modo que empecé Canadá (500 páginas de apretada tipografía, nada de letrajas) con la duda de si no sería otra nueva entrega de exhaustividad y matrimonios en crisis, y lo que me he encontrado ha sido una novela (de 250 páginas, la primera, ya digo) admirable, magistralmente construida, narrada con delicadeza y fluidez, minuciosa, sí, pero siempre justa, nunca pleonástica o cargante, con la misma sosegada lucidez con la que hablaba Bascome pero sin demasiadas reflexiones, tan solo las más oportunas, las que nacen de glosar escenas estupendas por sí solas.
Todo se cuenta desde la mirada de un chaval de quince años, a principio de los 60, en la Norteamérica profunda, a través de la memoria de un profesor ya jubilado que se empeña, y lo consigue, en no salirse de aquellos ojos de quince años, de lo que veía y lo que sentía, de cómo juzgaba las cosas entonces, cuando las encontraba, no ahora que todo puede juzgarse. Su realidad entrevista no incluye la verdad de nadie, sino lo que se puede ver de esa verdad, los datos que nos hacen imaginar la verdad. La infancia y la memoria ven los colores que flotan, las sonrisas que destacan, los gestos desde detrás de una puerta, el sudor, el miedo, el desamparo, todo ello pintado sin colores fuertes, con la suavidad de lo que se debe amar para que uno se reconozca como digno de ser amado. “Nuestros padres siempre nos quisieron”, “siempre quise a nuestros padres”, se repite alguna vez, y eso significa que la narración no se emponzoña nunca de resentimiento, jamás carga las tintas contra sí misma, la muestra en su desnudez, en su mirada limpia, narrada sin arrebatos pero con un profundo sentimiento que por ahí he leído calificar de elegíaco. Este no es un libro de lamentaciones. Con decir que es hermoso y profundo yo creo que nos habríamos entendido.
El chico, Dell, no juzga, comprende, y es eso sin duda lo que más me gusta de esta primera parte. Comprende al padre que huye jubilosamente hacia ninguna parte, a la madre que se dejó llevar, a la hermana que se marchó. Ford comprende incluso a los carceleros y a la amiga de su madre y a los indios que vigilan a su padre. Incluso lucha por comprenderse a sí mismo, cada día, mientras a su padre se le metía en la cabeza atracar un banco y su madre terminaba siendo cómplice de la chapuza y a los dos días ya los habían metido en la trena. No hay más narración, y el propio autor, como se hacía en las comedias clásicas, explica con claridad el argumento entero, para que nadie espere más de lo que hay, pero sí todo lo que hay. Excepto, quizá, una detallado y violento relato del atraco, que Ford ventila con ligereza, porque no es eso lo que íbamos buscando. No son los hechos los que forman la vida sino las circunstancias que llevan a esos hechos y las consecuencias que de ellos se derivan. Los hechos no son más que hechos, datos ruidosos, pero datos.
Y lo que hay, además de los hechos, es mucho: capítulos cortos, escenas descritas, pulidas, amparadas en detalles, en gestos, en miradas, en objetos, nunca más de lo debido, siempre con esa desnudez obligatoria que es lo contrario de la exhaustividad y lo propio del verdadero realismo. Ford termina las escenas como aquel que coloca la última pieza de un puzle con cuidado de no estropear las otras muchas que hay ya puestas, de modo que no sobre ni falte ninguna, o solo la que se come el protagonista en una escena memorable. Pero también se ocupa de que la novela nunca parezca el resultado de esa estudiadísima colocación de piezas sino del flujo narrativo, transparente y hondo, sobrio y natural, luminoso sin más alarde que el de la palabra justa en el sitio adecuado.
La segunda parte, en cambio, no tiene nada, pero nada que ver con la primera. Al chico, Dell, lo acaba recogiendo, por así decir, el hermano de una amiga de su madre, Arthur Remlinger, un tipo raro al que no podía dejar de imaginarme como el hermano superviviente, violento y suicida, de Sartoris, o como a aquel personaje de Leviatán que se dedicaba a poner bombas en las estatuas de la libertad. Lo que en la primera mitad del libro era proporción y desnudez, en esta segunda parte se embarra de descripciones inventariales, muchas de ellas repetitivas, y personajes que no parecen ir a ningún sitio: Charley, el criado de Arthur Remlinger, un sujeto medio salvaje que, sin justificación de ningún tipo, narra el pasado oculto de Remlinger, que hasta entonces, un poco demasiadamente, había sido como el Kurtz de la narración, el héroe ausente del que se van sabiendo atrocidades poco a poco. No es ocioso que cite al propio Conrad, casi al final de la novela, cuando en un epílogo tipo muchos años después retome la primera parte y nos haga pensar que o bien nos ha escamoteado la continuación de la primera, o bien ha empalmado dos novelas distintas.
Esta segunda historia se basa en un tópico mefistofélico: el anarquista huido (anarquista americano, más cerca del Tea Party actual que de otra cosa) que debe cargar con su pasado cuando viene a visitarlo en forma de dos sujetos bastante estúpidos que pagan por entrar en la ratonera donde los van a matar. Así como la primera parte es una historia redonda a la que no le falta de nada, esta segunda se queda debajo de una hojarasca de reflexiones pleonásticas y una carpintería de referentes clásicos que hurtan al lector, como se suele decir, el cuerpo de lo que se le cuenta.
Las últimas frases del libro, después de un final algo tedioso, un reencuentro forzado con su hermana melliza, medio siglo después, quizá sirvan para justificar este injustificable zurcido: “tendrás una oportunidad mejor en la vida… si te supeditas, como sugirió Ruskin, al mantenimiento de las proporciones, a enlazar las cosas desiguales en un todo capaz de preservar lo bueno, aun cuando haya que admitir que lo bueno no es a menudo fácil de encontrar”.
En este caso es bastante fácil. Lo bueno es la primera mitad, magnífica, y lo malo es ese apaño que solo puede justificarse desde la hipótesis de que alguien pueda encontrarle relación. La prosa trepidante, además, devora alguna de las mejores cualidades de la primera parte. Allí hacía calor, era verano, agosto. En esta segunda parte es Canadá, otoño cinegético, primeras nieves. Y, para asombro del lector, en la novela nunca llega a hacer frío. A lo mejor es que nos imaginábamos en algún repliegue de la conciencia el río Congo y no el lago Reindeer.

Hormonas desafinadas


De modo que fuimos a ver El último concierto, la película de Christopher Walken, que luego resultó que no era de Christopher Walken sino de sus compañeros de reparto. Queríamos ver una película hablada, de manos largas y buenos modos, esos apartamentos con piano y esas camisas de algodón que tanto nos gustan en las películas de Woody Allen, y lo que nos encontramos fue otra película desperdiciada por el horror vacui, rellenada, como siempre, por esa obsesión morbosa que sienten los norteamericanos hacia los líos de cama. El punto de partida es excelente: un evidencia musical que se convierte en hermosa metáfora. Beethoven compuso un cuarteto de cuerda con la indicación expresa de que se tocase, en los 40 minutos que dura, sin interrupciones que permitiesen afinar los instrumentos. Eso quiere decir que la pieza está viva, y que naturalmente los instrumentos sonarán peor cuando se acaba (o los músicos se adaptarán a las crecientes limitaciones).
El abanico de interpretaciones que brinda esta metáfora da muchos aires distintos, pero el director, Yaron Zilberman, se conforma con los vapores rancios de toda la vida. El problema es que el chelista del cuarteto (Walken) empieza a notar síntomas de párkinson, y eso genera una cascada de pequeños dramas en los otros miembros del cuarteto, a cuál más culebrero. Dos de ellos (el sobreactuado Seymour y su convincente esposa, Catherine Keener -¿todavía no la ha llamado Woody Allen?-), están casados pero él se la pega con una bailarina de flamenco (ole) y la mujer lo echa de casa. La hija, para que no haya solo un argumento ni solo dos, se lía con el primer violín, al que resulta que su padre envidia porque él, Seymour, es solo segundo violín.
Memeces. Al final todo se arregla y el concierto es muy bonito. Por el camino queda el papel de Walken, que tiene que esperar sentado casi toda la película a que sus compañeros pongan orden en sus hormonas. Me pasa últimamente con libros y películas: ¿por qué los directores no se atreven a entregar la historia a un personaje? No se fían de su propia pericia, prefieren la vulgar maniobra de contar varias historietas a la vez, como sucedió en Cruce de caminos, aunque en este caso las historias tengan algo más de cohesión. Sustituyen el giro argumental por el argumento nuevo, y así uno no termina de entender a la hija ni a la madre ni al sobreactuado padre, no lo que hacen sino por qué demonios lo hacen; por qué, siendo artistas cultos, hacen semejantes tonterías de telecomedia. A Walken sí se le entiende, pero es que Walken es muy bueno, y aun así es evidente que no le han dado más que escenas que deberían ser el resultado de otras escenas que no están. Todo es informativamente relevante, como en la tele, pero escasean los símbolos, las secuencias que no avanzan pero ensanchan, la naturalidad de la historia. En eso, ciertamente, no se parece mucho a Woody Allen.
Uno sale del cine pensando en qué ha aprovechado el director de la metáfora inicial, la de los instrumentos que se desafinan a lo largo de la interpretación. Él ha hecho que todos desafinen: uno con párkinson, otro con envidia, otro con celos y otro que se lía con la hija de sus compañeros. Pero al final, ay, todo está afinado como por ensalmo, un demiurgo bueno lo pone todo en su sitio. Walken y la hija de los compañeros sacrifican lo que haga falta en aras de la continuidad del grupo, y el grupo se besa y se perdona y se sonríe. Yes we can.
Es decir, que el final está sorprendentemente afinado, quizá porque los músicos se saben adaptar a las desafinaciones, e incluso cambiar de intérprete a mitad de concierto. Pero no es eso lo que esperábamos, no al menos esos gallos cómicos. En esa última escena sucede algo que es lo que debería haber sucedido durante toda la película. Cuando, después de la interrupción (silencio, expectación y lágrimas) para cambiar de músico (Walken deja paso a una japonesa, Nina Lee, que dice más en sus movimientos rígidos y convulsos que muchas frases huecas de la película), el primer violinista se dirige al público y le dice algo así como: “Disculpen que no comencemos por el compás donde nos hemos detenido. Empezaremos un poco antes. Los caballos necesitan espacio para emprender la galopada”. Y eso es, espacio, lo que necesitaba está película. Todas sus secuencias están reiniciadas de golpe, a una velocidad que no es la que te esperas en una película de violines con diálogos interesantes, tan interesantes como: “¡Oh, es mi madre. Sal por la ventana, rápido!”
            Puestos a fabular, me habría resultado mucho más interesante ver cómo los músicos acompañan la decadencia del chelista tocando piezas más hondas emocionalmente y más asequibles técnicamente; ver cómo iban desnudando su repertorio, recorriendo con su amigo los metros finales, y preparándose para la llegada de la japonesa, que es el personaje que debería haber ocupado el lugar de la hija seductora. Lo malo es que entonces, tal y como están las cosas, la película no habría llegado hasta aquí.

Trucos de feria


No suelen gustarme las traducciones de títulos que aprovechan para resumir la película, aunque a veces hay que agradecérselo porque, más que resumir, advierten de su contenido. Así sucede con The place beyond the pines, que en la cartelera viene como Cruce de caminos, acaso porque el protagonista, uno de ellos, se llama Cross. Hicieron lo mismo con Short cuts, aquella gloriosa película de Robert Altman sobre cuentos de Raymond Carver, que aquí se tradujo como Vidas cruzadas. Las dos ensayan el género de la coincidencia: la de Altman me gustó porque detrás estaba Carver; la de Cianfrance, en cambio, que vimos la semana pasada, no solo me pareció una mala película, corta para lo que cuenta y larga para lo que narra, sino un síntoma, otro, de la decadencia argumental que padecemos.
               El otro día le comentaba a un amigo cineasta que su generación, la que nació en los 80, está enferma de academicismo. Han leído demasiadas veces la entrevista de Truffaut, han ido a demasiadas escuelas audiovisuales y talleres de guión, y el resultado es que las películas con aliento, digamos, no comercial terminan siendo ejercicios narrativos llenos de trucos y de tópicos innecesarios. Pero los Coen tomaron la cita de Hitchcock (“el sombrero que aparece en la primera escena tiene que salir también en la última”, etc.) y casi escriben una ópera con ella, Miller’s Crossing, otro cruce de caminos, que aquí llegó con el extravagante Muerte entre las flores, que sin embargo, pasado el tiempo, sigue sonando bien.
               La diferencia es de aúpa. Los Cohen crearon una película, una obra de arte. Con los sombreros hicieron poesía, no táctica. Esta otra de Cianfrance no es una película sino tres: las tres juntas resultan prolijas, y las tres por separado están insuficientemente narradas, vicio que ha infectado al cine procedente de la televisión, donde se cuentan mal tres historias para no tener que contar una bien, y donde cada historia, vista por separado, es un esqueleto sin chicha, permanentemente previsible, con frecuencia tedioso.
               De los tres mediometrajes empalmados, el primero habla de un feriante que al regresar al pueblo con su espectáculo de motos se entera de que ha tenido un hijo, de que la madre tiene pareja estable y él ya no es en absoluto necesario. Pero él se empeña, desde su inocencia bruta, en ayudar a su hijo, y para eso se dedica a atracar bancos hasta que en una de sus chapuzas rodadas a cámara temblona se lo carga un policía. Fin.
               En el segundo, el policía que se lo ha cargado (disparó antes) tiene mala conciencia, y peor conciencia todavía cuando su compañero del Cuerpo, Ray Liotta (magnífico en su papelillo), lo intruduce en treinta segundos en el mundo de la corrupción policial. Por ejemplo, requisar el dinero que el motorista robó y regaló a la madre de su hijo. El falso héroe, y además corrupto, tiene un hijo de la misma edad que el atracador. Es un padre joven y limpio, y cuando intenta ser legal se encuentra con que los mandos ante los que podría denunciar lo que sabe están igualmente corrompidos. Menos mal que su padre es miembro del Tribunal Supremo y lo ayuda para que cojan a los malos. Fin.
               En el tercero, aquellos niños tienen ya sus diecisiete añitos. El policía se ha metido en política y aspira a Fiscal General y tiene un hijo descarriado, rapero blanco y pijo que se mete lo que no está escrito, y que invita a pastis, fíjate, al hijo del motorista, que van a la misma clase. El hijo descubrirá entonces el secreto de su padre, y actuará, después de recibir los mismos palos, como él debió haber actuado para no morir en el intento. Fin.
               El material es más que suficiente para tres películas distintas, sobre todo si al director le gusta la estética de Terrence Malick, pero los guionistas se han esforzado en zurcirlo todo, en que todo case, en que los engranajes del electrodoméstico tengan las tuercas bien situadas, más que bien apretadas. Y eso ya cansa. Cansa la gratuidad de las escenas de acción. Cansan las anagnórisis tan previsibles. Cansan las simetrías, las versiones y autorreferencias. Los guionistas sacaron una buena nota en el examen porque se sabían el temario, pero no porque tuvieran algo que decir. A pesar de tanto ajuste milimétrico, los personajes están poco menos que esbozados, planteados, no desarrollados. Cuando matan al motorista, para los redactores del guión es un golpe de efecto que desconcierta al espectador, etc. Para la historia, la desesperación del personaje se convierte en idiotez. La madre (convenientemente hispana –hijos fuera del matrimonio, trabajos mal pagados-) no hace más que llorar; cada vez que tiene que tomar las riendas de su papel, se coge un berrinche. El policía lo tiene siempre todo hecho: ser un héroe, ser un corrupto, ser un político, ser un mal padre, ser un sentimental. No hay nada que le lleve a ser lo que es.
No recuerdo una sola escena no dramática que sirva como caracterización y al mismo tiempo la trascienda y alcance rango narrativo por sí misma. Lo que no es importante se hace largo, y aún así parece como afeitado, como resumido. Y todo esto en una película magníficamente rodada y con unos actores estupendos de verdad, todos, incluidos los dos muchachos, o sobre todo ellos, lo que quiere decir que no es que haya visto una mala película, sino que lo que a mí me parece pretencioso, atolondrado, tramposo y vacío no es más que el signo de los tiempos, el modo como imaginan los cineastas actuales, que a mi modo de ver han retrocedido a un grado primario del arte, aquel que no se impone la obligación de no recurrir a tópicos ni a recursos manidos ni a citas de otros. El artista no es un ingeniero que diseña piezas perfectas aprovechándose de las mejoras que otros introdujeron, sino un escultor que debe crear el todo y las piezas con la única obsesión de que aquello esté vivo por sí mismo, no como reflejo de nada. La otra noche volvimos a ver La cinta blanca, y me volví a quedar boquiabierto, admirado de la intensísima belleza, horrorizado por lo siniestro del asunto, aleccionado sobre el ser humano. Quiero decir con esto que no es que no me guste el cine de hoy, sino que no me gusta el giro que desde hace ya una década o más le han imprimido las nuevas generaciones.
Me gustaría ir al cine a ver una película sin resultas, sin por ciertos, sin rimas narrativas, sin cámaras en movimiento, sin efectos visuales, con personajes que hablan normalmente, no en susurros o a berridos, que se sientan a una mesa y los vasos hacen ruido cuando los posan en la mesa de formica y hablan y dicen cosas interesantes. Hay una por ahí de Christopher Walken sobre un cuarteto de cuerda que no sé si estará aún… En los 90 ibas un día a ver a Tarantino y al día siguiente a Alain Tanner, y luego a los Coen y después a Kieslowski, y después a Eastwood y más tarde a Ken Loach. Hoy en día el cine que más echo de menos quizá sea el de Alain Tanner, no exactamente sus películas sino las de gente nueva que haga algo parecido sin necesidad de imitarlo. Películas que parecen robadas a la realidad, montadas con el negativo de la vida.
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