22.2.15

El público de siempre


              En la cartelera del teatro La Latina, uno de los más populares de Madrid, en la plaza de la Cebada, se anuncia El eunuco, de Terencio, y Pluto, de Aristófanes. No sé si es coincidencia o consecuencia, porque el Festival de Teatro Clásico de Mérida lleva ya tiempo surtiendo las giras teatrales. Estuvimos anoche viendo El eunuco y salí de la representación convencido de haber asistido a una traducción integral de la obra de Terencio. Por traducir, le tradujeron hasta el público.
               El teatro La Latina no es ermita donde honrar clásicos. Por allí ha campeado no hace mucho José Luis Moreno, y aún hoy, los viernes, creo, actúa Pedro Ruiz. El año pasado había una función de monólogos con cinco actrices cincuentonas que se titulaba Sofocos. Últimamente, empero, se conoce que el teatro popular se ha cepillado las hombreras y la temporada pasada ya triunfó La cena de los idiotas. No sé si habrá tenido algo que ver el que –creo- Lina Morgan ya no sea la dueña, pero ahora mismo el humorista estrella en La Latina es Joaquín Reyes, un individuo que a mí no me hace ninguna gracia pero que veo que por ahí tiene bastante aceptación y representa algo así como un humor hipster, muy actual y juvenil. Ahora tiene un espectáculo que se titula Viejóvenes.
               Quiero decir que el teatro La Latina es popular en el sentido más popular del término. Anoche hubo un lleno hasta la bandera. Después de las siete de la tarde siempre hay que cruzar de acera porque la del teatro está de bote en bote. Hay de todo (actúa Pedro Ruiz) pero en general es gente joven la que atesta las taquillas, todos con la sonrisa ya puesta en la cola de entrar. Nada de culturetas. Y nada de caspa. Si el espectáculo no funciona, la cultura grecolatina no va a llenar la caja. Sin embargo, Terencio, que siempre ha sido carne de arte y ensayo como mucho, representación escolar, en todo caso propuesta alternativa para salas de poco aforo, ahora se presenta como comedia para un público que no tiene ni puta idea de quién es Terencio. Alguno, si acaso, si lo oyó citar bien en el concurso de televisión (y no atribuirlo a Hobbes), recordará aquello de homo homini lupus, pero nada más. Y resulta que tiene más espectadores que en la misma Roma.
               Son espectadores de Plauto, los que abarrotaban los teatros igual que luego invadirían los corrales de comedias, con ganas de divertirse a fuerza de humor grueso, tipos ridículos y garbosos bailarines. De hecho la versión libérrima que vi ayer era, más bien, como nos imaginamos las comedias de Plauto, llena de interludios musicales, de equívocos graciosos, de esclavas deslenguadas y soldados fanfarrones, de guapos estúpidos, casi transparentes, y viejos con la gracia de las muchas tablas. Los autores de la versión, Jordi Sánchez y Pep Antón, actuaron con el texto de Terencio con los mismos prejuicios que los espectadores de La Latina. Aquello era teatro, una comedia que debía hacer reír, porque si no no habría pasado a la historia, de modo que le han injertado todo tipo de frutos cómicos hasta conseguir una traducción no del texto sino del resultado, no de la pieza sino del espectáculo, no de Roma en el siglo II a. C. sino de anoche mismo en Madrid. Así que no solo está justificada la labor de contaminatio (fabricar comedias nuevas con retales ajenos, técnica en la que Terencio era un experto) sino que es imprescindible si no quieren los autores que el público se aburra.
               Y ocurre algo interesantísimo que yo no sé si sucedía también en la antigua Roma. El argumento de El eunuco es mucho más complicado de lo que acostumbraba Plauto y consumimos nosotros. Esta versión lo escurre todo lo que puede, lo libera (casi) de conductas ejemplares (que es lo que hace soso a Terencio) y lo injerta con el Miles Gloriosus de Plauto (no en vano Pepón Nieto hace de Fanfa, de soldado fanfarrón). Aun así, es un lío, un enredo, un jaleo que permite al espectador desentenderse del argumento para disfrutar de los episodios que lo conforman. No nos importan los lamentos de Tais sino la gracia y el desparpajo de Anabel Alonso, vestida como una madame Butterfly de puticlub, y que daba toda la sensación de eso que se conoce como una dama de la escena. Qué buena es. No nos apetece rebobinar el argumento para saber de qué demonios hablan sino que sea gracioso lo que dicen, que un sorprendente (para mí) Pepón Nieto componga un potente soldado fanfarrón, como si viniera de hacer un Falstaff y le apeteciera darse un homenaje. Su composición, sobre todo vocal, su voz y su manera de decir, sorprende al público y lo gana, que es lo que tiene que hacer el soldado fanfarrón (y también Falstaff).
               Pero hubo una actriz que me encantó, María Ordóñez, espléndida en su papel tan poco terenciano de niñata deslenguada. La verdad es que, por delante de cinco actores de entre los que solo hacían verdadera gracia los más viejos, Pepón Nieto y Jorge Calvo (eso sí, el más famoso entre el gallinero, un joven de una serie de la tele, enseñaba mucho cuerpo), hubo tres actrices estupendas, incluida Marta Fernández Muro, desde luego. Estoy seguro de que alguna vez ha hecho de Ama shakespeariana. Como característica es muy fiable, como deberían ser todos los secundarios, a no ser que, como le ocurre a María Ordóñez, se haga con la obra y con el público cada vez que aparece. Se admiten apuestas sobre cuánto va a tardar Almodóvar en darle un papel de joven airada. Y lo bueno es que tiene pinta de ser igual de buena con el drama.
              Esto es lo que tienen los argumentos complicados, que son abalorios donde ir engarzando escenas de lucimiento. Aquí deriva un poco a la comedia musical, cosa, ya digo, muy fiel al espíritu plautino, y se riza un poco al final de modernidad, quizá un poco innecesariamente. Pero bueno, tratándose de Terencio, algo de moralina debía quedar. 

19.2.15

Los años del croquis


La lectura de La lucha por la vida me ha llevado a los que quizá sean los dos mejores libros que se han escrito sobre la trilogía. Uno es la célebre Anatomía de La lucha por la vida, del maestro Alarcos, profusamente citada (no sé si se ha dejado algo) por Marín Martínez en su edición de Cátedra. Otro libro que también cita, pero mucho menos, es el de Carmen del Moral, La sociedad madrileña fin de siglo y Baroja, plagado de datos interesantísimos. 
            Son dos libros diferentes. El de Carmen del Moral es ejemplar en cuanto al acopio de información poco accesible y a la claridad de su organización, que es la tarea más penosa, pero también la más honesta, que puede afrontar un crítico. El lector con más ánimo de novelista que de crítico se pone las botas con el cargamento de mímesis que ofrece Del Moral. En lugar, por ejemplo, de especular con la interpretación del personaje del señor Custodio, Del Moral nos informa de en qué consistía el trabajo de trapero, cuántos había en Madrid, en qué medida esa labor de reciclaje podía convertirse sin demasiado esfuerzo en focos de infección. En ese libro uno se convence de que Baroja no es todo lo crudo que podía haber sido, quizá, como decíamos a propósito de La Busca, porque no quería serlo.
            El de Alarcos es también un modelo, pero en este caso de lo que llamamos análisis inmanente, o sea, sin bibliografía suplementaria, sin datos nuevos que esclarezcan y sin discusión crítica. Pura disección, sin los parientes del cadáver. El propio Alarcos da una breve lista de obras consultadas que luego se mencionan muy de pasada. Pero Alarcos era espectacular en su inmanencia. Su ensayo nos trae un perfume estructural años 70 que en cierto modo vemos ya un poco pasado, pero que se sostiene gracias a esa tersa claridad expositiva de la que siempre hizo gala. En la facultad nos aprendíamos de memoria su explicación del SE como si fuera un poema.
            Con Baroja es igual que con la sintaxis, empeñado en subdividirlo todo por parejas de caracteres opuestos y en hablar de lo que hay por oposición a lo que no hay. A partir de ahí, el espectáculo es imaginarse a Alarcos leyendo la trilogía, anotando cada línea en una o varias fichas que a su vez van a parar a ficheros sobre temas diferentes, acribillando el texto con anotaciones como tengo yo acribillados los textos de Platón que había que estudiar para el examen. Su escrupulosidad científica se ceba en conexiones invisibles, en rasgos desapercibidos, en detalles minúsculos.
Hay pasajes de este libro, como el célebre comentario del “Se sentó a descansar un rato en el Campillo de Gil Imón…”, con el análisis de los colores y los estados de ánimo, que son una forma de leer dentro del texto heredera de las minucias significativas de Dámaso Alonso, y que, pasada por el formalismo ruso, nos enseñó a comentar textos a más de una generación. Pero hay otros, como el análisis de las proporciones del diálogo, llenos de diagramas estadísticos, que de tan gratuitos se pasean por los dominios del arte, sobre todo por las magras conclusiones a las que se llega.
Pero además sucede que este libro está vivo. Sigue siendo penetrante, y sigue siendo discutible. Y sorprendente. Si yo tuviera que quedarme con un capítulo, desde luego sería con el del análisis cronológico de la trilogía. No se puede ser más preciso ni más gratuito. Es un monumento a la crítica como especulación mística, un rigorosísimo análisis científico que no lleva a ninguna parte.
La cuestión es que, según Alarcos, la acción de La lucha por la vida empieza en 1888 y termina en 1902. En esto polemiza con Soledad Puértolas, que la había retrotraído a 1885. Eso supone que “el período de vida de Manuel incluido en el relato se extiende desde sus trece (o catorce) años hasta los veintiséis (o veintisiete)”, y a esta conclusión llega Alarcos después de analizar con microscopio todas y cada una de las referencias temporales que aparecen por el texto, ya sean elementos deícticos (hace tres meses, aquel invierno, esta mañana) o referencias históricas (el debut de la Chelito, la boda de Alfonso XIII, el desastre del 98). Es impresionante, y divertido, sobre todo cuando se topa con los famosos 18 años de Manuel en Mala hierba, que lo descabalan todo.
 Pero lo más curioso es que, a poco de acabar su erudita exposición, Alarcos concluya lo siguiente: “Baroja novela unos quince años de su experiencia vital y (…) solo se preocupa de la cronología relativa de los hechos que consigna”.  Ha dicho su experiencia vital, la de Baroja, pero no se molesta en ningún momento en adaptar sus pesquisas cronológicas precisamente a esa experiencia vital, la de Baroja.
Baroja vivió en Madrid entre los 13 y los 17 años, es decir, entre 1886 y 1890. Los dos años siguientes los pasó entre Valencia y Madrid, y los dos siguientes, hasta los 23, en Cestona, ejerciendo de médico. En 1896 volvió a Madrid, y en 1902, con 29 años, se desentiende del negocio de la panadería y lo pone en manos de un administrador, como hace Manuel con Pepe Morales.
Lo curioso es que Alarcos, que anota a pie de página, en otros capítulos, todos estos detalles (y algún otro como el de Cogolludo, inspirado en Burjasot), no llame la atención sobre ellos como cañamazo de la cronología en la novela. Formará parte de la inmanencia no tenerlos en cuenta, pero algunos resultan demasiado evidentes. Baroja inventa recordando, pone a un muchacho que llega a Madrid a la edad a la que llegó él, y esa memoria proyectada, que Alarcos sí reconoce, es la que va ordenando el relato con vagas precisiones temporales. No hay más orden inmanente que el de la memoria de Baroja, que por lo demás solía ser bastante precisa.
Claro que ni aun así cuadran los 18 años de Manuel, pero la explicación es igual de gratuita que la de Alarcos, y más corta. La de Alarcos peca del gran defecto de aquella época: la crítica como re-creación, como auscultación del subconsciente del narrador, como aislamiento profiláctico de la textualidad. Todo lo que observa Alarcos es verdad, pero su interpretación me temo que no tiene que ver con la creación sino con su resultado, como si involuntariamente los escritores pariesen criaturas de constitución simétrica poligonal. Todo tiene que funcionar, toda pieza tiene una justificación empírica cuya exposición es muy hermosa y muy audaz. Con esos presupuestos salían grandes libros como el de Alarcos y rimeros de banalidades. Si el estructuralista tenía fino sentido crítico, su libro, como es el caso, podía convertirse en un clásico del subgénero; si no, era ridículo, todo lleno de flechas y de rayas y de croquis, y sin sustancia de ninguna clase.
Al final del libro hay otro detalle contradictorio en esa teoría contradictoria que era el estructuralismo: si no tiene en cuenta la cronología del autor para respetar el análisis inmanente, ¿por qué repasa los rasgos del carácter de Baroja que pueda haber en Manuel? Quizá lo hace porque antes, después de muchos gráficos explicativos, había concluido que la voz de Baroja está en los abundantes diálogos de Roberto Hasting, pero eso, en estructuralismo, no es nada, y se tiene que emparejar con su opuesto, Manuel.
Da lo mismo. El capítulo del análisis de figurantes sigue siendo modélico, una forma de leer completamente, de husmear aquello que sin darse cuenta penetra en el lector y le hace conformar la idea que tiene de sus personajes. Tiene su poco de trampa, claro, porque con membra disiecta uno puede conjeturar lo que se le tercie y ordenarlo para que suene verosímil. Pero aun así es una delicia expositiva. “Entretenitiva”, como dice Alarcos.
Ese fue el fallo del análisis estructural, tratar el texto como si la exactitud de sus moléculas ya estuviese, si no en la voluntad, si en la maestría  del autor. Solo una vez nombra los folletines, para citar esas primeras páginas almidonadas de La Busca. Pero a un estructuralista ni se le pasa por la cabeza que todos los cambios y avances proceden de una cierta intuición inmensurable, de un estado de gracia narrativo que varía los tonos cuando se necesita, sin premeditación ninguna. En el fondo de los formalistas anidaba una idea de subversión, como si por métodos científicos, estudiables, practicables, se pudiera no solo analizar el arte sino incluso generarlo. Cuando veo los rimeros de novelones históricos o amatorios clonados en la mesa de novedades, pienso si no serían unos visionarios. Los folletinistas que gustaban a Baroja no utilizaban plantillas tan falsas y tan rígidas.


17.2.15

Es Manuel

            


            La sensación de parálisis reportera que nos había espesado un poco la lectura de Mala hierba se desvanece en Aurora roja de inmediato y desde el principio, en ese espléndido prólogo en el que Juan, hermano de Manuel, decide abandonar el seminario. Baroja recama de breves descripciones impresionistas una escena que todos los que por aquella época empezaban a escribir novelas sobre colegios de curas habrían adaptado con entusiasmo. Solo de leer estas pocas líneas a uno se le pone ya otra cara:

Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La carretera, como una cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas, corría entre los altos árboles desnudos por el otoño hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas a las hojas secas, que correteaban por el camino.

            Es Juan, el mártir de la acción. Una de las más felices creaciones paradójicas de Baroja es la de los personajes que, conscientes del valor de la voluntad, dispuestos siempre a comerse el mundo a golpe de corazón, resultan luego ser demasiado flojos, no valer para este mundo, en el sentido en el que de pequeño se nos reprochaba el exceso de sentimentalismo: “Ay, hijo mío, tú no vales para este mundo”. Juan es así, frágil soñador, anarquista vidriera, como serán, mucho tiempo después, los Tilly y los Lacy de La veleta de Gastizar, y desde luego el O’Neill de El laberinto de las sirenas. Son personajes cultos, idealistas, buenas personas, con un refinado sentido del arte. Juan descubre casi por casualidad su talento para dibujar, y en París encuentra en la escultura su modo de expresarse, algo que Baroja plantea en una ecuación de clasicismo y modernidad muy interesante. A Juan ya no le gustan los mármoles perfectos. Está entusiasmado con los retorcimientos de Rodin y con los obreros de Meunier. De hecho, Juan presenta a una exposición una copia de Los rebeldes, que pasa desapercibida, y sin embargo logra reconocimiento con un busto de la Salvadora y madre redentora de Manuel.
            Este busto le lleva bastante tiempo, alrededor de un mes. “Todos los días variaba el retrato; unas veces, era la Salvadora melancólica; otras, alegre; tan pronto imperiosa como lánguida; con la mirada abatida, como con los ojos fijos y relampagueantes”. Juan la da por concluida el día que Manuel da su visto bueno: “Ya no la debes tocar. Es la Salvadora”. Y luego el narrador añade:

Efectivamente, después de muchos ensayos, el escultor había encontrado la expresión. Era una cara sonriente y melancólica, que parecía reír mirada de un punto, y estar triste mirada de otro, y que, sin tener una absoluta semejanza con el modelo, daba una impresión completa de la Salvadora.

            Cualquier pintor impresionista firmaría esta poética. Ese “es la Salvadora” significa que no es Rodin, ni Maurier, ni Juan, ni Baroja sino ella, la Salvadora. En ese mismo sentido decimos que este Manuel de Aurora roja es él, es Manuel.
            Si en la anterior entrega especulábamos con el tema del hundimiento, el recuerdo de Miquis en El doctor centeno es con Juan mucho más nítido. Juan es el artista que se entrega a la causa y se infecta de tuberculosis, un personaje melancólico que nos cae bien pero en quien vemos la sombra de su ausencia, sin necesidad de que, en nota a pie de página, un editor impertinente nos informe de cuál va a ser el final de la novela.
            Pero Manuel es Manuel, gracias esta vez a una muchacha muy ahorrativa y trabajadora, con quien guarda unas distancias que no hacen más que sentar posos de cariño. Con la Salvadora delante, la presencia, otra vez, de Jesús, el vago sin escrúpulos, es una tentación menor, pero tentación al fin y al cabo, y por eso en la larga escena en la que Baroja remetió un recuerdo de juventud, una noche de borrachera, el lector teme que la construcción de Manuel en la que volvíamos a pisar firme se pueda venir abajo. No es así. Manuel pasa la resaca y se olvida de Jesús. Baroja no, y nos cuenta una peripecia dickensiana de ladrones de tumbas que sirven luego, puestas del revés, para mostradores de carnicería o veladores de café. El detalle de La colmena, en el café de doña Rosa, bien pudo haber salido de aquí.
            Pero Jesús desparece, y Manuel encuentra o rescata los amigos buenos, la gente común, trabajadora y con un estricto sentido de la moral. Es curioso que sin haber querido saber nunca nada de los curas dote a sus mejores personajes femeninos de un aura de recato. La Laura ninfómana masoquista de Camino de perfección difícilmente vuelve a repetirse.  Y cuando aparece en Silvestre Paradox todavía resulta más desagradable.  La Salvadora es como será Lulú, una Lulú todavía fuerte, capaz de meter en vereda a Manuel. Su influencia es tan benéfica que a su sombra brotan los personajes sanos o reaparecen aquellos que nos hacían gracia, los Rebolledos y así, una troupe barojiana que ya no dejará de viajar, con diferentes nombres, por casi todas sus novelas.
            Entre los personajes nuevos, hay uno en el que Baroja traza un retrato bastante completo del sentido común, Morales, el regente que Manuel contrata para que lleve orden en la imprenta, a punto de venirse abajo por culpa, otra vez, del miserable de Jesús. Morales, socialista él, es un encargado eficaz que contribuye al desarrollo de la empresa más que su propio dueño, Manuel, que ya se ha cansado del romanticismo anarquista en el que le quería introducir su hermano. Para Baroja los anarquistas tenían demasiada fe en el ser humano. Si llevamos la libertad a sus últimas consecuencias, nos viene a decir, la injusticia y el abuso serán la norma. El socialismo de Morales, en cambio, no solo está en sintonía con el posibilismo barojiano, sino que a fin de cuentas es lo que, siglo y pico después, reclamamos como un derecho inalienable. Morales lo explica fijándose en lo que ocurre nada menos que en Suiza.

…el Ayuntamiento de un pueblo suizo ejerce actualmente una acción en los individuos más fuerte que el de San Petersburgo, pero es una acción útil. Uno que nace en Basilea tiene, desde que nace, la atención del Estado: el Estado le vacuna, el Estado le educa y le enseña un oficio, el Estado le da alimentos baratos y sanos, el Estado le envía un médico gratis cuando está enfermo, el Estado le consulta por un plebiscito por si hay que hacer reformas en las leyes o en las calles, el Estado le entierra gratis cuando se muere…

            ¿No es esto lo que todavía ahora estamos buscando? Tal y como Baroja lo plantea, en boca de un personaje tan simpático como Morales, cualquiera diría que eran sus propias ideas. Y sin embargo, lo que son las cosas, este fragmento fue reproducido en Comunistas, judíos y demás ralea, un libro que pretendía reclutar a Baroja para la idea fascista.
            Es Morales, por cierto, quien recomienda a Manuel que tenga cerca de su imprenta un encuadernador, que resulta ser Jacob, el judío aquel de Mala hierba que me pareció uno de los pocos personajes que a Baroja y a cualquiera le caerían bien. Nada que ver con el judío que caricaturizaría bastante tiempo después en Los contrastes de la vida. Este Jacob, con sus cosas de judío, es un tipo fiable y trabajador dentro del mundo burgués  en el que todos reprochan vivir a Manuel, y de paso a Baroja. Frente al pelotón bohemio y conspirador de los anarquistas está el corral de vecinos laboriosos. A Manuel le alegra tanto ver a Jacob como le fastidia encontrarse con Caruty, que vuelve a soltar su boutade del jardín reducido, como en la vida real hiciera Cornuty, uno de los bohemios por quien más desprecio sintió Baroja mientras escribía sus memorias.
            Todo el capítulo discursivo sobre las distintas ideologías, socialistas (entonces comunistas) y anarquistas, tiene una razón de ser ensayística que a la novela yo creo que la carga un poco. Baroja enumera circunstancias y atentados, nombres y apellidos, un poco como después haría en algunas novelas de Aviraneta, encuadernándolos de novela, insertándolos en capítulo aparte, escrito sin acción, solo con diálogo, que, a diferencia de lo que ocurriría en El árbol de la ciencia con Iturrioz, aquí se separa un poco del estilo general de la novela. Los que se llevaron esos fragmentos para componer el libro de marras ya se podían haber quedado con ellos. Desde luego que son interesantes por sí mismos, pero nos recuerda demasiado al tono reporteril de los años treinta, cuando la trama es una excusa de las opiniones políticas.
            En todo caso, son unas cuantas páginas. Baroja va llevando la nave de la novela por intuición. A veces se queda en el corral hacendoso con sus gallinas, su hermana Ignacia y la Salvadora, y a veces acude al invernadero donde se reúnen los anarquistas, y entre unas y otras entremete piezas de reportaje. Aquí ese reportaje, empero, no tiene la fuerza y la humanidad de una conversación con Iturrioz.
Son artículos dialogados, pero Baroja, según mandan los cánones folletinescos, acelera la acción al final de cada parte. En la segunda, de la mano de don Alonso, el titiritero, se narra, en un registro parecido al de Mala hierba, la captura del Bizco, en fragmentos que a veces nos anuncian el tono de Pascual Duarte (incluso de San Camilo, con esos camilleros despiadados). Pero en medio de la búsqueda del pobre don Alonso, metido a polizonte, Baroja cuida los fondos: la descripción romántica del cementerio, la del atardecer cuando el Bizco va a ser ejecutado, la de la primavera cuando muere don Alonso, en una escena espléndida que Baroja deberá retomar al final de la tercera parte, con la muerte de Juan. En esta tercera parte, los discursos se sazonan con la historia de la bomba, un precioso ejemplo de que Manuel, sin creer en las palabras huecas de los oradores revolucionarios, practica sin saberlo el ideal, en su casa, con su mujer, con sus vecinos, los Rebolledo, que acuden de inmediato a desactivar la bomba que ha traído un supuesto activista italiano, por ingenua invitación de Juan.
Habría sido un buen principio del final, pero antes de las dos últimas secuencias, la descripción de la comitiva de Alfonso XIII y la conmovedora muerte de Juan, Baroja resume las cuestiones ideológicas. Reaparece, homo ex machina, Roberto, a regalarle la imprenta y darle un buen consejo, que se case cuanto antes con la Salvadora, pero también para lanzar una soflama disolvente que asustó hasta a los compiladores de Comunistas, judíos y demás ralea, que la cortaron antes de que Roberto soltara la traca:

“Que a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga”. Y para esto, lo mejor sería echar todos los estorbos; quitar la herencia, quitar toda protección comercial, todo arancel; romper con las reflamentaciones del matrimonio y de la familia; quitar la reglamentación del trabajo; quitar la religión del Estado; que todo se rija por la libre concurrencia.

            Suena a neoliberalismo sin pamplinas, sin creacionismos estúpidos. Pero Roberto ya ha cobrado su herencia y desde esas alturas puede decirse cualquier cosa. A Manuel lo trata con condescendencia de triunfador:

Al artista no le conozco. A este [a Manuel], sí, desde hace tiempo, y sé cómo es: muy buen chico; pero sin voluntad, sin energía. Y no comprende que la energía es lo más grande; es como la nieve del Guadarrama, que solo brilla en lo alto. También la bondad y la ternura son hermosas; pero son condiciones inferiores de almas humildes.

            Por mucho que se empeñen los barojiclastas, esto no lo dice Baroja sino Roberto, que ya puede. Baroja se queda con aquellas almas humildes cuya moral no se ha corrompido, como la de la pobre Filipina, una esclava sexual, humillada y ofendida por todos, vaciada como a un animal enfermo, que acude al lecho de muerte de Juan porque, como don Quijote con las criadas de la venta, quizá fue el único que la trató en toda su vida como a una mujer. Roberto ha venido con su herencia para decir frases, pero Manuel ha encontrado su voluntad, su energía, su bondad y su ternura en la Salvadora, que en lo poco que habla deja caer un feminismo sensatísimo. Ella sí sabe apreciar a Manuel, igual que los lectores empezamos a quererlo desde las primeras páginas de La Busca: “Te quiero porque tengo mal gusto; te quiero así, brutito, feo, poco enérgico”, le dice la muchacha, y a Manuel le hace más efecto que las obras completas de Bakunin.

9.2.15

Esperando a Manuel

               
Mala hierba es una novela moderna, quizá más influyente que La busca, en el sentido de que todo el realismo social que vendría después tiene más que ver con esta segunda entrega de La lucha por la vida. Los narradores serán más inclementes, las tramas eliminarán modulaciones y se tenderá a un continuum narrativo sin momentos culminantes, los personajes vivirán ahogados en su falta de sustancia. Sí, Mala hierba es una novela más moderna, pero es peor novela, mucho peor novela que La busca.
            Y eso que la mayoría de sus partes son magníficas, pero por alguna razón aquí el puzle no termina de fraguar. La razón, a mi modo de ver, es doble: Manuel retrocede, y Baroja también. Todo el viático existencial de La busca lo había llevado a un punto de no retorno. Ahora, durante toda la novela, estamos en las mismas. Manuel consigue un trabajo en una imprenta, que es el punto de partida que esperaríamos, pero como aún hay mucha miseria que describir, Baroja recupera a Vidal con el nombre de Jesús, al que hará desaparecer cuando necesite al verdadero Vidal. Este Jesús es un Vidal en tonto, en apocado, inmoral por ignorante. Pero es, en fin, el que devuelve a Manuel al arroyo, aunque después aparecerá, pálido y esquelético, a dar consejos morales a Manuel y cantar al alba incierta del anarquismo.
            Antes Baroja ha cometido un error de bulto que se proyecta durante toda la novela. Pocas veces un libro sufre tanto por una palabra mal puesta. La primera historia es la de la baronesa y su hija Kate, es decir, que Baroja peca de exceso de entusiasmo. Creía que los mismos personajes de La busca tenían suficiente vida como para seguir utilizándolos. Llega un momento en que la gracia consiste en que vuelva a salir don Alonso, la Rabanitos, Fanny, Roberto, los Aristas, etc., etc. Le sirven a Baroja para describir el Madrid de los desposeídos, pero es gente repetida y sus historias no tienen ya frescura. Y, cuando la tienen (Kate), Baroja los saca injustificadamente y para siempre de la narración. No de sus novelas, afortunadamente, porque esta Kate llegará, transformada, hasta la Nelly de El gran torbellino del mundo.
            Dentro de ese paseíllo de gente conocida, Baroja dice, cuando Manuel se pone al servicio de la baronesa, que tiene 18 años. Como hasta a los propios personajes les parece inverosímil, Baroja hace decir a Mingote, ese Micawber sin escrúpulos, uno de los pocos personajes nuevos  de la novela, que como no está bien alimentado aparenta menos edad. Nada de lo que sigue es del todo verosímil. Los buenos personajes tienen que representar papeles de risa floja, como la baronesa, o de dama despechada, como Esther, la mujer del fotógrafo haragán, en ese duelo ibseniano con Fanny por el amor de un gilipollas allí presente.
            A partir de esos fraudulentos 18 años, uno ya no se cree que Manuel esté actuando por sí mismo y no por los intereses documentales de Pío Baroja. El Manuel que ha vivido con el señor Custodio ya no soporta ir vestido de marinerito para timar a un viejo avaro de cuento, por más que la baronesa tenga ese encanto que le falta a su papel.
            Tampoco está uno dispuesto a dejarse arrebatar el placer de una novela entera por culpa de una sola palabra. Pero esperaría otra cosa de Manuel. Manuel rechaza el orden femenino que impone la Salvadora, orden de aseo y horarios fijos, de ahorro y de lucha, y se va con un pobre miserable, Jesús, al que Baroja le carga las tintas hasta embadurnarlo de miseria moral. Pero el Manuel que conocíamos ya no puede aceptar eso. La escena con las dos hermanas es una de esas tristes realidades de la vida que difícilmente suenan verosímiles cuando se las mete en una novela. Manuel tiene que ver eso para que Baroja lo cuente, pero el personaje ya no debe soportarlo, de modo que nuestra impresión hacia Manuel cambia de la simpatía a la reconvención. En toda La busca nos disgustó su actitud. Aquí ya es reincidente, inexplicablemente vago, sorprendentemente bebedor. El repulsivo Jesús no era motivo suficiente para cargarse toda su construcción dramática. Los hundimientos son muy literarios, pero aquí no hay contradicciones, ni siquiera grandeza. Recuerdo el hundimiento de Miquis en El doctor centeno, grandioso, y también con este continuum narrativo. Ya saldrá, piensa uno con resignación, cuando persisten escenas que, a sus dieciocho años, ay, tendría que evitar.
            ¿Y si no cómo describimos la miseria? Pues como en Aurora roja, por ejemplo, lo que me hace pensar que toda Mala hierba es un alargamiento de situaciones y un retomar personajes cuya principal misión es encajar el material sobrante de La busca. El protagonista detiene su progreso para que Baroja nos cuente más casos de miseria económica y moral, esta vez con más dureza que la anterior. La busca no es tremenda. Mala hierba sí. Y la yuxtaposición de tremendismos acabaría triunfando y sustituyendo a la proporción dramática.
            El tramo final de la novela se acelera con la muerte de Vidal y el viaje de Manuel por todo Madrid con un policía para delatar al Bizco. A Baroja no le quedó casa de citas, chamizo de mendigos, casa de juegos, chirlata de randas o taberna inmunda por visitar, ni imprenta en la que trabajar y ser despedido al momento. Para cuando reaparece la Justa, en una escena demasiado escueta, el lector ya tiene ganas de que Manuel se centre, pero Baroja lo impide: la Justa es un pelele histérico, como si el autor se vengase por su cuenta de los desaires que le hizo a Manuel cuando era modistilla. Se ha metido a prostituta, no hace más que chillar y le aburre la vida en orden. Es otra víctima de la severidad estadística con que Baroja nos retrata las miserias de Madrid. Menos mal que quedan la Fea y la Salvadora, que se asoman de vez en cuando a la novela y son las únicas personas decentes que uno encuentra en todas sus páginas, salvando, quizá, a aquel primer judío, Jacob, con quien Manuel no hace malas migas.
            Pero no hay emoción, quizá porque el corazón de Manuel, por lo menos hasta el final, está parado. Hay datos, miseria, cochambre, gentuza, actitudes innobles, comportamientos miserables y resignación astrosa. Baroja cuenta lo que ha visto (el estreno de la Chelito, la ejecución de la Higinia), reportajes que Baroja yuxtapone sin importarle demasiado el crescendo general, o bien un ágil interrogatorio policiaco y la posterior búsqueda del asesino, todo dicho como con prisas, algo que en La busca nos había parecido no más que lirismo y precisión.
            Seguramente este libro está entre los mejores documentos para conocer el Madrid miserable de final de siglo, si es que la acción ocurre por los años 90. Entre las curiosidades de esta novela (en su edición de Cátedra) está la sistemática paliza que nos da el editor con el peregrino asunto del arco temporal que describe la trama, todo convenientemente citado del libro madre, esa curiosa Anatomía de La lucha por la vida que el editor Marín cita casi entera y que merecería entrada aparte porque junto a páginas de perspicacia poco frecuente trae pesquisas del todo gratuitas como esta del tiempo. Qué demonios le importaba el tiempo a Baroja. Ahora es invierno, ahora es verano. Eso es todo. El tiempo es un fondo de cuadro. Pocas cosas suceden en esta novela en primavera o en otoño porque todo es árido e inclemente, abrasador y crudo, porque no hay en esta novela sitio para la melancolía ni mucho menos para la esperanza. La única esperanza es que, además de honrar la escrupulosidad mugrienta de Dostoievski, Baroja también imite su costumbre de rehabilitar personajes. Manuel ha caído y todos esperamos que regrese al punto en el que estaba cuando acudió a casa del señor Custodio y por primera vez en su vida supo que quería ser feliz.  
            Me queda en las manos, al acabar la lectura, algo de su frialdad, pero también una enseñanza: mucho cuidado con retomar personajes de otros folletines. El desparpajo del principio, la sonrisa fluida, no es más que una caricia traicionera.

 

4.2.15

El día y la noche

               

Cuando decimos que una novela es una joya, al menos cuando yo lo digo, no me refiero solo a que sea muy buena, porque a veces, siendo una joya de novela, no es una buena novela. Una novela es una joya porque ha sufrido procesos comparables al de las piedras preciosas: ha cristalizado, se ha endurecido en facetas tersas, no es concebible añadirle ni quitarle ninguna rebaba en aras de la perfección porque su condición de gema se ampara precisamente en su irregularidad. Un relato perfecto no es un buen relato, porque no hay nada vivo que sea perfecto. Dicho en términos menos evanescentes, una novela es una joya cuando, en vez de leerla, lees en ella. “Envejecían sus manos pero no sus anillos”, decía Ramón Gómez de la Serna. Esa sensación he tenido al leer otra vez La busca, que habían envejecido mis manos, pero no mi alianza, que lejos de cubrirse con la pátina decadente de lo antiguo cada vez me resulta más clara, más transparente, inmarcesible.
            El otro día, hablando en clase de Gutiérrez Solana, uno de mis prosistas favoritos, cometí un curioso error. Dije que Solana sabía describir con lenguaje impertérrito las escenas más sórdidas y repulsivas. Que sabía transmitir el asco sin exagerarlo. Baroja, en cambio, dije, no resulta nunca repulsivo, pero no porque no lo intente, sino porque lo sórdido está protegido por el encanto, esa cualidad de algunas novelas que Savater, con mucho tino, adjudicaba a Stevenson, además de por la piedad del autor hacia sus personajes, la comprensión, la empatía virgiliana, que es lo que une a Cervantes, a Galdós y a Baroja. Comparábamos la escena de la corrida de toros de La España negra y la de La Busca, y aun así creían que en La Busca sí hay escenas repugnantes.
            La he leído buscando, entre otras cosas, esa repugnancia. Pero el afecto que uno siente por Manuel puede con todo. Hasta el Bizco me da pena. Sus descripciones son antropológicas, una abstracción que invariablemente suena a cuaderno de campo, cuando no a monigote. Yo leo La Busca en los aguafuertes de Ricardo Baroja, y en ellos la Rabanitos produce incluso ternura. A pesar de que Baroja menciona los ambientes hediondos, me resulta difícil trasladarme a la realidad con que se corresponden sus palabras. Hay entre la novela y la realidad que nos describe un cristal purísimo que sin deformar abriga, sin engañar ampara. El Bizco es un engendro que atestigua una tesis científica, pero cuando, conforme va pasando la novela, Manuel se lo encuentra medio desnudo por la calle, pelándose de frío, es difícil no apiadarse de un sujeto tan salvaje como él. La miseria económica engendra miseria moral, nos repite Baroja, sin hacerse pesado, sin oler jamás a tesis. Pero esa frialdad del juicio exonera de algún modo al personaje de verdadera responsabilidad.
            A los alumnos que la habían leído, invariablemente, el Bizco, y sobre todo La Muerte, les daban asco. Bueno, ya envejecerán sus manos.
            A mí cada vez me gusta más esa lectura pictórica de La Busca, ese mano a mano de los dos Baroja. En Silvestre Paradox las escenas eran más largas y las variantes narrativas menos proporcionadas. Aquí se va enhebrando el Baroja soñador con el Baroja darwinista, el Baroja Andía y el Baroja Hurtado, el Baroja Dickens y el Baroja Dostoievski, ahora una descripción de mendigos tuberculosos, luego el delicioso relato de don Alonso; de pronto una vieja amontonada con un gañán, pero más tarde el árbol genealógico de Roberto Hasting y sus pesquisas en busca del tesoro. En esa novela todo el mundo está buscando algo, y Baroja también, con la diferencia de que él es el único que encuentra algo valioso: un modo de narrar que ya no abandonará jamás.
            Es, por otra parte, el arte propio de los folletines. El autor no debe estar tan pendiente del argumento como del ritmo, del tono: un relato popular (el crimen de Leandro, contado de oídas, como se cuentan estas historias) acelera la narración al tiempo que hace respirar a la novela en la medida en que se trata de un hecho secundario; una descripción de objetos y cachivaches culmina con la irrupción de una muchacha, es decir, con la reaparición de la Justa; una escena desagradable se remata con una de esas hermosísimas descripciones del oeste de Madrid, etc. El folletinista no es un relojero: se mueve por intuición, más por colores que por hechos. El reloj, a pesar de que Baroja lo utilice para pespuntear la narración y los críticos para darle más importancia de la que tiene, no es más que un sonido.
            Así, la estructura general de la novela no puede describirse como un mecanismo. La premeditación deseca. La primera parte es toda preambular: van floreciendo los personajes, los sensatos y los insensatos, dentro de la clásica novela de pensión. El tono es muy Dickens, y más aún lo será en Mala Hierba. Nos quedamos con los personajes que “toman ciertas proporciones novelescas”, don Telmo y Roberto, que parece que son los que van a sacar adelante la historia. Pero, ay, se cruzan las mujeres. A Manuel lo echan de la casa por culpa de la sobrina de la patrona, que lo engatusa, y eso subvierte las preferencias, porque ahora es el subsuelo dostoievskiano el que lleva las riendas y los personajes dickensianos intervienen poco, y casi siempre como espectadores. Paseamos por el arroyo y allí nos encontramos una historia popular, eso que antes se llamaba un crimen pasional, un relato secundario que sin embargo remata espléndidamente una descripción quizá tan cruda como la veían mis alumnos.
            La tercera parte, en fin, no es la resolución de nada sino su agravamiento. Ambos tonos se funden y se alternan, el día y la noche, la honradez y la inmoralidad. En el infierno de la panadería hay un tipo interesante, Karl, pero luego, en el limbo de la ciudad, transcurre el momento más intenso de la novela, la muerte de la madre, una página maestra de la novelística barojiana en particular y de la historia de la literatura en general. Esa orfandad es la que lo mezcla todo. Nada más quedarse huérfano se encuentra con el Expósito, un autorretrato deforme, un anticipo del destino. Pero pronto Roberto se trae al tío Charles para que nos entretenga con sus fantásticas fortunas. El perfume novelesco se vuelve a descomponer con el Bizco y ese “modesto robo en un descampado” que no tiene nada de aventurero. Manuel se ha dejado caer a lo más inmundo, literalmente a las cavernas de las que huye como un animalito condenado a morir. La narración se va aproximando a su final y los dos tipos de historias se alternan sin acabar de protagonizar la novela, es una ruleta que no sabemos si acabará deteniéndose en el rojo o en el negro, en la salvación o en la condena. La novela está viva en la medida en que Baroja tampoco lo sabe.
Y es entonces cuando aparece ese otro gran personaje, el señor Custodio, “el referente intelectual”, que decía Julio Caro, el salvador, la síntesis de humildad y dignidad, la tierra negra que lo acoge, los desechos productivos, el negocio de lo que nadie quiere, un perrillo juguetón, un horario de trabajo, comida caliente y un tiovivo abandonado, es decir la posibilidad remota de ser niño.
            La novela, de ser una novela de tesis, habría terminado ahí, pero aún falta un último barquinazo, el amargor sin ilusiones, esa muchacha tan dulce que vimos al principio de la novela, la Justa, que resulta ser, en toda lógica folletinesca, el otro cabo de la cuerda con que atar la historia. Igual que la sobrina de la patrona lo dejó en la calle y lo apartó de su madre, ahora la Justa lo echa de aquel digno paraíso y lo arroja a donde toda la caterva de randas busca ir, al centro de la noche, a la Puerta del Sol. Todavía hoy, a altas horas de la noche, por la Puerta del Sol pululan individuos de andar vacilante que no se sabe muy bien a qué van. Recuerdo una noche, hará diez o quince años, que en el centro de la plaza un tipo tenía cogido a otro de la chaqueta y le ponía en la cara una chaira, “¡que te asesino, que te asesino!”, le gritaba, quizá por alguna deuda cutre, por una papelina, quién sabe, o por un cartón de vino.
            Y ahí se queda la cosa, sin acabar, en la duda. Pero la novela ya está cumplida, la duda de ser sensato o insensato se ha fundido para llegar al mismo sitio, donde el personaje, si estaba vivo, ha crecido. Y Manuel sigue vivo, ya lo creo.
            Escribo estas líneas en mi estudio y por la ventana veo el viaducto sobre la calle Segovia, el sitio preferido de Manuel, donde en momentos de tristeza iba a mirar el crepúsculo. Cualquier antología debe comenzar con esa descripción. Veo, más lejos, los tejados de la Gran Vía, donde estaban las callejuelas en las que vivía Manuel al principio con su madre, las cúpulas de las iglesias donde ahora duermen los mendigos, las chimeneas de la calle Toledo, que baja al otro mundo que era entonces el Manzanares, como arramblando con los cachivaches humanos que pueblan el Rastro.
            La casualidad ha hecho que lleve muchos años viviendo en las calles donde transcurre esta novela. Por mucho que Baroja se empeñe en retratar las condiciones insalubres de la época, esa novela sigue siendo una de las razones que me hace seguir teniéndole cariño a esta ciudad. Una de las pocas, la verdad.

1.2.15

Notas pedestres


Un libro con excesivas notas prescindibles es como un camino plagado de piedras, te impiden contemplar el paisaje y te obligan a estar pendiente del suelo.

                                                                                  Begoña Pascual
            
Es verdad: las notas a pie de página deberían estar prohibidas. Por una necesaria y clarificadora, diez son obvias o redundantes. Cuando un texto literario necesita muchas explicaciones, bien porque su castellano es muy antiguo, bien porque está plagado de referencias históricas que se nos escapan, las notas, aunque interrumpen siempre, se agradecen, pero siempre son menos satisfactorias que cuando esas anotaciones se reúnen en un comentario aparte.
            En España nos encantan las notas al pie. En la tradición anglosajona, el texto necesita solo de lo más imprescindible, casi siempre para interpretarlo cuando hay dudas objetivas, o para vincular un pasaje con otros textos que aclaran su sentido. Aquí, la benemérita Biblioteca Clásica Gredos ofrece buenas traducciones con abundantes notas, pero jamás publica un comentario. Así el lector está informado durante su lectura pero no puede despojarse de la erudición y bucear en ella.
            Todo ello es comprensible y hasta deseable cuando se trata de clásicos, pero ya la magna edición riquina del Quijote  llevaba dos escalas de notas, las que atestaban el texto de Cervantes y las que ocupaban el segundo volumen. Uno no entiende muy bien que editasen parte del comentario incrustado en el texto, si ambos se vendían en el mismo lote, porque eso de la comodidad del lector, tratándose de Francisco Rico, yo, la verdad, no me lo creo. Nunca leo el Quijote en esa edición; tan solo acudo a ella cuando tengo alguna duda. Ni a mí ni a ningún lector capaz de leerse el Quijote nos hacen falta miles de notas para comprenderlo.  
            Esta obsesión por acribillar los textos y convertirlos en excusas de la erudición y la bibliografía, mezclada con las ganas de divulgar a los clásicos, yo diría que en España procede de finales de los 70, cuando se apuntaron a esa clase de edición científica los profesores de literatura contemporánea. Y el resultado, muchas veces, es ridículo, por ejemplo en la edición que estamos comentando de La busca, a cargo de Juan M. Marín Martínez.
            Llamo ridículo a lo siguiente:  cuando Baroja dice, folletinescamente, que la Petra ha recibido “una carta que la llenó de preocupaciones”, el editor anota (nota 16): “Con la carta se entra en harina: empieza la historia principal; a Manuel, el hijo mayor de la Petra, lo despiden del pueblo”. El lector ha interrumpido su plácida lectura para que un sujeto le avise de lo que Baroja va a decir ¡en la línea siguiente!: “Su cuñado le escribía que a Manuel, el mayor de los hijos de la Petra, lo enviaban a Madrid”.
            El lector, mosqueado, masculla un “¡sabemos leer!” y regresa a la lectura, hasta que lee en Baroja: “Manuel se dedicó a observar a los huéspedes”, y el editor mete la nariz con la nota 38: “La descripción que sigue se hace desde los ojos del protagonista”. O bien vuelve a darte un golpecito en el hombro para decirte que ajumada significa ‘borracha’; o, por si estabas en Babia o no tienes mucha pesquis, cuando Baroja habla de que van a llevar a una muchacha embarazada a casa de una vieja que es una “especie de proveedora de angelitos para el limbo”, el editor se apresure a explicárnoslo (nota 43): “Atiéndase a la alusión irónica del narrador para evitar decir que la mujer del barbero realizaba prácticas abortivas”. Cuando un alumno mío escribe algo así, le digo que no use enclíticos pedantes, que no junte dos infinitivos si no forman perífrasis y que no vuelva a utilizar nunca más el verbo ‘realizar’, y menos cuando solo sirve para engordar la prosa con pleonasmos. Al editor, sencillamente, le diría que no soy tonto, que ya me había coscado, igual que cuando me arranca de la lectura para decirme que la habanera es “una danza propia de la capital de Cuba” o que el jipijapa es “un sombrero tejido con hojas de una planta americana llamada bombonaje”.  Por cierto que, en este último caso, el editor perdió una ocasión magnífica para explicarnos cómo y por qué don Telmo podía tener allá por 1988 “un jipijapa habanero”, en un párrafo, por lo demás, lleno de alusiones literarias que a lo mejor sí merecían una nota.
            Pero el editor no es un diccionario. Lo interesante no es que se nos diga qué significa amolar, jierro, parné o manró, algo que podemos deducir, sino que se nos explique de dónde sacó Baroja esas palabras. Y en este caso hay un detalle muy curioso. Uno de los libros de cabecera de Baroja fue La Biblia en España, de George Borrow, y por extensión de todos los escritores del 98. No conozco ningún estudio que se ocupe de las huellas de Borrow en Baroja, que son muchas y decisivas. De Borrow salieron muchos gitanismos con que espolvorear pasajes, tantos como del teatro popular y del habla barriobajera. Borrow debería haber aparecido a propósito de Roberto Hasting, el segundo (el primero fue Macbeth) de la barojiana saga de los ingleses, o en estos alardes de argot. Algo un poco más interesante que servirnos de diccionario, vaya.
            Eso por no hablar del tonillo profesoral. La primera vez que aparece el Bizco, el profesor apunta: “Primera alusión a otro de los personajes secundarios, aunque importantes de la trilogía: el Bizco. Unos párrafos más abajo, se incluirá un retrato breve y animalizado del personaje que conviene no pase inadvertido”. Prescindiendo del hecho de que falta una coma después de ‘importantes’, no acabo de entender con qué criterio científico siente el editor la imperiosa necesidad de interrumpirnos para decir eso.
            Hay muchos casos así, pero uno especialmente divertido. Copio el párrafo entero porque da mucha risa:

El Bizco contó que había forzado algunas de aquellas muchachitas81.
-Son todas puchereras82, como las de la calle de Ceres –dijo uno de los piratas.
-¿Hacen pucheros? –preguntó Manuel.
-Sí; buenos pucheros.
-Pues ¿por qué son puchereras?
-Pu… lo demás –añadió el chico haciendo un corte de mangas.
-Que son zorras –tartamudeó el Bizco-. Pareces tonto.
81 En la primera edición falta la exigida preposición a delante del complemento directo de persona; en las Obras Completas, se ha eliminado todo ese párrafo.
 82 Puchereras, prostitutas.

            Es un caso raro de metaficción. Eso de “pareces tonto” no se sabe si se lo dice solo el Bizco a Manuel, o también el editor al lector o el lector al editor. Pero lo grave no está en que sepamos o no que las puchereras son las putas, sino en la machacona insistencia en el asunto de la dichosa a con complemento directo de persona. El editor lo señala, profusamente, cada vez que Baroja no la usa. Y dice muy poco del editor el no saber que en castellano el uso de la a en esos casos no solo no es obligatorio sino que tiene un valor apreciativo, aparte de que, en este caso, usarlo habría supuesto un feo hiato. Incluso ahora no es lo mismo decir “he visto un chico” que decir “he visto a un chico”. En la época de Baroja, y más en el registro que deliberadamente usa Baroja, todavía más.
            El editor, en cambio, no pasa una, y todo porque lee en la princeps y denuncia que otras ediciones la han corregido, pero anota que, en efecto, habría que corregirlo. Y no, ni había que corregirlo ni había que explicarlo siquiera. Es buen, excelente castellano. Sin más. Y algo parecido sucede con el dichoso laísmo barojiano. Me he enterado, en otra nota a pie de página, de que se ha escrito incluso una tesis doctoral sobre el tema. Qué monstruosa pérdida de tiempo. Baroja es laísta, sí. Delibes también lo es, mucho más que Baroja, y leísta y de todo lo que son en Valladolid, pero no me imagino que asaeteen una edición de Las ratas cada vez que Delibes cometa un laísmo. En Delibes es congénito, pero en Baroja es muchas veces deliberado. Recuerdo una crónica de Joaquín Vidal, uno de los periodistas que mejor ha usado el castellano, que, para afear una mala estocada, decía, más o menos, “es como si Murillo, después de pintar una de sus vírgenes, va y la planta un bigote”. Y ese ramalazo bizarro y popular, después de una crónica impoluta, sí es una buena estocada.
            Esas notas de aparato crítico quizá sean las más impertinentes de todas. En cualquier edición moderna hay un aparato crítico exento donde se reflejan las variantes textuales. No es necesario ir aclarando a cada momento, con varias oraciones subordinadas, que se ha optado por una u otra lección.
            En fin, cuando se puso a hablar el bueno de don Alonso de sus viajes con el circo por América y el editor lanzó una andanada de notas para explicarnos que jai laif  significa high life y cosas así, decidí saltarme las notas para lo que me quedaba de lectura, de la que hablaremos en otra bernardina.