En la
cartelera del teatro La Latina, uno de los más populares de Madrid, en la plaza
de la Cebada, se anuncia El eunuco,
de Terencio, y Pluto, de Aristófanes. No
sé si es coincidencia o consecuencia, porque el Festival de Teatro Clásico de
Mérida lleva ya tiempo surtiendo las giras teatrales. Estuvimos anoche viendo El eunuco y salí de la representación
convencido de haber asistido a una traducción integral de la obra de Terencio.
Por traducir, le tradujeron hasta el público.
El
teatro La Latina no es ermita donde honrar clásicos. Por allí ha campeado no
hace mucho José Luis Moreno, y aún hoy, los viernes, creo, actúa Pedro Ruiz. El
año pasado había una función de monólogos con cinco actrices cincuentonas que
se titulaba Sofocos. Últimamente,
empero, se conoce que el teatro popular se ha cepillado las hombreras y la
temporada pasada ya triunfó La cena de
los idiotas. No sé si habrá tenido algo que ver el que –creo- Lina Morgan
ya no sea la dueña, pero ahora mismo el humorista estrella en La Latina es Joaquín
Reyes, un individuo que a mí no me hace ninguna gracia pero que veo que por ahí
tiene bastante aceptación y representa algo así como un humor hipster, muy
actual y juvenil. Ahora tiene un espectáculo que se titula Viejóvenes.
Quiero
decir que el teatro La Latina es popular en el sentido más popular del término.
Anoche hubo un lleno hasta la bandera. Después de las siete de la tarde siempre
hay que cruzar de acera porque la del teatro está de bote en bote. Hay de todo
(actúa Pedro Ruiz) pero en general es gente joven la que atesta las taquillas,
todos con la sonrisa ya puesta en la cola de entrar. Nada de culturetas. Y nada
de caspa. Si el espectáculo no funciona, la cultura grecolatina no va a llenar la
caja. Sin embargo, Terencio, que siempre ha sido carne de arte y ensayo como
mucho, representación escolar, en todo caso propuesta alternativa para salas de
poco aforo, ahora se presenta como comedia para un público que no tiene ni puta
idea de quién es Terencio. Alguno, si acaso, si lo oyó citar bien en el
concurso de televisión (y no atribuirlo a Hobbes), recordará aquello de homo homini lupus, pero nada más. Y
resulta que tiene más espectadores que en la misma Roma.
Son
espectadores de Plauto, los que abarrotaban los teatros igual que luego
invadirían los corrales de comedias, con ganas de divertirse a fuerza de humor
grueso, tipos ridículos y garbosos bailarines. De hecho la versión libérrima
que vi ayer era, más bien, como nos imaginamos las comedias de Plauto, llena de
interludios musicales, de equívocos graciosos, de esclavas deslenguadas y
soldados fanfarrones, de guapos estúpidos, casi transparentes, y viejos con la
gracia de las muchas tablas. Los autores de la versión, Jordi Sánchez y Pep
Antón, actuaron con el texto de Terencio con los mismos prejuicios que los
espectadores de La Latina. Aquello era teatro, una comedia que debía hacer
reír, porque si no no habría pasado a la historia, de modo que le han injertado
todo tipo de frutos cómicos hasta conseguir una traducción no del texto sino
del resultado, no de la pieza sino del espectáculo, no de Roma en el siglo II
a. C. sino de anoche mismo en Madrid. Así que no solo está justificada la labor
de contaminatio (fabricar comedias
nuevas con retales ajenos, técnica en la que Terencio era un experto) sino que es
imprescindible si no quieren los autores que el público se aburra.
Y ocurre
algo interesantísimo que yo no sé si sucedía también en la antigua Roma. El
argumento de El eunuco es mucho más
complicado de lo que acostumbraba Plauto y consumimos nosotros. Esta versión lo
escurre todo lo que puede, lo libera (casi) de conductas ejemplares (que es lo
que hace soso a Terencio) y lo injerta con el Miles Gloriosus de Plauto (no en vano Pepón Nieto hace de Fanfa, de
soldado fanfarrón). Aun así, es un lío, un enredo, un jaleo que permite al espectador
desentenderse del argumento para disfrutar de los episodios que lo conforman.
No nos importan los lamentos de Tais sino la gracia y el desparpajo de Anabel
Alonso, vestida como una madame Butterfly de puticlub, y que daba toda la
sensación de eso que se conoce como una dama de la escena. Qué buena es. No nos
apetece rebobinar el argumento para saber de qué demonios hablan sino que sea
gracioso lo que dicen, que un sorprendente (para mí) Pepón Nieto componga un potente
soldado fanfarrón, como si viniera de hacer un Falstaff y le apeteciera darse
un homenaje. Su composición, sobre todo vocal, su voz y su manera de decir,
sorprende al público y lo gana, que es lo que tiene que hacer el soldado
fanfarrón (y también Falstaff).
Pero
hubo una actriz que me encantó, María Ordóñez, espléndida en su papel tan poco
terenciano de niñata deslenguada. La verdad es que, por delante de cinco
actores de entre los que solo hacían verdadera gracia los más viejos, Pepón
Nieto y Jorge Calvo (eso sí, el más famoso entre el gallinero, un joven de una
serie de la tele, enseñaba mucho cuerpo), hubo tres actrices estupendas,
incluida Marta Fernández Muro, desde luego. Estoy seguro de que alguna vez ha
hecho de Ama shakespeariana. Como característica es muy fiable, como deberían
ser todos los secundarios, a no ser que, como le ocurre a María Ordóñez, se
haga con la obra y con el público cada vez que aparece. Se admiten apuestas
sobre cuánto va a tardar Almodóvar en darle un papel de joven airada. Y lo
bueno es que tiene pinta de ser igual de buena con el drama.
Esto es lo que tienen los argumentos complicados, que son abalorios donde ir engarzando escenas de lucimiento. Aquí deriva un poco a la comedia musical, cosa, ya digo, muy fiel al espíritu plautino, y se riza un poco al final de modernidad, quizá un poco innecesariamente. Pero bueno, tratándose de Terencio, algo de moralina debía quedar.
Esto es lo que tienen los argumentos complicados, que son abalorios donde ir engarzando escenas de lucimiento. Aquí deriva un poco a la comedia musical, cosa, ya digo, muy fiel al espíritu plautino, y se riza un poco al final de modernidad, quizá un poco innecesariamente. Pero bueno, tratándose de Terencio, algo de moralina debía quedar.