Instinto civilizado


Geórgicas, IV, 149-196

Y ahora contaré los dones naturales
que inspiró a las abejas Júpiter, como premio
por haber en la cueva Dictea sustentado
al rey de los cielos, llamadas por el dulce
sonar de los Curetes, sus bronces crepitantes.
Tan solo ellas tienen los hijos en común,
viven de sus ciudades en casas compartidas
y bajo grandes leyes van pasando la vida,
y solas reconocen patria y penates fijos
y durante el verano se aplican al trabajo
y como del invierno se acuerdan venidero
en medio almacenan cuanto han conseguido.
Porque unas vigilan el sustento y trabajan
en los campos según acuerdo establecido;
otras, de la colmena en los adentros ponen
el zumo del narciso y la espesa resina
de la corteza, que es la base del panal,
cuelgan después de ella las ceras resistentes;
otras sacan crecidas las crías, esperanza
de su raza, y otras labran la miel más pura
y de líquido néctar rellenan las celdillas.
Hay a las que montar la guardia en la piquera
les ha caído en suerte, y a turnos escrudriñan
las lluvias y las nubes del cielo, o recogen
la carga a las que llegan, o en formación cerrada
expulsan a los zánganos, hatajo de holgazanes,
allende el comedero. Y el trabajo hierve,
y las mieles despiden aromas de tomillo.
Como forjan veloces con masa derretida
los Cíclopes los rayos (unos el aire cogen
y lo soplan con fuelles de piel de toro, otros
templan en la pileta los bronces que chirrían,
al Etna el martillar de yunques lo estremece,
ellos van levantando los brazos poderosos
a ritmo enlazado y voltean el hierro
con sólidas tenazas), no de otra manera,
si puede compararse lo grande y lo pequeño,
urgen a las abejas cecropias las innatas,
cada cual en su cargo, ansias de acopiar.
De cuidar la ciudad se ocupan las más viejas
y de armar los panales y con arte de Dédalo
las celdas moldear. Y las que son más jóvenes
exhaustas se recogen, entrada ya la noche,
las patas bien cargadas de tomillo; y pacen
madroños por doquiera, jara y sauces glaucos
y azafrán colorado y jacintos azules
y resinosos tilos. Hay para todas ellas
un único descanso, un único trabajo.
Salen muy de mañana corriendo por las puertas;
no hay tiempo que perder; y cuando a la tarde
el véspero las llama otra vez a que abandonen
los pastos en los campos, entonces a las casas
se vuelven y atienden del cuerpo los cuidados;
suena un ruido, zumban por todo alrededor
de umbrales y piqueras. Luego llega el silencio,
cuando en las alcobas ya están recogidas,
y el sueño las invade, sus miembros agotados.
Mas no se alejan mucho si llueve de su albergue
ni se fían del cielo cuando soplan los euros,
antes bien se abastan de agua alrededor,
seguras en el castro, al pie de las murallas,
y cortas excursiones intentan y a menudo
sostienen piedrecicas, como el lastre que llevan
en aguas encrespadas las barcas inseguras,
con ellas se equilibran entre las vacías nieblas.

24.5.13

Lecturas de tren



“Próxima estación, Orcasitas”, dijo la megafonía, y yo entonces fui consciente de que estaba en un tren a las siete y media de la mañana de un día laborable, atravesando polígonos industriales, y leyendo a Tito Livio. Frente a mí una señora leía en su kindle ultraligero un tocho de literatura de sobremesa (lo sé porque al salir he leído alguna frase en la pantalla de letrajas gordas) y le tiraba reojos a la portada de mi edición de Gredos, de la antigua Gredos, antes del cloro y la tinta invisible, con letras doradas y encuadernación en cartoné.
“Menudo tocho”, debía de estar pensando la señora. Y el caso es que estábamos leyendo más o menos lo mismo. Ella lee una narración de acontecimientos insólitos y yo también. Ella lee una novela histórica con unos pocos datos fiables y todo tipo de exageradas invenciones y yo también. Ella lee un libro que cambia de tema antes de que el tren llegue a la siguiente estación y yo también. No sé si yo disfrutaría o no con su megalibro, pero es posible que ella sí disfrutase con el mío. 
Ella no sé qué habrá leído, pero a mí me ha dado tiempo para un puñado de historietas. La historia de Numa Pompilio (Méndez Álvaro), un rey célebre por su carácter pacífico y por su bondad del que solo tenemos un dato histórico, su nombre, a pesar de lo cual Tito Livio nos da todo lujo de detalles que avalan su bonhomía, entre ellos el de inventarse milagros para que la gente creyera en los dioses, porque

“al quedar libres de preocupación por el peligro exterior, para que la tranquilidad no relajase los ánimos que el miedo al enemigo y la disciplina militar habían refrenado, pensó que, antes que nada, debía infundirles el temor a los dioses, elemento de la mayor eficacia para una masa ignorante y en bruto como era la que había por aquel entonces” (p. 197).  

          A Numa Pompilio le sucedió Tulo Hostilio (Doce de Octubre), que era todo lo contrario, un rey belicoso y broncas, que nada más llegar al poder la emprende con los albanos. Tras algunas escaramuzas e intercambio de legados (Orcasitas), Tito Livio nos cuenta la historia de cómo, en principio, resolvieron el conflicto. Resulta que, como iba a derramarse demasiada sangre y los dos quedarían demasiado debilitados para hacer frente a terceros, acuerdan, en un tratado tolstoiano (“Cada tratado tiene sus propias cláusulas, pero todos se ejecutan con un procedimiento idéntico”), que para no malgastar vidas elegirán tres guerreros por cada bando y los pondrán a pelear. Cuando los gemelos Curiacios, tras sangrienta pelea, han acabado con dos de los Horacios, al tercero, el único que queda vivo, se le ocurre una idea: huir. Los tres gemelos enemigos echan a correr detrás de él, pero como ninguno de los tres había recibido las mismas heridas, no corren a la par, y forman una fila india que se va estirando hasta que el astuto Horacio se da la vuelta y los rejonea de regreso uno por uno, sin que los otros puedan ayudar porque se han quedado demasiado lejos (Puente Alcocer). Pero ese astuto hermano era, sin embargo, un salvaje, porque resulta que uno de los gemelos que había matado se iba a casar con su hermana, y cuando Horacio regresó victorioso, con los despojos de los gemelos muertos (3 gemelos 3), la muchacha vio el manto de su novio y se echó a llorar, y se mesaba los cabellos y se rasgaba las vestiduras, y su hermano entonces se acercó a ella y le dijo:

“Marcha con tu amor a destiempo a reunirte con tu prometido le dice-, ya que te olvidas de tus hermanos muertos y del que está vivo, ya que te olvidas de tu patria. Muera de igual modo cualquier romana que llore a un enemigo” (p. 209).

Y la atravesó con la espada delante de todo el mundo (Villaverde Alto). Aunque eso no se podía quedar así, naturalmente. No se podía consentir tamaña crueldad, así que montaron enseguida un jurado popular para condenar al hermano salvaje, que por una nonada se había cargado todo el prestigio que consiguiera con su fuerza y con su astucia. Solo pudo salvarlo su padre, que también era muy listo y le planteó al jurado el siguiente sofisma: “¿No os basta con que haya perdido a mi hija?”, que convenció inmediatamente a todo el mundo y significó la salvación de un héroe despreciable (Zarzaquemada).
Aún he tenido tiempo de leer la guerra contra Veyos y la espeluznante ejecución de Metio (Leganés) y la destrucción de Alba y la guerra contra los Sabinos (Parque Polvoranca), todas ellas salpicadas de prodigios y curiosidades, lugares perdidos y frases célebres, estratagemas militares y discursos emotivos, detalles irrelevantes para la historia de la realidad, pero no para la historia de los pueblos. Tito Livio, como Heródoto, escribe lo que considera verdadero y lo que le parece una invención; a veces previene al lector contra la divertida fantasía que está a punto de contarle, y otras lo cuenta él muy serio, como si se lo creyese. El resultado es siempre igual de entretenido.
Al salir de la estación de Parque Polvoranca he guardado el libro, he descruzado las piernas, he regresado al mundo. Mi compañera de vagón aún seguía hacia Fuenlabrada. Al abrirse las puertas se ha cerrado un mundo aparte, el mismo que ella ha podido alargar alguna estación más que yo.  

22.5.13

Preterición de los jardines


Geórgicas, IV, 116-148

Y si yo, en verdad, casi al fin de mi labor
no fuera ya plegando velas y a tierra la proa
corriese a enderezar, acaso cantaría
al arte del cultivo que cura y embellece
los frondosos huertos, los rosales de Pestum,
que tienen dos floradas, cómo la endivia goza
bebiendo en el arroyo y verdean de apio
las orillas y crece, torcida entre las hierbas,
la panza del cohombro; y no habría callado
al narciso tardío en echar la melena
o a la penca del cardo flexible y a las pálidas
yedras y a los mirtos, que aman la ribera.
Recuerdo haber visto, bajo los torreones
de la alta ciudad de Ébalo, allí donde
baña el negro Galeso los campos amarillos,
a un viejo coricio a quien pertenecían
unas pocas yugadas de tierra abandonada,
y la mies ni era fértil para darle a los bueyes
ni buena para el rebaño ni al gusto de Baco.
Él, sin embargo, ralas plantaba las verduras
entre los matorrales, rodeadas de lirios
blancos y de verbenas y de ricos ababoles,
e igualaba en orgullo el poder de los reyes
y al volver a casa, entrada ya la noche,
de balde en las mesas manjares descargaba.
El primero en coger rosas por primavera
y frutas en otoño, y si el lóbrego invierno
quebrara con el frío hasta la mismas peñas
y frenasen los hielos el curso de las aguas,
pelaba de un blando jacinto la melena
y del tardo verano y los céfiros remisos
iba despotricando. Conque era el primero
en tener abundancia de crías de abeja
y de enjambres repletos, e hiñendo los panales
en extraer de ellos la espumosa miel:
había puesto tilos y ubérrimos laureles,
y de cuantos frutos se hubieran vestido
con renovada flor los árboles fecundos,
otros tantos maduros cogía en otoño.
Los olmos ya crecidos trasplantó en hileras
y el recio peral y el espino con prunas
y el plátano que sombra ofrece a los que beben.
Pero, como me salgo de los estrictos límites,
voy a pasar por alto estas evocaciones
y dejarlas a otros que vengan tras de mí.

20.5.13

Ensayo de literatura campestre, 11




Estoy terminando el libro de Jason Webster La montaña sagrada, que me recomendó un amigo cuando vio la serie que había empezado. Las últimas tres o cuatro lecturas campestres han sido por recomendación de lectores del blog, que a su modo van trazando una línea distinta de la que yo en principio me había marcado. Mucho mejor así.

          Esta de Jason Webster me la recomendaron más por su amenidad que por su profundidad, y desde luego es amena, muy en la línea de Chris Stewart (el de Un loro en el limonero, no el de los otros dos), escrita en prosa tersa y ágil, prosa británica de libro de viajes y de curiosidades geográficas, aunque también, y ahí está lo malo, prosa de novela robinsoniana. Si hubiera que juzgarla por lo primero, sería un ejemplar ortodoxo del género: el viajero que sin remilgos ni prejuicios se va a vivir en carne propia lo más lejos posible de las piedras húmedas de Oxford. El viajero va recogiendo datos geológicos y leyendas populares, recetas de cocina y páginas de la historia del Maestrat de Castelló, a donde se ha ido con su novia, que se llama Salud y es valenciana, a un mas de las faldas de Penyagolosa, allí a vivir. Igual que Chris Stewart se fue a Las Alpujarras, Jason Webster se fue a Peyagolosa. Los dos se llevaron una mujer silenciosa y escéptica y los dos encontraron a un espécimen del terreno que les contó los secretos del agua. Jason Webster encontró además un contador de cuentos inverosímil, Faustino, que más que hablar lee la Wikipedia.
          Y ese es el problema. En Stewart había un impulso robinsoniano, pero en Webster está claro que por mucho que vea crecer las cebollas con el agua del fregadero en condiciones neolíticas no hay descanso, no hay contemplación. Por mucho que se nombre a la naturaleza no hay naturaleza. Webster la describe pero se le escapa, o más bien la cubre con la estameña del horror vacui. Su sano miedo a no hacerse pesado le lleva a no quedarse quieto, a cambiar de asiento cada pocas páginas, como si zapeara entre el canal historia, el canal geografía y el canal 9. Esta hiperactividad narrativa le lleva a explicarlo todo brevemente, la receta de los caracoles, las plantas de rocalla, el hambre del mulo, cómo funciona un alambique, la leyenda de la Virgen del Romero, el posjipismo sandalioso, los escondites de los maquis y demás apartados de la wikipedia del Maestrazgo castellonense, de modo que lo que habría podido ser un hermoso libro de viaje, o incluso de aventura, se queda en folleto turístico con pespuntes narrativos. Cada capítulo lleva una cenefa erudita de adorno, un fragmento del Libro de Agricultura de Awam, y una coda folklórica, una leyenda mítica de la zona, con ese aire de tontería que suelen tener las leyendas míticas de la zona, de cualquier zona. Resulta poco convincente, en ese sentido, que intente atar los cabos a cuarenta páginas del final entonando una oda no muy bien engastada sobre las leyendas que brotan de la tierra. Es el fragmento hondo, como antes era el fragmento histórico y antes el gastronómico.
La naturaleza tiene que ser sentida. Stewart la sentía, es decir, sabía mostrar que la sentía. Los episodios son más sosegados, parten de cualquier minucia cotidiana, no de ningún secreto de novela de aeropuerto, y se dejan llevar hasta que la narración escucha lo suficiente a la naturaleza para que sea la naturaleza la que explique lo que tiene que decir. Como libro turístico, el de Webster está muy bien, pero como “un viaje hacia la autenticidad, la lentitud, el silencio y las leyendas de un paraíso perdido”, que es lo que dice la portada, debajo del título, me temo que no consigue lo que se propone. El error, a mi juicio, está en querer narrar lo que solo había que anotar, en acumular demasiadas historias y no quedarse en una sola que nos permita conocerlo todo un poco mejor. Y en usar, sin descanso, un tic que me pone malo, típico de los talleres de escritura, ese y de pronto una sombra en la cocina para presentar al gato. De pronto unos disparos más allá de los arbustos para decir que hay cazadores, de pronto unas huellas extrañas para decir que hay jabalíes, de pronto un envío misterioso para desempaquetar un alambique. Eso, en este libro, es constante, y seguramente es lo que hay que hacer cuando se escribe prosa de aeropuerto (no sé, no vuelo cuando leo), pero desde luego no es lo más indicado para hablar de la autenticidad, la lentitud o el silencio. Hay un tráfico narrativo que en vez de darnos la impresión de ser una casa perdida en el monte parece un zoco de turistas y algún que otro personaje de cuando se rodó El Cid en Peñíscola, que también se nombra en el fragmento de curiosidades. La única aventura posible en un mas del Maestrat es el silencio interminable, no este jaleo.
Lo voy a terminar porque es entretenido. Tan entretenido a veces como pasar un rato en la red. De pronto hay una situación, un contexto, un personaje, y a vuelta de página se aparece San Vicente Ferrer o el Papa Luna, y aún no sé si de aquí al final no saldrá la biografía de Rita Barberá. Viene bien para recordar la fecha del tratado de Avignon o qué significa la palabra morisco, pero mientras tanto no vemos crecer a los tomates, no sentimos correr el agua en el manantial, no sabemos qué hay dentro del silencio ni de la lentitud. Todo es bullicio de taller narrativo, de literatura editorial. Es una opción, porque Webster, en líneas generales, escribe bien, quiero decir que no le hubiese costado, en vez de rellenar casi cuatrocientas páginas de episodios turísticos, dejar el libro en la mitad, incluso menos, en la historia del hombre que se va con una mujer a un mas del Maestrat, a no ver a nadie y vivir al ritmo del las cebollas. Así, con este permanente añadido, los personajes son indiscernibles, nada más presentárnoslos se nos los llevan, que llega una postal de Inglaterra y Webster introduce una pequeña historia de cuando era niño. La sensación es que cabe todo. Se encuentra a un aldeano por el camino y cuando habla parece el profesor Pío Font Quer. Robinson no hace listas de ventajas y de desventajas sino que pasa el tiempo enganchado a internet. 




19.5.13

Abejas despistadas



Geórgicas, IV, 103-115

Mas cuando los enjambres vuelan desconcertados
y juegan por el aire y descuidan los panales
y dejan las colmenas frías, no las dejes que entreguen
sus ánimos volubles a vanos pasatiempos.
Tampoco cuesta mucho el impedirlo: tú arráncales
las alas a los reyes; cuando ellos titubean
ninguna se echará a volar al alto cielo
y no levantarán del campo las banderas.
Los huertos perfumados las llamen con sus flores
de color de azafrán, y con falce de leña
la custodia de Príapo el Helespontíaco
proteja de las aves, guarde de los ladrones.
Aquel que se dedique a tales menesteres,
él mismo ha de plantar los laureles silvestres
y el tomillo que traiga de las altas montañas
todo alrededor de las colmenas; él mismo
con el duro trabajo se agrietará las manos,
él mismo ha de poner las plantas más feraces
en tierra y regarlas con la lluvia amiga.

18.5.13

Carácter argentino



Momentos antes de la prórroga, cuando los dos equipos habían armado sendas melés para dar las últimas instrucciones y gritar las últimas consignas, hubo una imagen estupenda de Germán Burgos, el Mono Burgos, de pie entre los dos corros, mirando con descaro la piña del Madrid. Al locutor de la televisión le hizo gracia y el comentarista del Real Madrid, Manolo Sanchís, se dejó caer con una frase sibilinamente ambigua: “Es un personaje”, dijo, y dicho por un madridista formal, que solo pasó de la Glorieta de Bilbao hacia el sur de Madrid para jugar en el Calderón, tiene un deje de censura. Ya sabemos que cuando un conservador dice de alguien que es un personaje suele descalificarlo por ordinario. El otro comentarista, el del Atlético, Paulo Futre, habló mucho pero solo se le entendieron los gritos que dio cuando Miranda marcó el segundo. Su portugués cerrado impide ver lo que quiera que esté diciendo. Sanchís era el joven culto y formal, gran central en su juventud y economista de profesión, al que, por ese sentido de la formalidad que Mourinho nunca entenderá, no se le escapó la oportunidad de decir que las entradas para la final eran “caras, demasiado caras”. La Quinta del Buitre era así. Había madripijos de toda la vida, Sanchís, Butragueño, Martín Vázquez, pero también estaba Míchel, que era de Villaverde, y todos compartían una formalidad más o menos discreta, un saber ponerse en la piel del público. De Paulo Frute, en cambio, lo que fuera que estuviese diciendo sonaba a parlamento de barra, la voz ginebruda, llena de sonrisas húmedas, de saliva pastosa. Me lo imaginaba con la corbata floja, un sello de oro y una copa en vaso largo. Futre fue el primer gran fichaje de Jesús Gil, el motivo por el que nunca he podido identificarme del todo con el Atlético de Madrid.
               Rodolfo López Isern, cuya crónica de la final estoy esperando con impaciencia, es de los que piensan que el Atlético está muy por encima del clan de los Gil. Un filósofo serio como él fue capaz de abstraerse del vendaval de estiércol que trajo ese hombre y ser fiel a sus colores de siempre. Yo no partía de un sentimiento tan arraigado. Mi infancia es un campo de barro en el que una vez Guitarte, delantero centro del Club Deportivo Teruel, se cansó de pelear por la pelota y ponerse de barro hasta los ojos y se fue harto a la banda, hasta que alguien le diera una patada al balón y lo desatascase.
               Sin embargo, el modelo de equipo, el paradigma Atlético, me resulta mucho más cercano que el del Madrid. La sombra detestable de Gil se ha iluminado con gente como el Mono Burgos, que podría ser, perfectamente, un cliente de El Botas, mi bar preferido de Lavapiés durante muchos años, lleno de melenudos cerveceros, gente abrupta y noble, cómica y dramática, canalla y leal. Como portero era el dueño del campo propio, a veces con el puño cerrado. Recuerdo los ocho partidos que le cayeron por el guantazo que le pegó a la salida de un córner a un jugador del Mallorca. Y era muy argentino, pero en un sentido de la argentinidad que solo he comprendido cuando he hecho amigos argentinos. El aplomo de pistolero en las salidas, la seriedad indesmayable, más allá de los pelos o la estrafalaria vestimenta. Eso, claro, lo tienen todos los buenos porteros argentinos. Lo tenía Fillol y el gran Navarro Montoya y D’Alessandro y Carnevali y Abondanzzieri y tantos otros más, gente con aire porteño, de callejuelas junto al muelle, de temple y arrestos. El portero es en esos equipos el jefe suplente, el no oficial, el que protege la portería y a los jugadores, el que despeja los problemas y sostiene al enemigo la mirada. Como jugador, el Mono hacía exactamente lo mismo que como entrenador, ser un consuelo moral. Simeone, otro gran argentino (“se lo dedico a la familia, que estará ayá lejos, en una habitasión, con las caras pintadas, viendo la tele”), es el entrenador, el que lleva el traje y la camisa negra, con cara de Tom Waits, pero cada vez que toma una decisión llama al Mono, que sale, gordo, del banquillo, y se pone a su lado con el rictus serio de quien pone serio a todo el que esté cerca, y escucha y asiente, o saca una consigna por un lado de la boca, obedece seriamente, e incluso, si hace falta, se dedica a meter goles desde el banquillo: “Yo no soy Tito, yo te arranco la cabeza”, le dijo a Mourinho, y tampoco hace falta haber tomado unos cuantos tercios de Mahou en El Botas para saber que aquello fue una meada de perro viejo, suficiente para quitarle a Mourinho el mando emocional de la contienda, que es lo que más le jode. Curiosamente, con lo tiquismiquis que se ponen siempre los periódicos con esas cosas, nadie lo señaló como un mal ejemplo. Más bien a todo el mundo le hizo gracia, porque todo el mundo lo entendió.
               Sí, me gusta ese otro estereotipo argentino, el que actúa, no el que se tumba en el diván, no tanto el constructor de frases (Bielsa, Valdano) como el callejero y lapidario, emotivo y seco, como una balada heavy-metal, o como un tango, ya puestos. Y, en todo caso, razones no me faltarían para justificar el placer que me produce que el equipo de Mourinho pierda hasta la copa del Rey, que es un trofeo para pobres. Anoche las artes nacidas de la fábrica y del muelle ganaron a esa burda tecnología del dinero que maneja el Madrid. El Madrid se ha llenado de chicos ostentosamente bien peinados. El Atlético, desde que llegó Simeone, tiene jugadores como él, o como era Vizcaíno, muchachos de Carabanchel, llenos de rabia y de orgullo, con cara de polígono, o jugadores como el Mono Burgos, bigardos como Arda Turán o Costa, que parecen recién venidos de la guerra de Bosnia. Tiene gracia que el más formalito de todos, Courtois, ocupe la misma demarcación que el Mono. Pero luego entrevistaron a Courtois y, en un castellano excelente, el joven arquero belga dijo con aplomo y contundencia todo lo que había que decir. El peinado no es el del Mono, desde luego, pero el desparpajo sí.
               El partido, por lo demás, fue muy entretenido. Sacamos a los tipos duros, marcamos el territorio, nos armamos de valor. Ellos pegaron tres palos porque van sobrados. Si supieran lo que es la crisis habrían ajustado mejor el disparo. La jugada de Falcao estará entre las diez mejores de cualquier liga en esta temporada. El cabezazo de Miranda pasará a la historia. Al final, cuando subieron todos a recoger los trofeos (menos los perdedores, Mourinho y C. Ronaldo), los jugadores se agruparon ante las autoridades y cuando llegó el Mono Burgos, que está hecho un tocino, se colocó justo delante de Su Majestad y la tapó completamente. Yo no creo que fuera mala intención o despiste del Mono. El Mono es un zorro. Yo creo que le hizo un favor.

13.5.13

Dos clases de abejas



Geórgicas, IV, 88-102

Pero cuando a los jefes de entrambos escuadrones
los hayas separado, al que veas peor,
a ese dale muerte para que no estorbe;
que reine el mejor en la corte vacante.
Uno tendrá encendida la color, recamado
con máculas de oro; pues son dos las especies:
el mejor, de aspecto distinguido y bello
con escamas brillantes, y el otro, desastroso,
que arrastra sin gloria el vientre amorcillado.
Al igual que son dos las caras de los reyes,
del mismo modo son los cuerpos de la plebe.
Porque unas son feas e hirsutas, como tierra
que escupe el viajero por la boca reseca
cuando sale de una espesa polvareda;
y otras son lustrosas y brillan con fulgor,
radiantes como el oro, los cuerpos salpicados
de gotas parecidas. Esta casta es mejor,
de aquí sacarás, a su debido tiempo,
la dulce miel, que no dulce ya sino fluida
            el áspero sabor rebajará del vino.

12.5.13

De la guerra (Extramuros, 2)



Geórgicas, IV, 67-87

Si, en cambio, saliesen a luchar, que a menudo
con gran tumulto entre dos reyes la discordia
prende y en seguida, desde la lejanía,
el ardor del enjambre se puede barruntar,
el tremor de la guerra entre los corazones;
y a las que se retrasan, el cántico marcial
de los broncos metales las increpa, y un ruido
recuerda en el sonar quebrado a las trompetas.
Entonces, trepidantes, se arraciman y brillan
las alas al batirlas, y afilan con la trompa
el aguijón y sueltan los brazos y se juntan
prietas alrededor del rey, junto a sus reales,
y con gran griterío llaman al enemigo.
Conque, cuando encuentran el campo despejado,
la primavera clara, irrumpen por la puerta,
se traba el combate, retumba el alto cielo,
revueltas se aglomeran en grande pelotón
y caen al vacío; no más denso en el cielo
arrecia el granizo ni al varear la encina
llueven tantas bellotas. Los reyes por sí mismos,
enseñando las alas por medio de las tropas,
es ingente el coraje que llevan revuelto
en tan angosto pecho, firmes en no ceder
hasta que fiero obligue a unos o a otros
en la fuga a dar la espalda el vencedor.
Esta agitación de los ánimos y estos
combates tan tremendos se aplacan y sosiegan  
con echar por el aire un puñado de tierra.

11.5.13

Extramuros, 1



Geórgicas, IV, 51-66

Por lo demás, en cuanto hunde el sol dorado
bajo tierra el invierno y aclara los cielos
con la luz del verano, recorren las abejas
los bosques y los sotos sin descanso, cosechan
la púrpura flor, beben ligeras sobre el río.
Entonces, y contentas de no sé qué dulzura,
atienden a las crías y a los nidos; después,
las más recientes ceras labran como artistas
y amasan la espesa miel. Y a partir de ahí,
si ves que el enjambre lanzado de las celdas
surca el aire claro del verano y remonta
rumbo a las estrellas del cielo, y te admiras
de la oscura nube, que la lleva el viento,
párate a contemplarlas, pues siempre van buscando
aguas dulces, cobijos frondosos. Tú esparce
por aquí los sabores como está mandado,
melisa machacada y humildes borrajas,
y dale al cascabel y todo alrededor
el címbalo has de andar tañendo cibelino.
Ellas solas irán a posarse a los sitios
que hayas perfumado, y según su costumbre
se esconderán solas muy dentro de los nidos.

7.5.13

Ensayo de literatura campestre, 10




Jane Austen es inagotable. Cuando terminemos con esta sinuosa serie campestre debería volverme a leer todas seguidas sus novelas. Entre otras muchas certezas que manan de su lectura, Austen sirve para entender a los ingleses, su sano desprecio por la superchería, su relativismo irónico, al tiempo que su capacidad para creerse su carácter y no poner a la existencia más dificultades de las que la existencia tiene de por sí. Flora Post, la hija de Robert Post, es una inglesa de los años veinte, empeñada, como Emma, en casar a la gente, pero no por el motivo turbio de las alcahuetas, sino para ofrecerles una vida mejor, y de paso entretenerse. Flora Post llega a una granja sórdida, llena de paletos atemorizados por una idea enferma de la famila y de la moral, y se propone redimirlos por puro pasatiempo, como las hadas buenas. No lo hace llevada por un trauma sin resolver ni por un secreto fatal, no movida por la soledad o la indigencia. Tampoco lo hace por amor a la vida rural ni como pago de nada. Lo hace por deporte, porque le apetece, porque le da la gana, y teje una red de sentimientos que nunca la atrapan a ella. Es una mujer joven y culta, de la Inglaterra de D.H. Lawrence o de los bohemios de Bloomsbury, hija del cine y del aeroplano. La novela, muy al final, nos lleva a pensar que lo ha hecho por un motivo igual de higiénico, saber si quiere o no casarse con Charles. Ha ido formando parejas y reanimando modorras, rescatando todo aquello que puede decorar la vida moderna, el joven enamorado del cine, como un Clark Gable de pueblo; la ninfa Elfine, con quien interpreta el papel de Pygmaliona; el bruto Urk, que acaba casado con la ninfa pobre de Thomas Hardy, que en esta novela es más alegre y follaora; el predicador Amos, que queda mucho mejor en las colonias, encima de una camioneta Ford, y allá lo empaqueta Flora; o, en fin, la vieja Ada Doom, que lleva veinte años encerrada en su cuarto, velando porque la granja no se descomponga, que todos se cuezan dentro en un caldo de supersticiones y miedos infundados. A todos los hace modernos, a todos los mete en un avión y los manda a vivir la vida lejos de la vaca y de los traumas familiares. La narradora, también Flora, pero otra Flora llamada Stella Gibbons, lo resume muy bien en la escena del sermón de Amos, un local lleno de sudor y humo, lleno de aldeanos que se divierten pasando miedo. En medio de semejante monumento al judeocristianismo, Flora encuentra un conocido, un hombre relativamente normal, y cuando lo saluda le dan ganas de decirle: “El doctor Livingstone, supongo”.
       En esta parte sarcástica de la novela (sarcasmo de Thomas Hardy), Gibbons se ensaña con esa religiosidad oscura que convierte a sus feligreses en víctimas gratuitas de sí mismos, los llena de culpas y de impulsos escondidos, de morales estúpidas y una fe primitiva en cualquier tontada sobrenatural. La vieja Ada Doom repite que cuando era una niña vio algo sucio en la nevera, y Judith, otra redimida, acaba en un psicoanalista. Gibbons va barajando todos los emblemas de su época, para ella limpiar la granja es sacar al toro a que corra por el campo, abrir las ventanas y convencer a la vieja de que no piensa más que tonterías, que se vaya a vivir la vida y se olvide de la puta granja. Hay que extirpar la religión (Amos), la superstición (Urk) y la costra de complejos y aturdimientos en que para Gibbons suele consistir ese judeocristianismo. Lo gracioso es que una muchacha bon-vivant sea la enviada para redimir a una familia reprimida por una idea falsa de la redención.
       ¿Y qué hay, en todo esto, de campestre? La granja en esta novela es una cárcel gratuita. El campo, unos cuantos fragmentos que, muy cervantinamente, la narradora señala con dos o tres asteriscos según sea su nivel estético. La Aurora de dedos de rosa es uno de esos párrafos espléndidos, un poco hipertrofiados, que solo sirven para dejar claro que tampoco hay que tomárselo tan en serio como se lo toma Hardy, o incluso Lawrence, a quien, según dice el espléndido traductor (José C. Vales: enhorabuena), Gibbons caricaturiza en el personaje de Mybug, un sátiro exquisito, gordo y pesado; pero también deja claro que no es difícil escribir así, pero que la novela necesita otro tipo de lenguaje. Y en eso, en el lenguaje, la novela es espléndida. Puesto que los personajes son caricaturas más o menos planas (más que evolucionar, responden a la varita mágica), la protagonista se erige en una especie de Mary Poppins con la elegancia de Virginia Woolf pero sin sus tormentos nebulosos. Y la verdad es que, mientras la autora no procede a darle un sentido a todo, a cerrarlo, la novela es una verdadera delicia. Se me hace un poco más pesada en las escenas tumultuosas, el aquelarre general en el cuarto de la vieja, o la boda de Elfine, algo cansina (las bodas, o se ponen al principio, como Zola en La taberna, o se cuentan en una página: largas y al final siempre me resultan excesivas), y se me hace un poco menos creíble ese final no sarcástico, forzadamente sincero, ese tener las cosas demasiado claras después de todo. Pero reconozco que es un problema mío con los finales orquestales. Prefiero que las novelas finalicen por sí mismas, sin necesidad de rataplanes. Pero, ay, estamos en los albores del cine, y estos rataplanes iban a durar un siglo como poco, y siguen durando. Pocas comedias se escribirían después sin una boda excesiva, en una lenta deflación de la sonrisa. Todo lo demás, todo lo mucho previo al rataplán, aunque no sea muy campestre, es, desde luego, muy higiénico, muy natural.