Ayer, llevado por el entusiasmo que me producían los membrillos, obvié otros árboles a estas alturas en sazón de color, como los perales, u otros que todavía no han sucumbido a los embates del ocre, como los almendros y los ciclamores, y por supuesto los manzanos, que pasan bien tranquilos la otoñada. Siempre caemos en el error de ningunear a los que no se quejan o, como se dice por aquí, no piden pan. Pero solo cuando el suelo está lleno de hojas y en el horizonte no hay más que un tapiz de ramas grises vuelve uno la mirada a los árboles de siempre, aquellos, curiosamente, por los que empezó este cuaderno, que siguen ahí. El almendro, con las hojas algo tomadas de orín, aguanta con su hermosa rama seca, que pronto lucirá más elegante que las jóvenes. Los ciclamores están también algo cobrizos (su verde se hace tierra sin pasar por tonos claros), pero los perales tienen una luminosidad a la que quizá no lleguen los membrilleros.
Son dos, muy viejos. Hay otro más joven y aguanta igual de bien, pero estos han alcanzado un amarillo terroso, moteado de pintas verdes, máculas que irán extendiéndose por las hojas hasta cubrirlas de bronce. Hay algo interior, cereal, secativo y resistente en estos tonos, más cercanos a la estameña del cartujo que a las alegrías cítricas. Es un amarillo recogido, el color que se imagina uno en el heno que arruga la serba y la paja que la dora, según nos describe Góngora en la ofrenda de frutos de Polifemo. No son estos los colores abundantes que podían seducir a Galatea, tienen esa condición labradora y cotidiana de las frutas que aguantan hasta el invierno. Hace semanas que recogimos las peras, y pensábamos que los árboles correrían la misma suerte que los chopos viejos. Las cuatro ramas grandes hace tiempo que no crecen, quedaron romas y de ellas sigue cada año saliendo un puñado de ramones de color marrón violáceo. El tronco se cuartea, la corteza se despega en jirones llenos de moho, pero a estas alturas del año ilumina el jardín con una mancha de ascetismo y beatitud, de dignidad intacta y austera resistencia. No es el misticismo desgarrado en los violentos amarillos del secano, sino el tono cálido que nos acerca a lo poco que perdura, a esos magros frutos que podríamos ofrecer en un cestillo a nuestra musa.