Hoy escribo la última página de este cuaderno. El pasado 19 de septiembre puse el pie a una foto de Inma de las hojas de una parra. Después de ese, uno cada día, vinieron otros noventa y un textos para otras tantas fotos. A veces era la imagen la que daba pie al contenido del fragmento, y a veces ilustraba un texto previo. Siempre había foto, siempre había texto.
El propósito era describir el paso del otoño por nuestro jardín. Solo eso. Deberíamos haberlo titulado Jardín cerrado, como el libro de Emilio Prados. A esa limitación, es decir, a renunciar a cualquier otro tema, siquiera de pasada, se unían, por mi parte, la de una extensión fija y la obligación de que fuese diaria.
El resultado creo que es eso que antes se llamaba un libro de prosas, a veces, qué le vamos a hacer, más cerca del Miranda Podadera que del padre Virgilio, con quien he pasado muchas horas desde hace muchos años. Con él, antes que con Juan Ramón, aprendí que la emoción, si la hay, nace del nombrar, de la exactitud bien escogida. Rara vez brilla la belleza en los jaspes con que se suelen adornar las descripciones, sino en los detalles que las definen.
Quizás es eso lo único que perseguíamos, una colección de acuarelas realistas, un calendario de pared con letras en vez de números. Empezó como ejercicio matutino para otro proyecto de más fundamento, pero con el paso de los días se fue convirtiendo en prioritario: lo otro podía dejarlo aparcado siempre que no hubiera una entrega de este cuaderno que me pareciera por lo menos presentable.
No sé si es así como he visto el otoño o si es así como el otoño ha pasado por mí. Lo que sí es cierto es que me he sentido más cerca del entorno real en el que vivo, e infinitamente lejos de la realidad impuesta y virtual. Como terapia para no ensordecer con los clarines del apocalipsis cotidiano, ha merecido la pena.
Esta vez ha sido Inma la que me pasó la foto del almendro viejo, el primer árbol que mis padres plantaron en el jardín, hace, exactamente, cuarenta y tres años. Ya le dedicamos una entrada cuando aún se distinguían las ramas muertas y las vivas. Ahora, con el resol de la mañana, se funden en un único, elegante, cadencioso árbol desnudo.