Después de la barrida general de ayer, nos han sorprendido las sargas cargadas de flores, los sauces grises que crecen por toda la ribera. Ya habíamos visto verdear algún desmayo, que es el sauce lánguido y vistoso de los jardines privados, el sauce decorativo, babilónico y prerrafaelita. Estos otros, las sargas, son como parientes pobres, asilvestrados y resistentes, de hojas más pequeñas, de flores más duras, arbustos de rama tiesa que no se cimbrean hasta el suelo ni los mece cualquier brisa. No son sauces para piscinas de riñón, como esos que se ven cuando te asomas por las celosías de las casas de postín, sino para remansos del río. De hecho, un poco más abajo, en un recodo del Alfambra, está el famoso Pozo de la Sarga, donde antiguamente acudían los zagales a darse un chapuzón. No muy lejos estaban las piscinas de tapias altas y plátanos amaestrados, de damas ociosas y camareros con pajarita, pero en el río se juntaba la chiquillería ruidosa y temeraria, que se colgaba de las ramas de la sarga para tirarse al pozo igual que Tarzán se columpiaba con las lianas. El sol se reflejaba entre las aguas removidas, los muchachos salían con la sonrisa chorreante y los pies manchados de tarquín, alguno con un cangrejo en la mano. Entre los sauces de las piscinas, los niños de casa bien estrenaban bañador y se acercaban al bordillo con cautela, siempre con un aya pendiente de que no se resbalaran. La naturaleza también parece guardar estos extraños equilibrios: el árbol suntuoso es más frágil y enfermizo, víctima de plagas y de heladas, pero el arbusto silvestre crece haciendo frente a las adversidades; sus flores no son campánulas fragantes, pero no hay ventisca que las arranque; sus ramas no dibujan sentimientos, pero sirven para que los niños se agarren en tardes de risa y aventura.
29.2.24
Sarga
Después de la barrida general de ayer, nos han sorprendido las sargas cargadas de flores, los sauces grises que crecen por toda la ribera. Ya habíamos visto verdear algún desmayo, que es el sauce lánguido y vistoso de los jardines privados, el sauce decorativo, babilónico y prerrafaelita. Estos otros, las sargas, son como parientes pobres, asilvestrados y resistentes, de hojas más pequeñas, de flores más duras, arbustos de rama tiesa que no se cimbrean hasta el suelo ni los mece cualquier brisa. No son sauces para piscinas de riñón, como esos que se ven cuando te asomas por las celosías de las casas de postín, sino para remansos del río. De hecho, un poco más abajo, en un recodo del Alfambra, está el famoso Pozo de la Sarga, donde antiguamente acudían los zagales a darse un chapuzón. No muy lejos estaban las piscinas de tapias altas y plátanos amaestrados, de damas ociosas y camareros con pajarita, pero en el río se juntaba la chiquillería ruidosa y temeraria, que se colgaba de las ramas de la sarga para tirarse al pozo igual que Tarzán se columpiaba con las lianas. El sol se reflejaba entre las aguas removidas, los muchachos salían con la sonrisa chorreante y los pies manchados de tarquín, alguno con un cangrejo en la mano. Entre los sauces de las piscinas, los niños de casa bien estrenaban bañador y se acercaban al bordillo con cautela, siempre con un aya pendiente de que no se resbalaran. La naturaleza también parece guardar estos extraños equilibrios: el árbol suntuoso es más frágil y enfermizo, víctima de plagas y de heladas, pero el arbusto silvestre crece haciendo frente a las adversidades; sus flores no son campánulas fragantes, pero no hay ventisca que las arranque; sus ramas no dibujan sentimientos, pero sirven para que los niños se agarren en tardes de risa y aventura.
28.2.24
Ventolera
Todos pensábamos, también los árboles, que esto había terminado. El ciruelo ruin no sabíamos si aguantaría porque, además de desmedrado, el pulgón se ceba con él, y sin embargo se cuajó de flores como nardos, y el sauce se estaba tiñendo de un verde azulado y asomaban las hojas de los membrillos, antes incluso de que nos diera tiempo a podar los vástagos chupones. Pero un cierzo criminal volvió a poner las cosas en su sitio. Había que caminar encorvados, con las manos a resguardo para que no se nos abriesen los nudillos, cuando salíamos a comprobar que el viento rabioso no había destrozado nada, y lo que nos encontramos fue el suelo cubierto de semillas de arizónica, todo alfombrado de granos amarillos, como si se hubiera volcado un cargamento de mijo. El viento había sacudido los cipreses y el plátano enorme, donde siempre quedan unas cuantas hojas tiesas, testarudas, estaba limpio como la patena, tan esquelético como un frutal recién plantado. Hace falta una noche de ventisca para barrer las huellas del pasado, incluso aquellas hojas que se habían quedado milagrosamente colgadas del cerezo, momificadas de un año para otro, o las que se habían arremolinado en los alcorques como dispuestas a quedarse allí hasta que las sacáramos nosotros. Todo fue aventado por un airazo inclemente. Cuando subimos a ver si había desperfectos en la acequia, nos encontramos una empalizada de capitanas, esas grandes bolas como lámparas de pita, leñosas y punzantes, que habían caído rodando hasta el valle desde el páramo abierto y los campos de secano. También los sembrados han quedado limpios de polvo y paja, y por un momento parecían un campo de batalla en el que un ejército de escarabajos se hubiera lanzado al ataque. Hemos ido sacando con la horca las capitanas que dando botes llegaban a saltar la tapia y se quedaban atascadas en el cauce. El viento había también derribado un chopo muerto que llevaba años esperando a que lo arrancásemos. Ha habido que serrarlo y apilar los tarugos para quemarlo en la chimenea.
27.2.24
Oro en paño
Al volver a Femeninas, tantos años después, uno no se encuentra con nada parecido a un libro primerizo, pero tampoco, simplemente, con el decadentismo con el que se ha resumido esta primera etapa de Valle-Inclán. La muy medida construcción de las historias ya es obra de un escritor sin prisas, y el modernismo no se limita a la fastuosidad exótica y musical sino que llega a los orígenes mismos de la modernidad. Los críticos han encontrado en Salammbó (más que nada porque la cita el propio Valle-Inclán en La niña Chole) el origen de esta nueva mujer fatal, sádica y distante, con la que los decadentistas se emplearían a fondo, pero no he encontrado referencias a Poe, un autor que impresionó a los jóvenes noventayochistas (su huella en algún cuento de Baroja es evidente) y que estableció los fundamentos estructurales de la narración moderna, aquella que ocupa casi toda su extensión en ambientaciones estáticas que se resuelven en finales súbitos e impresionantes, que es como están diseñadas, por ejemplo, todas las narraciones de Femeninas.
En ocasiones, esa narración descriptiva reduce a lo mínimo el desenlace sorprendente (algo que frecuentará después en Corte de amor), como sucede en Tula Varona, una mujer que reúne «todas las excentricidades y todas las audacias mundanas de las criollas que viven en París: jugaba, bebía y tiraba del cigarrillo turco…». Tula seduce con juegos equívocos a Ramiro Mendoza, quien, por cierto, habla como un Rubén Darío de ocasión, y quizá por eso Tula lo despache con desprecio: «Tiene usted contestaciones de almanaque», le dice, y el lector se acuerda del Valle siempre distante, jamás meloso ni complaciente con la misma estética por la que transita.
Femeninas es también una fragua donde Valle-Inclán moldea por primera vez temas sobre los que volverá de manera brillante. Octavia Santino es un ejemplo muy particular. La historia de la dama moribunda a la que acude a ver su amante dará lugar a la Sonata de otoño, y una primera versión anterior a la de Femeninas ya la había publicado Valle-Inclán en México, en El Universal, en 1892, con el título de La confesión, que alude al macabro final en el que Octavia, en sus últimos estertores, confiesa a Perico Pondal que le ha sido infiel y el amante trata de sacarle con violencia el nombre de su rival… Valle-Inclán ya había publicado un relato anterior a esta escena muy poco antes, ¡Caritativa!, que desechó para esta versión final, todo lo cual da idea de que hizo y rehízo desde el principio, desde antes incluso de publicar su primer libro. El buen artista es el que sabe podar, y salvo esos excesos (brillantes, por otra parte) de La condesa de Cela, la verdad es que Femeninas es una pieza de orfebrería, pensada y compuesta con meticulosa paciencia, donde no falta el humor cínico que ya será para siempra una marca de fábrica no amparada solo en las exquisiteces modernistas sino en un oído muy fino para el desparpajo popular y teatral. Baste la reacción de Octavia cuando cree morir y Perico le ofrece llamar a un sacerdote:
—Entonces, ¿quieres que venga un confesor? Yo también había pensado en ello… Gravedad no la hay, eso no…
La enferma vaciló un momento; luego, volviendo a él los hermosos ojos, nublados por la calentura, exclamó con dolorosa resolución:
—¡No, no!… Prefiero condenarme así… ¡Anda, dame un beso!
Quizá el más flojo de los cuentos sea La generala, tanto por el tema (la joven dama, casada con un viejo, que se divierte con jovencitos modernos) como por el desarrollo, esa seducción bruscamente interrumpida que ya hemos visto en Tula Varona. Valle-Inclán también había publicado una primera versión de este cuento con el título de El canario, pues es la excusa de alta comedia, que se ha escapado un pájaro, la que Curra pone cuando está tonteando con el joven Sandoval y el general Rojas llama a la puerta. Lo más interesante quizá sea el motivo novelesco por el que se encapricha de Sandoval, que solo en su presencia Curra permite que el general fume, y la conversación sobre literatura en la que Sandoval defiende a d’Aurevilly y Curra a Alphonse Daudet, al mismo tiempo que desdeña el naturalismo de escritores tan olvidados hoy en día como López Bago.
Pero Femeninas también atesora dos obras maestras definitivas, inexcusables en cualquier antología, La niña Chole y Rosarito. La niña Chole, para cuya ambientación Valle-Inclán emplea reportajes de sus andanzas en México y, sobre todo, de su travesía a bordo del Dalila, ya forma parte desde sus inicios de un empresa mayor. Su subtítulo, Del libro Impresiones de tierra caliente, por andrés Hidalgo, ya indica que esta brillantísima narración no parará en convertirse en la gran novela de tierra caliente que es la Sonata de estío. Y también, como decíamos, es evidente que Valle ha trasladado al Caribe el ambiente lujoso y demoníaco de la Cartago de Salammbó, una libro que, por lo que dice algún especialista, formaba parte de sus más queridas lecturas infantiles. Y es verdad, no solo por el aire sacerdotal y desalmado de la niña Chole o su trato con los esclavos, sino por esa prosa recamada que sin embargo no cae en los vicios de la prolijidad o el abigarramiento. Las descripciones del gentío que llena el barco son impresionantes, la misma escena final del gigante negro lanzándose al mar a por un tiburón para regalárselo a la niña caprichosa es un prodigio de escritura, no compuesto de ornamentaciones modernistas al uso, como se suele dar por hecho, sino por una precisión verbal y un sentido del ritmo que nadie de su tiempo había conseguido. No es extraño que Murguía, en el prólogo, alabe tan sinceramente la madurez del estilo de Valle y le augure un brillante porvenir, con esa mezcla de sensibilidad y malicia, de oropel y mala leche que tanto partido le supo sacar don Ramón.
Pero si en La niña Chole ya está definida esa prosa insuperable, tan precisa y sensorial como poco recargada, que llegará en las Sonata a una de las cumbres de la prosa castellana, en Rosarito se juntan otros elementos sobre los que Valle-Inclán volverá una y otra vez hasta el fin de sus días. Aparece aquí, por primera vez, a pesar de la Brumosa compostelana en la que transcurre La condesa de Cela, ese territorio mítico de la Galicia de las Comedias bárbaras, de tantos cuentos y piezas teatrales y de tantos pasajes de La guerra carlista, y se nos presenta, todavía no del todo definido, el gran don Juan Manuel de Montenegro, que aquí es todavía una mezcla del hidalgo tremendo con el que acaban sus propios hijos y el malévolo seductor que fraguará poco después en El marqués de Bradomín. De hecho, el final recuerda bastante al de la Sonata de primavera, por más que el viejo don Juan Manuel también vaya detrás de las mozas jóvenes, aunque formen parte de la familia. Pero la prosa de Rosarito, aun perfumada con la misma esencia modernista, ya va más allá, a una cadencia galaica, a un timbre heroico que no podía encontrarse en las filigranas decadentes. Leer ese cuento es abrir el portón del gran pazo valleinclanesco. No es raro que volviera una y otra vez sobre él, que lo rehiciera y lo reutilizara. Es el emblema de lo que habría de conseguir.
El libro de Espasa que dormía en el estante, junto a las obras completas que editó Sánchez Zas para la Biblioteca Castro (y que debo decir que pecan de exceso de fidelidad a las primeras ediciones, sobre todo por lo que atañe a la puntuación, errática en ocasiones, ni sintáctica ni rítmicamente justificable) se completa, además de con un prólogo de Zubiaurre, con la novela corta Epitalamio, más tarde reconvertida en Augusta, que ya hemos comentado que es una variación de La condesa de Cela, más larga pero menos prolija, más provocativa y descarnada, llena de perturbadores elementos eróticos y retazos de, esa sí, decadente crudeza. La historia de Augusta y Attilio Bonaparte ya pisa los terrenos prohibidos que descubrió Valle-Inclán en Rosarito, y si recurre a la pastorela al estilo de Daudet, también vuelve al tema de la mujer enloquecida de aburrimiento y deseo, pero no al estilo de Gautier sino, otra vez, al de Flaubert, de quien solo he podido encontrar una alusión en boca de Valle-Inclán: «¡Flaubert, ese mal empleado de Hacienda!», dijo allá por 1929. No era raro en él, ni en ningún dandy de cualquier época, echar tierra sobre sus maestros.
Ramón del Valle-Inclán, Femeninas. Epitalamio, ed. Antonio de Zubiaurre, Espasa-Calpe, 1978, 205 p.
Nocturno
Hace tiempo que cayó la noche y los mastines no dejan de ladrar. Salgo a ver qué pasa, con el tiempo se aprende a distinguir el tono y la frecuencia del ladrido. Es noche de luna y sopla un viento pelado, y lo normal es que ladren a las sombras que se mueven en la noche clara, o que hayan escuchado cómo un gato se rebulle entre las hierbas para hacerse la cama, o que aproveche una rata la ausencia de los gatos para buscar comida entre los tronchos de berza que les tiran a las cabras. Puede ser también que les alteren las bombillas de los gallineros, las dejan encendidas para dar calor a los polluelos o para que las gallinas pongan más, o bien que haya entrado un coche en alguna finca con las luces apagadas, a echar de comer a los animales o abrir el tajadero. Pero en todos esos casos los ladridos son de alerta, no de alarma: sirven para advertir a los de fuera, no a los de dentro, y en este caso son más cortos y agudos, más inquietos, como si hubieran visto algo infrecuente. Galán ladra junto al ribazo y puedo ver el vaho de su aliento en el aire congelado. Incluso Morena, menos alterable, más siempre a la sombra de Galán, se desgañita con su ladrido fino y mueve la cola con energía. A veces, si ha llovido, hay buscadores de caracoles que caminan sin linterna por el ribazo, pero no en este tiempo, ni con una noche tan desapacible.
26.2.24
Masía
En su tiempo debió de ser impresionante. No era solo el caserío agrícola de las masías. Cada uno de los edificios tenía porte de casona señorial, desde la balconada corrida y encarada al mediodía del piso alto del patio, al muro semicircular de poderosos contrafuertes que sujetaban en lo alto la era y el jardín; desde la reja curva de barrotes con punta de flecha entre pilares de ladrillo, a los altos palomares de planta octogonal, con tejadillos árabes y veletas historiadas. Una fea tapia de bloques grises ciega la entrada de los carros que venían de la vega, y salvaban el barranco por tendidos caminillos con barandas de hierro. La casa grande mira al sur, los aleros conservan las hiladas a serreta y los balcones los dinteles de ladrillo a sardinel con claves rematadas en mensulillas, como si fuera la fachada de un palacio de verano, una villa de recreo, cerca del río pero lejos de los mosquitos, donde airearse los veranos y curar la tisis en invierno. Se mantienen firmes los anchos muros encofrados con ladrillo y las paredes de mampostería de los pisos bajos, pero los tapiales de cal y canto se han hundido sin remedio, y algunos parece que perdieron sus alféizares adrede, cuando los animales sustituyeron a las personas y había que tirar pacas de paja desde las ventanas.
Preside la ruina un hermoso chopo que quizás aún se alimente con los canalillos sobterráneos por donde se filtran los residuos húmedos de los ganados. Aunque todo siga funcionando, aunque en esta época no tenga hojas y alrededor el terreno esté descarnado y cubierto de piedras que se siguen desprendidendo de los muros, ese chopo es la única señal de vida.
25.2.24
Cautiverio
Mientras, en un cruce del camino, me pasa un rebaño por delante, pienso cómo sería una explotación de ganado lanar o caprino si solo se usase la lana o la leche y no se mandara ningún animal al matadero. Los machos solo están para cubrir, algo para lo que no hace falta más que uno en buenas condiciones. El resto muere al poco de nacer y son asados en las trébedes. Las hembras sobreviven, se quedan preñadas y llenan las ubres de leche hasta que, como dice Virgilio, ya no caben por la puerta del corral. En la granja de abajo había un macho grande y feo, de pelo rojo, sátiro con barba hirsuta entre media docena de cabras. Me preguntaba, al verlos en el cobertizo, qué pasaría en una explotación si no se sacrificase ningún animal antes de tiempo, bien por enfermedad contagiosa, bien por demasiado viejo. Los machos son buenos guardianes, pero, aparte de eso, solo sirven para pelearse. Apacientan los rebaños, establecen sus jerarquías, comen, pero en términos de productividad resultan innecesarios. Una vez, paseando por el río Guadalopillo, vimos que había bajado a la vega un rebaño de cabras monteses, con machos y hembras de todas las edades. Al advertir nuestra presencia emprendieron el regreso a las alturas de los peñascales, y fue interesante presenciar el orden de evacuación, por así decirlo, cómo primero jopaban los más jóvenes, después las hembras, más lentas las preñadas, y cómo los chivos más viejos, de cuerna larga y retorcida, esperaban vigilantes a que todas hubieran emprendido la ascensión y después cerraban la comitiva. Salvo las águilas y los halcones (y algún cazador desaprensivo), nadie altera el ciclo natural de las camadas, y todas son útiles entre ellas para la pervivencia del grupo. La domesticación deshace cualquier equilibrio, los ganados se convierten en harenes aburridos, las hembras se acostumbran a que les arrebaten a sus crías, los machos languidecen solos, con hastío de semental, sin conciencia de vejez ni de juventud. Cuando un cabrito se queda sin madre, otra cabra que perdió a su cría le tiene que dar de mamar a la fuerza, amarrada por una pata, en volandas casi. Los machos miran atontados, afortunadamente ajenos a la posibilidad de que el ganadero use sistemas avanzados de inseminación y decida eliminarlos por completo. Pero a veces los modos de producción, ay, generan pautas de conducta entre sus propios dueños.
24.2.24
Laurel
«El invierno lo vuelve gandul al labrador», dice Virgilio, aunque también explica que es tiempo, entre otras faenas, de recoger bellotas y bayas de laurel, las dáphnides, como las llamaban los griegos. En casa siempre ha habido un macetón bien grande de laurel del que cortamos alguna rama para dejarla que se seque y cuando las hojas ya estén amarillentas y acartonadas echarlas a todos los guisos imaginables. La carne sin laurel nunca está buena; si se trata de cordero, ya es directamente incomestible. Antes las arrancábamos del árbol, que son más aromáticas, pero alguien nos contó que también pueden resultar más tóxicas, no sé. Con los años que lo llevábamos haciendo, ya nos habría entrado alguna enfermedad, porque no creo que aparte de la sal haya otro condimento que usemos tanto. Los recetarios hablan de un sabor entre dulce y amargo, lo que tampoco es decir mucho, pero también le encuentro un lejano toque como cítrico, en todo caso nada exótico, pariente de tomillos y ajedreas, de aromas de monte, intensos sin llegar a empalagosos.
23.2.24
Hortensia
Después de algunos días de engañosa primavera, de tración casi estival, ha vuelto el tío Paco con la rebaja, el viento crudo que llenaba el camino del río de polvo y de ceniza. A más de un labrador he visto correr detrás del fuego del ribazo, no fuese a saltar a la arboleda. Se conoce que una lengua de frío se desparrama por la costa atlántica y no tardará en mojarnos con el Bóreas, «el frío penetrante», los cierzos afilados y las lluvias brunas. Para el fin de semana, por de pronto, más vale que echemos una buena calda. El viento ya menea los troncos de los álamos, a rachas brama el temporal, suenan los canalones como el órgano de un templo en ruinas… Y en estas que salgo a ver si quieren algo los mastines y me encuentro con que han brotado las hortensias, pobres imprudentes, confundidas con el sol que a mediodía les iba templando la tierra.
22.2.24
Susto
21.2.24
Sarmiento
Íbamos a esperar, como es costumbre, a las vísperas de San José, pero viene todo tan adelantado que ya hemos empezado a podar las parras. Todo ha de ser que empiecen los sarmientos cortados a llorar antes de tiempo y una noche la savia se les congele. Dicen que el lloro no les viene hasta que la tierra coge un poco de temperatura…
En otros lados del jardín, en otros sombrajos y cenadores, pusimos moscateles sin pepita, la mar de dulces. Estas otras hay que pelarlas y la pulpa es ácida pero sabrosa. Son las uvas con que antiguamente se hacía el vino casero, no sé yo si el mismo que antes de la filoxera llenaba los trenes de toneles, aquel potente vinazo que debía de ser como un suplemento alimenticio para las magras vituallas de diario. Nosotros no hacemos vino pero he probado alguno hecho con uva similar, y más vale acompañarlo con bocados contundentes que llenen el estómago si uno quiere mantener el equilibrio cuando se levante de la silla. Preferimos las mermeladas, que salen muy ricas sin apenas echarles azúcar.
Siempre estuvieron ahí, y algún año hubo, por esas cosas de la vida, que dejamos los sarmientos sin podar. Se hicieron enormes, pero ya llevamos una larga temporada cuidándolas para que sigan produciendo esa reliquia de sabor. Ahora ya están viejas y de vez en cuando alguna rama seca termina haciendo brasas para las chuletas, pero queremos que nos sobrevivan, que estas uvas recias sigan siendo un fruto del pasado.
20.2.24
Flor
Solemos comparar la vida con las estaciones. Cada cual la empieza por la que más le conviene, casi siempre por la primavera. Otros renacemos en otoño, maduramos en invierno, decaemos en primavera y en verano nos apelmazamos. Por eso los primeros anuncios clásicos de la primavera me producen más astenia que alegría. La flor del almendro, que antes era un aviso lejano, ahora es el anuncio del calor. El mundo pierde sus matices. Todavía queda un tercio del invierno pero como no venga una borrasca despistada ya podemos ir barriendo la leñera. Apenas hemos quemado las varas de la poda y ya se ve crecer la hierba entre las cenizas.
Pero la falta de entusiasmo no les quita la belleza. Son las primeras y también la medida de la hermosura simple, de líneas claras, el blanco intenso con el morado leve, los sépalos de un verde claro, de un verde todavía verde, que asoman entre los pétalos y rodean el ramillete de estambres amarillos. Nos atrae por lo que nos queda de insectos, como si fuésemos a libar en ellos una vida más larga, sin tanto calor. Nos consuela ser abejas que se afanan en su dulce trasiego, por más que cada año el panal se vaya derritiendo más temprano.
Con la minga
Una mujer se duerme en el tren al ir a trabajar por la mañana y acaba en un pueblo perdido donde la toman por actriz y la llevan a representar la típica recreación histórica. Un hombre que aspiraba a gran actor vuelve a su pueblo después de una vida de fracasos y allí organiza la ya casi olvidada recreación histórica. Hombre y mujer dejan atrás sus tristes vidas y se pierden juntos en un ensueño de amor.
Landero tira en este punto de un clásico de la cultura contemporánea, el turismo como único modo de resurrección de los pueblos perdidos y la recreación histórica como fórmula fingida, teatral, de congeniar a todos los vecinos y atraer a los forasteros. La España de hoy no se entiende sin ese afán por recrearse, por disfrazarse todos los vecinos para representar un pasado de mitología pobre. Cualquier aldea tiene su fin de semana medieval, su belén viviente o su tragedia de Longinos, y los vecinos que no pudieron saludar desde el escenario del Teatro María Guerrero ni pasearse por alfombras rojas tienen al menos la oportunidad de encarnar por unos días el alma de su pueblo. Y a eso, además, lo llaman futuro. Landero no ha dejado escapar esta curiosa paradoja de la España que se esfuma porque nadie quiere vivir en descampados, y la convierte en el territorio favorito de su poética novelesca, «el caso singular de un vano intento, de un sueño que tarde o temprano acaba desembocando en la inmisericorde realidad, con todo lo que eso tiene de heroico, de lastimoso, de inútil, de cómico, de trágico y hasta de ridículo, según el sueño sea o no más fuerte y verdadero que la realidad misma». Pocas novelas de Landero se salen de esta idea, y cuando el equilibrio entre el sueño ingenuo y la rutina rastrera se decanta por uno u otro lado, la cosa es menos efectiva que cuando ambos son caras de una misma moneda, la que compra, si no la felicidad, al menos una existencia llevadera.
Es el reino de Landero y en él se mueve como Pedro por su casa. El lector no espera giros argumentales ni aventuras apasionantes. Lo que hay es ese mínimo resumen del principio, y a partir de ahí una técnica que, en lo estructural, consiste en ir sacando hilos adelante y atrás, contar de dónde viene cada cual, hacerle una cabeza, como aquel que dice, llenar la historia de prolegómenos, de aquello que leemos antes de empezar lo gordo, aunque luego resulte que lo gordo no está, es otro hilo suelto, otra descripción previa, otro escenario. El encanto de Paula, quien, como la heroína de Miguel Mihura, se redime jugando, está en la necesidad de regresar al punto de partida, al día en que, siendo niña, un mago de la legua la hizo desaparecer bajo una capa carmesí, y en no saber, como una Segismunda de cercanías, si sigue dormida o ya se ha despertado. Y el de Tito, el hombre de voz imponente, es algo parecido, la redención del artista que naufragó en una oficina, imposible sin el apoyo que le prestan sus vecinos, sin que los demás finjan que uno es quien quiso ser y se presten con entusiasmo a ser figurantes de aquella ilusión perdida.
Pero la novela no es una suite deliciosa solo por eso. De no ser por la prosa de Landero, no pasaría de ser eso que Valle-Inclán llamaba «literatura de pobre hombre». Lo agradable —y fascinante— es cómo Landero estira la historia, duplica los nombres y los adjetivos, alarga las enumeraciones, reitera las descripciones y empalma las digresiones; cómo, de una idea mínima, a base de ir saltando de secundario en secundario, de vida en vida y de escenario en escenario, la novela, sin perder el ritmo ni un lenguaje que debe parte de su atractivo a cierto, digamos, revenimiento, no necesita meterse en dibujos para salir airosa y redondearse como lo que es, como una historia corriente y olvidable que por unos días se decora de afecto solidario y admiración sincera.
En cierta ocasión trataba yo de explicarle a un amigo que con los años la experiencia hace que uno empiece una clase que había preparado y al minuto ya se haya ido por otro lado mucho más interesante, y que a veces, con un comentario, con una frase, con una pregunta, puede salir una clase bastante más instructiva que si se hubiese atenido al temario oficial. «O sea, con la minga», me dijo mi amigo. Pues eso: uno termina La última función y piensa que Landero la ha escrito sin complicaciones, dejándose llevar por su propia voz, sin acudir a más documentación que alguna noticia breve de un diario de provincias, y ha conseguido sin el menor esfuerzo una pieza mucho más gratificante que otras en las que al trasluz se podía ver la complicada partitura. El escritor llega a lo más alto de sí mismo cuando da la sensación de que su novela se mueve sola y él escribe como quien lava. Así como si nada.
Luis Landero, La última función, Tusquets, 2024, 220 p
19.2.24
Caballo
Aparte de las cabras y de las ovejas, vemos estos días algún que otro caballo rondando por la vega. Los hay de dos clases sociales bien distintas. En las mañanas de sol puede verse un hermoso alazán de patas blancas que cabalga un jinete con aspecto jerezano, gorra campera y chaleco lleno de bolsillos. Lo trae hasta un maizal ya cosechado y ahí practica con él ejercicios de doma, le cambia el paso, lo hace andar de lado, recular, o que trote levantando mucho las rodillas, o se arranque al galope hasta el ribazo. Más de una tarde lo he visto a él y a otros dos muy parecidos, con mantas protectoras, pastar en un bancal junto a su cobertizo, pero en las noches de hielo, y mucho menos en el temporal de principios de invierno, no se los veía por la vega, seguro que estarían a resguardo en algún establo caliente, entre paja limpia y seca.
Desde que cedió el temporal paso casi todos los días por el cercado y me alegro por ellos cada vez que no los veo. Aunque por el día se pueda ir a cuerpo gentil, esta noche, por ejemplo, el termómetro ha bajado hasta los tres bajo cero y ha habido que meter a los mastines aunque no quisieran. Estos caballejos son rústicos, peludos, seguro que aguantarían, pero así yo también me quedo más tranquilo.
18.2.24
Poda
Todos los años intento someterme a rigurosos manuales sobre poda y siempe acabo haciendo caso a lo que me dijo una vez un primo mío: «Tú corta las que tiren para adentro y para arriba, y au», y más o menos es lo que termino haciendo, llevado más por la intuición y por cierto sentido estético que por cualquier otra norma. Y así repelo el árbol de ramas finas y despejo los muñones en los que han crecido varas demasiado juntas, y corto en forma de y griega las que tiran verticales, consciente de que al año que viene multiplicarán la letra y la que tire más al interior habrá que podarla entera.
Ni siquiera creo que haya que podarlo tanto, porque pasa con la poda que uno empieza cortando una ramilla como con temor a hacerle daño y termina serrando ramas gruesas que se salen de la simetría ideal. La decisión de acabar con una rama que lleva creciendo tres o cuatro años termina siendo un acto casi instintivo. Es entonces esa misma falsa idea estética del arbolito regular la que obliga a detenerse antes de dejarlo en cuatro palos desnudos y salvajemente mutilado. Un año iba a venir un experto en poda pero ese mismo invierno decidió abandonar su faceta docente. Al año siguiente, nuestra poda intuitiva hizo que unos árboles estuvieran preñados de frutos y los otros no tuviesen más que alguno de muestra. Desde entonces nos regimos por el mismo criterio autodidacta que empleamos en el huerto: lo que un año sale bien, al siguiente se repite; lo que sale mal, se olvida.
17.2.24
Crujido
Al pasar junto a un árbol viejo lo hemos oído crujir. Hace un día raboso, como se llama por aquí a estos días fríos y ventosos, y también a los zagales contestones y que no se dejan manejar. El Raboso es también, por cierto, un vinazo áspero de la llanura veneciana, hecho con uva picina, que según Plinio el Viejo es «la más negra de todas». Quizá en español raboso tenga que ver, como en italiano, con rabia, palabra que también se usa cuando el tiempo es inclemente: hiela con rabia, sopla el cierzo con rabia, etc. Hoy, en fin, era un día de esos, «para destetar buitres», como decía el otro, y el viento hacía crujir al árbol seco igual que crujen las ventanas desvencijadas de una casa en ruinas.
Estos otros árboles, al borde del camino, no tienen quien les marque las ramas secas. Este que cruje creció enclenque y torcido, como si el viento raboso lo hubiese azotado desde que era un tallo flexible. Algunos crecen rectos al amparo de otros árboles o de algún reser invisible donde no pega el aire tan continuamente. Este creció giboso, y aun es posible que a su disformidad haya también colaborado el que a alguien le sobrase alguna rama fundamental, porque le estorbaba para labrar o porque le daba sombra a un corro de cebada. El resultado es una torcedura dramática, resistente y contrahecha, petrificada en su propio desamparo, rabosa ella misma como el vino ese que, dicen, va tan bien con las carnes fuertes y los sabores terrosos. Cualquier día pasará la motoniveladora, lo arrancarán de cuajo y lo dejarán allí hasta que se pudra.
16.2.24
Selva
Todos los inviernos digo que voy a limpiar la parte de abajo. Cuando se desnudan los membrillos, el sauce y la noguera que jalonan el cuello de la acequia, siempre me digo que de este año no pasa. La parte de abajo se quedó como esos nombres no especialmente precisos que persisten por alguna razón añadida. Podríamos llamarla de algún modo más poético, el paseo de los membrillos, por ejemplo, pero eso implicaría sanearlo, limpiarlo de ramas cortadas que amontonamos a modo de empalizada para que los perros, sobre todo Galán, no empujen la valla, y de chupones que les salen a los membrillos y a los odiosos ailantos. Habría que arrancar las zarzas y levantar la yedra que repta por el suelo, y rastrillar las capas de mantillo que se van superponiendo cada otoño y descargar el talud que lo separa de la parte más civilizada del jardín. Lo llamamos la parte de abajo como podríamos llamarlo el trastero, el sitio al que no da tiempo a ir para ordenarlo antes de que la primavera vuelva a ponerlo intransitable. Deberíamos afanarnos durante muchos días para traerlo a pliego, o contratar maquinaria que desmontara el talud y albañiles que levantaran un murete y abrieran una senda de sablón. «Y entre tanto pasa el tiempo sin remedio, pasa y seguimos dando vueltas a los detalles, cautivos del amor…», dice Virgilio, y ya solo van quedando fuerzas para mantener aquello que levantaron los bríos de la juventud. Hay partes del jardín que nos recuerdan lo que ya no ha de cambiar, quizá porque tampoco es necesario avasallarlo todo. Son lugares que gozan de una cierta independencia, con esa tolerancia selvática, un tanto inglesa, tan distinta del rigor francés cartesiano en el que nada puede quedar sin la huella de su domador. Nos limitaremos a podar los membrillos, a ver si no se hielan este año, y a quemar los palos de ailanto y a despejar una hilera de tierra para que las calabazas lo enmarañen todavía más, pero también este invierno nos olvidaremos de los sueños de extrema, rectilínea pulcritud. Los mastines en sus rondas han abierto un caminillo por el que se puede pasar cuando bajamos a tirar los cubos de ceniza, y tienen un corro despejado donde se tumban a observar los rebaños de cabras que pastan en el maizal de más abajo. Con eso, de momento, es más que suficiente.
15.2.24
Quema
Cada año viene al terreno de más abajo un señor que prende fuego a los ribazos de ambos lados del bancal y se sienta en un cajón a contemplar cómo avanzan las llamas sin salirse de su recorrido. De vez en cuando se levanta y con una rama apaga una llama que, supongo yo, podría soltar alguna chispa que prendiera en el talud de más arriba. Luego acude a otro extremo del ribazo y vuelve a encender, y cuando espesa la humareda me doy cuenta de que por allí se ha levantado un poco de viento que mantiene las primeras llamas lejos de los cerezos que cultiva el vecino. Vuelve a sentarse, se enciende un cigarro y espera que el fuego siga su curso. Si cambia el viento, el señor se vuelve a levantar y sofoca las llamas que han llegado a cierta altura, poca, ciertamente, porque la quema es humo y cañas que crepitan al arder, pero no hay llamaradas que se enrosquen hacia el cielo ni fogatas que puedan extenderse, todo lo contrario de otros vecinos que siempre se confían más de lo debido y acaban teniendo que echar mano de mangas y calderos. Este señor, en cambio, no veo que use agua. Su única herramienta es la rama con la que a veces apaga el ribazo que se puede desmandar y el cigarro con el que vuelve a encenderlo después. Entiende el viento, se sabe orientar en la humareda. No sé si es el dueño de la finca o uno de los tres o cuatro agricultores que van con sus máquinas labrando para unos y otros, quizá sea un especialista con nombre y todo, el quemador, el rastrojero, qué se yo, pero todos los años, cuando viene, me da la misma sensación de que sabe lo que se lleva entre manos.
14.2.24
Hoyo
13.2.24
Oveja
Pensé que las ovejas se asustarían, que se irían corriendo al vernos apuntarlas con la cámara, pero la suya no es una mansedumbre huidiza; al contrario, al vernos se acercaron como si fuésemos el pastor que venía a sacarlas de allí. Siguiendo la línea del ribazo hay una malla de nailon de un metro de alta para no tener que vigilarlas, suficiente para que ellas no se salgan y para que cualquier perro, no digamos un lobo, entre sin saltar siquiera.
De las ovejas siempre hemos pensado que eran tontas y con ese pensamiento ya teníamos bastante, lo cual tampoco es muy inteligente por nuestra parte. Está demostrado que recuerdan, que reconocen, que socializan. No todo en ellas es estar aborregadas. A estas, víctimas del entretiempo, les debe de parecer extraño que las hayan abandonado. Con la cantidad de hierba que tienen a su disposición, la única razón por la que se nos acercan con la mirada fija y la sonrisa buena es que esperan que nos las llevemos a un sitio cubierto donde reencontrarse con sus amistades, echarse en sus rincones preferidos y rumiar como sus antepasados la paja y el alfaz, y desde luego disfrutar del calefactor comunitario en estas noches aún bastante frías. Es ahora cuando más las vemos, en terrenos no sembrados, en barbechos que verdean con la lluvia, en huertos no labrados en los que las ovejas limpian las bufalagas y de paso los abonan antes de pasar la reja. Luego, cuando empiecen a crecer los ajos y los cereales, dejaremos de verlas tan a menudo, seguramente solo en bancales abandonados, o en sotos a la orilla del río, pero ya no creo que las dejen días y días a repelar el suelo entre ribazos negros.
¿Qué podrá más en ellas, la seguridad de que el pasto no se acaba o la inquietud de que nadie viene a echarles de comer? ¿Les deprimirá el recuerdo del rebaño grande, de los alegres paseos por la cañada? ¿Sentirán el frío de no tener un cuerpo al lado, de haber sido despojadas tan temprano del vellón? Su inexpresividad conformista y empanada es más bien una percepción nuestra. Supongo que ellas se observarán de otra manera, y de otra manera pasarán la noche ateridas de frío, preguntándose las unas a las otras qué habrá sido de aquel hombre que les daba de comer, de aquel perro que las protegía.
La prosa bucle
Después de leer Mañana y tarde nos habíamos quedado con ganas de formarnos una opinión algo más matizada sobre el Nobel Jon Fosse y recalamos en Melancolía, dos novelas que, puesto que sus protagonistas son parientes, se sirven en un solo libro. Melancolía I, a su vez, está compuesta por una novela de dimensiones convencionales, otra de las que solemos llamar corta y un relato de los que solemos llamar largo. Melancolía II es una novela breve. Los cuatro textos tienen que ver pero también se pueden tomar como piezas autónomas en la medida en que no necesitan de los otros para cobrar sentido ni los detalles que aportan modifican la interpretación de los demás.
Esa forma de escribir está justificada porque la historia se cuenta en primera persona y el protagonista, el pintor Lars Hertervig, está loco perdido. Sus pocos paisajes mentales son el traje de color terciopelo lila con el que viajó de su pueblo noruego a Alemania para hacerse un gran pintor, pero también los celos que le inspira el tío de su amada Helene, al que se imagina sobándola con sonrisa babosa y que se aparece en la puerta de la habitación de Lars para decirle que se vaya, en escenas cuyos elementos decriptivos recuerdan a las del padre de Gregorio Samsa; pero sobre todo vive sumergido en la paranoia de que él, Lars, sí sabe pintar pero los otros, casi todos, no saben, a pesar de lo cual se mofan de él y lo sablean. La escena en la que Lars, por fin, «entre sus dos maletas», acude al café de los artistas y allí lo embroman y se ríen de él y le hacen círculo como en las pesadillas y lo engañan diciéndole que su amada Helene lo espera al fondo del café, es ya un grado de repetición que va de lo hipnótico a lo desesperante, que es lo que solía suceder con aquellos músicos minimalistas, pero en este caso con la obligación añadida de que todo sea invariablemente desolador. El recuerdo de Poe, que ya nos vino a visitar en Mañana y tarde, es aquí un constante ritornelo. La realidad más inmediata es para Lars también la más inasible, lo más persistente es lo más cruel. Lars debe salir de un laberinto mínimo que lo está mortificando, pero su manera simple y espiral de ver el mundo resulta convincente, es decir, no sería de extrañar que la mente de alguien abatido por la obsesión funcionara de esa forma tan ingenua y machacona, encadenada a las mismas percepciones entre reales y fantasmales.
La segunda parte, la novela corta, sucede cuando Lars ha sido ingresado en un sanatorio y quiere largarse de allí. Quiere volverse a poner su traje de artista y salir de aquel agujero kafkiano (otra vez) en el que la única obsesión del médico es que los pacientes quiten nieve a paladas como forzados y no se masturben. Todo lo que puede satisfacer alguna ilusión está prohibido, empezando por pintar, y un guardián convenientemente intimidatorio se ocupa de que nadie disfrute de un minuto de soledad. Lars se refugia en su amada Helene, con la que puede charlar con la misma verosimilitud con la que ve caer la nieve, y en darse un descarnado placer, con la misma obsesiva insistencia con la que no puede salir de sus repetitivos pensamientos.
Pero hay algo en Melancolía I que no sé si responderá al estilo de Fosse (ha escrito muchos libros) pero aquí decepciona un poco a un lector como el que suscribe, que por lo demás tampoco es muy aficionado a los finales campanudos: el dejar las cosas como están, sin resolver, como si cualquier mínimo retoque final estropease la armonía general, con esa voluntad, digamos, panorámica que busca más la impresión estática del conjunto que la evolución narrativa. Ocurre también en la novela corta que cierra esta primera parte y que apenas tiene que ver con las otras dos. A finales del siglo XX, un escritor de treinta y tantos años decide entrevistarse con un pastor de la iglesia noruega y lo que encuentra es a una pastora que encima está muy buena, lo invita a té y a vino, se ofrece a secarle la ropa y a que la visite cuando quiera, y el escritor, algo desconcertado por tanta amabilidad y por tan sugerente cuerpo, y también empapado por la lluvia, aterido de frío, decide largarse sin continuar la senda que él mismo ha trazado. Se supone que es el autor de la historia del pintor, y se supone también que la pastora noruega tiene algo que ver con la ideación de Helene, la muchacha que centra las obsesiones de Lars, pero todo queda sin hacer, no más que apuntado. El lector es conducido hasta un paisaje y, cuando llega al umbral, se le invita a que vuelva por donde ha venido.
La otra novela corta, Melancolía II, es terrorífica, escatológica en el doble sentido de la palabra: habla del acabamiento de su protagonista, la vieja Oline, y de la inmunda vejez que la martiriza. Oline ya no controla la memoria ni los esfínteres, todo se le olvida y se caga y se mea en cualquier parte. En su cabeza entran y salen escenas de cuando era niña, las espantadas y cambios de humor de su hermano Lars (luego pintor, luego loco encerrado en un sanatorio), las salidas de tono de su padre, capaz de desmontar la casa familiar para llevársela a otra parte solo porque piensa que el vecino le ha tirado una piedra, o el mal rollo con la cuñada, Signe, que va a buscarla porque su marido, el hermano de Oline, está a punto de morir. Oline carga con la cruz de ir a por pescado pero no puede llegar a casa, antes tiene que detenerse en la letrina, los niños se mofan de ella, los gatos se le comen el pescado, solo un vecino se apiada de la pobre vieja y sale a pescarle una merluza, con la que asiste, sin darse cuenta, a la agonía de su hermano… Es difícil añadir ningún detalle que no sea más deprimente todavía. Esa sensación que ya tuvimos con Hamsun, esa obligación de lo morbosamente triste, en la historia de Oline llega a su máxima expresión. Seguramente Jon Fosse probó caminos algo menos desoladores en la larga trayectoria que lo llevó a lo más alto. Nosotros, de momento, ya hemos tenido bastante.
Jon Fosse, Melancolía, trad. Ana Sofía Pascual Pape, Random House, 2023 (1995, 1996), 375 p.