Hace días que dejamos de contar los muertos, se mezclaron los oficiales con los clandestinos, los que tenían certificado y los que no se sabe de qué se han muerto, incluso los que es posible que hayan muerto porque en el silencio de las calles nadie ha visto luz en sus ventanas. Entretenemos la vigilia como esos parientes que fuman en la acera de los tanatorios y hablan de cualquier cosa que no tenga que ver con la muerte. Los periódicos solo se ocupan de los cadáveres ilustres, y de aquellos que lograron alcanzar la orilla y aún respiran. Pero llega el día en que un amigo ha perdido a su madre. Es verdad, los ancianos no saben si les dan o no les dan la mano, ni siquiera ven al ser traído del futuro que los atiende al mismo tiempo que se protege de ellos. Lo sabemos los demás, y lo olvidamos porque estamos vivos. Pero a veces nos pasa una ráfaga de viento helado, una fotografía, el desconsuelo de alguien a quien hemos visto reír, y entonces nos damos cuenta de que solo aspiramos a morir cuando nos toque, cuando nos toque a cada uno, en esa individualidad que el virus diluye en cifras y estadísticas. Acompañamos a los moribundos porque no queremos que nos dejen solos cuando también nosotros, con nuestra vida a cuestas, lleguemos al final. Se me viene a la memoria el adjetivo innoble, el que cierra el libro Ardor guerrero, de Muñoz Molina, para mi gusto el mejor que ha escrito, cuando refiere la muerte por accidente de un amigo. Eso es lo malo, lo innoble de morir así, sin una enfermedad propia, sin un argumento personal, disuelto en números aproximados. Nos acostumbramos a lo inverosímil, pero de pronto esa sonrisa, esa persona que fue joven, ese ahogo, ese sueño de láudano entre paredes de plástico. De pronto un amigo nos anuncia que es verdad, que está cerca y es posible. Sabemos que tenemos que morir, pero no soportamos la idea de que sea una muerte casi anónima, el resultado de muchas debilidades colectivas, pero no de un viaje único, individual, el que fuimos construyendo a fuerza de amor propio y dignidad. En ese sueño mortífero, con un tubo metido en el cuerpo, quizá nuestro único consuelo sea que alguien llore por nosotros, y con sus lágrimas nos dé sentido, y sea su recuerdo la ilusión de un paraíso.
24.4.20
23.4.20
La contagión, 39
Más de un amigo me ha preguntado cómo es posible, con las tragaderas lectoras que yo tengo, que no pueda soportar a Vargas Llosa. El otro día volví a intentarlo con un largo artículo sobre Galdós que publicó en El País en el que no decía más que lugares comunes y demostraba que no lo había leído, o que, de leerlo, no había entendido una palabra. Aparte de que para rellenar el texto hacía como los chicos con los trabajos escolares («nació en…»; por eso yo no los mando nunca), demostró no conocer ni por el forro las grandes obras maestras de don Benito, todavía un modelo de escritura.
Y, como el artículo se le hacía largo, aprovechó unos cuantos párrafos para decir que Proust tampoco le gusta porque tiene frases muy largas y habla de un mundo «pequeñito». Qué sabrá él, y eso que le han dado el premio Nobel. Me pilla, además, después de unos días en los que he vuelto a su lectura. Llevaba ocho años sin hacerlo, y al contrario que entonces, que volví a la traducción de Salinas porque la más reciente de Mauro Armiño me parecía menos poética, esta vez he sacado el mamotreto de Valdemar y tengo que desdecirme: la de Armiño me parece más oral, más fluida, menos cursi. Quizá no me devuelva el sentimiento de los tomos de Alianza, pero me produce un efecto amniótico (no hipnótico), un estar alejado del mundo, refugiado en un seno de hermosura, en un encierro como este en el que necesito rodearme de todo lo que alguna vez me ha hecho feliz. Hoy, Día del Libro, no tengo ganas de novedades, quizá porque intuyo que todo se está yendo al carajo y solo nos queda esa burbuja de tiempos mejores, no necesariamente antiguos, más bien, valga el retruécano, tiempos intemporales.
Así que he desempolvado el mueble de leer, que usé por última vez para disfrutar de Guerra y paz en la espléndida traducción de Lydia Kúper: la tabla que apoyaba mi madre en los brazos del sillón para sus labores de punto, cuando ya la pobre no podía ni moverse; el atril casi vertical en el que estuvo el diccionario de latín mientras yo iba traduciendo las Geórgicas, el cojín de flores que ponía ella en la mesita baja para descansar las piernas. Y así, hundido en mí mismo, paso las horas a la sombra de las muchachas en flor.
22.4.20
La contagión, 38
Decía esta mañana la BBC que al presidente chino, Xi Jin Ping, no se le vio el pelo por ninguna parte mientras los números de la epidemia crecían y los muertos se acumulaban en las morgues, pero que, cuando la contagión empezó a estar controlada, salió de su escondite para dar besos y abrazos virtuales a sus agradecidos compatriotas. Lo curioso es que lo diga la BBC, porque Boris Johnson está haciendo algo parecido. Por más que las imágenes presenten a un ciudadano estragado por la enfermedad, con las carnes fofas y los ojos de perro pachón, no deja de ser un poco raro eso de que haya estado al borde de la muerte pero no haya sido necesario intubarlo con respiración asistida. Aquí hemos sabido que pasó de ir a las cinco primeras reuniones del comité de emergencia, y que le importaba más emular a Churchill pasando en el campo los fines de semana en plena guerra que ponerse al mando de inmediato, aunque todavía tuviera la cara de ciruela pasa que se le ha quedado al bueno de Fernando Simón. E incluso ahora que Johnson se está recuperando en Chequers, la residencia campestre oficial, es llamativo que no diga ni pío, como si emular a Churchill implicase prescindir de los adelantos tecnológicos posteriores a su defunción. Mientras tanto, el secretario de estado Dominic Raab está comiéndose el marrón, y aun así The Guardian le afeaba el otro día que hubiera dejado al frente al ministro de Sanidad y no diera explicaciones a menudo.
Claro que, fieles al humor que no van a perder, los comentarios a la noticia se preguntaban qué es mejor, un primer ministro desaparecido como Johnson o un estomagantemente ubicuo Donald Trump, que de momento ya se ha pedido a sí mismo pasta pública para sus negocios privados mientras agita la bandera inmoral del It’s my choice, la pancarta más miserable que uno haya visto nunca. En todo caso, y como aquí todo se soluciona con dinero, el gobierno británico está regando de millones a los buscadores de vacunas mientras, eso sí, los sanitarios van a terminar yendo a trabajar con bolsas de basura. Más les valía investigar lo que han descubierto los franceses, que la nicotina podría proteger del Covid 19 del mismo modo que protege a los geranios del pulgón. Y eso que no se ponen a investigar la cerveza, que seguro que socarra los virus y lo que sea menester.
21.4.20
La contagión, 37
Es muy interesante la fijación que tienen las aves de corral con los vehículos abandonados. No hay mejor gallinero que un coche viejo, un almendrón, que dicen los cubanos. Ayer fui al cobertizo a echarles de comer a los mastines y me di cuenta de que en el manillar de una bicicleta colgada del techo una tórtola turca tenía hecho su nido, con esa perfección inimitable con que las tórtolas hacen los nidos. Ya estos días atrás, cuando entraba para cortar un hierro con el que fijar las tablas de la huerta, o para mezclar la almagra con que pinto las columnas del parral, me tenía que agachar porque salía una paloma de estampía. Tardé en darme cuenta de que estaba construyendo el nido en el recodo de la chimenea, encima del velocímetro de la bicicleta. Y lo mismo ha ocurrido en el farol de la puerta de entrada, debajo del tejadillo. Es primavera lluviosa, las palomas no ven trasiego de personas y campan a sus anchas por los jardincillos, se ponen tiesas de comer los brotes de las cerezas, se pasean por los surcos sin plantar, y salvo las que, como contaba el otro día, se estrellan contra los cristales, acaso por exceso de confianza, da la sensación de que han encontrado un lugar donde vivir sin sobresaltos.
Ayer entré al cobertizo tapándome los ojos con la bocamanga, no fuese a ser que me los sacase al intentar salir, y vi que se quedaba quieta, sin moverse del nido, erguida y vigilante, pero quieta. Entré con pies de plomo, pero Galán, que es menos cauteloso, armó un escándalo de broncos ladridos que rebotaban en el techo de uralita. La palomica se asustó y echó a volar, y yo aproveché para subirme a una escalera y ver los dos huevos que está empollando. Todo el rato que anduve llenando las tolvas de pienso, vaciando el balde en los alcorques de las glicinias y rellenándolo con agua limpia, la paloma iba y venía, posándose en los cables de la luz, en las ramas aún desnudas de la parra, y aleteaba inquieta, como para espantarnos a nosotros, pobrecilla. Así que, cuando por fin me fui de allí, no tardó un minuto en volver a su nido, y allí estará mientras afuera merodeen los mastines, por más que Galán le grite que ya pueden salir, que ya no hay peligro para las crías.
20.4.20
La contagión, 36
Al día siguiente de mi decimocuarto cumpleaños estaba francamente desolado. Llevaba toda la mañana en mi gabinete, mirando unas gouaches de la iglesia de Balbec, con el corazón tan decaído como las lilas que Françoise, para que me animase, había dejado en el chifonier al subir del jardín, y sobre cuyo aroma, de pronto, empecé a sentir la dulce fragancia de Quelques fleurs, el agua de colonia de mamá, y escuché su voz, que llenaba el vestíbulo como un collar de cascabeles. Volví a sentir una punzada en el corazón, o, mejor dicho, dos, la una por la alegría incontenible de volver a verla y la otra por la pena insufrible de que, después de darme un beso, se volvería a marchar. No había recuperado el aliento cuando entró mamá en el gabinete. «Oh, querido, traigo buenas noticias. El doctor Cottard me ha dicho que hoy solo ha habido cuatrocientos muertos por la contagión. Y eso no es lo mejor. Dice que a partir del domingo los niños podréis salir a dar un paseo por el bulevar. ¿No te parece maravilloso? Ya le he dicho a Françoise que te prepare un consomé y unos espárragos con mayonnaise». Me quedé sin habla. Mamá salió del gabinete sin darme un beso tan siquiera. Me sentía morir. Otra vez a hacer el tonto detrás del bosquecillo de laureles de los Champs Élysées y a jugar al escondite con la sosa de Gilberte. Solo de pensar que mamá consentiría que me expusiese a esos virus malignos, el desconsuelo se apoderó de mí. El odioso doctor Cottard me había obligado a estar a dieta de leche de cabra. Y no había hecho más que darle un mordisco al espárrago cuando la voz de mamá volvió a subir mis pulsaciones. De pronto la vi en el umbral del gabinete, con su vestido de moaré, y un semblante pálido, tristísimo. «Oh, querido, cuánto lo siento. Nunca me perdonaré haberte creado falsas expectativas. El doctor Cottard me ha dicho, me ha dicho… que solo saldrán los menores de catorce años». El corazón me rebotó dentro del pecho como una pelota de ping pong. No recuerdo haber estado nunca tan contento. «Sin embargo», dijo mamá, acercándose a mí, «hay un doctor catalán, un tal monsieur Mitjá, que dice que deberían salir todos los menores de dieciocho años». «Pero mámá, oh, mamá, ¿cómo vamos a hacerle caso a un catalán, si siempre están dando la lata con sus chovinismos demodés? Ay, mamá, creo que no me encuentro bien. Prefiero quedarme en casa. Dile a Françoise que me suba una taza de leche de cabra».
19.4.20
La contagión, 35
El otro día tuve que asistir a una videoconferencia vecinal y aquello era verdaderamente lamentable: todo el mundo en pijama, con las barbas desastradas, sin el mínimo maquillaje imprescindible. Entre el contrapicado de las cámaras, que nos hacen más feos, y el ribete del esquijama que asomaba por la pantalla, la sensación de abandono se apoderó de la reunión. Hace años oí decir a Almodóvar que jamás se pondría un chándal para estar en casa. Me llamó la atención porque yo tampoco. Ya es bastante desagradable ir al súper y ver a señores respetables con los pantalones flojos, de colores juveniles, alpargatas de hacer deporte y un forro polar con la sebera verdosa. Y así es: el mundo empieza más allá del dormitorio. Las únicas ocupaciones de las personas con cierto grado de refinamiento son no llevar la ropa inadecuada. Es comprensible que ahora que apenas salimos de casa no nos pongamos el terno de paseo, pero es intolerable que para sentarnos a leer utilicemos el mismo atuendo que para irnos a dormir. La comodidad es enemiga de la estética. Esos tejidos sintéticos malolientes que usa la gente para todo están acabando con nuestra sensibilidad. La ropa de los domingos no es para enseñarla sino para llevarla. Decía mi padre que sin corbata ni calcetines se sentía desnudo, y tuve que ver el otro día hombres despechorrados que meneaban el dedo gordo del pie ante la cámara mientras hablaban del presupuesto de la canalera. Mi padre no era un dandy, pero sabía la primera norma de los dandys, que lo único que deben llevar conjuntado es, precisamente, la corbata y los calcetines. Así que no me extraña que la gente se deprima en sus encierros, todo el día con esos apeos infectos, semanas enteras con el chándal del Real Madrid, que encima es el que más se ensucia. Cuando estés solo, decían los viejos, come como si estuvieras con el rey, para que, cuando estés con el rey, comas como si estuvieras solo. Al principio del confinamiento tenía en el tinte el chaleco adamascado, y a mí me da vergüenza tomar el té con la camisa al aire. Menos mal que Inma es comprensiva y, por ser las circunstancias que son, acepta que me ponga un jubón viejo. Eso sí, cuando desprecinten la tintorería me quedaré sin excusas.
En fin, voy a vestirme para la cena, y luego veré un capítulo de Downton Abbey.
18.4.20
La contagión, 34
De muchacho, entre los atributos del artista estaba el dormir poco. No había entrevista en la que no se preguntase por las horas de sueño. «Ya dormiré cuando esté muerto», decía Fassbinder con los ojos inyectados. Pasa el tiempo y uno aprende que el sueño es una tregua, cuanto más larga mejor. Meterse en la cama es saber que nada malo ha de ocurrir hasta que vuelva a maltratarnos la conciencia de un mundo desquiciado. Eso, en las épocas sin sobresaltos. Pero luego viene el insomnio, la vigilia como condena, que ataca incluso cuando no hay motivos de preocupación. La cabeza entonces es un electrodoméstico que hace ruido por las noches, un pitido interior, de máquina forzada, una conciencia innecesaria en la que los objetos parecen estar más quietos que de costumbre, persistentes en su cruda indiferencia. Uno intenta retrasar lo más posible la convivencia con el orfidal porque tiene la sensación de que la vejez es un bote de pastillas junto al despertador, pero ni el ejercicio físico ni la valeriana ni una novela de Juan Benet hacen ya ningún efecto. Solo cabe esperar tranquilamente a que se pase. En estas circunstancias, además, hay noches en las que uno ni siquiera tiene demasiada prisa por dormir, porque sabe que en esos sueños fugaces de última hora se amontona la insidiosa realidad, el bombardeo que me traspasa el cráneo a pesar de mis propósitos.
Ayer, a eso de las siete de la mañana, caí rendido y vino a verme un personaje que últimamente frecuenta mis semisueños, esa odiosa sensación hiperrealista de soñar que sigues despierto. Es un chino que conocí en Dublín, ya mayor, sordo de nacimiento, que iba de un lado para otro con bolsas de basura llenas de papeles. Se pasaba las horas en la biblioteca de Trinity, en torno a él flotaba un olor a humedad revenida y de vez en cuando emitía sonidos desarticulados. Escribía, siempre en inglés, con una letraja deforme con la que iba surcando el papel como con una gubia. Viene a verme ese tipo, entona sus gritos de sordo, casi puedo leer sus interminables inscripciones, pero rápidamente me asusta haberme convertido en él y me vuelvo a despertar. Si entonces cometo la torpeza de poner la radio, todavía me da más miedo. Aquel hombre es como un último superviviente que tratase de burlar al insomnio escribiendo su crónica del fin del mundo.
17.4.20
La contagión, 33
No todos somos igual de aprensivos. Entre el hipocondríaco enfermizo y el estómago de acero hay muy distintas sensibilidades. Cada vez que tengo que salir de casa soy consciente de que mi grado de aprensión es más alto de lo que pensaba. La radio dice que todo el mundo está en su casa, pero yo veo mucha gente por la calle. En la carretera sigo siempre la máxima de Paul Auster para todo conductor prudente: imagínate que los demás coches van conducidos por un loco o por un borracho. Así que antes de decidir si puedo correr o no riesgo me alejo por instinto de la sorprendentemente alta cantidad de gente que no se molesta en llevar una jodida mascarilla. Muchos han comenzado a vivir de incógnito, a llevar un papel en el bolsillo por si viene un guardia, a arrastrar una botella de butano por si lo pillan. Paras a echar gasoil y hay un tío con un palillo entre los dientes y los ojos entornados que no parece imaginar siquiera que la muerte puede estar anidándole en las uñas. Y es incómodo sentir lo que en condiciones normales sienten los enfermos de aprensión. Uno camina envuelto en escrúpulos. A nada se dispara la desconfianza.
Tiene guasa que cuando se decretó el estado de alarma yo tenía entradas para El enfermo imaginario, la tragedia de Argán, quien tenía sus motivos para ser hipocondríaco. El propio Molière murió cuando lo interpretaba, se lo comió su falta de aprensión cuando daba vida al más aprensivo posible. Así nosotros íbamos a reírnos con el viejo melindroso a una ciudad que de pronto se ha convertido, desde lejos, en una especie de Chernobyl. Cuando se reponga la obra, en las primeras funciones (Moliére solo duró cuatro o cinco) el público se sentirá más identificado que nunca con Argán, y le ocurrirá lo mismo que a muchos nos ocurre con El misántropo, que lo entendemos mejor que el propio comediógrafo: donde él ve una farsa, vemos los demás una tragedia, la tragedia de la lucidez.
Falta tiempo para que vuelvan los olores de la multitud, los estadios abarrotados, las manifestaciones multitudinarias, los conciertos asfixiantes, las fiestas donde no cabe un alfiler, pero sí un virus. Y no sé si a todos se nos pasará. Igual encontramos la excusa perfecta.
16.4.20
La contagión, 32
Stephen King publicó en 1978 The Stand, la historia de cómo un virus creado en un laboratorio se extiende y aniquila a casi toda la humanidad. Al año siguiente sacó The dead zone, en la que se preguntaba qué pasaría si alguien tuviera poderes para saber qué político acabaría apretando el célebre botón nuclear.
El primer presidente que alarmó al mundo entero con su facilidad para tomarse las cosas en broma fue Ronald Reagan, pionero del neoliberalismo salvaje y empeñado en jugar a la guerra de las galaxias. Todavía recuerdo cómo se oían pasar los aviones nodriza desde mi habitación del colegio Cerbuna, mientras en la radio se decía que España no iba a apoyar el bombardeo de Libia. Reagan fue el primer presidente peligroso de la era moderna. A su lado, las marrullerías de Richard Nixon parecían toreo de salón. Y es curioso que en 1983, cuando Reagan ya había enseñado al mundo su perfecta y afilada dentadura, David Cronenberg llevó al cine The dead zone, con Martin Sheen haciendo de político populista enloquecido y el gran Christopher Walken de un pobre maestro condenado a ver el futuro. Sheen encarnaba a un presidente explosivo, a quien solo puede detener Walken porque sabe, porque ve que está a punto de cargarse el planeta.
Los ochenta eran otra cosa. Una película como esa entretenía sin más molestia que la de plantearse hasta dónde iba a llegar el populismo republicano, y volvía a un dilema básico de la ciencia ficción: si uno sabe lo que va a ocurrir en el futuro, ¿sería concebible cambiar el destino? Y, al mismo tiempo, ¿sería ético no cambiarlo? Por aquel entonces no hacía falta tener mala sangre para pensar que The dead zone cuestionaba la tópica honradez de un presidente, y que con Reagan se deshizo hasta tener al mundo en vilo. Luego Reagan, como Tiberio, ha sido rehabilitado por la historia, y aquel miedo a que el mundo entero dependiera de los caprichos de un botarate pareció disolverse mientras las guerras rentables, sobre todo las de la familia Bush, se seguían sucediendo.
Me acuerdo de todo esto mientras escucho a Donald Trump decir que el virus lo ha creado China en un laboratorio clandestino... Imagino que lo que va buscando es avivar la economía a base de guerras exteriores, pero ni en las peores pesadillas de Stephen King (y ha debido de tener unas cuantas) sus macabras fantasías suenan tan verosímiles.
15.4.20
La contagión, 31
El mismo día que se dio la noticia de que Francia había medicalizado los trenes de alta velocidad para trasladar a los pacientes a otros hospitales menos congestionados, aquí supimos que la Consejería de Salud de Cataluña recomendaba no ingresar a los mayores de 80 años infectados, para, entre otros motivos, no colapsar las UCIs. En lugar de tratarlos con respiradores, se recomendaba suministrarles morfina. Pero al mismo tiempo escuchábamos a otros portavoces autonómicos alardear de que en sus hospitales todavía quedaban camas libres, por lo que pudiera pasar. Del enemigo ni agua, salvo que sea la del Ebro, y antes muertos que solidarios.
Ayer se nos cayó el alma a los pies al enterarnos de que teníamos en España el índice más alto de mortalidad. Se supone que la primera causa es el desgobierno de los centros geriátricos, negocios privados que en algunos casos se aprovechan de que los viejos, como los animalicos, no siempre saben quejarse cuando alguien los maltrata. Sea por la razón que sea, nuestro sistema de taifas autonómicas, con las manos libres para hacer lo que les dé la gana y la boca grande para pedir dinero al Estado cuando algo falla, quizás haya encontrado en esta calamidad el mejor reflejo de lo que no es un país.
Cuando todo esto termine, no hace falta ser adivino para estar seguro de que ninguna autonomía tendrá culpa de nada y solo el Estado será responsable de unas muertes que, por otra parte, salvo a quienes tienen que lidiar con ellas no parece que hagan temblar las conciencias de nadie. Y en un futuro próximo la gente tendrá que ir redistribuyéndose (si les dejan) para optar a una comunidad en la que sentirse mejor atendidos. Es falso hablar de la educación en España como es absurdo hacerlo de la sanidad en España. Poco a poco hemos conseguido quebrar el país como un suelo sin agua, víctimas de nuestra fina piel, más atenta a no molestar los estúpidos sentimientos identitarios que a construir un país en el que todos sus ciudadanos puedan sentirse iguales. Cualquier queja del sistema es inmediatamente catalogada de retrógrada y las ideas parecen ser la propiedad particular e intransferible de quien las defiende. No creo que seamos capaces de otra cosa que blandir la lengua y poner la mano. Si encima somos viejos, antes de pedir ayuda nos darán morfina, para que dejemos de molestar.
14.4.20
La contagión, 30
Esta mañana me he comido un bocadillo de sepia. Desde que empezó el confinamiento, es la primera actividad exterior que hago. Buenos días, buenos días, un bocadillo de sepia, ¿con mayonesa o con ajo?, con ajo, por favor, ¿de beber?, un clarete con gaseosa, marchando, gracias. ¡Uno de sepiaaa! La barra metálica en el bar de trabajadores, que a las diez de la mañana tienen su momento de gloria, encorvados sobre media barra de pan de la que sobresalen los pimientos y las longanizas, el bullicio sordo de quienes comentan pormenores de la jornada con la boca llena, los golpes de la cazoleta de café sobre el cajón de los posos, el tintineo de las cucharillas, la botella de Terry. Tres o cuatro veces al año me dejo caer por uno de esos bares. Ojeo el periódico abollado, con manchurrones de aceite, noticias insulsas cotidianas que avanzan a ritmo de festividad: hoy es el Sermón de las Tortillas, algún articulista recuerda parajes clásicos de la celebración campestre, el Ayuntamiento publica un bando para que se tenga cuidado con las fogatas y después de la merienda junto al río se recojan los desperdicios. El bocadillo entra como un alimento de siglos, antiguos momentos de alegría y fiestas patronales.
Esta vez me lo como solo, en la cocina, para ponerme en situación. Ayer muchos trabajadores empezaron su jornada llena de prohibiciones, nada de salir juntos a echar un cigarro, nada de acercarse a preguntar algo en voz baja, y por supuesto nada de amontonarse en el bar a la hora del almuerzo. Volverán los tristes bocadillos de pan reblandecido, las fábricas se llenarán de fiambreras, se instalará esa imagen europea del trabajador sentado en un banco, comiéndose un sandwich a solas. La vida son pequeños detalles que apuntalan grandes asuntos. La última vez que hubo albañiles en casa, me llamaba la atención el automatismo silencioso de las dos primeras horas, hasta que plegaban y se iban a almorzar. Luego volvían como más de acuerdo con el mundo, con la inercia de charlar, de reírse o cabrearse, de arreglar el país mientras echan el cemento. Y me gustaban esas conversaciones proverbiales cuando a eso de la una les sacaba una lata de cerveza. Ahora las latas solo se abren en casa, como en los cuentos de Raymond Carver. El bocadillo estaba bueno, pero le faltaba el regusto a fritanga, esa pizca insalubre que hace llevaderos los trabajos y los días.
13.4.20
La contagión, 29
Y a todo esto sigue lloviendo, en una de las más feraces primaveras que recuerdo. Insiste la lluvia fina y sobre el huerto nievan los pétalos de la sakura, la flor del cerezo que sucumbe al empuje de las primeras hojas y vuela entre ráfagas de viento, rociadas por la luz que se filtra entre las nubes. Los membrillos, al contrario que el año pasado, que sufrieron heladas tardías, rebosan de flores sonrosadas. Los almendros se cargan de frutos tiernos, protegidos por la pruina. Brotan del suelo las primeras hojas de los dondiegos, los álamos verdean en las copas, ya están vestidos los perales, les siguen los ciruelos de hojas más menudas y los manzanos han abierto en pétalos blancos sus botones de color de rosa. Las hierbas crecen desmadradas, los avellanos han tupido el cuello de la acequia, los tallos nuevos de los rosales, gruesos, tirantes, del color del vino, sobresalen entre las parras que empiezan a sacar sus diminutas hojas estrelladas, rugosas de los mismos nervios que las harán tan elegantes cuando sean grandes. Llueve y su lento caer sobre el tejado nos consuela y nos anima, como si la tierra hubiese aprovechado la desbandada para hacer limpieza general. A fin de cuentas, tan solo se detiene nuestra vida. Los únicos frutos bordes, las únicas flores congeladas son las que escucho en el parte diario de defunciones, junto al engrudo estéril de las voces. La primavera estalla sin darnos más motivo para la tristeza que no ser como ella, enérgica y valiente, renovada en su fe de que no habrá más plagas este año que le quiten el aliento y el color. Los huertos duermen, abandonados, a la espera de que pueda uno ir a por planteros, cuando el labrador repasa los terrenos, los grumos desmenuza, que dice Virgilio. En las quiebras de las peñas asoman las manzanillas. Para los árboles es esta una primavera tranquila y salvaje, húmeda y reconfortante. Quizás es lo único real que invita al optimismo, y nos hemos pasado el encierro negándolo, dándole la espalda, como si por no tocarlo tampoco lo quisiéramos mirar.
Llueve mansamente y sin parar, llueve como toda la vida, antes de que viniéramos a secarla con nuestras emanaciones. No sé si habrá tenido más verdad, más realidad en su casa quien estos días al menos haya podido regar un tiesto de azaleas, que están ya a pocos días de reventar. En mi escritorio he puesto las primeras lilas.
12.4.20
La contagión, 28
Este estado de alarma está siendo como mandar callar a los chiquillos el día que les dan las vacaciones. Al principio, bajo la mirada seria del maestro, hay un silencio sepulcral. Los niños se yerguen en su asiento y ponen cara de buenos. Pronto por detrás hay un murmullo, y luego un siseo, y las voces emergen más claras y se amontonan y se prepara el mismo gallinero que al principio, con lanzamientos de tiza, gritos y carcajadas. Da igual que el maestro eleve la voz hasta los veinte mil muertos.
La OMS vuelve a avisar a los estados de que no se precipiten al relajar el confinamiento, que una segunda oleada puede ser la puntilla. La gente grita y sale a los balcones. Los políticos regresan a su miserable discurso habitual, algunos artistas miopes se ponen en huelga, la cara visible del mundo actúa como si lo importante ya no fuera lo que sucede, y como si los demás no viéramos que sus aspavientos son escenas del pasado que no volverán a funcionar. Encima de sus estúpidas trifulcas, una fosa común de tierra negra en Nueva York, un hangar de féretros en Madrid. Por debajo, el esfuerzo que entraña hacerse cargo de lo que sucede, la instintiva resignación que nos empuja a obviarlo. La contienda está entablada entre nuestro efímero vivir y el miedo a que sea todavía más efímero. Ese miedo languidece, al tiempo que medra el afán contentador de las autoridades. De no querer mirar las primeras cifras de víctimas hemos pasado a la curiosidad estadística, y el lugar que deja el miedo va ocupándolo el olvido, que está más cerca de lo que pensamos.
Para nuestro ritmo histórico desenfrenado, esto ya pasa de castaño oscuro. Ha habido más epidemias de las que cualquiera pueda recordar y el hormiguero se recompone y sigue adelante sin mirar atrás. Recordamos las mortandades que nos infligimos a nosotros mismos. Las guerras duran cien años, pero las epidemias se esfuman, del aire y de la historia. Esta durará en la memoria lo que dure un espectáculo que nadie quiere recordar, lo que le cueste a un niño salir al patio por su cuenta y gritar a todos sus compañeros que ya no llueve, que salgan otra vez a jugar. A ver quién sigue entonces haciéndole caso al maestro y se queda tranquilo en su sitio.
11.4.20
La contagión, 27
Pero qué les pasa a los artistas. Y a qué artistas. El sector de la cultura que ayer convocó una huelga es, más bien, el mundo de las artes escénicas y de la música. No creo que a un pintor, a un escultor o a un compositor le afecte esta epidemia más que en su manera de ver el mundo, cada día más oscura. En todo caso estará sufriendo las mismas consecuencias que los vendedores ambulantes y los dueños de las tiendas, que no pueden vender sus mercancías y han dejado de tener ingresos. Los demás, en casa, hemos dejado de comprarles.
Pero hay una especificidad en el mundo de los músicos y los actores. Ellos son su propia mercancía, o lo que han hecho, o lo que han dicho. Su trabajo es discontinuo, sometido al azar. Los teatros deberían de considerarse bienes esenciales y el Estado pagarles todo el dinero que han dejado de cobrar con sus actuaciones. Pero me pregunto cuál es el motivo por el que no hay que hacer lo mismo con el resto de pymes o con los autónomos. Qué es lo que distingue a músicos y actores que necesite una atención especial. Llevamos 27 días de contagio. Allá por el séptimo día comentábamos esas ganas de cantar canciones y de ser solidarios que les había entrado a los intérpretes, que es la subsección del concepto de artista de la que estamos hablando, apartado bolos y series de televisión. Aquí no queda un gramo ya de ingenuidad y uno no sabía si aquello era solidaridad o promoción, ganas de dar ánimos o de no bajarse del candelero. Ahora, camino de los veinte mil muertos, los reyes de la discontinuidad no pueden pasarse un mes siquiera como lo están pasando el resto de autónomos, inquietos por cómo van a sacar adelante sus trabajos.
He leído algo tan redondo y preocupante como que el 80% de los trabajadores de la cultura quedan al margen de cualquier subsidio. En ese 80% del subsector incluirán, supongo, a las decenas de subcontratas de producción de sus espectáculos visuales, que aun en tiempos de normalidad viven en precario. Pero incluso ese tema, que en ocasiones roza el esclavismo, resultaría impertinente plantearlo ahora. «Nosotros los estamos entreteniendo en sus casas y ellos deberían pagar por ello, o el Estado en su defecto», vienen a decir. Qué poco elegante, Echanove, qué poco elegante.
10.4.20
La contagión, 26
Por la cuenta que me trae, me sería más cómodo decir que debido al esfuerzo tremendo del confinamiento hay que dar por aprobado a todo el mundo. El caso viene que ni pintado para plantearse si merece o no la pena que haya exámenes, o, en un sentido general, la obligación de hacer algo. Lo descubrirán las madres que hayan visto en pocos días dos versiones de sus hijos: estar en casa y aprovechar el tiempo y estar en casa y no hacer nada. La discusión es si prefieren que sus hijos hagan algo o que permanezcan en un letargo de ocio y victimismo.
Los exámenes, o lo que sea que sirva para evaluar, son la prueba de que la voluntad siempre necesita el estímulo del premio y la amenaza. En todo caso hay gente, bastante, que no la necesita, y ellos han encontrado en el encierro un tipo de normalidad a la que no es difícil adaptarse. En el instituto también están acostumbrados a tener que estar, y a sacar de lo inevitable el mejor partido posible.
Ya sabemos todos los inconvenientes del encierro, pero nos negamos a reconocer algunas de sus ventajas. No creo que quienes hayan estudiado sus carreras universitarias en la UNED estén peor preparados que quienes recorrían los pasillos de la facultad. No entiendo esta imcompetencia básica que se asigna al hecho de no estar en clase. Estudiar un trimestre cada cual en su casa es una circunstancia tan inevitable como tener que ir al instituto cada mañana, y algo que en la vida real suele pasar. Últimamente, además, el instituto es el único período de su existencia que no está férreamente gobernado por el móvil. Quizás incluso sea un buen tratamiento de shock que algunos se empachen en su casa de teléfono y acaben aborreciéndolo.
Sin medalla no hay carrera, qué le vamos a hacer. En este caso, el único premio posible no es, ojalá, que todos hayan podido ampliar ordenadamente sus conocimientos y su capacidad de reflexión, algo que, más que un currículum escolar, es un modo de ser, sino el hecho de enfrentarse a los límites de su propia voluntad. Si siguen trabajando como hasta que empezaron las vacaciones, señal será de que han sabido construir una normalidad en la excepción. No está entre las competencias básicas pero es muy útil.
9.4.20
La contagión, 25
Un amable lector me reconviene por llamar gusanos a las «elegantes procesionarias». De acuerdo, aunque no sé qué tienen de malo los gusanos, ni si llamándolas larvas de lepidópteros conseguiría que no descendieran por las cortezas de los pinos y pusieran con sus cilios en peligro la salud de mis mastines. Hasta ahora era mi única preocupación sanitaria más allá del género humano. Pero he leído que en un zoo del Bronx se ha contagiado una tigresa, y que los chinos han experimentado en unas cuantas especies, gatos, monos y ratas, y aunque los índices de contagio siguen siendo despreciables, también eran despreciables esos casos aislados que tuvimos en febrero.
Por eso vigilo a los perros, para protegerlos no del virus humano, porque no me los llevo al supermercado, sino de otras especies que pudieran traerles complicaciones. Los gatos que se asoman a la valla y penetran sigilosos por las noches han estado de bureo en los estercoleros de las granjas, y seguramente se han comido el mondongo de algún conejo que despellejaron el domingo. Están gordos y lustrosos, y alguna vez se las han tenido tiesas con Galán, que cada vez que aparece con el morro salpicado de sangre me toca buscar entre los matorrales y levantar el cadáver.
Lo que sí he notado, y me preocupa por la probada presciencia de los animales, es comportamientos un tanto erráticos. Hace un par de días una bandada de buitres merodeaba dando vueltas por encima de un contenedor de basura donde habían debido de arrojar algún cerdo putrefacto. Lo raro fue que nunca se llegaron a posar, como si unos a otros se hubiesen avisado de que la carroña era infecciosa. Pero más aún me preocupan las palomas, que llevan unos días estampándose contra los cristales de las ventanas. El otro día hubo que despegar una con una espátula. En las épocas en las que se desorientan hasta estrellarse contra su propia imagen, algunos campesinos colocan tiras de papel en los cristales. Igual hay que sentar en el alféizar un espantapájaros de palo. En todo caso, me pregunto, con lo hábiles que son para huir de la quema, qué les habrá pasado para que se decidan a entrar donde no puede ocurrirles nada bueno. Quizás en la copa del árbol han empezado a tener los primeros problemas respiratorios, y se lanzan contra las casas en un desesperado intento de pedir explicaciones, o auxilio.
8.4.20
La contagión, 24
Recojo el último pedido de librería que hice antes de que se declarase la epidemia. Después ya me he cortado, y aun así lo dejé reposar unos días en la estafeta de correos. Al abrir el paquete me doy cuenta de que es uno de los últimos gestos normales que tuve, cuando en la vida no había sobresaltos. Quizás ahora pediría otra cosa, no sé.
Había pedido un ejemplar de la Revista de Occidente del año 85 sobre estética y filosofía, con el ensayo de Irish Murdoch Retorno a lo sublime y a lo bello, que incluía una edición facsímil de los primeros poemas de Vicente Aleixandre. Había también en el paquete un libro recién salido, recomendación de mi amigo Enrique Romero, Cuando los inviernos eran inviernos, de Bernd Brunner, uno de esos estudios culturales, digamos, transversales que entretienen y arman de datos curiosos, de por ciertos que luego desenseban el discurso.
Y había también, picante de ácaros, olorosa de librería vieja, una primera edición de The beasts, birds and bees of Virgil, de Thomas Fletcher Royds, una primera edición de 1918, el año de la gripe. El contenido de ese libro fue luego trasvasado a estudios y comentarios sobre las Geórgicas que hace tiempo tengo controlados, pero esta hermosa edición de Blackwell tenía su sitio guardado en la sección virgiliana de mi biblioteca.
Salvo por el libro de Brunner, recién salido, el resto podría haber sido una compra de hace treinta años. Pienso en ello mientras escucho toda la mañana Radio-3 para enterarme del mundo en el que vivo, musicalmente hablando. Y todo lo que escucho, para mi sorpresa, es rock progresivo, en ocasiones recién grabado por músicos jóvenes y modernos, pero con ese mismo sonido de punteos blandos (pompous wanckers, los llamaba otro amigo) que podría confundirse sin problemas con un vinilo de hace medio siglo.
Eso quiere decir que antes de la contagión ya vivíamos en otro siglo, aislados en un tiempo al que retrocede una y otra vez la música contemporánea, como gusanos de procesionaria que se hubieran topado con la goma pegajosa del siglo XXI. No hay nada nuevo en mi forma de huir del presente, o de vivir en un tiempo ajeno, moldeable. No solo lo hago yo, es mi siglo el que ha decidido ser todos los siglos, y convertir nuestra existencia en un constante revivir, quizá porque el presente ya solo nos lleva al invierno.
7.4.20
La contagión, 23
A medida que las cosas siguen su curso desesperante, nos vamos enterando de detalles que son como vueltas de tuerca. Una cosa es el miedo a contagiarse y otra el miedo a estar ya contagiado. Lo último que he oído, ojalá sea un bulo, es que el virus es miasmático, que vive flotando en el aire por lo menos cuatro horas. Hasta ahora se limitaba al contacto. Tenías que tocarlo, te tenía que dar. La distancia era solo con los otros, pero también cabe la posibilidad de que sea con el lugar que han ocupado los otros. Uno solo está inmune si pasa por sitios por los que hace cuatro horas no ha pasado nadie. Eso supone que mientras haces cola distanciada en la carnicería te tienes que forrar para que el virus pinche en hueso, rezar para no estar respirando los efectos de una tos.
Vivimos en una casa tomada. Una sombra invisible se desliza por las corrientes de aire. Una ventana abierta hace tres horas puede resultar fatal. Cada día, para dar ánimos al personal y desquiciar a los vecinos de abajo, las familias salen al balcón y cantan canciones solidarias, y una lluvia de gérmenes va cayendo como un confeti mortífero sobre las ventanas abiertas del vecindario. Pero es inhumano prohibir que el presidiario saque la mano por la reja, o cante una soleá. Casi tan inhumano como soportarlo.
Así las cosas empezamos a confundir el no salir de casa con no salir del dormitorio y guardar turnos, las familias numerosas, para no estar nadie en el mismo sitio hasta varias horas después de que haya estado algún otro habitante de la casa, y haya abierto la ventana. Lejos de haber derrotado al virus, lo mejor que puede pasarnos es que seamos un poco paranoicos, no cometer ningún «pestífero error», como decía Juan de Mena, que nos obligue a salir de la cama más que para los servicios esenciales.
Despedirse de alguien diciendo hasta mañana es, en estos días aciagos, un exceso de optimismo. Podemos protegernos del contagio pero nada es previsible. Cada mínima acción, de pronto, se convierte en un riesgo evidente que nos puede llevar al hospital. Bajar una escalera, pelar una manzana, asomarse al balcón, abrir una lata de escabeche, encender el gas… La vida está llena de momentos que pueden estallar. Y ya no hablemos de coger un coche. Nos hemos vuelto aprensivos. El virus nos ha hecho de vidrio. Cuidado.
6.4.20
La contagión, 22
Para celebrar el Domingo de Ramos, me puse a ver El gran silencio, que es mi Ben Hur particular. Al contrario de lo que dicen los fanáticos que lloran cuando llueve, esta Semana Santa puede ser la más auténtica de nuestras vidas, llena de recogimiento. Al catolicismo verbenero y al turismo los ha hecho polvo, pero a la religión la ha despojado de sus cirios y sus trompetas y la ha dejado en lo que es, silencio y soledad. Las iglesias católicas llevan mucho tiempo tragando con la desacralización del rito. Entre los severos pasos zamoranos y la ruta del tambor hay mucha fiesta y poca fe, tanto que da la impresión de que sin catarsis popular se corre el riesgo de que no quede nada. En Sevilla han puesto cámaras fijas en la imagen de una Virgen, para que la gente ore, pero el resto de cadenas repetirá las procesiones del año pasado. Las audiencias darán una idea más exacta de la situación del catolicismo en España que los certificados de bautismo.
Y eso no tendría por qué ser así. Es tiempo de mística, de castigar el cuerpo hasta que le entre el síndrome de Estocolmo y ya no quiera abandonar su celda. Si algo se aprende en esta película de tres horas y media en la que no ocurre nada es que el aburrimiento es una debilidad, no una condena. Los monjes siempre están haciendo algo, aunque sea meditar, y nunca pasan muchas horas sin cambiar de faena. Se les pasa el tiempo hasta que el tiempo es una unidad superior en la que uno flota sin memoria de los días. Salvo para quienes están sufriendo de verdad, esta sería una buena ocasión para que la iglesia se aplicase en propagar las virtudes de no salir de casa, de las que ella siempre ha obtenido pingües beneficios espirituales.
Esta año vamos a ser todos un poco protestantes, más rígidos y austeros, más obedientes y resignados. Además, conforme pasan los días, necesitamos ser buenos, no aburrirnos y ser buenos, tener la celda limpia, el hábito planchado, las manos esmeradas de tanto lavarnos con jabón Lagarto. Es el gran momento de que la Iglesia llame a su seno a los aburridos, y los conforte con misterios profundos y éxtasis caseros. Y nada de procesiones repetidas: el San Juan de Saura entre semana, y los domingos por la tarde, la Santa Teresa de Concha Velasco.
5.4.20
La contagión, 21
Las tres semanas de teletrabajo me dejaron con necesidad de tomar algún que otro depurativo. Por ejemplo, escribir a lápiz. Cuando huyes de las pantallas te encuentras con todo lo que fue quedando en el camino. Y es distinto. El lápiz, como decía Ramón, escribe sombras de palabras. Es imposible alcanzar esa velocidad convulsa del ordenador. En la historia de la literatura nunca se mencionan los métodos de escritura. Es imposible que Kafka escribiera a máquina, y es imposible que Faukner escribiese a mano. Ganó, durante todo el siglo XX, Faulkner, porque inoculó en los escritores la costumbre de tomar nota de todo lo que pasaba por su mente, en vez de ir dibujando las palabras y tener que recordar a cada paso por dónde había empezado la frase. Hay, digamos, una literatura analógica y una literatura digital. Azorín con una máquina de escribir es como si yo me pongo a buscar setas. Vázquez Montalbán solo utilizaría el lapicero para darle vueltas al café.
Pero bueno, el caso es que de vez en cuando siento esa necesidad. Empuño el incomparable Palomino Blackwing y me dejo llevar por el sonido del roce del grafito sobre el papel ya viejo de un cuaderno marca Ancla. Todo se remansa, todo vuelve a su condición de acto, no de medio. En mi desintoxicación digital descubro que hablo de cosas completamente distintas, menos vistosas, como si hubiera cambiado el violín por el violón. Como si hubiera bajado la voz. Termina una larga pieza de Thelonius Monk y un locutor sin histerismos, serio, neutro, transparente, informa de que ya llevamos once mil setecientos cuarenta y cuatro muertos. Nada más. El programa de jazz de Radio Clásica pone ahora una pieza de Eric Clapton y Wynton Marsalis, magnífica. Uno se sobrecoge y guarda la compostura como cuando antes, en los tiempos del lápiz, un féretro pasaba por delante. La gente dejaba de hablar y componía un gesto de respeto. Incluso me sobrevuela la idea de que sea una actitud un poco frívola, como si estar permanentemente informado y escuchar o leer lo que se dice sobre la epidemia fuese una deuda moral para con los fallecidos.
El lápiz me dibuja en otros tiempos, quizás aquellos a los que ahora me gustaría huir. Por puro hartazgo necesitamos encontrar agarraderos nuevos. Afuera todo es catódico y tristísimo. Adentro huele otra vez la madera de cedro, que es la que emplean para los ataúdes, pero también para los lapiceros.
4.4.20
La contagión, 20
Me ha venido a la memoria estos días un personaje de la infancia, amigo de mis padres, un hombre afable, simpático y dicharachero, siempre con algún chiste nuevo que contar, el más entusiasta cuando se trataba de organizar una excursión o una comida vecinal, cuando había comidas vecinales. A mí me gustaba verlo sonreír, era la alegría personificada. Solía fijarme en un diente de oro que llevaba, tan habituales entonces, que daban un aire de cierto prestigio vital, como si no fueran producto de la piorrea sino de algún lance secreto.
Siempre lo había visto con gente, iluminándola con su buen humor. Un día lo vi solo, en un banco del recién construido parque Los Fueros, la primera vez que lo hicieron, porque al poco de inaugurarlo empezó a hundirse. Estaba construido sobre los escombros de la guerra y no tenía consistencia. En todo caso aún no era costumbre pasear por él, y mucho menos sentarse. Pero allí estaba él, solo, serio, con la mirada perdida, dejando que un cigarro se le consumiera entre los dedos. No tenía cara de tranquila satisfacción ni tampoco de cansancio, estaba como desconectado, como descansando de sonreír, y sobre todo, o esa impresión tuve yo entonces, parecía muy triste.
Ahora pienso que aquel vecino era un espléndido actor. Cuando estaba con otros llenaba el tiempo y el espacio con sus carcajadas, nunca pesadas ni protagonistas, porque su principal habilidad era que quien estaba con él se sintiera más importante que de costumbre. Pero entonces, en el parque, solo, era la viva imagen del hastío y también de la resignación, que viene a ser un tedio sin angustia. Los actores profesionales están ahora parados, y los demás, todos, también. No es necesario actuar. El público, cuando se tiene, es de la máxima confianza. En el trabajo no hay que ponerse la nariz de payaso, ni ser lo que quieres que los otros piensen que eres. El papel de aquel vecino era estar contento. Cuando no había público quizá se viniese abajo. Vivía solo, su madre había fallecido antes de que yo naciera. Él también murió hace tiempo, y no tengo nada claro qué habría sentido en una situación como esta, cuál de los dos habría sido en su confinamiento, si el hombre que no para de alegrar a los demás por teléfono, o el que se hunde sobre su propio pasado.
3.4.20
La contagión, 19
La transición a un mundo enteramente virtual está siendo más rápida de lo que imaginábamos. Si la ciudadanía sigue llevando su confinamiento con sosiego y entereza es porque ya no hay ni un solo momento del día en el que no pueda si quiere estar conectada a internet o viendo el mundo a través de una pantalla. El decorado permanente, ya sabido, no exige atención. La vida ahora es una especie de domingo frío. Esta tarde de viernes hay buenos motivos para descansar, para apagar el móvil, el ordenador, la tablet y la televisión. Pero qué iba entonces a quedar de nosotros. Pienso estos días en cómo pudo ser una epidemia de estas características cuando solo había radio. Es el único electrodoméstico comunicativo que pienso mantener este fin de semana encendido, en Radio Clásica a piñón fijo, salvo los ratos que escuche a Manolo Fernández o a José Miguel López en Radio 3. Ellos me dan acceso a otro tipo de virtualidad para la que ahora también tenemos las circunstancias adecuadas. Puedo escucharlos como los escucharía hace veinte años, o más, los suficientes para que no hubiéramos aún salido del teléfono de baquelita. O eso, o un libro, o nada. Y gracias. Puedo trasladarme en el tiempo y vivir lo mismo que habría vivido antes de la invasión en la que colaboro.
Durante la semana uno se pasa toda la mañana dale que te pego con el ordenador, y cuando por fin lo deja tiene que contenerse si no quiere volver al barro. El descanso consiste en lo mismo que el trabajo: ver imágenes bidimensionales, leer mensajes breves. Digamos que lo que cansa y desespera es dejar de hacerlo. Cuando salgamos de aquí habremos invertido los términos, como estudiantes que no van a clase y cambian el horario, de modo que los ratos de ausencia de pantalla, que ahora, un poco tópicamente, tanto ansiamos, ocuparán el tiempo del fatigoso trabajo. Descansar de la incongruente vida real será otra vez volver a conectarnos. Sobrellevarla quizá implique adoptar las costumbres de las generaciones posteriores, que han sabido sacarle el mejor partido a la tecnología y, aunque estén juntos, hablan por escrito. «Hablar es siempre un poco un deslizarse», dice Álvaro Pombo en su Vida de San Francisco de Asís, que me está encantando, y con los mensajes escritos uno como que se sujeta más. Éramos consumidores habituales del mundo virtual que han sido condenados a vivir en él. No sé cómo vamos a salir de esta.
2.4.20
La contagión, 18
Ahora que todo el mundo se retransmite desde casa, me ha dado por fijarme en la tramoya del selfi, la pared del fondo, el lugar en el que se sientan los animadores para hablarle al teléfono. La cosa va por edades. Los adultos ponen libros por detrás, a veces unos pocos, heterogéneos, mezclados con discos y muñecos. Es el decorado más clásico: la cara seria y serena, los libros como un inventario de lo que se lleva dentro del cerebro, aunque sea la enciclopedia de la caja de ahorros. Otros buscan un rincón debajo de los cuadros caros, firmas originales, regalos de amigos de una vida fascinante, motivos japoneses que llaman a la calma. Los jóvenes se reparten entre la estética de tenderete y la pared vacía, entre el horror vacui y la distancia profiláctica. El que vive en el ático de sus sueños procura que se vea alguna viga inclinada. El que pudo alquilarse un piso en el casco histórico se sale al balcón. En la esquina de uno se veía un piano que brillaba como el charol.
Los viejos, pobres, se sientan en la mesa del comedor. Detrás se ven los muebles de la boda, las fotos de los nietos. Hablan como cuando cogíamos los primeros teléfonos, que gritábamos porque estaban lejos. Tantos años de imparable progreso y vuelven a gritarle a un aparato, cómo estáis, ¿estáis bien?, por aquí vamos aguantando, dicen, con la sonrisa un poco descompuesta. El nieto al que no se atreven a decirle adiós les manda besos y emoticonos, su fondo es un surtido de stencils de Banksy, carteles oscuros, de gente que mira con mala leche. En otro canal, la religiosa deja ver el crucifijo, la pared blanca inmaculada, habla desde el convento y desea paz y amor, y le contesta una hermana desde un asilo donde nadie viene a recoger a los muertos. El político presume del sillón de ejecutivo bauhaus en el que no se sienta nunca, o enseña el artesonado de su mansión con un astuto contrapicado y viste chaqueta y corbata para no salir de casa, como si llevara la responsabilidad metida en el traje. Otros nos enseñan sus jerséis de lana, su vida de algodón orgánico. Mi favorito hasta el momento es el de una política que se sienta, en vez de delante de los libros, detrás. En la estantería no se ven los lomos sino el filo de las páginas cerradas. Queda bien.
1.4.20
La contagión, 17
Hay dobles vidas necesarias que ahora se han unificado. Leo que en las cárceles, por ejemplo, el consumo de droga (una ilegalidad que todos los gobiernos consienten, supongo que para evitar males mayores) se ha puesto por las nubes y las enfermerías amenazan con colapsarse, pero no de contagiados sino de abstinentes. Afuera, en la vida libre, imagino a esos individuos que para garantizar la paz y la armonía del hogar se cuelan al cabo del día varias veces en un bar para meterse un lingotazo con el que seguir adelante. Seguramente su regreso forzoso a las buenas costumbres acabará minando el modelo de vida ideal que con algunos retoques discretos habían conseguido. Cuántos habrán tenido que poner las cartas encima de la mesa, o tienen una botella escondida en el armario del lavabo, o han dejado de encontrarse con la persona que les hacía la existencia llevadera. La intimidad será para ellos más necesaria que nunca, aunque solo sea para ocultar esos momentos de zozobra, de angustia o de desánimo que suelen pillarlos por la calle o en un rincón de la oficina. El hogar es un sagrario del que solemos dejar fuera los agentes tóxicos que nos amargan la vida. En muchos casos se han quedado donde estaban, y quizá sea una buena oportunidad para acostumbrarse a prescindir de ellos, pero en muchos otros se habrán metido dentro y estarán envenenando las paredes. Seguro que hay padres muy dicharacheros cuya familia acaba de descubrir que son tipos taciturnos la mayor parte del tiempo, o al revés, gente por lo general callada que ahora no para de cascar. Hijos que de pronto han encontrado en su casa la felicidad de un aislamiento que hasta ahora tenían que fingir con amigos sobrevenidos y poco interesantes, o que se han liberado del engorroso papel que les tocaba representar en su pandilla y la nueva situación está que ni pintada para cambiar de grupo. Psicólogos perspicaces aconsejaban, para lidiar con el aislamiento, reparar esas pequeñas cosas que no hemos tenido tiempo de hacer, como si este trauma se curara con bricolage. Quizás hablaban del bricolage interior, de los ajustes de nuestra existencia, sacarnos los clavos, lavar la ropa vieja, tomar aliento para no volver a repetir las mismas tonterías. Otros no tendrán nada que arreglar porque los han condenado a su paraíso privado. Esos, cuando vuelva el mundo, lo van a pasar fatal.