29.4.09

Intimidad

El nuevo disco de Bob Dylan, Together through life, que salió hace un par de días, pocos meses después del excelente Tell tale signs (el octavo volumen de sus series pirata), es música para cuando las sillas están ya encima de los veladores, cuando el camarero pasa la escoba mientras un pianista con el sombrero echado para atrás y un cigarro en los labios se entretiene acariciando viejas canciones. Es música de cuando a lo lejos suena una radio y ya se han ido los turistas, de cuando los músicos pasan el rato alcanzándose y dejándose llevar, respirando a fuego lento el humo que dejaron los espectadores entusiastas antes de volver a sus rutinas. Parece pensado para quienes necesitan dejarlo todo, o para quienes hace muchos años lo dejaron todo, y siguen tranquilamente por la carretera, y nunca miran atrás.

            Soy, ocioso es decirlo, dylanita convencido, pero esta última parte de su carrera, entre fabulosos discos de estudio e impresionantes recopilaciones de piezas raras, me parece de un vigor hasta insultante, considerando los flojos caminos retroactivos de la música pop actual. Pero Dylan no refríe. Lo suyo, como en los poetas místicos, es buscar el trazo suficiente, el aullido estremecedor, los ecos amalgamados de un sentimiento que sabe decorar con música como ninguno. ¿Y cuál es ese sentimiento? Es una ráfaga de emoción, una penumbra cargada de ironía, un lamento que ayuda a seguir. Su despojamiento va paralelo a su perfección. Casi se huelen las humedades del traspatio, la grasa y la gasolina, casi se ve a la camarera cansada que se apoya en la barra y contempla cómo los músicos están entretenidos en una intimidad sin servilismos, tal y como les gusta vivir.

            El disco, por lo demás, es como un lote de juegos reunidos: un disco, un póster tamaño vinilo, una entrevista perdida, una sesión de radio (los otros dos discos de su programa de radio son estupendos) y una pegatina. No es que Dylan ya se venda como un souvenir, sino que hace lo único razonable para los tiempos que corren: conseguir que un disco, además de una grabación, sea un objeto para decorar el tipo de intimidad que nos ofrece. Y lo mejor de todo es que no hay en ello nada de añorante ni revisionario. Es música reciente. Es pescado fresco para los próximos cincuenta años.     

23.4.09

Siete casas en Francia


           No deja de ser paradójico que lo más refrescante de esta última novela de Atxaga sea su apuesta por las reglas clásicas del género: una novela sin subterfugios ni desproporciones, pensada con el afán dramático de que todo encaje, alejada de la inmediatez contemporánea y del timo de los datos históricos, y por supuesto de la propia vida del autor; una novela escurrida, como dicen los taurinos, de poco más de doscientas páginas, en la que los setos están podados y los tiestos en su sitio, sin ese desparrame umbilical que ha echado a perder buena parte de nuestra novelística en los últimos años, y también sin esa confusión entre lo real y lo verosímil, entre lo periodístico y lo literario, entre lo histórico y lo poético que permite crear moldes de barro. Ésta de Atxaga es una novela desnuda en el sentido de que no es más que un relato, una historia, una cosa que pasó en el Congo Belga en 1903, que no disimula su condición mitográfica ni escamotea la dimensión simbólica de los personajes y los acontecimientos, y todo lo hace a las claras, con prosa límpida, sin tapujos ni cartonajes, sometida a la más sencilla formulación de lo que de veras es una novela.           

Sólo por esa extravagante condición de novela normal y corriente ya merece un efusivo saludo. Porque las novelas normales y corrientes hay que saber escribirlas, es necesario afrontar todas sus dificultades y no salirse por la tangente moderna en los momentos más difíciles. De una novela de estas características no sólo esperamos que nos haga pasar un buen rato, sino, sobre todo, ver cómo nos entretiene: cómo están planteados los personajes, cómo trenza la trama y como la resuelve, cómo los hace hablar y pensar, en qué medida los deja libres, hasta qué punto nos emociona en esos momentos en que con la sola técnica no basta para mantenerla en pie. En esta forma tan pura del género que es la novela de aventuras en la selva, de lo que se disfruta es de la fruición de los hechos y la belleza de la composición, no de las pajas mentales. 

En España esto lo hace maravillosamente Eduardo Mendoza. El asombroso viaje de Pomponio Flato, y no sólo por ser la más reciente, es un perfecto ejemplo de subgénero concreto que respeta las reglas de la composición, no juega a superarlas, y dentro de ellas, perfeccionando cada una de sus partes, deja escrita su propia voz. Me gusta porque las únicas dos vertientes que me interesan de la novela es la del entretenimiento yuxtapuesto en muy variados acontecimientos, despreocupada por completo del final (la escritura desatada de Cervantes), y esa otra que nació del teatro, de la tragedia y la comedia, donde las medidas y la precisa carpintería son virtudes inexcusables, y el principio no es un arranque sino la primera aproximación hacia el final, apretando poco a poco las tuercas de Henry James con pulidos argumentos para la escena.            

La principal diferencia entre estas dos clases de novelas es que en las primeras la narración se nutre de sí misma y en las segundas de unos planos meticulosamente proyectados de antemano. Las novelas cervantinas no saben de qué coño van a hablar esta mañana, y cuando ven venir el final, más que planearlo, se preparan para recibirlo. En las novelas shakespearianas, en cambio, el final es la razón del principio, y el escritor, más que fabular, rellena una fábula previa.    

Hablando en estos términos tan poco exactos, podríamos decir que Siete casas en Francia tiene un cálido planteamiento cervantino pero está cerrada de un modo shakesperiano que le queda un poco frío. En los dos primeros tercios de la novela, no dejan de pasar cosas y flota en el aire la bendita sensación de que ni el narrador sabe lo que va a pasar. La prosa de Atxaga corre como el agua, y brilla en ocasiones muy especialmente, como en algunos de los hermosos fragmentos de poema que uno de los personajes va escribiendo. Esos fragmentos son también una poética de la propia novela, un modo de narrar que nos acompaña dulcemente y nos divierte hasta que el avión empieza a perder altura y casi instintivamente nos volvemos a abrochar el cinturón. Es entonces cuando, a mi modo de ver, Atxaga abusa demasiado de las normas teatrales del final: que todo encaje, que se produzcan carambolas sorprendentes, que se resuelvan los conflictos ordenadamente, que el ataque largamente preparado sea una pieza de orfebrería. Incluso su apuesta por dar velocidad a la prosa resulta molesta. De pronto los acontecimientos se nos amontonan como si hubiera que ir recogiendo a mitad de la lectura. No estoy diciendo que sea un final precipitado sino que el autor le ha dado demasiada importancia. Y así, atando todos los cabos, la salsa se ha quedado fría. La necesidad de acabar hace que incluso algunas cosas importantes nos vengan resumidas con el artificio de ser lo que un personaje dejó anotado en un papel. Era lo más importante: era el estallido del amor, era la rebelión del odio, era el miedo y era la muerte, y en todo ello Atxaga ha estado más pendiente de la proporciones de los ingredientes que del sabor de la salsa. Uno echa de menos el discurrir del río Congo entre los gritos de los monos. De esta y de todas las demás novelas quedan algunas, pocas imágenes. De esta novela me temo que casi todas pertenecerán al estupendo arranque, y muy pocas al laborioso final.

20.4.09

Turia o Guadalaviar


Da gusto con estos contertulios. Rafael Esteban no sólo me avisa de que Guadalaviar era el nombre que recibió en tiempos el Turia incluso a su paso por Valencia, sino que lo corrobora enviándome este mapa. Lo curioso del asunto es que, como señala S., ya Covarrubias se hace eco del nombre de Guadalaviar para todo el cauce, aunque también dice que "su nombre antiguo" es el de Turia. Así aparece, por ejemplo, en un fragmento de las Historias de Salustio.
Así que sólo me falta saber cuándo se derogó, por así decir, el nombre árabe para rehabilitar el romano; desde luego no antes de 1704, fecha del levantamiento del mapa. Por lo demás, la Confederación Hidrográfica del Júcar también considera el Alfambra un afluente del Guadalaviar, que, en un lugar sin determinar ("a su paso por Teruel"), cambia el nombre de buenas a primeras. Buscar el origen en la confluencia me sigue pareciendo igual de legítimo. Hablamos de palabras, claro. Al río, como dijo Heráclito, le importa un comino.


18.4.09

El río Turia nace aquí



















El río Turia nace aquí, en el momento en que se unen las aguas rojas del río Alfambra y las aguas verdes del río Guadalaviar, antes incluso de que se mezclen. Antes el arbolado cubría todas las orillas de la y griega que forma la confluencia. Ahora, acaso como testimonio arqueológico, han dejado esta feraz pelambrera, pero las márgenes que ya son Turia están, como se ve, perfectamente depiladas. Los círculos señalan los restos mortales de unos biorrollos que iban a durar toda la vida. Las fotos son de Juan Carlos Navarro.







Cuelgo aquí también la columna Matarrasa, que apareció el jueves pasado en el DDT.

Quienes planearon y ejecutaron la limpieza del río Turia a su paso por Teruel seguramente pensaban en que muy cerca de allí funcionan varios centros de enseñanza cuyos alumnos deben ser ilustrados sobre las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Me imagino a un profesor de arte explicando, junto a una réplica del puente de hierro, la simbología de los tubos de plástico, la metáfora de la sonda y las irrigaciones, como si, más que rehabilitar un puente, lo hubieran dejado en un eterno postoperatorio, enfermo y canijo, a cuestas para siempre con las lavativas.
Pero, un poco más allá, un profesor de biología puede explicar cómo es el efecto del agua sobre las riberas de los ríos; de qué manera, si se cortan a tajo, el agua va lamiéndolas hasta dejar al aire las raíces de los árboles. Justo enfrente, en el recodo de una curva, un profesor de física puede dar lecciones sobre cómo un hilo de agua tibia puede arramblar con un pedrusco: en la escollera que han amontonado de cualquier manera bajo barandillas de madera verdosa, es perfectamente visible cómo algunos piedros han perdido su lugar y desaparecido aguas abajo, como si se hubiesen esfumado.
En la clase de filosofía no estaría mal pasarse por un edificio que se pudre entre montones de basura. Este vulgar cascarón de ladrillos del ocho, según la época del año, alberga personas, perros o basura, si bien los cambiantes seres vivos desaparecen sin dejar rastro y la mierda reafirma su permanencia. En realidad no desentona con el carácter existencial de algunas veredas que no conducen a ninguna parte, o que se terminan por las buenas en una valla metálica. Gracias a que buena parte de la ribera la talaron a matarrasa (y el resto quedó vivo porque los vecinos empezaron a escandalizarse), el aspecto, en la margen izquierda, de las paredes calizas desmigajadas, los hierbajos secos, los tallos tronzados y los tocones negros, y, en la derecha, de los magros huertos bajo un talud de zahorra, o de la carretera que cruza la vega como una cuchillada, podría proporcionar a los alumnos elementos éticos y estéticos para que reflexionasen sobre conceptos varios de filosofía natural. De hecho, las edificaciones más importantes que se ven en todo el trayecto son los talleres de El Corte Inglés.






27.3.09

Ferrocarril

En las páginas de la Historia del ferrocarril turolense de Eloy Fernández Clemente voy metiendo los recortes de periódico que cabría añadir al capítulo de planes que quedaron en agua de borrajas. O que podrían quedar. Uno del todo espectacular es el que titulaba, hace un par de días, “Aragón y Valencia tiran del ferrocarril”, a propósito de conectar Valencia y Zaragoza con un tren de altos vuelos.
Lo guardaremos. Siempre es material interesante. Hace poco, rebuscando en periódicos viejos, me encontré con varios titulares que se parecen pero tiran en sentido contrario. En 1885, por ejemplo, el año en que apareció El Ferrocarril, un periódico entusiasta de las vías férreas, la discusión en la ciudad no era otra que la aprobación por el Parlamento de la línea Teruel-Calatayud. Las fuerzas vivas de la ciudad, con Mariano Muñoz Nogués a la cabeza, abogaban por esta línea, y un solo diputado en Cortes por la provincia, Rodríguez del Rey, pensaba que era más sensato conectar antes con Sagunto que con Calatayud.
Basta repasar las páginas que en defensa de Sagunto publicó el periódico El Aragonés y las que dedicó El Ferrocarril a defender Calatayud para dar idea del clima de malos modos en que se desarrollaron los acontecimientos. Las actuales polémicas son poca cosa comparadas con las crueles pullas que se arrojaban, convencidos todos de que aquella vez iba en serio, de que Teruel iba a tener un tren en condiciones.
Perdió Rodríguez del Rey. El ministro Pidal se encogió de hombros y pasó al punto siguiente cuando Rodríguez pronunció un largo discurso en el que justificaba que para una ciudad como Teruel era mejor tener salida al Mediterráneo que traerlo todo de Zaragoza. En Teruel aquello fue una gran victoria para sus enemigos, que no se recataron en refregárselo en público por aquellos grandes bigotes que se llevaban entonces. En realidad, lo que creían haber conseguido era un tren que los llevase a ellos a Madrid, no que llevase a Teruel hacia ninguna parte. Lo cierto es que no consiguieron nada.
Parece ser que ahora esa parte del conflicto ya la tenemos resuelta. Leo la importancia que ha de tener para Platea y lo comparo con los argumentos de puerto seco que esgrimía el defenestrado Rodríguez del Rey. Suenan bien, son la misma música.

Diario de Teruel, 26 de marzo de 2009

8.3.09

Final feliz

“Lo que cuenta son los hechos”, dice la promoción de Gran Torino. Lo que cuenta es el final, debería decir. Sobre todo si es de Eastwood, debería añadir. Quiero decir que Gran Torino es una película de coreografía plana, políticamente correctísima, que se salva de ser un ejemplo más del virus del corta y pega que devora el cine porque está muy bien contada y porque tiene el mejor final posible. Y, sobre todo, porque Clint Eastwood daría juego hasta presentando una teletienda.
Salvo él, no hay mucho conflicto que valga la pena en la película. Quiero decir que hay buenos personajes que apenas cambian de postura (la chica desenvuelta y el chico tímido) y caricaturas tópicas que desengrasan el drama, o lo pintan de trazo grueso. Es como una estructura férrea en la que el protagonista se queda con los conflictos y las evoluciones, los secundarios con su atractiva personalidad y su escaso desarrollo, y los coreutas con la carpintería tópica, aparte de un curilla cuya evolución es más bien un reflejo de las reacciones del espectador. Esto último siempre funciona bien, y yo no sé si cabe catalogarlo de truco o de recurso, igual que las constantes referencias populares, de cualquier espectador bien conocidas. Parecía un documental sobre el cine de los 90: la luz, el personaje de Jack Nicholson en un par de películas de entonces, los exotismos floreados, el fósforo/mechero de la última escena, que bien me podría salir en Warlock, la novela que estoy leyendo ahora, por no hablar de las varias escenas que nos llevan a Sin perdón y un aire que no tiene la profundidad constante de Mystic River. Hasta el coche me suena, no sé de qué. Y no me refiero a Starsky y Hutch.
Quiero decir que la película me pareció un producto más de metacine, de cine hecho con cine, de película que funciona por las referencias que la adornan, por los recursos del oficio. El final, espléndido, le venía bien hasta como gesto de ironía sardónica por parte de Eastwood, y a mí como un ejemplo más de cómo se acaba una historia, con la fórmula más antigua de todas: creando falsas expectativas, temiendo la lógica de lo verosímil. Hay una sensación muy curiosa que cuando se consigue vale por toda la historia. Se trata de que el espectador siga la lógica del relato pero le decepcione que al final vaya a ser tal y como él se ha imaginado. La sorpresa nos agrada con ese punto de admiración instintiva que sentimos hacia quien demuestra más pericia que nosotros.
Pero no es solo lo que suelo llamar barrer a los centrales, llevar a un lado las expectativas para marcar un gol por sorpresa. No es que no sepas por dónde te va a salir, sino que sepas que no debe salir por el único lado que a ti se te ocurre. Cuando así es, y sientes vencida tu pobre fantasía, la sensación, paradójicamente, es de plenitud, del genuino disfrute de una obra de ficción.
En ese sentido, Gran Torino es una pieza de manual. En conjunto, la obra de un tipo que ya no comete errores, ni al elegir los guiones ni al contarlos con esa parsimoniosa fluidez que tan bien domina. Digo que es políticamente correcta. Y tanto. Nunca sabremos si el sentido autocrítico norteamericano es sólo una forma de expiar sus culpas de la forma más rentable. En eso los americanos son muy buenos. En el mercado de la Educación para la Ciudadanía estas películas se venden como churros.

7.3.09

Virginia o el interior del mundo

Las dos últimas novelas de Álvaro Pombo, Matilda Turpin y Virginia (con sus respectivos subtítulos), las he terminado porque a Pombo le debo demasiados ratos buenos como para dejar abandonada su lectura, pero hay algo, sobre todo en la última, recién aparecida, que me hace transigir con ella como se transige con una misa de cuyo monótono contenido nos cuesta no prescindir o con una película que ya hemos decidido que no nos gusta, a pesar de que la fotografía y el montaje sigan siendo excelentes.
Tiene toda la pinta de que el Planeta llevaba mucha letra pequeña. Con Umbral pasó algo parecido. Firmó un contrato que sólo podía firmarlo Umbral, creo que de tres libros al año, y el resultado fue bastante pobre. En el caso de Pombo, la lectura invita a pensar (en vez de en lo que se está leyendo) en que Pombo la ha escrito de buenas a primeras, al buen tuntún, con un hilo muy fino que Pombo recarga de reflexiones más brillantes que profundas, de recursos repetidos en el plazo de pocas páginas, de personajes demasiado conocidos. Virginia tiene cosas de María (El metro de platino iridiado) y de Violeta (Donde las mujeres), pero no de la Virginia de El metro, un personaje divertidísimo que aquí, si acaso, encarna, con un perfil muy bajo, la espiritista Leonora. Gabriel es el Vélez de El metro, o su versión más o menos sofisticada en algunas otras novelas. En general, Gabriel es el Palante virgiliano, el buen amigo, invariablemente refinado y de contenida homosexualidad, como aquel don Rodolfo de Aparición del eterno femenino. Luis, el médico, es el Martín soso y como halitósico de El Metro, el hombre obsesivo que tampoco entiende a las mujeres. Quizá el personaje más gratificante (por menos manido) sea el de la abuela, una versión de la abuela de Ceporro en Aparición, mucho más seca, ciertamente.
No cito aquellas otras novelas en las que la trama surge de la confrontación de dos personajes masculinos (Los delitos insignificantes, El cielo raso, Contranatura), porque esta pertenece a la estirpe de familia con chófer (no hay chóferes aquí, sin embargo), de alta burguesía santanderina, de invernaderos al atardecer, en torno a la mesa camilla. Digamos que es hija de la estética de Donde las mujeres, pero con personajes sucedáneos de El metro de platino iridiado. Y eso, si además se hace sin tensión narrativa (demasiado flojo el hilo algunas veces) y con un concepto muy discutible de la novela en tiempo pasado, pues da la sensación de que ha sido escrita sin ganas. A veces parece incluso vislumbrarse la sutura de una jornada de trabajo, como si la novela se hubiera escrito sola de ocho a tres, y unos días Pombo estuviera más espeso que otros, pero no tirara nada. Y una cosa es que las novelas crezcan por sí mismas, que es lo que más he admirado de Pombo siempre, y otra que tarden mucho tiempo en no ir a ninguna parte.
Técnicamente, desde luego, va sobrado, quizá un poco demasiado, diría yo, como si confiara en que la frase de Catón hay que leerla del revés, y no dominar el asunto para que las palabras fluyan sino confiar en que el dominio de la palabra será suficiente para que fluyan las cosas. Y no siempre es así, a no ser que Pombo haya querido añadir una pátina de rancedumbre, que tampoco le venía mal a la historia.
Pero luego está la idea que Pombo tiene de las novelas que se ambientan en el pasado. Evito llamarlas novelas históricas, porque ese es un género emputecido cuya sóla mención desacredita a sus practicantes. Ahora se lleva la historia novelada, que no es lo mismo. Me refiero al noble género de las novelas ambientadas en una época lejana, pero que no se basan en copiar datos de la época ni reproducir el temario de historia en los diálogos, sino que transportan a un tiempo del pasado para contar una historia nunca antes contada, recién imaginada.
Pombo tiene de este tipo de novelas un ejemplo y medio. Al margen de Donde las mujeres, que también, como esta, tenía vocación de novela Austen, Pombo ensayó el género en La cuadratura del círculo, donde yo creo que le salió mal. Junto a las páginas brillantísimas dedicadas a la corte de Plantagenet, había un rollo unamuniano, un diálogo liso y laso que se apoderaba del grueso de la obra, y donde uno se imaginaba más a Pombo hablando en su camarote que a la época en la que el lector se supone que tiene que vivir. (El otro medio ejemplo es la espléndida Vida de San Francisco de Asís, y digo medio porque esta -que el mismo Pombo llama paráfrasis- sí está contada con la historia como cañamazo).
Con Virginia o el interior del mundo me pasa un poco lo mismo. No está muy claro de qué depende que pueda respirarse una época en un libro. No siempre se trata de incluir noticias del momento, o consultar mapas antiguos. El ambiente ni siquiera es vestir adecuadamente a los personajes (algo que Pombo hace sin que se note, es decir, nunca sabes cómo van vestidos, aunque te lo haya dicho, y eso sucede porque luego no se comportan con arreglo a sus vestiduras), ni tampoco, si me apuran, impostar una voz, un tono de la época, esos giros arcaizantes que si no se hacen muy bien resultan ridículos. Aquí no hay ese riesgo porque Pombo habla desde ahora, lo ve desde ahora, lo construye y lo imagina desde ahora, y no siempre con la misma brillantez. Hay días, momentos de fulgor pombiano, y otros de no pasar nada, de páginas que están como a la expectativa. El recurso a las formulaciones pleonásticas so capa de filosofía sólo se resuelve en algo que Pombo ha dominado maravillosamente otras veces pero que aquí resulta un poco cansino. Todo se podría resumir, una sensación que en otras novelas igual de morosas de Pombo yo no había tenido (en Matilde Turpin sí), y que me desconecta de la lectura para contemplar las palabras como si estuvieran expuestas en una vitrina, no en un mundo que quiero vivir.

26.2.09

Juego


Entre las agradables sorpresas que nos ha deparado la ampliación del Museo del Prado destaca el hecho de que por fin los siglos XIX y XX se ven obligados a codearse con el arte de siempre. Francis Bacon, por ejemplo, había sido hasta ahora carne (nunca mejor dicho) de museo de arte contemporáneo, protegido siempre por esa estética del mal rollo que atravesó el siglo XX como una aguja sin desinfectar. Ahora Bacon no tiene al lado los rigores vanguardistas entre los que destacaba por una simple cuestión de oficio. Ahora su competencia es mucho más dura. Nada más salir de una sala llena de grandes cuadros morbosos, sádicos, el paseante se da de bruces con la Venus de Medici, con sátiros que bailan y cabezas de mármol bruñido detenidas en lo más profundo de su gloria. Sales de esa orgía de la reinterpretación y del refrito, de esa exhibición de angustias fingidas, protocolarias, de esos códigos de conducta torturada que tan bien quedaban en las salas de subasta, y te metes a una cámara de silencio en la que los cuerpos llaman a ser tocados y auscultados y las tres dimensiones hacen trizas la imagen tópica ideal de las fotografías. De ideal nada. Esos cuerpos están vivos, llenos de purezas e impurezas, de ilusiones y resentimientos. Esa Venus pensativa cuyos pliegues endulzan la descarnada humanidad de la figura está infinitamente más cerca de nosotros que las chuletas de ser humano en las que Bacon se rebozaba con delectación de diletante con alguna perversión freudiana. En el caso de Bacon, es llamativo constatar cómo, además, siempre se le pidió eso, y que cuando tuvo algún somero rapto de apertura, alguna tentación de pintar al hombre y no sus despojos, los críticos se le tiraron al cuello porque había violado la sagrada norma del pesimismo bursátil. "Reflexivo", decían ellos.
Nunca había pensado así de Bacon. Ni lo habría pensado con esta crudeza (un reflejo de la suya, en todo caso) si sus cuadros hubieran sido expuestos en salas beuys del Reina Sofía, entre una escombrera de pinturas matéricas y esa desesperación por huir del placer que en el fondo yo creo que va a ser la que quede del siglo XX. Hace veinte años, todo lo que fuera perturbador y repulsivo llevaba colgando la etiqueta crítica de lo admisible. De pronto esa Venus gloriosamente desnuda (y mutilada) es un grito más desgarrador, más limpio y menos endogámico que las ideas horrorosamente simples del artista del siglo XX, siempre obsesionado con ser el último. Con cada nueva exposición, estos artistas, con el subidón del triunfo, soñaban con un paisaje artístico devastado. Los pones junto a una máscara del siglo I y queda claro que sólo estaban jugueteando.

Balneario

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He leído que en Los Baños van a plantar un campo de pitch and putt, que es como un golf para tiempos de crisis, o para deportistas con hernia. El nombre del deporte no es muy afortunado que digamos. Es perfecto para un club de carretera, pero no para un antiguo balneario. A ver qué joven dama va a tomar las aguas con sus gasas vaporosas a un lugar donde se practica el pitch and putt. Otra cosa es que al lado pongan un centro comercial, claro. Los golpes del pitch and putt (que, al ser un golf reducido, tampoco pueden ser pelotazos de largo alcance) estarían entonces más a tono.
En fin, otra ruina que se nos va. Esta ya se fue hace tiempo. Se fue con las mesas de camping y los Seat 600, allí se quedaron las paredes desdentadas y las libélulas que sobrevolaban el estanque. Y por allí se quedó, antes, la estación del tren minero, que hace dos años yo borré del mapa por motivos poéticos, una vez que las obras ya la habían borrado por motivos urbanísticos. Tuvieron mala suerte estos baños, cuando se dejaron pudrir a medida que sus aguas se contaminaban y cuando, tiempo después, en la era del Aleph, resulta dificilísimo encontrar vestigios del edificio entero, de las épocas en que los balnearios eran como catedrales epicúreas, los vahos resbalaban sobre azulejos historiados y los cuerpos languidecían junto a las estatuas griegas. Antes de la guerra las familias se trasladaban a estos baños a pasar meses enteros: los criados preparaban la intendencia en las cocinas, todos los días una orquesta amenizaba los crepúsculos, los bañistas tomaban sales minerales en veladores de mármol con búcaro azul.
Ahora, por el sesudo informe técnico que vi publicado (una de esas informaciones abrumadoras que se tapan con su propia encarnadura, todo lleno de siglas inversoras y de números redondos), la cosa no huele mucho a un mundo de toallas perfumadas sino a los acaloros del pitch and putt. Y no es que sea culpa de los tiempos, porque la estrategia golfista ya nos parece cosa de otra época. Las grandes operaciones urbanísticas en lugares históricos so capa de un anciano con pantalones de cuadros nos resultan ya más antiguas que las Termas de Caracalla. Estamos seguros de que en los campos de pitch and putt nunca crecerán los cardos y el centro comercial será un gran hito de la arquitectura termal, tan exquisita, y no una grande superficie de secano.
Diario de Teruel, 26 de febrero de 2009

17.2.09

Alwin Kuhn

Antes los libros de ciencia estaban escritos de otra manera. Acaba de aparecer la primera traducción al castellano de Der hocharagonesische Dialekt, El dialecto altoaragonés, de Alwin Kuhn, cuya versión original data de 1935. Este “mito por excelencia de la bibliografía sobre el aragonés”, en palabras de los traductores, es accesible ahora en esta cuidadísima edición de José Antonio Saura y Xavier Frías que publica Xordica.
Cualquier interesado en la lengua aragonesa sabe de qué libro se trata y su condición de imprescindible, pero a mí me interesaba copiar aquí los dos primeros párrafos de la introducción, un modelo de precisión entre tacítea y ferlosiana.

El objetivo del presente estudio atiende a la investigación lingüística del ángulo noroccidental aragonés, que, flanqueado al oeste por el vasco, al norte por el persistente bearnés, difuminándose al este por tierras de Sobrarbe y Ribagorza en los dialectos mixtos y de transición con el catalán, y presionando finalmente al sur por la poderosa avalancha del castellano, está claro que lleva aún hoy aquí y allá una robusta vida propia en sus altos valles, pero, en general, lucha a duras penas por una existencia cuya última fase –como sucede con más de un viejo dialecto- vemos expirar ante nosotros.
Esta investigación, además de constatar la vitalidad actual del viejo idioma aragonés –aspecto en sí mismo interesante-, debe mostrar las imbricaciones y afinidades de carácter étnico, cultural y lingüístico que vienen operando aquí desde época remota, debe vincular de modo aún más exclusivo el catalán –una vez más- a la Iberorromania, debe hacernos patente la íntima conexión que desde el punto de vista fonético, morfológico y sintáctico enlaza el suroeste francés, la antigua Aquitania Íbera, con el norte de Iberorromania, en particular con su territorio nuclear y espina dorsal, la cordillera pirenaica, que hoy como antaño sirve de refugio en toda su extensión a los pueblos de la Península, a las antiguas costumbres y a la antigua lengua, en la lucha por su supervivencia, ahora frente al ímpetu nivelador de la civilización propagada por la autoridad estatal, así como de la indumentaria, los usos y la lengua ajenos que penetran en masa con ella.


Al Diario de Teruel, a propósito de la buena nueva, he enviado la siguiente columna:

Kuhn

Un día me metí un poco con los miembros de la Academia del Aragonés, y es una de las pocas veces, una de las dos o tres contadas veces en que luego he recibido reproches y reconvenciones, generalmente corteses aunque airadas. Fue a raíz de que el filólogo José Antonio Saura pusiera en solfa su legitimidad en un artículo que dejó huella. A partir de entonces me quedó bastante claro que el aragonés tiene casi tantos defensores como agitadores, más unos pocos espectadores.
Unos y otros han recibido ahora una excelente noticia de la que desde aquí me congratulo. Acaba de aparecer, publicado por Xordica, el más famoso estudio de conjunto del aragonés escrito nunca, El dialecto altoaragonés, obra de Alwin Kuhn, publicada en alemán en 1936 y que hasta ahora no se había traducido al castellano. Se habían fundado academias pero no se había traducido al castellano.
Kuhn insiste repetidas veces en estudiar al aragonés dentro de la Romania occidental. Hasta la publicación de este libro, los mapas lingüísticos saltaban del catalán al castellano sin solución de continuidad. Kuhn se ocupó de ordenar los vestigios, de auscultar su presencia real, y le buscó el rastro a ese “latín popular, innovador, más vulgar y diferente del propagado por las clases cultas de Andalucía”, desde su nacimiento bajo un puente romano hasta que perdió la batalla de las lenguas, y desde ahí hasta el mismo día en que Alwin Kuhn, subido en un burro, anotó un ingente material lingüístico como aquel que clasifica especies a punto de desaparecer.
Es una obra de ciencia sin concesiones, desde luego, pero está escrita como se escribían antes los tratados, con esa extrema precisión que se vale de todos los recursos del gran estilo, que mantiene la tersura y la elegancia sin escamotear su carácter exhaustivo, y por supuesto sin un gramo de propaganda. Para un espectador aficionado como yo, cualquier capítulo está plagado de fenómenos interesantes, y la lectura de su resumen de historia lingüística resulta una espléndida descripción de lo que la lengua aragonesa exactamente es. A partir de este libro, a partir de los libros que se siguen escribiendo con esta misma rigurosidad, se van montando luego las academias. Por cierto, la traducción es de José Antonio Saura y Xavier Frías. No lo había mencionado.

15.2.09

Peste de amor

La recreación teatral de la leyenda de los Amantes ha ido nutriéndose de las épocas y los estilos. Ha imaginado exotismos históricos para la ausencia de Diego y parlamentos clásicos para los momentos de más dramatismo. Hay, sin embargo, unos pocos detalles intocables, sobre todo uno, el hecho de que la muerte fuera causada por el sentimiento y por ninguna otra enfermedad o herida. La causa mortal de ambos es el disgusto, en el caso de él una desesperación que en ningún momento atiende a la rueda de la fortuna y al futuro que les queda, a confiar en su juventud y en el amor de Isabel, si es cierto que el amor lo vence todo.
La actitud dramática de Isabel es más fácil de justificar. No hay futuro en un cadáver. Eruditos de diversas épocas se han afanado en probar que morirse así es científicamente posible, pero no hacía falta que se hubiesen molestado. Es verosímil, y con eso basta. Isabel muere acosada por las Erinias vengadoras, que devoran el alma de los arrepentidos. Es la tradición, el respeto, su nulo derecho a decidir, la obligación de ser celosa en extremo con los plazos, la incapacidad romántica de escapar por la ventana, esa contención tan realista de la mujer que guarda un secreto como quien esconde una infección. La tragedia de Isabel la lleva a enceguecer, trastornarse y arrepentirse, que es lo que hacen todas las heroínas trágicas, en un plazo angustiosamente breve. Pero después de tanto reprimirse, todo sucede con cierta naturalidad, y su momento cumbre, su monólogo desgarrador debe ser siempre el de los momentos previos a presentarse en el velatorio vestida de negro.
El papel de Diego es más complejo. En él la muerte por amor no acaba de quedarme clara. Falla el poder evitarlo. Falla la posibilidad de sustraerse a la tragedia. Tal y como están las cosas, Diego no muere solo por amor sino por su carácter impaciente y asaz posesivo. Podría haber sido de otra manera (más cauto, más astuto, más sanguinario, más bondadoso y más cruel) y la tragedia no habría sido entonces tragedia. Se podía evitar, y las tragedias son tragedias porque no se pueden evitar. Para solucionarlo, Tomás Bretón hizo que Diego matara al marido de Isabel y después se suicidase, aunque lo más común, desde Juan Pérez de Montalbán hasta Hartzembush, dos siglos después, es que apareciese la otra (Elena, Zulima), según el modelo del Tristán e Isolda que sin embargo aquí no funciona tan bien, ni tampoco es posible.
Hace diez o quince años circuló por los ambientes teatrales de la ciudad una adaptación que se tomaba en serio este problema. Creo que es la única versión que he leído en la que la muerte de Diego también es inevitable. Y es curioso porque se consigue buscándole una causa real a esa muerte, y el efecto es que ya no importa que Diego sea más o menos astuto. No hay nada que hacer. Diego ha contraído la peste en sus años de viaje. Es un Ulises que llega tocado. O bien la contrae al llegar, no recuerdo bien. El caso es que, consciente o no, camina hacia la muerte que le espera.
La idea era demasiado audaz para las restricciones de la leyenda, pero creo que bastante útil y respetuosa con los cánones de la tragedia. Con apañar unos versos de Lucrecio habría bastado. El amor es la peste, Diego se contagia de amor, los miembros se le contraen y una sed infinita devora su alma, el mundo se derrumba en su cerebro y no quedan estímulos para que el corazón le funcione. Lo trágico es que sea el cuerpo, no el alma, el que reaccione así. Si hacemos a Diego consciente, le añadimos el drama de ser discutible.

12.2.09

Voz

Si por algo me gustó la presentación del Kindle 2, el nuevo modelo de libro electrónico de Amazon, fue porque corrió a cargo de alguien de tan poco remilgo como Stephen King y porque al día siguiente ya se había generado una nueva paradoja de la que intenta sacar tajada el sindicato de la propiedad intelectual.
Resulta que este chisme puede leer en voz alta lo que está escrito, no sé si con voz neutra de gasolinera o con la voz modulada y quebradiza de los locutores buenos. No sé si será un programa que lea o una grabación incorporada, ni si hay un programa que pueda codificar el arte de leer en público. En el primer caso, el del lector sin alma de los anuncios de la Renfe, podríamos leer buena parte del realismo cutre y del Boletín Oficial, amén de los prospectos para medicinas, pero me temo que las fábulas de Góngora iban a quedar un poco sosas. Y el segundo caso ya lleva décadas inventado.
El problema legal (la tajada que se olfatea) consiste en que hay quien está empeñado en demostrar que leer una obra literaria en voz alta es un uso indebido de los derechos de autor. Algo que, de funcionar bien, es decir, de no ser leído por un fantasma con hipo sino según las complejas modulaciones que nos hacen entenderlo todo, sería extraordinariamente regenerativo, y no porque permitiría leer cualquier cosa con los ojos cerrados, que eso ha ocurrido siempre, sino sobre todo porque dejarían de pasar por grandes obras todas aquellas que no se entienden cuando las escuchas leídas por otro. La cantidad de broza que hay que quitar para que algo se entienda de viva voz sin torturar la atención del oyente iba a dejar nuestras librerías la mar de descongestionadas.
De todas formas, el libro sigue siendo un objeto perfecto. Hace poco le hice caso al plasta de Muñoz Molina y me puse a leer el Diario de un naturalista de Charles Darwin. Es un libro de ciencia cuya bellísima prosa lleva la voz incorporada. De inmediato se te instala en el cerebro un venerable científico que te susurra los secretos de la tierra y que, al contrario de los locutores del La 2, no te produce una plácida siesta sino que te teletransporta. Igual que hay poemas que no sufren con las traducciones, hay libros como este que pueden hasta con la voz sintética de un muerto. Sus letras están vivas. No hace falta pronunciarlas en voz alta para que se adapten a cualquier oído.

Diario de Teruel, 11 de febrero de 2009

7.2.09

Galdós, Miau


Ya es casi un tópico literario decir que Galdós no quedó satisfecho con esta novela pero que sus contemporáneos la saludaron como una de sus mejores piezas. Es difícil escribir algo después de Fortunata y Jacinta y quedar contento, a no ser que se pretenda un refrigerio, una obra menor, que no es el caso. Miau es de la talla de novelas como La desheredada o El doctor centeno, es decir, la crónica de un derrumbamiento, de una locura provocada a partes iguales por la ingenuidad y por la claridad de ideas. Lo que no está claro aquí (y en las otras dos novelas sí lo estaba) es si Villaamil es o no el héroe absoluto. Villaamil tiene un destino literario paralelo a su destino vital. El mundo lo desprecia, pero resulta que el lector se siente también inclinado a despreciarlo en favor de otros personajes que lo acompañan como reprimiendo su condición protagonista. Es como si todos hubiesen rebajado sus pretensiones dramáticas para que el pobre Villaamil luciera más. Villaamil nos produce lástima, que es lo peor que puede producir un héroe. Ni Alejandro Miquis ni Isidora Rufete nos la producían, si partimos de la base de que no es lo mismo la lástima que el compadecimiento. La lástima se funda en el desprecio, y el compadecimiento en la comprensión profunda. En el fondo despreciamos a ese iluso (con las citas pertinentes del Quijote) que quiere introducir el income tax y todos se le ríen, que busca cita con el ministro y todos se lo espolsan. Este fracaso de hombre se sostiene por su bondad, y por una clarividencia que sólo aplica a los asientos contables (como Feijoo, por cierto) pero no a la vida real. Villaamil podría redimirse literariamente de su sórdida condición vital, gastar mejor humor y no exhibir ese tormento permanente, ese mal (tan español, por otra parte) de considerar que el destino es uno y nada más que uno, y que si te echan de la oficina es imposible buscarse la vida en otra parte. El precio de desnudar un lamentable rasgo social es cargarse la altura del personaje. Habríamos disfrutado más de alguien capaz de burlarse del destino como Víctor Cadalso, un secundario que merecía muchas más páginas de las que tiene.
Este caso es peculiar. Víctor Cadalso es un gran personaje porque se rebela dentro del destino de niño perdis que le ha deparado Galdós y se revela como un tío listo, pero no un criminal. Cualquiera se casa con una loca como Abelarda. Al principio creemos que además es un sablista, pero aquí Galdós está magnífico: no es un gorrón sino todo lo contrario: el método que tienen las mujeres de la familia para llegar a fin de mes. Podemos juzgarlo moralmente, pero el juicio vital es mucho más evidente porque se trata de un tipo que sí sabe torear con la Administración. Por momentos llega a parecernos el único cuerdo de toda la novela. A pesar de que al final Galdós trata de exhibir su condición desalmada cuando lleva a su hijo con la tía Quintina, la verdad es que tampoco nos parece tan monstruoso. El mundo de las miaus tampoco es ninguna bicoca.
Este Víctor Cadalso es de la estirpe de los personajes positivos, una mezcla de la tradición alegre y desprendida de los Miquis, del amor a la vida galante de José María Bueno de Guzmán; no es tan cabrón como Juanito Santacruz, ni tan irresponsable, ni tan estúpido, pero tampoco tan previsor como Augusto Miquis. Es un tipo que lo ha entendido. Se casó con la madre del niño Luis, hija del pobre Villaamil y hermana de la loca de Abelarda. En esa locura genética falta la esposa muerta, hierven los rencores por haber rehecho su existencia, la hermana de la muerta está secretamente enamorada de su cuñado. En fin, en ese potaje folletinesco Víctor exhibe cierta sanidad mental. Las mujeres de la casa solo piensan en ir al paraíso del teatro, el cabeza de familia es un pobre hombre que no acaba de cobrar la pensión, y al niño le dan vahídos por la calle y en sus ausencias ve a Dios.
El niño. Hay algo mortuorio en ese niño. Galdós lo sabe. El niño, medio ángel, medio mártir, se nos anuncia como una muerte patética, como son en las novelas las muertes de los niños, un poco para compensar ese cansino vía crucis de Villaamil que de vez en cuando se enreda un poco demasiado en sus delirios de papel de oficio. Galdós procede por manchas de color, y eso se percibe muy bien leyendo el esbozo de cuarenta páginas que precedió a la redacción definitiva. Las manchas de ácaros y covachuelas tiñen de gris la novela, y la imagen un poco límbica del niño le da una cierta palidez. En casa de las miaus sólo se percibe mugre, roña emocional. Da la sensación de que el único que se muda todos los días es Víctor Cadalso.
La objeción que yo me imagino se hacía Galdós debe de venir de que no confió desde el principio en que Villaamil pudiera sostener él solo la novela como la sostiene Alejandro Miquis en El doctor Centeno. Sembró a su alrededor dos o tres personajes secundarios y un coro de figurantes como el de la oficina (cómo me recuerda a la oficina de Valle-Inclán) o como el Ponce, el pretendiente de Abelarda, la buena estúpida persona. Pero a esos tres secundarios (el niño, Víctor y Abelarda) les adjudicó un conflicto mucho más interesante que el de Villaamil, que finalmente lucha lejos de todos, en una escena pastoral también muy quijotesca, a reivindicar su desgraciado protagonismo.
En el peor de los casos, el fallo de Galdós fue construir personajes demasiado buenos. Menudo fallo.

4.2.09

Cercanía

“José Antonio Labordeta es la personalidad aragonesa más importante de los últimos 30 años”, dice Eloy Fernández Clemente en el espléndido documental que se estrena el próximo sábado en el Cine Maravillas. Quizá sea la única frase grandilocuente de todo el sosegado, diáfano, cercano trabajo de José Miguel Iranzo sobre un guión de Joaquín Carbonell. Pero da la sensación de que el documental ratifica ese maximalismo raro, y no en el sentido de que Labordeta se haya labrado suficientes méritos de todos conocidos, sino porque está bien que la imagen de un aragonés sea esa: áspero y cordial, seco y generoso, capaz de aplicar la sorna a los demás porque sabe aplicársela a sí mismo, individualista y tolerante, directo y respetuoso, con ese rajo que nace de la propia timidez y que redunda en eso tan vidrioso que se ha dado en llamar nobleza, y que yo prefiero llamar naturalidad.
Labordeta impuso la estética de la tradición por encima de la estética tradicional. La boina podía ponerse en más posiciones que la encasquetada de la tierra pobre y la ladeada de las almas requetés. Estaba también la boina de ala, la txapela, la boina Che, incluso la boina parisina de Brassens. Por todas esas boinas, con la mirada del que está muy concentrado en escuchar, va transitando el documental de Iranzo entre recuerdos concretos, momentos narrables, materia de conversación. No hay lugar a la pompa ni al lloriqueo en el hablar tranquilo de Labordeta. Muchos nos hemos ido creando una imagen suya biselada, envenenada por el desdén hacia las hagiografías. Antes de ver este documental, una columna mía sobre Labordeta no habría podido evitar un cierto desapego. Ahora la sensación es la de haber estado con él, haber oído a un hombre que descansa. Pero Iranzo nos muestra entrevistas viejas en las que sin embargo el tono es el mismo, o sea que no es la sabiduría del invierno, sino una forma de ser.
Hay momentos muy emocionantes en este documental. Y muy pocos, por lo que a mí respecta, tienen que ver con la nostalgia sino con esa caligrafía de rara fluidez, nítida y profunda con que Iranzo nos los escucha. No sé si a Labordeta lo han retratado así alguna vez ni si alguna de sus casi demasiadas apariciones públicas estaba tan perfumada de coherencia. No sé si alguien lo había mirado con tanta verdad.


Diario de Teruel, 5 de febrero de 2009

28.1.09

Calzoncillo

En la escuela entrábamos un poco antes porque había una cosa que se llamaba Reflexión y que duraba un cuarto de hora. Solía ser una charla a la que nadie hacía caso salvo que el profesor encargado fuera gracioso. Algunos profesores tomaban ese tiempo como una oración en prosa que todo lo más que conseguía era volvernos a dormir, y otros lo emplearon como un cursillo de urbanidad. Hubo uno que nos estuvo leyendo durante todo el año un largo poema lleno de ripios en el que a base de pareados se decían cosas como que había que cambiarse todos los días de calzoncillo.
¿De qué sirvieron aquellas gotas de doctrina cada día? Es posible que fuesen una lluvia fina que penetraba en nuestros cerebros sin que nos diésemos cuenta, pero el caso es que de las homilías matutinas no me acuerdo de nada. Yo sólo me acuerdo del poema de los calzoncillos. Ya entonces había sensibilidad y escrúpulo y todos los alumnos nos mudábamos a diario motu proprio, pero siempre había algún elemento retostado que no se había dado cuenta. Y, en verso o en prosa, había que decírselo.
Los tiempos cambian y también los calzoncillos, pero siempre hay que decir algo al que no se ha enterado. Las reglas de urbanidad no son de izquierdas ni de derechas. El amor propio y el respeto al prójimo tampoco, ni mucho menos lo que pasa en el mundo. Alguna vez he comentado que la Educación para la Ciudadanía es como enseñar a la gente a leer el periódico, a leer varios periódicos, a hablar del mundo real. A mí entonces me parecía inverosímil que alguien no se cambiase todos los días de calzoncillo como a algunos les puede parecer ahora que un alumno no sepa distinguir los derechos de los prejuicios. Aunque también hay padres que piensan que sus hijos se chupan el dedo, o que los profesores de sus hijos son tan sectarios como ellos y no necesitan dar clases de urbanidad ni orientan sus enseñanzas a la vida real. Y también hay políticos gazmoños y asociaciones meapilas, ángeles patudos y caballeros de mohatra que intentan payasadas como la de la Comunidad Valenciana. Y santurrones que aún confían en esa educación en la que está prohibido hablar de todo lo que tenga algo que ver con calzoncillos. Eso es lo que les dijo ayer el Tribunal Supremo, que practiquen un poco la higiene mental.

Diario de Teruel, 29 de enero de 2009

24.1.09

Geórgicas II, 3



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3. Proemio B, vv, 35-46

Conque vamos, labradores, ea, aprended
el cultivo que se aplica a cada especie,
y domad frutos silvestres con el laboreo,
y no dejéis tierras baldías. Luce plantar
viñedos en el monte Ismaro, y el gran Taburno
vestirlo de olivares. Y tú, oh Mecenas,
honra y prez, primer gran responsable de mi fama,
guárdame, conmigo las faenas emprendidas
ven a navegar, surca el mar a toda vela.
No pretendo enteras abarcarlas con mis versos,
no, ni aunque cien lenguas tuviera, bocas ciento,
y mi voz fuera de hierro. Ven aquí, ampárame,
léeme la costa desde la primera playa,
la tierra queda a nuestra mano. No con rodeos
te voy a entretener ni con exordios largos,
no con fábulas poéticas he de tenerte.

21.1.09

Oratoria

Nuestra Europa escolástica perdió hace mucho tiempo el sentido de las cosas, el valor de las palabras que significan cosas. Si uno escucha un sermón en una iglesia católica, o en un parlamento europeo, lo más normal es que se aburra: los conceptos se siguen con docta parsimonia y el orador no siente la obligación del enardecimiento, de lo que los retóricos antiguos llamaban mover a la concurrencia, emocionarla. Ya en el discurso que Obama pronunció en noviembre, nada más ganar las elecciones, llamaba la atención el tono casi gospel de algunos pasajes que más que parte de una arenga parecían un salmo responsorial. Uno se imaginaba una iglesia evangélica con todos los fieles alzando los brazos al techo, cerrando los ojos y moviéndose a compás. Y eso era lo emocionante. No sólo utilizaba un lenguaje y unos métodos bíblicos por razones religiosas, sino porque la técnica oratoria de la Biblia sabe hurgar en las entrañas.
El discurso del martes tuvo esa nitidez del hablar sagrado, aquel en que, como decía Galdós, “la frase parece producto inmediato del hecho que la motiva”, toda llena de metáforas cercanas, el viaje, el látigo, el Oeste, con alusiones a las granjas y a las aguas, a los cuerpos desnutridos y a las mentes sedientas, incluso a desiertos lejanos y montañas remotas, algo que en España suena a Aznar y sus pomporrutas imperiales, pero que en Obama se elevó hasta el tono de refundación que tuvo todo el discurso, como si hubiera que volver al viejo Lincoln para restaurar el sentido de la patria. Han sido muchos años de secuestro neocón de la palabra libertad, de modo que volver a los padres fundadores era, también, volver a estas verdades simples, de oficio dominical, que se abrazaban al mito del colono en alternancia con las manos en carne viva. Si en noviembre fue un discurso gospel, el del martes fue un discurso country-soul. Sólo con retórica de altar se puede hablar así de las energías renovables (“aprovecharemos el sol, los vientos y la tierra”), y solo con esa fe en las palabras tangibles pueden escribirse fragmentos épicos tan hermosos como éste: “La capital estaba abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve estaba manchada de sangre”. Es la literatura, no el sermón, lo que nos conmueve. A ver si nos aplicamos el cuento, que tenemos unos curas y unos políticos que son unos verdaderos plastas, y de la Biblia sólo aprenden las coartadas.

Diario de Teruel, 22 de enero de 2009

19.1.09

Geórgicas II, 2

2. Propagación de los árboles, vv. 9-34
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.Varia es Natura en la crianza de los árboles,
pues germinan unos de espontáneo modo
sin que el hombre los ayude, y colman adunia
los ríos sinuosos y los campos, como sucede
con el mimbre cimbreño y la retama pegajosa,
el chopo y el sauce de follaje verde y cano;
otros más bien brotan de semillas esparcidas,
como los altos castaños y el roble de Júpiter,
el más frondoso de los bosques, y las encinas,
que se tienen por oráculos entre los griegos.
Densa mata en otros desde la raíz pulula,
como pasa con los olmos y con los cerezos;
y también de pequeño el laurel del Parnaso
se cobija bajo la gran sombra de la madre.
Estos métodos nos dio Natura en un principio,
por ellos verdea todo género de selvas,
de bosques sagrados y de árboles frutales.
Otros hay que encontró el uso en su camino:
el uno plantó esquejes en los caballones
desgajándolos del tierno cuerpo de la madre,
el otro entierra vástagos en el sembrado,
varas hendidas en cruz, estacas puntiagudas.
Otras plantas piden los mugrones en acodo
doblegados, vivos en la tierra sus planteles.
Otras ni raíces necesitan, y el podador
si hay que poner puntas de ramón no titubea,
y de ese modo devolverlas a la tierra.
Hasta en los troncos cortados, hecho asombroso,
de un leño seco brota una raíz de olivo;
y a menudo vemos convertirse sin peligro
las ramas de unos árboles en las de otros,
y el peral mudado dar manzanas injertadas
y encarnarse todo de ciruelas el durillo.
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Copio también aquí el fragmento correspondiente de la que pasa por ser la mejor traducción de las Geórgicas, la de Miguel Antonio Caro.
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En modos diferentes, lo primero
por virtud natural las plantas brotan.
No de humanas industrias obligadas,
mas por sí vienen unas, y a lo largo
campos invaden y errabundos ríos:
así el ligero mimbre, y las flexibles
retamas; así el álamo, y el sauce
de verdicanas hojas coronado.
De yacentes semillas nacen otras:
los castaños erguidos,
y el ésculo, gigante de los bosques,
a jove dedicado, y las encinas,
cual oráculos ya de Grecia honradas.
Otras por la raíz se multiplican
en densa muchedumbre de renuevos:
olmos, cerezos, y el laurel de Apolo,
que tierno se alza a la materna sombra
del tronco protector. Sabia Natura
desde era inmemorial por modos tales
al nacer de los árboles preside,
cuantos la tierra pueblan,
agrestes selvas y sagrados bosques.
Allende de esto hay árboles que trajo
oficiosa experiencia a su servicio.
Uno en surcos renuevos deposita
que a la cepa matriz su mano saca;
otros ramas entierra,
ya trozo herido en cruz, ya aguda estaca.
Tal árbol hay montés, que si rastreros
los vástagos le encorvas, toma creces,
y gozoso propaga
hijuelos vivos en su propia tierra.
No piden otros árgoles raíces,
Y viose al podador sembrar mil veces
puntas de ramas, y brotar felices;
y mil veces también (aunque imposible
referirlo parezca) por pedazos
plantósse un tronco, y germinar fue vista
la olivosa raíz del seco leño.
Y de un árbol los ramos,
el orden natural violando impunes,
en los de otro mudarse contemplamos:
trocadas peras el manzano injerto
por suyas muestra, y al cornejo duro
ves de ciruelas rojear cubierto.

14.1.09

Gabardina

Ya está todo resuelto. Ya se ha castigado al culpable. Quien durante dos años no se enteró de que un sujeto estaba sacando debajo de la gabardina tres mil documentos del Archivo Histórico de Teruel ya ha sido juzgado como responsable de una falta muy grave, y el castigo ha sido contundente y ejemplar: lo han trasladado a Zaragoza. Y porque Obama ha dicho que va a cerrar Guantánamo, que si no de todo hubiera habido.
Leo que en sustitución del réprobo (que va a recurrir) pusieron a José Luis Castán, cuya solvencia en el pastoreo de documentos está fuera de duda. Desde luego, y no sé si será por sus consignas, ahora las medidas de seguridad han aumentado: el otro día fui a buscar unos datos y a mi paso aullaban las sirenas, me metí por un pasillo que se llenó inmediatamente de fornidos guardas de seguridad y funcionarios con cara de susto. Las medidas son tan escrupulosas que no se me dejó pasar del descansillo.
El trabajo de archivero es de los más hermosos que conozco. Poco antes de preguntar en esta fortaleza me había pasado una larga y fructífera mañana en el Archivo Diocesano, al abrigo de la exquisita cortesía de don Samuel Valero, que en cinco minutos me puso delante de los ojos los papeles que yo buscaba y aún pudimos comentar el hecho sorprendente de que los documentos del siglo XV se conserven mejor que los del siglo XX, sobre todo los escritos con bolígrafo, muchos de los cuales ya no son más que una manchurrón azulenco en el que se han disuelto las palabras. Y lo mismo me ocurrió en el Archivo de la Diputación, donde personal de impecable competencia me dio todas las facilidades sin quitarme un ojo de la gabardina, como era su obligación.
No voy a dar aquí la murga con el valor de la archivística y así. Yo disfruto de la soledad del estudio, del aroma de los ácaros y de la tinta más duradera que el silicio, pero en los tiempos que corren no sé qué es más escandaloso, si el caso de la gabardina o el hecho de que nuestros archivos fundamentales no estén ya completamente digitalizados. Entre la guerra, la desidia y los de la gabardina, vamos a entrar en un olvido sin fisuras, en un país de lotófagos en el que habrá más evidencias de los diplodocus que de nuestros abuelos. Menos mal que los fondos antiguos de la hemeroteca están siendo digitalizados. Dicen que en abril ya podrán consultarse desde casa. A ver si es verdad.
Diario de Teruel, 15 de enero de 2009

8.1.09

Oveja













Varias asociaciones ateas están intentando contratar espacios de publicidad en autobuses urbanos y otros soportes igual de visibles con lemas como Probablemente Dios no existe, deja de preocuparte y disfruta de la vida. La iniciativa se ha topado, como era de esperar, con la bronca de asociaciones religiosas que acusan a los anunciantes de intolerable difamación, de agresión contra la libertad y de propalar “mensajes destructivos” en ciudades que cada dos por tres están cortadas para pasear a un santo, forradas de carteles marianos y ocupadas por edificios religiosos.
El cartel es de todo menos ofensivo. En efecto, y salvando los retruécanos de San Anselmo, es difícil probar que Dios exista. Es como si las asociaciones religiosas se limitasen a anunciarse como lo que son, creyentes de una fe, no propietarios de la verdad ni mucho menos instructores de moral alguna. Son muy cautos con el lenguaje los anunciantes, aunque por esa misma línea podrían colgar carteles igual de objetivos pero mucho más contundentes como La carnicería de Gaza se ha perpetrado en nombre de Dios; Todas las religiones se alimentan de cadáveres; El fanatismo religioso es una redundancia, etc. No sé si registrarlas, por si acaso.
Bien es cierto que los católicos, de un tiempo a esta parte, han perdido el gusto por la sangre. Benedicto XVI es homófobo practicante, pero de momento no llega a la delectación cruenta del castizo cardenal Segura. Y a pesar de todo periódicos católicos españoles saludan la salvajada israelí en Gaza como un acto de legítima defensa, y políticos de misa diaria alertan contra el “peligro para la paz mundial” del “estado terrorista” palestino. Hemos crecido en la idea de que la Biblia no amparaba el exterminio de los pueblos, el asesinato de inocentes o la alegría que produce a mucho fariseo ver cuerpos de niños reventados por las calles, y sin embargo vemos gente culta, rica y sensible que adora un libro en el que los individuos no son más importantes que los corderos degollables. Tampoco, por lo visto, los palestinos llegan a la condición de seres humanos. Visto cómo viven hacinados en su cárcel de Gaza, se diría que, a ojos de Dios (uno de ellos) ni siquiera llegan a la condición de ovejas.

Diario de Teruel, 8 de enero de 2009

7.1.09

El año de las luces

Es posible que 2008 haya sido el año de la rehabilitación estética de la ciudad, o como poco el año en que las autoridades hicieron lo posible por no cometer los mismos errores de siempre. La plaza del Torico espera los convenientes cálculos electorales para ser borrada de nuestra memoria y sustituida por un adoquinado que esté a la altura de su importancia como plaza principal de la ciudad. Ya ha pasado suficiente tiempo para que, según la célebre frase de Biel, la gente se acostumbrase a esa bisutería lumínica con la que se intenta embellecer lo que quizá no se considerase suficientemente bello en su momento, y también para que esa tontería más propia de un hipermercado de suburbio que de un centro histórico se haya hecho más vieja que los edificios que la soportan. Es de agradecer que la luz los desfigure, porque sería perceptible su sonrojo.
Fieles a su argumentario, las autoridades no han dado su brazo a torcer, pero el hecho de que la Plaza Amantes haya ido a parar a un estudio tan solvente como el de Linazasoro da la sensación de que han hecho propósito de enmienda. Es como si, conscientes de que les habían tomado el pelo con la Plaza del Torico, se hubieran esforzado en no caer en la misma vulgaridad. Desde luego hay más motivos para estar tranquilo y no esperar a que otra vez los juguetes virtuales deslumbren a las autoridades como a niños caprichosos y contentadizos, al menos a la luz de obras recientes de Linazasoro como la Biblioteca de la UNED o, sobre todo, el Centro Cultural de Lavapiés, ambos en Madrid. Y eso que los pasos previos en la rehabilitación no invitaban al optimismo, sobre todo si consisten en poner en valor el conjunto San Pedro-Amantes con un alero en la calle Matías Abad que tapa media torre o con ese edificio estilo caja de zapatos chapada con monótona caliza de Villalba que se ha dedicado a Oficina de Turismo.
Los ciudadanos no exigían nombres tan solventes y respetados como el de Linazasoro sino algo tan sencillo como el respeto al entorno y el uso estable de la vegetación. Nos hemos hartado de hangares de cemento y fuentes de catálogo, de floreros de hipermercado y un aspecto de mausoleo cutre que amenazaba con apoderarse de toda la ciudad. La verdad es que hubiera sido incluso deseable una moratoria en los desmanes, por lo menos hasta que veamos que sí es posible ser hermosos y modernos, agradables y respetuosos, umbrosos y paseables, algo que quizá se inició con la valiente negativa de la Comisión de Patrimonio a que se siguieran destrozando espacios públicos como los jardines de Fernando Hue. Es más, casi todas las últimas propuestas (civilizar un poco las laderas de la Ronda, adoquinar el Óvalo como es debido) han venido acompañadas de un marbete que en puridad no habría hecho falta: se reconstruyen las laderas para que no se vuelvan a hundir y se adoquinará (eso esperamos) el Óvalo para que no se vuelva a destrozar. La Plaza Amantes se construirá para que no siga siendo una ruina, e incluso se insiste en que la vegetación será de verdad.
De modo que, arquitectónicamente hablando, quizá lo mejor de 2008 es que no haya pasado casi nada, pero que haya cundido la convicción de que ya vale de mamarrachos y de materiales exóticos que alguien, sin tomarse la molestia de saber dónde van a ser puestos, elige por motivos que a los vecinos se nos escapan. Hace pocos días asistimos a la demolición del chamizo agrietado que durante décadas ocupó el lugar de un mercado histórico. Tampoco en este caso esperamos demasiado, pero quienes se responsabilicen de su ejecución saben que la época de tragarse aparcamientos grises como si fueran obras de arte ya ha terminado. Nos favorece, además, que el Estado se haya lanzado a la obra pública, un buen momento para que nuestros próceres dejen de hacer el ridículo con sus contrataciones y empleen a ciudadanos en recuperar los lugares de siempre, empezando por el asilo modernista, antes de que el padre Muneta se canse de predicar.
No creo que a ningún político se le ocurra presumir ya más de adoquines hindúes que se descascarillan con mirarlos ni de bochornosas parameras desabridas como la Glorieta. Todavía falta tiempo para que la nueva Plaza Amantes marque una pauta nueva. Entretanto, con plantar árboles de verdad, no macetones del Carrefour, ya tendríamos bastante, pero también es tiempo de que cada obra nueva pueda presumir de permanencia, y nosotros de una plaza que entregamos a la ciudad convencidos de que ha de conservarla para siempre.
Diario de Teruel, 3 de enero de 2008

17.12.08

MATERIALES NATURALISTAS 1

Juan Carlos Navarro














Termita

No sabía yo que “las termitas suelen tener sus nidos en las raíces profundas de árboles viejos que no fueron extraídas en el momento del corte de los troncos”, según leí en la información sobre la plaga que devora Villafranca del Campo. Hermosa metáfora. Incluso puede suceder que las termitas nacidas en la raíz de un árbol cortado se coman la viga que sacaron del tronco para el techo de un pajar. El caso es que Villafranca está en perdición. Un barrio entero carcomido, el sonido de la ruina por las noches, esas microrroturas de los maderos que van del crujido de solo un par de notas al derrumbamiento de los cañizos y el picor extraño que te entra cuando ves en el aparador un agujero de carcoma. Menos mal que hace mucho frío, y por lo menos se quedarán metidas en sus cuarteles de serrín, antes de que afloje el temporal y salgan al ataque de las otras casas del pueblo. Para cualquier nevada llaman al ejército y en Villafranca tendrán que asistir a un espectáculo desolador, y ya no me refiero a las termitas, que son, como decía el artículo, insectos sociales, sino a las puertas podridas, a las camas atacadas por los bichos, que suelen ser la señal del abandono, el principio de la nada. ¿Y si llegan las termitas a los bancos de la iglesia? ¿Y si se cuelan en el salón de plenos? Los vecinos tendrían la desasosegante sensación de seguir en el pueblo cuando el pueblo ya se está comportando como si todo el mundo se hubiera ido.
No puede ser que el Gobierno de Aragón o la Diputación Provincial o la Comarca del Jiloca o la Consejería de la Carcoma no tomen cartas en el asunto. Un pueblo con osteoporosis y sin derecho a la Seguridad Social maderera es un intolerable síntoma de tercermundismo, máxime teniendo en cuenta los agravios de otros pueblos que presumen de ser más bellos. Esa discriminación por razones estéticas está ya a un paso del feudalismo. Por muy hermosa que sea la venganza de los troncos, no debe de dar nada de gusto vivir entre maderas con vida propia. Eso sí, a ver si es posible que encarguen la fumigación a unos técnicos algo más solventes que los que pusieron las luminarias en la Plaza del Torico, porque de lo contrario nos van a salir los termes a todos por las orejas. Esto va a ser la marabunta.

Diario de Teruel, 18 de diciembre de 2008

13.12.08

Geórgicas II, 1

1. Invocación, vv. 1-8












Hasta aquí ha sido el cultivo de los campos
y los astros del cielo; a ti, Baco, ahora,
te cantaré, y contigo a los brotes silvestres,
los hijuelos del olivo, que crece despacio.
Ven aquí, oh padre Leneo, que de tus dones
aquí todo está lleno, y por ti florece
el campo preñado de pámpanos de otoño,
y en cubas repletas espuma la vendimia.
Ven aquí, oh padre Leneo, de vino nuevo
mancha descalzo conmigo tus piernas desnudas.
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