Mostrando entradas con la etiqueta La selva oscura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta La selva oscura. Mostrar todas las entradas

19.12.13

Rapsodia o centón


La tercera novela de la trilogía La selva oscura quizá sea la menos interesante para lo que íbamos buscando. El conjunto, a partir de la sorprendente La familia de Errotacho, es de una especie de desmoronamiento narrativo. En El cabo de las tormentas la trama ya se había disgregado en centones hilvanados con los viajes de Fermín Acha y el matrimonio Vidart, Míchel y Anita, una pareja sonriente, anuente, y más atrezzo que otra cosa. El inteligente, el ocurrente, el capitán tan es Fermín Acha, que en Los visionarios los lleva en un Ford-T a recorrer Andalucía en los primeros días de la Segunda República.
               El problema (para mí) de esta novela es que se trata de un documento excepcional para saber lo que Baroja/Fermín opina de los Borbones en general y de Alfonso XIII en particular, al que pone tibio, pero también de los republicanos de nuevo cuño, de los revolucionarios al calor del hambre, de los arribistas y de los mangoneadores. Al Borbón, nada más empezar, lo llama inútil y cobarde sin descanso y de todas las formas posibles, egoísta patológico, soberbio, mentiroso. Una perla. El sarcasmo amargo sofoca la escena de chimenea en que transcurre la conversación, en las habitaciones de la vieja condesa de Zorita, que está muy delicada. Participan el pusilánime marqués y su hijo Roberto, idealista de derechas y un duque, primo del marqués, algo más morigerado. “¿Qué ópina usted de la caída de la monarquía y del triunfo de la República?”, pregunta el marqués a un doctor “muy famoso” que ha examinado a la marquesa y charla un rato con los familiares, mientras ella descansa. En ese momento empieza la entrevista con Baroja sobre la monarquía y el triunfo de la República que no solo anegará esta primera parte sino casi todas las demás.
               Los comienzos de los capítulos (en libros los divide aquí Baroja) nos ilusionan por lo que tienen de libro de viajes, de descripciones de tipos y de paisajes. La visión andaluza de Baroja es bastante inclemente, desde luego. Lo andaluz per se y lo andaluz por contagio, porque hasta el Rinconete y Cortadillo le parece “una cosa falsa, inventada, que no tiene realidad ninguna, pero que produce el entusiasmo de estos amanerados y bizantinos eruditos españoles”. Con Zurbarán ya es otra cosa (“¡qué manera de ver la realidad más irreal!”): lo llama visionario y habla de un “realismo alucinado”, un poco como treinta años antes se hablaba de El Greco, en los tiempos de Camino de perfección.
               En todo caso, la entrada en Andalucía es muy hermosa, y la página que de vez en cuando le dedica a los paisajes, pero todo consiste en sacar actores del conflicto, exagerados hasta que se ajusten a las ideas del autor. Naturalmente que hubo caciques como el repulsivo Don García, que cuando llegase la guerra se convertirían en bestias salvajes, y curas idiotas y pazguatos, como el cura de Castrillo, o fanáticos, como aquel cura con el que viajan al País Vasco para relajarse de tanta zeta, y revolucionarios ignorantes, amarrados más a la rabia que a la idea, o a una idea rabiosamente comprimida. Los casos que cuenta, entre pintorescas divagaciones sobre bandoleros célebres y escenas de librería de viejo, son ejemplos, exempla, y como tales hay que tomarlos si a uno no quiere decepcionarle el que no se detenga en ninguno más allá del somero argumento. Célebre es la crítica llena de mala baba que le dedicó Borges a este libro, un Borges, por cierto, más patriota que crítico, y que había leído las lindezas de Baroja sobre los americanos en Juventud, egolatría
               Borges no vio más que su propa ira, pero hay al final un episodio que obliga a repensarlo todo, La ruina de la casa de los Baenas, el más interesante desde el punto de vista narrativo. Sin dejar de ser un ejemplo más de la entrevista sobre el tema (más bien, sobre nuestra incapacidad racial para afrontarlo) plantea una situación compleja cuyos actores son cada uno de los tipos que ha ido antes despellejando uno por uno en distintos capítulos, el cacique, el señorito, el anarquista, el perdulario, etc., a los que ha reunido apara dar forma a una historia que lo contenga todo. Baroja viaja a Córdoba con su equipo (Fermín Acha y el matrimonio Vidart) y pegan la hebra en el jardín del hotel con un magistrado que entra y sale, que se sube y se baja de la novela igual que del tranvía, como dijo Julio Camba. Pero luego hay otro que conoce a unas señoras que hay en la mesa de al lado y a las que le pasó la historia con la que se remata el libro para que quede el sabor de haber leído una novela. 
               Una familia de postín, los Baena, se entrampa con un usurero, don Segundo. Este le pide, muy a lo Torquemada, para casarla con su hijo, a Milagritos Baena, que no quiere saber nada de un advenedizo como él. El usurero, en su papel más clásico, empieza a apretar el nudo, lanza una campaña de insidias contra los Baena, una página densa que con otra idea más folletinesca de la novela (a esas alturas Baroja ya solo creía en los resúmenes) habría sido más que suficiente para componer la novela entera. Cuando llega la república, el usurero, antes afiliado a la Unión Patriótica y “entusiasta del dictador”, y su hijo mayor “aparecen como republicanos radicales y amigos de los directores de la Casa del Pueblo”, con lo que la campaña contra los Baena empieza a serlo contra las familias linajudas, “explotadores natos de los oprimidos”.

               Se publicó en la ciudad una hoja llena de horrores y de calumnias, pagada por don Segundo, sobre todo contra los Baenas: el padre había sido un vicioso y un alcohólico; la madre, una hipócrita; la hija mayor, una loca histérica y lesbiana; a la menor se le había visto salir de una casa de citas con un militar forastero, y el hijo prostituía a las pobres muchachas que iban a servir a su casa.
               Estas hojas se mandaron a todas las casas pudientes del pueblo. por el momento, no hubo nadie que tuviera el valor de reaccionar contra la calumnia. Las tres o cuatro familias residenciales quedaron sometidas a la mayor humillación. A los Baenas ya los visitaba únicamente el cura, don Juan Castrillo, y algunos pocos amigos fieles casi de ocultis. Tal suele ser la cobardía de la gente de los pueblos.
               La plebe tiene en épocas revueltas la pretensión de ser infalible. Si elogia o abomina, siempre es con razón, y, aunque la injusticia sea palmaria, no la reconocerá de ninguna manera. La ciudad mordió el cebo echado por don Segundo y sus amigos. Parecía imposible hacer reaccionar la opinión. El pueblo creía que la campaña contra los Baenas era de pura moralidad.

               La cosa no acaba ahí. Muerto el patriarca de los Baena, la mujer y las hijas se tienen que marchar a un cortijo, La Solanilla, sobre todo porque el tonto del cura, don Juan Castrillo, organiza con ellas una especie de procesión de damas monárquicas y las pone a cantar, en el año 31, el himno de riego versionado:

               Pediremos a Dios que nos triga
un Borbón, un Borbón, un Borbón


               Claro que, al irse al cortijo, se topan con la otra parte del asunto. En esa misma Casa del Pueblo con la que simpatizaba el usurero vive otro amante despechado de Milagritos, pariente suyo, que se había convertido en “un revolucionario peligroso de acción y en jefe de la Juventud comunista”, quien seguramente, a pesar de haber dado su palabra, anda detrás de un ataque al cortijo del que las mujeres, madre, hija y sirvienta, deben defenderse a tiros como en las novelas de Jane Smiley. Al tiempo, se organiza una intentona revolucionaria, se prende una fábrica de harina y mueren dos revolucionarios, uno de ellos el amante despechado, al que, por su origen, llamaban El Señorito. Las mujeres huyen a Madrid, se quedan sin nada y Fermín se ofrece a buscarles un empleo. Milagritos aún suspira por El Señorito, el niño bien que se hizo revolucionario, igual que despreció al ganapán que se hizo niño bien. Fin del libro, fin de una buena historia que ha durado solo las últimas páginas de un libro de opiniones ácidas, como si Baroja, al terminar, quisiera dejar claro que si no ha escrito esa novela es porque no le ha dado la gana, porque habría que reescribirla, y porque sirve de corolario, de broche final. Baroja escogió el método del centón, mucho más acusado que en las otras dos novelas. No era decadencia sino quintaesencia. “La más declaradamente rapsódica”, dice Mainer en su biografía de Baroja. Es un modo de decirlo. 

14.12.13

Baroja revolucionario


La familia de Errotacho, primer volumen de La selva oscura, contenía dos historias que en realidad eran una sola, porque las dos encajan en el episodio del complot de Vera de Bidasoa: la primera, Gastón el contrabandista, sin salir del aldea, era una historia que recordaba los tiempos de Zalacaín; y en la segunda, La aventura de Cashcarin, se contaba, con mano maestra, la ejecución de los implicados en aquella sedición.
               Esa novela tendía los hilos en los que colgar las siguientes cinco historias que compondrían El cabo de las tormentas, también escrita en 1931: las conversaciones de Fermín Acha con el matrimonio aventurero de Anita y Míchel, cuando no con el doctor Arizmendi o incluso con un marqués cenizo y divertido, y, cómo no, la reaparición de Margot, el oscuro objeto de deseo de Arizmendi, convertida en enfermera y asistenta de una marquesa vieja.
               Las crónicas son independientes pero la historia es la misma, es decir, las excursiones, meriendas y cafés en las que Fermín Acha (Baroja) o alguno de sus contertulios (un general que se encuentran en un restaurante yendo a Guadarrama, o el revenido marqués) cuentan ante la sombra femenina de Anita y de Margot, que otra vez vienen a formar un dúo como aquel de María y Natalia en La ciudad de la niebla, es decir, una mujer sonriente y civilizada y adaptada a su tiempo como es Anita, y la cashera o la modistilla vivaz, racial, la Lulú, la Anthoni. En este caso es como si la Anthoni hubiera salido del caserío para estudiar enfermería en Madrid y pensara seriamente en convertirse en médico. Si la novela entera habla de procesos revolucionarios, el de Margot es el mayor de todos.
               La primera de estas cinco historias, Bautista, el sublevado, parte también de uno de los personajes de Errotacho, pero se centra, sin dejar apenas margen al relato, en la crónica de la sublevación en Jaca de Galán y García Hernández, según el método de Leandro Acha que nos gustó tanto en el primer volumen: la técnica de la reconstrucción de los acontecimientos a través de unos diálogos que muchas veces suenan a interrogatorio, como en las novelas de detectives. Es verdad que Baroja afila aquí la pluma contra curas y borbones y ni se preocupa por ahondar en los ideales sediciosos ni tampoco en darle a la ficción las riendas del relato. Baroja (Fermín Acha) no se disfraza:

El revolucionario no puede asustarse de matar en la lucha, y el que conserva el orden, tampoco; pero matar en el patio de una cárcel es una cosa cobarde y repugnante. Uno de los motivos de antipatía que tengo por nuestro momificado Borbón es que ha dicho que el suplicio del garrote es un suplicio benigno, porque no hace sangre. ¡Qué miserable hipocresía! ¡Qué espíritu de sacristán demuestra esto! Como si al que ejecutan le importara mucho que corriera o que no corriera su sangre. Se ve que nuestro Borbón, además de hipócrita, es tonto.
              
               Con respecto al héroe del relato, Bautista, una vez prestados sus servicios como testigo de los acontecimientos, Baroja lo manda, literalmente, a la Conchinchina, un recurso que emplea varias veces en estas historias y que tiene de malo que también lo emplea con Margot.
               La segunda historia, El contagio, procede de forma parecida. Cuenta la historia de Juanito Vélez, “un muchacho inteligente”, que, forzado por las circunstancias, acepta presentarse a unas oposiciones a policía y, llevado por su peculiar sentido común, acaba como agente doble, de la policía y de los revolucionarios de Barcelona. Su historia se sumerge en el descarnado relato del pistolerismo barcelonés y de la sanguinaria represión de monstruos como Martínez Anido, que es lo que a Baroja le interesa contar. En cuanto uno se mete en esta narración veloz, llena de tiros y de salvajadas y con una actriz famosa y un agente doble algo atontado, es imposible no acordarse de La verdad sobre el caso Savolta, que trata de lo mismo. Uno se sonríe cuando recuerda la de veces que ha leído que la técnica de Mendoza para contar el episodio consiste en la aportación algo desordenada de diferentes materiales y una narración lineal para terminar. Tema, método y, casi siempre, punto de vista es el mismo en las dos novelas, pero en la de Baroja es más crónica que novela, más argumento que relato. Mendoza tenía aquí un hilo del que estirar, aunque tampoco sería el único.
A veces da la sensación de que Baroja desguazase una idea general de novela en la que, por ejemplo, habría cabido sin problemas esta historia y la siguiente, La protección del Negre, para mi gusto la mejor de todas, quizá porque se centra más en el personaje. Pero el sistema es igual: en una excursión a Guadarrama de Fermín y Leandro Acha con el doctor Arizmendi, se cuenta la historia de un cura que, a su vez, cuenta la historia del Negre, aunque antes cuenta también un relato breve que es una de esas muchas joyas que uno se encuentra leyendo a Baroja: el empleado que fue condenado a muerte porque una redada lo cogió en el pueblo al que había ido a ver a su amante. Uno de los revolucionarios pidió que lo librasen, porque no no tenía nada que ver en el asunto, pero el pobre hombre, pensando en la que le armaría su mujer y en la que a su amante le armaría su marido, pidió ser ejecutado. “El juez, inmediatamente, puso en libertad a este hombre”.
El Negre es un pistolero revolucionario que recoge del orfanato al hijo de su compañero de lucha Oriol, y lo lleva de escondrijo en escondrijo hasta que ya ve cerca su propio final, lo manda a un colegio y le encomienda su cuidado al mismo cura al que le contó esta historia. Como retrato del anarquista cansado, el relato es magnífico, y yo creo que, bien mezclado con la historia anterior, habría dado mucho de sí. La selva oscura, es decir, todas las novelas cortas juntas, me está resultando un libro extraordinario, y forma parte de su interés la constante pregunta de por qué Baroja atomizaba las historias si los mismos materiales, dispuestos de otro modo, habrían dado una única novela monumental. Así por lo menos da la sensación de que lo entendió Mendoza.
La cuarta historia, Silencio, silencio, la más sencilla de todas, inventa un jesuita detective para investigar el crimen de Baizama, después de que unas señoronas aristócratas le presionasen para que se dejase de hablar de él en la prensa y de que él visitara a los encartados, pobres campesinos que sin embargo se negaban a defender su inocencia. El retrato antropológico de unos y otros es marca de la casa, pero la historia, quizá por su condición de crónica, se queda en nada, sin que se sepa qué demonios sucedió, estrangulada por la necesidad de silencio de los amos y la anuencia perruna de los esclavos.
Y en la última volvemos al principio, a Margot y sus pretendientes. Margot tiene que decidirse entre sus varios pretendientes. Uno es el hijo enfermo de la marquesa para la que trabaja, un buen chico en quien, por estrictas razones de eugenesia, Margot no ha puesto su mirada. Le tiene afecto y sería compañera suya, como dos hermanos que vivieran tranquilamente en algún hotel de París, como César y Laura en Roma, pero no como marido y mujer. El segundo, el pretendiente formal, es un estudiante de medicina valenciano, entusiasta de Blasco Ibáñez y de Sorolla, es decir, y para Baroja, un fatuo. Margot no lo quiere, pero supone que es el mejor casorio que puede hacer. El tercero, el imposible, es el cirujano para el que trabaja, un hombre desgraciado en su matrimonio, entusiasta de la medicina, con el que Margot habría sido feliz si hubiera sido posible divorciarse. En todo caso, es una quimera, y Margot, tan realista ella, y al mismo tiempo tan instintiva y racial, tan ibseniana de pueblo, se termina casando con Martincho, un amigo de cuando eran niños y jugaban en la arcadia de Errotacho, con el que se marcha a vivir a América.
Toda esta historia de Margot, tan interesante, ocupa el cañamazo de la crónica de la proclamación de la República, excepcionalmente contado, a pie de calle, viendo cómo arden los conventos, cómo la gente lleva notas antimonárquicas en la cinta del sombrero, cómo se asustan unos y se envalentonan otros, con una extraordinaria intensidad que, mucho más exprimida y con un gusto más tétrico y más bárbaro, Cela bordaría en San Camilo 36, aunque aquí me ha recordado mucho más a La defensa de Madrid, de Chaves Nogales. La descripción del tumulto, de las escenas de masas, de la confusión y de los gritos contradictorios no es un género fácil. Al leer Historia de dos ciudades yo me quedaba maravillado de cómo Dickens, con pocos personajes, podía mover a tanta gente y trasladar un carro atiborrado de acontecimientos, de rumores, de falsas alarmas, de gratas sorpresas, de tristes certezas.
Baroja (Acha) remata el libro juzgando con dureza tanto la monarquía de la que se ha pasado el libro mofándose ante el marqués y de la república que viene ahora. No cree en la democracia, al menos en las democracias a la española:

A mí el sistema representativo siempre me ha parecido una farsa, hecho, al menos, como se hace. Si cada dos o tres mil personas tuvieran un representante en unas Cortes regionales o comarcanas, eso podría ser algo; pero cada cincuenta mil personas un diputado, excluyendo mujeres, niños, militares y curas, eso no es nada.


               A más de un crítico pazguato habría que recordarle estas palabras. Baroja es otra clase de revolucionario. La revolución es que haya hombres viejos como Acha y mujeres jóvenes como Margot, que haya médicos como el prestigioso operador, no como el estudiante valenciano, que desaparezca la brutalidad y la incultura, y el despotismo de la demagogia, que el hijo de Oriol que cuida el Negre tenga derecho a un hogar y a una educación, que los campesinos de Baizama sepan defenderse y que no dejasen salir de la jaula a bestias inmundas como Anido. Baroja, como Dickens, quería una revolución basada en la piedad y el sentido común, pero Acha, como Baroja, sabía que eso en España era imposible.

12.12.13

Crónica y poética


No había leído La familia de Errotacho, primera entrega de la trilogía La selva oscura, pero estoy por pensar que tampoco la han leído los críticos, porque de lo contrario alguno, supongo, habría llamado la atención sobre lo mismo que me la ha llamado a mí: que, en parte, parece escrita por Cela. Ya sé que Cela sale con cierta frecuencia en estas lecturas barojianas, pero es que ni El asesinato del perdedor, ni Cristo versus Arizona, ni, en general, las novelas que escribió después de San Camilo 36, ni mucho menos el rimero de volúmenes que van de Los viejos amigos a El camaleón soltero se habrían escrito, afirmo, sin leer esta novela. No se parecen en todo, desde luego: la novela de Baroja tiene sentido, es una historia que se puede seguir, no es mera palabrería.
               Pero, aunque no fuese por esta menudencia de historiografía literaria, sorprende que por ahí no se haya celebrado el impresionante castellano de esta novela, ese juego, de raíz poética, que consiste en prescindir de las cohesiones anafóricas y darle a la prosa un aire sincopado, plagado de versos hermosos, pero que al mismo tiempo corre como el agua clara. Se podría escribir sin dificultad con este libro uno como ese que escribió Carver con fragmentos de Chéjov, Último sendero a la cascada, en el que se limitó a poner las frases una debajo de otra, en vez de una al lado de otra, y el resultado era de una fuerza poética fuera de lo común.
               La familia de Errotacho es una crónica de los acontecimientos –verídicos– que tuvieron lugar en 1924 en Vera de Bidasoa, en la frontera vascofrancesa. Un grupo de revolucionarios anarquistas, entre los que andaba Durruti, decidió acabar con la dictadura de Primo de Rivera y derrocar al rey Alfonso XIII, y planearon dos entradas simultáneas por los dos extremos de la frontera, pero lo hicieron tan mal que nada más entrar en España les esperaban los carabineros, que habían interceptado y descifrado las consignas pero no se molestaron en avisar al puesto de guardia de Vera. En una noche “negra como la tinta”, en la que “no se veían las manos”, los revolucionarios fueron cazados como conejos. El saldo lo resume así Baroja:

Entre los cuarenta o cincuenta que tomaron parte en la expedición de Vera hubo muchos cuyo final fue trágico. Dos muertos a tiros en el momento de la lucha, dos agarrotados en Pamplona, dos guillotinados en Burdeos, uno suicidado, uno despedazado por un tren, otro ahogado en una zanja, otro muerto en Barcelona a tiros con la policía y uno deportado y perdido en Cayena.

Los heridos que fueron presos resultaron en principio absueltos por un tribunal de Pamplona, en razón a que no se sabía si los causantes de las muertes de los carabineros habían sido ellos, porque era de noche y no se veía, pero un tribunal superior, con la aquiescencia personal del monarca, se saltó el rigor procesal y los condenó a muerte. Alfonso XIII siempre tenía mucha prisa por matar sediciosos. Con Galán y García Hernández no respetó ni los días de guardar.


               Todo esto, con preciso desorden y a velocidad creciente, nos lo narra Baroja tirando, sobre todo, de dos hilos. El primero es el del doctor Arizmendi, que indaga en los hechos y trata al final de que aquellos tres exaltados se librasen del patíbulo. También conoce a Manish, uno de los aventureros, que logró huir escondido en el pajar de don Leandro Acha, y cuya hermana, Margot, lo lleva loco, en un interesante inicio a lo Luis Murguía (un Luis Murguía casado y con hijos al que se le va el corazón por una muchacha) que acaba, nada más empezar, en agua de borrajas. Margot reaparecerá al final en una redención del doctor Arizmendi muy interesante con la que Baroja no quiso seguir.
Por otra parte, don Leandro Acha, erudito de aldea, cuenta (no escribe, él no quiere escribir, él solo cuenta) lo que sabe de aquel suceso revolucionario, lo que le han contado los vecinos, lo que ha dicho el periódico, las diferentes versiones sobre lo sucedido en la noche negra, sobre quién organizó la expedición, quién avisó a los guardias, quién dejó que la guarnición de Vera se quedara entre dos fuegos sin enterarse de nada, etc., todo, digo, con un fascinante desorden de detalles diminutos, cuajado de un lirismo frío, intenso, y un manejo del ritmo que ríete tú de los modernistas de salón. El relato de la ejecución de los dos presos (el otro se echa a correr y se arroja al vacío) es una obra maestra del arte de narrar, esa marcha sostenida y cargada de tensión con la que Baroja remata a veces sus novelas, escrita con una prosa deslumbrante, solo comparable a las mejores páginas de Solana, si bien en este caso está, además, rota de indignación. Baroja toma partido por los pobres vecinos engañados, no por el obispo repulsivo, por los mandos cobardes o por esos dos verdugos que para sí los hubiese querido Cela y que para sí los quiso Azcona. No me extrañaría nada que la idea de la película de Berlanga hubiese surgido de ahí.  
Dejo esta perla que así, aislada, igual podría haberla firmado antes que Baroja Solana o después de Baroja Cela, pero que, encajada en el relato de la ejecución, alcanza un nivel literario que no todos podrían haber conseguido.

Los verdugos comenzaron su trabajo. Dejaron sus cajones en el suelo. Sonaron éstos con ruido de chatarra; sacaron de las cajas unas piezas de acero bruñidas, brillantes, y las colocaron cuidadosamente en los postes.
Uno de los verdugos, el de Burgos, parecía algo zurdo; los dos tenían manos fuertes, con muchas arrugas, llenas de pelos; manos de gorila.
Después cada uno se sentó en el banquillo, probó en su cuello la altura del corbatín, y, tras de un tanteo, lo sujetó definitivamente. Luego el de Burgos engrasó los dos torniquetes y comenzó a hacerlos funcionar:
–Van como la seda –dijo, y se echó a reír.
–Siniestros personajes –exclamó el juez, en voz alta.
Mayoral, el de Burgos, mostraba deseo de hablar, y ensalzó las ventajas de su aparato. Producía la muerte por triple procedimiento: asfixia, estrangulación y descabello. La más importante de sus mejoras era una uña de sujeción del tornillo, mandada hacer por él.
También había pensado, sin duda preocupado con la estética, que, al tiempo de la ejecución, penetrara una aguja en la garganta, e impidiera el feo espectáculo de la salida de la lengua del ajusticiado; pero todavía no había resuelto esta importante mejora.
Mayoral se estrenó con el Sacamantecas, loco atacado de canibalismo, a quien él consideraba como un monstruo. había trabajado también en Pamplona, en la época de las ejecuciones fuera de la cárcel, en la Vuelta del Castillo.
Mayoral fue también el verdugo de los del crimen del expreso de Andalucía en la cárcel Modelo de Madrid; pero en esta ocasión no se lució: estuvo, según decían, muy torpe. Uno de los reos, el Honorio Sánchez Molina, tardó muchos minutos en morir, y el otro, llamado Piqueras, se le revolvió de tal manera en el banquillo, que casi estuvo a punto de arrancarlo del suelo.
El verdugo de Burgos tenía sesenta y tantos años y había ejecutado a cincuenta y una personas. había aprovechado la vida. Casi le venía a salir a persona por año. Guardaba un cuadernito con notas. A un lado habría puesto los ingresos y al otro las reflexiones.
“Con mi sistema –dijo– no se cogen pellizcos de la piel y apenas sale una gota de sangre.”

La mala estrella de esta novela, ensombrecida por las obras maestras de Baroja y por los prejuicios de sus lectores, le viene de que, entre crónica y novela, elija mayormente lo primero. Es sintomático que el elaborado primer capítulo sobre los habitantes del molino (el errotacho) no se despliegue proporcionadamente en una novela que en ese caso habría necesitado de proporciones tolstoianas. Baroja coge y deja. De pronto se pone a sí mismo, en boca de don Leandro Acha, a charlar sobre sediciones con el médico Arizmendi; luego da un repaso a los revolucionarios en un alarde de lo que podríamos llamar la poesía de los nombres, recurso del que Cela abusaría luego hasta el absurdo; a continuación parece que vamos a asistir a ese principio de novela psicológica entre un cuarentón y una ninfa baserritarra, y finalmente la narración se abalanza en el magnífico relato final. Pero la cuestión no es si Baroja empalma o no empalma narraciones, si deja tirados a los personajes o se saca otros (Manish) de la manga. La cuestión es que el ritmo narrativo es impecable, y que no deja de ser una forma de composición impresionista que tampoco habría dificultades para casarla con los procedimientos vanguardistas. Los críticos le reprochan que deje de lado sus labores narrativas y las use solo como excusa de sus soflamas. Qué tontería. La labor narrativa es impecable, la prosa no se puede mejorar. Querríamos también una estructura dramática del personaje como en aquellas grandes novelas. Pero este Baroja ya es otro: le interesan los hechos, la narración estricta de los hechos, en una prosa que se mueve en el límite del significado y del significante, de la precisión en el relato y la belleza restallante de la prosa. Cela se tiró muy pronto al lado del impacto formal. Quizá tomando como modelo la libertad compositiva de Baroja decidió no tomarse la molestia de narrar. Cela es un Baroja viejo que no hubiera sido Baroja joven.


No ha sido mala idea saltar de una novela de 1920 como era La sensualidad pervertida a estas crónicas contemporáneas.  Si hubiéramos seguido el orden cronológico, al llegar aquí, después de veinte de las veintidós entregas de las Memorias de un hombre de acción, no habríamos notado el cambio de una manera tan clara. En las Memorias la narración se desmigaja en relatos autónomos y utiliza la historia como argamasa para la libertad compositiva. Pero la prosa de La familia de Errotacho es mucho más tersa, más lírica incluso que la de las novelas ciudadanas, más cargada de amor a lo que escribe, con esa pose de miniador de palabras que nos lo presenta viejo y con boina, puliendo sin descanso las cuartillas. Yo me lo imagino soplando lentamente, con la boca casi cerrada, cada vez que calzaba uno de sus párrafos perfectos, como si quisiera secarles el esmalte. Seguro que era así, porque Cela, que lo copió todo, también lo hacía.
Después de esta novela, quien quisiera practicar el realismo objetivo, el lenguaje forense narrativo (no solo Cela; también Ferlosio), ya sabía cómo. Como lo supo el joven Ramón Sender, quien tres años después de publicada esta novela, en 1935, ganó el Nacional de Literatura con Míster Witt en el cantón, con un jurado del que formaba parte Pío Baroja.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.