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21.6.25

De cuervos y paraguas

Cada vez que viajo a Galicia me llevo un libro de Cunqueiro, o dos, y trato de traerme algo nuevo. De su obra ya no creo que falte nada en la sección de mi biblioteca que comparte con Josep Pla y amigos como Néstor Luján o Juan Perucho. Aparte de las piezas literarias, su copiosa obra periodística se ha ido distribuyendo en libros sueltos y no es raro que aparezca un título que incluye lo que ya está publicado en otros, así que, si encuentro una librería decente, busco alguna obra en colaboración o algún estudio más o menos crítico. Este año he ido a retirarme unos días al monasterio cisterciense de Ferreira de Pantón, entre bosques de robles y castaños y viñas de Godello, plantadas en angostos bancales sobre las riberas del Miño y del Sil, y allí no había librerías. Habría que haber ido hasta Monforte de Lemos, una urbe demasiado populosa para mis necesidades espirituales. 

    Esta costumbre nació en el verano del 94, en unas vacaciones que pasamos en Porto Meloxo, cerca de O Grove. Tusquets acababa de publicar Papeles que fueron vidas, una antología de artículos literarios, en el doble sentido de que trataban asuntos de literatura y de que eran en sí mismos gran literatura, que fue la que me hizo ingresar en la cofradía de los lectores de Cunqueiro. Allí mismo, en una escapada a Pontevedra, compré la otra antología que había publicado Tusquets, Los otros viajes, de andanzas reales e imaginarias, siempre literarias, y no me cansé de recomendar esos dos tomos en los años que siguieron. Aún los abro y releo algún capítulo de vez en cuando, tienen ya los lomos cuarteados, como esos libros que nos han acompañado a muchos sitios.

Las ediciones de obras completas de Cunqueiro distinguen entre obra literaria y obra periodística, lo que en su caso no tiene mucho sentido más allá de los géneros tradicionales, porque lo genuino de Cunqueiro (que también anida en sus novelas) es esa deliciosa erudición poética que tanto le servía para un cuaderno de viajes como para un libro de relatos. Es ocioso distinguir entre aquellos artículos sobre Bretaña que escribía para El Faro de Vigo y las curiosidades fantásticas de la Tertulia de boticas; en todo caso sirve para lamentarse de que los periódicos ya no sean bastidores en los que bordar buena literatura y alejarse un poco de la pestilente actualidad, aunque sirvan para recordárnosla.

Uno de esos libros que siempre figuran en las colecciones de relatos pero podrían estar en las periodísticas es La otra gente, con textos que por algo «andaban dispersos por periódicos y revistas» hasta que, como el autor reconoce y agradece, los recogieron Antonio Odriozola y Francisco F. del Riego. La primera edición es del año 75, y este dato es importante porque cualquiera que haya leído las novelas gallegas de Camilo José Cela, o los artículos que reunió en El camaleón soltero, de inmediato se dará cuenta de que ese lenguaje y esa forma de narrar, por más que cuadraban con la estética de Cela, no habrían sido como fueron de no mediar la lectura de un libro como el de Cunqueiro. Las genealogías literarias siempre son territorio tan vidrioso como gratuito, pero en este caso, yo que he leído a fondo a los dos, creo que esta, digamos, inspiración de Cela en Cunqueiro es más que una conjetura. Ahí están el regodeo en la onomástica, que Cela siempre tuvo pero aquí viene con un aire más lluvioso (la misma palabra «mansamente», por cierto); los diálogos breves, sentenciosos, entre bárbaros y resignados, apenas una pregunta y una respuesta para dar ritmo al relato; los comienzos detallados, de procedencias, de parentescos, hasta que aparece el asunto, que suele ser una anécdota supersticiosa, un tomarse en serio un disparate; el utilizar la historia como pentagrama de la prosa, de modo que da la sensación de que todo se añade según la sonoridad más oportuna para los intereses estilísticos… Lo único que no encontramos en Cela es esos finales breves, melancólicos, de intensa pero recatada poesía. Eso es inconfundible marca de fábrica del artista de Mondoñedo.

Las historias, por lo demás, hablan de emigrantes que volvieron confundidos, de almas que se cobijaron en cuerpos de animales, en objetos que se comportaban como personas, cuervos parlantes, paraguas pensantes, historias nacidas entre el sueño y la superstición, que el autor se toma en su más tierna literalidad, como si, más que un desvarío, fuese una forma de ser. El tono fabulístico impregna buena parte de los capítulos: los cuervos dan consejos a cambio de una montera para resguardarse de la lluvia, o guardan el alma de un difunto para reprocharle a su viuda que no siguiera la demanda judicial contra su hermano. Hay un loro que habla francés y un perro que silba, y otro que sólo ladraba a la parte contraria o se hacía los trajes en el sastre, o hablaba en alemán. Los lugareños doman saltamontes o hablan con una trucha viuda, y hay uno que a un cerdo le diagnosticó el prurito de la flor de nabo, y a un gallo lo convenció para que se entendiera con unas gallinas perfumadas que venían de París.

En algunas de estas fábulas también hablan los objetos. Un sombrero charla y se descubre cuando él quiere, y un paraguas encierra el alma de un difunto, al que su mujer reconoció porque tenía la lengua muy larga. La chaqueta de un moro era de oro y se enterraba sola junto al río, aunque no se trata del mismo moro que hacía volar las monedas. Hay un jarro que se emborrachaba y daba tumbos como un cómico bebido, y un tesoro que hablaba y tenía otros amigos también tesoros como él.

Los paisanos que tuvieron que irse de Galicia siempre sufrieron alguna desdicha, aunque se hicieran ricos. Un hermano les birlaba la novia, o se casaban con una bombera que los abandonaba. Otro prometió matar a un tratante pero no pudo convencer a su novia de que no lo había hecho. Sus novias eran raras: una lo tenía todo postizo, precisamente de un amigo del autor que trabajaba picapedrero de catedrales francesas, heridas por bombas alemanas, y usaba pelos de barba de liebre para sacar las esquirlas de los ojos a sus compañeros (práctica de la que, por cierto, Cunqueiro habló también en su Tertulia de boticas). Los había con habilidades raras, sobre todo uno, que fue seleccionado por su aliento para limpiarle las botas al general Weyler, o aquel que le mordió en el cuello a un lobo viejo, o que envió desde Buenos Aires un juego de lengüetas de gaita búlgara. Entre los más sorprendentes (y que a mí me recuerda un pasaje de La España negra de Solana) está ese que trabajaba con un callista, y ponía en el escaparate los moldes de los pies de los clientes ilustres, con callos y sin callos.

Hay, lógicamente, unos cuantos sueños, algunos protagonizados por enanos, que venían a rascar la espalda o volaban gracias a un paraguas pero fuera del sueño se perdían. Claro que quienes los conocieron hacían lo imposible por volverlos a soñar, como comprarse unos anteojos especiales en Valencia o pedirles a un amigo que se los soñasen.

Los enfermos, los curanderos y los muertos tienen, cómo no, su espacio en este libro. A uno se le quedaron huesos sueltos en el cuerpo a raíz de una agarrada que tuvo con un valenciano, un día que comieron pulpo, pero no es el mismo que sentía que se le iban soltando por dentro los botones y quería traspasarle a alguien su enfermedad antes de que fuera demasiado tarde. Otro andaba junto al pie que le faltaba y era de un muerto brasileño que perdió el suyo en un accidente de tranvía. Un relato, espléndido, de esos que sirven como harina echada junto a un libro de Cela para ver de dónde vienen las pisadas, habla del que llevaba una sombra que no era suya, y digo lo de la harina porque aquí también se cuenta, y lo propone un enano, como es sabido que sucede en el Tristán e Isolda. Hay unos cuantos cojos, varios de ellos debajo de un paraguas creciente que al mismo tiempo cobijaba a unas urracas y volvía cojo a quien se pusiera debajo. Uno de estos cojos, además, acabó convertido en cuervo.

Entre las enfermedades más extrañas están la de aquel que se quedó con un brazo más largo cuando alguien tiró de él para apartarlo de un rayo, o la del que perdió un ojo, pero con el ojo perdido veía una serpiente y luego un gallo que lo atormentaban en sueños. Claro que siempre hay vecinos con poderes, gente que saca las muelas sin dolor o tiene en su casa un columpio terapéutico. Hay uno, muy hábil, que les daba cuerda a los enfermos para que no se les parara el tiempo. 

Que a veces no pudiesen curarlos no significa que se quedasen mudos. A un paisano que no sabía leer le tocó pasar un rato todos los días haciendo como que leía el periódico, porque un difunto le daba dinero para que le avisase de que había regresado el Káiser, nada menos. Los difuntos vienen a decirle a sus viudas que no vendan las fincas, o se quedan convertidos en urracas mientras dejen sin firmar un pagaré, que en esto de las cuentas claras no hay muerte que valga. Ni amor tampoco, y si no ahí está la viuda que le ponía los cuernos a su difunto esposo.

Cunqueiro cuenta estas historias con el esmero del ebanista que va tallando las palabras en un tronco de abedul. Bien es cierto que ser gallego es tener ya medio hecha la habilitación para escritor, pero sigue siendo materia de estudio por qué los gallegos, o el gallego mismo, se prestan a un tipo de fantasía que en el resto de la península se va volviendo enteca y realista conforme va desapareciendo la humedad. Luego llega al mar y tiene gracia, pero no magia. Para que se haga la magia con solo ir ordenando las palabras se conoce que tiene que llover a menudo y no verse un camino desde el otro, ni el humo de una chimenea desde la casa del vecino, ni cambiar nunca el paraguas ni pasar delante de un cuervo sin saludar como es debido.


Álvaro Cunqueiro, La otra gente, Destino, 1975, 206 p.



9.6.25

La transparencia, Cervantes, la transparencia


Por si termino esta bernardina metiéndome con lo que no me gusta de Muñoz Molina, vaya por delante que El verano de Cervantes es una preciosidad de libro, triste y brillante, en el que la prosa alcanza unas alturas que, a falta de humor, regocijan por lo que deslumbran. Muñoz Molina tiene la rara habilidad de sacar lo mejor de sí mismo de temas que si pocos los han tratado antes es porque resultaban algo manidos. Le ocurrió con el que siempre digo que es su primer gran libro, Ardor Guerrero, sus historias de la mili. No creo que haya un solo letraherido que haya hecho el servicio militar y no haya pensado alguna vez en escribir sus experiencias, y de hecho no hace falta buscar mucho para encontrar en la red largos relatos de gente que estuvo en la mili, pero solo Muñoz Molina tuvo el acierto de componer un libro que ya es un clásico. Algo parecido sucedió, hace no demasiado tiempo, con Volver a dónde, a quién no se le habría ocurrido escribir sobre los días de la pandemia, pero qué pocos llegaron a esa síntesis tan hermosa de diario y testimonio, si es que hubo alguno. Y algo parecido le ocurre ahora. Cualquier lector del Quijote al que también le guste escribir se ha imaginado un diario de lecturas, una temporada de anotaciones, un ir leyendo un capítulo diario y apuntar las impresiones y los pensamientos, la vida que pasaba por delante mientras estaba enfrascado en la lectura. Pues Muñoz Molina lo ha vuelto a hacer, ha ido a buscar en lo que todo el mundo se imaginaba pero muy pocos han sido capaces de plasmar. 
    Los tres libros que he citado (quizá junto a Ventanas de Manhattan, un libro que me desagradó por otros motivos), están, creo, entre lo mejor que ha escrito, lo que da para otra constatación menos halagüeña: el mejor Molina es el que se aleja de la ficción y se retira a sus cuarteles de paseante, a sus inviernos íntimos. Después de La noche de los tiempos, que me pareció un despropósito de novela, dejé de leerlo sin darme cuenta de que era esa vertiente narrativa la que me parecía fallida, porque la otra seguía gustándome como cuando leí Ardor guerrero con deslumbramiento juvenil. El gran escritor que reconozco en sus ensayos autobiográficos, en los que su potente prosa fluye como un río de aguas bravas, me resulta pesado y mortecino en sus novelas, como si apuntalara la falta de imaginación con un torrente de palabras. La razón, me temo, tiene que ver con Cervantes.

Mientras disfrutaba estos días del libro, 156 capítulos de variada extensión entre los que se alternan admirablemente las reflexiones sobre el arte de narrar con las experiencias infantiles, la vida del lector con la del niño que empezó a leer y los paisajes intuidos en un libro con los vividos en una infancia campesina, hice algo que por regla general me tengo prohibido: buscar en Youtube una entrevista con el autor. No lo hago porque los libros que me gustan suelen parecerme por encima de sus autores; dicho de otro modo, porque no me acabo de creer que alguien tan soso haya escrito un libro tan bueno. En este caso era una fastuosa presentación organizada por la Fundación Telefónica, nada de aquellas discotecas de pueblo de ambiente fétido a las que le obligaban a ir cuando ganó el Planeta con El jinete polaco. Ahora se trataba de una charla con su mujer, la escritora Elvira Lindo, quien dijo algo con lo que dio en el clavo, pero en sentido contrario: dijo que lo que admiraba de la literatura de Muñoz Molina era «la transparencia», la claridad, algo así como la facultad de llamar a las cosas por su nombre. Y yo pensaba al escucharlo que eso está bien para ensayos como este, en el que la prosa avanza impetuosa y no hay nombre al que no acompañe su adjetivo, y cada frase guarda el ritmo como si al escribir llevara un metrónomo en las gafas que al tiempo que le marca el compás le avisa para que no repita los fraseos. 

Estamos de acuerdo en ese sentido de la transparencia, pero es que hablamos de Cervantes, el rey de la transparencia, pero de otra transparencia, no la que hace falta solo para nombrar las cosas sino la que se necesita para escribir una buena novela, la transparencia de vivir en la historia y escuchar a sus personajes, no a su autor. La prosa de Muñoz Molina tiene tanta personalidad, por así decirlo, que es imposible perder de vista ni un momento a quien la ha escrito. En sus novelas nunca veo a personajes haciendo o diciendo sino a Muñoz Molina escribiendo en su cuarto; no escucho los ruidos de la calle ni los susurros de los amantes sino las teclas de su ordenador. Las galas impecables de su prosa encubren la necesaria desnudez de un buen relato, por complicado que sea. Se pone por delante de sus personajes, por mucho que los escuche, que ande tras ellos, o que, como dice con frecuencia en este libro, vaya conociendo el argumento mientras escribe. Todo lo que dice del arte de narrar es cierto, que Cervantes aprendió a contar mientras contaba, que lo que en la primera parte es un inventario de material sobrante muchas veces, en la segunda es una solvencia que ni siquiera necesita de acontecimientos, ese ideal de novela semoviente al que aspiraba Flaubert y que, según se dice aquí, es posible que alcanzara en La educación sentimental. Todo eso es cierto y Muñoz Molina se baña en esas aguas claras siempre y cuando no tenga que inventar. En los ensayos da igual que se deslice algún descuido, algún pasaje repetido, o la insistencia con la palabra 'brutal' y sus parientes, 'brutalidad', 'embrutecido', que él emplea en sentido estricto pero demasiadas veces, en un mundo en el que se le da un significado ridículamente admirativo. Nada de eso empece la solidez de la prosa y la belleza, sobre todo, de los pasajes autobiográficos, cuando él era niño y estaba en su pueblo y vivía en una casa de campesinos, algo que ya hizo en Volver a dónde y a mi juicio es lo mejor del libro.

Pero también hay algo muy particular, subrayado por él mismo cuando comenta su desigual batalla contra la depresión, pero que tienen en mayor o menor medida todos los libros suyos que yo he leído. Me refiero a ese tono cenizo, sombrío, quejumbroso, aun cuando relata los momentos luminosos de la infancia, que siempre llevan un barniz de amargura, una nota de protesta por haberse criado en una familia pobre. Y uno siempre, tarde o temprano, acaba pensando lo mismo: de qué se quejará… Siempre a vueltas con personajes fracasados, con ilusiones perdidas, como en ese cuentecillo insertado que se nota que es ficticio por lo desangelado y tenebroso de la historia, el del figurante de Curro Jiménez. Incluso sus análisis del Quijote avanzan hacia un espectáculo de permanente humillación y crueldad, de miseria y decepción, de malos instintos y desprecios miserables. Poco a poco se va olvidando uno de que el Quijote es un libro para pasárselo bien, no la historia lóbrega de un pobre tarado.

No, no es el humor el fuerte de Muñoz Molina, o quizá él se parta de risa mientras escribe y yo no lo sé ver. En este libro, por ejemplo, solo subrayé una frase que me hizo gracia, y que voy a copiar: «Si hay algo más desorbitado en la Mancha que los cielos y las llanuras, y que las iglesias, son los salones de bodas». Bien poco, ciertamente. Bueno, también se me estiraron los labios cuando califica las esculturas de don Quijote que se fue encontrando en sus visitas al Toboso y a la Cueva de Montesinos… Y tampoco es que vaya buscando uno troncharse de risa. Ni siquiera exijo alguno de los agudos comentarios al arte narrativo de Cervantes. El Muñoz Molina que a mí me gusta es el de la prosa levantada, pero no enfática, poética, pero no cursi, precisa sin llegar a puntillosa, y por supuesto sin renunciar a la música del habla. Mientras leía este libro iba tomando notas de otro de Baroja, El escritor según él y según los críticos, y me he encontrado con dos alusiones a lo mismo, al uso del 'que'. Cervantes es un prosista oral, de la cofradía de Juan de Valdés, en una época de grandiosos prosistas, de Santa Teresa, a quien aquí se cita varias veces, a fray Luis de Granada, desde el poderoso Díaz del Castillo a quienquiera que haya escrito el Lazarillo, anteriores a los retorcimientos ya barrocos de Alemán, por ejemplo, anteriores incluso a Cervantes, pero con quienes él más a gusto se encontraba. Tanto Baroja como Muñoz Molina inciden en las virtudes del habla normal, por ejemplo en que no hay que preocuparse por los 'ques'. De hecho en el Quijote que yo leo, el de la Biblioteca Castro (cuando he de consultar algo voy al de Rico), he contado una media de dieciocho 'ques' por página, y siempre se lo he dicho a los alumnos: no temáis al 'que', es el lubricante del habla, necesario para que la prosa fluya.

También eso forma parte de la transparencia de Cervantes, esa fresca nitidez que nos regala Muñoz Molina cuando decide, como en la cita de Montaigne que, si no recuerdo mal, encabezaba Ardor guerrero, hablar de sí mismo y, añado yo, dejarse de fantasías.


Antonio Muñoz Molina, El verano de Cervantes, Seix Barral, 2025, 447 p.


17.4.25

La fiel y bulliciosa 'ferlosía’


Cuando Miguel Primo de Rivera llamó a Valle-Inclán «eximio escritor y extravagante ciudadano», utilizaba los dos adjetivos en su sentido recto: el primero no es ambiguo, pero el segundo abarca demasiado, todo lo que sale de la norma, desde las opiniones y actitudes contrarias a la biempensante mayoría, a los tabúes y las tradiciones, hasta el carácter pintoresco que puede degenerar en la simple bufonada. En Vallé-Inclán la extravagancia era la estética de su genialidad, nunca al revés, pero después de la guerra, con él ya en los altares, el franquismo le dio la vuelta al orden de los adjetivos y contribuyó a jalear la extravagancia como síntoma de la poca seriedad que en el fondo demostraban los artistas, digamos, contestatarios. Este es el caldo rancio en el que se cocían las patochadas de Dalí, que el tiempo ha recolocado más cerca de los pintamonas que de los maestros de la pintura, o Cela, y ya lo siento, porque su escritura se sostenía y se sostiene por sí misma, sin necesidad de hacer el payaso como lo hacía.
Rafael Sánchez Ferlosio, eximio en sentido recto, quizá el que, directa o indirectamente, más haya influido en nuestra literatura del XX, y de los pocos sobre cuya obra no ha caído la pátina del tiempo para deslustrarla —que de eso se trata ser un clásico—, también lo fue como extravagante ciudadano, sin necesidad de payasadas de ninguna clase, pero al margen de costumbres y apariencias, de modas y de servidumbres, de serviles anuencias o decepcionantes filiaciones. Fue leal por mucho que algún beneficiario de su lealtad cayera en desgracia, y su prestigio literario e intelectual se sobrepuso al ambiente aristocrático en que se crio y al acomodado navegar en las alturas de la independencia en el que vivió a espaldas del franquismo asfixiante, con las cortinas echadas para que la grisalla general no enturbiara sus escritos, durante muchos años ni siquiera la mirada de los otros.

Después de leer la biografía de Carmen Martín Gaite casi era una cuestión de inercia leer la que J. Benito Fernández escribió para Árdora Ediciones, que no tuvo el relumbrón editorial ni publicitario que la de José Teruel sobre su exmujer, por más que sea el minucioso trabajo de campo de quien pregunta a todo aquel que pueda decir algo interesante, compañeros de colegio, vecinos del pueblo, admiradores, ayudantes, aparte del único rasgo de Ferlosio que a estas alturas sí resulta un poco decepcionante, el inagotable contingente de peaneros que lo acompañaba a todas partes, sobre todo desde que abandonó las oscuridades anfetamínicas de sus estudios de gramática, un ejército turiferario del que sin embargo destaca un puñado de amigos de siempre como Tomás Pollán o, más tardíamente, Hidalgo Bayal, en listas que ocupan su espacio casi en cada página, y en las que más veces de las deseables uno se encuentra con buscadores de fotos cogidos del bracete, esa raza de escritores mediocres especializados en salir sonrientes junto a alguien importante. Más interesante, desde luego, es el encuentro en estas páginas con otros amigos de siempre, Agustín García Calvo, que ya tenía su cofradía propia, o Fernando Savater, con quien siempre mantuvo un estimulante tira y afloja intelectual y sobre cuya última deriva ya no tenemos al gran Rafael para dar su opinión, ni probablemente la habría dado. 

De modo que en esta generosísima pedregada de nombres vemos que el austero y huraño escritor, el que no quería saber nada del mundo mientras lidiaba en secreto con su Historia de las guerras barcialeas (que ahora se supone que Ignacio Echevarría, que los hados le asistan, está ordenando y transcribiendo para una futura y ojalá que cercana edición), se acostumbró desde el principio, al tiempo que renunciaba al «papelón de literato», a ser centro de agasajos, pope de ceremonias, ídolo de sonrisas complacientes, porque cuando alguien no fue tan condescendiente, como por ejemplo alguno de los miembros de aquel Anillo Lingüístico del Manzanares, que abandonó las tertulias porque «no se puede trabajar con aficionados», en referencia a Ferlosio (¡no, claro, a García Calvo!), el escritor nunca se lo perdonó ni restableció sus relaciones, no así con otros que fueron víctimas de su carácter tormentoso por tomarse con sus palabras alguna que otra pequeña libertad, caso de Miguel Ángel Aguilar, a quien al cabo del tiempo Ferlosio parece que volvió a admitir en su parroquia.

Es llamativa esta permanente celebración del genio porque no casa del todo con el tipo de extravagancia que uno admira de Ferlosio, que también ocupa su lugar en esta biografía, en otras páginas menos frecuentadas por la ferlosía, como la llamó el periodista Arcadi Espada, esa tribu de incondicionales que se sienten a sus anchas y bien pagadas con solo esperar a que el santón abra la boca. Porque también la biografía se ocupa de otros rasgos de su vida y su persona que a más de uno servirían de objeción si su portentosa obra no los redujese a condición poco más que anecdótica, sobre todo los familiares, a los que Benito Fernández se dedica con esmero, como a su pintoresco padre, Rafael Sánchez Mazas, ministro de Franco pero más que eso aristócrata bon vivant y uno de los individuos con más suerte de su época: 


Le envían de corresponsal de Abc a Roma, donde conoce y se casa conla hija de un banquero, que le regala un largo viaje de novios y el hotelito de El Viso; huye de prisión y le salva de volver a ella Indalecio Prieto; sale indemne de un fusilamiento y, cuando está sin un chavo, se convierte en terrateniente. 


Y eso sin contar que deja de ser ministro por incomparecencia a los consejos (se levantaba tarde) o que el hecho de haberlo sido, amén de fascista de primera hora, ha entenebrecido una obra literaria que nadie que haya leído duda en considerar muy digna, empezando por su propio hijo. Dan ganas de volver a ella, y no con la novela que Cercas escribió sobre el asunto, que ni gustó a los cercanos a Ferlosio ni el propio Ferlosio leyó, sino con las novelas y relatos o sus páginas de memorias de Sánchez Mazas, y no solo por él sino por esa brava italiana, la madre de Ferlosio, que merecería libro aparte y que en cierto modo, según ella, también lo tiene, la novela Rosa Krüger. Aunque tampoco Rafael se pisa la suerte andando, con esa infancia romana, esa determinación indeclinable con la que siempre supo a qué se dedicaría, por más que dejara empezados estudios varios, pero no la búsqueda de un dominio del idioma pocas veces igualado, y ya desde bien temprano. El autor de la biografía se detiene en este amable (más que el de la cohorte) lado de su vida, que por la vía de sus hermanos, sobre todo de Chicho, lleva a curiosos excursos y excursiones, bien conocidos por el que también es biógrafo de Eduardo Haro Ibars o de Leopoldo María Panero, y que una y otra vez nos llevan al que uno sospecha que de mil amores sería también objeto de sus indagaciones biográficas, el gran Agustín García Calvo, otro extravagante en el más alto y noble de los sentidos.

Y se queda uno, en fin, con el lado del personaje que más se aviene con esa compleja «estructura psíquica» de Ferlosio: 


En ella predominan rasgos llamativos como el aislamiento pertinaz, las dificultades para establecer lazos afectivos y una tremenda precariedad en esos lazos. El autor se niega a relacionarse con los otros; sólo la escritura se sujeta a la realidad, solo la escritura le salva de la psicosis.


Teniendo en cuenta la inacabable lista de acólitos que poblaban sus idas y venidas, incluso sus estadías, nadie lo diría, pero aun así la imagen que nos hemos hecho de él leyéndolo encaja más con las páginas en las que vemos al Ferlosio andarín que indaga en las tierras que pisa, el que sabe nombrar las flores y es experto en ríos y en máquinas para mover sus aguas, el que fue y dejó de ser cazador, o fue y dejó de ser taurino, el que huía a su Coria palaciega para refugiarse en las sombras de otro tiempo, el que había paladeado con delectación a Polibio, a Tito Livio y a los tratadistas de polemología, o al que apartaba su, digamos, furor selectivo para sacar al hombre amable, al amigo de la infancia y atento alumno del habla popular, al que defendió a un soldado de Perejil de la acusación de homicidio en un escrito de defensa que ojalá pudiésemos leer, o el que, pasando las horas muertas entre los soldados (él que era el hijo de un ministro) recolectase frases y decires de gente común y corriente con las que luego armar la gran novela que iluminó nuestra literatura, y que a él tampoco le convencía, pero es la que le dio de comer.

En todas esas páginas, que también son muchas, encontramos al Ferlosio que buscábamos, la extravagancia que nos es cercana, la que tiene más que ver con nuestra propia admiración. La otra, la del testigo de su tiempo, la del polemista de periódicos, quizá se mantenga tan marmórea como sus obras graves, aunque, como decía su amigo Benet, los escritores de periódicos son como golondrinas que se posan en los cables de la luz. Eso era lo que celebraban los más oportunistas de su camarilla, los que se cubrían el pecho de entorchados históricos antifranquistas y nos hacen sospechar que hasta en hombres de tanta talla intelectual y literaria como Ferlosio puede anidar el placer del coro de los grillos, él que tanto y tan profundamente leyó a Machado; suyos son los versos que aún se leen en la página más triste de su vida, la tumba de su hija Marta, sobre la que tanto habló también José Teruel en la biografía de Martín Gaite, con muchos detalles que ya encontramos aquí. Hay recursos bibliográficos que casi merecen mención aparte. 

Todo lo cual, lo fascinante y lo en cierto modo decepcionante, se vuelve a cubrir de gozo cuando nada más acabar esta biografía uno se acerca a dejarla entre los otros libros de Ferlosio y, por leer algo, repasa su breve ensayo sobre el Pinocho de Collodi, o vuelve a leer el cuento de los babuinos mendicantes, o por enésima vez el cuento Dientes, pólvora, febrero, y se conforma con que la condición de eximio no entra en reyerta con ningún otro adjetivo, que nunca puede más que adornarlo, jamás contradecirlo, y se asombra de que en un cuadro en el fondo tan revelador Benito Fernández haya mitigado la condición de biografía titulándola El incógnito y, sobre todo, reduciéndola a unos apuntes, como si fuesen notas cronológicas más que un buen ensayo sobre su persona, precisamente porque, además de aportar tal cantidad de información disponible, y lamentar la negativa de quien respetaba la «aristocrática» repugnancia de Ferlosio a airear vidas privadas, rara vez se paran a juzgarlo.


J. Benito Fernández, El incógnito. Rafael Sánchez Ferlosio. Apuntes para una biografía, Árdora, 2017, 605 p.

30.3.25

Las vidas interesantes


Lo último que leí de Carmen Martín Gaite por motivos no estrictamente profesionales fue Nubosidad variable, allá por el 92, pero entonces era yo un lector beligerante contra la literatura autobiográfica, o testimonialista, o autoficticia o comoquiera que se fuera llamando por temporadas al recurso de utilizar la vida del autor como tema de novela, y muy en especial el del escritor que escribe. Sigo pensando que de una novela todo es fácil menos inventársela, y que el narrador no es el protagonista sino sus personajes. Como decía Ferlosio, «las narraciones gratas y válidas son aquellas donde la carga del 'yo' del narrador no te sepulta y abruma, no te impide el desahogo preciso para seguir asistiendo desde tu sitio a la narración». La cita procede de un cuaderno de Martín Gaite que despacha entre paréntesis con un «rollo filipino de R. esta mañana». Corría el año 73.
    Los personajes son ellos, pensaba yo entonces; están encantados de conocerse, no son capaces de imaginar un ser de ficción más importante que ellos mismos, ni una vida más interesante que la suya. Se juntan, se sonríen como si compartieran recuerdos que nadie ha de entender, se miran al espejo de la vida, publican libros porque hay que justificar toda esa parafernalia, pero no porque su contenido interese a nadie, a veces ni a ellos. Escribir bien era lo mínimo exigible, pero es que ya en tiempos de Cervantes había docenas de escritores que escribían igual de bien, aunque ninguno tuviera la capacidad de invención que él tuvo, y que es lo que lo ha traído hasta nosotros. Este criterio tan contrario al autobiografismo me libró de leer mucha morralla de finales de siglo y después, porque ni el género ha decaído ni me ha vuelto a interesar. El que quiera contar su vida, pensaba y pienso, que escriba unas memorias y lo ponga bien claro en la portada.

Desde entonces solo he leído de Martín Gaite, un poco a remolque y fragmentariamente, lo que había que leer para hablar de ella en clase: su primera novela, Entre visillos, el ensayo Usos amorosos de la postguerra española o el «cuento bonito» (Ferlosio dixit) de Caperucita en Manhattan, aparte de algunas calas bastante socorridas por el mundo de los chichisbeos y así. No era manía personal sino criterio de selección: siempre hay demasiado que leer. Pero sí había algo de manía, digamos, grupal. La literatura española del XX abusa de las comanditas, unas veces para sacar adelante agregados que por sí mismos no habrían llegado a ninguna parte (buena parte de la Generación del 27) y otras para relegar a quienes no estaban en  la pomada, porque no buscaban sociedades o porque las sociedades no los ajuntaban. En el caso de Martín Gaite, el autor más importante de su generación (y su marido durante muchos años), Rafael Sánchez Ferlosio, ha gozado siempre de una calidad tan contundente que incluso suena raro cuando lo adscriben a los Niños de la guerra, una clase entera en la que hay de todo, magníficos escritores, pero también amiguetes, parientes y señoritos, como en todas las generaciones literarias. De Ferlosio nadie se acuerda de que era el hijo de un ministro. Por algo será.

En el caso de Martín Gaite nunca se me apagó una cierta curiosidad que procedía de lo heroico de haber convivido con Ferlosio, de que alguien capaz de seducirlo primero y aguantarlo después tenía que ser un personaje ciertamente interesante. La lectura de la biografía con la que José Teruel ha ganado el Premio Comillas no ha hecho sino confirmarlo, y de paso me ha empujado a volver a novelas de la autora que en su momento dejé pasar y ahora creo que disfruto más que si las hubiera leído entonces, como es el caso de Ritmo lento, de la que ya hablaremos.

He mencionado varias veces a Ferlosio, pero es que Ferlosio es una sombra densa que ocupa buena parte de esta biografía, tanto por el tiempo que Gaite convivió con él como por la estela turbulenta y la corriente fría que dejó al marcharse. La biografía nos presenta a una «señorita de provincias», salmantina hija de notario, buena estudiante y además investigadora vocacional, sobre cuya cabeza ya de muy niña puso su santa mano don Miguel de Unamuno, que siente, ay, la llamada de Madrid, de la vida, de la literatura, de cambiar el «s/l» del carné por el rotundo y salvador de «escritora», que se hace amiga de talentos indudables, esos «chicos raros», de Aldecoa, de Ferlosio, y de otros más dudosos o fraudulentos, pero también del grupo, y que a poco de cumplir los treinta ya tiene su premio Nadal, igual que su marido dos años antes, lo que, como decía Delibes, entonces era como ganar unas oposiciones a escritor. Insiste  mucho el biógrafo en que Rafael no sabía que Carmen se había presentado al Nadal, y en que lo hizo con pseudónimo (lo que provocó la protesta del finalista, Lauro Olmo, porque no lo contemplaban las bases) para que nadie pensara que habían dado el premio a la mujer de Ferlosio. Bueno, bien. 

Es el gran momento de C.M.G., para decirlo con palabras de otro compañero de colegio, la conquista de la independencia, de la juventud apasionante y al mismo tiempo embotellada en un microclima de cultura y libertad, lejos del frío pelón que cortaba la cara del país. Otro de mis prejuicios contra esta generación, sobre todo por la parte de los Goytisolo, que es la que peor me cae, consiste en que, encima de pasárselo tan bien, exigieran agradecimientos por haber luchado contra el franquismo, precisamente a quienes lo habían padecido de verdad. Esta biografía me confirma que C.M.G. no era de ese pelaje cantamañanero pese a haber vivido en primera fila de la Historia.

Pero llega Ferlosio, la sombra, «el muerto en casa», y ocurre algo entre injusto y gracioso: uno lee las andanzas y desenvolturas de la protagonista con interés, pero aparece el otro y es inevitable una de esas sonrisas de regocijo que solo debe de tener quien no lo ha conocido de verdad. De hecho, en esta biografía hay otro personaje, magnífico, el de Ana María, la hermana de Carmen, que lo odia con toda su alma, sobre todo después de la separación, hasta el punto de ser suyas las «manos ajenas» que destruyeron la correspondencia de Carmen con Rafael y, lo que es casi más triste, con su hija Marta, algo que José Teruel, a pesar del agradecimiento que siente hacia Ana por haberle franqueado los archivos familiares, no deja de lamentar, y no sé si con razón o no, porque los perfiles de los personajes quedan en todo caso muy bien trazados.

Como si de una buena novela se tratase (el tópico aquí sí es pertinente), el momento de la máxima felicidad es también el arranque de la cuesta abajo: el nacimiento de Miguel, que muere a los pocos meses, seguido del de Marta, cuya infancia no termina de arreglar la incomunicación del matrimonio, de mitigar las extravagancias de Ferlosio ni de suavizar su atronadora sinceridad. Es el momento en que la moza Demetria Chamorro Corbacho le dice al gran autor Ferlosio que El Jarama le parece un rollo, y Ferlosio se enamora de ella. Empieza aquí la segunda parte de esta novela/biografía, la del enfrentamiento con la contradicción entre buscar lo insólito y seguir amparándose en las comodidades del señoritismo provinciano, entre meterse en tóxicas hogueras y buscar el calor cotidiano. Vienen momentos tremendos, las adicciones y la muerte de su hija Marta, o los incomprensibles amoríos con un pelanas como Gonzalo Torrente Malvido, que siempre que me sale en algún libro es para despreciarlo, ya sea como palmero parásito de Camarón (léase la biografía de Francisco Peregil) o como autor de un censo de personajes barojianos inútil y mal hecho, por el que sin embargo imagino que algo cobraría. No todo iba a ser dar sablazos a los amigos y robar a las amantes… Aquí, en cambio, sirve para subrayar el conflicto de la heroína, lo atractivo por extraño, cómo una mujer inteligente se mete en tales fregados, cómo alguien tan paciente y ordenada se despendola de esas maneras, cómo se busca lejos, en la soledad que no soporta, en la compañía que le duele. Ferlosio ha desaparecido (bueno, de vez en cuando aparece, hecho un Menipo, y te vuelves a reír) y esta mujer construye una obra más allá de los principios novelescos, cimentada en el ensayo histórico, en la crítica literaria, en un autobiografismo sin tapujos, salpimentada con afecto por el cuento maravilloso, hada madrina ella de muchos autores que sacaron la cabeza en los 80, desde el gran Pombo a, por ejemplo, Millás o Chirbes, que así lo reconoce en sus Diarios, y, en fin, apasionado pero escéptico personaje de la Transición, lo bastante lista como para no caer en la autocomplacencia de bodeguiya y con el suficiente sentido histórico como para estar siempre donde había que estar, dentro o fuera, y cuando había que estar, como es el caso de Diario 16.

Pero el tercer acto de esta vida es el que arranca con la muerte de Marta, antes de cumplir los treinta años, víctima del sida, como consecuencia de su adicción a la heroína. El personaje de La Torci es fundamental en la articulación de esta biografía porque incluye un componente trágico diríamos que clásico. No se trata solo, a juicio del biógrafo, de que Marta cayó en las aguas turbias de la España de los 80, ni siquiera solo de que reprodujo una forma de vida, la del hijo de liberales adinerados, que tanto yonqui arrojó a las calles, sino de que Marta fue objeto de un «experimento» educativo que, discreta pero inequívocamente, José Teruel apunta como causa lejana de la inestabilidad que llevó a Marta a no relacionarse con la gente de su edad y a la experimentación fatal con las drogas. La tragedia consiste en el error, en el «experimento», por el que «Carmen Martín Gaite pensaba, ya en vida de Marta —según se trasluce en sus cuadernos y cartas—, que sus errores como madre eran fruto de un desmedido respeto a la autonomía y libertad de su hija, esto es, de su incapacidad de poner restricciones, como era habitual en otras madres de su edad». Salvando la ambigüedad de la última parte de la cita (¿qué era lo habitual, la incapacidad o las restricciones?), esta conciencia del error trágico, que el biógrafo señala repetidamente, determina el último tramo de la carrera literaria de Martín Gaite, sus frecuentes estancias en universidades norteamericanas, su escritura a destajo para, según el biógrafo, sufragar el nivel de vida que exigía la adicción a la heroína de su hija, su reconciliación con la escritura novelística y finalmente, ya huérfila, su triunfo editorial en Siruela y Anagrama con Caperucita en Manhattan, los Usos amorosos de la postguerra española y el último ciclo de novelas pseudoautobiográficas que tanta fama le dieron, tantos reconocimientos y tantas colas en la Feria del Libro. Es verdad que en esos años Martín Gaite pasó de ser la autora de Entre visillos a una escritora moderna y popular que conectaba con lectores, y sobre todo lectoras, con una determinada trayectoria vital, y que su Caperucita desembarcó en los institutos de toda España con un mensaje que yo no sé si todos los que lo proponían como lectura explicaban con honestidad. El dolor nunca se fue, pero el triunfo le sirvió de lenitivo.

Al leer esta última parte, la pasión y muerte de su hija Marta, el acoso de las erinias a su madre, el error trágico del «experimento», me acordaba de un artículo célebre de Rafael Sánchez Ferlosio en los 90, 'Fueras papás', que apareció en El País y colgó del tablón de anuncios de muchos de aquellos institutos cuyos alumnos leían el Caperucita. Era una defensa gallarda de la instrucción pública, de la necesidad que tiene el niño de enfrentarse él solo al Estado en forma de Escuela, y dejar atrás el mangoneo desestabilizador de sus señores padres. Me pregunto ahora si Ferlosio lo escribió pensando en aquellos días en que su mujer y él preguntaron a una niña de siete años si quería ir a la escuela y la niña, lógicamente, dijo que no, y ya no volvió a entrar en más aula reglada que alguna de la universidad cuando sacó su licenciatura en Filología. Y me pregunto, desde luego, si ello fue tanto como para establecer los vínculos tan claros que el biógrafo establece entre aquella libertad educativa y su trágico final.

Carmen Martín Gaite era personaje de sí misma, con conciencia biográfica. Escribía diarios, agendas, cuadernos de esto y de lo otro y una cantidad de cartas que ahora ya nos parece de otro tiempo. Pese a que muchas de esas cartas, quizá las más interesantes, fueron destruidas para preservar su intimidad de los chafarderos ojos de la Historia, el tipo de personaje es de los que sugieren que todo lo dejaban escrito pensando en la posteridad. Lo que Martín Gaite dejó es mucho, y José Teruel lo maneja con orden y medida, sin abusar de los materiales más de lo que quizá sí lo haga de las estrategias narrativas de la autora, con las que se muestra un tanto repetitivo. Todo el espacio que se concede al análisis del collage o de la relación entre el personaje y el autor en la segunda parte de su obra resulta muy superficial en lo que se refiere a la primera, que de todas formas sí acierta en lo que considero la gran aportación literaria de la autora: su defensa del lenguaje oral, real, contemporáneo, y su desdén hacia el confuso elitismo que demasiados autores de su generación practicaron con olímpico desprecio del lector, y que en muchos casos pasaron de la fascinación al aburrimiento antes de lo que incluso ellos podían sospechar. Pero no es este un estudio literario sino el cuento de una vida, trágica y triunfante, de pasiones y apasionamientos, de muertes y vidas. Siempre he pensado que el tópico según el cual la vida de un autor es su mejor novela no deja de ser un piropo envenenado, la constatación de que a fin de cuentas todo consistía no en escribir esto o aquello sino en ser escritor. En el caso de Carmen Martín Gaite, si eso era el triunfo, ya lo creo que lo consiguió. 


José Teruel, Carmen Martín Gaite. Una biografía. Premio Comillas 2025, Tusquets, 2025, 493 p.


8.1.25

Sangre de pichón


Las nuevas ediciones de La plaza del Diamante incluyen en la faja de portada los elogios de García Márquez, que llegó a considerarla, con la moderación que lo caracteriza, «la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil». Pero tampoco hace falta leer con lupa sus palabras para darse cuenta, una vez leída la novela, de que la fascinación de García Márquez no se debió tanto a la historia como a la prosa con que está contada. Si de historias y de personajes se trataba, más tuvo que interesarle, en el caso de que la leyese, Las ratas, de Miguel Delibes, que también es del año 62, porque lo que cuenta Rodoreda es un testimonio de supervivencia vital y emocional con una guerra de por medio que no aportaba más novedad que la voz narrativa. Pero esa novedad lo era todo, y lo sigue siendo en la traducción de Sergio Martínez, que suena estupendamente, y suena, también, a un traductor que ha sabido escuchar la prosa de García Márquez.
    Supongo que entre las muchas tesis doctorales sobre novela del siglo XX alguna habrá que rastree los caminos de la voz, es decir, de la táctica del te voy a contar, en una primera persona que no es el autor, quien no habla con sus palabras ni cuenta su vida, sino alguien que rara vez se ve en el trance de escribir un libro. En la verosimilitud de esa voz están los límites de la poesía que incorpora. Ciñéndonos a la literatura de posguerra, y por más que les pese a muchos, ese tratamiento de la voz empieza con una mirada al clasicismo del Lazarillo, la de Cela en su Pascual Duarte. Pero menos de diez años después Delibes publicó uno de sus hitos fundamentales con el Diario de un cazador, una pieza maestra del despojamiento, de cómo un escritor puede dar la voz a quien no la tiene y de ese esfuerzo de generosidad puede salir una obra de arte. Entre esa novela (y alguna otra de Delibes) y La vida perra de Juanita Narboni, de mediados de los 70, habría que echar un vistazo a cuántas novelas escalaron esa cumbre de humildad, cuántas fueron capaces de poner por escrito los pensamientos, las penas y las fantasías de una persona corriente, y cuántas de ellas alcanzaron la impresionante altura poética de La plaza del Diamante.

Tampoco creo que le beneficien mucho aquellos elogios que se refieren sólo al qué cuenta la novela y no al cómo lo cuenta. En los últimos años por lo menos, esos elogios tienden al reduccionismo, bien sea porque la colocan en la estantería de literatura femenina, o en la de los perdedores de la guerra, aquellos que soñaron con un mundo mejor y se dieron de bruces con la más absoluta miseria, cuando no con el dolor y con la muerte, o, incluso, en la de la literatura catalanista, unos porque Quimet, el primer marido de Natàlia, se alista en los escamots del Estat Català y luego lucha y se deja la vida como miliciano en el frente de Aragón, y otros porque Antoni, su segundo marido, es algo así como el paradigma del catalán prudente y ahorrativo, y todos, en fin, porque los milicianos de la novela son buenas personas y los señores que una vez dieron trabajo a Natàlia se han avinagrado con la guerra. Afortunadamente para la novela, sin embargo, en ninguno de esos aspectos cumple con la ortodoxia: el buen miliciano es un machista de catálogo, y el buen tendero, alguien por quien sentir más pena que pasión. El hambre hace que se tuerzan los renglones de la causa, y no faltan personajes que se quejen de que aquello es un sindiós, nunca mejor dicho, «y una señora dijo que ya se veía venir hacía tiempo y que estas cosas de un pueblo en armas siempre pasaban en verano, que es cuando la sangre hierve más deprisa», y en todo caso, como dijo su amigo Cintet, «la historia más valía leerla en los libros que escribirla a cañonazos». Y, en fin, Colometa fluctúa entre el prototipo de mujer sometida al patriarcalismo de la época que finalmente encuentra el sitio que le pertenece y el de quien se encoge de hombros y apechuga con lo que la suerte le depara. Pero no deja de ser irónico (y un tanto folletinesco, dicho sea en su favor) que sea la guerra y la miseria la que libre a la protagonista del marido machista, y su propia desesperación trágica la que, a pique de cometer una barbaridad, le haga encontrar un buen hombre ex machina que le devuelve las ganas de vivir. Ya de muy jovencita su padre le decía que había nacido exigente, «pero lo que a mí me pasaba es que no sabía muy bien para qué estaba en el mundo».

Por ese lado, en fin, la historia sería una de tantas, la de la mujer que asume la existencia que le toca, que se harta de los caprichos del marido, que cría a sus hijos como puede y que para salir adelante tiene que ponerse a servir, en una estructura que, guerra mediante, la hace bajar a los abismos del hambre y la locura y, cuando pasa la tormenta, la deja en la orilla con la serenidad de la madre que ve a su hija bien casada y a su hijo hecho y derecho, y vestido de militar, en una apoteosis final en la que brillan los que están y, sobre todo, los que faltan, esa hermosa galería de secundarios que hacen de la novela un lugar acogedor: la sabia y generosa señora Enriqueta, los amigos Cintet o Mateu, buena gente que refrena como puede las salidas de tono de Quimet, o los mismos niños, niños vivos que cambian y son cambiados, que crecen sanos y pasan hambre, y brillan lozanos y tienen rincones oscuros en su corazón.

Pero todo eso está contado, decíamos, con una voz muy especial. En la edición de Edhasa que he leído viene un prólogo de la autora de 1982, pocos meses antes de morir, en el que, aparte de ver la novela como algo muy lejano, da unas cuantas pistas interesantes para que nos hagamos una idea de la música que escuchaba mientras la componía. Dice que puede haber algún parecido con el Joyce del Ulises en el stream final (el único capítulo que se me ha hecho un poco largo), pero mucho más con algún que otro cuento de Dublineses y, añado yo, con cierto gusto por los juegos melódicos verbales («en el cuello de las ranitas había cintitas pasadas con un entredós haciendo cricrí») y en una noción del tiempo que volvía la mirada a los años 20. También dice que al principio quería montar con las palomas un guirigay kafkiano (y en cierto modo lo consigue), y que entre las lecturas que le servían de modelo estaba la Biblia, algo que se nota en un recurso muy frecuente en la novela, el de la repetición de palabras y conjunciones en series rítmicas regulares, que le da a la prosa un efecto, a veces, paradójicamente desarticulador, pero siempre poético. Copio algunos ejemplos:


«En la calle había niños con palmas lisas y niños con palmas rizadas y niños con carracas y niñas también con carracas, y algunos en vez de carracas llevaban mazos de madera y jugaban a matar judíos por las paredes y por el suelo y por encima de una lata o de un cubo viejo y por todas partes».


«Con la ganancia de la resauración de los muebles del señor d e la calle Bertran se compró una moto de segunda mano. Compró la moto de un señor que se había muerto en un accidente y al que no habían encontrado hasta el día siguiente de ser cadáver. Con aquella moto íbamos por las carreteras como una centella alborotando a las gallinas de los pueblos y asustando a las personas».


«Cruzado el patio se pasaba a una galería con techo y el techo de esta galería era el suelo de la galería descubierta del piso que eran los bajos por la parte de arriba»


O este otro que da idea del tipo de tiempo moderno en el que vive la narradora:


«Y sentí de una manera intensa el paso del tiempo. No el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia y del paso de las estrellas adorno de la noche, no el tiempo de las primaveras dentro del tiempo de las primaveras y el tiempo de los otoños dentro del tiempo de los otoños, no el que pone las hojas en las ramas o el que las arranca, no el que riza y desriza y colorea las flores, sino el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos da forma».


Estos recursos poéticos pueden aflorar en forma de ritornelos como el de «una carcoma dentro de la madera», que habla de los muebles y de su marido y de sus propios sentimientos, o en imágenes que rompen las costuras de la mera descripción, por brillante que sea: «ojos de menta tranquila», «olor a sábana cansada», «sucio de polvo y cargado de comida», «brillante como agua negra, y unas pestañas de artista», «y en una mano tenía un paipái con pájaros muy lejos», etc., etc. 

Esta música es la que le gustaba a García Márquez, esta forma de encontrar imágenes restallantes en las más sencillas observaciones, o de componer una escena preciosa con el sentido literal de una metáfora, un recurso que Gabo emplearía hasta el empalago. El estilo de Rodoreda también pasa por la Biblia antes que por el sensorialismo de las heroínas de Caterina Albert, porque a Colometa incluso le parece que en el parque Güell hay «demasiadas ondas y demasiados pinchos». La suya es otra clase de modernidad.


Mercè Rodoreda, La plaza del Diamante, trad. Sergio Fernández, Edhasa, 2021, 235 p.


31.12.24

Unos kilos de más



Como diría un taurino, Tormenta de verano es una novela un tanto atacada de carnes, con bastantes más páginas de las necesarias, aunque ese es un criterio que en la época en que fue escrita (1962) no tenía la misma vigencia que ahora; ni que antes de entonces, todo sea dicho. Los manuales la consideran heredera directa del objetivismo de El Jarama, pero hay varios elementos que la separan de lo que pudiéramos llamar una panorámica ortodoxa, y otros que la hacen ciertamente importante para lo que estaba por venir.

    La separan, sobre todo, el lenguaje y el punto de vista. Las novelas sin acción sólo se sostienen por la suficiencia de la prosa con que están escritas. Si El Jarama es una grata y constante sorpresa por el oído finísimo de su autor, en Tormenta de verano encontramos una lengua un poco grasienta, con el insistente vicio de los posesivos para nombrar partes del cuerpo («metió sus dedos en mi pelo»), de los clichés de novela o cine norteamericanos («déjame que te vea», dicho como fórmula de saludo, cosa que en la lengua corriente aquí no ha dicho nadie nunca, por ejemplo, o el reincidente «hum», sacado de los tebeos, por no hablar del «accioné el conmutador» para el simple gesto de encender la luz), hiatos cacofónicos como «el viento hinchaba algunas persianas», «en las huertas atardecía aún», o expresiones tan difíciles como «el té regularizaba mis jugos gástricos», «con la cabeza doblada sobre un hombro, contemplé la espalda de Elena, corta y llena», «en la ventana persistía un coágulo de claridad», «me senté a contemplar el mar, que lanzaba unas pequeñas olas muy espumosas», «la otra tenía unas cortas piernas», «nos besamos durante unos segundos, los cuerpos apretados», «el olor de su carne me puso contento», «las adelfas rojeaban el verde de la planta», «proyecté esperar un cuarto de hora más», «verifiqué los botones del pantalón», unidas a una afición por el sudor y los malos olores que permea y humedece la novela entera, supongo que a propósito: «Un penetrante olor a sudor, a tabaco, a madera mojada, se mezclaba al perfume de Elena y al aroma de su cuerpo», «en la depilada axila de Elena se mantenían unas diminutas gotas de sudor», «sudábamos mansamente. Angus se lavó en el bidet», «me quedé con el olor de ella bien dentro», «se les veían más que a las mujeres las rodajas de sudor de los sobacos en las camisas», etc., etc. Con esta prosa maloliente no es de extrañar que Juan Benet despachase las novelas de García Hortelano diciendo que sus personajes no hacían otra cosa que ponerse un whisky y darse una ducha. Menos mal. Como eran amigos, Benet no aludió al aire de ceniza fría, a la tonelada de cigarrillos que se fuman sus personajes, a veces con una rapidez inverosímil, y eso que a uno le gusta el humo en las novelas, pero no la persistente sequedad en la boca de su personaje principal…

    No, la prosa por sí misma no sostiene la novela. No es que sea descuidada, sino que le falta oído musical y le sobra sebo léxico. Hay páginas enteras de diálogos que consisten en que los personajes se saludan o se cambian de sitio o se pasan a otra casa o se encienden un cigarro, y en este andar de un lado para otro sin hacer ni decir nada sustantivo se pasa el rato y uno no sabe si la sensación de hastío se transmite adrede o se consigue sin querer. Y no mejora las cosas el hecho de que una novela que emplea tan prolijamente los recursos del hablar por hablar propios del objetivismo esté contada en primera persona, lo que dificulta y no poco las exigencias técnicas, y que se empeñe en dar una visión, que es una forma suave de aludir a la novela de tesis de toda la vida. Los personajes son cuarentones con dinero que viven en una colonia privada y entretienen su spleen bebiendo como cosacos y fumando como carreteros. El protagonista está casado con una mujer que no se da cuenta de que su marido es amante de una amiga y vecina y de una prostituta pobre, un trío que sin embargo no termina de colmar sus ansias de huir de un entorno tan opresivo. Los hombres beben whisky y hablan de negocios, las mujeres preparan fiestas y toman el sol, todos y todas parlotean desustanciadamente en la veranda (palabra demasiado repetida) de sus chaletes de clase alta, y tratan al servicio y a los aldeanos del pueblecito pesquero con el suficiente desprecio como para que el lector capte la crítica social, mientras los niños, ay, van filtrando tanto desmadre en obsesiones insanas y morbosa soledad.

    Y sin embargo se mueve. Y sin embargo se sostiene. Lo importante de esta novela está en que tanto cigarro hablado va llenando ese mismo retrato social sobre el cenicero de un crimen sin resolver, que finalmente no es crimen y su resolución tampoco salpica a nadie porque los señoritos no pagan por sus caprichos. Por mucho que hablemos con cierta sorna de Tormenta de verano, no nos cabe duda de que la serie Carvalho de Vázquez Montalbán parte de esta idea de montar el realismo social en el chasis de una novela policiaca. De pronto se cuelan diálogos/interrogatorio y desde el principio hay un cadáver desnudo en la playa, y todos los elementos están minuciosamente desperdigados y hay un inspector empeñado en saber la verdad. Asistimos a los inicios de un culturalismo posmoderno en el que la novela popular es la percha donde se cuelga el realismo serio, o no serio, porque esa táctica llega hasta nuestros días y ha dado ingente cantidad de novela pseudonegra de ambiente pseudosocial. Mientras Luis Martín Santos hacía un Galdós pasado por Joyce, es decir, retrataba las distintas clases y ambientes de una ciudad y ajustaba el lenguaje a cada situación, García Hortelano fundía sus entretenimientos personales, la novela negra, con sus deberes profesionales, la denuncia social. Tiempo de silencio pasó a la historia como una gran novela, pero no tuvo verdadera continuación; de Tormenta de verano llegamos a sonreírnos, pero no solo contribuyó a una prematura moda del género como excusa, sino que sembró la semilla de grandes novelas como las que poco después habría de escribir, por ejemplo, Juan Marsé. La prostituta inculta y pobre, la Angus, la res marcada en la ingle, y también el mejor personaje de la novela, está ya en la onda de lo que luego nos deslumbrará con Pijoaparte.

    No sabemos qué habría dado de sí esta novela si se hubiese ajustado a las convenciones proporcionales del género policiaco que la estructura o si hubiera sido escrupuloso con el método neorrealista que la rellena. La mezcla no salió del todo bien, pero dio mucho de sí. 


Juan García Hortelano, Tormenta de verano, ed. Antonio Gómez Yebra, Castalia, 1989 (=1962), 433 p.

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