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7.10.23

El otro don Juan


El paseo machadiano por la ciudad de Soria me llevó a viejas lecturas en forma de círculo que se cierra. Volví a leer Campos de Castilla en la benemérita edición de José Luis Cano para Cátedra, del año 76, y ya era entonces la tercera. Junto a Las inquietudes de Shanti Andía, quizá sea el otro de los libros de lectura obligatoria de mi hermana, que yo miraba luego en casa como quien encuentra una extraña flor que sin embargo le resulta familiar. Es, en todo caso, la edición que luego siempre usé para dar clase. El comentario del Retrato era imprescindible: más que un poema, es un tratado de ética y poética. Con él, bien ilustrado, ya casi era suficiente, pero yo tenía mis querencias: los alejandrinos virgilianos, o hexámetros machadianos, da igual, porque son ellos los dos poetas que me han enseñado a dignificar la hermosura de lo gris, el valor de lo pequeño. Son ellos los que me han adiestrado en captar la emoción sin metáforas gratuitas ni juegos malabares, el estremecimiento de la claridad. Habré leído mil veces El hospicio, al que incluso le hice una ecografía, y he disfrutado más de los nueve poemas de Campos de Soria que de aquellos otros quizá más célebres por su contenido histórico crítico, del mismo modo que me han llegado más los pasajes geórgicos de Alvargonzález que los específicamente dramáticos. Y así ahora, al margen de los poemas del tren, que viajan por toda su obra, me quedo con el Machado de Soria, antes que con el de Baeza, que es un Machado diestro que juega con los poemas igual que Unamuno jugaba con las pajaritas de papel, y en el que la emoción se tiñe un poco de la tarde muerta. Lo que en Soledades era el tedium vitae, en algunos poemas de Baeza suena a cotidiano aburrimiento.

No se trata de ponerle peros a la poesía de don Antonio, pero ese camino sentencioso que inició en los Proverbios y cantares no es, desde luego, lo que más disfruto, y menos aún ahora que de Unamuno, por ejemplo, ya solo leo sus libros de viajes. Y algo parecido me sucede con el Juan de Mairena, cuyo primer volumen (en edición de Antonio Fernández Ferrer) acabo de terminar. Ya comentamos que Julián Marías le negaba a Machado la condición de filósofo, por más que en estas prosas lo intentase con sus juegos sofísticos y palabreros o con su sesuda lectura de Kant, de la que, como buen poeta que es, solo queda el vuelo de la paloma en su paradoja, la única vez, parece ser, que el filósofo cuadriculado se permitió una comparación mundana. 

Esa paloma (la que piensa que volaría más rápido y más alto si lo hiciera en el vacío y no en el aire resistente) es también la mejor enseñanza del Juan de Mairena. Recuerdo que al principio usaba este libro para las frases célebres y las curiosas paradojas, las aporías divertidas y las ambigüedades chocantes. Es, en ese sentido, un libro de profesor, es decir, de aquel que intenta despertar la curiosidad de sus alumnos a base de memorabilia. Pero ahora que ya se han terminado las clases sobre Antonio Machado mi lectura es otra, porque Juan de Mairena invita a preguntarse no qué materiales se pueden usar en clase sino, más profundamente, en qué consiste ser profesor, qué le tenemos que enseñar a los zagales con un libro de poemas en la mano. Por más que los odiosos power point se empeñen en desautorizar la palabra, ahora que el cuerpo «se va poniendo en ridículo» uno piensa que en el fondo se ha pasado la vida respetando a los sabios, pero sin concerles «mayor importancia que al hombre ingenuo, capaz de plantearse espontáneamente los problemas más esenciales». Les hemos enseñado que es un error tomarse a uno mismo demasiado en serio, pero también que «el hombre masa no existe para nosotros». Hemos intentado «enseñarle a repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo».

Y sí, compartimos con don Antonio la simpatía por Lope (el primero que se ocupó en España de dignificar al campesino) antes que por Calderón, y no nos da vergüenza pensar —y decir— que «Séneca era un retórico de mala sombra (…), un pelmazo que no pasó de mediano moralista y trágico de segunda mano». Y defendemos la pureza, sí, «pero no demasiada, porque somos esencialmente impuros», y al tiempo que hemos trabajado para que cada cual se amase a sí mismo, hemos procurado que eso no fuera una justificación del narcisismo ni la egolatría: «Nunca estéis satisfechos de vuestro hombre ni de vuestra obra».

Ahora que vivo en «la poca prisa del campo» y piso la dudosa luz del día, casi me consuela lo poco amigo que he sido nunca de los programas, porque en el fondo las clases de lengua eran clases de retórica, y «en una clase de Retórica hablamos de todo menos de aquello que suele entenderse por Retórica». Hemos enseñado, sobre todo, a comprender, para lo que siempre ha hecho falta una porción de escepticismo; a cambiar sin moverse y a moverse sin cambiar, a cuestionar los tópicos y al mismo tiempo entender la fuerza que los ha hecho tópicos; a desconfiar del onirismo y de los juegos de palabras («vuestra misión es ver e imaginar despiertos, no pidáis al sueño sino reposo»); a no confundir la masa con el pueblo, los ciegos fanáticos con la sensibilidad de los artesanos, «que saben su oficio y para quienes el hacer bien las cosas es, como para el artista, mucho más importante que hacerlas».

¿Qué tendría todo esto que ver con el sintagma nominal? No lo sé, pero más allá de los exámenes, si algo de lluvia cayó de mis palabras en la tierra fértil, esa era la semilla en la que yo pensaba. Hoy pocos leen el Juan de Mairena, y menos aún entenderían posiciones muy de la época, no digo cuáles porque alguna serviría para incluirlo en el índice maldito. Juan de Mairena enseñaba retórica (o sea, a hablar y a pensar) en sus ratos libres, porque él era profesor de gimnasia. Se le pasó al editor, en su, por lo demás, excelente trabajo, que las asignaturas de gimnasia y de francés (la que impartía Machado) eran entonces un poco de relleno, y las únicas que no necesitaban de una titulación universitaria. Aun así, brama don Antonio contra la sagrada educación física, en palabras que nos recuerdan a los «borriquitos con chándal» de Rafael Sánchez Ferlosio, otro gran machadiano.

En fin, don Antonio, se ha hecho lo que se ha podido. No sé si ha sido adrede lo de estar tan de acuerdo con usted. Quizá ocurrió que nos dimos cuenta de que los alumnos solo aprecian el trabajo y la honestidad del profesor. No se transmiten conocimientos sino pasión por conocer. La literatura no se traspasa, si acaso se contagia. Eso no sé si lo aprendimos de Juan de Mairena o de quienes nos escuchaban y hablaban con nosotros y consigo mismos. 

23.9.23

Con Machado en Soria


No hace mucho visité Soria por primera vez. Ya sé que suena raro: ser devoto lector de Machado, haber viajado por todo el país y no haber visto Soria. Son extrañas casualidades, sobre todo cuando uno llega a una ciudad abierta al río, de extensas alamedas, edificios antiguos, plazas arboladas, calles amplias, con un aire castellano salmantino, más que la granítica Ávila. Y los mismos habitantes que Teruel…
   Paseé, claro, entre los «álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio…», y entramos en la iglesia de San Juan de Duero, sus arcos enlazados, y dentro, en el silencio pétreo, me recogí unos momentos de absoluta plenitud, más profunda que después, en San Saturio, hasta donde ascendimos lentamente y me senté en el banco de la muy barroca capilla y en el sobrio cuarto del santero, con el moñaco sentado en su escritorio, junto al fuego, absorto en las Sagradas Escrituras. No fue tan impresionante como en San Juan. Hay lugares bien cuidados y conservados a los que sin embargo les ha desaparecido el espíritu. En San Juan sí estaba. El mío. 

De modo que a la vuelta, por la calle Collado, que parece ser la arteria comercial de la ciudad levítica, entré en la librería Las Heras y me paseé por la sección de temas locales, y allí estaba este libro, Antonio Machado y Soria, una reedición de 2007 del ciclo de conferencias que dieron en 1976 unos cuantos ilustres de los de entonces, a propósito del centenario de su nacimiento. Y como por estas fechas suelo (solía) hablar en clase de don Antonio, lo he leído con una mezcla de nostalgias, la permanente de leer al gran poeta y la eventual de volver a ciertos maestros de los estudios literarios. Y también un poco, cómo no, la de dar clase…

Por las veces que le dan las gracias, el libro fue un empeño de Julián Marías, que ha quedado un poco emparedado entre su maestro don José y su hijo Javier, pero que en alguna época hemos leído (recuerdo el último librillo suyo que leí, Breve tratado de la ilusión) y que veneraba a Machado sin considerarlo filósofo, ni siquiera trasnochado. Aquí, aparte de reunir a varios de los conferenciantes, reflexiona brevemente sobre «la experiencia de la vida» en Machado, que es, dice, «un saber superior, el que ha permitido al hombre, durante siglos o milenios, ‘saber a qué atenerse’». Y aporta algunas claves que tampoco eran entonces mucha novedad, por ejemplo cuando cita su propio estudio de 1949, ‘Antonio Machado y su interpretación poética de las cosas’, donde reparaba en ese «apunte levísimo, una situación o escenario en que se han de vivificar todas las alusiones, que prepara ya el sentido y el tono del poema, y da así el punto de vista desde el cual ha de ser vivido». O sea, Verlaine, el poema de la situación corriente que asciende, por la vía de la contemplación, hasta la más alta poesía.

Pero, salvo sus alusiones al «presente como pasado», el artículo de Marías no aporta demasiado. Suele suceder en estas piezas colectivas que los más ilustres no son los que añaden más sabrosas novedades. El caso extremo, aquí, es el de Lafuente Ferrari, por aquel entonces ya casi octogenario, que dicta una larga, prolija, pomposa y antipática conferencia sobre el «mundo visual» de Antonio Machado en el que, aparte de contar una porción de anécdotas personales que no vienen al caso, y de negar con aire adusto y reaccionario la politización de Machado, quedan sus comparaciones con la «visión grandiosa y desolada» de Zuloaga o, esa sí, con Ricardo Baroja, un hilo del que se podría haber tirado para escribir un buen artículo y no un cajón de sastre.

Tampoco resulta (casi medio siglo después) demasiado novedosa la aportación de Rafael Lapesa, esta sí ordenada y rigurosa, sobre algunos símbolos, más allá de los habituales, en la poesía de Machado, el mar, el sueño, la sombra, las galerías, las colmenas…, símbolos, sobre todo, del primer Machado, lo bastante ambiguos como para que le sirvieran como a Góngora las plumas o el cristal luciente, de leit-motiv, entonces tan frecuentes, de redefiniciones léxicas con valor de comodín poético, de las que pronto don Antonio se apartaría. 

Mucho más interesantes, y útiles para quien ahora quisiera estudiar a Machado, son los artículos de Heliodoro Carpintero, que sitúa y contextualiza perfectamente los cinco años sorianos de Machado, tan definitivos para su poesía, incomparablemente más que los doce que pasó en Segovia, por ejemplo, de la que, por lo que a la poesía se refiere, prácticamente no absorbió nada, ni parece que le interesó gran cosa más allá de sus viajes a Guadarrama, que ya venían de lejos; o bien el de José Antonio Pérez Rioja sobre esta influencia de Soria en la poesía de Machado y su sentido de «lo esencial castellano» y de la «poesía visual» que, a fin de cuentas, nace de las descripciones virgilianas, tan 98, las que llenan el alma como con un soplo de aire puro que a su vez vuelve a exhalarse en apóstrofes emocionados.

Pero lo mejor viene al final, en un artículo de Manuel Terán sobre los años mozos de Machado que nos aporta dos datos muy importantes que no son fáciles de encontrar. Primero, que la Institución Libre de Enseñanza hizo tanto bien al individuo como mal al estudiante, por su orientación al autodidactismo y porque el cerril sistema educativo de entonces hacía pasar por el aro a estudiantes que no habían perdido el tiempo memorizando las lecciones canónicas, de modo que Machado tuvo que cursar un bachillerato para adultos y hacerse profesor sin título universitario, en una de esas asignaturas «de relleno» y en uno de esos institutos de provincias que desprecia Lafuente Ferrari en su tostón de artículo. La I.L.E. pasó de ser un proyecto universitario a quedarse en una iniciativa de escuela primaria que, por cierto, está más vigente que nunca.

Pero lo más novedoso, al menos para mí, que aporta Terán es algo que tiene que ver con la estilística machadiana. La época en la que más he leído a Machado fue mientras estaba traduciendo las Geórgicas de Virgilio. Me fijaba en su maestría para el heptasílabo (el hemistiquio alejandrino), en cómo daba esa sensación emocionante de nombrar y al mismo tiempo ensalzar, sin salirse de la más exacta precisión y sin abandonar una de las normas principales de la rítmica clásica: separar lo más posible los acentos de dos palabras juntas. Machado habla de «colinas plateadas», pero no de plateadas colinas; «grises alcores», pero no alcores grises; «cárdenas roquedas», pero no roquedas cárdenas, y no solo por evitar una esdrújula a final de verso, sino por conseguir ese efecto empático y emocionante que yo buscaba en la traducción de Virgilio, porque en latín también lo tiene. 

El caso es que, para conseguirlo, Machado, como todos los de su generación, acudió a las palabras hasta entonces menos tópicamente poéticas, a los nombres de las cosas, a la poética de la exactitud, de la precisión y la naturalidad. Y da Manuel Terán un dato que me ha hecho sonreír de gozo. Muchos de esos dobletes que nos asombran en Campos de Castilla por su expresividad y su tersura podemos encontrarlos nada menos que en los textos sobre geología de Lucas Mallada, el de Los males de la patria, lo que vendría a unir estética e ideología en eso que llamamos El 98. No sé si Baroja o Unamuno leyeron también a Mallada, pero la técnica de juntar nombres y adjetivos en descripciones de la naturaleza es bien parecida, claro que no tan depurada como en Machado. 

Leo ahora algunos versos de Virgilio de los que traduje entonces. Con que conservaran algo de ese aire emocionado, de ese nombrar la tierra seca y las yerbas pardas con la misma intensidad y el mismo afecto, ya me daría por satisfecho.


Carpintero, H., Lafuente Ferrari, E., Lapesa, R., Marías, J., Pérez-Rioja, J. A., De Terán, M., Antonio Machado y Soria. Homenaje en el primer centenario de su nacimiento, Centro de Estudios Sorianos, C.S.I.C., 2007 (=1976), 147 p.

23.2.14

Aniversario


Notas (musicales) sobre un poema de Antonio Machado.

Ayer hizo setenta y cinco años que murió Antonio Machado. Tengo que escribir algo para su centenario. Me gustaría hacer con él lo mismo que estoy haciendo con Baroja, leerlo de cabo a rabo, y en vez de glosar novelas dedicarle a cada poema una entrada.
Cuando traducía las Geórgicas me di cuenta en seguida de que el mejor verso para traducir a Virgilio es el alejandrino machadiano. No traté de imitarlo, para no hacer el ridículo, pero antes de sentarme a traducir leía unos cuantos poemas suyos. Campos de Castilla, la vieja edición de José Luis Cano, estaba siempre al lado de los diccionarios. Ese castellano definitivo, jugoso y claro, esa forma emocionada de nombrar, sin la pompa de las odas, con una emoción más cercana y profunda, que es la emoción de los que cantan a las cosas.
Esta mañana lo he vuelto a abrir un poco al azar, pero buscando algún poema de Soria, algún paisaje machadiano. Lo primero que me encuentro es un hospicio:

Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,
el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas
en donde los vencejos anidan en verano
y graznan en las noches de invierno las cornejas.
      Con su frontón al Norte, entre los dos torreones
de antigua fortaleza, el sórdido edificio
de grietados muros y sucios paredones,
es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!
      Mientras el sol de enero su débil luz envía,
su triste luz velada sobre los campos yermos,
a un ventanuco asoman, al declinar el día,
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,
      a contemplar los montes azules de la sierra;
o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,
caer la blanca nieve sobre la fría tierra,
¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!...

               Y me quedo en él, porque es este el alejandrino que leía una y otra vez mientras escuchaba a Virgilio. Sí, Machado es nuestro Virgilio, y no solo en términos de emoción poética, de tersura sin afectación, sino en el de haber fijado un canon de naturalidad. Es este castellano en el que mejor nos reconocemos, el que Machado fue a buscar a la Rioja, a casa de Berceo, y lo tradujo a su tiempo y desde su tiempo a la lengua entera, con el mismo rango que el propio don Gonzalo.
               En algunos aspectos, el serventesio alejandrino es más berceano de lo que parece. Las sinalefas son bien pocas. Si prescindimos de las que Berceo también podía usar contrayéndolas (d’ennegrecidas, d’invierno, d’antigua) o podándolas (a un, y enfermos, sobre una), solo hay cinco sinalefas entre vocales abiertas, prohibidas el alejandrino primitivo, cuatro de distinta palabra (hospicio, el; sórdido edificio; sombra eterna; ventanuco asoman) y una dentro de la propia palabra (torreones), y ello porque es preferible que considerar la sinalefa en la cesura, cosa que aquí solo sucede en sombra eterna. Luego hay un caso raro, de grietados muros, y digo raro porque los editores están de acuerdo en escribirlo sin prefijo a- pero luego ninguno coloca la diéresis sobre la i, imprescindible para la escansión del hemistiquio.
               Cuando uno está componiendo alejandrinos el número de sinalefas se dispara si se quiere mantener la naturalidad. Bien es verdad que al traducir casi siempre la sinalefa es necesaria, y que el poeta puede siempre decir de otra manera, pero en uno u otro caso escribir alejandrinos sin sinalefas corre el peligro de que resulte una cosa pesada y machacona. En Berceo no resulta así. Sus “monótonas hileras” no se hacen pesadas, ni tampoco en el autor del Libro de Alexandre. Por eso son grandes poetas, porque en ellos es un delicado fluir, como un río que las acompaña, lo que en otros parece un ruido de cantería.
               En cuanto al ritmo, si lo comparamos con cuatro cuadernas marianas de Berceo veremos la verdadera diferencia de estilo. Por ejemplo:

Tornemos ennas flores que componen el prado,
que lo façen fermoso, apuesto e temprado;
las flores son los nomnes que lida el dictado
a la Virgo María, madre del buen Criado.

La benedicta Virgen es estrella clamada,
estrella de los mares, guïona deseada,
es de los marineros en las cuitas guardada,
ca quando éssa veden es la nave guiada.

Es clamada, y éslo de los cielos, reína,
tiemplo de jesu Christo, estrella matutina,
sennora natural, pïadosa vezina,
de cuerpos e de almas salud e medicina.

Ella es vellocino que fue de Gedeón,
en qui vino la pluvia, una grand vissïón;
ella es dicha fonda de David el varón
con la qual confondió al gigant tan fellón. 

               El ritmo es el siguiente:

CESURA
10ª
11ª
12ª
13ª
14ª
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En el poema El hospicio el cuadro quedaría así:

CESURA
10ª
11ª
12ª
13ª
14ª
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Primera sorpresa: Machado es más estricto que Berceo en la escansión del alejandrino. Berceo no suele acentuar en tercera y suele acentuar en décima, y Machado no acentúa en ninguna de las dos. Para él la norma no distingue entre primer y segundo hemistiquio: siempre se acentúa en sexta y nunca en tercera. Según la frecuencia, se pueden ordenar por hemistiquios.

Primer hemistiquio:

7 veces, 44%
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4 veces, 25%
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3 veces, 19%
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2 veces, 12%
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Segundo hemistiquio:

8 veces, 50%
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6 veces, 38 %
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2 veces, 12 %
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El que más abunda es el de acento en cuarta y en sexta, seguido del de acento en segunda y en sexta, del de acento en segunda, cuarta y sexta y del de acento en primera cuarta y sexta. O sea, y más claramente:

13 veces, 41%
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11 veces, 35%
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6 veces, 19%
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1 vez, 3%
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En el caso de Berceo, la cosa es más o menos así:

Primer hemistiquio:

4 veces, 25%
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3 veces, 19%
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3 veces, 19%
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2 veces, 12%
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2 veces, 12%
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1 vez, 6%
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1 vez, 6%
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Segundo hemistiquio:

6 veces, 37%
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6 veces, 37%
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3 veces, 19%
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1 vez, 6%
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               O sea, en total:

10 veces, 31%
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9 veces, 28%
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5 veces, 16%
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3 veces, 9%
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2 veces, 6%
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2 veces, 6%
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1 vez, 3%
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Comparemos solo los totales en ambos poemas:


Gonzalo de Berceo:

10 veces, 31%
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9 veces, 28%
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3 veces, 9%
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2 veces, 6%
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2 veces, 6%
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1 vez, 3%
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Antonio Machado:

13 veces, 41%
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11 veces, 35%
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6 veces, 19%
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1 vez, 3%
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               De modo que Berceo solo emplea una vez (La benedicta Virgen) el hemistiquio que más usa Machado (y aun así habría que saber cómo pronunciaba bene don Gonzalo), y Machado nunca emplea el que más usa Berceo, el anapesto ( ̶    ̶  ¡  ̶    ̶  ¡  ̶  ). Tan solo se ponen de acuerdo en usar regularmente el hemistiquio de dos tiempos (2ª y 6ª) y el de tres en yambo (2ª, 3ª y 6ª).
               Las combinaciones más frecuentes en Machado, o sea el verso entero, son pues las siguientes:

A (3 veces)
̶
̶
̶
¡
̶
¡
̶

//
̶
̶
̶
¡
̶
¡
̶
B (3 veces)
̶
̶
̶
¡
̶
¡
̶

//
̶
¡
̶
̶
̶
¡
̶
C (3 veces)
̶
¡
̶
̶
̶
¡
̶

//
̶
¡
̶
̶
̶
¡
̶
D (2 veces)
̶
¡
̶
¡
̶
¡
̶

//
̶
̶
̶
¡
̶
¡
̶
E (1 vez)
¡
̶
̶
¡
̶
¡
̶

//
̶
¡
̶
̶
̶
¡
̶
F (1 vez)
̶
̶
̶
¡
̶
¡
̶

//
̶
¡
̶
¡
̶
¡
̶
G (1 vez)
̶
¡
̶
¡
̶
¡
̶

//
̶
¡
̶
¡
̶
¡
̶
H (1 vez)
¡
̶
̶
¡
̶
¡
̶

//
̶
̶
̶
¡
̶
¡
̶
I (1 vez)
̶
¡
̶
¡
̶
¡
̶   
̶
//
̶
¡
̶
̶
̶
¡
̶


Versos tipo A serían:
el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas
con su frontón al norte, entre los dos torreones
o, de los cielos blancos, como sobre una fosa

Versos tipo B:
de grietados muros y sucios paredones
a contemplar los montes azules de la sierra
¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!

Versos tipo C:
en donde los vencejos anidan en verano
y graznan en las noches de invierno las cornejas
de antigua fortaleza, el sórdido edificio

Versos tipo D:
su triste luz velada sobre los campos yermos
caer la blanca nieve sobre la fría tierra

Verso tipo E:
Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano

Verso tipo F:
mientras el sol de enero su débil luz envía

Verso tipo G:
En un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!

Verso tipo H:
a un ventanuco asoman, al declinar el día

Verso tipo I:
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos

               De todos los cuadros, sin duda el más significativo es el de hemistiquios totales en Machado:

13 veces, 41%
̶
̶
̶
¡
̶
¡
̶
11 veces, 35%
̶
¡
̶
̶
̶
¡
̶
6 veces, 19%
̶
¡
̶
¡
̶
¡
̶
1 vez, 3%
¡
̶
̶
¡
̶
¡
̶

               Basta compararlo con los versos para darse cuenta de que la emoción machadiana, lo que más le distingue de Berceo, es alternar el heptasílabo clásico, con acento en segunda y sexta, y el mucho más emotivo con acento en cuarta y sexta. Ahí, en ese impulso, en esas tres átonas seguidas es donde anida la fuerza que vuela en el resto del verso. Voy a escribir en fila los trece hemistiquios así construidos. Al lado pongo el número de estrofa, porque resulta llamativo que lo utilice dos veces en la primera estrofa y cinco en la última, lo que da idea de que esa es la cláusula que utiliza Machado para emocionar  el poema:

el caserón ruinoso (1)
de ennegrecidas tejas (1)
con su frontón al norte (2)
entre los dos torreones (2)
de grietados muros (2)
mientras el sol de enero (3)
sobre los campos yermos (3)
al declinar el día (3)
a contemplar los montes (4)
o, de los cielos blancos, (4)
como sobre una fosa (4)
sobre la fría tierra (4)
sobre la tierra fría (4)

               Este heptasílabo, en fin, ya es clásico, no románico, y suena como un violín, no como unos palotes, y no lo digo en broma: un paloteado con el mismo ritmo que lleva el heptasílabo más utilizado por Berceo (  ̶    ̶  ¡  ̶    ̶  ¡  ̶  )es el que usó Goyo Maestro para la música de Témpora y violeta. Más románico imposible.
               Con el otro heptasílabo más abundante, el clásico de dos acentos, con tres átonas entre ellos que le dan solemnidad ( ̶   ¡  ̶    ̶    ̶   ¡  ̶  ), igual que en un endecasílabo heroico ( ̶  ¡  ̶    ̶    ̶  ¡  ̶    ̶    ̶  ¡  ̶ ), Machado ha escrito los siguientes hemistiquios:

hospicio provinciano (1)
en donde los vencejos (1)
anidan en verano (1)
y granan en la noche (1)
de invierno las cornejas (1)
de antigua fortaleza (2)
el sórdido edificio (2)
y sucios paredones (2)
atónitos y enfermos (3)
azules de la sierra (4)
la nieve silenciosa (4)

               Es muy llamativo que ocurra justo lo contrario que con los hemistiquios con tres átonas iniciales, que abunda más en la parte final del poema. Este otro hemistiquio heroico, llemémosle así, es mucho más frecuente al principio, y pierde relevancia conforme avanza el poema, pero sí aparece en el último hemistiquio (la nieve silenciosa), del mismo modo que el otro había aparecido en el primero (Es el hospicio, el viejo). Y eso que hay un verso (en donde los vencejos) que asignamos al esquema   ̶   ¡  ̶    ̶    ̶   ¡  ̶   con toda reserva: aunque donde es tónica, a efectos prosódicos no es tan relevante como el otro acento, el de vencejos.
              
Estas son, en fin, las cuentas que me hacía con Machado cuando estaba traduciendo a Virgilio. Este era el orden de palabras, de las palabras, siempre que podía, más machadianas que encontraban. Luego había que tener en cuenta ese arranque casi endecasílabo (el viejo hospicio provinciano), algo que los modernistas practicaban mucho, dividir el verso en dos mitades no exactamente isosilábicas, y que Machado, aquí, solo hace dos veces, en ese primer verso y en el cuarto de la segunda estrofa (es un rincón de sombra eterna), y que yo tuve que adiestrarme severamente para no hacerlo demasiado en la traducción.Y por supuesto el arte de expresar los sentimientos sin nombrarlos, tan solo a través de aquello que los produce, objetos que llevan huellas de abandono, silencio y dolor. 
En términos puramente técnicos, Machado no pasó de hurgar en los mismos asuntos que le interesaban a Virgilio: cómo nombrar con grandeza las cosas más humildes, cómo ver desde la voz común los más hondos problemas, cómo presentarnos la realidad envuelta en verdad, profunda y transparente, pero no exacta. Machado es un río inexacto de verdades, porque la verdad no es exacta, la verdad está en el que ve, no en lo que es visto. Y la verdad era el hombre capaz de mirar con emoción nuestro paso por el mundo, la herramienta para contemplar el campo cada día, para mirar un hospicio desde fuera y hacerlo el hospicio de todos los tiempos y todas las edades. 

Cromograma vocálico del poema El Hospicio

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