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9.6.25

Escribir como si nada


A los setenta años, y más por aceptar un encargo editorial que porque el empeño le sedujera, Pío Baroja se sienta a escribir sus memorias, y lo primero que nos cuenta es que se trata de un género que no le gusta, primero porque solo escriben memorias los hombres ilustres, cuyas vidas están«llenas de accidentes», de fechas y de nombres, y escritas con una «retórica pretenciosa», «aburrida e insoportable», que para él no tiene el menor interés; mucho más atractivo sería leer los recuerdos de un hombre corriente, «una vida vulgar contada con detalles y con sencillez», en la que se fueran intercalando dos tipos de recuerdos que se complementan, los de la memoria en soledad y los de la memoria conversada, según Baroja descubrió en Pío Baroja en su rincón, la biografía que Pérez Ferrero escribió en París.
Lo más característico de estas memorias, y de la vida de Baroja, y en cierto modo de la época que le tocó vivir y de aquellos otros escritores que no le caen en gracia, es la permanente paradoja. Baroja no tiene una sola idea a la que no se le pueda oponer otra también salida de su pluma. «Si no me gustan las memorias de los demás, ¿cómo puedo cree que las mías van a gustar a los otros?», o incluso, cabe pensar, cómo va a creer Baroja que le va a entretener escribirlas. «Yo creo en las novelas», dice, con contundencia casi altiva, y hace un repaso de aquellos libros de memorias que al menos no le han parecido mal, entre los que me alegra ver nombrado uno que en su momento me gustó, los Recuerdos del tiempo viejo de Zorrilla, del que no obstante Baroja dice que «son un poco superficiales» y que siempre se está quejando de falta de dinero, y otro que no he leído pero que por lo que dice tiene que estar muy bien, los Recuerdos de un anciano, de Antonio Alcalá Galiano, que ya está en camino.

Esto de empezar un libro declarando que no le apetece escribirlo ya es una marca de fábrica, con matices que lo corroboran y también que lo suavizan. Entre los primeros, el hecho de que casi treinta años atrás la editorial Calleja le encargase una autobiografía y Baroja le presentara Juventud, egolatría, ese libro imprescindible que el editor de entonces rechazó. Es como para que le quedase cierto resquemor, por más que el libro hubiera tenido el éxito que luego tuvo, teniendo en cuenta que ahora estamos en 1944, aunque estas memorias empezaron a publicarse en 1942, y lo que en 1917 parecía excesivo, en la primera posguerra podía resultar hasta peligroso. Y sin embargo, como buen novelista, Baroja se propone, por encima de todo, entretener, por más que rebusque recortes de periódicos viejos, algunos de los cuales copia enteros y por regla general sirven para entorpecer el delicioso ritmo de su prosa. Es curioso, por ejemplo, leer el artículo de Sánchez Mazas que Baroja copia entero porque le resulta «simpático»: son dos páginas de un buen escritor que sin embargo, comparadas con las de Baroja, resultan cargantes, infladas, excesivas. Y eso que Sánchez Mazas no era lo que se dice un escritor aparatoso…

Baroja empieza estas memorias en Itzea, de la que nos regala una descripción maravillosa, marca de la casa, quizá las más hermosas páginas del libro. Allí nos describe el entorno y al hombre que lo habita, gran madrugador y amigo de la rutina, aficionado a los tipos humildes y curiosos, cómodo habitante del matriarcalismo vasco. Casi al final del libro, en una interesantísima entrevista con su hermana que Baroja rescata de algún otro periódico, Carmen resalta su carácter metódico y «ordenado en sus horas de trabajo», así como el hecho de que todos en la familia fueran lo bastante independientes como para no opinar de los nuevos títulos que Baroja daba a la imprenta. En ese mundo apacible y libresco Baroja escucha el sonoroso rumor del Shantell-erreca, el arroyo que lamía los cimientos de la casa, y recuerda cuáles han sido de siempre sus lecturas preferidas: «Dickens, Poe, Balzac, Stendhal, Dostoievski y Tolstoi». De Dostoievski reconoce incluso haber leído «toda su obra, y hasta varias veces», y que por fuerza ha tenido que influir en él. Y, por otra parte, tiene bastante claro que «un hombre que haya leído bien la Odisea, La naturaleza de las cosas, de Lucrecio, los dramas de Shakespeare, Don Quijote o el Fausto, de Goethe, sabe lo necesario para ser escritor». No está mal, sobre todo lo de Lucrecio, que se sale de los estándares impepinables, para un hombre que había reunido, él y su sobrino, una estupenda biblioteca en la que —y eso está estudiado— no falta nada importante. En ese mundo, y aparte de los cuadros que ya tiene de su hermano Ricardo y las estampas que fue comprando, sobre todo, en las orillas del Sena, Baroja dice que, si pudiera, tendría el autorretrato del Greco, una cacería de Velázquez (probablemente se refiere a Felipe IV: la caza del jabalí), La pradera de San Isidro, de Goya, y «cuadros impresionistas» de Turner, Sisley y Van Gogh, aunque en algún otro pasaje cita también a Vermeer. La lista, otra vez, dice mucho no solo de sus gustos en materia pictórica sino en la literaria. Otros juicios resultan curiosos: al escritor que firmó unas cuantas novelas afrancesadas en su serie histórica —y en la no histórica—, de Francia le repele su «actitud petulante» y su incomprensión, algo que tampoco es de extrañar teniendo en cuenta el juicio que daba el Larousse sobre su obra: «Ses livres sont agressifs, paradoxaux, extravagants et subversifs». Proust, en fin, le parece «cursi», y no atina mucho, la verdad, al afirmar que está en decadencia y que en poco tiempo quedará en  nada. Ni siquiera un escritor como Joyce, a pesar de ser, a veces, «incomprensible y disparatado», tiene «ese aire envejecido y vulgar» que le ve a Proust. De todos modos la opinión hay que enmarcarla no tanto en su idea de Francia como en su visión de la vanguardia en general, sobre todo del cubismo, que le parece una tontería, y del que dice algo difícil de rebatir: «Las últimas conquistas del cubismo han sido los anuncios del cine y de los almacenes de modas». Y eso que no llegó a ver la época de los logotipos…

La vanguardia no le había pillado viejo (cuando empieza a publicar Proust su heptalogía, Baroja tiene cuarenta años, está dando lo mejor de su obra y así se le reconoce fuera de España), pero en cierto modo lo había hecho mayor, igual que hiciese Ortega en 1914 con Azorín en lo que podríamos llamar La conjura de Aranjuez. Es lo que tienen las generaciones, los grupos, los nombres, los cogollitos: hay quien inventa una generación para no quedarse en tierra de nadie, pero poco tiempo después se inventa otra que lo deja en el olvido. Es lo que pasó con el 98, al que Baroja dedica un buen puñado de páginas.

«Yo siempre he afirmado que no creía que existiera la Generación del 98», empieza diciendo, y lo repite unas cuantas veces. Ni leyó a Ganivet ni cree que los de su tiempo lo leyeran. Leyeron a un Nietzsche «fragmentario e incompleto», que por lo demás ya se había dejado atrás hacia 1905. En todo caso, tuvieron la suerte de haber vivido «en una época en que todo se podía inventar y decir en la esfera del pensamiento», pero eso no justifica la existencia de un grupo cuyo único rasgo en común, precisamente, es el del individualismo. Eso y el romanticismo es «lo único bueno del 98», y es algo que les vino de fuera. Pasa con ellos lo mismo que con el anarquismo: uno se hace anarquista porque reniega del poder, hasta que le llega un dirigente anarquista a decirle lo que tiene que hacer, que decir y que pensar. Dice Baroja que la iniciativa del 98 fue de Azorín y de Valle-Inclán, dentro de la campaña que organizaron contra Echegaray, pero que no pasó de ser un reflejo del ambiente literario, filosófico y estético. «He oído decir», comenta Baroja, desentendiéndose una vez más, que estaba formado por «Azorín, Benavente, Maeztu, Bueno, Valle-Inclán, Unamuno y yo».  Salvo Azorín, del que se sigue declarando amigo, al resto lo pone verde, sobre todo a Valle. De Maeztu critica sus ostentosos cambios de chaqueta (católico fervoroso, comunista exaltado, tradicionalista rígido…) y la relación distante, algo envidiosa, que siempre mantuvo con él. A Bueno (el que dejó manco a Valle-Inclán de un bastonazo, y quien seguramente puso en circulación, refiriéndose a Baroja, lo del escritor «desaliñado») lo considera poco consecuente, como poco de fiar. De Unamuno esta vez sólo se mete con sus pretensiones de novela deshidratada, poco más que un argumento teatral, pero a Valle-Inclán le dedica demasiadas páginas como para no pensar que le tenía verdadera hincha. No le hacen ninguna gracia sus fantásticas versiones sobre la pérdida del brazo ni sus cuentos de tierra caliente, o esa inclinación a mostrar «algo estrafalario o ridículo» para ser un escritor, ni mucho menos su pretendida «nobleza caballeresca», en la que colaboraba la corte de palanganeros que le reía en el café las gracias. Incluso dice de él algo que va más allá de la simple antipatía: lo acusa, por ejemplo, de haber vivido a sueldo del Estado, en concreto del subsecretario Burell, aunque, según Baroja, Fernández Almagro, que fue biógrafo de Valle-Inclán, dudaba de que alguna vez no hubiera tenido un sueldo procedente del fondo de reptiles. Lo llama maledicente, misógino, desagradecido, no entiende por qué «se le tenía miedo», se burla de su nombre aristocrático inventado, lo cita cuando hablaba de su «noble raza judía», algo que Baroja corrobora cuando lo compara con las familias judías de Hendaya: «El mismo color, la misma mirada, las mismas barbas y la misma expresión desafiadora». Lo acusa de no basarse en la verdad para escribir, en fantasiosas novelas pseudohistóricas como la trilogía La guerra carlista, y de reutilizar textos ajenos, sobre todo antiguos, práctica que hasta consideraba beneficiosa. Incluso lo critica por no haberlo visto reír, ni a él ni a Unamuno: «Y si alguno de ellos reía, era contra algo, pero nunca por algo». Tan sólo hay dos rasgos de Valle-Inclán que a Baroja le producen una cierta —y relativa— admiración: su prodigiosa memoria (bien lo sabía él de los tiempos de El mirlo blanco) y «el anhelo que tenía de perfección de su obra», esa obsesión un tanto quijotesca por evolucionar a nuevas formas, «aun a riesgo de quedar en la miseria».

Lo que le separa de Valle-Inclán es, en el fondo, lo mismo que le separaba del modernismo, la diferencia entre sonoridad y precisión, entre musicalidad y exactitud, como si se tratara de virtudes incompatibles. Pero así era, por más que Baroja se declare más de una vez impresionista, o que algunas de sus novelas, El laberinto de las sirenas por encima de todas, sean exquisitas piezas musicales, acuarelas delicadas, llenas de color, abstraídas en su sensualidad. Baroja identifica lo que ahora entendemos por modernismo con una corriente «dirigida por D’Annunzio, Maeterlinck, ecétera, y en España por Rubén Darío, Benavente y Valle-Inclán» que a él, que se entusiasmaba «con Dickens, con Stendhal y con Dostoevski», no le interesaba lo más mínimo: «Yo no creo gran cosa en los adjetivos», dice. El 98, si es que era algo, tenía que ver más bien con el rechazo de esa sonoridad como fin último y exclusivo, o lo tuvo que ver, según Baroja, hacia 1901, con el estreno de la Electra de Galdós y la fundación de una revista con el mismo título, un grupo literario «que duró lo que dura un relámpago». Y sin embargo es el propio Baroja quien, en la última parte del libro, extracta la memoria de doctorado de Helmut Demuth sobre sus ideas filosóficas y literarias, en las que ya aparece la dicotomía Dickens/Dostoevski, esencial para entenderlo, o su sentimiento del paisaje, y también un perfecto resumen de las características e inclinaciones de ese grupo inexistente que algunos dieron en llamar Generación del 98:


Se agruparon alrededor de Baroja y Azorín unos jóvenes que anhelaban volver a los manantiales del ser nacional y romper con el cuadro esquemático de la España de la generación anterior. Recorrieron el áspero paisaje de Castilla, que recogió, como en un hogar recobrado,a vascos y levantinos; se aficionaron a Gonzalo de Berceo, cuya simplicidad levantaron al nivel de los clásicos; volvieron a descubrir a Goya y el Greco. Pero fueron al mismo tiempo los primeros que se declararon dispuestos para la universalidad, captando y elaborando lo nuevo que llegaba de fuera. Vieron en Larra, sobre cuya tumba celebraron como un homenaje programático, a un consanguíneo en lo espiritual; estaban dispuestos a llevar más adelante lo que en él fue malogrado.


Después de tanto negar su existencia, nos deja, de postre, su definición canónica. Pocas cosas hay en Baroja a las que el propio Baroja no les dé la vuelta tarde o temprano.

Entre todos esos nombres que «dicen» formaban el 98, cualquier lector echa en falta uno que en este libro no se nombra: Antonio Machado, y eso que Baroja también llega a preguntarse alguna vez aquí si es clásico o romántico. Sólo lo nombrará, y de forma muy anecdótica, en el tercer volumen de estas memorias, Final del siglo XIX y principios del XX, mientras los dos andaban por París. En cierta ocasión, Machado le echó un capote poético cuando unos jóvenes algo insolentes le dijeron a Baroja que tenía cara de randa. Antonio Machado se tomó la molestia de explicarles que, de todos los allí presentes, Baroja era quien tenía «el rostro más humano».

Es un poco raro. Los unía la admiración por Verlaine («el último gran poeta del mundo»), y sobre todo una forma de entender la lengua literaria. Es sencillamente imposible que a Baroja no le gustaran los poemas de Campos de Castilla. Entonces, ¿por qué ese casi absoluto silencio en estas memorias? Uno no espera que Baroja emita juicios sobre todos los artistas de la época, pero habla de tantos que sorprende que se deje al mejor de los poetas. Habrá quien, agarrándose a las opiniones que aquí vierte Baroja, vea en ello motivos políticos. Baroja insiste un par de veces, con toda contundencia, en que él no ha sido nunca un delator y que un delator le parece «un tipo despreciable». Sin embargo también aclara que ningún miembro del presunto 98 era republicano ni socialista, que tanto ellos como los anarquistas les tenían verdadera inquina, y que la República los postergó. Le criticaban, por ejemplo, que un «explotador de obreros» como él hubiera escrito una novela como La busca… A pesar de que se declara «más bien apolítico que otra cosa», Baroja considera las revoluciones «generalmente perjudiciales», contrarias a su ideal de independencia y a la máxima de Robespierre de que la libertad de uno acaba donde comienza la del otro; pensaba que esa independencia sólo se la garantizaba la monarquía, y estaba convencido de que la República «acabaría mal y que sería un desastre». Sus palabras son de 1944 y ahora suenan bastante fuertes, pero son las que son y valen tanto para un extremo como para el otro:


Siempre he tenido recelo y poco amor por la democracia y el comunismo. Ya en todas las manifestaciones democráticas de hace años me parecía ver un peligro. Todos los públicos grandes me han producido desconfianza y, a veces, terror. No creo que una masa social pueda ir a nada bueno. Todo en ella serán apatitos un poco brutales, nunca pensamientos nobles ni juicios claros.


Si leemos esto a la luz del populismo de nuestros días, igual no nos resulta igual de reaccionario. Y en cualquier caso no se le puede negar la misma claridad que a los setenta años sigue defendiendo como norma de estilo. Piensa Baroja que «el estilo oratorio es fácil de hacer y comprender», aparte de un subterfugio pomposo que ha dado más de sí de lo que debería, que ha acaparado prestigios presentes y con el paso de los pocos años se ha disuelto en naftalina. Sin embargo, «el estilo sencillo, que explique bien, que dé la impresión bien, sin afectación, sin petulandia, eso es lo que me parece más difícil», sostiene Baroja, porque siempre es más fácil añadir adornos que quitarlos, aclarar, como se dice de las podas hortelanas. «Salir del salón sin que nadie recuerde cómo uno iba vestido», que es como George Brummel definía la elegancia.

Junto a la del estilo claro y sencillo, Baroja insiste en sus ideas de siempre sobre la novela. Igual que afirma con orgullo no haber compuesto jamás una fábula con moraleja, también recela de las novelas cerradas, escritas con partitura, porque «no presentan tipos vivos», al tiempo que se declara impresionista, porque «para un impresionista lo trascendental es el ambiente y el paisaje». Su hermana Carmen, cuando le preguntan cómo escribe su hermano Pío las novelas, dice, con la debida reserva, que ella cree que «las novelas le van saliendo», que es el acto de escribir el que determina el contenido, no las tesis ni los planes previos. Quizás alguna vez, cuando escribía «reportajes fantásticos», novelas de ambientación histórica como las que dedicó al monstruoso conde España, tenía que someterse a la información fidedigna, pero en la mayor parte de su obra, y también en estas memorias, el método se resume en ir haciendo, en sentarse y escribir. Es la forma más segura de que salga lo mejor que estaba escondido, lo interesante que uno ni siquiera imaginaba. Es el escritor en marcha, igual el que fabula que el que recuerda, el que se pone al servicio de la letra, no el déspota que manda sobre ella.


Pío Baroja, El escritor según él y según los críticos, en Obras Completas I, Círculo de Lectores, 1997, pp. 105-313

31.12.22

Una educación sentimental


Las memorias de Baroja, Desde la última vuelta del camino, están formadas por siete volúmenes independientes que nunca se publican por separado, que es como fueron saliendo a partir de 1944. Tusquets las reeditó  en tres volúmenes en 2006, en sus Obras completas ocupan dos… Pero desde que Caro-Raggio, en 1982, editara la gran colección del centenario, no habíamos disfrutado de esa condición autónoma, sobre todo del segundo volumen, Familia, infancia y juventud, el más novelesco de todos, que ahora ha reeditado Cátedra con edición de Pío Caro-Baroja.
Soy partidario de desmembrar la obra de Baroja para volverla a su primer sentido: novelas incluidas en volúmenes heterogéneos, o que empiezan en un volumen y acaban a mitad del siguiente, o que están formadas por dos tomos no siempre consecutivos, sobre todo en las Memorias de un hombre de acción. En este caso, publicar el segundo tomo por separado es un acierto porque merece la pena sacarlo del armario de las memorias y colocarlo en el estante de las novelas. Si, en el colmo de la deslealtad editorial, fuera posible trasladar la primera parte, Familia, al primer volumen y comenzar el segundo en la página 111, el resultado sería, sin duda, una de las mejores novelas de Pío Baroja.

La razón es que esa primera parte del segundo volumen tiene el tono del que abría la obra, El escritor según él y según los críticos, un discurso que va saliendo de documentos y papeles viejos, de hallazgos eruditos y opiniones distanciadas. Todo parte de un hilo ciertamente famoso en el anecdotario del 98, aquel día de 1927 en que Baroja terminaba de recoger unos documentos antiguos en los que se mencionaba su apellido y se encontró, en la calle Sevilla, con «un compañero de profesión» que cuando vio aquel cartapacio «se mostró muy agrio» con él, «como si le hubiese ofendido». El compañero, desde luego, era Valle-Inclán, y el capítulo entero viene a ser una justificación tardía y muy documentada de lo que aquel día tuvo que haberle dicho a don Ramón. Baroja se remonta a las tinieblas medievales siguiendo «el hilo de la raza» que descubrió en Cestona. No se trata de adornarse las mangas con entorchados históricos, sino de rescatar personajes y lugares que ostentaron alguno de sus ocho primeros apellidos, sobre todo aquellos cuyo arranque ilustrado tuvo algo también de aventurero. Es el mundo de los Caballeritos de Azkoitia el que Baroja busca en sus antepasados. El lector de ensayos como Intermedios o Divagaciones sobre la cultura encontrará esa misma erudición escueta y terminante, y muchos de los temas le llevarán al Baroja de los años 20, el que utilizó todo aquel «material folklórico» vasco para componer piezas como La leyenda de Jaun de Alzate. Sus ideas contrarias al bizcaitarrismo, su desprecio por la pompa inoperante, sobre todo en lo que atañe, qué le vamos a hacer, a la ciudad de San Sebastián, se mezclan con antepasados que van marcando líneas de temperamento, las que le interesan a Baroja. 

El lector que no haya frecuentado a Baroja quizá se sorprenda de cómo se pueden hilar tantos datos históricos sin hacerse pesado, siempre con la medida de lo curioso, de lo interesante, sin el lastre árido de lo académico, ni siquiera de lo presuntuoso. Baroja constata que cada uno de sus apellidos ha pertenecido a alguna mente inquieta, audaz e ilustrada, firme en sus ideas hasta la extravagancia: abuelas cultas y avispadas, bisabuelos liberales y rumbosos. Más que presumir de lustre genealógico (algo de lo que varias veces reniega por ridículo), hurga en las vicisitudes de la genética, él que aún relacionaba los tipos físicos con las actitudes morales e intelectuales. Para el lector que sí lo ha frecuentado, la pasarela de tatarabuelos memorables es como la de los personajes de sus novelas, sobre todo de las de la serie de otro pariente suyo, Aviraneta. Eso no quiere decir que se Baroja se inspirase en la familia para sus criaturas más pintorescas, sino que, tanto en la una como en las otras, le gustara el mismo tipo de individuo. De las dos grandes ramas de la obra de Baroja, la curiosa y aventurera, tierna y legendaria, por un lado, y, por otro, la contemporánea y desabrida, seria y desesperanzada, da la sensación de que solo le importasen los antepasados que cabrían en la primera rama.

El final de esta primera parte es muy hermoso y anuncia el tono de la buena novela que está a punto de empezar. La aparición de algunos antepasados (los abuelos, pero sobre todo la muy barojiana tía Cesárea Goñi, reflejo de toda la simpatía del escritor por quienes han sabido crear su propio mundo), el primer retrato de sus padres, sin contemplaciones en el caso de don Serafín, comprensivo pero no hagiográfico en el de doña Carmen, y, como remate musical, una colección de canciones antiguas, habaneras, tanguillos, «versos pobres», como él mismo llamó a sus Canciones del suburbio. 

En todo caso, el «He nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872» con que empieza el primer capítulo de «Infancia» no llega hasta la página 117, precedido por un precioso prólogo que Baroja rescató de El viaje sin objeto, novela corta incluida en La ruta del aventurero, de 1916, que a su vez forma parte de las Memorias de un hombre de acción. En El viaje sin objeto, este texto se titula «El viajero y su canción», y abre la primera parte, «Una vida insignificante». El texto es algo más extenso que el de sus célebres elogios sentimentales, pero con el mismo tono poético, el de un desengaño llevadero, de una renuncia a cualquier camino que no sea el marcado por su propio destino, no por el que han decidido los demás. Pocas páginas tan reveladoras de lo que pudiéramos llamar el espíritu barojiano, y que claman por una reedición, porque la novela entera es muy buena. Como señala Pío Caro-Baroja en el prólogo, no es la primera vez que se enfrentaba narrativamente a esos episodios tempranos de su vida. La disposición y el tono en buena parte serán los mismos que ese libro «altivo y vigoroso» que fue Juventud, egolatría, de 1918.

Esta segunda parte dedicada a la infancia es, como el conjunto de la obra, pero cada parte a su modo, un modelo de memoria en dos sentidos. Es una sucesión de imágenes, borrosas algunas, de momentos de la infancia, sin asomo de reelaboración, con la simplicidad con que fueron percibidas. Baroja no juzga ni adorna, si acaso es esa transparencia la que dota al texto del sentimiento. Si en cualquiera de sus libros el principal objetivo estilístico era eliminar lo innecesario, en estas memorias de infancia Baroja llega a su expresión más depurada. Vemos con él un Madrid de casas oscuras, de señores que peroraban allá arriba con su padre, de descampados desde los que se oyen los cañones, escenas reconstruidas a partir de un solo elemento que quedó en la memoria, como es el caso de la divertida historia del cortafríos y aquella criada ingenua y decidida que en tantas versiones aparecería en su carrera como novelista. Los comentarios, cuando los hay, están confeccionados con el mismo material, como cuando se declara «de estos tipos maternales que se sienten más unidos a la madre que al padre», poco antes de desautorizar a Freud por fantástico, cuyo complejo de Edipo le parece «una explicación de mala literatura»; o cuando no tiene reparo en reconocer accesos de ternura con las canciones en vasco y en castellano de su infancia: «Algunas de estas canciones todavía, al oírlas de viejo, me dan ganas de llorar, por su sencillez y su ingenuidad»; o, en fin, cuando reconoce que «el haber nacido junto al mar» le ha parecido siempre «como un augurio de libertad y de cambio». Pero el conjunto son los recuerdos que podían atraer a un niño, no al anciano que contempla su pasado. La historia del gato que interpretaba las campanadas como avisos de cañonazos, contada con seriedad de novela de aventuras, es la que da el tono del capítulo. En la infancia nos quedaron imágenes inconexas, incompletas, pero que de algún modo sirven para ilustrar nuestras inclinaciones. La decepción del niño Baroja la primera vez que lo llevaron al teatro es inolvidable: «¡Pero si no hacen nada más que hablar!» Bien cocinada, esta frase se presta a mucha interpretación sesuda.

Pero el otro sentido en que esta segunda parte ya es modélica tiene que ver con una exigencia común a cualquier libro de memorias: que el relato sea fácilmente traducible a la propia vida; que el lector, cuando cierra el libro, pueda recordar su propia infancia en el tono en el que la cuenta el autor. Baroja invita a rescatar con precisión y sencillez momentos acaso absurdos que llevan toda la vida escapándosenos, entrando y saliendo de la memoria, a veces con más y a veces con menos detalles. Lo peor de la memoria es que no tiene fin, pero Baroja ha sido más prolijo con los antepasados vascones que con los más lejanos recuerdos, que quedan como un manojo de escenas rescatadas. Al mismo tiempo, demuestra una memoria muy robusta para acordarse de antiguas cancioncillas. La poesía empieza en la música, la conciencia del lenguaje literario solo es posible desde un sentido musical de la escritura. Eso Baroja lo practicó durante toda su vida, con una música discreta, sin clarines ni timbales, pero una música enternecedora, abriga, reconfortante, prosa de tazón de caldo en el invierno crudo.

La adolescencia de Baroja empieza en Pamplona, a donde se muda su familia cuando él tenía nueve años. La infancia era tierna y borrosa, pero en la adolescencia se disipan las nieblas. Todo está más claro, mejor documentado. El rapaz ha dejado de acumular impresiones engañosas, dejar la infancia es incorporarse a la realidad. A estas alturas las memorias son ya novela porque vuelan en una selección dramática de los acontecimientos, en una estilización de los diálogos, en un contar los episodios que aporta la frescura de sus mejores relatos. Se ha dejado de papeles viejos y es ahora la memoria la que funciona según los registros de su imaginación y de su arte. Baroja es más que nunca Luis Murguía, el que constata en la escuela que, hasta que lo rescate su curiosidad por la cultura, el único dilema será «pegar o ser pegado», y es el Fernando Ossorio que de niño arrojara el sombrero y se encasquetase una boina.

¿Era aquella gran novela una trasposición de su vida entonces o es ahora esta la de un personaje literario? Desde luego que aquí Baroja es un personaje de Baroja, pero también sus descripciones son muy barojianas y sus diálogos, algunos muy divertidos, son como los muchos que a lo largo de su vida se inventara. Los recursos narrativos para recordar vienen de los usados para imaginar, y ese es el principal encanto de este libro y su máxima dificultad: cómo resumir en términos novelescos y sin faltar a la verdad lo que uno ha vivido. 

Ese criterio de selección novelesca y de fondo real es un modelo de escritura que yo diría que Baroja tomó de Tolstoi. Hay algunas coincidencias que invitan a pensarlo. Caro Raggio, la editorial de los Baroja, publicó ese mismo año una traducción de las memorias de Tolstoi, Infancia, adolescencia y juventud, con una portada curiosa en la que indica que la autora del prólogo es «cuñada de Tolstoi». Se refiere a Tatiana Kuzaminskaia, no Kuminskaia, quien escribió, con la colaboración del propio Tolstoi, el cuento Destino de una mujer de pueblo. Quizá no sea un argumento suficiente para considerar que Pío Baroja leyó las memorias de Tolstoi, pero sí al menos para suponer que el título le gustaba. De hecho, ese mismo año de 1920 Baroja lo emplea por primera vez para estructurar el arranque de La sensualidad pervertida, y no sería la última. En este segundo tomo de sus memorias, Baroja añade «Familia» al título y le suprime «adolescencia», que sin embargo es el título de la tercera parte. Y tampoco estaría mal partir del artículo que un Baroja jovenzano escribió para La Unión Liberal en marzo de 1890, en una serie sobre literatura rusa con la que Baroja hizo sus primeras armas. Allí dice lo siguiente:


La aparición de su primera obra fue bastante para darle fama como escritor claro, brillante y observador, que fue Infancia, adolescencia, juventud, que la distinguida escritora Arvède Barine al traducirla al francés le ha llamado «Recuerdos del conde de Tolstoi». En esta obra asiste el lector a las luchas que el autor pinta ente sus pasiones y las ideas morales, presenciamos sus transformaciones, sus cambios; y diseca de tal manera sus sentimientos, que parece mostrarnos con el escalpelo la manera de funcionar de las fibras más escondidas de su cerebro.

Nos describe el carácter de sus padres, de sus amigos, de sus maestros, con todos sus detalles, con todos sus rasgos, con sus manías, con sus fatuidades, con sus tics, y cuando pinta la muerte de su madre y el olor que el cadáver despedía se encuentra en él esa nota lúgubre y desesperada, patrimonio de todos los grandes escritores rusos.


Cincuenta y cuatro años después de estas palabras, en 1944, Baroja empieza a publicar unas memorias en las que no es difícil apreciar buena parte de los rasgos que alabara en Tolstoi, a quien leyó «en seis o siete años» en los que devoró «lo más importante del siglo XIX», los gigantes rusos, la flor y nata francesa y el aire inglés que nuca dejó de soplar su fantasía. En efecto, si uno quiere ser novelista, ni estaba entonces ni está ahora mal empezar por los más grandes y leerlos de corrido. 

Quizá por eso Baroja divida los distintos pasajes de su juventud por tonos y de la sensación, muy novelesca, de que al tiempo que recuerda va construyendo un personaje, se va haciendo una cabeza. El héroe reconoce inclinaciones tempranas, la afición por las «cosas pintorescas y divertidas», el «gusto de vagabundo» que se comenzó a manifestar en una Pamplona asilvestrada en la que «todos los profesores me tuvieron por corto de inteligencia», pero que también acoge ferias con figuras de cera y personajes alegres y estrambóticos como será el bueno de Chipitegui. Al igual que muchas de sus criaturas, Baroja conoce el abismo por curiosidad pero se aparte de él por instinto:


No creo que tuviera dogmas éticos, tenía como una sensibilidad ética que me impedía entrar de lleno en lo sucio tranquilamente.


Ante la sordidez, el héroe se refugia en Robinson, se aficiona a los folletines de Javier de Montepin, cambia de amigos, se hace solitario. Presencia imborrables escenas de crueldad, descubre, un poco a lo Nietzsche, la mirada de un perro a punto de ser apaleado hasta la muerte, una de las notas lúgubres que puntean su adolescencia, junto a crímenes famosos y ejecuciones públicas, algo que no es nuevo en los recuerdos de escritores y que tanto impacto tiene, por ejemplo, en la vida de Dostoievski. 

Los años de estudiante son, también, los de la formación literaria y filosófica. El héroe se forma con severos tratados pero también con folletines populares, porque «no hay nada divertido que sea malo», y presume de que desde el principio se le reconoció «la especialidad de reflejar con un sentido realista, desnudo de retórica, cuanto veía, y también un sentido un poco ácido y descarnado de los hechos pintorescos». Desdeña «la audacia artificiosa del colosalismo» (hoy estaría asqueado) y pone como ejemplo de literatura el cuaderno de una monja que durante algún tiempo guardó: «Había allí una narración tan sencilla, tan ingenua, de la vida hospitalesca, contada con tanta gracia, que me dejó emocionado».

Desde el punto de vista ético, Baroja reconoce haber perdido pronto el entusiasmo revolucionario, y que fue evolucionando «hacia una tendencia escéptica, agnóstica y medio budista», siempre con un límite claro: «Yo siempre he puesto mi valla al dominador y al absorbente, y he evitado también el dominar y el explotar a los demás». Los años de estudiante vienen jalonados por profesores grotescos y condiscípulos insensibles, una «casa muerta» donde, más que a diseccionar cadáveres, Baroja aprendió a diseccionar comportamientos. Son curiosas, por aceradas, sus cuentas pendientes con profesores como Letamendi, o su refugio en la inacción de Schopenhauer, de cuyo Parerga y paralipomena siempre disfrutó.

El tono vuelve a girar a la melancolía soleada de sus tiempos de Valencia, por más que se dedicase a la vida solitaria o todo estuviera nublado por la muerte de su hermano Darío. La descripción del viaje que lo lleva a verlo vivo por última vez está entre las grandes páginas de este libro, que es otra vez novela y otra vez el Baroja que constata con tristeza y un fondo sentimental más intenso por más sobrio.

El capítulo más refrescante, y decididamente novelesco, todo él el mundo de Baroja, es el dedicado a Cestona. Allí la realidad se ha encarnado en tipos distantes y divertidos. Es palmario el buen humor con que recuerda esas escenas con las señoritas que recuerdan a episodios de La veleta de Gastizar, el delicioso intento de seducción en mitad de una corrida de toros, los viajes nocturnos a los caseríos, los casos serios de desconfianza entre los aldeanos o su rivalidad con el otro médico de Cestona, harto de quien decidió marchar. Baroja no escatima en diálogos que iluminan la narración y en escenas marginales (la del saludador) que decoran el ambiente chapelaundi que entonces aprendió a querer. Baroja se transporta a un tiempo antiguo indefinido que es el que le dan a sus novelas esa distancia, unas veces de estampa legendaria, otras de aguafuerte realista.

Y así, como «no conformista apacible», regresa a Madrid y se ocupa de la panadería de su tía Juana, pero también ahí fracasa el héroe, víctima de negocios reptilianos y de un proceso que a la altura de estas memorias ya se había perfeccionado: 


En aquella época, los trabajadores madrileños comenzaron en todas las industrias a asociarse y a considerar como enemigo suyo al patrono. Para gente como yo, de ideas liberales, era lógico y natural que el obrero se pusiera contra el patrón explotador y déspota, pero no contra el que le trataba bien; pero la moral de clase que comenzaba era otra, y el obrero tenía que ponerse contra todos los patronos.


Este final, entreverado con sombrías perspectivas políticas y un revivir de parientes pintorescos (como un elenco de lo que fue en su día Silvestre Paradox), prepara el tono mucho más crítico y reflexivo del tercer volumen, mucho más hilado en el sentido en el que lo había hecho en el anterior y en el principio del segundo, con opiniones que ya serán canónicas en la historiografía del 98. La novela termina cuando el héroe se decide a probar suerte con la literatura. Queda flotando el gozo de haber disfrutado de hasta qué punto lo consiguió.

El prólogo de Pío Caro-Baroja para esta edición es, aparte de una pieza que da gusto leer, material de primera mano para conocer a Baroja. Caro-Baroja visita y retrata los paisajes de la imaginación (Itzea) y los paisajes que la alimentaron, Cestona sobre todo, donde el escritor encontró su mundo mítico. «Cestona y Vera comparten la misma lírica en la exaltación de las bondades del País Vasco Barojiano», dice Caro-Baroja, «el lugar donde se desató la literatura de Baroja». Pero también Madrid, desde el punto de vista de quien ha vivido su ausencia casi desde el pricipio, Pío Caro-Baroja, y de quien vivió junto a él lo mejor de su vida, Julio Caro Baroja. Hoy, el sobrino nieto de Baroja defiende su ternura compasiva y su individualismo radical, su capacidad de ver en los que sufren y su desprecio por la mansedumbre de los tópicos, su condición de «liberal a la antigua, que rehuía de los políticos dogmáticos y de los especialistas», jovial o taciturno, según soplaran los vientos de su propia historia, y autor de una porción de páginas de nuestra educación sentimental.


Pío Baroja, Familia, infancia y juventud, edición de Pío Caro-Baroja, Cátedra, 2022, 469 p.

28.12.22

Baroja sin obligación


Hace muchos años que Baroja no es lectura obligatoria. Muchos de los escritores que caminan en la cuarentena larga se declaran barojianos porque leyeron La busca o El árbol de la ciencia cuando estaban en el instituto. Aún hoy hay quien dice que a Baroja se le recuerda por nostalgia de la propia adolescencia, como si su elección hubiera sido una capricho arbitrario, pudiendo leer a otros… Pero está demostrado que, de los otros, hay pocos que reúnan las dos condiciones que reunía Baroja: que era un clásico indiscutible y que al adolescente le seguía interesando. El apartado de lecturas clásicas ha ido cambiando de nombre, y también el interés. Más allá del aluvión de lecturas juveniles, es decir superables, como si solo pudiesen ser leídas a determinada edad porque después parecen cosas de críos, los clásicos que han optado a ocupar el puesto de lectura recomendada u obligatoria eran textos consagrados, desde luego, pero no se ocupaban de ese tipo de preguntas que uno empieza a hacerse cuando es muchacho: el sentido de vivir, el azar y la justicia de ser como somos, la necesidad de proteger nuestra sensibilidad, la de descartar o aceptar, la de elegir. 
En Aragón, sin ir más lejos, en último año de Bachillerato, en el que las lecturas vienen dictadas, solo se leen libros que tengan que ver con la Guerra Civil. Se lleva décadas obligando a los estudiantes de último año de Bachillerato a leer Los santos inocentes. Es, desde luego, un hermoso poema en prosa, de una técnica envidiable; es breve, tiene una excelente versión cinematográfica, y además habla de un asunto histórico que todos deben conocer. Ahora bien: ¿habla de ellos?, ¿cuénta la vida como ellos la pueden pensar?, ¿está escrito en un lenguaje del que puedan olvidarse mientras leen? Uno es un gran admirador de Delibes y de su maestría para darle voz al campo, pero la España de Franco es la guerra de unos antepasados que ya no son los de nuestros alumnos. Los programadores mantienen la novela por simple pereza, los profesores saben que alguno la disfruta, y Televisión Española siempre la emite a principios de mayo. Todo invita a que el adolescente no se siente a leer.

Si Baroja se mantuvo tantos años en el candelero bachilleril fue porque no había otras novelas tan, digamos, completas en el panorama español del siglo XX. O tenían más virtudes ideológicas que literarias, o eran excepcionalmente livianas, o se parecían a Baroja. Tan solo Nada, de Carmen Laforet, una novela muy barojiana, ha cumplido con ese interés nuevo por la persona, más que por los hechos. Los alumnos llegan ejercitados en una literatura fantástica y lejana, muchos son hijos de Tolkien, pero hasta que no leen unas páginas de Salinger no perciben que la literatura también puede ser un espejo. Es él, Salinger, el que oficiosamente ha ocupado el puesto de Baroja. El guardián entre el centeno no es obligatoria pero entre los alumnos cunde, son ellos los que se la recomiendan, no solo el profesor. ¿Es Salinger literatura para adolescentes? ¿Lo es Baroja?

No solemos reparar en esta prueba de fuego sobre los clásicos contemporáneos: grandes obras que sigan entrando en las mentes de cualquier edad, también de la adolescencia y la primera juventud. Nada, Alfanhuí, A sangre y fuego, Pascual Duarte, El camino, Réquiem por un campesino español, El extraño viaje de Pomponio Flato… Esas son, no nos engañemos, las lecturas generales de las últimas décadas, porque Olvidado rey Gudú se lo leía solo una chica o dos, y La ciudad de los prodigios era para lectoras consumadas. De los 80 en adelante, nada tenía que ver con ellos, y La lluvia amarilla se puso enseguida demasiado amarilla. Últimamente, escritoras jóvenes como Elena Medel o Sara Mesa están ocupando con más eficacia ese lugar: en ambas el tema es un personaje joven en un ambiente familiar desesperante que trata de encontrar su sitio. Medel está más atenta a la poesía verbal, pero Sara Mesa cultiva una transparencia que alguno llamará desaliñada

Si Baroja se mantuvo tanto tiempo en esas listas de lectura no fue por el anquilosamiento de los planes ni porque fuera de antes de la guerra, sino porque su literatura se empieza a leer en ese momento, sus preguntas son entonces más universales, su desprecio de la retórica es mejor recibido, más inmediata su descripción de la fragilidad. Lo demás depende del encanto, esa facultad que Fernando Savater encontraba en Stevenson y que tan difícil es de mensurar. Baroja se mantuvo porque tenía encanto.

Ignoro si los centenarios y los centenarios y medio sirven para rehabilitar los planes de estudio, o solo dan a conocer al clásico entre quienes ya lo conocían. Pero en los muchos artículos que se han escrito a lo largo de 2022 se habla de un Baroja canónico, escolar. Rara vez se menciona una novela posterior a 1920: es el Baroja de La busca, Zalacaín, El árbol de la ciencia, Las inquietudes de Shanti Andía y, en todo caso, La sensualidad pervertida. Ese es nuestro Baroja, con independencia de otras cincuenta y tantas novelas, algunas de ellas extraordinarias. 

Este problema se observa incluso en la crítica académica. Se escriben libros enteros sobre Baroja con el apoyo de tres o cuatro novelas, las más famosas, eso cuando el autor no se ceba en un momento de su vejez sobre el que sale gratis elaborar conjeturas. La última obra de conjunto es la de José Carlos Mainer, que por su propio diseño no se detiene a desenterrar y comentar títulos ocultos o poco valorados. Su ensayo biográfico es de 2012. Antes, tenemos que remontarnos a 1998 para encontrar estudios de conjunto con piezas poco conocidas como el de Ascensión Rivas. El extraordinario último volumen de sus Obras Completas, un empeño hercúleo de Juan Carlos Ara, es una fuente abundosa para ese estudio de la evolución de Baroja que topa con un primer inconveniente: hay que manejar cerca de cien libros del autor. Pero Baroja es todo. Baroja es obra en marcha, no media docena de novelas.

Las editoriales, por su parte, van a lo seguro. Fuera de esos cinco que he mencionado, es difícil encontrar un título a la venta. Caro-Raggio, la editora familiar, lleva tiempo publicando piezas poco conocidas o que incluso formaban parte de otros libros incluidos en otras series, como es el caso del muy didáctico El convento de Monsant, un breviario del Romanticismo, o novelas escondidas como La venta de Mirambel (no El crimen de Mirambel, como algún plumilla ignaro la citaba esta mañana), que sin embargo tienen su público. El camino es este: delicias como El diario de Pepe Carmona o El viaje sin objeto permanecen ocultas bajo un rimero de títulos. El escuadrón del Brigante, Los pilotos de altura, El gran torbellino del mundo…

Baroja sigue siendo un armario medio cerrado. Continúa empaquetada buena parte de su obra. Solo disfruta de régimen abierto esa media docena de novelas, pero dentro hay de todo lo que uno necesita para hablar de literatura, y algo de lo que ningún otro contemporáneo suyo podría presumir, que su prosa parezca escrita esta mañana, que su voz sea la de un amigo con el que vas paseando, un tipo perspicaz, con sorna, austero y sentimental, que describe los pasajes de la vida sin adornos ni componendas, empeñado en la más alta empresa literaria: nombrar las cosas como son. Ningún otro artista del XX se ha convertido como él en un modo de ser más allá de las limitaciones ideológicas. Nadie tiene un modo de vida lorquiano, ni mucho menos unamuniano. Nadie puede llevar una rutina valleinclanesca, es difícil adaptarlos a la vida real y a los universales que la igualan en el tiempo. Baroja sí, y eso quizá sea lo más digno de celebración, que podemos pasar una mañana barojiana, que podemos charlar o viajar barojianamente, o pasar las horas solitarias con una manta y una boina… Todos podemos ser personajes de Baroja, usar su máscara para ir tirando. En días como hoy, más que leer un libro suyo, formo parte de la trama. 

10.12.22

Ese Madrid


A principios del siglo XX era tan infrecuente como ahora que un escritor se recorriera las zonas más pobres de Madrid, no solo los barrios populares sino también los suburbios sórdidos y peligrosos, para retratar a sus habitantes con la mano redentora de la literatura. Lo había hecho Galdós, antes de que a finales del XIX los flujos migratorios crearan colonias insalubres y desasistidas al sur de la capital, cuando la Ribera de Curtidores era el extrarradio. Y lo hizo, después, Baroja, en un Madrid por el que Galdós no había entrado mucho, en el corazón de la ciudad, el barrio de Jacometrezo y aledaños, que fue demolido para abrir La Gran Vía. Por ese Madrid de callejones inmundos había paseado Baroja para ambientar La busca, y nos da un detallado catálogo de sus antros astrosos en Mala hierba, de la gente de mal vivir, del mismo modo que luego, en Aurora roja, volvemos a lugares humildes y sostenibles, dignos y cuatrocamineros; pero también se había ido a las orillas infectas del Manzanares, a las Cambroneras, a las Injurias, poblados menesterosos, atacados de miseria terminal. Baroja recorrió la hermosa estampa que se veía desde el Observatorio del Retiro, se metió dentro de ella, en sus cuevas, en sus cuartuchos, en sus tabernas. Y es curioso cómo, después de la Gran Vía, a partir de 1910, Baroja ya no toma Madrid como escenario principal, como protagonista, salvo en novelas como El árbol de la ciencia o Las noches del Buen Retiro, que se refieren a una época anterior a la remodelación. Para entonces ya había retratado el Madrid bohemio en Silvestre Paradox, el Madrid de su juventud, al que volvería en sus memorias en páginas especialmente brillantes y reveladoras.
De entre este abundante material ha escogido Carmen Caro un ramillete de textos con los que pasear por el Madrid que vivió y del que escribió Baroja, que no siempre son el mismo Madrid. Del Retiro, Baroja escribía sobre las señoronas del Paseo de Coches o los golfos del Observatorio, pero de viejo paseaba con Azorín por la arboleda. Escribía sobre sablistas y bohemios y sobre las corralas llenas de sábanas tendidas, pero vivía, después de la guerra, en la parte más tranquila y soleada, señorial incluso de la ciudad, la de los Jerónimos y el Retiro, igual que antes había vivido en un Argüelles decorado por el paseo de Rosales y la casa de Campo, en círculos que iban dibujando sus paseos solitarios.

De todo ello hay en estos Paseos por Madrid, que se convierten en una antología del Baroja descriptivo, el que colocaba la palabra más precisa en el lugar más adecuado, quizá tan solo porque «es menos expuesto a decir tonterías el escribir algo concreto y claro» (p. 127), pero también (y eso se nota sobre todo en Mala hierba) porque le movía una, digamos, estética de la constatación, una moral de la observación que siempre he pensado que sacó de Dostoievski (del de las Memorias de la casa muerta, que no deja de ser excepcional). La «curiosidad por la vida pobre» exige respeto y precisión, y quizá sea ese el motivo por el que hasta los personajes más miserables de Baroja están, en cierto modo, redimidos por la exactitud con la que se los describe y la distancia pictórica con la que se los contempla, con esa afición empática que nace de tomarse en serio lo que describe, y no juzgar sino explicar.

En este sentido es un acierto que, además de fotografías actuales y antiguas, y una introducción con el sello familiar que aquí ya comentamos, Carmen Caro haya incluido los maravillosos dibujos a plumilla que hizo Ricardo Baroja para la edición de Caro-Raggio de La busca. Pocas veces uno ha visto dos lenguajes tan compenetrados: los dos la misma economía de recursos, los dos la misma sencillez, los dos la misma consideración por lo que describen, el mismo afecto por las pobres gentes que retratan, una desolación que abriga, una crudeza que acompaña. Es posible que fuera porque los dos veían la realidad con ojos de pintor, aunque uno de ellos solo escribiera. Las enumeraciones de objetos o de personajes siempre se fijan en el detalle que un pintor no pasaría por alto y en una impresión general que ese mismo pintor no debería descuidar. El libro está lleno de estas descripciones, pero este precioso cuadro, escrito ya por un Baroja setentón que recuerda sus años de estudiante, sirve para hacerse una idea:


Desde ese alto del Observatorio se oían silbidos de las locomotoras de la estación del Mediodía próxima; hacia Carabanchel se extendía la llanura madrileña en suaves ondulaciones por donde nadaban las neblinas del amanecer; serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se acercaba al cerrillo de Los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanquedadas por la nieve; sobre los altos y hondonadas del barrio del pacífico se mostraba el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban hasta fundirse en las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo gris, en la enorme desolación de los alrededores madrileños.


Esta descripción insuperable apenas tiene figuras poéticas al uso, salvo aquellas que representan con más inmediatez, que en todo caso son de uso corriente: las neblinas nadan, los ríos serpentean… El resto es tan preciso como intensamente poético, y el conjunto traslada la impresión sutil y comprensiva que nos trasladaría un fresco de su hermano Ricardo.

Sus obras a plumilla están acompañadas por una interesante colección de fotografías de la época de la que habla Baroja y de lo que hoy en día queda del Madrid que pisó él. El color de sombras claras de Madrid, del Madrid del barrio de los Austrias y de la Latina, del Retiro y de Atocha, de la Puerta del Sol y del barrio de Ópera, el Madrid de las plazas y las fuentes y los nombres que no hablan de personajes sino de oficios, de cosas, y que, según Baroja, son los únicos que se recuerdan; ese Madrid que aún se puede pasear y todavía huele a la nostalgia barojiana, en el que perderse lejos del tráfago y al tiempo sentir su latido, acompaña los textos de Pío y las ilustraciones de Ricardo con la misma cercanía misteriosa, esa calidez de las primeras luces o de los atardeceres encendidos que da la impresión, a pesar de todo, de que Madrid no es una ciudad tan cruel. 


Pío Baroja, Paseos por Madrid, ed. Carmen Caro, Caro-Raggio, 2022, 165 p.

8.12.22

Los santos barojianos


El 150 aniversario del nacimiento de Pío Baroja está trayendo noticias agradables. Para sorpresa de más de uno, en el Ayuntamiento de Madrid nadie puso pegas para que se le declarase hijo adoptivo de la capital donde vivió y murió. Los libreros de la Cuesta de Moyano le rindieron homenaje hace un par de meses, en un coloquio al aire libre donde sonó la entusiasta defensa del individuo por parte de Fernando Savater. Podría parecer, por los allí reunidos —y algunos de los asistentes de primera fila—, que Baroja está entrando en la causa de la tercera vía, porque si el homenaje hubiera sido a Chaves Nogales el ambiente habría sido parecido.
    El propio Savater recordó alguna frase vitriólica de Baroja sobre San Sebastián y la anécdota aquella de que pusieron la placa de su lugar de nacimiento en la casa de al lado, un error que decía tanto de la impericia como de la desgana de una ciudad que tampoco le ha demostrado mucho afecto. Y sin embargo, hace un par de semanas, en San Sebastián se inauguró una exposición, Estampas de Baroja, sobre la ópera magna de Baroja & yo, del editor navarro Joaquín Ciáurriz, y las preciosas tarjetas postales que la acompañaban, obra de Pedro Pegenaute. Estos veintiséis ensayos de Baroja & yo han puesto el barojianismo al día, una fecundidad que hoy no sería viable con ningún otro escritor de su generación ni, si me apuran, de su época. La diversidad de aquella colección reunía escritores jóvenes y viejos, eruditos y ensayistas, hombres y mujeres, periodistas y poetas, algo demasiado variado para que tuviera el sesgo ideológico que habría tenido con cualquier otro autor.

Y de eso se han dado cuenta también, por fin, en San Sebastián, y tanto la exposición como el coloquio que la acompañó estuvieron a la altura y contaron con respaldo institucional. Es interesante, además, que se celebrara en la sala Ernest Lluch, un detalle que en otro tiempo habría sonado a arrumbamiento, al trastero de las obligaciones, pero que hoy, tal y como se organizó, suena a refrescante normalidad. También está a punto de salir un volumen de artículos académicos sobre la relación de Pío Baroja con Navarra, reunido y publicado por la cátedra de lengua vasca de la Universidad de Navarra, del que ya hablaremos cuando salga. No se me ocurre otra figura literaria que haya puesto de acuerdo a Madrid, a Pamplona y a San Sebastián. Con todas las reservas que se quiera, ya era hora. Baroja se resiste a ser de unos o de otros, que es la mejor forma de ser de todos.

Lo decía, en San Sebastián, Luis Antonio de Villena, autor de Un anarquista de derechas, uno de los ensayos de Baroja & yo. Aparte de situar con precisión el valor poético de las Canciones del suburbio, que acaba de reeditar Cátedra, en el posmodernismo de los años diez pero escrito y publicado cuatro décadas después, Villena habló de esta facultad de no ser de nadie, de ser impío para las derechas y piadoso para las izquierdas, de renegar de más adscripción ideológica que la del orden individual, la rutina libérrima y estricta. «Le encantaban los bohemios, pero él nunca lo habría sido», decía Villena, y en ese plan se puede seguir: le encantaban las mujeres, pero nunca se casó («porque era caro»); le gustaban los aventureros, pero se encerraba en su casa; participaba en política, pero despreciaba los partidos. Nadie puede decir que Baroja fuera filofascista, pero tampoco que fuera filocomunista, porque por encima de unos y otros estaba el autoritarismo que negaba al individuo, algo a lo que Baroja sentía verdadera alergia, viniera de donde viniera. 

No creo, de todas formas, que sea suficiente para encajarlo en la tercera España en términos ideológicos sino, en un sentido más amplio, en la burguesía republicana, el anteproyecto de clase media ilustrada que hoy en día haría imposible, por mayoritaria, una guerra semejante. Es más, tengo la sensación de que Baroja vio la guerra como cualquiera de nosotros la veríamos hoy, y como entonces la vieron quienes ya habían construido una vida más o menos apacible. 

En esa misma reunión de San Sebastián, Soledad Puértolas insistió en un detalle importante para entender a Baroja, el escuchar las ideas de boca de los personajes, en sus dudas y en sus sentencias, todo comprensible, todo relativo. En toda la trilogía de La lucha por la vida, sobre la que Puértolas ha escrito mucho, la gente habla con una dignidad impresionante y Baroja los trata a todos con el máximo respeto, con la consideración que se tiene por quien es un producto del medio, pero también con el oído fino necesario para saber cuándo se expresa el fondo trágico de cada cual, su lado admirable. Este escribir con la misma actitud con que se mira y se escucha, curioso y perplejo, ácido y sentimental, es lo que, para unos y otros, lo convierte en vigente, lo hodierniza, como decía Villena, que sabe latín. Y tiene razón Puértolas cuando dice que Baroja rompió con el maniqueísmo galdosiano, y lo hizo, curiosamente, a fuerza de la principal virtud de don Benito, la comprensión. Quizá no comprender a Baroja implique militar en ese maniqueísmo, cada vez más reductor; no deja de tener su gracia que se le siga leyendo en tiempos tan binarios y excluyentes.

El acto se cerró con un postre suculento, la lectura del Elogio sentimental del acordeón a cargo del propio autor, un Pío Baroja de voz firme, sin afectaciones añadidas, que lee un fragmento tan hermoso con tono notarial, y precisamente por eso aún lo hace más hermoso, porque se escucha la hondura con que fue creado, el afecto serio que nos resulta siempre más cercano y verdadero. 

En el apartado editorial, y al margen de algún ensayo como el de Carlos Longhurst, de la citada reedición de Canciones del suburbio y de otra para Cátedra de Familia, infancia, juventud, en edición de Pío Caro-Baroja, ya está disponible la de Paseos por Madrid, de Carmen Caro, en la editorial barojiana de siempre, Caro-Raggio, auspiciada esta vez, y nunca es tarde, por el Ayuntamiento de Madrid; buenas lecturas para llegar al 28, día de los santos barojianos.

20.9.22

Obsesiones freudianas

Carlos Longhurst Lizaur es uno de los pocos críticos barojianos que se ha sumergido a fondo en las Memorias de un hombre de acción. Su estudio Las novelas históricas de Pío Baroja, de 1974, es tan solo tres años posterior al imprescindible Pío Baroja y la historia, de Francisco J. Flores Arroyuelo, y juntos forman un excelente bagaje para explorar el mundo de Aviraneta. Pero la atención de Longhurst a Pío Baroja cedió a su interés por Miguel de Unamuno, sobre quien ha publicado un buen número de trabajos y ediciones. A Baroja le dedicó algunos estudios en los últimos años, sobre los que Longhurst ha vuelto para componer un estudio de conjunto sobre la psicología (más bien la psicopatología) en su obra literaria. 

El libro reúne, pues, estudios sobre novelas concretas, sobre todo del Baroja anterior a la década de los 30, con excepciones como la de El cura de Monleón, que abre el libro, y menciones a El cabo de las tormentas o a El hotel del cisne. De las novelas de los años 20, al margen de La sensualidad pervertida, destaca el estudio de las novelas dedicadas al conde de España, Humano enigma y La senda dolorosa, dos magníficas piezas (en realidad una sola) que no han merecido la suficiente atención literaria, más allá de la comparación —que también hace Longhurst— con Tirano Banderas. Desde luego, el estudio sobre esas dos novelas, y, sobre todo, sus aportaciones a El árbol de la ciencia, me han resultado lo más interesante del libro, que en conjunto deja un regusto desabrido, como si en demasiadas ocasiones la crítica se centrara en lo menos favorecedor, algo irreprochable salvo que se sustente en juicios sesgados y prejuicios injustificados.

Así, en su estudio sobre El cura de Monleón solo parece preocuparle compararlo con San Manuel Bueno mártir y en denunciar el injerto de 60 páginas de ensayo que, ciertamente, se carga una buena novela, pero no indaga en el valor filosófico de los arquetipos, salvo, si acaso, el de la criada. En el dedicado a Shanti Andía, se centra en un discutible «complejo de Peter Pan» pero no en el desdoblamiento Andía /Aguirre, y aquello que parece decepcionar al crítico (que Shanti sea un cuentista) no hace sino darle más valor a la novela. En las páginas dedicadas a La casa de Aizgorri, sorprende que Longhurst no repare en la influencia de Ibsen ni en los balbuceos modernistas o la construcción de la novela (algo problemática si tratamos de explicar, por ejemplo, el episodio de la taberna), y en cambio se ocupa del psicologismo del alcohol y de una simbología trágica un poco forzada. Lo que en Camino de perfección Longhurst considera neurosis, se puede explicar perfectamente con el distanciamiento estético que fecundó buena parte del simbolismo modernista, y en vez de acordarse de Voltaire vuelve, cada vez con más insistencia, a Sigmund Freud. Si de La busca se trata, Longhurst obvia la estructura folletinesca y moralizante, y se ceba en las comparaciones con Misericordia, casi como si Baroja copiase a Galdós, pero no (no aquí, sí en otros lugares, y bastante superficialmente) se inspirara en Dostoyevski. Que Baroja mira a Galdós lo sabe cualquiera que los haya leído a los dos a fondo, pero también que sus ideas sobre la redención tienen poco que ver. 

En general, ese afán escrutador deja fuera la sencillez de algunas propuestas de Baroja. El análisis, acaso demasiado unamuniano, de César Moncada en César o nada da demasiadas vueltas sobre un autobiografismo insostenible más allá de las ideas políticas (¡no iba a escribir con las que no tenía!), y no repara en que César es, simplemente, el retrato de un soñador impetuoso y a fin de cuentas conforme con lo poco que en realidad es, con lo incongruente de sus aspiraciones cuando por debajo late un agudo sentido crítico. Lo que le pasa, en fin, a todos los barojianos, sean personajes o no. 

Mucho más interesante, decía, es el estudio sobre lo que Baroja pudo sacar de Kant y de Schopenhauer, o más bien a través de este último, a propósito de El árbol de la ciencia. Estamos hechos a citar al «fauno reumático que ha leído a Kant», pero no nos preocupamos en saber qué es lo que ha leído. El hecho de que las reducciones de categorías kantianas que llevó a cabo Schopenhauer sea lo que explique la agonía intelectual de Hurtado es una observación ciertamente útil, como muchas otras del libro, si no fuese porque, con creciente frecuencia, el autor encuentra en la neurosis demasiadas explicaciones. El hecho, por ejemplo, de que Sacha Savaroff, de El mundo es ansí, se refugie en su «simbolismo esteticista» es una cuestión más cultural que genética. La hiperestesia es, también, un mal estético, no solo en Sacha, también en Luis Murguía, a quien sin embargo le caen sambenitos («el miedo a ser dominado») que no explican su sensibilidad ni su independencia sino, ay, el que La sensualidad pervertida sea «la novela más freudiana de Pío Baroja».

Son muy interesantes sus estudios sobre la violencia colectiva en algunas novelas de la serie de Aviraneta, ese «mimentismo inconsciente» de las turbas, pero una y otra vez, quizá por necesidades de coherencia estructural, lo vincula con una idea psicopática del ser humano que en Baroja suele ser una actitud sencillamente antigregaria, bastante coherente con la discusión que ya entonces se tenía sobre las actitudes colectivas y que hoy podríamos seguir teniendo.

Si me muestro en esta reseña tan poco complaciente con un libro de incuestionable interés es por esa voluntad, yo creo que ya un poco pasada, de someterlo todo a criterios previos, que llega a su máxima expresión en un epílogo cuyas últimas páginas podría el autor haberse ahorrado. Uno se encuentra, a pocos metros de la orilla, con conclusiones como esta:


La psiconeurosis que afecta a numerosos personajes barojianos se revela en la conducta evasiva o antisocial, y también en el estado obsesivo-compulsivo o en el depresivo. El estado de neurosis obsesiva lo observamos, por ejemplo, en la obsesión de Fernando Ossorio de seguir a la mujer de luto o a la monja enclaustrada de Toledo, figuras femeninas vestidas de negro que sugieren la muerte simbólica de la madre. El estado depresivo afecta claramente a Luis Murguía e intermitentemente a Silvestre Paradox, mientras que el conde de España es un maníaco-depresivo. Todos estos y otros muchos casos denotan el interés de Baroja en estados mentales anormales.


Todo lo cual puede explicarse, con la misma profundidad, a la luz, a la clara luz de la estética y la política, no de la psiquiatría. Y no sería del todo discutible de no llegar, con argumentos harto débiles, a una delirante afirmación:


Es enteramente posible por lo tanto que el estridente rechazo de parte de Baroja del psicoanálisis freudiano tal vez ocultase una secreta frustración: la de haber intuido perfectamente el importante papel del inconsciente y de la represión sin haber sabido formular la teoría de sus efectos patológicos con la claridad y vigor del neurólogo austríaco.


Hay frases que arruinan un libro entero. Uno casi prefiere la versión mejor humorada de Juan Pedro Quiñonero, quien ya dedicó un libro al estudio de Baroja a la luz del psicoanálisis. Pero esto de Longhurst creo que es ir demasiado lejos.


Carlos Longhurst, Pío Baroja: el novelista psicólogo, Comares, 2022, 201 p.

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