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24.4.25

Los robinsones troyanos


Eneida, I, 157-179 

Exhaustos los de Eneas, las costas más cercanas

luchan por alcanzar y enderezan el rumbo
a las playas de Libia. Hay en sitio apartado
una rada profunda: allí una isla forma
un puerto con el dique de sendos farallones,
las olas de altamar en ellos rompen todas
y al reflujo del agua se dividen en brazos.
Aquí y allá se alzan dos peñascos enormes
e idénticos escollos amenazan el cielo, 
a los pies de su cúspide las aguas enmudecen,
en calma y a sus anchas; encima hay una umbría
de árboles temblones, y un negro bosque cierne 
su sombra pavorosa. Enfrente y por debajo
de rocas descolgadas se abre una espelunca;
por dentro hay agua dulce y tronos de roca viva,
morada de las ninfas. Allí, sin amarra ninguna,
las naves se retienen fatigadas, ni hay ancla
que con su corvo diente las deba sujetar.
Aquí fue donde Eneas entró con siete naves
que había reunido de la escuadra entera.
Los teucros desembarcan, llevados de ansia ciega
de tocar tierra, campan por la arena deseada 
y tienden en la playa sus miembros empapados 
por el agua con sal. Y así Acates, primero, 
chispas hace saltar del pedernal, y fuego
les prende a unas hojas y seco pábulo arrima
en torno, y avivó en la yesca una llama.
Entonces, agotados del esfuerzo, rescatan 
el trigo estropeado y las armas de Ceres, 
y disponen el grano que pudieron salvar 

para tostarlo al fuego y molerlo con la piedra.

21.1.20

Neptuno pone orden


Eneida, I, 131-156

   Al Euro y al Zéfiro convoca, y les dice:
«¿Tanta es la confianza que inspira vuestra estirpe?
¿Ya os atrevéis, vientos, sin mi consentimiento,
a mezclar cielo y tierra y alzar tamañas moles?
¡Os voy a…! Pero más vale calmar la marejada.
Después me pagaréis con castigo ejemplar.
Huid sin más demora, y a vuestro rey decidle
que no le cayó en suerte a él sino a mí
el imperio del mar y el furioso tridente.
Son suyos los enormes riscos: tu casa, Euro.
Que ostente el mando Eolo en aquellos palacios, 
que reine en la cárcel cerrada de los vientos.»
   Así habla, y más rápido aún que sus palabras
aguas hinchadas aplaca, nubes amontonadas
ahuyenta, y de nuevo deja salir al sol.
A un tiempo Cinotoe y Tritón desencallan
las naves, de afilados escollos las arrancan;
él mismo alza el tridente, y deja al descubierto
los extensos bajíos, y sosiega las aguas,
y con ruedas livianas recorre deslizándose
las crestas de las olas. E igual que muchas veces
sucede en un gran pueblo que estalla una algarada
y se encienden los ánimos del vulgo despreciable,
vuelan teas y piedras, armas pone la furia;
si acaso entonces ven a un hombre de respeto 
por mérito y virtud, callan y se detienen 
atentos a escucharle, y él, con sus palabras,
acaudilla los ánimos, calma los corazones:
así se apagó todo el fragor de las aguas
enseguida que el padre, tendiendo la mirada
por encima del mar bajo el cielo sereno, 
arrea los corceles y con ellos se lanza
y a rienda suelta vuela en su carro veloz.

8.12.16

La ruina del cielo


Eneida, I, 92-130

Ya los miembros de Eneas el frío desmadeja,
gime y tendiendo ambas manos a las estrellas
a voces así clama: ‘¡Oh mil veces dichosos
aquellos que tuvieron la suerte de morir
delante de sus padres, al pie de las murallas
altísimas de Troya! ¡Oh hijo de Tideo,
el más fuerte de toda la estirpe de los Dánaos!
¿Por qué no sucumbí en los campos de Ilión
y mi alma entregué bajo tu diestra mano,
allí donde abatido por la lanza de Aquiles
el feroz Héctor yace, allí donde el coloso
Sarpedón, donde el Símois arrastra en su oleaje
tantos cascos y escudos y cuerpos de guerreros?’
   Dijo, y la tempestad, el estruendoso empuje
del viento Aquilón hiere las velas por el frente
y levanta las aguas al cielo estrellado.
Los remos se quebrantan, gira entonces la proa
y a un golpe de mar ofrece su costado,
violenta se desploma la montaña de agua.
Colgando quedan unos arriba de las olas;
a otros, abriéndose las aguas les descubren
la tierra entre la mar, y en turbiones de arena
ruge la marejada. Tres naves el Noto
arroja a los escollos ocultos en las aguas
(Aras a estas rocas los ítalos las llaman
cresta descomunal en lo alto del mar).
A otras tres las lanza el Euro desde arriba
a sirtes y bajíos, qué lastima da verlos,
y en vados las encalla, rodeadas de arena.
Ante sus propios ojos, tremendo maretazo
golpea en la popa la nave que llevaba
a su leal Oronte y los guerreros Licios.
El golpe arroja al agua al piloto de cabeza,
mas tres veces las olas dan la vuelta a la nave
y raudo el torbellino se la traga en el mar:
se ve en el vasto piélago unos pocos nadando,
las armas de los hombres en las olas, las tablas,
el tesoro de Troya. Derrota el temporal
de Ilioneo la sólida nave y del fuerte Acates
y las que montan Abas y el anciano Aletes.
Por las flojas junturas de los flancos reciben
la borrasca enemiga y se abren las grietas. 
   Mientras, Neptuno siente, por el grande murmullo
que el mar anda revuelto, galerna desatada,
y surgen aguas quietas de los lechos profundos.
Gravemente enojado, oteando asoma
su cabeza serena encima de las olas.
Ve la armada de Eneas esparcida en el mar,
ve las naves troyanas, presas de la tormenta,
y la ruina del cielo. Ocultos no quedaron
a su hermano la ira de Juno ni el engaño.

30.8.14

El cebo


Eneida, I, 64-91

[Juno pide ayuda a Eolo]

   Ante él, entre súplicas, Juno estas palabras
le dirige: ‘Eolo, ya que a ti te otorgó
el padre de los dioses y rey de los humanos
las olas amansar y alzarlas con el viento,
un pueblo, mi enemigo, por aguas del Tirreno
navega y va llevando a Troya y sus Penates
vencidos hasta Italia: infunde al viento fuerza
y hunde sus navíos bajo el agua, o bien
dispérsalos y esparce sus cuerpos por el mar.
Catorce ninfas tengo de cuerpo primoroso,
te daré a la más bella de todas, Deiopea,
en estable connubio, y será solo tuya,
que siempre esté contigo, en pago a tus mercedes,
y de una hermosa prole pueda hacerte padre’.
   Eolo respondió así: ‘A ti, oh reina,
te cumple averiguar qué es lo que deseas,
y a mí, como es de ley, obedecer tus órdenes.
Tú me has dado este reino, lo que quiera que sea,
tú el cetro y el favor de Júpiter concedes,
tú haces que me siente a la mesa de los dioses,
y me das poder sobre nubes y tempestades.’
Tras decir esto, echa a un lado el monte hueco
con la punta del cetro: y los vientos, entonces,
en escuadrón de ataque, por las puertas abiertas
irrumpen y en la tierra levantan remolinos.
Se lanzan sobre el mar, y todos a la vez,
el Euro y el Noto y el tormentoso Ábrego,
entero lo revuelven desde su honda entraña
y vuelcan en las playas tremendos oleajes.
Sigue un clamor de hombres y un crujir de jarcias
De los ojos troyanos las nubes arrebatan
de pronto cielo y día; negra noche se tiende
por encima del mar. Atruenan los polos,
iluminan el cielo relámpagos constantes,
y todo es amenaza de una muerte segura.

29.8.14

Ejercicios espirituales



Eneida, I, 1-63

[Proemio]

   A las armas yo canto y al hombre que primero
alcanzó en su destierro, por orden del destino,
desde Troya hasta Italia y las costas Lavinias,
y arrojado por tierra y por mar muchas penas
arrostró por la fuerza de un alto designio,
la ira rencorosa de la rabiosa Juno;
y en la guerra también padeció muchos males,
hasta que la ciudad fundara y trasladase
al Lacio sus Penates, donde tienen su origen
la estirpe latina y los padres albanos,
y también las murallas de la grandiosa Roma.
   Dime, Musa, las causas, qué ley fue quebrantada,
por qué resentimiento la reina de los dioses
tantas calamidades obligó a soportar,
tantos riesgos correr a un hombre afamado
por su piedad divina. ¿Tanta es la crueldad
que albergan en su seno las almas celestiales?

[Juno persigue a los Troyanos]

    Hubo desde antiguo una ciudad, Cartago,
de colonos de Tiro, enfrente de Italia
y lejos de las bocas del Tíber, opulenta
y en afanes de guerra la más brava de todas;
entre todas es fama que Juno la escogió
por encima de Samos; allí tuvo sus armas,
allí tuvo su carro; ya entonces pretendía
con esfuerzo y cuidado que fuera este reino,
si los hados quisiesen, señor de las naciones.
Pero había escuchado que de sangre troyana
procedía una estirpe que a su tiempo iba a ser
los baluartes de Tiro capaz de derribar;
de aquí vendría un pueblo, rey de amplios dominios,
soberbio en la guerra, para ruina de Libia.
Así le daban vueltas las Parcas al destino.
   La hija de Saturno, temiendo tal presagio,
de una antigua guerra se acordaba, en Troya,
cuando fue la primera en obrar a favor
de sus queridos griegos. No se habían aún
borrado de su mente las causas de la cólera
ni el crudo dolor: profundamente queda
grabado aquel juicio de Paris, el injusto
desprecio a su belleza, el odio a esa raza,
el premio a Ganimedes, mancebo secuestrado.
Por causas como estas aún más encendida,
muy lejos mantenía del Lacio a los troyanos,
arrojados al mar por toda su llanura,
reliquias de los dánaos, del iracundo Aquiles,
y siguieron vagando durante muchos años,
en manos del destino, por todo el ancho mar.
¡Tanto costó fundar el linaje de Roma!
   Apenas a la vista la costa de Sicilia,
alegres mar adentro las velas desplegaban,
y espumas de sal surcaba el tajamar,
cuando Juno, que siempre abierta una herida
conserva en su interior, así hablaba consigo:
 ‘¿Tendré que desistir, vencida en mis proyectos,
y no apartar de Italia al rey de los troyanos?
Los hados me lo impiden. ¿Es que no pudo Palas
quemar la flota argiva y hundirlos en el ponto,
por culpa de uno solo y la loca codicia
de Áyax el Oileo? Ella, desde las nubes,
de Jove lanzó el rayo, desbarató las naves,
encrespó con los vientos la planicie del mar,
pero a él, que de dentro las llamas le salían,
el pecho traspasado, lo arracó en un turbión
y lo clavó en el canto de un peñasco agudo.
¡Y yo, que me presento cual reina de los dioses
y hermana soy de Júpiter y esposa, tantos años
contra un solo pueblo haciendo estoy la guerra!
¿Y ahora quién dará culto al numen de Juno
o le hará rogativas y ofrendas en su altar?’
   Atizando así las brasas de su alma
la diosa fue hasta Eolia, la patria de las nubes,
lugares cuajados de furos vendavales.
Allí en un antro enorme el rey Eolo
los vientos aguerridos, las broncas tempestades
con mano firme rige y atados con cadenas
refrena en su prisión. Ellos braman furiosos
y en torno a su encierro retumba la montaña;
Eolo está sentado en su alta fortaleza,
empuñando su cetro, y ablanda los ánimos
y templa los enojos. Que si no lo hiciera,
con el mar y la tierra y el cielo profundo,
rápidos, seguramente, habrían de arramblar
con todos y barrerlos por los aires. En cambio,
el padre omnipotente, del riesgo receloso,
los encerró en negras cavernas y les puso
por encima de ellos la mole de altos montes,
y les dio un rey que, sus órdenes cumpliendo,
supiese atarlos corto, y darles rienda suelta. 

8.12.12

La peste


Geórgicas, III, 474-566
Final del libro III


Aquí, en otro tiempo, por corrupción del cielo,
un brote hubo de peste que mueve a compasión,
los días de otoño ardían de calor,
y llevó a la muerte a toda la cabaña,
doméstica y salvaje, y la sangre podrida
inficionó los lagos, envenenó los pastos.
No había solo una manera de morir;
si la fiebre ardiente, metida entre las venas,
había atrofiado los miembros miserables,
manaba otra vez abundante la pus,
la cual poco a poco les iba corroyendo
los huesos estragados por la enfermedad.
A menudo, en mitad de una ofrenda a los dioses,
estando ya la víctima de pie junto al altar,
caía moribunda mientras le ajustaban
la ínfula de lana con guirnalda nevada,
entre indecisiones de los que oficiaban;
o bien, si el sacerdote se había adelantado
a inmolar alguna con el hierro, no arden 
si al fuego del altar arrojan las entrañas
ni al ser consultado responde el adivino,
y al meterles bajo el cuello los cuchillos
los sacan sin teñirlos apenas con la sangre
y solo por encima la arena se ennegrece
de pútridos humores. Y por todas partes
se mueren entre hierbas lozanas los novillos,
cabe llenos pesebres sus ánimas devuelven;
se contagian de rabia los perros zalameros,
y una tos jadeante sacude a los cerdos,
las gargantas hinchadas enfermos los ahogan.
Desfallece incapaz de acometer esfuerzos
y ajeno a la hierba el corcel victorioso
la tierra con los cascos escarba sin parar,
se aparta de las fuentes, agacha las orejas,
y al tiempo le viene un sudor desconocido
y ese frío que tienen los que van a morir;
el cuero se les seca, al tacto está duro.
Aquestas dan señales, heraldos de la muerte,
en los primeros días: si el mal se recrudece
en su normal seguida, entonces, ciertamente,
los ojos les abrasan y les viene el resuello
de lo más profundo, en ansias con gemido,
y un recio estertor los flancos estremece,
por la nariz les mana sangre negra, y la lengua
áspera las fauces tumefactas les oprime.
Sirvióles el licor Leneo ministrado
con cuernos como embudo; se pensaban que era
para los moribundos el único remedio.
Este alivio era después su perdición,
pues al verse repuestos ardían de furor
y ellos mismos, ya en la angustia de la muerte,
(¡dadles, dioses, mejor suerte a los piadosos,
y a los enemigos locura semejante!)
con dientes descarnados los miembros se arrancaban.
He aquí que el toro, que iba echando humo
bajo el duro aladro, se derrumba y arroja
sangre por la boca, revuelta con espuma,
y suelta boqueante los últimos gemidos.
Triste va el labrador desunciendo al novillo,
dolido por la muerte de su hermano, y deja
el aladro clavado en mitad de la labor.
Ni las sombras de altos bosques los reaniman
ni los jugosos prados, ni tampoco el río,
que más claro que el ámbar discurre entre las piedras
y va cara la vega; sino que, al contrario,
a más no poder llevan los lomos descolgados,
sobre sus ojos quietos se cierne el estupor,
se dobla por su peso el cuello hacia la tierra.
¿A qué tanto trabajo, o el bien que nos procuran?
¿A qué haber labrado con reja el campo duro?
Ni los dones de Baco, los del monte Másico,
ni manjares a espuertas les pudieron sentar mal:
se alimentan con hojas, se toman el sustento
de hierba muy sencilla, componen su bebida
las fuentes cristalinas, las corrientes del río,
las cuitas no perturban su sueño reparador.
También por ese tiempo, en aquellas regiones,
para los sacrificios de Juno, según dicen,
iban buscando bueyes y tenían que llevar
los carros de ofrendas a templos elevados
con uros disparejos. Así que a duras penas
la tierra con las rastras labran los campesinos,
y entierran las semillas cavando con las uñas,
y van por las montañas cimeras arrastrando,
los cuellos estirados, chirriantes carromatos.
No anda al acecho en torno a la majada
el lobo, ni aun ronda el rebaño por la noche:
mucho más riguroso, el miedo lo domina;
los tímidos gamos, los ciervos huidizos
ahora van vagando a vueltas con los perros,
al lado de las casas. Orilla de las playas
arrojan ya las olas crías del ancho mar
y especies nadadoras, cuerpos de un naufragio;
las focas a los ríos escapan extrañadas.
Perece la culebra, que en vano se defiende
con nidos retorcidos, y las hidras, atónitas,
con híspidas escamas. Hasta para las aves
el cielo no es sano y se dejan la vida
cuando se precipitan desde las altas nubes.
Cambiar de pastizales no sirve ya de nada,
los remedios que buscan incluso son dañinos;
los mejores maestros se dieron por vencidos,
Quirón el de Filira, Melampo Amitaonio.
Arrojada a la luz de la tiniebla estigia,
la pálida Tisífone arrea enfurecida
a la Enfermedad y al Miedo y se engríe,
altiva la cabeza, cada día más voraz.
Resuenan las corrientes y las riberas secas
y los tendidos cerros con el mugir constante
y el balar del ganado. Estragos a mansalva
causa y amontona en las cuadras los cadáveres
con podre repulsiva, en descomposición,
hasta que a cubrirlos de tierra se deciden
y en fosas sepultarlos. No sirven ni las pieles,
nadie puede hundir las vísceras en agua
ni quemarlas al fuego ni tampoco esquilar
los vellones podridos de peste y de mugre
ni siquiera tocar la lana corrompida;
a quien vestía esos despojos repugnantes
pústulas encendidas e inmundo sudor
les iban envolviendo los miembros pestilentes,
y el fuego sagrado, sin demorarse mucho,
el cuerpo infectado lo devoraba entero.

                                  *

    Hic quondam morbo caeli miseranda coorta est
tempestas totoque autumni incanduit aestu
et genus omne neci pecudum dedit, omne ferarum,
corrupitque lacus, infecit pabula tabo.
nec uia mortis erat simplex; sed ubi ignea uenis
omnibus acta sitis miseros adduxerat artus,
rursus abundabat fluidus liquor omniaque in se
ossa minutatim morbo conlapsa trahebat.  
saepe in honore deum medio stans hostia ad aram,
lanea dum niuea circumdatur infula uitta,
inter cunctantis cecidit moribunda ministros;
aut si quam ferro mactauerat ante sacerdos,
inde neque impositis ardent altaria fibris,
nec responsa potest consultus reddere uates,
ac uix suppositi tinguntur sanguine cultri
summaque ieiuna sanie infuscatur harena.
hinc laetis uituli uulgo moriuntur in herbis
et dulcis animas plena ad praesepia reddunt;    
hinc canibus blandis rabies uenit, et quatit aegros
tussis anhela sues ac faucibus angit obesis.
labitur infelix studiorum atque immemor herbae
uictor equus fontisque auertitur et pede terram
crebra ferit; demissae aures, incertus ibidem 
sudor et ille quidem morituris frigidus; aret
pellis et ad tactum tractanti dura resistit.
haec ante exitium primis dant signa diebus:
sin in processu coepit crudescere morbus,
tum uero ardentes oculi atque attractus ab alto 
spiritus, interdum gemitu grauis, imaque longo
ilia singultu tendunt, it naribus ater
sanguis, et obsessas fauces premit aspera lingua.
profuit inserto latices infundere cornu
Lenaeos; ea uisa salus morientibus una. 
mox erat hoc ipsum exitio, furiisque refecti
ardebant, ipsique suos iam morte sub aegra
(di meliora piis, erroremque hostibus illum!)
discissos nudis laniabant dentibus artus.
ecce autem duro fumans sub uomere taurus
concidit et mixtum spumis uomit ore cruorem
extremosque ciet gemitus. it tristis arator
maerentem abiungens fraterna morte iuuencum,
atque opere in medio defixa reliquit aratra.
non umbrae altorum nemorum, non mollia possunt
prata mouere animum, non qui per saxa uolutus
purior electro campum petit amnis; at ima
soluuntur latera, atque oculos stupor urget inertis
ad terramque fluit deuexo pondere ceruix.
quid labor aut benefacta iuuant? quid uomere terras
inuertisse grauis? atqui non Massica Bacchi
munera, non illis epulae nocuere repostae:
frondibus et uictu pascuntur simplicis herbae,
pocula sunt fontes liquidi atque exercita cursu
flumina, nec somnos abrumpit cura salubris.     
tempore non alio dicunt regionibus illis
quaesitas ad sacra boues Iunonis et uris
imparibus ductos alta ad donaria currus.
ergo aegre rastris terram rimantur, et ipsis
unguibus infodiunt fruges, montisque per altos
contenta ceruice trahunt stridentia plaustra.
non lupus insidias explorat ouilia circum
nec gregibus nocturnus obambulat: acrior illum
cura domat; timidi dammae ceruique fugaces
nunc interque canes et circum tecta uagantur.  
iam maris immensi prolem et genus omne natantum
litore in extremo ceu naufraga corpora fluctus
proluit; insolitae fugiunt in flumina phocae.
interit et curuis frustra defensa latebris
uipera et attoniti squamis astantibus hydri.    
ipsis est aer auibus non aequus, et illae
praecipites alta uitam sub nube relinquunt.
praeterea iam nec mutari pabula refert,
quaesitaeque nocent artes; cessere magistri,
Phillyrides Chiron Amythaoniusque Melampus.   
saeuit et in lucem Stygiis emissa tenebris
pallida Tisiphone Morbos agit ante Metumque,
inque dies auidum surgens caput altius effert.
balatu pecorum et crebris mugitibus amnes
arentesque sonant ripae collesque supini.    
iamque cateruatim dat stragem atque aggerat ipsis
in stabulis turpi dilapsa cadauera tabo,
donec humo tegere ac foueis abscondere discunt.
nam neque erat coriis usus, nec uiscera quisquam
aut undis abolere potest aut uincere flamma;
ne tondere quidem morbo inluuieque peresa
uellera nec telas possunt attingere putris;
uerum etiam inuisos si quis temptarat amictus,
ardentes papulae atque immundus olentia sudor
membra sequebatur, nec longo deinde moranti 
tempore contactos artus sacer ignis edebat.
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