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17.9.24

El mapa fantasma


Lo menos hará diez años desde que el abogado Alfonso Casas me enseñara su colección de reliquias de la batalla de Teruel encontradas por esos páramos pelados. Allí había cascos, tarjetas, insignias, latas de conserva y toda clase de restos de munición que uno pueda imaginar, y solo era una pequeña parte, me dijo entonces, de la magnitud colosal del armamento que unos y otros emplearon para conquistar, defender y reconquistar esta pequeña capital de provincia, la primera que el ejército republicano tuvo bajo su control y la que obligó al ejército franquista a retrasar su entrada en Madrid. Teruel ha sido siempre cruce de caminos, apeadero sangriento, lejos de todas partes y en medio de los más negros destinos.
Alfonso Casas lleva treinta años pateándose trincheras y parapetos, casamatas y nidos de ametralladora, rascando con los dedos en la tierra, en busca de algún fragmento de aquel infierno, al tiempo que va recopilando testimonios de toda clase y materiales bibliográficos: cartas desde el frente, informes oficiales, notas de prensa, cablegramas del alto mando, memorias y estudios que, casi por decantación, han ido dando forma a este estudio.

La batalla de Teruel fue una conjunción de la siniestra parsimonia con la que Franco planteó una guerra de desgaste y aniquilación, y la entusiasta pero mal organizada respuesta del ejército gubernamental. Mientras Mussolini se desesperaba por la calma con la que Franco se tomaba las matanzas, en el bando republicano no había una sólida estructura de mandos intermedios que garantizase una coordinación eficaz. Unos no tenían prisa por terminar la escabechina, y los otros demasiada por alardear de victorias puntuales. Negrín reprochando en Barcelona a Indalecio Prieto, ministro de Defensa, su falta de optimismo es una triste imagen que simboliza un aspecto demasiado importante de lo sucedido. Y uno se espanta al saber que semejante carnicería, en el fondo, no empezó más que como una maniobra de distracción. Entre proteger el paso hacia Levante de las tropas republicanas e impedir el avance hacia la capital de las franquistas, el resultado fue una de las páginas más desalmadas de la guerra civil española, y eso que tuvo unas cuantas.

Casas repasa minuciosamente, con escrúpulo de abogado serio, el transcurso de aquella contienda, desde que el general franquista Rey d’Harcourt asentó sus reales en Teruel después de la sublevación, hasta que el general Varela entró apartando aljezones con la punta de la bota. Entretanto, dos meses de inhumana destrucción, de lucha encarnizada y penurias insoportables en medio de uno de los más duros temporales de nieve que se recuerdan. Quien no moría de un balazo, moría por congelación, o porque se le caía la casa encima, o de hambre y de sed. Y ese es el principal problema con el que se enfrentan los libros sobre la batalla de Teruel, el de reflejar, además de las operaciones bélicas, el espanto inenarrable que tuvieron que soportar los combatientes, muchos de ellos forzados por la casualidad o por la geografía, y, sobre todo, los civiles, masacrados por sus compatriotas, desvalijados por sus iguales, cuando no martirizados por extranjeros a los que, como dijo el otro, nadie había dado vela en nuestro propio entierro. La carta desesperada y con faltas de ortografía, escrita en una trinchera a quince grados bajo cero por un soldado raso comido por las pulgas, vale tanto como la orden de ataque redactada por oficiales bien abrigados en la seguridad de un cuartel general, entre sacos de tierra o muros de hormigón. El mapa del teatro de operaciones (una expresión tan cínica como certera) es igual de relevante que esa lata de sardinas sin abrir que Casas se encontró en un barranco y que, más de medio siglo después, contenía una especie de «paté untoso» no muy distinto al que cualquier soldado de entonces, y la mayoría de los vecinos de la ciudad, se habrían comido con los ojos cerrados y les habría sabido a gloria.

Estos dos extremos, el de los mapas y el de los diarios, el de las órdenes y el de los recuerdos, son los que Casas se propone conjugar en este libro. Sin solución de continuidad se yuxtaponen cuestiones de poliorcética y escenas imborrables, cifras escalofriantes e historias que la transmisión oral ha cubierto con el barniz de la epopeya. Casas nombra a los generales y a los soldados, a los ministros y a los vecinos evacuados; de los unos se ha informado con rigor documental, y a los otros ha ido a escucharlos, se ha sentado con ellos y ha anotado sus palabras. Entre el tratado militar y el ejercicio de historiografía oral, entre Martínez Bande y Ronald Fraser se sitúa, creo yo, el empeño de este libro, que si bien basa su estructura en la cronología de las operaciones militares, también aporta testimonios de primera mano; por algo Casas ha sido también durante todos estos años inmejorable guía de muchos descendientes de figuras ilustres que pisaron el averno, y de mucha figura ilustre cuyo antepasado anónimo se dejó la vida en estas tierras inclementes. Y no soslaya extremos que pudieran connotar un juicio interesado: tanto cuenta el bárbaro escarmiento contra soldados traicionados por su propio instinto de supervivencia como el buen trato que, en general, el ejército republicano dio a los cautivos, y es igual de relevante la firmeza imperturbable de los defensores franquistas que el no menos despiadado trato que sus propios correligionarios les brindaron. 

Uno cierra los ojos y trata de imaginar lo que debió de ser el avance de la caballería del general Monasterio a través de los páramos helados del campo de Visiedo, una visión irreal, fantasmagórica, como el hecho de que tanta gente se sometiera a un sufrimiento tan atroz y a una muerte tan segura. Esos campos entre el Guadalaviar, el Jiloca y el Alfambra ya entonces solo eran visitados por yuntas de mulos que labraban la tierra polvorienta, pero en la cruel asepsia de los mapas eran vías de comunicación, zonas de repliegue, campos de batalla, la guerra como un juego de generales sobre marañas topográficas en las que un hombre no es más que un punto indistinguible en el trazado de una flecha. 

Quizá por eso hay que reprochar, más a la editorial que al autor, el que no haya señalizado más el texto, con mapas que orientasen las descripciones y un índice onomástico que agilizara las consultas. Así uno debe ir cotejando el texto con alguno de esos mapas del ejército que son los únicos donde aparecen rincones desiertos, inhabitables, que sin embargo para un general eran un buen sitio donde hacer que sus tropas se murieran de frío, mapas de la muerte donde solo se ven líneas de ataque.


Alfonso Casas Ologaray, Teruel. El Stalingrado español. Renacimiento, col. Espuela de Plata, 2024, 319 p.

24.1.12

Libros de la guerra, 3


El Diario de Alberto Guna no está escrito con la torrencialidad dramática de Neugass ni tampoco lo persigue, pero ya digo que tiene su punto. Y con frecuencia resulta incluso divertido. Su guerra, por la forma de contarla, en ocasiones se parece más a la mili que a la guerra, y cuando solo se parece a la guerra, está contado con buena literatura gnómica. Con frecuencia van los padres a visitar a los soldados, o pasan días sin más entretenimiento que cazar conejos. Las escenas dramáticas, las que darían para un relato, terroríficas algunas, están resueltas en sus líneas esenciales, tan esenciales que a veces tienen un sorprendente aire poético.
               Cuando digo divertido me refiero a que a mí me divierte esa austeridad narrativa, entre la resignación y la franqueza, que en una página te habla de un bombardeo que los obligaba a reptar por la trinchera llena de cadáveres y en la otra confiesa que se llevó un disgusto morrocotudo porque habían cazado un conejo y la paella salió mal. Un día mira la nieve y se enternece (“parece que hayan derramado harina, si no fuera porque hace frío sería muy bonito ser compañero de la nieve”) y comenta una escena hogareña (en una trinchera, en el frente de Teruel, en diciembre del 37) con él escribiendo el diario y sus compañeros jugando al parchís; pero pocos días después cuenta que a uno de ellos, a Moncholi, tiene que sacarlo de la trinchera, herido en el vientre, y arrastrarlo por encima de los muertos.
               Quizá este sea el momento cumbre, el clímax heroico de Alberto Guna, pero tampoco se traiciona a sí mismo embelleciendo lo que en esas circunstancias es tristemente habitual. Es mucho más efectivo lo compungido que se siente cuando los mandos lo llaman a capítulo por haber sacado a un herido sin derecho a hacerlo. Y Guna, que era sargento y por eso no tenía derecho (supongo que porque así abandonaba su posición y a sus hombres) se defiende diciendo que era “un amigo y además paisano”, y que no podía sacarlo nadie porque estaban todos muertos.
               Nada más. Ni una mota de heroísmo innecesario. Tan solo nobleza clara y sentido de la amistad. Y luego hablan mal de la LXIV Brigada mixta, compuesta casi toda por soldados valencianos, a la que acusan por ahí de no haberse comportado bien en Brunete. Al contrario, entre las pocas críticas que puede detectarse en este libro de bombas y paellas, de hambre y frío en los días de diario y carcajadas sanas en los de fiesta, está el momento de la rendición:
               “Por la mañana empieza a bajar fuerza de arriba y decía que se había terminado la guerra. A todo esto, los jefes iban como desesperados, de pronto veías a uno y ya se había quitado las insignias, el otro no llevaba gorro…, en fin, una calamidad.”
               O ese otro, que no sé si Cela, desde el otro bando, habría sabido mejorar:
               “Este día fue muy malo a causa de la artillería y la aviación que volaba a muy escasa altura, parecía que te iban a quitar el gorro. En el otro parapeto donde estaba el grueso de la compañía nos hicieron unas 15 bajas entre muertos y heridos. Uno de los muertos fue el amigo Pla. Este era un chico muy bueno y cuando comentábamos de la guerra, decía en valenciano: “Che, a nosotros ens a passat com als cavalls que porten a la plaça, que despres de cansats de treballar els porten al matadero. Puix aixina ens fan a nosotros, despres que ya estem farts de treballar nos porten al matadero.” Tras uno de tantos cañonazos vimos las tripas colgadas de un pino, no se le encontró ni la documentación, no he visto cosa como aquella.”              
               Pero ello no le da para más reflexión amarga que los días que les hicieron pasar muertos de hambre en un campo de concentración, antes de mandarlos a casa, a Manises, donde el 30 de abril del 39 Guna da el diario por concluido. Antes, el peso de las balas se equilibra constantemente con la caza del conejo y la consigna de maniobras militares y trayectos de marcha penosa, o con el constante referirse a la familia, a los amigos, a los conocidos, y aprovechar todo lo que no fuese protegerse de los bombardeos para vivir la vida lo mejor posible dentro de las estrecheces del destino. Sale con amigos y amigas al campo y se entretienen pescando truchas con bombas y se ríen mucho. Tiene uno la sensación de que dentro de un ejército hay grupos de paisanos que nunca tienen contacto con el mundo exterior, como si se hubiesen ido a la guerra sin salir del pueblo, como si la guerra hubiera entrado en sus vidas como el invierno, con el que no se puede hacer mucho más que constatarlo. Pero tiene su, digamos, valor empático el hecho de que Guna desaproveche literariamente los momentos de riesgo y aventura con los que otros autores tendrían para todo un relato... menos auténtico que lo que cuenta Guna. ¿O no? ¿Es poco literario esto?:
“Vemos cómo el enemigo se adueña de la posición denominada el Muletón, apreciando cómo subían varios tanques. En esta posición me destacaron de enlace al Batallón Thaelmann. En éste no bebía ninguno agua y yo tenía mucha sed. Por fin pido permiso al comandante y me voy con mi cantimplora a por agua y al cruzar la carretera, de un cañonazo me levanta más de tres metros y yo echando a correr seguía en busca de agua, cuando por fin doy con ella bebiéndome una cantimplora de un trago”. […]
“Por la tarde que estoy redactando estas líneas se han apaciguado mucho, casi no se oye un tiro, en fin, que está esto como una balsa de aceite de tranquilos que estamos. Hará cosa de una hora que he subido de lavar la ropa del río y de bañarme, porque aquí hacemos la vida de los lagartos: bajo tierra, y por mucha curiosidad que tenga uno… los tanques abundan mucho” […]
“Esperé al camión de suministro y por la mañana al irme a tomar el café me quitaron un saquito en donde llevaba nueve paquetes de tabaco, unos libretes, unas cajas de cerillas, unas vendas y una maquinilla de afeitar. Disgusto más grande no he tomado en mi vida. A las 6 de la tarde llegó el camión de suministro, llevándonos a los Cerezos. De aquí con los mulos emprendimos la marcha a pie, haciendo noche en Los Olmos. Aquí nos comimos entre siete personas 46 huevos fritos para cenar y luego hicimos baile con una buenas muchachas con el laúd que tocaba un ciego”.
Hay mucho donde escoger. Siempre se le escapa, quizás involuntariamente, un contraste significativo, una forma de expresarse que transparenta sus gestos al decirlo, su mirada al pensarlo. Guna es un alfarero de Liria que con sus manos delicadas redacta unas líneas de caligrafía y apunta con el fusil a los fascistas y a los conejos. Me lo imagino disparando con ese gesto de la boca de los cazadores cuando apuntan, esa especie de sonrisa retenida nada más empezar a desplegarse, que es la sonrisa de la astucia, de la pericia, incluso, a veces, con la punta de la lengua que asoma por la comisura.
Y en el fondo tiene razón Alberto Guna. La vida, antes, después y durante la guerra, es una sarta de calamidades que se pasan mucho mejor si uno no tiene el carácter melancólico y sí buena mano con la escopeta. Cuánto me he acordado del Lorenzo de Diario de un cazador, esa gran novela, cuando leía a Alberto Guna. Pero Guna es ajeno a cualquier propósito literario, y esa es su gracia, dicho sea en el sentido pombiano de la gracia narrativa. La prosa de Guna es un constante menear la cabeza y rascarse el cogote, esos segundos en que la persona trasciendo del asombro a la resignación y de ahí al olvido, que es la hora de comer. Él solo pasa hambre cuando los fascistas lo cazan y lo meten en el campo de concentración. Pero en el frente le habría venido bien a James Neugass, que pasa más hambre que el perro de un ciego, ese que alegraba las veladas bélicas de Alberto Guna.

23.1.12

Libros de la guerra, 2



El libro de James Neugass me ha deslumbrado por muchas razones, pero me doy cuenta de que había algo de ese entusiasmo al leer el de Chaves Nogales, La defensa de Madrid. Por encima de cuestiones ideológicas, lo más atractivo de Chaves es que su libro parece recién escrito, con la urgencia de una crónica expurgada, aparentemente, de tópicos novelescos. Algo parecido sucede con La guerra es bella, pero en el caso de Neugass los tópicos están todos proscritos. No recuerdo haber leído la palabra drama o tragedia o lucha fratricida o todas esas campanudas perlas con que los escritores tratan de llenar de pathos lo que por sí solo ya tiene a mansalva. Hacia el final del libro, un libro con miles de microrrelatos significativos, de metáforas reales, no juegos de palabras, hay un detalle que subrayé con especial cuidado. Hasta entonces Neugass no había hablado de dos asuntos capitales en una guerra: el trato a los prisioneros y el hecho de pegar tiros. Lo suyo son las heridas, los bombardeos, los escombros, la supervivencia en condiciones extremas y heladas, el retrato de las víctimas civiles, las curiosidades en materia sanitaria y armamentística (el autor incluye una propuesta de mejora del servicio de ambulancias de guerra que no sé si se tuvo en cuenta en la II Guerra Mundial) o el retrato entre antropológico y poético (si no es la misma cosa) de los hombres y mujeres que padecieron aquella salvajada. Habla sin tapujos de las heridas irreversibles y jamás usa eufemismos para describirlas, pero tampoco emplea nunca el morbo ni el regodeo. Al hablar de la herida en el estómago de un prisionero, Neugass se niega, por cortesía, a describirla, y el lector agradece que en ningún momento se despeñe por lo meramente repulsivo, por el morbo sanguinolento al que difícilmente se resistiría un autor español de la época. Incluso creo que hay más verdad en esa forma de eludir los detalles escabrosos, como si con ello barnizara, sin decirlo, su prosa de un tenue brillo de piedad.
Pero Neugass, hasta casi el final del libro, solo pega un tiro, más bien una andanada, con una pistola, en Valencia, contra un francotirador escondido tras una chapa de metal en una ventana alta. Después regala a un soldado su largamente ansiada pistola, aunque después, un poco como Sancho con el burro, dice que aún la tiene. Pero sí, entonces, deja entrever que sus tiros no hirieron a nadie, o al menos no fue consciente de haber matado a nadie. Esta coartada whitmaniana preserva al autor de ser parte del conflicto y lo aísla en su diario como un observador ilustrado, más de la estirpe de Burrows o Ford que de la de Montesquieu, más observador curioso que inflexible censor. Me quedo con las ganas de ver qué siente el autor cuando ceba un cañón, cuando dispara una ráfaga de ametralladora, cuando apunta a un soldado que se arrastra entre las aliagas para ganar unos metros de terreno. Lo peor de la batalla de Teruel es que sólo sirvió, entonces, para que el ejército republicano le ganase unos 18 kilómetros de frente al ejército rebelde, y todos ellos fuera de Teruel. Ya sé que la suerte estaba echada, pero el libro termina en la primavera del 38. James Neugass no deja pasar esta observación, más útil que cien trenos sobre la futilidad de la guerra. Pero en esa futilidad hay muchos tiros y, sobre todo, muchos hombres que pegan tiros. Neugass no es uno de ellos, y a mi juicio eso lo hace todavía más héroe, pero no evita que se pringue en la locura colectiva. En los momentos más duros de su odisea ya no hay aprensiones de ninguna clase:
"Los fascistas avanzan muy rápido. He matado a tres, cinco, ocho. A uno con cuchillo, a los otros con bombas. Por la noche. Podría haber matado a más. Todavía tengo mi coche. Como aceitunas caídas de los árboles, difíciles de encontrar bajo la luz de la luna. No estoy seguro de dónde estoy. Separado de mi unidad. Con la infantería. Buscando las líneas. ¿Hay líneas? Todo es muy confuso. Muy mal. Me duele la herida. Tengo que seguir adelante, ir a algún sitio. Dios mío. Muy mal..."
El otro asunto es el de los prisioneros. La única razón por la que hay prisioneros en una guerra es que cada uno de ellos vale por otro compañero preso. “No se matan hombres, se matan uniformes”, dice Neugass, aunque luego viene la depuración de responsabilidades, es decir, las masacres indiscriminadas. Luchábamos sin odio, se titula uno de los diarios de guerra que tengo en la mesita de espera. Es difícil creérselo. También Eneas se apiada de su enemigo Turno… hasta que se da cuenta de que es el que ha matado a su amigo Palante, y acto seguido lo ensarta como a un cochinillo. Neugass observa el terror en los ojos de un preso fascista al que están curando una herida grave, pero en vez de filosofar sobre el terror recuerda que en las guerras los servicios sanitarios se vuelcan con los heridos leves, que pueden volver al ruedo, como los caballos recosidos, mucho más que con los heridos graves, que requieren mucho tiempo, mucho esfuerzo y mucho dinero, y al final se mueren igual. A ese preso enfermo se le da el mismo trato que a los demás, pero en la página siguiente Neugass nos cuenta cómo un brigadista alemán ejecuta en el acto a un fascista alemán porque este argumenta que se vio forzado a alistarse en el ejército de Hitler si no quería que lo echasen del ejército y su mujer y su hijo no tuviesen con qué comer. Su compañero y enemigo le pega dos tiros ¡por mercenario!
La glosa del libro de Neugass sería tan larga como el propio libro. Ninguno de los detalles que acumula es plano. Todos encierran un significado literario, un sentido profundo que es la diferencia entre un mero inventario de datos y un libro de verdad. Estaría bien hacerse con la versión original, pero dudo mucho que la extraordinaria frescura de la prosa sea responsabilidad de una traducción moderna, porque en Estados Unidos, en los años 30, ya se escribía así. Donde no se escribía así era en España, ni entonces ni después. He cometido el error, después de Neugass, de abrir el Concierto al atardecer de Ildefonso Manuel Gil, publicado en 1992 (aunque, según su autor, empezado veinte años antes), que empieza con la siguiente perla:
“La columna, peana del becerro de bronce que da la grupa a Castilla y apunta con sus cuernos a Europa, tan lejana, el famoso becerrico símbolo de la ciudad y contrapeso totémico al sentimentalismo de los no menos célebres “Enamorados”, daba sólo una levísima franja de sombra, rendija abierta en el muro macizo de sol de la plaza en esa hora de la siesta, con los comercios cerrados y los escasos transeúntes deslizándose bajo la sombra protectora de los porches”.  
Eso de aperitivo. Voy a merendar a ver si me leo el segundo párrafo.
Pero volviendo a Neugass. Al principio de mis encendidos elogios (con fuego amigo) comparé a Neugass con Hemingway. Es un error. Cada palo debe aguantar su vela y la comparación con Hemingway debería reducirse al pastel de celulosa de Por quién doblan las campanas. Me la ahorraré. Basten las palabras del propio Neugass sobre Hemingway:
“Matthews y Hemingway son los únicos no militares y no españoles que he visto en España. Una vez, cuando estaba trabajando en un boquete de bomba, pasó una pequeña furgoneta a tal velocidad que tuve que representar el número de zambullida en la zanja que suelo hacer cuando los aviones se acercan. “Ese es Hemingway”, dijo uno señalando la nube de polvo que desaparecía.
‘Es un escritor y yo soy un escritor’, pensé, y seguí trabajando”.

19.1.12

Libros de la guerra, 1



Me pregunto qué habría pasado si el gran libro de James Neugass La guerra es bella se hubiese publicado poco después de cuando lo escribió, entre 1937 y 1938, mientras servía como conductor de ambulancias para el ejército de la República en el frente de Teruel. Puesto que sobrevivió por los pelos a la guerra civil y que el libro es una obra de arte fuera de lo común, lo lógico hubiese sido que con todos los honores ocupara su puesto, como mínimo, junto a George Orwell en la sección de testimonios, o junto a Ernest Hemingway en la de literatura. No se parece ni al uno ni al otro, pero está a la altura de los dos, ya lo creo que sí. Y, en todo caso, si hubiera que ponerlo en algún sitio, yo preferiría reservarle una plaza junto al mismísimo James Agee.
               Y sin embargo este libro estuvo enterrado entre rimeros de papeles viejos durante 60 años, ni siquiera en entregas de periódicos, como es el caso de Chaves, sino en el cuaderno en el que escribió con un lapicero desde el 5 de diciembre de 1937, en Saelices, en un hospital de campaña instalado en el cortijo de una tía de Alfonso XIII (Villa Paz, para más inri), hasta el 24 de marzo de 1938 en Cerbère, en el Rosellón, a punto de abandonar definitivamente su aventura. En medio, la guerra.
               Lo que no hay es sermones ni justificaciones ni ese gusano que devora la novelística española (especialmente la dedicada a la guerra civil) y que llamamos estilo. En este libro el estilo no está, ha desaparecido. Aquí el estilo es un camillero eficaz que va llevando y trayendo palabras sin que nos demos cuenta. El verdadero estilo es la situación. Pero se necesita un gran poeta para saber viajar en ella, representarla. En este libro todo es verdad, pero no es un libro de datos, y mucho menos de juicios, aunque tampoco de reflexiones ni de floreos líricos. Es una constatación redactada con la elegancia anglosajona de quien no necesita lucirse ni tiene tiempo para florituras. Sustituye las filosofadas emotivas por comentarios moderadamente sarcásticos, de un sarcasmo bueno, irónico, empático. Evita cualquier tentación artística como si soplara el polvo de un cristal.
La precisión y la naturalidad son las dos principales virtudes de un escritor. Todo lo demás termina sobrando con el tiempo, como esos óleos pastosos que pardean y se oscurecen. No se trata de ser sublime sin interrupción (estupidez francesa que se cargó buena parte de su novelística y casi toda la nuestra), sino de que la prosa esté viva, sea una novela o, como es el caso, un diario de guerra. Y esa vitalidad de la prosa trasparece sin nombrarla. El autor escribe su diario en el asiento del conductor de la ambulancia o sentado encima de una piedra, en una cuneta desde donde se escuchan las bombas o en las horas muertas, que también las hay en una guerra, y sobre todo en una guerra, en algún rincón del hospital de campaña. La prosa sigue el ritmo de los acontecimientos, y si es distanciada y curiosa mientras el autor está en la reserva, plagada de observaciones interesantes, nunca redundantes (“¿por qué he venido a España?”, es lo único que repite de vez en cuando), de escuetos análisis psicológicos de la soldadesca, observaciones sobre el funcionamiento del radiador de los camiones, o sobre la miseria de los pueblos que visita, o sobre la manera de curar sin medios, o sobre las múltiples renuncias e impotencias cotidianas que en la guerra son las mismas pero resultan más sangrantes, sin embargo se vuelve impactante como las balas cuando se somete a describir el apocalipsis que ha decidido vivir, y eso va engrandeciendo el libro con el ascenso imperceptible de una sinfonía.
Sus reflexiones políticas son las de un etnólogo sin ganas de aburrir. Cree en la libertad y en la lucha contra el fascismo. Comprende el estallido de la esclavitud a que vivía sometida buena parte de la población, pero no intenta animarse con la ideología. Le resulta más interesante retratar la moral militar, sentir incluso cómo se forma en él, siempre con esa distancia cuyo efecto poético es inverso, es decir, de autenticidad, de verdad y de hondura. Pero cuando se mete en la boca del lobo, de la reserva en Alcorisa a los bombardeos de Cuevas Labradas, es curioso que la prosa resulte también bombardeada, desmenuzada por momentos, pero el héroe del lapicero no pierda la compostura y adopte esa austeridad moral que es la única que te sostiene en los momentos crudos. Es decir, nombra, describe, pero no juzga tan apenas. Las bombas van creando vacíos poéticos en la prosa. Las memorias, en esos momentos, suelen justificar el fusilamiento o justificarse a sí mismas, pero Neugass escribe sin vuelta de hoja. Avanza en su encuentro con la guerra como un Fabrizio de la Generación perdida que tuviera “más curiosidad que miedo” por estar el frente.
               Desde luego que es la epopeya de uno de esos “aventureros foráneos” que citaba el otro día de Cela, a propósito de Chaves. De hecho, casi todos los personajes pertenecen a la Brigada Washington-Lincoln, y cuando escuchas a un soldado llamar Smitty a un compañero y Doc al médico te cuesta hacerte cargo de que están pernoctando en Aliaga, provincia de Teruel. Neugass no comete el error del alegato antibelicista ni el de subir a los altares a los conmilitones, ni tampoco hundirlos en esa miseria moral rancia y barata en que tantos escritores se parapetan como si fuesen pianistas de jazz.
               La guerra es bella está contado desde dentro, en un permanente crescendo que le lleva de la reserva expectante al pavor cotidiano. Llega un momento, en el frente de Cuevas Labradas y Corbalán, cuando por cada avión republicano destartalado había cinco alemanes recién sacados de la fábrica que despilfarraban saña, cuando a cada paso tiene que detener la ambulancia para tirarse a la cuneta y sigue recogiendo heridos y apartando muertos y el cielo huele a carne quemada, en que lo emocionante es la propia capacidad de seguir escribiendo y no hundirse definitivamente. Una novela de guerra tiene que transmitir la sensación de que algo resulta insoportable. Debe llegar a ese extremo, al borde del precipicio que lo lleva a la locura o a la tumba. Tan interesante como la minuciosidad de los datos me resulta el hecho de que las cosas vayan siendo planteadas por la guerra, no por el autor. Quiero decir que ese proceso trágico del derrumbamiento interior es algo que tampoco se puede contar. Hay que hacerlo sentir. Para contarlo están las memorias y los diarios. Para lo otro está la gran literatura.
               En España tampoco estamos muy acostumbrados a los diarios de guerra. Más a las memorias, esa imaginación secundaria, como diría Coleridge, lo que en el mundo anglosajón es todo un género. Pero los diarios de campaña son otra cosa. He vuelto a leer el del sargento Alberto Guna, que editó estupendamente Juan Francisco Fuertes Palasí y del que ya hablé aquí a propósito de unos parientes míos de Alfambra. He vuelto a leer el diario y volveré a escribir sobre él, porque literariamente también tiene su punto. Pero los otros que voy manejando, y de los que ya hablaré, o están escritos por alguien que soñaba con una condecoración o por soldados que, sin intenciones literarias, seleccionan mal los datos. Una batalla es un bombardeo de datos, de situaciones, de gestos, de detalles, de ironías trágicas y de casualidades. Es un material ingente que incluye la moral y la logística, el descenso a los infiernos y la poliorcética. Y eso por no hablar de las toneladas de metralla descriptiva que se necesita. Frases como proyectiles, pensamientos como morteros, reflexiones como ese piojo negro que le sube a un soldado por la nariz mientras lo están interrogando. Se necesita mucho pathos, pero tampoco hay que pasarse. No se puede ir un milímetro más allá de la verdad, que ni siquiera debe ser cruda. Sencillamente tiene que ser verdad. La crudeza estropea, empastra, embadurna. Se pueden escribir grandes obras de arte, pero el género de la catástrofe siempre bascula entre la objetividad obsesiva de Tucídides y el desparrame morboso de Lucano.  
               Sea lo que fuere, La vida es bella es lo más convincente que he leído sobre cómo debe describirse una batalla. ¿Se puede trasladar esto a una novela? No lo sé, pero me gustaría dar con aquellas novelas que sí lo han intentado, porque las pocas que yo he leído, aparte de su valor histórico e historiográfico, creo que no lo consiguen. He de volver, claro, sobre Max Aub, del que solo leí, hace años, uno de los Campos, que tampoco me entusiasmó. Ya he mencionado uno de los pocos intentos serios en este sentido, el San Camilo, que no es una novela sino un confuso bombardeo, pero a San Camilo le sobra el estilo, la literatura, la disposición estructural, la búsqueda de la frase deslumbrante, su tediosa monotonía (una guerra no es monótona), efecto no de la catástrofe que describe con mil ojos, como las moscas, sino de que no aplica verdad a la narración, y porque no desaparece. Leyendo el diario personal de Neugass uno está dentro de la batalla, pero leyendo el San Camilo uno está dentro de Cela. Sabemos poco de Neugass, no encuentra tiempo para hablar de sí mismo. Su labor, su epopeya, es testimonial, pero la urgencia, la intensidad de las situaciones hacen que su lapicero se desate y debajo se vea latir la verdadera poesía. Al individuo Neugass lo conocemos por cómo nos cuenta lo que nos cuenta, no porque hable de él.
               En ocasiones he alabado la lírica de inventario, es decir, el uso que Daniel Defoe hizo de la congeries de toda la vida. Una batalla necesita una narración acumulativa. Necesita que ocurran miles de cosas sin valor argumental, cuya yuxtaposición, en cambio, les confiere un intenso valor poético. La edición de Fuertes Palasí rodea el diario de Guna de su argumento. Es decir, en nota al pie el editor nos cuenta lo que ocurre, y el diario lo que el sargento cree que ocurre, que no tiene mucho que ver. La diferencia es tan grande (Guna está cazando conejos por el monte mientras en Teruel han reventado el Seminario) que en ese hueco es donde anida buena parte de su interés literario. Lo que nos cuenta Guna, en aseada redacción, un poco gerundiosa, es lo que percibió la inmensa mayoría de los soldados: su trinchera, su fusil, sus compañeros muertos. La sorpresa de Fabrizio del Dongo al llegar a Waterloo y darse cuenta de que aquello no tiene ningún sentido narrativo (ninguna razón romántica) sigue siendo el punto de partida para narrar la guerra, cualquier guerra. Es decir, la narración bélica traslada el argumento fuera de sí. Pensar un argumento para una novela de guerra es contar una batallita, no una batalla. Y este libro de Neugass, por dentro y por fuera, en su estupenda prosa y en el cuaderno con cremallera, es una gran batalla.
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