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2.2.25

Los poemas del buceador


Acababa de leer los Cuadernos de África, que me habían encantado, cuando, por una rara casualidad, tuve ocasión de charlar con uno de esos escritores profesionales cuyas ansias de gloria les amargan el carácter. Estábamos hablando de pintores que escriben, y yo dije que Barceló me parecía un buen poeta. «¿Barceló?», dijo, como si le hubiera insultado, algo que, retrospectivamente, y teniendo en cuenta cómo es el pájaro, me da un cierto malévolo placer. 

Pero sí, Barceló es un buen poeta, y este nuevo De la vida mía es un magnífico ejemplo. Ya el título es de Góngora, «Hermoso dueño de la vida mía», según cita completo, porque, si hay que tomar prestado, que sea del más grande. El libro, escrito en francés ("lo que escribo en catalán o en castellano me parece una mierda", le he leído en algún sitio) y profusa y gozosamente ilustrado, está compuesto por tres tipos de textos: escritos a propósito, largos de una página, no más, con un tema concreto, la infancia, los talleres, bucear. Luego están las transcripciones de los cuadernos, junto a dibujos y apuntes que podrían ser ya piezas acabadas y páginas escritas en letrajas grandes con textura de poema, igual que, en tercer lugar, los pies de foto. Se diferencian por la tipografía: regular en los textos más largos, y de dos cursivas diferentes en los otros, algunos de ellos inventarios de lugares, de autores, de peces. Cuenta Barceló que Patty Smith recitó en Nueva York fragmentos de sus Cuadernos de África, y se sorprende porque no eran más que «listas de cosas». Smith sabía que para esa lírica de inventario se necesita ser un buen poeta, y Barceló, que lo es, también nombra a Defoe entre sus lecturas. Pero no solo eso. Cuando hablo de poema me refiero, por ejemplo, a esto:


Había empezado una escultura de yeso de dos o tres metros que representaba una cerilla a medio quemar. Una mitad bien tiesa y derecha, la otra torcida. Mi hijo Joaquim me ayudaba. El yeso es agradable, se calienta y se seca muy rápido. En cierto momento me preguntó por qué modelábamos una cerilla. Le dije: mira, la parte quemada es el tiempo vivido, la parte intacta es el tiempo que queda por vivir. Tengo cuarenta y cinco años. Eso es. Segundos después vi que derramaba una lágrima.


Todo está escrito así, con esa naturalidad un poco desarticulada, de mezclas aparentes que disocian las frases hasta convertirlas en verso, imagino que como sucede con su pintura. Es prosa depurada, sin énfasis, sin ínfulas. Barceló ha depurado la prosa como, según veo en la exposición de la galería de Elvira González, ha depurado también su pintura, para que los nexos no interrumpan la secuencia de los objetos, con una claridad más tranquila, con una nitidez que se ha ido reposando en sus años de cultura dogón en Mali, en sus maravillosas acuarelas de Gao, tan simples, tan expresivas, o en sus investigaciones en la cueva de Chauvet. «Más que pintar lo que veo, veo lo que pinto», dice. O lo que una vez pintó, él o alguien que, como él, viajaba, miraba, buceaba.

Barceló se hizo famoso muy temprano. Recuerdo una foto suya, de la época de la Movida, con un desgaire petulante, muy glam, de chico moderno, rico y famoso. Pero eso se pasó pronto: cuando empezó la «danza de los marchantes» se largó del infecto mundo de la fama. Con Javier Mariscal se fue a tierras portuguesas, primero, y luego al Sáhara, donde descubrió, como Paul Bowles, el inagotable atractivo de la nada, y cambió los cócteles brillantes por una cabaña en Mali llena de termitas y de telarañas, y un tipo de vida en el que cualquier día un escorpión podía sacarle un ojo. A punto estuvo. 

Pero tampoco se detiene mucho en esos años. Le interesa más la infancia, de la que habla con entusiasmo, y con adoración en lo que se refiere a su madre, pintora también, de la que acaso heredara la necesidad del arte, una decisión irrevocable que tomó a la edad de los descubrimientos. «En realidad», dice, «no cambiamos, somos siempre los mismos», y sin embargo traza esquemas coloreados de su trayectoria vital. Va y vuelve a la infancia igual que regresa a las cuevas, incluso las construye, como horno, como estudio, como imagen. En las cuevas el artista se aísla y se refugia. La cueva es el lugar en el que se acurruca, donde sueña en posición fetal.

Su madre ha bordado muchas pinturas suyas, y Barceló habla con una mezcla de orgullo y placer de esa relación que todavía mantiene con ella, casi centenaria ya. No fue lo mismo con el padre, con quien, salvo a última hora, no se llevó bien. En algún lugar del libro dice que hay que escribir sobre los padres. Puede ser liberador, o placentero, o un tormento, pero aquí a Barceló no se le ve con ganas de sufrimientos innecesarios. Y es gratificante que sea su madre (y alguna mención esporádica a gente como el ciclista Timoner o artistas como Curro Romero o Camarón, de quienes cuenta sendas anécdotas preciosas) uno de los pocos personajes que aparecen en el libro. Alguien como Barceló podía practicar el odioso name dropping que alicata de celebridades las memorias de los personajes célebres. Aquí no. Aquí el importante es su «hermano mayor» en Mali, gente común e importante, artistas sin gloria, cuaranderos de la tribu: personajes que bullían en su pintura como los peces o los calamares, mientras buceaba en ella. Y, sobre todo, sus perros, porque ellos son los que marcan las etapas de una vida. Los nombra en torno a la pintura de uno de ellos, nadando, visto desde dentro del mar, con ese elegante avanzar sobre la nada. La letra de Barceló, al glosarlo, es como su pintura, como los trazos de sus acuarelas, irregurlar, trémula, un tanto infantil, la letra de quien anota lo que ve, no la de quien escribe lo que piensa. O quien apunta lo que ve su pensamiento, antes de que se apague su fulgor.

Al margen de esos pocos personajes, el libro habla de pintura y de su relación con la pintura. Varias veces explica por qué pinta desde dentro, con el lienzo en el suelo, paseando por él, dejando, como Pollock, que vayan cayendo cosas, porque Barceló cree en la condición orgánica de la pintura, en su ir haciéndose. Así el pintor bucea en la pintura, la llena de elementos cambiantes, putrescibles. Repite un par de veces que Keats tenía un cajón lleno de manzanas podridas que olía de vez en cuando, y Barceló hacía lo mismo con una mezcla de calamares descompuestos, petróleo y no sé qué más. Para llegar a esos olores, para llegar a sí mismo, Barceló tuvo que exiliarse en el país de la pintura. Cuenta con alegría cómo suele zambullirse en el mar cuando aún va lleno de pintura (de haberse zambullido en un cuadro) y ve los pegotes disolverse o flotar entre bancos de peces. «El cuadro en el suelo es como un fondo marino, entro y salgo». 

Como pintor, se deja llevar: «Pinto con rapidez, en el tiempo que media entre un golpe y el dolor que produce». Es decir, no premedita. Mira, vive, respira, actúa. No deja que sea su pensamiento el que tiranice a su sensibilidad. Por eso se fue a vivir al mar, al desierto, a la pintura. En vez de pensar, pinta. En vez de meditar, bucea. Su fetichismo con los talleres de sus pintores preferidos (Picasso, Pollock…) tiene que ver con ese sentido de la pintura como inmersión en un mundo aparte.  Necesita una iglesia entera abandonada, y embardurnar las luminarias con arcilla, y dibujar encima con esgrafiado, que la luz sea también la luz de la pintura, del mismo modo que bajo el agua la luz con que se ven los peces es la luz del agua.

A veces, con el frío, con el calor, la arcilla se cuartea o se hace más flexible. Las circunstancias (la época, el lugar) intervienen en la obra mientras está siendo creada, y se supone que también después, cuando pase el tiempo y su proceso de composición/descomposición siga su curso. «La pintura es siempre una cuestión de transumptio», una metamorfosis de pintura en carne, de imagen en luz, o en aura, como cuando pinta con lejía. Para Barceló evolucionar es recurrir a nuevas tácticas, ancestrales o inventadas, artilugios para conseguir el efecto imaginado, como cuando trabajaba en la capilla de Palma viendo el resultado a través de una pantalla, o montó el cirio que montó en Ginebra con un cañón de pintura, como si estuviera construyendo un techo de coral, metido en su escafandra. «Quizá todos mis cuadros sean sopas. Arros brut (arroz sucio), con un poco de todo. Un mundo comestible». Será por eso que le gusta tanto el pintor de bodegones Luis Egidio Meléndez, «el Messi de la pintura», un virtuoso lleno de granadas reventonas y ojos de besugo.

Una de esas sopas, quizá la que más orgulloso le hace sentirse, es la capilla de la catedral de Palma, a la que dedicó un precioso libro, La catedral bajo el mar. Supongo que es la pieza en la que, finalmente, pintura, escultura y cerámica llegaron a ser la misma cosa, el mismo arte, un todo indistinto. Tiene gracia que fuera el obispo, Teodor Úbeda —quien puso la paciencia y el ánimo suficientes e incluso pidió ser enterrado en ella— el que le propuso el tema, la multiplicación de los panes y los peces, que a Barceló le venía como anillo al dedo. Su pintura es, en cierto modo, ese milagro.


Miquel Barceló, De la vida mía, trad. Nicole d'Amonville Alegría, Galaxia Gutenberg, 2024, 263 p.


2.6.24

La mejor antología


En los años 80 circulaban dos antologías de Góngora, una de Ana Suárez Miramón, SGEL, 1983, que era la que se recomendaba en las facultades, ordenada por géneros y subgéneros y con una introducción continuista con respecto a los prejuicios del culteranismo, y otra de Antonio Carreira, Castalia Didáctica, 1986, que es la que siempre he utilizado y que ahora he vuelto a saborear de cabo a rabo. 
Pese a que el antólogo se convertiría luego en máxima autoridad en materia gongorina, aquel trabajo era un gran libro envuelto en un humilde continente. Su nombre no aparecía en la portada, por más que se trata de un libro de autor, y en su lugar se rebajaba la importancia de la edición con ese apellido, didáctica, que más bien la destinaba a las aulas de poca especialización, porque ya entonces el didactismo flirteaba con la banalidad lúdica, antes incluso de esa vergonzosa tapadera de la gamificación. Daba la sensación, por el tipo de papel, por la tipografía diminuta, por la oferta de la portada, de que se trataba de un libro de texto escolar, no de la más rigurosa y sesuda antología de que tenga uno noticia. 

Porque los cuadros cronológicos eran tablas históricas muy minuciosas; la introducción, un ensayo sobre el manierismo y el conceptismo que se apartaba de generalidades para ir a comparaciones concretas con otros poetas de la época o a las curiosas variantes del conceptismo que trasfundieron poemas entre géneros hasta llegar al desparrame del a lo divino; las notas y llamadas de atención no solo allanaban las dificultades de comprensión sino que lo hacían sin tomar al lector por tonto y sin apartarse de los grandes comentaristas contemporáneos de Góngora, desde Salcedo Coronel a Pellicer, o modernos, de Alonso a Jammes; los documentos comprendían cartas del propio Góngora en defensa de su obra, piezas poéticas escritas por sus defensores, homenajes contemporáneos (Guillén y Cernuda) e incluso libros raros sobre la Córdoba gongorina; y, en fin, las orientaciones para el estudio forman un artículo académico del más alto rigor sobre las interpretaciones discutibles de Góngora y la defensa de la claridad y de la precisión como las más elevadas aspiraciones del poeta. 

En medio, claro, una selección de sus poemas ordenada cronológicamente, no tan abundosa de sonetos y romances como la de Suárez Miramón, pero sí de letrillas y, sobre todo, de sus tres poemas mayores, el Polifemo, la Soledad primera y la Fábula de Píramo y Tisbe, sin recorte de ninguna clase, hasta el punto de que el único defecto que le veo ahora es que, en vez de la prosificación de la Soledad primera, ya podría haber incluido la Soledad segunda, donde están esos versos que tanto hemos repetido: «Mira que la edad miente, / mira que del almendro más lozano / Parca es interïor breve gusano». Pero bueno, también en la primera está el «doméstico es del sol nuncio canoro» con que durante tantos años hemos puesto a prueba la sagacidad de los alumnos, y de paso gamificábamos un poco a don Luis. 

La sensación que queda al leer esta antología entera, sin acudir a esos pasajes que año tras año íbamos cambiando para darlos a gustar o simplemente disfrutar de ellos (con más huellas en las páginas de unos que de otros, claro), aparte de que sigue siendo un completo y tan cabal como documentado estudio que ya arma el caballo de batalla que cabalgó Carreira durante su posterior carrera profesional, el conceptismo como fundamento del supuesto culteranismo, es la de que Góngora tenía tal dominio de la poesía que ni siquiera tuvo que limitarse a su propio genio más que para desembarazarse de tópicos petrarquistas y falsamente sentimentales en los que un artistazo como él no podía creer. El autor de piezas tan intensamente populares como La más bella niña o Hermana marica, patrimonio común casi desde que fueron compuestas, igual que letrillas como Que pida un galán Minguilla o, cómo no, Andeme yo caliente podía investirse de un sayal adamascado para sus primeros sonetos de amor solemne, y los últimos, porque Góngora prefirió los campos a los sentimientos, las fábulas a los sinsabores y el ingenio a los alardes. Leo y me sorprenden notas que en su momento añadí, por ejemplo a Entre los sueltos caballos o En un pastoral albergue, junto a cuyos versos «Las venas con poca sangre, / los ojos con mucha noche» anoté alguna vez un «Lorca» que me dice mucho más que muchos de los manidos elogios del tricentenario. 

Pero sobre todo he vuelto sobre los poemas más subrayados, muchos de los cuales llevan la nota VIRG. al margen, que no es de virgen sino de Virgilio, y que coincide con cada vez que me encontraba (y me he encontrado ahora) con la operación poética virgiliana por excelencia: llevar lo más humilde hasta su más luciente altura poética, en romances como Ahora que estoy despacio, donde además acompaña la simpatía del Góngora epicúreo y desenfadado, o sonetos como Cosas, Celalba mía, he visto extrañas, que rebosa de esa pasión virgiliana por la grandiosidad natural, ese nombrar hinchiéndose, ese gozo del plasmar.

Carreira no se deja, por supuesto, los más célebres sonetos, de Córdoba a la dama que se picó con un alfiler, pero tampoco ese ramillete sombrío del final, cuando peor lo pasaba y el mal genio del Mal haya el que a señores idolatra se funde con el desengaño del final. Y aun así nos quedan los tres grandes, que uno lee y vuelve a leer y no sale de su placer ni de su asombro, sobre todo de las Soledades, acaso el más virgiliano de todos, y por eso el más cercano, cuya edición a cargo de Robert Jammes es uno de esos libros que uno empieza a tener ya desbarajados de tanto manoseo. Últimamente le toca más al Píramo y Tisbe —por otros motivos de índole académica—, que Góngora le satisfacía especialmente, y no es de extrañar, esa mezcla total de registros y de géneros, ese dominio absoluto del octosílabo castellano, de su música y sus posibilidades expresivas. Pero vuelvo a las Soledades, y algo ya poco natural me tiene que estar afectando cuando paso por encima de las prosificaciones, como si ya hubiese aprendido esa lengua de los dioses. Como aquel que limpia los cajones y ordena papeles viejos, estos días leo libros que usé mucho y que ahora que oficialmente dejo de usarlos no quiero que se queden dormidos. En los 80 esta antología tenía sentido. Hoy sería un libraco hiperespecializado. Pero Góngora lleva siglos pudiendo con todo. ¡Si pudo con Menéndez Pelayo, no ha de poder hoy con los ludópatas de la pedagogía!


Luis de Góngora, Antología poética, ed. Antonio Carreira, Castalia Didáctica, 1986, 372 p.

24.5.24

La música de Góngora


Entre las muchas satisfacciones y regocijos que me ha proporcionado la lectura de Nuevos gongoremas ha habido dos pasajes que sirvieron para reafirmarme en una vieja comparación, un cierto vínculo entre la fascinación que me producen Luis de Góngora y Johan Sebastian Bach. En ambos casos disfruto de su luminosa perfección, ajena por completo al alarde gratuito, a la demostración o al desparrame, al fraude de la emotividad desmelenada. Esa detención serena me parece lo más intensamente poético de uno y de otro. Como decía Cernuda (y cita Carreira, p. 554), uno de los rasgos más característicos del estilo de Góngora es «la exclusión de pasiones y sentimientos», que para mi gusto disfrazan de grandiosidad más que engrandecen. En otro lugar dice Carreira: «Góngora no abre sino que cierra, espléndidamente, una epoca de gran poesía española —como un siglo más tarde J. S. Bach cerrará más que abrirá, asimismo genialmente, otra de gran música germánica» (p. 381), y poco después añade: «A Bach le sucedió, no le siguió, Mozart, que sí inauguró una nueva época en la música (…). A Góngora, en cambio, le siguieron muchos pero no le sucedió nadie».
Como degustador de poesía, esa mezcla de curiosidad y fascinación, y mi sentido de la poesía como un arte estático, contemplativo, meditativo, no simplemente fraseabundo, hizo que me tomara siempre más en serio a Góngora que a Quevedo, y volviera una y otra vez a saltar de un romancillo a una octava real, de una letrilla a un fragmento de silva, encandilado con la versatilidad y tan restallante como contenida perfección de nuestro más grande poeta. Pero fue en 1998, con la publicación de Gongoremas, de Antonio Carreira, cuando mi afición de catador evolucionó a placer estudioso. Aquel deslumbrante manojo de estudios gongorinos me llevó a lo que Carreira llama los Antiguo y Nuevo Testamentos gongorinos, respectivamente los estudios de Dámaso Alonso y los de Robert Jammes, después de los cuales Carreira vendría a ser algo así como Santo Tomás de Aquino… Y a esos estudios monumentales siguieron los de Antonio Vilanova, Querol Gabaldá, Emilio Orozco, Sánchez Robayna, José María Micó, Matas Caballero, Mercedes Blanco y una lista que ha seguido completándose, además de con las imprescindibles ediciones de Carreira (sus Romances en Quaderns Crema, sus Obras completas en Castro, etc.), con la exposición del año 2012, La estrella inextinguible, que tuve ocasión de ver en la Biblioteca Nacional y cuyo catálogo sigue siendo una fuente de información crítica inagotable, gracias, sobre todo, a la bibliografía que preparó para la ocasión el propio Carreira.

De modo que la lectura de estos Nuevos gongoremas es un volver a territorio amigo, por más que sea un libro, a mi juicio, excesivo en el sentido de que deberían haber sido dos, uno de tono más filológico, el compuesto por los trece primeros estudios, y otro más dedicado a las reseñas críticas y, sobre todo, a la huella de Góngora en otros poetas menores, sobre todo hispanoportugueses. Cualquiera de las dos partes, sobre todo la primera, habría tenido la extensión y la enjundia de aquellos célebres Gongoremas, a los que no dejo de volver.

Entre las confusiones que entre ambos libros Carreira no ha dejado de aclarar está la de deslindar artificialmente lo que durante demasiado tiempo se ha llamado conceptismo y culteranismo, y que se debe, aparte de al desprecio que el siglo XVIII le dedicó a Góngora, a la fijación que Menéndez Pelayo («el montañés henchido por sus dogmas», dijo de él Cernuda) tuvo con el gran poeta, a quien no entendió o no tuvo paciencia para entender, acostumbrado como estaba a leerlo todo a toda velocidad. Góngora no es poeta de lecturas diagonales (ni siquiera horizontales, si me apuran) sino de una verticalidad consecuente con la «densidad, o concentración» de su lenguaje poético. Su conceptismo puede ir más allá, por la vía de la paronomasia, de la semejanza, de la alusión o de cualquiera otro recurso, que el de cualquiera de los tópicamente llamados conceptistas, y el supuesto gongorinismo no es más que una forma un tanto hipertrofiada de imitar (o de detestar) el conceptismo del cordobés.

Y de todo hubo. Del mismo modo que su humor tiende a lo jovial, no a lo esquinado (a lo epicúreo, no a lo neoestoico), a Góngora se le reprochó en su tiempo —Jaúregui en su Antídoto, por ejemplo, «porque dedica al paisaje y a la vida rústica todas las galas entonces reservadas para los temas sublimes» (p. 74)—, uno de los rasgos más sobresalientes, porque «lo difícil es hacer alta poesía con materiales deleznables; Góngora lo consigue, y en ello estriba buena parte de su modernidad, según notó Robert Jammes» (p. 62). De su modernidad, añadamos, y de su clasicismo, porque no en otra labor consistió la revolución poética de Virgilio en sus Geórgicas, libro que asoma una y otra vez por la obra de Góngora. Buena muestra es el estudio ‘El sentimiento de la naturaleza en Góngora’, que arranca con un una declaración del todo virgiliana: «Decía Unamuno que hay dos actitudes literarias ante la naturaleza: la primera consiste en describirla minuciosamente; la segunda, en transmitir la emoción que ante ella se siente» (p. 64). Estos paisajes virgilianos de Góngora son «fruto de su ausencia, de la nostalgia» (p. 68), como disfrutamos en el soneto «¡Oh fértil llano, oh sierras levantadas!». Y todo ello por no hablar de la estética del bodegón y del topos de la Cornucopia que el poeta desarrolló en el Polifemo y que por sí mismo constituye un género literario, el de los productos humildes que ofrece el pastor envueltos en la más alta poesía.

Son muchos los pasajes en los que Carreira nos lo vuelve a recordar, pero baste con uno (p. 72). Hablando del momento en el que Polifemo asusta y espanta a Acis y Galatea y lo compara con el labrador que asusta sin querer a una pareja de liebres encamada, dice: «Góngora no solo era buen observador, sino también amante del campo y sus productos, como lo manifiesta ocasionalmente en su epistolario. Si lo evoca tan a menudo en sus mejores momentos es porque lo considera, como Lope de Vega, digno de figurar en lo más alto de la lírica: el ejemplo es para él, más que Horacio, Virgilio en sus Bucólicas y sobre todo en las Geórgicas». Y, más contundente aún, añade: 


«No hay en toda la poesía clásica española nada comparable a las Soledades, tanto desde el punto de vista formal como desde el pictórico, ecológico o como queramos denominar esa paleta que reserva sus colores más vivos, sus matices más delicados, para pintar cuadros de la naturaleza en la que viven hombres sencillos como los de la edad dorada. En este sentido Góngora es el Virgilio español, y las Soledades, sus Geórgicas. En la poesía posterior hay imitaciones, influencias, pero tampoco nada comparable, porque con Góngora ocurrió lo que con Cervantes: la literatura española tardó siglos en asimilar la novedad de sus creaciones». (p. 78)


Otra de las facetas de la falsa distinción entre lo conceptista y lo gongorino es el confundidor y artificial enfrentamiento entre Góngora y Quevedo, que Carreira desautoriza en dos de estos trabajos. Al menos uno de ellos, ‘Presencia de Góngora en la poesía de Quevedo’, debería leerse como aperitivo de cualquier incursión académica para no iniciados, para darse cuenta de que, primero, y por una sencilla cuestión de edad, los dos poetas no podían enfrentarse. Para Góngora, Quevedo no pasa de ser un neófito con puntas de pipiolo; para Quevedo, Góngora no puede dejar de ser un maestro sin igual. Y esa bandería de lo quevedesco-conceptista y lo gongorino-culterano, tan abonada por la impaciencia desdeñosa de don Marcelino, no solo no es cierta sino acaso del revés, como muestra Carreira en ‘El conceptismo de Góngora y el de Quevedo’. El propio Gracián saboreaba con delectación las sutilezas gongorinas, auténticos conceptos en cuanto a relación entre desemejantes, más fáciles (y demagógicos, como siempre) en el caso de Quevedo. Pero este es un asunto casi personal: conforme pasa el tiempo y se sigue agrandando la figura de don Luis, don Francisco, sin dejar de ser un gran escritor, es cada vez más falso y chapucero, más rastrero y ventajista, más solemne que profundo. Solo faltaba, para darle la puntilla, poner de manifiesto, como hace Carreira, que el recurso de entrelazar el sentido de los versos en los tercetos de Amor constante más allá de la muerte ¡también está tomado de Góngora!

La diferencia entre ellos llega lejos, más a lo incompatible que a lo enfrentado, pero no dejaron de practicar la misma estética de su tiempo. Dice Carreira (p. 392):


Góngora y Quevedo fueron muy distintos, todo lo distintos que pueden ser dos personas: Góngora, epicúreo y vividor, amante de la música, de los gustos y los colores, de cuanto el mundo ofrece de placentero. Quevedo, sombrío, amargado, ceniciento, obsesionado con la muerte, encadenado a la ortodoxia, despreciador del género humano y de la vida misma, al menos de labios afuera. Pues bien, hombres tan contrarios practicaban una misma estética: el conceptismo, una de cuayas vertientes es el llamado culteranismo, ya que las bases culturales de uno y otro eran comunes.


Una segunda parte de estos Nuevos gongoremas es la dedicada a cuestiones de ecdótica, de transmisión textual y canon poético, asuntos en los que Carreira es un consumado especialista. Su trabajo, por ejemplo, sobre la ‘Difusión y transmisión de la obra gongorina’, o, sobre todo, ‘Manuscritos y ecdótica: en torno al corpus de las décimas’, de abrumadura erudición, dan buena prueba de ello. De distinto signo son otros como ‘La musicalidad del Polifemo’, muy escéptico en cuanto a las tradicionales conjeturas sobre la coloración de los versos (y el ejemplo, que tantas veces hemos puesto, de infame turba de nocturnas aves le sirve a Carreira como prueba tan seductora como poco convincente), o dos, excelentes, sobre cuestiones históricas gongorinas. El primero, ‘Fuentes históricas del Panegírico al duque de Lerma’, aparte de subrayar la fidelidad de Góngora en su obra a la historia de su tiempo (salvo en las fábulas mitológicas o en la poesía sacra, naturalmente), rastrea las circunstancias en las que Góngora se planteó, desarrolló y dejó sin acabar el Panegírico, entre otras razones porque su destinatario, muy probablemente, no lo entendió, si bien las propias circunstancias del duque pudieron desanimar al poeta, siempre errado en su afán (poco afán) de idolatrar señores. 

El otro artículo de asunto histórico es ‘El conde duque de Olivares y los poetas de su tiempo’, otro caso más de lo desalentador que tuvo que ser Madrid para Góngora y el poco caso que sintió que a pesar de todo se le hacía. Claro que, tratándose del conde duque, el hombre más ocupado de su tiempo (un Menéndez Pelayo de la política), era imposible abarcarlo todo, contentar a todos o siquiera saber quién se acercaba a sus dominios, por más que en ocasiones fuera tan cordial con el poeta. Carreira recorre, sobre todo, la biografía de Marañón, con quien discrepa en algún momento, y la de Elliott, y en todo caso deja claro que, a pesar del torbellino vital del conde duque, no se debe «acusar a Góngora de doblez e ingratitud con quien más lo protegió, le concedió mercedes y le mostró afecto. Si hubiera habido entre ellos la menor diferencia, don Antonio Chacón, amigo de ambos, no habría dedicado al prócer el precioso manuscrito que recoge la obra del poeta y que probablemente fue la mayor joya de su biblioteca desde 1628».

Completa esta primera mitad del libro un estudio de acaso menos fuste sobre los romances de Las firmezas de Isabela, pieza singular en la obra de Góngora que, por lo que dice Carreira, sigue sin estrenarse, y que incluso en su época era de obligada lectura previa (estudio incluso) si es que uno quería enterarse de algo, ya fuera la trama o el contenido de los versos. Con ella Góngora cumplió una de esas obras maestras imposibles que permanecen precisamente por su radical extravagancia, por su extremosa dificultad, teniendo en cuenta, como bien sabía Lope, que el teatro está hecho, por encima de todo, para ser escuchado y entendido, y no solo por los más cultos.

Hasta aquí (p. 274), una primera parte de tono estrictamente filológico, dicho sea en un sentido que viene a justificar el hecho de que la segunda sea, a mi juicio, contenido para otro libro. Carreira es ese tipo de filólogo científico que se ocupa de aclarar el sentido literal de los textos clásicos, buscar sus más fieles lecciones y explicar sus contextos históricos y literarios, es decir, presentar las obras limpias y ordenadas, que es el trabajo más difícil para un historiador de la literatura, porque lo otro, la interpretación, tiende a lo errante y peregrino si no se sustenta sobre bases estrictamente comprobables.

De manera que esta segunda parte se dedica sobre todo a la reseña de trabajos sobre Góngora, algunos admirados por Carreira, otros despreciados con tanta razón como poco rebozo. Entre los primeros están los dedicados a los «estudios complementarios» de Robert Jammes, para cuyo elogio no excluye Carreira sus disensiones; el de Mercedes Blanco, en uno de los últimos grandes libros sobre el poeta, Góngora o la invención de una lengua, sobre todo en lo que atañe al conceptismo de Góngora, sus manantiales clásicos, su sentido de lo popular (otra vez lo humilde en las alturas de la poesía) o cuestiones de más detalle, con frecuencia mal interpretadas, como la relativa a los obeliscos en Góngora; o, finalmente, a Sánchez Robayna, aparte de cuya Siva gongorina publicó unas Nuevas cuestiones gongorinas de las que se ocupa Carreira y que abordan temas relativos a la recepción, a la lectura personal, no cultural, de la obra del poeta, incluida la traducción o la puntuación, asunto este último que sigo considerando una asignatura pendiente de las ediciones gongorinas, incluidas las de Carreira, más pendientes muchas veces de señalizar la sintaxis que de desatascar el flujo de los versos. En otro sitio ya conté que, de la dedicatoria del Polifemo según la editó Alonso, sobran casi todas las comas sin que el sentido se resienta en absoluto.

No todo, sin embargo, son elogios. El divertido capítulo ‘Las Soledades y la crítica posmoderna’ es una sucesión de mandobles a todos esos críticos a la violeta (Beverley, McCaw, Chemris, Baena, Collins) que, casi siempre desde universidades norteamericanas, se han dedicado en las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI a la crítica gratuita, generalmente basada en prejuicios a cuya horma someten cualquier caprichosa interpretación. Lo que empezó siendo una lectura psicoanalítica, o marxista, o deconstructiva o de cualquier otro pelaje, no generó más que libelos cantamañaneros en los que todo cuadra menos el rigor de los datos con que se sustenta. Fue una plaga, ciertamente, y hoy en día el virus de la cancelación no creo que haga que flojee. En el caso que nos ocupa, aparte de lo divertido de los dardos que lanza Carreira, queda la duda de por qué tan excelente filólogo ha perdido el tiempo en leer libros tan malos. 

Caso aparte, que tampoco se libra de las pullas, es el de la prestigiosa Margit Frenk, empeñada en afear la monumental edición de los romances gongorinos de Carreira sobre bases de tradición oral, no escrita. Carreira documenta que la transmisión musical es esencialmente deturpadora, y que no es lo mismo una variante que una errata. En resumen, para Carreira, «el trabajo de M. Frenk (…) tiene algunos puntos débiles: cree válidos para la poesía culta criterios que rigen en la popular, aplica a la poesía áurea conceptos más bien apropiados a la medieval, y atribuye a las versiones musicales un valor textual del que carecen» (p. 371), algo que se molesta en argumentar con la rigurosa minuciosidad que preside toda su obra filológica.

Saberse a Góngora de memoria tiene estas cosas, que no se le escapa detalle, por más que a veces, de tan abundantes, dé la sensación de que el objeto de su crítica es un pobre aficionado (y en ocasiones así es). Pero otras veces la virtud redunda en espectáculo de erudición. Carreira pasa el escáner gongorino por la obra de Pedro Espinosa, de Quevedo, de Francisco Manuel de Melo («el inventor nada menos que del verso libre en las lenguas romances», p. 419), sobre cuyo romancero español y portugués también se extiende el autor; de Antonio de Solís, de Ovando y Santarén, de Gregorio de Matos…, en una larga y documentadísima parte, tan amirable como agotadora, que traslada a Góngora al otro lado del océano, en convivencia con la lengua portuguesa.

Los últimos trabajos de Nuevos gongoremas nos acercan a la influencia de Góngora en los siglos XX y XXI, a través de una décima de Jorge Guillén, y la diferencia entre el Guillén gongorista y el gongorino, entre el estudioso y el emulador, y sobre todo del Poema del agua de Manuel Altolaguirre, uno de los asobrinaditos del 27 al que los propios del 27 tampoco tomaron demasiado en serio, siendo como era uno de los mejores, y este poema en concreto uno de los más decididos acercamientos a la poesía gongorina, porque lo demás, empezando por Alberti, no son más que pastiches (claro que, ¿alguna vez escribió Alberti algo que no fuera un pastiche?). Es cierto que, salvo la antología de Diego y los trabajos de Alonso, además de algún estudio de Cernuda y acercamientos como el de Altolaguirre (y eso sin hablar de Hernández), la conmemoración de Góngora fue más aparente que sincera, lo celebraron más que lo entendieron, Neruda el primero, pero también Lorca, y su influencia, como siempre, fue penetrando como el agua que humedece a pesar de que la tierra no ponga de su parte. 

El libro se cierra con dos trabajos bien distintos. El uno, a propósito de Cisne andaluz, la antología de Carlos Clementson de 2011, incide en los textos que no están pero deberían estar y en los que ni están ni deberían, aunque también alguno que aparece por los pelos. La nómina es abundante y da idea del profundo conocimiento que tienen Carreira de la poesía contemporánea (de la que en 2022 apareció una estupenda colección de estudios en la editorial Renacimiento), y también del mal genio que se le pone con los oportunistas y los cantamañanas, que son legión y están muy bien situados, desde los que traducen a lenguaje modelno versos manidos de Góngora hasta los que presumen de modernizar el Quijote, ignorantes, ay, de que «lo que está dicho de forma inmejorable no tiene sentido decirlo de nuevo» (p. 553).

Dejaría un poco en sombra semejante libro esta última sarta de despropósitos de aficionados si el colofón no fuera un breve texto sobre, esta vez sí, uno de los más grandes homenajes que se tributaron nunca a Góngora, el de Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero sueño, editado junto a las Soledades en 2009 por Carreira y Alatorre, un ejemplo de hasta dónde llegó desde muy pronto el magisterio de Góngora cuando se topó con mentes tan lúcidas y tan sensibles.


Antonio Carreira, Nuevos gongoremas, Universidad de Córdoba, 2021, 605 p.

3.7.23

Beber o no beber


«Ojalá que esta poesía, de apariencia seca y dura pero de emocionante y sofrenada ternura, pueda servir como modesto testimonio de nuestra amistad (…)».


Esta es la dedicatoria que el 8 de marzo de 1999 escribió mi amigo el poeta Luis Alfonso Díez al frente de Mujeres y días, de Gabriel Ferrater, en edición bilingüe del año 79, idéntica a la que preparó el autor el año 68 para Seix Barral. Lleva un prólogo de Arthur Terry y las versiones en castellano son de Pere Gimferrer, José Agustín Goytisolo y José María Valverde. Ahora que cualquier cosa que permanezca en la memoria un par de años ya se considera mítica, no sé qué calificativo se merece esta edición, un regalo que sigo conservando, Luis, como oro en paño, en la misma vitrina en la que guardo nuestra amistad.

Ahora he leído Vencer el miedo, la excelente biografía de Ferrater que Jordi Amat publicó el año pasado. Aparte de profusamente documentada, y dejando de lado que al principio, hasta que se hace transparente, la prosa abusa un poco de la yuxtaposición de frases sin verbo —rasgo tan frecuente que ya casi es convención—, el libro prende por lo que tiene de tragedia. Ferrater es un personaje trágico, shakespeariano, un Enrique III que se deja caer a un abismo en el que su portentosa inteligencia no es agarradero suficiente, que vive lo más florido de la cultura catalana de los años 60, es amigo de los más influyentes editores y conspicuos profesores, a todos los cuales deslumbra con su perspicacia crítica y su sabiduría literaria, vive historias de amor con mujeres jóvenes y cultas, se recorre Europa como lector de editoriales prestigiosas, traduce libros fascinantes y estudia como nadie la tradición poética catalana; pero que deja casi todo a medio empezar, no aprovecha las puertas enormes que se le abren cada día, la generosidad de quienes le ofrecían convertirse en un señorón de las letras catalanas, ni consigue mantener idilios casi fantásticos ni llevarse bien con una familia culta y atenta, que no publica un solo verso hasta los 38 años pero todo el mundo lo admira como gran poeta sin obra. Lo tiene todo, absolutamente todo, y sin embargo naufraga en un océano de alcohol, y lo que alguna vez quizá fuera una boutade típica de aquella gauche divine, la intención de quitarse la vida cuando cumpliera cincuenta años, «para no oler a viejo», acaba convirtiéndose casi en una necesidad cuando el hígado dice basta y él es una lumbrera que no se tiene en pie. Qué bien va cargando las tintas Amat en este viaje de aniquilación, hasta el extremo insoportable de quien se puede quedar tirado en un portal después de haber ofrecido una memorable lección de lingüística o de literatura, o perder a una mujer que no puede quedarse con el sabio y prescindir del borracho. Su destino es patético en el sentido de que duele por incomprensible, quizá por necesario, del mismo modo que lo fuera el de mitos como Poe o Lowry, condenados a morir a manos de lo mismo que hacía soportable su genialidad.

Aquellos poemas no me resultaron secos ni duros, y ahora, veintitantos años después, todavía menos. Ya entonces me gustaba esa renuncia a la musiquilla, a las metáforas aleatorias y toda esa ferralla que se ha hecho pasar por poesía. Ferrater no me caía simpático por su condición maldita sino porque, dentro de lo poco que le atraía la literatura española, admiraba a Antonio Machado y a Baroja, y creía que el 27 estaba sobrevaloradísimo, y en general todos aquellos grupos de amiguetes que algún listo convertía en generaciones para incluir bufones mediocres y excluir genios intrusos. Me quedo con las ganas, por cierto, de saber qué opinaba del infumable Alberti, aunque me lo imagino porque Ferrater detestaba las ideologías como fundamento estético (o de cualquier otra cosa), y porque despreciaba esos juegos malabares autocomplacientes de casi toda la poesía contemporánea. Lo duro y lo seco era eso, el saber que una metáfora no es nada si no forma parte de una imagen, y que la precisión y la claridad son más difíciles, más profundas y exigentes que los floreos y las ocurrencias.

Ferrater se rodeó de aquella pandilla que estaba más pendiente de los saraos literarios que de sentarse a leer. Se burlaba de Castellet, pájaro piparro con dientes de caballo, siempre sonriente con esa sonrisa mitad desprecio a quien le entrevistaba, mitad recuerdo de un placer inalcanzable para quien le oía, por culpa de quien muchos profesores hemos tenido que recordar a los alumnos, para no perjudicarlos en sus exámenes de selectividad, idioteces como que Molina Foix es un poeta… Igual que hay corredores de bolsa, hay corredores de literatura, y Castellet, Barral y demás figurones del editorialismo postinero soportaban a Ferrater simplemente porque era muy bueno, quizá, nos dice Amat, el poeta en catalán más importante de la segunda mitad del siglo XX. De Ferrater nos gusta que admirase a Josep Pla, a Mercé Rodoreda o a Caterina Albert, más allá de cualquier pamplina de culturalismo nacionalista, tan solo por la calidad de lo que hacían. Nos gusta que se mofase de aquellos vividores de la cultura (de quienes, en cierto modo, tenía que malvivir), y que cargara con su cruz con tanta dignidad como sentido de lo inevitable: encargos fallidos, libros abortados, traducciones abandonadas, amores perdidos. La raíz del mito es esa, y su excelente poesía no es el néctar que destila una vida tormentosa sino la justificación que la convierte en mito. Jordi Amat ha encontrado al solitario, al herido, y él lo achaca a un miedo que lo acompañó como el amigo machadiano, miedo a su propia inteligencia, a su propia verdad o a su propio fin. 

Cuando Luis Díez me regaló su obra poética (a fin de cuentas Ferrater es escritor de un solo libro) no solo terminó de quitarme las telarañas estéticas de cierta musicalidad convencional, sino que me propuso algo así como el colmo de los órdagos, hasta dónde se puede llegar si uno es, no fiel, pero sí coherente con su propia idea de la existencia. Claro que Luis vive con el salvoconducto de la ironía, sigue escribiendo estupendamente y no comete el error de convertirse en un personaje trágico, y del mito solo gasta su lado más divertido. Brindo por él.


Jordi Amat, Vencer el miedo, Tusquets, 2022, 346 p.

3.12.14

La marca de l'alma


Hem estramasiau al tòrt y al dret, hem mirau punto per agulla els llibres y les cases, hem demanau a la chen y als llugars, hasta mos han arribau a dir que això yere cherar llum per les armaris… Pero tapòc hem sabeu trobar un siñal mès fòrt de les nuestres venes, de la nuestra identidat y de la nuestra manèra de compenre el mon que el patués.
Som del pareixer que malmeter-lo y esbalsar tot astò que guarde, estrafollar-hue, serie ixopllidar el sentir dels pairs, dixar calmonir el pensar dels llollos d’antes, serie perder l’esme, borrar la memòria, allerar el rastro per la nèu que ajunte ahiere y hué y que ya mès que mai se va delint…
Y ye ara quan me vienen al pensament –coma el que s’hi torne a escunsar urta per urta– les paraules del pobre siño José Visién de Grist uno d’aquells díes que puyabe tal cabo del llugar y que per caso va trobar la marca de la casa, fèbe tèmps trafegada.
–Asò ye la marca de la casa, asò no se puede perder, –me va fèr.
Així tabé el patués, coma la marca de la casa, la marca als dits, la marca de l’alma.

(Este es uno de los poemas que recita su autor en La marca de l'alma, un documental producido por el Ayuntamiento de Benasque. Procede de su libro Neoterica, premio Arnal Cavero 2001.)

26.4.12

Fragmentos



Cuando murió Labordeta escribí un artículo para el periódico (ya solo publico los obituarios, me estoy especializando en la muerte) y aproveché para leer su cancionero y entresacar aquellos versos que me hacían gracia, cualquier tipo de gracia. Ahora, ojeando pantallas viejas, ha salido el resultado de aquella búsqueda. Teniendo en cuenta que al final solo cité los versos que ya sabía (los que sabe todo el mundo), me pregunto qué sentido tan raro de la documentación tengo en medio de este wikimundo de citas fáciles. La razón por la que no usé esa antología de citas es que yo no escribo de la documentación al texto sino del texto a la documentación. Es decir, escribo sin citar, o citando lo primero que me viene, y luego, si acaso, busco alguna flor de búcaro que quede mona. Si alguna vez lo he hecho al revés, no me salía un artículo sino una vitrina, una monada. En este caso supongo que cuando terminé el artículo no sabía dónde meter citas que no fueran pleonásticas o me exigieran alargarlo demasiado.
               Pero guardo buen recuerdo de esta pequeña antología porque fue compilada por motivos prácticos, es decir, como un puñado de citas que igual valen para un roto que para un descosido. Yo soy más lector de versos que de poemas. Todos los grandes poetas tienen una antología de poemas pero pocos una de versos, de fragmentos peculiares, algo así como los restos de los poetas arcaicos griegos. Siempre he pensado que, aparte del azar y el tiempo, los responsables de esas ruinas venerables son los propios versos, su capacidad para ir de boca en boca y de pluma en pluma, y casi me inclino por pensar que solo sobrevivieron los mejores.
               Así que no sé si resultó útil o inútil. Por si acaso, por si alguien sí le ve la utilidad a esta manera de deshuesar un cancionero, lo dejaré guardado en este otro armario, que por lo menos tiene puertas de cristal.

1974
Cantar y callar

Aragón
Polvo, niebla, viento y sol
y donde hay agua, una huerta;
al norte, los Pirineos:
esta tierra es Aragón.

Y con él van en compaña
las gentes de estas vaguadas,
de estos valles, de estas sierras,
de estas huertas arruinadas.
Todos repiten lo mismo

Todos repiten lo mismo
cuando dicen que se marchan.

Tenía viento y carreta
y recuerdos de la guerra,
barro, sol, piedra y paisaje
y un regancho de agua muerta.

con la rabia que produce
abandonar lo que se ama.
Yo soy igual
Yo soy igual que mi padre,
mi padre fue labrador,
yo soy igual que mi padre
Los leñeros
Camino de la ciudad
van los leñeros.
Bajan leña, bajan fuego,
bajan hambre y soledad.

La cogieron con sus manos
en los neveros.
Largas horas, largos días,
tristes meses, tristes años.

De vuelta de la ciudad
van los leñeros.
Se quedaron sin la leña
sí con hambre y soledad.
Las arcillas
Sólo quedan los viejos
y los barrancos,
como esqueletos rotos
contra la tarde
El poeta
Caminos son
abiertos por su fuerte voz
lanzada contra cierzo y sol
y contra tantos siglos de dolor.
Cuando se agosta el campo
La sierra blanquinegra,
lejana y fría,
que acomete a los hombres
día tras día

Cuando se agosta el campo
y se hace sol el cielo,
sólo queda el camino
como consuelo.
La vieja
La tristeza de tus ojos
de tanto mirar,
hijos que van hacia Francia
otros hacia la ciudad.

Siempre te recuerdo vieja
sentada frente al portal,
repasando antiguas mudas
que ya nadie se pondrá.

Siempre te recuerdo vieja
nunca te podré olvidar,
eternamente paciente,
sufriendo sin más ni más.
Por el camino del polvo
(completa)
Por el camino del polvo
van en dirección a la era,
lleva los granos de trigo
que ha salvado de la tronera.

Unas veces la tronera,
otras la falta de agua
y cuando todo va bien
los precios no valen nada.

Estate toda la vida
amorrao a los secanos
pa que luego desde arriba
te lo quiten de las manos.

Por las secas barranqueras
bajan la piedra y el barro
hasta ese cauce pequeño
por el que camina un carro.

Cauce donde veinte ovejas
abrevan en el estío
y, cuando la nieve crece,
cauce que se hace hasta el río.

El aire abrasa la siembra,
el sol seca la cosecha,
y en el invierno los hielos
dejan la oliva deshecha.

De un lado al otro del pueblo
a pesar de todo andas
para ver donde te tumbas
y nunca más te levantas.
Dónde se van
Y la tarde ya apardea
ya se pone el sol nuestro amo
y la tarde ya apardea...
Canción para una larga despedida
Nadie escribió tu nombre en las paredes,
ni nadie habló de ti con voz de llanto.

1975
Tiempo de espera

Canción de cuna
sobre la tierra estéril
Tan sólo tengo manos, ajadas manos,
trabajadas por soles, vientos y barro
Carta a Lucinio
No sé quien me ha empujado
ni me ha traído

Y al fin tras tantas horas
nada tuvimos
No cojas las acerollas
toma el camino de casa
que allí te espera tu hermano
y entre los dos hay que levantar
A varear la oliva
A eso del mediodía
y el sol subido
detenemos el tajo
para un respiro

Contigo a no sé dónde
aquí no hay sitio
ni lugar ni trabajo
Ya ves
Cf.
Ya llegó la sanjuanada
No, no volverán ya más
a estos páramos yertos.
No, no volverán ya más
a estos desiertos.
Homenaje a Víctor Jara
Pienso en la última tarde
cantando tus canciones
frente a la gran montaña.

como un toro que surge
en una tarde clara
frente a la tierra parda
Canto a la libertad
Cf.

1976
Cantes de la tierra adentro

Cantes de la tierra adentro
y en las tierras turolenses
sólo se queda el pinar

Une tu mano conmigo
une tu mano y verás
como los que nunca oyeron
empezarán a escuchar:
el agua será del yermo,
la tierra de cada cual
Parábola al modo brechtiano
(o El milagro de Lamberto)
Voy a entrecavar tomates,
a sembrar trigo y cebada.
No te quedes en la puerta

No te quedes en la puerta
entra hacia dentro
que de la cocina al fuego
es tuyo, es nuestro
Serenamente hablando
Serenamente hablando digo hoy
que es duro caminar
sobre tierra baldía

Serenamente hablando quiero decir
que hace falta valor
para seguir aquí.
Serenamente hablando quiero gritar
que aquí está nuestro sitio
y no en otro lugar.
Rosa rosae
Salimos adelante,
nunca sé la razón,
quizás como testigos,
o náufragos o heridos,
Coplas de Huesca
No te quedes en el fuego
que no es cosa de dormir
átate las alpargatas
que sí, que sí es cosa de seguir
Puesto que el joven azul
de la montaña ha muerto
Puesto que el joven azul
de la montaña ha muerto,
es preciso partir.

1977
Labordeta en directo

Coplas del tión
Si yo encontrase una moza que se quisiera casar
me quedaría en el valle y me pondría a labrar.

Hay que ver que dolor tengo por no encontrar solución
en la cama de mi casa y no ser ya más tión
Canta compañero canta
El miedo tiene raíces
difíciles de arrancar

Por el alba del camino
a tu hermano encontrarás,
dale la mano y camina
hasta llegar al final
Todos repiten lo mismo
Tenía viento y carreta
y recuerdos de la guerra,
barro, sol, piedra y paisaje
y un regancho de agua muerta
Planta un árbol
la vida es implacable con el hombre,
la historia no se puede parar

1978
Que no amanece por nada

Compañeros

Qué larga ha sido la noche,
y el alba que tanto tarda:
salid al camino hermanos
que no amanece por nada,
Cierzo

Sopla duro, paisano,
sopla de golpe,
libéranos a todos
de quien oprime al hombre
Tú cantarás por todos
Tú cantarás por todos,
por los muertos, por los vivos
Crónicas de paletonia
Apenas si era mil ocho los paletones
pero hicieron de esta tierra
una tierra sin razones,
sin ovejas, ni ganado,
sin labrador, ni pastores.
Hermano hombre
Todo es un tigre merendando
Acuérdate

Siempre harás mas de lo que has hecho:
acuérdate, acuérdate.

Ese ser de ojos asombrados
que contempla los años con nostalgia,
puede ser tu hermano, tu enemigo,
puede ser tu guía o tu amenaza.
Puede contigo hacer el viento,
la guerra, la esperanza,
o convertir tu vida en un desierto.

Ese que mira con descaro
la fría soledad de los espacios
puede contigo atravesar el mundo,
Amarga compañera
Sabes como la yerba,
como el pantano,
amarga compañera:
dame la mano
Inciertas mañanadas
corriendo entre los campos
nace la alfalfa,
crecen los trigos,
las sementeras

Haz saltos que iluminen
tu tierra oscura
y combate con ellos
la singladura
de los que nada tienen,
porque a estos nunca,
con el agua sobrante,
les fue traída
una cosecha cierta
que asegurase
trabajo todo el año
sin alejarse
Porque avanzamos juntos
Qué lejos queda ya
aquella incierta edad
donde se prohibía
hablar de libertad

hablábamos del hombre
y sobre todo
sentimos sobre el rostro
sus presidios,
su muerte vegetal
en el agosto

Cuando sus ojos cantan
cantamos todos:
canta la soledad
y canta el río,
canta la calle entera,
canta el olvido

1979
Cantata para un país

Introducción y Vengo a hablaros
No vengo a hablaros del viento,
ni a maldecir de los fríos;
vengo a hablaros de unas tierras,
y unos paisanos, los míos.
Ponte contento
Vamos a hacer que esto acabe
autonomizando todo
Albada
Cf.
Todos son
Entre ellos y nosotros
vamos a tener que hacer
una tierra en donde quepan
todos de una santa vez.
Poema
ahora que la lluvia
recorta suavemente
los ruidos en la calle

Tantos trozos de vida recordamos
que el alba nos asaltó de golpe,

1981
Las cuatro estaciones

Jota

La luz que me trae agosto
quisiera verla en tu pelo,
y entre tus brazos morenos
consolar la sed que tengo
Poema 2 (o Amarillea todo)
Amarillea todo
hasta esos pájaros que huyen
de las primeras voces
de la niebla.
La zambomba

Cuando ya se ha calentado
continúa su camino;
somos un pueblo que anda
sin encontrar su destino
Nana

Las duras jornadas
de escarcha y de boira
de frío en el cuerpo
de hielo en el alma
Ya viene marzo con flores
la alegría de vivir.
De vivir en una tierra
donde encuentres el sentir
porque sean compañeros
los que están cerca de ti.
El Mayo

Un mayo pulido
de flores hermosas
que haga de nosotros
un pueblo sin sombras.

1984
Qué queda de ti

Qué queda de ti, qué queda de mí
¿Qué queda de mí?
¿Qué queda de ti?
Elegía del misil
mamá que es comprensiva,
muy buena y bondadosa,
seguro que me dice
que me vaya a rezar.

Un misil, un misil
para Navidad.
Mandárselos a Reagan
para la Navidad.
Con tus manos
Cf. recuento
A Georges Brassens
Cf.
Viejo País

Qué te puedo decir
a ti, viejo País,
si tu barro me sabe
a recuerdo infantil

1985
Aguantando el temporal

Aguantando el temporal
y el campesino canta,
por no llorar
De aquel tiempo pasado
De aquel tiempo pasado
quedan nombres de calles,
anuncios olvidados,
muñecas de Pekín;
quedan tiernos paisajes
con la niebla a jirones
sujeta al pretil
y un señor a caballo
que mandaba en Madrid:
De aquel tiempo pasado
queda el viento sin fin.
Carta de casa
Aquí madre está vieja,
igual que el tiempo,
y el abuelo Manuel
ya lo internamos
por aquella locura de insensato
de salvar del naufragio
al sindicato.

De la fábrica vieja
nada queda,
por vender se vendieron
los escombros
de la última vez que hicisteis huelga
y tirabais enteros
los armarios

Y nada más, entiéndeme,
todo lo mismo
con unos años más,
más pesimismo
Zarajota blues
La amo
la odio
le tengo un cariño ancestral
Crónica del regreso
Y de golpe me encuentro en mi casa,
forastero en donde nací,
forastero también
en el tajo
donde yo levanté con mis manos
lo que uno trabaja por mil.
¡Eh, tú!

Ahora que ya no se creen
casi ná de ná
de este personal
y miran perplejos
a quienes seguimos
metiéndoles caña
con ingenuidad

¡Eh, tú!
qué hacemos ahora
con esta juventud
que nos margina,

1986
Tú y yo y los demás

Abrí todas las puertas
(o Pequeña libertad)
Bajo qué árbol descansas,
huyendo, como vas,
de tanto fuego vivo
que te quiere quemar
y hacer que nunca puedas
unirte a los demás
de regreso al hogar,
pequeña libertad.
Aragón blues

y que se nos llevan el agua,
mecagüen Reus que se nos llevan el agua
Ya ves
Recuérdame,
como un árbol batido,
como un pájaro herido,
como un hombre sin más.
Recuérdame,
como un verano ido,
como un lobo cansino,
como un hombre sin más.
Me dicen que no quieres
De esta tierra hermosa
dura y salvaje
haremos un hogar
y un paisaje.
Albada

Esta albada que yo canto
es una albada guerrera
que lucha porque regresen
los que dejaron su tierra.
Tú y yo y los demás
la ciudad viste
colores suaves,
de raso y tergal,
Somos

de manos contra manos
izando la igualdad

Somos
igual que nuestra tierra
suaves como la arcilla
duros del roquedal
Aragón
Polvo, niebla, viento y sol
y donde hay agua, una huerta;
al norte, los Pirineos:
esta tierra es Aragón
Canto a la libertad

entre todos aquellos
que hicieron lo posible
por empujar la historia
hacia la libertad.

Que sea como un viento
que arranque los matojos

1987
Qué vamos a hacer

Qué vamos a hacer
Qué vamos a hacer,
qué vamos a hacer
cuando el futuro
venga con nosotros
a tomar café.
Joven paloma

No quiero que del suelo
tú me levantes
porque amo la tierra
y este paisaje.
Este paisaje duro
que crece altivo
levantando su cuerpo
tan malherido.
Tan malherido vive
como yo vivo
mientras tú te recreas
con los olvidos.

Formas de estar contigo
sin el olvido
de la tierra callada
que hemos vivido
Mi barrio
y en medio del calor
las siestas producían
un sonoro silencio
donde se oía el sol.

a nostalgia de los pinos
que veías en tu infancia
allí, en aquel pueblo,
olvidao de la montaña.
Allí

Cuando ahora te nos hundes
y con tus manos sujetas
la nostalgia, en tus ojos
la alegría porque piensas
que regresas a tu casa
allí, en aquel pueblo
olvidao de la montaña.
Llegar al mar
Quiero llegar al mar
que desconozco
para huir de la furia
del árbol y la piedra

y escapar de este cierzo,
de esta sed y esta herida

"De aquí no salgo
porque no me gusta el mundo"
Pavana

A tu padre, cansado y silencioso,
le decías: "Padre, ¿qué haces aquí?"
musitaba palabras sin sentido
y seguía sentado frente a ti.
Guárdate

guárdate
de las viejas historias triturada

guárdate
de las tardes de estrellas y nevadas

1989
Trilce

Trilce

y en tus ojos descubrí la calma
de caminar despacio por los días
la soledad, la aurora y la distancia.

de ti guardo el olor a primavera
Aire

Ahora te presiento duro y frío,
con la misma cansada soledad
con que mueven los hombres el olvido
de la infancia que se quedó detrás.
Juana

la mano segura
que te indica bien
lo que tú no ves:
Estoy hablando de una mujer.
Nieve en abril
(o Para Ángela)
y luego allí
donde da la vuelta el viento
te toparás con los sueños
olvidados por el tiempo.
Apenas una vida
apenas una sombra en una casa
y el silencio que nos dejó al marchar:

Cuando eran oscuros tiempos
y la vida era igual
que un paisaje tierra adentro:
seco, duro y de desierto.
Por eso hoy quiero volver
a estar contigo en sosiego:
Hay que seguir
al lado de la tierra.

mientras las ausencias hacen
sentirnos a todos lejos.
Con tu voz
Una tarde cualquiera de agosto
entre luces rompiendo el calor
volveré a tus manos ausentes
como vuelve a la sombra el rincón
y en las viejas y rotas quebradas
donde el tiempo nos hizo a los dos
buscaremos un lugar muy quedo
donde crezca otra vez el amor.
Para qué sirvió
Si en oscuros trenes
vas a trabajar
por países densos
viejos como el mar
y en la lejanía
guardas la nostalgia
de tu infancia quieta
en la inmensidad.
Si eres extranjero
allí donde estés
porque te lo gritan
una y otra vez
sin que tú comprendas
cómo puede ser
que desde muchacho
nadie te dé fe:
Para qué sirvió
la muerte de Sacco y Vanzetti.
El espejo

me gustaría huir
por pasillos de hielo
Banderas rotas
Cf. Recuento

1993
Canciones de amor

Mar de amor
y he prendido mis labios
a tu rostro
con la fuerza de un huracán
Si fueses como la aurora
pues viene tras de la noche
cuando empieza a clarear
Una tarde sin fin

Fue una tarde sin fin
de mediados de agosto,
yo cantaba en un pueblo
y al final de la plaza
tus ojos presidían
todo el atardecer
Canción de amor
Porque no nos ven hablar
dicen que no nos queremos,
porque no nos ven hablar.....

fatigosas mañanas
después de amar.
Cuando eres yo
Y el tiempo va creciendo entre los dos...

tú me has crecido de pronto en el camino
y me has borrado la huella que fui yo.
Con tus manos
y con tu boca una fiesta,
y con tus brazos ventanas.

y con tus besos banderas,
y con tus pechos mañanas.
Las uvas dulces
Lejos como las tardes
de aquel verano
que entre solanas altas
tomé tus manos.

1995
Recuento

Pregón
flores que gimen de pena

Teruel sostiene la base
de esta tierra que te cuento
que, a pesar de estar caída,
la aúpo con gran sentimiento.

Aragón sufre en Agosto
y en primavera se hiela,
gracias que luego el otoño
del invierno nos consuela.
Sanjuanada

Y aunque nos quiten el pan
y nos dejen sin alimento,
seguimos puestos de pie
para defender lo nuestro,

luchando contra los vientos,
contra la tierra y el cielo.
Rogativa de agua

Entre los Santos y Santos
y Vírgenes de Aragón
que nos echen una mano
a defender la Región
de tanto proyecto nuevo
de hacer especulación
y que a la larga producen
soledad y emigración.
Regresaré a la casa
(completa)
Regresaré a la casa,
la casa de mi padre,
abriré la ventana
y que la limpie el aire.

Que limpie la esperanza,
que arrastre los recuerdos,
y arranque de los muros
los retratos ya muertos.

Que azote las arañas,
las ratas campesinas
que invaden los rincones
donde murió la vida

Renovaré los suelos,
el techo y los tejados
y el muro que soporta
los cierzos más airados.

Blanquearé el silencio,
el patio y la cadiera,
y el rincón, donde los niños,
crecimos hacia fuera.

Y cuando respirables
resulten las alcobas,
traeré a mis compañeros
para iniciar la obra
de levantar un árbol
delante de la puerta,
que dé cobijo al aire
y al hombre le dé sombra.
El villano
Cuando las fiestas terminan
volvemos a la ciudad
y en el pueblo solo quedan
unos viejos y un pardal.
Cuatro novias he tenido
las cuatro se me han marchado
con cuatro mozos más guapos
que los que aquí nos quedamos.
Nana para dormir a un niño
en la montaña
Duro ha sido este verano,
dura su ausencia y trabajo,
duró seguirá el otoño
para quien no tenga tajo
A Georges Brassens
Dime joven difunto
Jorge Brassens
si con Cristo y María
te encuentras en buen plan
entonando la misa
en el viejo latín,
con cantos gregorianos
como te gusta a ti,

1997
Paisajes

La sabina
Y allí permanece enhiesta
como un monegrino más
sabiendo, como ellos saben,
lo duro que es pelear.
A veces te descubro

A veces te descubro
en la inocente mueca
de este otoño,
Habanera baturra
Desde un ibón
va esta habanera
con la retranca
de un perdedor.
Que aunque no es Cuba,
la mala uva
es una cosa,
muy de Aragón.
El decreto treinta y tres
Y siempre sigo perplejo
con mi risa de conejo
y mi aire anarco burgués
Adónde
Adónde, adónde, adónde
se fue el día de hoy
Si tus labios
Antes de que la niebla
se haga mañana
y el sol nos desconcierte
con su llegada.

Si tus labios supieran
a madrugada,
iría por las calles,
a eso del alba
buscando en los portales
tu risa franca
y encontrando de golpe
toda tu estampa.
Algunos rojos de antaño
y el rojo más pequeño
está de restaurador
jodiendo la cocina
de su abuelo el labrador

En el fondo eran rojos
de tresillo y de sillón
Corrido de Francho Blas
Quieren hacer adosados
que cubran la poca vega
y a la orilla de la ermita
meter una discoteca.

Y aquí termina señores
el corrido Francho Blas,
que nunca volvió a su tierra
por no cabrearse más.
A ti te entiendo
A ti sí que te entiendo
con tu mirada limpia

Tan solo a ti te entiendo
cuando pasas deprisa
camino de los sueños
que hacen que levantemos
los hombros de la ruina
Suceso francés
Y entre nogales floridos,
hierba, helecho y humedad
se abrió camino el amor
por un conducto ilegal, muy ilegal.
Monegros
Nunca vendrá Mayo
a esta hecatombe
de tierra atormentada.
No me digas ahora

los días agrestes
los labios vacíos

y el rostro increíble
de aquella muchacha
que tenía el cielo
como libertad.

2001
Con la voz a cuestas


Retrospectivo existente
nadie me dice dónde estuvo mi voz
ni de qué sirvió mi fuerte sombra mía

¿Dónde encontraremos todo aquello
que éramos en las tardes de los sábados,
cuando el violento secreto de la Vida
era tan sólo
una dulce campana enamorada?
Pues yo registro los bolsillos desiertos
y no encuentro ni un solo minuto mío,
ni una sola mirada en los espejos
que me diga quién fui yo.
1936
¿qué fue de nuestro vuelo de remanso,
por qué pagamos las culpas colectivas
de nuestro viejo pueblo sanguinario;
quién nos resarcirá de nuestra adolescencia destruida
aunque no fuese a las trincheras?
La voz del poeta
Sabiendo que el amor es un fracaso
El poeta
Caminos son
abiertos por su fuerte voz
lanzada contra cierzo y sol
y contra tantos siglos de dolor.
Nos haces una falya sin fondo
Miguel:
mamá te vuelve a descubrir
cada mañana
y mira tus camisas,
tus viejos pantalones,
tu boina de domingo,
tus zapatos de campo y de paseo
y te gesta de nuevo,
esta vez a lágrimas y llanto.
Los maestros
y con el Tom Waits me abrí la garganta
para cantar jotas y rancheras locas.

Sus versos de ausencia y de compromiso,
risas anarcas y de amores vivos
son los versos duros que enseñaron siempre
lo que en viejos libros nunca nos dijeron.
Escrito en el roble
uno de agosto llama alacranada
Long-play
Cuarenta fueron los baldíos años,
casi cuarenta nuestra casa oscura,

Y era un tiempo sin madre y sin amparo
y eran miles de padres bajo el suelo
y miles de cadáveres en paro,
de cadáveres en paro…

con un sonido de tinaja oscuro
Sexto recuerdo
Es doloroso, ya ves,
saberte casi muerto en medio de la vida
Poema de amor justo
Por eso nos amamos
porque miramos los mismos cromos desde hace tiempo
porque compartimos el miedo
cuando los policías buscaban a los agitadores
Adamar

Viniste como quise que vinieras,
marchándote, dejándome a solas,
con tu fondo de belleza no conquistada,
salvajemente natural, sencilla,
Ella
Hace ya tiempo
que su voz me suena a cotidiano,
como el agua, la guerra,
y las calizas grises de mi tierra

Siempre hay alguien que ha muerto

Alguien pasa al fondo de la calle, camino de su casa

y estas tierras carmín, que nos cobijan,
Teruel tiene la sangre a flor de arena
A veces me pregunto
que bien que lo pasaba
en las clases de usted
con la visión cachonda
del tiempo que se fue.
A veces me pregunto
qué hago yo aquí.
Mientras vosotros estáis
Mientras vosotros vais,
yo vengo.
Doloroso es cruzarse en el camino.
Banderas rotas
y vimos cómo al final
sólo nos quedó el recuerdo
de un mástil desarbolado
y unos jirones de tela
rotos por el vendaval.
Escucha joven poeta inadvertido
No lo olvides
del pueblo vienes
y el pueblo es tu raíz,
en consecuencia,
no hagas caso del pueblo.




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