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8.10.24

Biblioteca Enrique Romero Ena


A mediados de los años 70 mis padres compraron un terreno en la vega del Guadalaviar. Eran unos cuellos con bancales cerca de una granja abandonada y de una pequeña masía o casa de recreo, entre las acequias del Cubo y de Valdeavellano, que había pertenecido a las antiguas dueñas de la partida y donde poco tiempo después se instalaron Chelo Férriz y Enrique Romero, y donde Enrique, el hijo de ambos, dio sus primeros pasos. Era una casa como de cuento, con paredes blancas y columnas de ladrillo macizo en las esquinas, en las jambas y en los dinteles. Al piso superior se podía acceder desde el interior de la casa pero también desde la parte trasera, que se veía desde el camino, a través de una escalerilla que comunicaba con una puerta sobre la que había un letrero de chapa, con letras en relieve azul sobre fondo blanco: «GABINETE DE LECTURA Y BIBLIOTECA».

Tendría yo, no sé, igual catorce años cuando le dije a mi padre, que conocía a Enrique, que le preguntase si podía ver su biblioteca. Enrique había sido profesor de mi hermana en el Ibáñez Martín, y luego de algunos amigos míos en la Escuela de Maestría. Una y otros contaban historias fascinantes para un zagal como yo que estaba empezando a descubrir su amor por la literatura. El joven profesor Enrique Romero era entonces un emblema de modernidad libresca. Las autoridades educativas, bastante resecas todavía, le habían pedido que no diera clase con pantalones vaqueros, de modo que Enrique se encargó un traje con chaqueta y chaleco, todo, por supuesto, de tela vaquera. Eran los tiempos en los que el país entero estaba despertando, cuando en los institutos se empezaban a abrir las ventanas de par en par, aunque fuera invierno, para respirar lo que antes era solo imaginable, y profesores como Enrique enseñaban que lo que parecía extravagancia no era más que sentido común, algo peculiar si se quiere, pero igual de sencillo y natural.

De modo que fui un día a su casa de Valdeavellano con mi padre, y Enrique, encantador desde el primer instante, me recibió con su atuendo decimonónico, ya no vaquero, más bien como sacado de una novela de principios de siglo, con su chaleco y su pajarita y su reloj de leontina, la pipa humeante y la sonrisa afectuosa. Si cierro los ojos puedo respirar aquel aroma, el de la leña de la chimenea y el del tabaco de pipa (Erinmore, que yo fumé tiempo después) y el de la madera de las estanterías, que tantas veces olería luego en librerías de viejo de Londres o de Dublín, y sobre todo el de los propios libros, paredes enteras cubiertas de tomos antiguos y recientes, un festín para la mirada que sólo puede comprender quien haya amado vivir entre libros. Y allí, en la planta superior, en el gabinete de lectura y biblioteca, Enrique tenía su mesa de despacho antigua, su colección de relojes de bolsillo, de pipas y de estilográficas, sus lecturas empezadas, su vade de cuero viejo, y yo me senté por primera vez en un sillón de orejas frente a su escritorio y hablamos de las inquietudes literarias de un chiquillo, y allí empezó una amistad que ha durado casi medio siglo, hasta que su corazón ha dejado de latir.

Enrique dejó aquel rincón ameno de Valdeavellano y se trasladó a Sagunto, y yo salí del nido y me marché fuera a estudiar, y desde el principio comenzó entre nosotros una relación epistolar que guardo entre lo más valioso de mi juventud. Me recuerdo preparando exámenes en Salamanca cuando llegaba carta de Enrique, siempre en sobre color sepia, siempre en pliegos verjurados, siempre escrita con estilográfica, a veces con la tinta «aguachada», como decía él, si acababa de limpiar el plumín, y de inmediato lo dejaba todo para contestarle y de paso ir dejando constancia de mis vivencias y mis inquietudes, de mis lecturas y mis pasiones, también en pliegos y también con pluma, porque ya había decidido cuál era mi modelo vital, la isla de libros en la que, tarde o temprano, quería vivir.

Bastante antes de jubilarse como profesor, Enrique y Chelo compraron una casa en El Toro, que rápidamente, con el exquisito gusto de Chelo y el vivir libresco de Enrique, se convirtió en un refugio de sosiego y bienestar. Cada vez que volvía de Madrid iba a visitarlos, a charlar un buen rato y a disfrutar del ámbito de quien construye su existencia sobre un sueño literario. Enrique iba al pueblo todos los fines de semana, y allí abrió y se ocupó durante años de la biblioteca pública. Recuerdo cómo me contaba en una carta que nada más ponerla en marcha hubiera deseado que se llamase Biblioteca Julio Caro Baroja, pero que, por unas cosas o por otras, su excelente idea no llegó a cumplirse. Don Julio era otro de los referentes que compartíamos, junto con don Antonio Machado, cuya obra Enrique se sabía de memoria. Lo recuerdo citando el Juan de Mairena, sentado en su sillón giratorio, y detrás, colgada en la pared, una elogiosa carta manuscrita de don Rafael Lapesa, profesor suyo en Madrid, que Enrique tenía enmarcada y que daba idea del tipo de estudiante que tuvo que ser. Ahora, espero que a no mucho tardar, la biblioteca llevará su nombre, BIBLIOTECA ENRIQUE ROMERO ENA, y la verdad es que no se me ocurre mejor homenaje a quien hizo de los libros un mundo amable donde se respira lo mejor de cualquier tiempo pasado.

A mí se me va un amigo querido. La vida va sombreándose de muerte, como en el final de Guerra y paz. A Enrique confié mis proyectos literarios y pedí opinión sobre cuanto escribía. Él fue quien se ocupó de las gestiones para que yo publicase mi primer libro, y por supuesto quien lo prologó y lo presentó, de punta en blanco, con su pajarita inglesa, su pluma Montblanc Bohéme y un reloj dorado que puso encima de la mesa para que su alocución no se alargase con su delicioso sentido de la amenidad. Alentó mis sueños, escuchó mis devaneos, quitó hierro a mis zozobras, en decenas de cartas donde comentábamos las últimas lecturas, las noticias de un mundo que bullía, los gozos, las ilusiones, y de paso me enseñó que cada cosa tiene su nombre, y que la belleza en la escritura nace de la precisión al elegir las palabras y la naturalidad al ordenarlas. Me queda el consuelo de haber creado yo también un mundo aparte, un poco a semejanza del suyo, y de haber conocido a quien me enseñó lo más importante de mi trabajo de profesor, contagiar el amor por la lectura y enseñar a que cada cual sepa expresar lo que siente, aunque solo se dirija a sí mismo. De él aprendí que un profesor se gana el respeto del alumno con delicadeza en el trato y honestidad en el trabajo, y que siendo diferente también se enseña a ser libre. Ojalá pueda llevar un libro mío a esa biblioteca de El Toro, felizmente rebautizada, y compartir con los suyos las mejores páginas de nuestra amistad.

1.5.24

Una última calada


Leo a Paul Auster desde hace treinta y tres años, desde que, a principios del 91, Alfonso, el dueño de una caseta de la Cuesta de Moyano, un hombre grande y afable, me recomendó La música del azar, que acababa de salir en castellano. Desde entonces, anterior o posterior, en inglés o en castellano, no creo que me haya dejado por leer ningún libro suyo, desde la edición de Trilogía de Nueva York en la editorial Júcar, que compré en la librería Paradiso de Gijón, hasta la última, Baumgartner, que leí en inglés antes de que apareciera traducida. Novelas, cuentos, ensayos, guiones, memorias…, todo ha ido cayendo a medida que se publicaba, con añadidos como ediciones especiales (la deluxe de la Trilogía que editó Penguin) o incluso una lata de Schimmelpennicks, los cigarrillos-puros que Auster fumaba y que algo habrán tenido que ver, ay, en el cáncer de pulmón que se lo ha llevado a la tumba. 
Hace unos meses supimos que estaba enfermo y muy desmejorado, pero el optimismo es la primera condición de la supervivencia, propia y ajena, y no pensábamos que la cosa fuera tan fulminante, a una edad, 77 años, a la que aún le quedaba, a su ritmo, un puñado de historias que contar. Celebro que haya tenido una carrera tan extraordinaria, sobre todo en un país en el que su forma de narrar implica ir un poco a contracorriente y no llegar al gran público, y sobre todo celebro que sus dotes, digamos, europeas, hijas del extrañamiento, hayan arraigado, y de qué manera, en esta parte del globo. Incluso celebro que haya tenido tiempo de hacerse viejo, no mucho para los tiempos que corren, ciertamente. Lo que lamento es algo propio, personal, egoísta, otra costumbre que desaparece, otro decorado de la vida que se esfuma, otra estantería que ingresa en el mundo de los muertos, de los que leíamos cuando éramos jóvenes y estábamos vivos, y eran lo bastante jóvenes como para acompañarnos toda la vida. Se acaban ellos, más pronto o más tarde, y su muerte es el preludio de otros finales. Son pocos los novelistas vivos que uno lee siempre, escriban lo que escriban, McEwan, Pombo, Ford, Houellebecq, y el que no ha brincado los ochenta no para de fumar, a veces las dos cosas, de modo que pronto (si no soy yo el que se adelanta, claro), mi biblioteca se habrá teñido entera con la penumbra de los clásicos, escucharé con mis ojos a los muertos, pero ya no habrá nada nuevo que esperar de ellos, ni tampoco tendré ganas de afiliarme, por así decirlo, a la obra nueva de algún joven escritor. Cada cual es hijo de su tiempo, hasta para sus lecturas imprescindibles.

Pienso ahora, el día que me desayuno con su muerte, qué fue lo que me atrapó de aquella primera novela, La música del azar, y me convenció para no dejar de leer a Paul Auster. Supongo que era el aire kafkiano de la historia, lo verosímil inquietante, la prosa tensa como el cordel que sirve para medir y para estrangular, sin frases de relleno, sin filigranas ni apósitos sentimentales. Cuando publicó en castellano su primer libro de poemas, Desapariciones, escritos todos en los años 70, dijo, además de nombrar a Paul Celan como su maestro, que su relación con la escritura había ido creciendo de la condición mínima y seminal de un poema breve a la más larga y compleja de un relato, pero que el método seguía siendo el mismo, es decir, entiendo yo, que Auster nunca se dejó llevar a ver qué pasa, dejando que fueran sus dedos los que hablasen o buscasen una trama mientras rellenaban páginas, sino que sus libros, todos, eran como esa muralla que se ve obligado a levantar Sachs, el atónito protagonista de La música del azar, piedra por piedra, juntura por juntura, con columnas que cada cierto tipo se repiten para dar al conjunto la debida consistencia, del mismo modo que en la vida es el azar el que nos va repitiendo y nos sirve de rima. 

Pero en Auster este azar no era el mismo azar casual de Anthony Powell, del que se reía Julian Barnes, sino un azar siempre metafórico, significativo. Recuerdo un relato en el que el protagonista cuenta que su padre se había comprado un coche nuevo antes de morir a los 63 años, creo. Durante el velatorio, el hijo bajó a la cochera y se sentó al volante del coche, todavía oloroso de plástico nuevo, y miró el cuentakilómetros, que también marcaba 63. Este tipo de rimas del tiempo me han servido como material de clase más de una vez, por ejemplo con las historias de El cuaderno rojo, casualidades inquietantes de cuando el autor era niño, notas dispersas en los hilos de la luz que componen una sinfonía coherente. 

Durante años, no obstante, cuando me preguntaban por una sola novela de Paul Auster, dudaba entre El palacio de la luna y otra que me revolucionó, más como aficionado a la literatura que como ciudadano con conciencia política, Leviatán. La primera era el mundo extraño y cotidiano al mismo tiempo de Auster, verosímil y fantasioso, raro y posible; la segunda, una desgarrada huida hacia delante de quien se siente preso de su propia coherencia. Las dos, y todas las demás, compartían esa prosa tensa y clara, ese deslumbramiento de lo que los demás vemos pasar como si nada, el acercarse a las cosas y escucharlas, y sobre todo, sobre todo, el tratar a los personajes con el máximo respeto si es que quieres que tengan algo interesante que contar.

No todas me han fascinado, desde luego. Por lo que leo, debo de ser de los pocos que acabó cansado de 4321, o que, cuando iba un palmo más allá de lo verosímil (Mr. Vértigo), sentía que su juego ya no funcionaba. Pero daba igual, era una apuesta de vida, el amigo que uno se hace un día en una librería, porque alguien de fiar te lo presenta y porque al leerlo sientes lo mismo que los colegiales cuando encuentran a sus primeras amistades duraderas, que tienen la sensación de que ya lo entienden, de que ya lo han leído, de que ya lo conocen, aunque no recuerden de qué.

11.9.22

Con afecto y guasa


Cuando Javier Marías publicó Los enamoramientos, escribí en este blog una reseña en la que explicaba por qué no me había gustado. En España hay mucho crítico forofo (y servil, que aún es peor) incapaz de hablar mal de un autor no solo popular o reconocido sino de quien otras veces haya hablado bien. Desde que, en el año 90, leí Todas las almas, creo que no hay un solo libro de Javier Marías que no haya leído, incluidos sus artículos de prensa y bastantes de sus traducciones. Forma parte de mi biografía lectora, de esa media docena de escritores que uno lee siempre, con el mismo entusiasmo con el que, por ejemplo, acudía puntual al estreno de una película de Woody Allen. Esa, digamos, familiaridad hace que, más que hablar mal de una obra, me entren a veces ganas de reñir a su autor. De mi querido Pombo he leído novelas muy malas, pero lo sigo leyendo porque el placer que me produjeros las buenas es un crédito que no se agota de buenas a primeras. Por eso (y porque por este blog solo se pasean cuatro conocidos que ya lo hacen por costumbre) hablé tan mal de Los enamoramientos, que encima fue un gran éxito, pero me sorprendió recibir comentarios airados e insultantes de un par de lectoras ofendidísimas. 
No eran comentarios sesudos, ni siquiera irónicos, más bien la invectiva de quien defiende a un ser querido. Demostraban no haber leído mi reseña con mucho detenimiento, e incluso haberla malinterpretado, pero aquella cólera menor, capaz de indignarse pero no de ser groseras o crueles, me produjo una cierta ternura, y me hizo volver a momentos memorables como los que escuché en la radio hace muchísimos años, en un programa que tenía Agustín García Calvo en Radio 3, en el que hablaba con su densidad característica con oyentes no cultivados que se expresaban como podían, y sin embargo, hablando idiomas diferentes, se entendían sin ninguna dificultad. Con Marías creo que ha pasado algo parecido: su prolijidad, tan especulativa, su sintaxis sinusoide, su uso constante de los verbos en conjugación completa, sus juegos de suposiciones que suelen meterse en berenjenales conceptuales, tan divertidos; todo eso, no muy habitual entre lo que suele consumir el lector común, sin embargo producía filiaciones inquebrantables entre lectores muy comunes. Me daba la impresión de que Marías gustaba con independencia de que se le hubiera entendido, como si fuera la música, el tono de su prosa, más allá de su contenido, lo que seguía seduciendo a tantos lectores. Entre quienes sí lo entendían y también disfrutaban de su contenido, la admiración iba siempre un paso por delante de la crítica, pero eso es algo que le puede ocurrir a cualquier escritor de culto, incluso a más de un clásico. Lo raro es lo otro, que se le lea por encima de sus excesos, como si el contenido se les estuviera transmitiendo más allá de sus palabras, o en un código entre líneas que solo con una entrega indesmayable se llega a comprender. Ser buen escritor es eso. Escribir bien está al alcance de cualquiera, pero gustarle a los que no te entienden o provocar simpatía entre quienes saben verte las costuras, eso no se consigue así como así.

Marías inventó una voz, un personaje, él mismo, y lo puso a deslizarse por una prosa grave y fluida, a veces gamberra y artificiosa, pero siempre atenta a esos detalles que casi todo el mundo, cuando los descubre en el transcurrir cotidiano, piensa que solo los ha visto él. Esa forma de complicidad es la de quienes en silencio, solo con mirarse, se dan cuenta de haber captado algo que a todos los demás allí presentes les ha pasado desapercibido, quizá porque no se fijan en ese tipo de detalles, o si se fijan no saben dotarlos de expresión, o ni siquiera de significado. Y esa complicidad habla un lenguaje común más bien silencioso, un bajo continuo que es lo que arma las novelas de Marías y las hace tan interesantes. Uno no abre un libro suyo en busca de una historia sino de una forma de ver la vida. Igual que las buenas memorias son aquellas que te invitan a contar en un tono similar tu propia vida, las novelas de Marías eran un modo de instalarse en una posición discreta desde la que observar curiosos comportamientos. En ese punto de vista se transige, incluso con regocijo, con esas situaciones inverosímiles y acartonadas que a veces salen en sus páginas, o esos personajes de tebeo que sin embargo, milagrosamente, no afectan a la verdad del relato. 

Hoy había críticos que volvían a las polémicas de los años 80 y principios de los 90, cuando el joven Marías decía que él no sabía qué iba a escribir antes de escribirlo, que iba con brújula, no con esquemas ni argumentos previos. La escritura es la que genera la historia, no los planes del autor, que no es demiurgo sino médium. Fue gracioso porque le lanzaban andanadas despectivas autores que hacían exactamente lo mismo, dejarse llevar por la voz que arrulla la novela, no por tramas ya pautadas. Eran polémicas inanes porque nadie las desarrollaba en serio, pero en aquellos años era importante que alguien se opusiera al cinematografismo de la novela, que había sustituido la imaginación y el poder autónomo de la palabra por su posible adaptación al cine. Marías no escribía guiones sino novelas, y cuando alguien quiso hacerlo con una de ellas (la familia Querejeta), el escritor montó en cólera. Supongo que se trataba de defender la independencia de la novela, su continuidad como género más allá de lo previsible, la única parcela virgen en la que podía seguir su desarrollo. La cosa se resolvió con insultos gaseosos (los angloaburridos de Umbral y todo eso) proferidos por quien no se estaba dando cuenta de que gente como Marías, además de despreciarlos por motivos de genealogía literaria, los estaba justificando. 

Aparte de sus títulos más celebrados, he propuesto en clase con frecuencia la lectura de un ensayo de Marías, Vidas escritas, un modelo, un poco a lo Strachey, de retrato, lleno, como él mismo escribe, «de afecto y guasa». Es así, unos le tienen afecto, a otros les despierta la guasa, pero ambas son, a fin de cuentas, las formas más inteligentes de mirar. Por lo que a mí respecta, el hecho de que haya muerto antes de tiempo implica la derogación de un rito, de una fidelidad a prueba de desencuentros, el ir a por la última de Marías y al día siguiente haberla ya devorado. Cosas que uno va dejando de hacer, avisos de fragilidad, sombras en el horizonte.

12.8.20

Héroes de seis pies


A principios de los años 70, un chaval entró en el kiosko de Dominguín y se puso a mirar en el montón de novelas de Marcial Lafuente Estefanía, todas iguales y todas diferentes. Dominguín estaba atendiendo en el mostrador y el muchacho se paró a hojear una de las novelas con más detenimiento. Entonces Dominguín, entrecerrando los ojos, con aire de experto en la materia, perfectamente serio, le dijo: «Esa es muy buena». No sé si José Miguel Iranzo compró o no aquella novela, pero siempre recordaba la ceremoniosa solemnidad con que el kioskero se la había recomendado, y remataba la anécdota con uno de sus adjetivos favoritos: «¡Magnífico!».

¿Qué era lo magnífico para José Miguel? Si hubiera entrado, como muchas veces haría en su vida, en una librería de aire intelectual y silencioso en vez de en un kiosko de barrio, y se hubiera puesto a ojear las novelas de William Faulkner, a quien también leyó, en vez de un rimero de noveluchas pulp, ya no le habría parecido magnífico sino pretencioso. Lo magnífico era tomarte en serio lo que haces, por más que el mundo crea que no haces nada serio. Lo magnífico era esa integridad, esa hermosa dignidad con que algunos viven convencidos de lo que hacen, orgullosos de hacerlo, y le dan el mismo rango y la misma consideración que si fuese algo socialmente admirado. En muchas de sus películas buscó esa elocuente dignidad del individuo común, que no consiste en resistir sino en sobreponerse, no en lamentarse sino incluso en jactarse del diminuto pedazo de mundo que nos ha tocado gestionar. Con los años, cuando estábamos juntos y veíamos algo así, alguien que lejos de avergonzarse de sus circunstancias les daba la máxima importancia, uno de los dos le decía al otro, con fingida solemnidad: «Esa es muy buena». 

En sus documentales aparecía con frecuencia ese afecto por la dignidad del individuo, no de la especie ni de la clase sino del hombre solo frente al mundo. Trabajé con él en tres de ellos, y de todos recuerdo algún momento así. En El tiempo en la maleta, un precioso relato coral sobre la emigración de finales de los años 50 en Villarquemado, aparece un hombre ya mayor, Álvaro Iritia, un portento de expresividad que, al hablar de la dura posguerra en el pueblo, dice: «Entonces hacíamos a lo que salía. Me hice matarife, me hice músico…». De las muchas horas de charla que tuvo con aquel hombre, Iranzo había cazado al vuelo esa frase para después, en uno de sus estupendos montajes, colocarla en el sitio adecuado para que su significado estallase y la onda bañara el documental entero. Y así cada poco rato, casi siempre en ese tipo de fragmentos que suelen quitarse por demasiado banales y que luego brillan como si a través de ellos viéramos mejor. El arte es eso, seleccionar y ordenar, y, por encima de todo, saber mirar y saber escuchar. Iranzo pulía el material hasta un palmo antes de la obsesión, que siempre deforma, y de las largas conversaciones, por ejemplo con los artistas de Un taller con mucha luz, salía un relato cristalino, intenso, siempre atento al individuo, a lo que dice pero sobre todo a lo que quiere decir. Su capacidad para desnudar a un personaje con sus propias palabras era proporcional al afecto y el respeto con que lo hacía. El final de El tiempo en la maleta me sigue emocionando: es un hombre corriente que habla y al final sonríe, y en esa sonrisa está todo lo que hay que saber para hacerse cargo de cómo eran los vecinos que se fueron al extranjero a trabajar, qué esperaban, y qué consiguieron, y cómo lo recuerdan. Iranzo aguanta el plano hasta que aparece esa sonrisa, hasta que el hombre ha dejado de hablar en serio y sonríe porque ya no hay mucho más que decir: eso fue, así fue…

Iranzo sabía encontrar ese tipo de situaciones de aplastante surrealismo que sin embargo la gente protagoniza como si fueran normales, siempre con ese sentido formal del humor, ese mendigo elegante que da consejos con mucho aplomo, esa anciana recatada que mordisquea medio a escondidas una torta fina, las actitudes demoledoramente lógicas en mitad del caos, aquello que hace gracia no porque sea ridículo sino porque es lo que ennoblece al individuo en su lucha personal con la existencia. Nos hace gracia porque nos hace comprender. Por eso no le costó ningún esfuerzo practicar el surrealismo en Ruido de alas o en Cajas destempladas, donde un poema visual sobre la angustia de Longinos, el que mató a Cristo en la cruz, es tan delirante o tan interesante como el reportaje sobre la Semana Santa que lo acompaña, dentro del que hay imágenes, la cofrade sonriendo coqueta, el mozo que baila con los tambores como si fuera bakalao, que trasladan con sencillez a ese mismo lenguaje surrealista la vida real de la gente común.

Pronto hará veinticinco años desde que Iranzo rodó en el castillo de Peracense Témpora y violeta, un episodio ciertamente épico cuyo resultado me sigue pareciendo tan personal, tan ajeno a los tópicos, tan libre dentro de su sentido poético como entonces lo quiso hacer. Desde Mayumea creo que es eso lo que mejor define el estilo de Iranzo, una lírica nacida de la comprensión, de saber ver lo mejor, lo más puro de aquel a quien retrataba con la cámara, escuchándolo, dándole confianza, dejándolo estar. En la ficción eso Iranzo lo escribía con el lápiz de los planos, llevaba situaciones extrañas al pequeño mundo propio en el que resultan comprensibles. En los documentales, su oído finísimo las encontraba.

No podremos celebrar el aniversario de Témpora y violeta, aquellos gélidos días de abril en Peracense. Pocas veces he tenido una más profunda sensación de libertad que aquellos días, junto a alguien como Iranzo que se tomaba la vida en serio, que salía al ruedo en cada momento, mientras los otros, muchas veces, mirábamos desde el burladero. En pocas personas he visto como en él esa determinación, esa generosidad en el vivir, más allá de los vaqueros de siete pies, fueran de Faulkner o de Lafuente Estefanía, con los que a cada paso había que lidiar. Témpora y violeta pasó entonces por una fábula extravagante, pero ahora la veo y no encuentro en ella nada superfluo, todo es claro, directo y suficiente, no hay regodeos ni manierismos, las cosas son lo que son, y en esa potente austeridad está el lirismo de quien se obliga a prescindir del maquillaje. Es una forma de verdad nacida, creo, del pudor, que no es la actitud del que se acicala para taparse sino la de quien se desnuda para no mentir: esto sobra, esto suena pomposo, esto no aporta nada… Con qué solvencia se deshacía de un plano cuando, como solía decir, no tiene gracia. Pero no es una gracia humorística sino la gracia narrativa, el don de la transparencia, la capacidad de nombrar verdades complicadas de la forma más cercana. 

No solo era el surrealismo, digamos, natural, lo que le acerca a Buñuel. Quizá sea cosa de la tierra esa capacidad para la sorna, el resumen que desmitifica. Al final de su documental sobre Labordeta, ya en los títulos de crédito, hay una imagen muy especial. Por debajo de la música, por detrás de los letreros, se ve a Labordeta charlar con los miembros del equipo, entre ellos José Miguel, que se acerca a Labordeta y le sacude con la mano unas migas de pan que se le habían quedado en la barriga, y lo hace con una confianza similar a la indiferencia con que Labordeta se deja limpiar. Cuando lo vi, después de haber disfrutado del documental, no pude evitar un ¡qué bueno!, porque ese plano medio escondido no solo resumía la relación que había habido con el personaje sino incluso el modo de ser de ese personaje. Iranzo me sonreía por debajo del bigote, con los ojos pícaros: sí, esa es la escena que lo explica todo, esa es la gracia que desmitifica y humaniza, que acerca y explica.

Ayer, en su entierro, una amiga se acercó a decirme lo integrada que se había sentido siempre con José Miguel. Mientras los albañiles pegaban la lápida con yeso, pensé que, más allá de la admiración sin reservas que demuestra quien ha trabajado con él, por su pericia técnica, por su saber hacerlo todo y estar siempre dispuesto a echar una mano, está ese hacer al otro sentirse bien, invitarle a ser como es y celebrar juntos que así sea, esa risa comprensiva con que sostenía cualquier minucia que le estuvieras contando. Pienso que es eso lo que hizo que sus documentales fueran tan buenos, el hecho de que todo el mundo se sintiera libre e importante cuando hablaba con él. No me extraña el chorro de lamentaciones que estoy leyendo estos días en las redes. Más de uno lo habrá pensado: con lo libre e importante que me hizo sentir…

Hablo de su cine porque es la parte pública de su vida. Lo otro se resume en que he perdido a mi amigo. No creo que hubiera escrito aquellos folletines en el periódico si antes no me hubiera propuesto Iranzo escribir Témpora y violeta. Ni creo que hubiera encontrado el estilo de Los toros en invierno, quizá la novela de la que más satisfecho estoy, sin haberle conocido. Cuando la leyó (como todo lo que yo he escrito en los últimos treinta años, y nada más escribirlo) se limitó a decir: «Vale, ya está», con la rotundidad con que daría una secuencia por terminada, con los gestos necesarios para expresar que ya no hay que añadir ni un segundo más, y con la seguridad de que es eso lo único que importa en términos literarios: a poder ser, que no falte nada, pero sobre todo que no sobre. 

El muchacho que leyó sin prejuicios toda su vida, igual a Kafka que a Lafuente Estefanía, igual un novelón decimonónico que una novelucha de aventuras, soñaba con aquellos héroes de siete pies de altos sin tomárselos en serio, o más bien tomándose en serio lo que a fin de cuentas significaban: navegar por la vida, no eludir las tormentas ni los escollos, disfrutar del viento que nos arrebata y llevar los naufragios con entereza. El héroe está obligado a vivir, a ser libre y a vivir. Los héroes son valientes, y yo no he conocido a nadie más valiente que José Miguel.



5.4.19

Diógenes y el fuego


Algún periodista baboso dijo, nada más conocerse que el incendio de una vivienda en Madrid había acabado con la vida de un hombre de 87 años y de su hijo de 52, que el fuego se había propagado porque el anciano padecía síndrome de Diógenes. Luego se ha sabido que el anciano era el poeta Mariano Roldán, y que su síndrome consistía en que en su casa había una buena biblioteca. Bien es verdad que, para muchos periodistas, los libros son algo parecido a la basura, y que cuando muere un anónimo en esas circunstancias lo primero es pensar que era un enfermo mental. Menos mal que en Córdoba todavía lo quieren y lo recuerdan, y pronto han salido a limpiar de mugre los obituarios.
Pues sí, Mariano Roldán era un poeta, un buen poeta, y, por lo que a mí respecta, sobre todo era un gran traductor. Su versión de la Farsalia, publicada humildemente por la Universidad de Córdoba con un prólogo del gran Valentín García Yebra, es una de las más importantes traducciones de clásicos que se han hecho en lengua española, entre otras razones porque Roldán respetó la tradición poética y, en vez de traducir los barrocos hexámetros de Lucano (el sobrino de Séneca al que Nerón se pulió por ser demasiado buen poeta) con esa inutilidad de versículos libres que se lleva ahora, ni tampoco persistir en el engañoso endecasílabo, se decidió por hacerlo con el verso épico español por excelencia, el alejandrino. Su versión me pareció tan hermosa y convincente que tiré a la papelera todo lo que llevaba traducido de las Geórgicas de Virgilio y empecé de nuevo con el mismo método de Roldán. Entre su grandiosa traducción de Lucano, los alejandrinos de Machado y el Noche más allá de la noche de Colinas, tuve suficiente material para llevar a cabo el empeño.
Es posible que como poeta su sitio quede confundido entre la populosa generación de los 50, pero como traductor es un maestro absoluto, y otro gallo nos cantara si la gente pudiera leer a los griegos y a los romanos en versos de verdad, no en esas pedantes y mojigatas traducciones plagadas de notas y horras de poesía. El empeño ciclópeo de García Calvo lo llevó Mariano Roldán al puerto más cercano. En él Lucano suena como suena en latín: Roldán traduce las palabras pero también la música y el perfume. Lo traduce todo. Lucano es así.
Sin el modelo de Mariano Roldán yo no habría traducido los dos mil y pico versos del poema de Virgilio, quizá la tarea literaria más divertida y más gratificante que haya emprendido nunca. Hacia él siento un profundo agradecimiento. Su muerte, devorados por las llamas él y su hijo, solo podría ser fielmente contada con versos tan impresionantes como aquellos de La Farsalia que tradujo así: 

Socarradas las vísceras por el fuego, las bocas
rigen ásperas lenguas escamosas; se enerva 
ya la vena y, carente de irrigantes humores,
los alternos conductos del aire el pulmón cierra,
y el jadear les daña paladares llagados;
aún así, a boca abierta, nocturna brisa aspiran.

27.5.17

Réquiem por Ojanguren


Hace no demasiado tiempo, en Salamanca, fui a la librería Cervantes a buscar textos griegos y latinos, como hacía cuando estudiante, y di los mismos pasos que daba entonces: entré, saludé y bajé al sótano, donde siempre estaban, deliciosamente amontonadas, ediciones de Budé, de Teubner o de Oxford. Al bajar las escaleras me desconcertó un poco no ver a nadie y que los libros siguieran amontonados, pero ya no deliciosamente, hasta que una empleada de la librería me dio un pequeño susto por detrás. “Qué hace usted aquí”, me dijo, con cierto nivel de alarma. Yo fui a explicarle pero ella me cortó: “Esto es el almacén. Salga, por favor.” Pedí excusas (una librería es el sitio donde mejor se goza de la cortesía, aunque te estén echando) y subí al piso de arriba. La sección de clásicos se había reducido a una estantería pequeña, y de los títulos que yo compraba entonces ya solo quedaba uno, una edición bilingüe de Aristófanes, Las asambleístas, editada por Bosch. Salí de allí un poco mohíno, con la sensación de que la vida moderna también había enterrado una parte importante de mi juventud. Ahora, desde hace años, soy yo mismo quien no se menea del asiento para comprar un libro y prefiere teclear en la inabarcable Iberlibro, sobre todo los clásicos, que están a mejor precio y son ediciones antiguas, pero entonces sentí como si hubiesen desmantelado algún hermoso edificio en el que fui feliz: la biblioteca de San Esteban, la de Anaya o, por qué no, el bar Paniagua.
Entonces era muy joven y en las ciudades que visitaba iba directo a su mejor librería, no por más grande sino por más interesante. En Gijón, que visité bastante durante algunos años, iba directo a la librería Paraíso; en Granada, a la librería Praga; en Valencia, a la librería París, y en Madrid he ido cambiando de parroquia: la Antonio Machado mientras viví por Chueca, la Méndez al principio de vivir en las Vistillas; la Áurea, en Cuatro Caminos, cuando quería huir del presente…
Y las muchas veces que he ido a Oviedo, y que espero seguir yendo, solo me sentía ya plantado en la ciudad cuando entraba en la librería Ojanguren, que está dando sus últimas boqueadas. Pasaba una hora larga repasando sus secciones de literatura o de historia, y aprovechaba para, además de alguna que otra novedad, llevarme un tomo venerable, uno de esos títulos que son como sillares del edificio antiguo en el que nos hemos hecho ciudadanos. Allí compré, hace muchos años, La rama dorada
Con el óbito de Ojanguren no lamentamos tanto la pérdida de las librerías como de cierta clase de ellas, y no por culpa de la tecnología, porque estaba perfectamente integrada en las redes del mundo digital. Lo que reunía Ojanguren, física o virtualmente, ahora está desperdigado. Las novedades de ficción pueden estar en cualquier parte, pero los estudios descatalogados hace años que viven su segunda vida en internet. Los temas asturianos ya vienen envueltos en papel turístico, y lo que no es novedad desaparece. Ojanguren era una librería de humanidades, la clásica librería de ciudad pequeña con universidad, en el casco viejo, donde van los estudiantes con sus bufandas raídas a buscar los textos esenciales. Después de escuchar en las aulas a Emilio Alarcos o Gustavo Bueno, se metían en Ojanguren y veían un canon eterno de libros imprescindibles. 
Eso, el ser un tentáculo de la universidad metido en el casco antiguo, y el olor de los libros, es lo que se está perdiendo, porque las librerías que solo tienen novedades ya huelen a cloro, no tienen esa mezcla sutil de papeles con distinto grado de humedad y en distintos tonos de ocre, la librería como un bosque de árboles nuevos y viejos, el aroma de la madera recién cepillada o cubierta de barnices centenarios. El de Ojanguren era lo más parecido al aroma de las librerías inglesas e irlandesas, en las que el olor a húmedo era a los libros lo que el moho a los grandes quesos.
Supongo que estos días en la prensa local se ensayarán trenos al mundo que se acaba, al significado de la librería Ojanguren, su historia, su contribución al orgullo asturiano, etc. Lo que se acaba son las humanidades, la capacidad de reunir en una misma librería, física o virtual, lo que necesita un ciudadano culto. Lo que se acaba es que un muchacho ebrio de Nietzsche o de Dostoievski pueda ir a una librería y hartarse de libros que en su tiempo emocionaron a estudiantes como él. Nos da vergüenza el amarillo, todo lo que tiene más de un año ya es libro de lance, y también su contenido, el hecho de que al ir a comprar un regalo pases junto a Menéndez Pidal o T. S. Eliot, cuyo The waste land, traducida al asturiano por Alfonso Velázquez, La tierra ermo, compré precisamente allí.
La historia es ver cosas terminarse. Quedan buenas librerías en Oviedo, pero no ofrecen más de lo que ofrece la red. El plus era el sillar, el templo, el entusiasmo libresco que se respiraba, los libros de tu vida. Su condición eclesial, de libros y devotos, garantizaba un panteón de héroes de biblioteca, un aroma estable a pesar del tiempo, o gracias a él.
Es un poco ridículo quejarse sin más de que se acaban las librerías. Es como escribir el artículo de la castañera, que decía Umbral. Lo que se acaba es el valor de las humanidades y con él un tipo de establecimiento, una forma de ver la vida que ya no sustituimos por otra similar. Los clientes de Ojanguren ya solo encontrarán el tipo de libro que les gusta en la red, allí estarán las páginas, las palabras, pero no el olor ni el rato en la terraza de enfrente bajo un cielo encapotado. Se pierden nociones de placer, y lo peor de todo, de lo que sí me quejo, es que sus sustitutos no son mejores. Los estudiantes que ya no van a esas librerías tienen unos fallos de fundamento lamentables, lagunas que ya nunca se rellenan. Las librerías que he visto en los campus, sus sustitutos naturales, se diferencian poco de una copistería. Yo aprendí tanto en la facultad como en la biblioteca o en aquella librería Cervantes, olisqueando textos carísimos, sentado en un escalón hasta que apareciera un dependiente y, con bastante más cordialidad y educación que aquella última vez, me insinuara que ya valía de sobar los libros.

5.6.16

Una noche del 77


El 16 de mayo de 1977, lunes, me levanté a las cinco de la mañana para ver en la televisión el combate entre Mohamed Alí y Alfredo Evangelista. Aguanté sin cerrar los ojos los quince asaltos de blanco y negro nebuloso, y cuando terminó aún pude acostarme un rato antes de ir al colegio. Supongo que ahora hay chicos de sexto de Primaria o de primero de la ESO que a las cinco de la mañana están viendo vídeos violentos. Pero me temo que no es lo mismo. 
En los años 70 el boxeo tenía en España más seguidores que cualquier otro deporte con la excepción del fútbol y el ciclismo. Raro era el niño al que no le regalaban para Reyes un par de guantes de boxeo. Pero en ningún caso era para pegarse. No tenía nada que ver. Llevaba su liturgia y los púgiles bailoteábamos y nos poníamos en los dientes una peladura de naranja. Pegarse era otra cosa. Pegarse era sin guantes; algo, por lo que yo veo, bastante más infrecuente que ahora. El AS color traía la biografía de Paulino Uzcudun y fotografías espectaculares de José Manuel Ibar, Urtain, pero también de José Durán, Pepe Legrá, Pedro Carrasco, Gómez Fouz, Perico Fernández. 
En España teníamos finos estilistas en los pesos ligeros, pero a medida que los boxeadores ganaban peso tendían a convertirse duros fajadores. Urtáin y, luego, Perico Fernández, fueron claros ejemplos de que aquel desprecio por la técnica tenía los días contados. Cooper, un boxeador que volvía ya a cocheras, le pegó a Urtáin un palizón de abrigo. Cuando el juez vio la cara que llevaba el morrosko, que ríete del ecce homo, dio el combate por concluido. A Fernandez le pasó algo parecido con el chino aquel, o tailandés o lo que fuese, Mansurín, que le dio un repaso formidable. He oído a aficionados ingleses decir que Urtáin tenía el cuerpo de Rocky Marciano, y que si hubiera tenido un buen entrenador habría sido un buen púgil. Pero aquella España lo basaba todo en la testoignorancia. Los entendidos decían boseo, sin equis, y llevaban patillas de hacha. Luego venía un cubano como Legrá y les enseñaba a boxear. 
O un uruguayo como Alfredo Evangelista, un chaval de veinte años que dejó a Urtain para el arrastre. En el quinto asalto ya tiraron la toalla. De pronto todo el mundo comprendía la razón. “Es que nunca ha sabido boxear”, decía el entendido de la tienda de ultramarinos. De pronto comprendíamos que la maña era más importante que la fuerza. A Urtain lo habían sacado directamente de la aldea, donde se entretenía levantando piedras, y periodistas sin escrúpulos lo habían convertido en el espectáculo de la fuerza bruta. El joven Alfredo Evangelista llevaba el pelo que le tapaba las orejas y había aprendido a boxear en gimnasios de verdad. Fue el año en que murió Franco. 
Y solo dos años después ya lo estaba retando El Más Grande, Cassius Clay, como aún se le llamaba entonces en España, cuando en su país ya se había cambiado el nombre y no hacía falta más que leer el espaldar del batín para darse cuenta. De pronto Alfredo Evangelista, uruguayo nacionalizado, trazaba un punto de contacto entre el deporte de pedregal que se practicaba en España y los grandes colosos internacionales. Cuando hablamos de lo que significó, años después, que Fernando Martín jugara en la NBA o que Pedro Delgado ganara un Tour, no podemos hacernos idea de la distancia sideral que había entre Urtain y Mohamed Alí, parecida a la que había entre la España tardofranquista y los países más avanzados. 
Esa brecha la suturó Alfredo Evangelista durante poco más de una hora. Tenía 21 años. Era grande, inexperto, pero sabía pelear. También es verdad que Alí estaba en la recta final. Al año siguiente, después de los dos combates con Leon Spinks, anunciaría su retirada. Había perdido reflejos, hablaba más lento. Los combates con Norton, Foreman y Frazier, quizá las páginas más memorables de la historia del boxeo, le habían hecho mella. Eligió a Evangelista porque era el último de la lista de posibles contrincantes, el décimo del mundo. Para los muchachos que nos levantábamos a las cinco de la mañana, Cassius Clay era Cassius Clay, como si se enfrentase a un monumento, y Evangelista peleó con extraordinaria dignidad, encajó los picotazos que le mandaba la abeja reina y en el asalto 12, según él mismo dice, pudo haberlo noqueado. Solo esa pelea le arregló la carrera, porque Evangelista ya no fue un juguete roto, por más que a los 21 años seas el centro del mundo una noche frente a una leyenda del siglo XX. En eso también empezábamos a cambiar.
Para nosotros, niños de provincias que sabíamos de esto porque los martes salía el AS color, y por el entendido de la tienda de ultramarinos, Mohamed Alí (sonaba un poco pedante llamarlo así) no era un ser de otro país sino de otro planeta. Los boxeadores eran tipos rudos con ojos tristes y nariz de Popeye. Eran personajes de puerto pesquero. No era raro ver a gente sin tabique nasal que probó suerte cuando era joven. Incluso Foreman o Frazier (por quien yo más simpatía tuve), tenían aspecto de individuos peligrosos, cómics de carne y hueso, si bien Ken Norton era un superatleta y tenía cara de cantante soul. Pero Alí no parecía un boxeador. No lo llevaba escrito en la cara, y esa creo que fue una condición esencial para que fuese un mito. Era un ser llegado al boxeo desde otro mundo que nada tiene que ver con el boxeo. Él solía decir que, además del mejor, era el más guapo, y después de leer el artículo de ayer de John Carlin estoy por pensar que también lo decía con segundas. Luego hemos sabido de su posición ante la guerra del Vietnam y todo lo demás, su significado en la historia de la segregación racial y en la cultura popular norteamericana, y ahora se nos recuerda la foto del KO fantasma contra Sonny Liston, y el presidente Obama glosando el valor de levantarse y pelear. 
Pero entonces era una estrella que había convertido el boxeo en un espectáculo de cine, y al paradigma del perdedor en una voz influyente. Entre los más altos, más guapos, más ricos y más valientes había un ciudadano negro, y aquí buscábamos exclusivas de aldea, monstruos de feria. Era la primera vez en la historia de España, y la última, en que todas las mujeres coincidían en que un boxeador era un hombre muy atractivo. Resulta que la fuerza, la inteligencia y la hermosura no estaban reñidas. La bella y la bestia eran la misma persona.

20.2.16

Stat rosa pristina...


En febrero de 1983 yo no había cumplido aún los 18 años y un primo mío se fue de viaje a Sevilla. Allí, en la librería Padilla, me compró dos libros que yo le había encargado, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y El nombre de la rosa, de Umberto Eco, que acaba de morir. Pongo la fecha no para dejar claro que yo era un lector prematuro sino constancia de que aquello, entonces, era normal. Ambos libros nos los había recomendado mi querido Marcial Ramírez, el profesor de lengua que tuve en COU, en el instituto Francés de Aranda, el mismo que me animó a continuar mis estudios de latín en la universidad. Fue también el profesor adecuado en el momento oportuno, un joven catedrático enamorado de los antiguos que nos ponía en clase al día de las más recientes e interesantes publicaciones, entre ellas un clásico desconocido entonces en España como Broch y un autor relativamente nuevo de cuyas obras La estructura ausente y Obra abierta ya nos había hablado en clase. Eco era un reconocido semiólogo que había saltado al mundo de la ficción con lo que en principio se publicitó como una especie de novela intelectual. Todo un misterio.
Con Broch hice el esfuerzo de leer un libro de vanguardia que requería un poco más de sosiego que el que yo tenía a los diecisiete añicos, y eso que Virgilio ya nunca me ha abandonado ni creo que me abandone. Pero el libro de Eco me lo bebí. Es lo mejor que hice en todo el curso. Aquellas célebres primeras cien páginas, llenas de historia de las herejías medievales, que Eco había incluido —según diría luego en sus Apostillas— para meter al lector en la Edad Media antes de contarle nada, a mí me resultaron un placer casi lujurioso. Era el gozo de la erudición, hurgar en los desvanes de la historia, ese mundo subterráneo infinitamente más rico y complejo que los magros momentos estelares que vivían en los manuales rodeados de estrecheces. No me interesaba especialmente la historia de la Iglesia sino el placer de lo escondido, la literatura erudita. Al año siguiente, llevado por el mismo impulso, devoraba los libros de Ernst Robert Curtius o de Mijail Bajtin y vivía como en una incubadora dentro del tocho de Werner Jaeger, tres de los autores que se citaban en clase de literatura medieval o de filosofía. ¡Y qué gozo leer con otros ojos a Berceo, encorvado como los monjes del scriptorium de Eco! Su novela me había contagiado el placer de lo escondido, la eternidad que se enrarece por las catacumbas del saber. 
Y eso solo por lo que respecta a las cien primeras páginas. El resto de la novela, una historia policiaca holmesiana, era como bajar deslizándote por la pradera después de haber subido por trochas pedregosas hasta la fuente Castalia. Otra clase de placer. Y sin embargo ambos eran de la misma especie narrativa, porque en uno y otro caso yo disfrutaba, más que de los datos o de las pesquisas, del ambiente, de un monasterio en el que no me costaba ningún esfuerzo vivir. Muchos años después, cuando se estrenó en las salas El gran silencio, un documental de tres horas sobre la vida de los cartujos en una abadía perdida en las montañas, fui a verlo por si volvía a experimentar la misma sensación. Fue otra, también muy reconfortante, pero ya no intelectual sino puramente estética. En la novela de Eco todo iba a velocidad creciente y yo navegaba in fabula. Nada más llegar a la universidad, el primer artículo que escribí para una revista del colegio universitario se titulaba ‘La rosa de la risa’, no sé por dónde andará.  
Después he seguido leyendo a Eco, otras novelas, los viejos ensayos, pero sobre todo, tres o cuatro veces, El nombre de la rosa. Para mí supone revivir aquel entusiasmo, celebrar un libro que llegó a su tiempo, cuando el muchacho lo miraba todo con los mismos ojos desorbitados. La última que leí, El cementerio de Praga, no me gustó. El tiempo me ha quitado la afición por la permanente referencia culta y por los géneros detectivescos. Ahora que no hay manera de escribir una novela sin un muerto en la piscina, prefiero el realismo cotidiano y la novela lírica; y la erudición, un vicio que no he dejado, ya me la bebo directamente de la botella, en las fuentes originales, sin pasar por las aguas de la narración. Eco supo juntar las dos con una gracia que después no me prendía. En El péndulo de Foucoult ya todo era ingenio pulp y citas raras, y La isla del día de antes se amparaba en lo mismo que la impedía avanzar, su desmelenado barroquismo. Eco había sido para mí un nutriente muy poderoso en la edad de crecimiento, pero su interés fue decreciendo a medida que aprendí a volar. Sus lectores dirán que es injusto etiquetarlo tan solo como el autor de aquella novela de laboratorio, pero los grandes autores, muchas veces, no dejan más de un título para la historia, una puerta abierta permanente al resto de su obra. 
Así que es lógico que luego haya frecuentado más su obra ensayística que la narrativa. Aquella novela se codeaba con la Estética de la recepción que entonces leíamos en teoría de la literatura. Era una propuesta tan actualizada como las formas más modernas de retórica que tanto me entretenían, sobre todo porque significaban una permanente actualización de otra retórica, la clásica, con la que al mismo tiempo me iba familiarizando. A veces pienso que Eco fue un profesor más, y aquella novela la más interesante asignatura que pude cursar en COU, en un tiempo en el que las humanidades tenían el mismo prestigio que las ciencias y a nadie le importaba lo más mínimo la utilidad práctica sino el crecimiento intelectual. Las letras eran la batalla, no el descanso del guerrero. 
Escribo este obituario como escribiría el de aquel maestro que te mostró un camino, aquella coincidencia de los astros que hizo que alguien pronunciase las palabras que necesitabas oír. Seguiré recitando en clase el stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus, y el verso de Gertrude Stein y el madrigalete de Gutierre de Cetina y los versos de Juan Ramón cuando lleguemos al episodio de la rosa en Romeo y Julieta, y cuando cite el verso con que se cierra El nombre de la rosa les hablaré también de la novela, y honraré la memoria del profesor. 

9.10.11

Dibujos desanimados


La muerte de Félix Romeo me ha llevado a sitios que dejé de frecuentar hace mucho tiempo, por ejemplo los suplementos literarios. Ya no recuerdo la última vez que se amontonaron en mi mesa los cuadernillos de la Vanguardia, ABC y El País. Hace unos días me llamaron del Diario de Teruel para un reportaje sobre blogs, y sin querer me vi diciendo algo que es verdad: me fío más de los blogs que de los suplementos de cultura.
               Ayer volví a comprar, pues, el ABC, que haciendo honor a su españolidad venía con una portada inmoral, la de Juan José Padilla con un cuerno que le entra, exactamente, por donde le entró a Héctor la lanza de Aquiles. Me fui directamente al suplemento, porque en algún sitio leí ayer que Romeo escribía allí. Pero el primer artículo, una estupidez de Rafael Reig sobre la literatura juvenil, me tiró para atrás, igual que, poco antes, me había tirado “el último artículo” que escribió Romeo, el día antes de su muerte. Lo publicaba Letras Libres y era el clásico artículo sobre lo que sea, con un dato de prensa que se estira y se repite y se termina de cualquier manera, y eso que Romeo escribía muy bien. Pero la plantilla de escritores profesionales en España es tan exigua que tienen que escribir a destajo, en diez minutos, de buenas a primeras, sobre cualquier cosa, varias veces al día, en medio de talleres literarios, charlas, tertulias y catálogos. La muerte siempre llega a destiempo, pero habría sido preferible después, por lo menos, de una buena crítica, o de un artículo pensado.
               Y sin embargo es un buen exponente de cómo funciona una literatura, la española, con mucha vida literaria y pocos libros buenos. El propio Romeo escribió tres libros buenos, pero no tan buenos como los que quizás habría escrito de sólo dedicarse a escribir libros. Aun así, todavía era pronto, y con esa prosa yo esperaba que en algún momento se retiraría a dar la verdadera medida de sí mismo. Alguien con la fama y el predicamento de Romeo no podía quedarse en el juego adolescente de la autoficción pop. Al menos no lo merecía su buen dominio de la prosa, que era como si Solana, o Cela, se hubieran dejado llevar por el ritmo de Ullalume. Cela se dejó llevar (léase la cita que encabeza Mazurca para dos muertos) y por eso, cuando apareció Discotèque, la segunda novela de Félix Romeo, me pareció fascinante cómo en nombre de la vanguardia y la modernidad se podía llegar a practicar el mismo género que la propia modernidad despreciaba por casposo. Era un buen libro, pero no dejaba de ser una melopea carpetovetónica que se sostenía por la brillantez de la prosa y que pasado el tiempo invita a ser leída como los libros de Solana o de Cela: sin orden, picando aquí y allá, hasta que te saturan los perfumes estilísticos.
               No sé bien a qué se refieren cuando hablan de Romeo, en varios sitios, como de “un puente con el pasado”, pero en ese pasado jamás incluyen a ningún autor de la estirpe literaria a la que, voluntariamente o no, Romeo pertenece. Ese hiperrealismo potente y escueto, esa constatación llena de sorna sentenciosa, ese regocijo indisimulable por el sonido de las palabras o por la elevación de los registros coloquiales a categoría lírica. Es el quevedismo hispano, que en unos siglos ha tenido más fortuna que en otros. En el XIX fue borrado del mapa por la potencia narrativa de Galdós, que siempre huyó del onanismo verbal, pero en el XX volvió por sus fueros, y de qué modo. Prácticamente toda la novela lírica española de principios de siglo, de prosa semoviente, transitiva, que diría Barthes, vuelve a sus orígenes contemplativos, no narrativos, con un expresionismo que, más que expresar, exprime el idioma de modo que los demás aspectos en los que se basa una novela (los personajes, el ritmo, la atmósfera, el argumento) quedasen en un segundo plano, o sencillamente desapareciesen. El 98 fue quizás el último momento en que, sin abandonar esa nueva, moderna exigencia verbal, también se cuidaron los otros aspectos de la novela. Los autores llevaban la prosa brillante incorporada, era su manera de hablar y creían, con Dostoievsky, que la preocupación por el estilo es el primer síntoma de impotencia. El heredero de todos ellos, Camilo José Cela (a Solana siempre lo meto en el 98 para que no se me lo coma Ortega, como hizo con Miró), encontró en el sarampión de las vanguardias la excusa perfecta para no preocuparse de lo que se tiene que preocupar un novelista, de escribir buenas novelas, no de ser sublime sin interrupción. La modernidad a la española se remansó en un casticismo bárbaro, lleno de tripas y fatalidades. El propio Cela, quien tantas veces citó la frase de Dostoievsky, acabó abandonándose al tintineo de su prosa cuando dentro ya no le quedaba nada. “Qué bien escribes, Camilo”, le decía Marina Castaño. El abuelo, entonces, sonreía, ajeno a que le estaban nombrando el mal del que se había de morir, al menos literariamente.
               Porque ese “qué bien escribes” no basta. Umbral se hizo con la herencia celiana, pero almibarada por la prosa de Ramón y de César González Ruano. Un libro, cualquier libro, ya sólo servía para ese mefistofélico “qué bien escribes, Camilo”. Lo importante no era una obra sino la Obra, y la Obra, muy bodelerianamente, era uno mismo, su ser escritor a todas horas. Umbral fue capaz de estirar ese hilo verbal hasta principios de los 90, y debió de llevarse un disgusto morrocotudo al comprobar que su único discípulo era el idiota de Juan Manuel de Prada, el heredero de un legado que nadie quería. Lo leía la generación de Romeo, ya lo creo que lo leía, sobre todo cuando se les acababan las historias. En público lo despreciaban pero en privado se consolaban con la posibilidad de ser escritores puros, no necesariamente narradores, poetas en el mejor de los casos. Pero, claro, no todos tenían talento.
               Cuando, en otra entrevista, preguntaban a Romeo por su generación, nombraba a escritores como Ray Loriga, Lucía Etxeberría, David Trueba, Marcos Giralt, Benjamín Prado o Prada. De todos ellos hay por casa algún libro. Con todos me pasó lo mismo, que después de un primer título desigual uno esperaba un desarrollo, una maduración, un aprender el oficio de novelista, y lo que encontraba era gente que o bien no era capaz de contar otra cosa que no fuera su vida o bien se dedicaba al corta y pega de referentes literarios, no por espíritu posmodernista sino por falta de imaginación. No nombraba, me acuerdo bien, a Eloy Tizón, el mejor prosista de aquella, digamos, generación, ni a Belén Gopegui, que sí sabe escribir novelas, ni mucho menos a un excelente novelista como Felipe Hernández, autor de Naturaleza, una de las novelas que mejor recuerdo de aquella época. Tampoco estaban, creo, Marta Sanz ni Luis Magrinyá, ni otro que se ha muerto antes de tiempo, Casavella, también bastante mejor que todos aquellos. Ni siquiera nombraba a periféricos del tipo Xoan Bello, que, en cierto sentido, tanto tiene que ver con él, ni por supuesto a escritores como Zafón, Tusset o Sánchez Piñol, que prolongaban esa constante buena salud de la novela popular catalana (y si no que se lo pregunten a Jaume Cabré). Por no nombrar –sería un descuido- no nombraba ni a su amigo Ismael Grasa. A Pamiés, que no es tan bueno, creo que sí que lo mencionó.
               Es de imaginar esas amistades tan superficiales granjearan a Félix Romeo la inquina de los profesores. Jordi Gracia ni lo nombra en su discutible volumen de literatura contemporánea (tampoco a Felipe Hernández, ni a muchos otros que lo merecían), y sí al bobo de Prada, en un considerable error de apreciación histórica. Pero se trata de un error curioso. Tampoco creo que al propio Romeo le hubiera gustado que lo vinculasen con una especie de carpetovetonismo pop, él que consideraba, allá en el lejano 91, que Juegos de la edad tardía era una novela “mesetaria”.  Pero con un poco más de vista unos y otros se habrían dado cuenta de lo que tarde o temprano se dará la historia, que esa manera de escribir le sienta muy bien al castellano y sirve, por qué no, para describir el mundo.
               Creo que Romeo se ha amarinado más a los escritores de la tierra, como si hubiese –que la hay- una forma específica de prosa aragonesa. Habla, por ejemplo, de Sender, un gran novelista galdosiano (o sea cervantino, o sea un gran novelista) que sin embargo escribía sin alardes poéticos, no como Javier Tomeo, con quien sí tiene mucho que ver, tanto por el afán de pulimento como por el gusto por la fábula kafkiana. Pero ambos, Sender y Tomeo, comparten eso que pudiéramos llamar el humor Buñuel, que en Aragón es una forma corriente de hablar. Consiste en decir barbaridades con resignación, algo que siempre da mucha risa al forastero, o en constatar, con sorna sentenciosa, aspectos literales de la realidad que al enunciarlos parecen absurdos. Consiste en tomarse aparentemente en serio lo que no tiene sentido, y en comprender con ironía y fatalismo las verdades más desconcertantes. Por eso a los aragoneses nos gusta tanto Cela, porque su punto tierno y cínico es nuestro pan de cada día.
Romeo era un par de años más joven que yo. Tan solo hablé una vez con él, a principios de los 90, en Madrid, en el Vips de la calle Velázquez, con dos o tres personas más de las que ya no he vuelto a saber nada. Tampoco sé qué pintaba yo allí, porque siempre he huido de las reuniones de intelectuales y artistas como de la peste. Él estaba viviendo al lado, en la Residencia de Estudiantes, con una beca de poesía. Iba vestido de Rimbaud, llevaba un abrigo negro como con esclavina y una media melenita más flaubertiana que otra cosa. Ya era calvo y ya era gordo, pero su estar era tan rotundo que resultaba original. Aún no había publicado Dibujos animados. Llevaba un año en la residencia y recuerdo que dijo que no había escrito aún ningún poema porque no tenía ordenador.
               Aquella frase iba con el traje, porque sí escribía poemas. De hecho, Dibujos animados era un excelente libro de poemas. De la reunión tengo un buen recuerdo porque era la época en la que aún era condescendiente con las reuniones de escritores. Casi todos los que he conocido después eran unos engreídos y unos pelmas que solo querían hablar de sí mismos o escucharte con ánimo entomológico. De él no me quedó esa imagen: mucho más cercano, mucho más verosímil. Me pasó su teléfono y me dijo que lo llamara, y a mí me pareció una fórmula de cortesía sacada de las biografías de los poetas, y por supuesto no lo llamé jamás. Estoy hablando de un muchacho que entonces tenía veintitrés añicos y ya era uno de esos personajes que de pronto presentan todos los libros y participan en todos los recitales y escriben en todos los periódicos, al menos en Zaragoza, mucho antes de que se hiciera popular con un programa cool de televisión española.             
Yo admiraba esa capacidad para la relación social, una faceta importantísima de la literatura en la que yo siempre fui un perfecto inútil. Cuando, algún tiempo después, leí Dibujos animados,  toda la desconfianza que me inspiraba un individuo tan público, tan literario, se diluyó en una certeza indiscutible: aquel libro era una buena novela lírica. La prosa era tensa, cruda, muy expresiva, con ese estilo tan de la época de prescindir de conectores, pero muy bien hecho. Aquella novela resultó ser el patrón para contar infancias desabridas, la prosa que mejor iluminaba una época de patios de ascensor. Daba la sensación de que nadie hubiera digerido así de bien a Easton Ellis. En los 90 todo el mundo escribía igual, como si les diera vergüenza la sintaxis, y por eso cuando alguien alcanzaba la calidad de Romeo quedaba claro que no se trataba de escribir deliberadamente mal, que se trataba de otra cosa. La verdad es que no se puede debutar con más fuerza, si no para el gran público sí para todos los que íbamos buscando prosas estrictamente contemporáneas que no apestasen a American Psycho. A mí me gustó porque apestaba a Cela y a Poe.
Ese libro era un método, una apuesta, un tipo de literatura. Las expectativas para la siguiente novela eran tremendas. Todo el mundo lo conocía. No había inauguración de arte contemporáneo ni simposio de literatura ultramoderna donde no estuviese la figura ya marcada por la insumisión cinematográfica de Félix Romeo. En todo caso, Discoteque no era un novelón. Era una pasada, una de esas bajadas a los infiernos de la prosa de carnicería. Con el tiempo he pensado que Romeo podría haber sido una especie de Josef Winkler a la española, ese expresionismo distanciado que sigue triunfando en Europa. O incluso un Huellebecq, por qué no, no tan aséptico quizá, no tan francés, más bruto. En Discoteque había ternura, crueldad y buen oído, pero no dejaba de ser un libro de poemas, una excelente prosa sin auténtico tejido narrativo, sostenida por el exceso constante, por una especie de ascesis sangrienta y divertida, al menos intestinal.
               Para entonces yo ya me había radicalizado mucho. De los novelistas pedía novelas, y Félix Romeo era, lo repiten hoy todos los periódicos, más bien un hombre de letras. Cuando, al publicar Amarillo, vi que se trataba de un ensayo biográfico, aparqué su lectura, que quizás ahora retome. 43 años. Discoteque seguía significando que escribía con un cuchillo romo lleno de brillo, el mismo que me pasó por el cuello cuando leí que había muerto. Uno ha tendido a meterlo en el cajón de los relaciones públicas de la cultura, gente que asomó la cabeza, pilló puesto en la realidad virtual y ya no se preocupó mucho de mejorar su obra. Creo que no era el caso. Tres libros en veinte años no es ni mucho ni poco. Los dos que yo he leído suyos no eran buenas novelas, pero sí eran buenos libros, y sobre todo propuestas estéticas concretas, cuartos echados a espadas. Quizás él era el que podría haber intentado la descripción del mundo contemporáneo que ninguno de su generación ha sabido escribir. Romeo era de los pocos que navegaban la herramienta con soltura. Y aún era joven, más joven que yo.

25.11.10

José Gonzalvo

Al día siguiente de la muerte del escultor José Gonzalvo, leí en el estupendo blog Pequeña edad de hielo cómo la noticia apenas había tenido eco en la prensa aragonesa, y un poco más en la valenciana. Tengo la sensación de que esa es una buena clave para situar la obra de José Gonzalvo, él que siempre hizo del hecho de ser aragonés un principio estético: el concepto que en Valencia se tiene de la palabra artista no es tan cicatero como el que tenemos aquí. Basta leer las necrológicas que han aparecido estos días, o los comentarios a las necrológicas, para darse cuenta de la soledad en la que decidió desarrollar su obra y, en paralelo al volumen de sus encargos, el desdén generalizado que produjo.

Las razones de ese desdén son de variada índole. La estética de José Gonzalvo nos remite sin remedio a las parroquias de los nuevos barrios del desarrollismo, o al taurinismo monumental de Venancio Blanco, a una época de mañana seca y soleada y al fondo un terno gris. Los artistas del hierro que conozco lo empaquetan en esa época y en una proliferación de costumbrismo hierático, como una versión de andar por casa y por la iglesia de Pablo Gargallo, con esa imaginería de propaganda industrial de entreguerras que en la distancia se confunde demasiado con las circunstancias históricas en las que fue creada. Le achacan la tipología folklórica de sus figuras, la insistencia en el popularismo acrítico, por decirlo suavemente, y entre silencios como sombras lo dejan bajo el capote de los artistas taurinos, que siempre suenan a cosa provinciana y menor. Hasta en los premios que le concedieron a finales de los 80, después de los cuales llegó el olvido, se insistía en que lo de Gonzalvo, más que prestigio, era mérito. “Esto tiene mucho mérito”, decimos cuando consideramos algo inferior.

Desde luego es comprensible que si juzgamos a un artista del hierro por comparación con Pablo Serrano, la verdad es que tiene muy poco que hacer, por no hablar de aquellos otros que han seguido sendas comparativas más cercanas a Oteiza o Chillida. Gonzalvo está, en este sentido, en una posición incómoda. Tengo entendido que él mismo fomentó con su potente personalidad la engañosa prueba de ser comparado con los grandes. Siempre tuve la impresión de que el artista no acababa de entender ese desdén: había hecho del arte profesión de fe, nunca mejor dicho; había colonizado su tierra con sus esculturas; entendía la monumentalidad como algo inteligible para el ciudadano común, cercano a él, y por eso Gonzalvo, a su vez, desdeñaba las aventuras conceptuales. Quizá –ojalá– murió pensando que su honestidad figurativa, de “un expresionismo no deformante”, como dijo de él Camón Aznar, era víctima de una contemporaneidad demasiado indulgente con sus propias ocurrencias y demasiado exigente con las deformaciones. La realidad, me temo, es que no se le llegó a considerar artista, o por lo menos más artista que un autor local, con ese acomplejado, un poco sádico desprecio que tenemos a las cosas que nos parecen igual de pequeñas que nosotros.

Y la realidad es que no sólo lo fue sino que vivió artísticamente y cumplió como ninguno con lo que podríamos llamar la función real del arte. Las esculturas de Gonzalvo, sus carboncillos de hierro, sus colosos simples, podrán o no gustar, pero nadie les puede regatear que colonizaron un espacio humano con un sello muy marcado (los toros de fuego ya nos los imaginamos como sus dibujos o sus esculturas) y que consiguieron que la escultura pública protagonizase los entornos y jalonara la espectacular recuperación de un pueblo como Rubielos de Mora. Es decir, hizo arte en su pueblo para sus vecinos, al socaire de sus ideas, naturalmente, y de un concepto del protagonismo del arte en la vida de los ciudadanos que convendría reivindicar.

Yo no sé si en el periódico de su provincia aparecerá algún serio dictamen profesoral sobre la verdadera dimensión de su obra, que es el único homenaje que se le puede hacer a un artista, pero creo que es esta condición de artista en un espacio la que se debe juzgar. La que incluso debió juzgar él cuando, a tenor de las notas biográficas, se empeñó en reivindicarse no con su situación artística en el mundo sino con su currículo. Quizá si no hubiera pretendido ser tan importante se le habría concedido más importancia, pero lo de veras importante, lo que debería quedar, era su trabajo para el entorno y al margen de los gustos artísticos, mucho más centrado en su aparatosa y leve función ornamental.

Y esto resulta interesante cuando hablamos de una época en la que la recuperación arquitectónica de los pueblos es una obligación de las instituciones y, sobre todo, cuando los artistas ya no sienten ninguna necesidad de salir de su pueblo para desarrollarse con toda plenitud. Otra cuestión, que ya es materia de historiografía, es en qué medida Gonzalvo monopolizó cierto concepto de la ornamentación monumental. Trabajó a destajo, y a diestro y siniestro encontramos obra suya. El dictamen pericial dirá por qué, pero a mí me interesa de Gonzalvo otra cuestión que no tiene que ver con implicaciones históricas ni de gobiernos locales.

El arte no es solo el arte global. Los ancianos de una plaza no se merecen una obra creada para impresionar a otras personas que no sean ellos. Cuando vemos las esculturas de Gonzalvo entendemos el tejido social en el que habitan los ciudadanos a los que les gustan. Y eso creo que es esencial en el desarrollo de una ciudad, que toda clase de ciudadano tenga su representación estética. Necesitamos autoridades que encarguen monumentos, y a monumentalistas muy diversos que con su propia sensibilidad encajen en el paisaje por donde pasea la gente común. El artista que trabaja en un ámbito concreto, con un público definido, tiene un margen de maniobra muchas veces superior al que tan solo aspira a la gloria. El que decide su camino y construye a su alrededor un mundo propio, aunque los críticos le den la espalda, creo que puede sentirse satisfecho, sobre todo si nunca ha dejado de trabajar tan solo en aquello que más quería. En el caso de Gonzalvo, además, no me imagino un trabajo iconográfico serio sobre el Teruel de los años setenta sin alguna de sus obras. Supongo que a eso se le llama pasar a la historia.

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