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2.2.25

Los poemas del buceador


Acababa de leer los Cuadernos de África, que me habían encantado, cuando, por una rara casualidad, tuve ocasión de charlar con uno de esos escritores profesionales cuyas ansias de gloria les amargan el carácter. Estábamos hablando de pintores que escriben, y yo dije que Barceló me parecía un buen poeta. «¿Barceló?», dijo, como si le hubiera insultado, algo que, retrospectivamente, y teniendo en cuenta cómo es el pájaro, me da un cierto malévolo placer. 

Pero sí, Barceló es un buen poeta, y este nuevo De la vida mía es un magnífico ejemplo. Ya el título es de Góngora, «Hermoso dueño de la vida mía», según cita completo, porque, si hay que tomar prestado, que sea del más grande. El libro, escrito en francés ("lo que escribo en catalán o en castellano me parece una mierda", le he leído en algún sitio) y profusa y gozosamente ilustrado, está compuesto por tres tipos de textos: escritos a propósito, largos de una página, no más, con un tema concreto, la infancia, los talleres, bucear. Luego están las transcripciones de los cuadernos, junto a dibujos y apuntes que podrían ser ya piezas acabadas y páginas escritas en letrajas grandes con textura de poema, igual que, en tercer lugar, los pies de foto. Se diferencian por la tipografía: regular en los textos más largos, y de dos cursivas diferentes en los otros, algunos de ellos inventarios de lugares, de autores, de peces. Cuenta Barceló que Patty Smith recitó en Nueva York fragmentos de sus Cuadernos de África, y se sorprende porque no eran más que «listas de cosas». Smith sabía que para esa lírica de inventario se necesita ser un buen poeta, y Barceló, que lo es, también nombra a Defoe entre sus lecturas. Pero no solo eso. Cuando hablo de poema me refiero, por ejemplo, a esto:


Había empezado una escultura de yeso de dos o tres metros que representaba una cerilla a medio quemar. Una mitad bien tiesa y derecha, la otra torcida. Mi hijo Joaquim me ayudaba. El yeso es agradable, se calienta y se seca muy rápido. En cierto momento me preguntó por qué modelábamos una cerilla. Le dije: mira, la parte quemada es el tiempo vivido, la parte intacta es el tiempo que queda por vivir. Tengo cuarenta y cinco años. Eso es. Segundos después vi que derramaba una lágrima.


Todo está escrito así, con esa naturalidad un poco desarticulada, de mezclas aparentes que disocian las frases hasta convertirlas en verso, imagino que como sucede con su pintura. Es prosa depurada, sin énfasis, sin ínfulas. Barceló ha depurado la prosa como, según veo en la exposición de la galería de Elvira González, ha depurado también su pintura, para que los nexos no interrumpan la secuencia de los objetos, con una claridad más tranquila, con una nitidez que se ha ido reposando en sus años de cultura dogón en Mali, en sus maravillosas acuarelas de Gao, tan simples, tan expresivas, o en sus investigaciones en la cueva de Chauvet. «Más que pintar lo que veo, veo lo que pinto», dice. O lo que una vez pintó, él o alguien que, como él, viajaba, miraba, buceaba.

Barceló se hizo famoso muy temprano. Recuerdo una foto suya, de la época de la Movida, con un desgaire petulante, muy glam, de chico moderno, rico y famoso. Pero eso se pasó pronto: cuando empezó la «danza de los marchantes» se largó del infecto mundo de la fama. Con Javier Mariscal se fue a tierras portuguesas, primero, y luego al Sáhara, donde descubrió, como Paul Bowles, el inagotable atractivo de la nada, y cambió los cócteles brillantes por una cabaña en Mali llena de termitas y de telarañas, y un tipo de vida en el que cualquier día un escorpión podía sacarle un ojo. A punto estuvo. 

Pero tampoco se detiene mucho en esos años. Le interesa más la infancia, de la que habla con entusiasmo, y con adoración en lo que se refiere a su madre, pintora también, de la que acaso heredara la necesidad del arte, una decisión irrevocable que tomó a la edad de los descubrimientos. «En realidad», dice, «no cambiamos, somos siempre los mismos», y sin embargo traza esquemas coloreados de su trayectoria vital. Va y vuelve a la infancia igual que regresa a las cuevas, incluso las construye, como horno, como estudio, como imagen. En las cuevas el artista se aísla y se refugia. La cueva es el lugar en el que se acurruca, donde sueña en posición fetal.

Su madre ha bordado muchas pinturas suyas, y Barceló habla con una mezcla de orgullo y placer de esa relación que todavía mantiene con ella, casi centenaria ya. No fue lo mismo con el padre, con quien, salvo a última hora, no se llevó bien. En algún lugar del libro dice que hay que escribir sobre los padres. Puede ser liberador, o placentero, o un tormento, pero aquí a Barceló no se le ve con ganas de sufrimientos innecesarios. Y es gratificante que sea su madre (y alguna mención esporádica a gente como el ciclista Timoner o artistas como Curro Romero o Camarón, de quienes cuenta sendas anécdotas preciosas) uno de los pocos personajes que aparecen en el libro. Alguien como Barceló podía practicar el odioso name dropping que alicata de celebridades las memorias de los personajes célebres. Aquí no. Aquí el importante es su «hermano mayor» en Mali, gente común e importante, artistas sin gloria, cuaranderos de la tribu: personajes que bullían en su pintura como los peces o los calamares, mientras buceaba en ella. Y, sobre todo, sus perros, porque ellos son los que marcan las etapas de una vida. Los nombra en torno a la pintura de uno de ellos, nadando, visto desde dentro del mar, con ese elegante avanzar sobre la nada. La letra de Barceló, al glosarlo, es como su pintura, como los trazos de sus acuarelas, irregurlar, trémula, un tanto infantil, la letra de quien anota lo que ve, no la de quien escribe lo que piensa. O quien apunta lo que ve su pensamiento, antes de que se apague su fulgor.

Al margen de esos pocos personajes, el libro habla de pintura y de su relación con la pintura. Varias veces explica por qué pinta desde dentro, con el lienzo en el suelo, paseando por él, dejando, como Pollock, que vayan cayendo cosas, porque Barceló cree en la condición orgánica de la pintura, en su ir haciéndose. Así el pintor bucea en la pintura, la llena de elementos cambiantes, putrescibles. Repite un par de veces que Keats tenía un cajón lleno de manzanas podridas que olía de vez en cuando, y Barceló hacía lo mismo con una mezcla de calamares descompuestos, petróleo y no sé qué más. Para llegar a esos olores, para llegar a sí mismo, Barceló tuvo que exiliarse en el país de la pintura. Cuenta con alegría cómo suele zambullirse en el mar cuando aún va lleno de pintura (de haberse zambullido en un cuadro) y ve los pegotes disolverse o flotar entre bancos de peces. «El cuadro en el suelo es como un fondo marino, entro y salgo». 

Como pintor, se deja llevar: «Pinto con rapidez, en el tiempo que media entre un golpe y el dolor que produce». Es decir, no premedita. Mira, vive, respira, actúa. No deja que sea su pensamiento el que tiranice a su sensibilidad. Por eso se fue a vivir al mar, al desierto, a la pintura. En vez de pensar, pinta. En vez de meditar, bucea. Su fetichismo con los talleres de sus pintores preferidos (Picasso, Pollock…) tiene que ver con ese sentido de la pintura como inmersión en un mundo aparte.  Necesita una iglesia entera abandonada, y embardurnar las luminarias con arcilla, y dibujar encima con esgrafiado, que la luz sea también la luz de la pintura, del mismo modo que bajo el agua la luz con que se ven los peces es la luz del agua.

A veces, con el frío, con el calor, la arcilla se cuartea o se hace más flexible. Las circunstancias (la época, el lugar) intervienen en la obra mientras está siendo creada, y se supone que también después, cuando pase el tiempo y su proceso de composición/descomposición siga su curso. «La pintura es siempre una cuestión de transumptio», una metamorfosis de pintura en carne, de imagen en luz, o en aura, como cuando pinta con lejía. Para Barceló evolucionar es recurrir a nuevas tácticas, ancestrales o inventadas, artilugios para conseguir el efecto imaginado, como cuando trabajaba en la capilla de Palma viendo el resultado a través de una pantalla, o montó el cirio que montó en Ginebra con un cañón de pintura, como si estuviera construyendo un techo de coral, metido en su escafandra. «Quizá todos mis cuadros sean sopas. Arros brut (arroz sucio), con un poco de todo. Un mundo comestible». Será por eso que le gusta tanto el pintor de bodegones Luis Egidio Meléndez, «el Messi de la pintura», un virtuoso lleno de granadas reventonas y ojos de besugo.

Una de esas sopas, quizá la que más orgulloso le hace sentirse, es la capilla de la catedral de Palma, a la que dedicó un precioso libro, La catedral bajo el mar. Supongo que es la pieza en la que, finalmente, pintura, escultura y cerámica llegaron a ser la misma cosa, el mismo arte, un todo indistinto. Tiene gracia que fuera el obispo, Teodor Úbeda —quien puso la paciencia y el ánimo suficientes e incluso pidió ser enterrado en ella— el que le propuso el tema, la multiplicación de los panes y los peces, que a Barceló le venía como anillo al dedo. Su pintura es, en cierto modo, ese milagro.


Miquel Barceló, De la vida mía, trad. Nicole d'Amonville Alegría, Galaxia Gutenberg, 2024, 263 p.


1.4.23

La vida entera




La viudez es un estado de supervivencia, y no solo en sentido literal. Se sobrevive a la persona amada, pero también hay que sobrevivir a su ausencia. Rehacer la vida se ha entendido siempre como reconstruir una situación similar, encontrar otro compañero de viaje, cuando es, sobre todo, construir una vida en soledad. Hay más viudas que viudos porque las mujeres viven más años pero también porque son las que con más frecuencia, y con más razones diferentes, siguen solas el camino, enviudan de su esposo pero también de la circunstancia de tener pareja. Añoran sin necesitar, recuerdan mientras miran hacia delante. Más que rehacer la vida, guardan la ausencia, niegan relaciones nuevas mientras esté ausente el amado, pero eso puede ser tanto un acto de veneración como de independencia. Rara vez se hunden en sí mismas, no se desamparan, viven la vida entera.


***


Hay en estas viudas, sobre todo en ellas, una reactivación creativa, un vivir haciendo y no dejar de hacer. Su vitalismo es acción. Pintan cuadros coloristas, tejen prendas exquisitas, ganan campeonatos de cartas, ayudan a sus hijos, pasean, charlan, intervienen, llenan los espacios, alegran con su presencia, o escriben en su retiro del barrio de la Azucarera. La mayor parte de ellas fueron niñas antes de la Guerra Civil, y mozas en los años en que el pueblo era próspero y populoso, cuando se instaló la Azucarera y se construyó una barriada de trabajadores y de todos los pueblos del Jiloca venían los agricultores con sus carros cargados de remolacha. Muchos años después, por la época en que abandonaron el trabajo activo, el país era un mundo moderno, sus hijos habían salido adelante y la principal preocupación era hacer cosas y estar bien, seguir adelante.


***


No hay vidas iguales, pero sí destinos compartidos. Las veintidós viudas y los cuatro viudos que componen esta muestra miran con la tranquilidad de la satisfacción, con la firmeza de quien está de acuerdo consigo mismo. Salud y dignidad, parecen decirnos, no como si reivindicasen una forma de vida sino porque es la única manera de llegar tan lejos. Cada cual ha gestionado la ausencia con la fuerza y el valor que fueron necesarios. Unos llevan poco tiempo solos; otros, media vida. Unos se volcaron en lo mucho que aún quedaba, otros decidieron caminar en soledad. Todos tienen algo de ejemplar, de haber vencido, de estar venciendo, de haber derrotado al desánimo, de haber negado el desamparo, y no solo aquellos que se acercan al siglo de vida, que son la mayoría, sino los que aún no han cumplido todas las etapas del camino, o incluso tienen todavía lejos la vejez. Intuimos la ausencia que los acompaña, la percibimos con un aura de fortaleza, no de desvalimiento ni de pesadumbre. Disfrutar de la vida es también disfrutar de lo que se ha vivido, parecen decir, y de lo que se ha de vivir.



Esta tarde ha sido inaugurada La vida entera, un regalo fotográfico de Pilar Ortiz a las viudas y los viudos de Santa Eulalia del Campo. Pilar me pidió unos textos para la exposición, y esto es lo que le envié.

28.1.23

Estorninos


La Fundación Bancaja ha reunido en Valencia una antología de Juan Genovés (1930-2020) que a su vez es una historia del último medio siglo en España y también una prueba de cómo afectan al arte las tiranías.
Con respecto a lo primero, el centro de la exposición, como es natural, lo ocupa el cuadro El abrazo, una obra que nunca faltará en una historia de la transición, y cuya versión escultórica en la plaza de Antón Martín, en Madrid, es un homenaje a los asesinados de Atocha. Ambas son un canto, más que a la reconciliación, a la alegría de estar juntos y seguir vivos y tener camino por delante. Los personajes de El abrazo están de espaldas porque van, y el espectador detrás, es lo que podría haber visto de haber estado allí, no frente a ellos sino entre ellos, no por encima o por delante sino por su mismo camino, con ellos.
Ese cuadro es el feliz contrapunto de una década larga, desde el año 65, en la que Genovés desarrolló una imagen grisácea, de figuras cabizbajas, sometidas, amordazadas, y cuando comenzó su gusto por las perspectivas cenitales de multitudes, el tema que ya no abandonaría. Esa parte anterior a El abrazo es insistente, horadante, variaciones técnicas sobre una misma perspectiva. Son obras combativas, explícitas, mensajes claros, posturas inequívocas. Visto desde hoy, esa explicitud redunda en insistencia, en el valor de un proceso, de una serie que, como reflejo de una realidad inamovible y desesperante, adopta la monotonía como ritmo general. 
Ese proceso culmina y se interrumpe en El abrazo. El invariable pesimismo gris y ocre, de tonos encanecidos y herrumbrosos, regresa al color con la muerte de Franco, de quien por cierto hay un retrato muy Bacon en uno de los cuadros. La democracia ya es color. En democracia las masas se distribuyen en formas diferentes, como las bandadas de estorninos. De modo que Genovés, tras la fiesta de los cuerpos enteros, de los individuos reconocibles y los ciudadanos libres, volvió al principio, a las sombras y a las masas, desarrollando todas las posibilidades que entonces censuraba la urgencia del activismo artístico. 
De modo que, con respecto a lo segundo, cómo afectan al arte las censuras externas e internas (las tiranías no solo limitan la libertad exterior de quien las sufre sino la interior de quien las denuncia), lo que viene después de El abrazo es una transformación del lenguaje explícito en sugerencia contextual. Ya no vemos a la multitud que mira de lejos al que va a ser ajusticiado por dos guardias civiles, ahora vemos un cuadrado que delimita la multitud, sin necesidad de vallas, o una grieta fracturada en abismo, en la que las multitudes que se asoman a cada uno de los precipicios son las que le dan la forma de una herida. Genovés sustituye la línea por el individuo, por el estornino, y en el sombreado y agrupamiento de las figuras diminutas se dibujan las formas ahora más abstractas.
En esa parte de la exposición, a partir de los 80, Genovés transforma la denuncia en sociología, las respuestas en preguntas, con un nivel de explicitud más difuso, más intuible que legible. Ya no se nos pregunta si somos partidarios, si nos compadecemos o no del cuadro, sino que se nos invita a entrar en ellos porque no está claro desde la primera mirada qué nos quiere preguntar. Conforme se iba haciendo viejo, sus diminutos individuos (que en su trazo negro me recordaban a las posturas de Häring pero también al pulso de Barceló) se van enriqueciendo con soluciones matéricas, con un dominio del efecto (lo que se percibe a la debida distancia) que hace ir y venir al espectador, ver de cerca la pellada de pintura, pintada con el tubo de pintura, en sí un hermoso ejercicio de color, y alejarse hasta el ciudadano confuso, perfectamente retratado. Cada estornino se convierte en una diminuta obra de arte que en conjunto forma círculos iluminados por radiantes manchas de color, soles o simas, mares o cielos, pájaros sobre la nada blanca.
Y satisface y conmueve que esa línea no haya dado un paso atrás hasta los últimos amenes, con piezas de extrema delicadeza, de dominio absoluto, cuya explicitud ya solo es un aire ascético, a punto de ser pura abstracción, que es lo que seremos cuando ya no estemos. En Genovés vemos la historia y sus alrededores, pero también el viaje a uno mismo. Las formas que componen las figuras, vistas siempre desde el cielo, son una síntesis de expresionismo liberado y significado nunca oculto, nunca disfrazado, pero con referentes más variados y atractivos, más reflexivos, más objeto de contemplación.
Coherencia y reinvención, pasar por todos los estados sin salirse de un mismo camino, encontrar una forma propia, una voz propia, y escribir con ella poemas épicos o delicados haikús, según la historia vaya pasando por nuestra vida, y nosotros por ella. De lo que trata la exposición es de cómo el artista dibuja ese camino.

1.1.17

Sileno sin pudor



Los carteles de la exposición Ribera Maestro del dibujo del Museo del Prado nos advierten de que en los siglos XVIII y XIX al Españoleto se le consideraba un pintor sádico. No me extraña. Sus muchos esbozos de martirios lo confirman. Se centró, sobre todo, en los de San Sebastián y San Bartolomé, y no porque los acribillasen a flechazos o les arrancasen la piel a tiras, respectivamente, sino porque estaban atados a un árbol, colgando de las manos, postura predilecta de Ribera porque marca los músculos delgados de los brazos y los huecos de los ijares, y porque, supongo, permite que se desentienda de los gestos y concentre todo el dramatismo en la rostro desencajado. 
No hay solo mártires, claro. Abundan los equilibristas, los reos de la Inquisición, todos colgados de las manos, aunque a veces las pruebas de que le interesaban más los brazos que los martirios son muy elocuentes. Hay un San Bartolomé que en principio podía no estar atado a ningún sitio, tan solo implorando al altísimo, y al que, una vez acabado el dibujo, le pintó un árbol detrás para llevar la escena a la hagiografía. En otro caso, unos individuos están descolgando a un ahorcado, subidos en las ramas, agachados o también colgados para facilitar la faena. Es esa cosa cruel del clasicismo que siempre me ha fascinado: no enseñamos un cadáver sino la belleza de sus músculos. El mero hecho de que Ribera eligiese aquellas torturas que exigían brazos en alto ya es significativo, aunque su firma está más bien en el inquisidor que contempla cómo un torturado se descompone vivo y lo anota como si estuviera viendo pasar cajones de merluzas recién pescadas.
Pero esta inclinación puede verse en otras partes del cuerpo. En un óleo sobre el martirio de San Bartolomé hay un diálogo muy armónico entre la bestialidad de la escena (de la elección del autor) y el sadismo de los torturadores, uno de los cuales lleva el cuchillo entre los dientes como los matarifes y, a pesar de que solo se le ve el perfil (abusa mucho Ribera de los perfiles, dicho sea de paso), muestra todo el vicio con que los psicópatas se entregan a sus rituales macabros. 


En otro cuadro, de ambiente mitológico, Apolo desuella a un sátiro cortando a la altura de los tobillos y arrancándole a estirones el pellejo, y la crueldad ahora está en la dentadura del sátiro, que gañe con su parte de animal en la matanza, y Ribera se regodea en una dentadura repulsiva, de una repulsión por encima de las modas de higiene bucal. En aquella época todo el mundo llevaba los dientes hechos un asco, pero este tono pardo verdoso de los dientes del sátiro es como un color hediondo similar al que utiliza para cubrir de piltrafas de carne podrida el esqueleto de un monstruo donde va (de perfil, siempre de perfil) la bruja Hécate, con un cargamento de niños narcotizados con cara de persona mayor que ella utilizará para sus ungüentos mágicos. 
Ribera, dicen los carteles, está entre el clasicismo y el naturalismo, aunque yo en ese cuadro de Hécate lo veo huido de Caravaggio por el camino enloquecido que lleva a Goya y a William Blake. De la mitología echa mano siempre de lo más sangriento. Tiene donde elegir, pero le inspiran especialmente el Laoconte de Roma, para sus escenas de brazos, algunas de sorprendente ritmo. En Sansón y Dalila, por ejemplo, una mezcla sanguina y lápiz negro, los brazos trazan un ballet de formas que recuerdan a Matisse. Pero su obra maestra en materia mitológica, al menos en esta exposición, es el Sileno borracho, pero no el que todo el mundo conoce, en el que la cabeza del viejo está a la derecha y los pies hinchados a la izquierda, sino al revés, en una escena menos envarada donde aparece un burro y unos niños también borrachos y en la que el gesto de Sileno es completamente diferente. En aquel era la caricatura del borracho sediento de vinazo. En esta es una cara mucho más profunda, la cara del borracho claudicante, del que siente todo el asco y el hastío de quienes lo contemplan pero ya no tiene ganas de disimular. La barriga se posa sobre el suelo como un balón de grasa, con una desnudez obscena, abandonada, la de quien ya ha perdido cualquier forma de pudor. En el cuadro más conocido, el simétrico a este, Sileno está en la euforia babosa de quienes piden seguir la juerga, pero aquí es un beodo consciente, como esas ocasiones, de camino a casa, en que una mente lúcida es transportada por un cuerpo borracho, y el gesto es más bien de resignación, de soportar el mundo como es y no tratar de decorarlo. Así es el fumador que reincide después de un ataque de tos, o el yonki que apenas puede sostener la jeringuilla, o el jugador ausente de quienes sienten pena de sus adicciones.

Porque, por lo demás, me temo que en Ribera demasiadas veces el dibujo se come al retratado. Sus estudios de ojos y de orejas, son, en general, demasiado explícitos y perfectos, de academia de dibujo. Los trazos suelen ser muy cortos, de ir colonizando el voluminoso blanco, y solo en algunos apuntes como los del dignatario turco los trazos rápidos dan más vida al personaje que el alarde de pulso de muchos otros perfiles. No sé si, para su época, era un gran dibujante: ya se sabe que la minuciosidad, en dibujo, es síntoma de limitación, y el horror vacui, el bosque donde se esconden los espíritus inseguros. Sus cabezas grotescas tienen algo de flamencas (labios gordos, bocas anchas, sinuosas), y en su búsqueda de la fealdad se entretiene en bocios y malformaciones, y lo mismo con las escenas de mendigos, gitanos y enterradores. Pero esa búsqueda de la fealdad no necesitaba de adiposidades: sus angelotes de la Inmaculada también parece que los estén torturando, o, como en el caso de Sileno, continúen una juerga inacabable.

28.12.16

Alcachofas contradictorias


En el abigarrado mundo de los pintores flamencos y holandeses que se dedicaron a las naturalezas muertas, Clara Peeters pasó a la historia por dos motivos: por ser una de las primeras mujeres dedicadas en el siglo XVII a la pintura (y la primera de quien se organiza una exposición en el Prado), y porque intrudujo el pescado como tema de bodegón. Su arte, su ars, que diría Rodolfo, no tiene tanto que ver con el más tenebrista de Mahu ni con los suntuosos pronks de, por ejemplo, Heem, que más parecen una despensa repleta de manjares a la que hubieran abierto la puerta para que todo se desparramase. Clara Peeters tiene más que ver con Osias Bert, el pintor de desayunos, más amigos de las composiciones equilibradas y los tonos ocre de las luces, de los detalles del pan y de las flores de colores. Leo que el detallismo de Osias Bert influyó en el bodegón español a través de Van der Hamen, mucho más amigo del claroscuro, en quien ya intuimos los inigualables bodegones de Sánchez Cotán. Clara Peeters no es amiga de que los fondos negros suman al objeto pintado en la penumbra, o lo hagan emerger de ella. Los quince cuadros que se exhiben en una sala del museo están sobradamente iluminados, con esa luz dorada, en tonos ocres y royos con que pintan los holandeses. La sobreiluminación aumenta el apetito, pero realza los objetos hasta sacarlos de sí mismos. A veces están excesivamente vivos, y los ojos de los besugos se parecen a los de los santos mártires, anegados de agua bendita, y los cangrejos ya cocidos, rojo pimentón, miran la escena como policías.
Es en todo caso la iluminación necesaria para que luzca el detallismo. En seguida miramos los cuadros como si estuviésemos en una exposición de orfebrería. Peeters usa esbeltos copones historiados, panes con retículas tupidas dibujadas con un cuchillo sobre la corteza, cristales labrados en cientos de facetas cada una de las cuales concentra destellos diversos y brillos de colores, y algunos el reflejo de la pintora mientras los está pintando. Hasta los más livianos objetos tienen su grabado, su color, su significado. La falta de profundidad no hace sino resaltar su condición simbólica, el realismo minucioso pruduce menos vida que misterio. Peeters se detiene primorosamente en los brillos sedosos del pescado y los juegos de reflejos sobre las pieles de las gambas, cuyos bigotes están delicadamente pintados con pinceles de un solo pelo. Brillan los metales de las jarras y los surcos que ha dejado el cuchillo en las lascas de mantequilla, y brillan las jugosas heridas del pan, cuya miga parece que aún siga fermentando. En cada esquina más tostada de la rosquilla se adivina un estudio previo riguroso de cómo se tuestan las esquinas de las rosquillas. Todo eso tiene misterio, tendemos a pensar que tiene que significar algo, porque de lo contrario no tenemos más remedio que alabar la pericia, la puntillosidad, y dejar a un lado las impresiones de conjunto. La carga simbólica supuesta lo acerca a la modernidad.
Es muy significativo, a este respecto, el caso de las alcachofas, que en aquella época, según reza el pie del cuadro, se tenían por afrodisíacas. Son unas alcachofas muy hechas, las hojas han empezado a abrirse y las puntas a repingar. Dentro, los cilios ya están grises y resecos. Sánchez Cotán habría escogido un verde a la medida del tiempo, un verde más pardo y apagado, avejentado, endurecido, pero Clara Peeters pinta las alcachofas con verdes frescos y jugosos, tersos y como recién brotados. Y lo mismo sucede con los pajaritos muertos que pueblan algunas piezas. Están tiesos, tumbados encima de la mesa, patas arriba, pero sus plumas tienen colores tan vivos, rojos tan intensos y amarillos tan cítricos que parecen recién disecados. En ellos, en todo caso, no ha entrado la muerte todavía, o lo ha hecho en su forma definitiva, sin pasar por ese vivero de sentimientos que es la lenta descomposición de los cuerpos. 
Todo está como devuelto a su suntuosidad de objeto, igual la cubertería de plata que la mosca gorda encima de la jarra. No hay más que comparar la mosca de Juan Fernández El Labrador que hay posada en un racimo de uvas maduras, una mosca humilde, enclenque y gris, con la de Clara Peeters, que parece de bronce, y está tan bien alimentada que recuerda un escarabajo de esos egipcios con significados de ultratumba. La diferencia entre las dos moscas es la que hay entre el realismo ascético y el hiperrealismo aparatoso.
Mención aparte merecen los pescados, la gran contribución de Clara Peeters. La pintura flamenca tiende a la exuberancia. Las ostras son carnosas, blandas y rosadas, con el nacarado del mar. Los peces, que miran al más allá, tienen esa piel amarronada y verdosa de las carpas, comedoras de barro, y los labios gruesos de los monigotes que pintaba Brueghel. Son, en general, peces recién pescados, que parece que aún boquean, pero hay un espléndido arenque escabechado de más profundidad espiritual que las lubinas de piscifactoría, enjuto, cubierto de los bronces del vinagre, y detenido en la expresión de angustia de antes de escabecharlo. 
Pero no es la tónica general. Clara Peeters prefiere alimentos de primera calidad, ajenos al tiempo y a la idea de muerte, listos para servir en las mesas de los señores, que siempre han preferido las flores de papel, los capullos llamativos que solo han de lucir un día en la solapa. Lo duradero, en sus cuadros, es el metal, no los frutos carnosos, que habría que cambiar en cada sesión. Clara Peeters trabaja sus colores lo que sea menester para no presentar en la mesa un pescado en malas condiciones. Es lo que tienen las sociedades opulentas, que nunca encuentran tiempo para ver la hermosura de las hortalizas pochas o los tordos mal matados. No hay sangre seca en los cuadros de Clara Peeters. En realidad no hay ningún tipo de sangre. Los manteles conservan los pliegues porque están recién planchados, y las aves de caza forman como colegiales con sus mejores galas. Hay bodegones para los martes de invierno y bodegones, como estos, para las fiestas de guardar.

El arte de Clara Peeters, Museo del Prado, del 25 de octubre de 2016 al 19 de febrero de 2017.

27.12.16

Los labios del maestro




El maestro está en su estudio, redactando un documento. Es un hombre relativamente joven. La imagen es de piedra pero sabemos que no peina canas y la barba recortada todavía tiene que tupirse con la edad. Nada que ver con las barbas mosaicas de los profetas, que con el efecto de la erosión parecen culebras trenzadas o rastas medievales. La calva es incipiente todavía, con unas señoras entradas, y en el centro le crecen unos mechones de pelo lacio, como peinado en un caracolillo hacia delante. Yo no le echo más de treinta y pocos años, la edad de Jesucristo, lo suficiente para haber conquistado el dominio de uno mismo sin menoscabo de la tersura de la piel.
Los ojos del maestro Mateo están entrecerrados, por una rendija inferior ven la línea que en ese momento escribe. Los párpados casi cerrados son más resistentes a la erosión (en las otras figuras la lluvia se ha comido las pupilas y los profetas parecen ciegos), conservan mejor la naturaleza del momento. Este gesto de los ojos, casi cerrados, concentrados en lo que se tiene entre las manos, tan habitual en nuestra época, no da sin embargo sensación de estar enjugazado con un crucigrama de los de entonces sino redactando un documento que requiere la misma atención y parecida minuciosidad que las bellísimas esculturas de piedra que lima cuando está metido en su taller.
El maestro está a lo suyo, y ello está perfectamente expresado en los labios de Mateo, que, para más inri, no son naturales. Son como una llave horizontal, esas llaves que cuando tomábamos apuntes en la escuela nos esforzábamos en dibujar de un solo trazo, sin titubeos, de modo que la parte de arriba fuera estrictamente simétrica a la de abajo. En aquel dibujo abstracto tan sencillo estaba también descrita la pulcritud, la voluntad de perfección, la naturalidad, la costumbre, el oficio, el entretenimiento, la tranquilidad y la fruición. Era como el trazo suficiente que aspiran a conseguir los monjes japoneses a lo largo de una vida ascetismo. Pero aquí, en esta escultura de piedra de finales del siglo XII sobre la que han caído ochocientos años con sus lluvias (en Santiago de Compostela) todo es intensamente real, el maestro está ahí sentado, laborando, y con él todos los maestros en mitad de la jornada, sin que nadie los mire ni los distraiga, con los labios levemente fruncidos, como silbando un hilillo de aire, demasiado fino como para que se pueda oír. 
El Romanticismo nos acostumbró a un tipo de artista que grita cuando pare, como las madres. En el siglo XX, que es un siglo muy romántico, el artista que no va despeinado y tiene rictus de angustia y mirada de loco no tiene demasiada fiabilidad. Es la creación como trance, como éxtasis iluminativo, algo que, para un maestro, solo es, en todo caso, la primera parte del proceso creativo, eso que algunos llaman inspiración. Pero luego hay que arremangarse y guardar la botella en el armario. Luego hay que trabajar. Uno no trabaja cayéndose permanentemente de un caballo, porque antes del primer día se habría quedado ciego. Trabajar una idea (una inspiración) es un acto consciente que se hace mejor sin vivir al límite, levantándose a la misma hora todas las mañanas, repujando la obra, librándose de cualquier prejuicio y de cualquier ilusión para juzgar sus méritos, detectar sus desperfectos y pulir los más mínimos detalles. El maestro Mateo está puliendo eternamente algún detalle, repasando una cuenta, calculando una estructura. Nada perturba su concentración ni su percepción. Ha sabido abstraerse de las circunstancias más allá de su banco de trabajo. Al menos mientras escribe, igual que cuando cincela, ni la alegría ni la tristeza vienen a perturbar su placer. Su calma es exigencia de su responsabilidad. Está tan entretenido porque se toma las cosas en serio.
El maestro Mateo sujeta el rollo de papel con los dedos de la mano izquierda, esa presión mínima pero suficiente que ejercemos con las yemas de los dedos sobre el papel sin que se arrugue ni le salgan bochas. El brazo derecho, el que escribe, está pegado al cuerpo, pero no por aprovechar la piedra ni guardar la rectitud de la pieza entera sino para sujetar mejor el pulso pegando el antebrazo a los ijares, lo que hacen para enhebrar una aguja los que tienen la vista cansada. El pulso en la piedra. Y la quietud, porque el maestro sujeta el recado de escribir sobre las piernas, ligeramente abiertas, pero firmes, como indica que tenga los pies juntos, calzados con unas babuchas de punta de andar por casa. La inspiración lleva zapatos de tacón, pero el trabajo zapatillas de felpa. Esos pies están, además, sujetando el faldón del sayo, de modo que sobre los muslos y en las rodillas no tenga dobleces que desequilibren el cajón de madera sobre el que escribe con caligrafía medieval y un cálamo mojado en tinta negra, seguramente una mezcla de clara de huevo y hollín. Las rodillas, al separarse, tiran del sayo. En la parte de arriba de la bata, el delantero izquierdo, el tejido saca las leves arrugas de su propia caída, pero en el delantero derecho, puesto que tiene el brazo pegado al cuerpo, las arrugas son más tensas y marcadas, sobre todo las de la manga, que le tenía que tirar un poco.
El maestro Mateo pudo muy bien ser, tan joven, el jefe de obras que remató la catedral de Santiago de Compostela, amén de miembro del equipo que esculpió las figuras del Pórtico de la Gloria, una de las cuales es este maravilloso retrato. Formaba parte de la puerta exterior del templo, que, según dicen los programas de mano, en 1520 el cabildo hizo cerrar, “para evitar los desórdenes que se producían en el interior del templo”, de modo que algunas esculturas de la fachada fueron retiradas y acabaron cerradas en un cuarto, decorando una capilla o como material de relleno para nuevas construcciones. Esculturas como la del maestro Mateo han yacido cubiertas de telarañas o de cascotes, han pasado de la intemperie a la oscuridad, de la humedad del viento fresco a la del aire viciado. Las piezas, después de la restauración, están como en carne viva, con diminutos cristales desperdigados que brillan como en un cielo de granito. Pese a todo, la perfección naturalista de la pieza es deslumbrante, o más bien de lo que, en el siglo XII, podríamos llamar sin pedantería naturalismo abstracto, es decir, el final de un largo camino para representar la esencia de la realidad.

Maestro Mateo en el Museo del Prado, del 29-11-2016 al 26-3-2017

20.11.16

Cruzar el viaducto


Todos pasamos cada día por muchos sitios, pero hay muy pocos sitios por donde pasemos todos. Ángeles Pérez decidió detenerse en un sitio donde casi nunca se detiene nadie, sacar a la gente una foto en la circunstancia excepcional de estar parada. En un viaducto como el de Teruel solo se paran los forasteros. Los bancos de piedra que sostienen las farolas a lo largo de la valla solo han servido a los vecinos para atarse los zapatos. A fin de cuentas, estamos demasiado cerca del vacío.
Pero la gente, al ver a Ángeles, se detenía unos minutos. Casi todos sonríen a la cámara con la alegría de quien se ha encontrado con una buena idea de la que no les da reparo formar parte. ¿En qué consiste esa buena idea? Las sonrisas indican que les complace algo excepcional y cotidiano, extravagante y razonable. Muchos de ellos llevan pasando por ese puente a diario desde que nacieron. Rara vez uno lo cruza una sola vez al día, salvo que vaya a marcharse de la ciudad, o haya pasado la noche en la otra parte. Siendo niños ya lo atravesaban rozando con el dedo las barras de hierro del pretil. Era más peligrosa la acera muy estrecha, las ruedas de los coches que lamían el bordillo. Después se convirtió en un ancho paseo por el que apetece caminar más lentamente, incluso saludar a un conocido, un momento, girando el torso sin apenas detenerse. Todos lo tienen como un símbolo de la ciudad.
Para estas personas el puente divide las cosas de la vida. La realidad de uno y otro lado es en ellos parcial, el uno es el trabajo y el otro la vivienda, el uno es el ocio y el otro es el negocio, el uno son los padres y el otro son los hijos, o los amigos, o nadie. La gente que cruza el puente cada día se desnuda de unas circunstancias antes de vestirse con otras. En unas los veríamos escribiendo en un ordenador, asistiendo a un funeral, tomando copas, y en otras haciendo la compra, sacando al perro, tomando café. Las conclusiones que sacaríamos en uno y otro caso serían más o menos diferentes, pero nunca idénticas. En el puente la realidad es la del que va y viene por un territorio neutral. 
El ojo de un puente es una vida sin suelo. Cambia la fisonomía de lo que está lejos, pero el entorno, la sensación, es siempre la misma. Algunos vecinos prefirieron posar sentados, pero con ello duplicaban la excepcionalidad hasta neutralizarla, porque el viaducto es una realidad fugitiva. No se trata de congelar el movimiento sino de subirse a él mientras dure el acto de no detenerse, y menos si, como sucedió durante los cien días que Ángeles abordó a los transeúntes, hace un frío que pela. Con frío la realidad es aún más clara.
Ángeles preguntaba a los vecinos que atravesaban el Viaducto, entre otras cuestiones interesantes, reales, por qué lado solían pasar. Hay gente que lo pasa como cuando había tráfico. Ahora que todo es peatonal hay quien sigue observando una norma irrelevante, o que quiere seguir guardando durante toda su vida una costumbre infantil. Otros pasan por la rejilla del desagüe que marca una línea recta por mitad de la calzada, un camino equidistante del vacío.
Nuestra forma de pasar un puente dice mucho de nosotros. En medio de la nada los gestos son transparentes. Subidos a una construcción inverosímil no se suele fingir. La gente, en las fotos, sonríe o no sonríe, pero son ellos en una imagen que valdría para fijar una idea de su persona. Los edificios están lejos, detrás de lo que nos rodea, tapando su presente, como aplicándole una veladura intemporal. Mientras lo estamos atravesando, nuestra realidad somos nosotros, aislados, abstractos, desnudos de circunstancias, rodeados de aire.

Este texto aparece como prólogo del libro Cruzar el viaducto, de Ángeles Pérez

12.3.16

Ascetismo y duralex


Antes de ver en el Thyssen la exposición Realistas de Madrid me he sentado un rato a leer El Jarama. El otro día entrevistaron a Antonio López, el gran reclamo de la exposición, y dijo que en aquella época, años 50, cuando se formó en la facultad de Bellas Artes de Madrid este grupo de amigos realistas, hubo un libro, el de Ferlosio, que causó a todos una profunda impresión. Y tanto. El Jarama es un tesoro, una de nuestras cumbres literarias de todos los tiempos, y está compuesto de un modo que ayuda a explicar muchos de estos cuadros. Ferlosio combinó unos diálogos meticulosos, plenos de frescura y de verdad, con unas descripciones en las que dejaba correr su vena lírica, esa permanente oda al objeto cotidiano, al paisaje del descampado, a los zapatos feos. Así, sin emitir una opinión ni media, sin meterse en los diálogos ni en las descripciones, el libro santifica a los personajes a fuerza de respeto y comprensión, como si siempre los escuchase (los supiese escuchar) con la misma cara concentrada y seria con que pinta un lavabo Antonio López. La diferencia entre una fotografía y un cuadro de López es la que hay entre un reportaje de costumbrismo antropológico y la maravillosa novela de Ferlosio. En El Jarama es ese aire de objetividad clamorosa, de descripción épica que en España yo creo que le debe bastante al 98. Lo abro por cualquier página:

Bajaba el sol. Si tenía el tamaño de una bandeja de café, apenas unos seis o siete metros lo separaban ya del horizonte. Los altos de paracuellos enrojecían, de cara hacia el poniente. Tierras altas, cortadas sobre el jarama en bruscos terraplenes, que formaban quebradas, terrazas, hendiduras, desmoronamientos, cúmulos y montones blanquecinos, en una accidentada dispersión, sin concierto geológico, como escombreras de tierras en cerribo, o como obras y excavaciones hechas por palas y azadas de gigantes. Bajo el sol extendido de la tarde, que los recrudecía, no parecían debidos a las leyes inertes de la tierra, sino a remotos caprichos de jayanes.

            Esta descripción está en El Jarama pero si digo que la he sacado de El testimonio de Yarfoz tampoco pasaría nada. Ese tono de oda elegíaca, de afecto y lamento simultáneos, de grandeza humilde, Soria cantada por Machado, el pobre corral de muertos de Unamuno, los arrabales barojianos, la glorificación de lo sencillo, el descampado  lleno de polvo y cascotes de ladrillo que exige tanto lujo verbal y tanta poesía como los escenarios de batallas legendarias. En la novela estas descripciones son como un contrapunto musical al fascinante detallismo del diálogo, en el que no hay ni una sola frase que no esté llena del ser humano que la pronuncia, de los buenos sentimientos que le impulsan a seguir o que le abastecen de resignación. Y digo fascinante porque cada breve intervención es un acto de ascetismo literario por parte del autor, quien, como se sabe, se entretuvo en las horas muertas de la mili en apuntar listas de giros y frases hechas que oía en los reclutas llegados de media España. Y así todo suena a presente, a realmente oído, a escuchado con respeto.


               Si trasplantamos este método a los cuadros, ese engrandecimiento poético de las palanganas está hecho con veladuras blancas, como un nimbo de humildad inmaculada, de verdad cercana y al mismo tiempo nublada de santidad. Esto se ve mucho en el gran Antonio López y todavía más en María Moreno, cuyos paisajes se desdibujan en una neblina de la misma consistencia que el recuerdo. López tiende a no apartarse de la nitidez, salvo en esa invitación a la pintura abstracta que son los horizontes planos. Allí están algunos paisajes vallecanos para corroborarlo, y alguna de las vistas desde la ventana, pero sobre todo dos de los mejores de la serie de cuartos de baño, el célebre lavabo que nos emocionó hace 25 años en el Reina Sofía, en una exposición histórica, y otro de gran formato, del 66, el mismo cuarto de baño visto desde fuera, baño de azulejos blancos, de baldosines hexagonales blancos, de altos techos de cal blancos, de luz blanca tras el cristal biselado de la ventana. Pero es todo un blanco deslustrado, ocupado por la vida y relleno por la luz algo espectral de los lavabos, es decir ocupado por el fantasma de la vida, blanco sobre blanco, con esa desolación tan humana de los lugares de paso. En el caso de María Moreno, la inundación de luz lo cubre todo, no está tan recogida en el interior del frío, sino desparramada por el cielo. Y sin embargo el efecto también es de ascetismo bondadoso, de reivindicación de aquellos rincones olvidados donde quedan frescas las huellas de la vida.
               Lo otro, lo que en Ferlosio es la perfección de los diálogos, en estos pintores es la entrega a la minuciosidad en el detalle. Cada grieta del marco de la ventana es una cicatriz de la vida real, y en cada una de ellas se afanan estos realistas con el mismo impulso beatificador de objetos que tenía Patinir pintando espigas.


               Pero junto a este realismo nimbado del matrimonio López Moreno hay otro modo de realismo con el mismo equilibrio entre la luz y los detalles, el de Isabel Quintanilla, otra de las más y mejor representadas en la exposición. Y es una grata sorpresa ver unos cuantos cuadros juntos de esta pintora. Me gusta ese todavía desnudarlo más, esa disipación de la neblina que deja al descubierto la misma realidad clamante. López, como cualquier otro pintor, se ampara en su lenguaje, en su caso de lienzos manchados, rozados, ajados, y en esa veladura blanca de la vida. Pero Quintanilla parece concentrarse únicamente en buscar la luz que hay detrás de la capa de bondad. Y lo que hay es de una perfección hasta optimista, la alegría de llegar al fondo de las cosas, no ese aroma de memento mori que despiden a veces los cuadros de Antonio López, como si nos enseñase la foto de las cosas que pondríamos en su tumba. El optimismo colorido de Quintanilla es una forma de mirar esas mismas cosas sin condescendencia. El afecto es a veces deferencia, el hueco entre las manos que se le hace a los gorriones, ese Conejo desollado que nos llega al alma. No está el conejo en esta exposición, pero sí unos cuantos platos de duralex. 
               Pero otras veces es un gesto de sumisión a lo que son las cosas y una búsqueda obstinada en el grado exacto de luz que nos hizo amar ese espacio una vez que lo vimos al pasar, o que de pronto entramos y tenemos sensación de tiempo porque lo vemos y lo hemos visto, porque estamos y hemos estado. Quintanilla busca el calor en los tonos poco mezclados, poco sofisticados, en los barnices de bote, en las paredes de cal, en el color sin gracia del contrachapado, en tonos caramelizados de optimismo y al mismo tiempo de honesta sumisión a esa nitidez que tienen las cosas cuando cesa la lluvia, antes de que salga el sol. ¡Esos colores parecen de plastilina!, decía, a mi lado, una señora muy cool. Claro que, al ver los lavabos de López, otra señora decía que también podía haberlos limpiado un poco antes de pintarlos. La realidad es infinita.



               Hay más formas de verlo, claro. La de Amalia Avia me resulta demasiado naïf, demasiado pendiente de desdibujar, de navegar en lo abstracto que anida en lo real. Los otros, también Quintanilla, son de la estirpe velazqueña, de la verdad tersa, más entrevista, más asomada en López y en Moreno que en Quintanilla, pero igual de interrogativa, de acariciadora, de respetuosa. La exposición se completa con algunas esculturas, entre ellas un impresionante alcalde de Julio López, o los niños de Francisco López, que tiene también cuadros con ventanas. Alternan los óleos con dibujos de cuando el dibujo era casi un acto de contrición y en las facultades enseñaban a dibujar un vaso. 
              No es la exposición de Antonio López y los demás, sino una muestra muy completa en la que más de uno se dará cuenta de que el aparente acto de largueza de Antonio López no es sino, en todo caso, de afecto y honestidad. Qué bien leyeron todos el libro de Ferlosio, qué militancia en la dignificación de lo insignificante, y qué vigente lo veo ahora, inundados como estamos de un fotografismo que no tiene nada que ver con la realidad. La realidad, desde el primer día, es sentir sin explicar, tan solo con mostrar. 

23.1.16

Clásicos o modernos


               En las exposiciones de pintores clásicos disfruto especialmente de aquellos cuadros que vienen con la compañía de algún estudio previo, de algún boceto. Recuerdo una exposición de Sorolla en la que había varios estudios previos de un retrato de Colón mirando el horizonte desde la cubierta, y cualquiera de ellos era más interesante y más moderno que el resultado final, anticuado y cursi. Es lógico que nos parezca más moderno ese boceto a lápiz, el dibujo que es como el alma que quedará cubierta de óleo. En tanto que esbozo, tiende a lo abstracto, y ese tránsito entre la impresión repentina y el acabado minucioso nos parece más lleno de vida, como en plena gestación. Y por otra parte seguimos viendo en ellos al artista, al que domina su oficio como el primero, que luego deforma según le dicte la conciencia. Esos cuadros clásicos nos resultan, entonces, demasiado pensados, demasiado decididos, porque seguimos confiando en que el verdadero talento es inconsciente. Y más nos vale.
               Sobre todo esto he dado algunas vueltas en el Museo del Prado, en la exposición de Ingres. Hay tres o cuatro cuadros con sus respectivos estudios que llaman mucho la atención.


El detalle de Ruggiero rescatando a Angélica nos sorprende por reciente, y estamos al principio del XIX, en ese interregno del clasicismo y el romanticismo, una guerra total que artistas como Ingres libraron desde los dos bandos. El cuadro de la izquierda lo habría firmado Tamara de Lempicka, y si lo comparas con la Lucrecia de Giorgio de Chirico te das cuenta del valor de uno y de otro. El de la derecha, detalle del aparatoso cuadro final, además de que las rocas de saco lo apelmazan, Angélica mira con menos alma que en el estudio. Es más infeliz y más ñoña, menos digna, más indefensa. La elegancia del estudio es en el cuadro idealización forzada. En ese y en otros cuadros sorprende el realismo de Ingres, desdibujado luego un poco por el maquillaje clasicista. Es lo que pasa con la modelo de El baño turco.



               El estudio es el de una mujer real, una modelo de principos del XIX que mira con gesto entre sereno y receloso mientras Ingres le pinta otro brazo por encima de la cabeza, el que finalmente quedaría en el cuadro. La versión definitiva también ha sufrido un blanqueado y una liposucción, ha des-realizado el impresionante original. ¿Qué hace que un artista capaz de un realismo tan profundo se dedique a esas deformaciones neoideales? Y al mismo tiempo hay que decir que en la bañista del cuadro ya hay instalado otro tipo de modernidad, digamos, retroalimentada, la que, bastantes años después, conduciría, por ejemplo, a los prerrafaelitas.




               En el caso de Jesucristo ante los doctores la diferencia es casi más elocuente. El niño del boceto es un niño de verdad, un jovencito estragado por su propia sabiduría, esos muchachos que a veces miran muy serios, con ojeras violáceas, y traspasan a quien les habla con su descarada serenidad, que por otra parte no es malvada sino consciente, sabia. El otro es una postal muy repintada. El niño es de alabastro, no mira a ningún sitio y no es que no le lleguen los pies al suelo sino que todo él levita como una figura articulada. Sigue siendo un niño, y nos mira como quien sabe nuestra fecha de caducidad, pero ya no tiene debilidades. Vestido de rojo llamativo, ese niño ya es inmune, ya está petrificado.
               Es como si Ingres insistiera en un clasicismo que se marchaba incluso de sus pinceles. Lo suyo eran los cuerpos de lado, las poses de salón, las caras simétricas, los perfiles excesivos, de cuando las posturas del Parnaso no se llevaban en la vida real. Había que mejorarlas, estilizarlas, un camino que quizá nos parezca caduco pero que es el que ha seguido buena parte de la vanguardia.
               Sin embargo, a ese clasicismo grave siempre se le escapa una actitud que resulta difícil no calificar otra vez de moderna por lo que tiene de reinterpretación, no del objeto sino del propio cuadro. A cualquier amigo del art-decó le fascinarán cuadros como Edipo y la Esfinge o La virgen adorando la sagrada forma, que mira incluso con regodeo.



               Algunos se salen de la perfección equilibrada para entrar en la verbena. A lo mejor ha sido el tiempo el que los ha barnizado de una, digamos, gracia, que entonces no tenía pero provocaba admiración, y que ahora, además de hacernos gracia, nos resulta de lo más sofisticado.



               Supongo que hubo un momento en que el pintor ultraclásico se dejó llevar por una estilización nueva, igual de antirrealista que sus ideales clásicos pero más sugerente, más provocativa. El cuadro Paolo y Francesca ya podría haberse pintado a finales del siglo que empezaba entonces. Algunos de estos cuadros son hasta divertidos. En Francisco I asiste al último suspiro de Leonardo Da Vinci parece, salvo por las barbas del pintor, una escena subida de tono de Dante Gabriel Rosetti. En Antíoco y Estratónice se ve con claridad cómo el empeño neoclásico, arrebatado de pasión, conducirá unas cuantas décadas después al decadentismo, que no deja de ser un romanticismo amanerado.


Quizás El sueño de Ossian sea el más elocuente de todos los que se exhiben a este respecto. La figura durmiente es de un realismo austero y cercano, y el sueño que ilumina su cabeza baja, un verdadero filón para futuros cartelistas soviéticos y muralistas nazis. Habíamos entrado a la espera de ver señoras con peinados poco favorecedores y nos encontramos con un anticipo no solo del medievalismo decadente sino de la vanguardia batalladora.
               Pero las señoras estaban, con sus peinados imposibles, cómo no. Y caballeros románticos con los ojos desorbitados y el peinado esculpido por la ventolera del sentimiento. Y el retrato numismático de Napoleón disfrazado de Emperador, con trono de César y capa de armiño, todo oros, el gesto del poder y mirada de serafín.
              Los modelos no suelen mirar al espectador ni a ningún sitio. Suele ser una mirada muerta, una mirada que no mira, que contiene la posición y fija los ojos en algo que no activa su cerebro. Son retratos de gente satisfecha, de cara iluminada. Y a veces, no siempre, puede la persona con la idea, como en varios espléndidos y nacarados cuadros de señoras, sobre todo el de la condesa de Haussonville, que está viva, y que no tiene una actitud tan solo satisfecha sino entretenida dentro de su sosegada picardía.



Y por ese lado realista destaca el mejor retrato de todos, el del señor Bertin. Las manos gordezuelas, clavadas como garras a los muslos, la mirada fija en el espectador, segura por caediza, o el rictus de la boca, también de íntima satisfacción, pero menos ingenua. Gran retrato, pintado en una época, veo ahora, en la que ya no había mayor idealismo que el realismo que hasta entonces había escondido bajo los óleos. Es curioso que El baño turco, con el estudio más intensamente realista, naturalista casi, y uno de los cuadros más modernos y distanciados al mismo tiempo, lo pintara Ingres con ochenta y tantos años. En uno de sus últimos autorretratos, también expuesto, conserva la cara de autoestima que sacó siempre a sus retratados, pero mantiene un ceño de tranquila desconfianza, del que piensa clara y sosegadamente. La boca subraya la comodidad necesaria; los ojos, la atención precisa. Sería interesante ver los bocetos que desechó.


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