21.10.15
Retrato de Ramón Gaya
28.9.13
Macchiaioli
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Giovanni Fattori
A principios
de los 90 yo iba mucho al Casón del Buen Retiro. Allí se guardaban, y en parte
se exponían, los fondos de pintura del siglo XIX del Museo del Prado. Las salas
estaban forradas de cuadros enormes, llenos de cirios, paisajes encapotados, momentos
históricos y escenas tediosas, caras largas, céreas, amojamadas, y un algo de
empastre oscuro que impedía el paso de la luz. En medio de aquella tapicería
lúgubre, que a mí, en cierto modo, me reconfortaba, había un cuadro muy
pequeño, tamaño postal, que era como si hubieran hecho un agujero en la pared y
entrase por él un chorro de sol. El cuadrito se titulaba Marroquíes, de Mariano Fortuny, y no era un cuadro de ese museo, de
ese siglo. Destacaba como si hubieran puesto un Sorolla diminuto entre cien
lóbregos Muñoz Degraín. Era suelto, restallante de luz, delicado de formas, y
la sensación de exactitud era una ilusión óptica y el cuadro como un magma de pintura viva. Después he visto ese cuadro en muchos sitios, y
hoy me ha parecido verlo nada más entrar a la exposición de los
Macchiaioli en la Mafre, en un cuadro de Giovanni Fattori, quizás, junto a Telémaco Signorini, el más
famoso de los manchistas italianos, trece
años mayor y mucho más longevo que Fortuny, quien en la radiante brevedad
se parece más a Abbatti, el otro grande de los Macchiaioli.
Habría estado
bien encontrarme con esos marroquíes de Fortuny en esta exposición, aunque sí
había varios cuadros suyos, suficientes para darse cuenta de que estaban
haciendo lo mismo, rescatando la pintura del dibujo, devolviéndosela a las
luces y a las sombras, a la realidad entrevista, aflorante, a la mirada humana.
La sensación de cambio de siglo es
evidente: algunos, como Silvestro Lega, todavía están en la tiesura meticulosa,
pero los colores ya los toma de Masaccio, otro al que admiraba Gaya. El
preciosismo que luego encontraremos en Sorolla lo reconocemos en el impactante Signorini,
quien tiene un cuadro de arrastradores de barcos que enseguida recuerda al gran
cuadro de Ilia Ropin, y la verdad es que lo que hicieron los Macchiaioli en
Italia es comparable a lo que hicieron los Peredvízhniki en Rusia, sobre todo
Isaak Levitán, alguno de cuyos cuadros tampoco habría desentonado en absoluto
en esta exposición.
Como
tampoco habría estado mal uno de los cuadritos de Villa Médici de Velázquez, o
alguno del propio Masaccio. Porque no se trata en ellos de inventar ni de
imitar, no son impresionistas ni prerrafaelitas, son realistas que despegan la
imagen prefigurada como quien despega un precinto, para que respire la
pintura, para que una realidad anfibia viva en ella, un realismo más allá de la
exactitud, un realismo real.
A Gaya
es de suponer que el que más le gustaba era Fattori (salvo por esos colores
Masaccio, no me lo imagino disfrutando de Lega), a quien le dedicó, en grupo y
por separado, más de un homenaje, aunque a mí quizá el que más me gusta es uno
que no se refiere a ellos explícitamente, Lavandera
en el tajo, que de pronto me ha parecido el homenaje a un detalle de otro
cuadro del italiano.
A veces pienso si lo que le gustaba a Gaya de Cezanne no
era lo que terminaría viendo en Fattori; si Fortuny y Rosales (y Sorolla) no
eran la lógica continuación de aquella idea que él también quería prolongar, de
espaldas a una vanguardia que no le interesaba; y, naturalmente, si esa queja
suya de que solo no podía porque se necesitaba un movimiento no era sino la certeza de que, con independencia de la
maestría de sus miembros, los Macchiaioli o los Peredvízhniki solo mueven en conjunto la pintura, solo como
impulso colectivo no solo la hacen avanzar y la devuelven a sí misma, sino que
abren todos los caminos posibles, incluidos aquellos que contribuirían a
silenciarlos o incluso a desacreditarlos. En eso Gaya sí debió de sentirse muy
cercano.
La
exposición se cierra con dos gratas sorpresas. Una no tanto porque ya me habían
avisado: el hecho de que los Macchiaioli utilizaban la fotografía en la
composición y, es de suponer, como orientación para las manchas de luz que nutren
sus cuadros. Supongo que es un buen ejemplo para quienes no conciben que la
tradición pueda alimentarse de modernidad.
La otra sorpresa obedece solo a
mi incultura. No sabía que Visconti había filmado Senso y El Gatopardo con
la estética de los Macchiaioli, con su sentido de la luz y del color, con las
gentes de sus cuadros, sus ropas y sus casas y sus paisajes. Una pequeña sala
de proyección sirve para ver los cuadros de Fattori en movimiento. El resultado
es tan gratificante que ya me he hecho con una buena copia de El Gatopardo para verlo con la pintura todavía fresca en la nariz.
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Ramón Gaya, Homenaje a los Macchiaioli |
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Ramón Gaya, Omaggio a Fattori |
8.12.11
Pera en tabaque
14.11.10
9.11.10
Pura pintura

Color caballo

En una anotación del Diario de un pintor, la del 3 de marzo de 1957, en Roma, escribe Ramón Gaya: “El color siena natural, esplendente: color caballo. El color caballo es un color untuoso, acuoso, líquido; es un siena natural sudoroso”. El tránsito que va entre los adjetivos esplendente y sudoroso es un proceso poético, una sucesión de metáforas y metonimias: suda el caballo, no el color, o en todo caso el yeso o el óleo donde se ve el color; la acuosidad es perceptible como efecto sobre el color, no en el color, y se ve del agua lo que no es el agua, lo que no es transparente; y, en fin, lo más parecido en pelajes al siena natural es, creo, el del caballo palomino. ‘Color caballo’, merced a una sucesión de connotaciones, de asociaciones, pasa a nombrar la luz, la época, la sensación. Nombra la imagen a la que se convoca con la metáfora, que es una realidad vislumbrada, un reflejo deslumbrante y efímero, pero que alumbra eso que, para entendernos, podríamos llamar el alma de las cosas. Alumbrar, vislumbrar y deslumbrar son, por así decir, tres efectos lumínicos de la poesía como modo de conocimiento. Gaya moja el pincel en el mismo magma sinestésico en el que moja la pluma. Papel y lienzo son vacío vislumbrado al que hay que arrancar, o convocar, el color del cuadro, el sudor del caballo. Pero lo más importante es que el resultado poético, “un siena natural sudoroso”, es algo perfectamente verosímil, una metáfora que cualquier artista del estuco ha podido emplear alguna vez, o cualquier albañil. O que, por lo menos, la entiende inmediatamente, sabe a qué lo remite. Dicho en otros términos, no es una asociación forzada, pensada, urdida. Es una asociación natural, una revelación, como si su esplendor fuera la inmediatez viva de su humedad, el reflejo de la luz en lo que el color tiene de vivo, de ser vivo, como el caballo. Un caballo sudoroso es su antes y su después, las sensaciones que se desprendieron de su galopar, la impresionante vida desatada, la de las guerras y los certámenes ecuestres, la de los paseos por el campo y las del trabajo esclavo. Pero encontramos a ese caballo joven, como es siempre la vida. Solo los jóvenes sudan de verdad. Los demás resudan un sudor de brillos enfermizos, no arrebolado ni encendido. Todo en él nos remite al estar vivo, y también al jinete o amazona que lucha o compite o pasea o trabaja. El conocimiento poético busca esas asociaciones felices, feraces, productivas, que de golpe nos abren la puerta de un grado de realidad insólito por elocuente, ajeno a la percepción lógica, que obra con respecto a la realidad con el mismo papel que el mito, negándola para nombrarla.
25.9.10
El sentimiento de la pintura, 2

La parte más interesante de El sentimiento de la pintura, al menos la que a mi juicio plantea las cosas de modo más claro y contundente (de forma más acabada y más entera, para decirlo en términos pictóricos), es el hermoso tríptico ‘El silencio de arte’, con sus tres estaciones en el camino del conocimiento: desesperación, santidad y silencio. El texto se puede consultar en el blog Ramón Gaya, y es el paso natural para acceder a esa pequeña obra maestra que es Velázquez, pájaro solitario. En Velázquez confluyen siempre todas las aspiraciones artísticas de Ramón Gaya. Esa serenidad, esa sobrehumana comprensión, el estar más allá de pasiones y desesperaciones, de sentimientos y resentimientos, la capacidad de desnudar el alma de lo retratado, entrar en ella sin hacerle perder la dignidad, antes bien elevándola categoría de ser superior, intensamente, densamente real, pero no captado a merced de sus circunstancias sino a merced de sí mismo.
Yo creo que a todo eso habría que llamarlo piedad. No me refiero a compasiones fariseas sino a la piedad virgiliana, la doble piedad virgiliana, deberíamos decir: la suya con respecto a sus criaturas y la de sus criaturas con respecto a la suerte que han corrido. Ramón Gaya recurre a menudo a la simplificación de los nombres. Para él hay santos verdaderos, “Fidias, Juan Van Eyck, Cervantes, Juan de la Cruz, Velázquez”, verdaderos en el sentido de que pueden llegar a la inocencia suprema, a entrar en la realidad que pintan o describen, ser parte de ella y por lo tanto no juzgarse con severidad ni mostrar forzadamente su grandeza, sino vivir en la naturalidad misma de las cosas.
Este tipo de listas son frecuentes en Ramón Gaya, y no siempre se rigen por la santidad. En otra parte de este libro abre una vía desde Giotto hasta el lujuriso Greco y el apasionado Goya en la que cabe también Dostoievsky, formada por artistas que viven en la acción, no en la contemplación, incapaces de no necesitar la comprensión del lector o espectador, gente que tiende a explicar a sus criaturas y no dejar que se expliquen ellas. Y hay otra línea que nace en Las cortesanas de Carpaccio y pasa por Tiziano y alcanza su máxima expresión en Velázquez, esa línea de inocencia y naturalidad que para Gaya es la forma de entrar en a esencia misma de las cosas, en su lado eterno, es decir, inhumnano, sobrehumano. Diríase que estos artistas penetran la divinidad de las cosas en la actitud receptiva de los místicos, que se dejan penetrar por ellas.
Y esas mismas listas se van ampliando en otros escritos de Gaya, como el que dedicó a Galdós, otro santo verdadero, y que aparece por primera vez en esta nueva Obra completa de la editorial Pretextos. Es muy reconfortante que un pintor aprecie el verdadero valor de Galdós en nuestra literatura. Tenemos muchos grecos que escriben, muchos goyas que pasan por ser los mejores escritores, los que mejor manejan o destrozan, los más críticos y los más sabrosos, los deslumbrantes, los polifónicos, casi todos ellos desdeñosos de una sagrada naturalidad que ellos confunden con la redacción pedestre. Umbral, que había leído poco (que leía como se lee ahora, una página aquí y allá para poder dar algo por leído), dijo una estupidez en cierta ocasión que sin embargo es un diagnóstico perfecto de nuestros históricos males estéticos. “Abres un libro de Galdós, lees la palabra boquirrita y lo arrojas a la piscina”. Esta memez decadente, sin embargo, es opinión demasiado extendida. Algo hay en eso que llamamos el gusto español que tolera a Velázquez, lo admira y tal, pero se inclina por Goya, quizá por esa pasión que le atribuye Ramón Gaya. Paralelamente, alabamos en público a Cervantes y nos sabemos los tópicos más manidos, pero el prestigio artístico se lo lleva Quevedo, como en cierta ocasión apuntó muy agudamente Borges. Pensamos que escribir bien es sobrescribir, y que no tiene mérito la escritura que no es escritura, que es transparente como la mirada de Velázquez. La de buenas novelas que nos habremos perdido por semejante prejuicio.
22.9.10
El sentimiento de la pintura

Ramón Gaya es un autor que se me suele aparecer en varios sitios a la vez, quizá porque tanto su obra pictórica como la literaria están bastante cerca de autores y asuntos que frecuento. A finales de agosto visité en Valencia la exposición Homenaje a la pintura, un repaso a un tema que Gaya trató siempre pero más concentrado en la década de los 90, unos años que resultaron entre prolíficos y esencialistas. Al tiempo que vivía en ese sitio que él decía que era el arte (navegando por ese vacío primitivo, en el arte no artístico, el que está vivo y es siempre presente, y es más importante que siga siendo presente y estando vivo que el hecho secundario de que alcance la inmortalidad), procedía a un permanente despojamiento, un repasar en los maestros ese sitio de la pintura y dar, con extraordinaria frecuencia, lo mejor de sí mismo.
Creo que fue entonces cuando Pretextos empezó a publicar sus obras completas y muchos entramos en joyas como Velázquez, pájaro solitario con el deslumbramiento de quien encuentra casi todas sus ideas sobre arte explicadas con luminosa sencillez. Más que lectura, fue un reconocimiento, un permanente estar de acuerdo en los fondos y en las formas. Aquella forma suya de escribir dejaba tan claras sus influencias que la misma transparencia le daba su propia peculiaridad, su condición de modelo independiente. En la exposición del IVAM fue donde vi por primera vez la nueva edición de estas obras completas, también de Pretextos, que aproveché para leer El sentimiento de la pintura, junto con Velázquez, pájaro solitario la obra maestra escrita de Ramón Gaya.
Y sí, por ahí está la prosa infinita de Juan Ramón, pero también el amor a pelar las palabras de capas de significado, como empezó haciendo violentamente Unamuno y siguió pedantemente Ortega. Está la gran tradición prosística de la escritura transitiva, del pensar por escrito, buscando las ideas en el hecho de escribirlas, no en premisas ni bocetos. Porque además es el mejor método para practicar la forma primitiva del ensayo, que es, como creo que decía Ortega, lo que tarda un pensamiento en convertirse en otro. Es la prosa, la gramática la que nos piensa, la que nos va pensando mientras nosotros insistimos en buscar por escrito aquello que todavía desconocemos. La prosa de Gaya, este tipo de prosa, no es la expresión de la idea sino el vehículo para llegar a ella.
Lo bueno que tiene es que es la prosa la que escribe y Gaya su amanuense, del mismo modo que en sus acuarelas es la pintura la que pinta y él su brazo ejecutor. Lo malo, para el público moderno, es que el método incluye repetirlo casi todo varias veces con ligeras variantes, como quien para lograr una línea significativa necesita tres pinceladas, una encima de la otra. Con una pincelada solo habríamos reconocido la línea, pero no la habríamos sentido. Sus secuencias ternarias (tres adjetivos, tres verbos, tres nombres, constantemente) resultarían repetitivas de no formar parte del ritmo comodísimo de su lectura, como un deslizarse por el lago en calma escuchando solo el filo de las palas hendiendo las aguas, de tres en tres. Incluso a veces puede parecer que alguno de los miembros de esas ternas resultan pleonásticos, pero siempre obedecen al juego conceptual de la aproximación, del llegar lo más cerca posible a lo que quiere decir, a medida que va sabiendo qué es lo que quiere decir.
Y además, como se ha podido ver, es un estilo bastante contagioso, sobre todo porque es un método, más que de escritura, de pensamiento. Lo que busca Gaya en El sentimiento de la pintura es la sustancia del verdadero arte, no del arte artístico, lleno de irrelevante personalidad y de superfluo estilo, sino del arte permanente, de lo que Gaya llama el alma del arte, y que yo creo que si lo llamamos la vida del arte, aunque a Gaya no le gustase, llegamos a la misma conclusión. Me relamo cada vez que el pintor carga las tintas contra la pintura abstracta, tan decorativa, y el surrealismo, que es una claudicación sobrevalorada. Lo difícil es mostrar la realidad, no darle la vuelta sobre fondo negro. El arte es ser la realidad, su esencia duradera, lo más íntimo de sí misma.
Ramón Gaya cuenta un proceso que yo también he sentido en mi condición de lector, y que en el fondo puede resumirse con el poema de Juan Ramón sobre su poesía, Vino primero pura… Los extraños ropajes de que se va vistiendo el arte son la idea del arte, lo que Gaya llama el arte artístico, que se mira a sí mismo y no aspira a perpetuar el arte sino un nombre y un apellido. Tiene toda la razón Gaya cuando dice que la personalidad, esa capa prescindible, ha sustituido al arte hasta tal punto que la belleza depende del nombre que aparezca en la etiqueta. Esto lo escribió en los años 50, pero sigue siendo verdad. Porque la pintura, para Gaya, no nace de la paleta sino del lienzo. Para él, los rojos de Tiziano no son exactamente un color, sino que por esas zonas el cuadro está más acalorado. Porque está vivo.
Y para que el cuadro esté vivo y tenga alma, para que el libro, la escultura, la película estén vivas, lo primero que debe ocurrir es que sea el cuadro el que brote, no la idea. Lo primero es borrar no ya las huellas, las pinceladas, sino la presencia del autor, que se entrega a la pintura, o a la escritura, y confía en ser adecuado vehículo de la belleza.
Decía, en fin, que Gaya se me había aparecido en Valencia y con él sus obras completas, a las que por otra parte llegué a través del libro de Trapiello, y a las que sigo volviendo cada vez que se renueva un estupendo blog dedicado a su vida y su obra. Estas coincidencias no son casualidades, son sistemas planetarios compartidos. Es como cuando me puse a buscar el mejor retrato que le hubieran hecho al torero que más placer estético me ha proporcionado, Rafael de Paula, y era, cómo no, de Ramón Gaya.