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21.10.15

Retrato de Ramón Gaya


Salvo en los últimos años de su vida, Ramón Gaya usó mucho el ocre tenue como fondo de sus cuadros, y en lo que pintaba encima también fue un aliado del ocre en tantos tonos como las hojas tienen, salpicados de verdes ya tomados de amarillo, de azules desleídos y de los soberbios carmesíes de Tiziano. La paleta de Gaya es el envoltorio del cuadro, su vestimenta: colores suaves del otoño-invierno, indumentaria de sábado en los espíritus cultos. Los ocres abrigan como un cárdigan de lana virgen, los azules alegran como la primera brisa que nos acaricia cuando nos quitamos el sombrero, los verdes son de hierba zen. El bienestar con que uno contempla los cuadros de Gaya probablemente venga de esa gama de tonos silenciosos que escuchan cantar a las pinceladas sueltas de color más vivo. El ánimo se nos ablanda de ocres, nos sentimos cómodos, y el rato que pasamos hurgando en la difícil sencillez de Ramón Gaya es una situación que habría que pintar con esos mismos tonos delicados, sin vecinos que molesten. En esa actitud, con esa ropa, solemos ser más ecuánimes y desapasionados. Retiramos el fuego para que corra el aire. Nada perturba nuestra capacidad de admirar. Es el cuadro el que nos ha tranquilizado, son tonos para el hogar que habitó Gaya. No queremos estridencias ni brochazos, preferimos a los pintores japoneses del siglo XV. Porque así, tranquilamente, sin necesidad de fanfarrias, nos vamos a emocionar con lo que está vivo, con lo que es verdad, al menos en lo que concierte a este mundo culto en el que nos hemos refugiado mientras las vanguardias pasaban con sus bólidos hasta estrellarse aparatosamente contra el calendario. Pintar es lo que hacían en Altamira, “y en eso estamos todavía”, decía Gaya. Pintar es que el Niño de Vallecas sea ya y para siempre todos los Niños de Vallecas y ese muchacho eternamente vivo nos enseñe a verlos.
Todos los grandes pintores figurativos del siglo XX han tenido que soportar un indisimulado desdén hacia sus virtudes. Es como si un tenor fuera ridículo por la extraordinaria calidad de su voz. Pero el tenor canta y el pintor pinta, y forma parte de la belleza su capacidad de ser admirada, no solo en cuanto a su resultado sino también en cuanto a su proceso. De Velázquez nos gusta la gota que corre por la tinaja del aguador, pero sobre todo el mundo limpio y hermoso al que nos transporta. Los grandes siempre nos redimen, nos rinden con su maestría antes incluso de asombrarnos con su talento. Ahora veo un cuadro de Van Gogh (para Gaya, el último pintor moderno) y antes de dejarme arrebatar por ese vendaval de dramática hermosura me dejo hipnotizar por la calidad técnica, la firmeza maestra de sus pinceladas.
Gaya da para rato, sobre todo después de ver el documental de Gonzalo Ballester que estrenó La 2 el pasado 16 de octubre. Uno ha leído algún que otro libro sobre Gaya pero no recuerda un retrato tan claro y certero sobre su figura. El problema de un pintor como Gaya es que su condición de testigo del siglo xx puede comerse a su esencia de hombre casi siempre solo que pinta en un estudio pequeño y soleado en una callejuela de Venecia. Su vida es asombrosa, desde luego, tan asombrosa que sume en la penumbra su carrera como pintor. Y como escritor, que también es de los buenos.
Si Gonzalo Ballester hubiera pretendido elaborar un documento significativo sobre todas las circunstancias que vivió Ramón Gaya, el espectador habría salido con la idea de que hay vidas más interesantes que otras. Así, tal y como lo ha planteado Ballester, sale como de haber vivido un rato entre pinceles, y es el propio Gaya, en documentos exquisitos, el que nos narra la esencia de su propia vida. En ese y en otros aspectos Ballester ha procedido a retratar a Gaya igual que Gaya procedía a retratar un paisaje romano, algo que, en proporciones de menos envergadura, había ya probado en Serenísima, su otro documental sobre Ramón Gaya. Ahora Ballester crea un mundo con los ocres, con el ritmo, con los poemas visuales, con la calidad de las intervenciones, y de ese mundo afloran carmesíes de tiziano que van marcando, sin informarnos, los hitos de su vida y la situación exacta de su pintura en el río de la historia. La tarea de Ballester era conseguir todo lo que consigue un cuadro de Gaya: el reposo, la mirada honda, no arrebatada, el lenguaje lírico de las palomas, de los puentes y las frutas, de los árboles y de las ruinas.
Ballester deja que el documental, más que estructurarse, fluya, y lo ata con hilos internos, con rimas desapercibidas, y con media docena de palabras que se repiten como pinceladas de luz: verdad, vida, realidad, soledad, pintura. Hay un momento, cuando Gaya dice aquello de “bueno, hablemos de pintura”, que no solo divide la parte biográfica de la exclusivamente pictórica sino que da inicio a la pura pintura. Qué hermosa la secuencia del tomate, y con ella todas en las que la cámara se mueve por los cuadros. Es entonces cuando más de cerca veo al artista, al retratado y al retratista. A Gaya porque Ballester ya lo ha despojado de historia y, como en un punto alguien subraya, ya es pintura sin tiempo, perdurablemente viva. La sensación de creciente cercanía con la pintura da una impresión de verdad que un documental de armadura biográfica es incapaz de conseguir. Es evidente que hay un minucioso ensamblaje imperceptible, lo que refuerza, a base de yuxtaposiciones aparentes, una comprensión yo creo que tan desnuda como auténtica de lo que de veras intentó Gaya. Ballester ha hecho muy bien en aprovechar el estupendo material antiguo para que fuera el propio Gaya el que se narrase, y la selección y ordenación de los fragmentos yo sé que es muy difícil, por lo que tiene de cruel, y por eso sé que es impecable.
Creo que un artista es el que sabe lo que tiene que podar para que no se muera el árbol, y en ese sentido la otra parte, el retratista Ballester también queda muy bien retratado. Consigue que la mirada del espectador del documental sea la de los espectadores que aparecen mirando cuadros, la suya misma mirando el ajetreo de una piazza, la mirada del hombre corriente con oído más fino de lo normal, que es como el propio Gaya define al artista. Se ve al retratista mirar, pero no opinar sino con poemas visuales como el del agua o los puentes o los tomates, que son invitaciones a la verdad, y que en la segunda parte combinan estupendamente con comentarios que se ocupan más de la poesía que de la biografía: el airecillo de Tomás Segovia (qué bien escogidas sus intervenciones), los versos, porque son versos, de Francisco Brines, o el otro que da esas interesantes explicaciones técnicas. Me gusta cómo encuadra los cuadros, su interior, cómo bucea en ellos, y que todos los ritmos sean tan homogéneos y acompasados, el de la gente al hablar, el del agua al correr, el de Gaya al pintar, el de la cámara entre las pinturas. Los parlamentos dicen lo que las imágenes, más que ilustrar, corroboran: me acuerdo de lo que dice Tomás Segovia sobre que Gaya era el único en decir con autoridad que algo era una tontería, y de él mismo diciéndolo de Tàpies, y del director del documental traduciendo la tontería a un lenguaje más compasivo, mirándola con la misma mirada con que luego mira pintar a Gaya.
Y me gusta cómo el propio y entero documental se va purificando de documentos y llega, desnudo, a la misma rama de nisperero con el que empezó, el primer recuerdo que Gaya decía tener. Triunfa la mirada del autor sobre la información, y eso es bueno, y desde luego esa mirada está hecha de decisiones personales, de afirmaciones de autor, no de recetas de profesional. Queda claro en la memoria su decepción con las vanguardias y su soledad italiana, su precocidad y su amor por los clásicos y sus deseos de continuidad. Todas las otras toneladas de información que manejaba Ballester (algo evidente por la calidad de las que ha seleccionado) no habrían añadido nada significativo, pero habrían quitado mucha mirada. Esa admirable capacidad de síntesis hace que con unas palabras sobre pintar copas de cristal, una imagen de un libro abierto con estampas de Sesshu y un par de pocillos el autor resuelva lo que ordinariamente necesitaría una tediosa explicación del narrador, cuya ausencia está claro que resultaba necesaria.
Es lo que se llama una obra de autor. El juicio sobre Gaya es la obra entera, una descripción de dos miradas, la de Gaya y la de Ballester. A mí todo eso me importa mucho más que la rigurosidad biográfica, pero se necesita la capacidad narrativa que aquí se despliega. A veces pienso que las novelas modernas deberían ser por principio infilmables, del mismo modo que las películas modernas deberían ser inenarrables. Esta era lo que creo que ha conseguido ser: pintura, nada más que pintura.

28.9.13

Macchiaioli

Giovanni Fattori

Mariano Fortuny, Marroquíes
A principios de los 90 yo iba mucho al Casón del Buen Retiro. Allí se guardaban, y en parte se exponían, los fondos de pintura del siglo XIX del Museo del Prado. Las salas estaban forradas de cuadros enormes, llenos de cirios, paisajes encapotados, momentos históricos y escenas tediosas, caras largas, céreas, amojamadas, y un algo de empastre oscuro que impedía el paso de la luz. En medio de aquella tapicería lúgubre, que a mí, en cierto modo, me reconfortaba, había un cuadro muy pequeño, tamaño postal, que era como si hubieran hecho un agujero en la pared y entrase por él un chorro de sol. El cuadrito se titulaba Marroquíes, de Mariano Fortuny, y no era un cuadro de ese museo, de ese siglo. Destacaba como si hubieran puesto un Sorolla diminuto entre cien lóbregos Muñoz Degraín. Era suelto, restallante de luz, delicado de formas, y la sensación de exactitud era una ilusión óptica y el cuadro como un magma de pintura viva. Después he visto ese cuadro en muchos sitios, y hoy me ha parecido verlo nada más entrar a la exposición de los Macchiaioli en la Mafre, en un cuadro de Giovanni Fattori, quizás, junto a Telémaco Signorini, el más famoso de los manchistas italianos, trece años mayor y mucho más longevo que Fortuny, quien en la radiante brevedad se parece más a Abbatti, el otro grande de los Macchiaioli.

Giuseppe Abbati
Giovanni Fattori
Telemaco Signorini
               Habría estado bien encontrarme con esos marroquíes de Fortuny en esta exposición, aunque sí había varios cuadros suyos, suficientes para darse cuenta de que estaban haciendo lo mismo, rescatando la pintura del dibujo, devolviéndosela a las luces y a las sombras, a la realidad entrevista, aflorante, a la mirada humana. La sensación de cambio de siglo es evidente: algunos, como Silvestro Lega, todavía están en la tiesura meticulosa, pero los colores ya los toma de Masaccio, otro al que admiraba Gaya. El preciosismo que luego encontraremos en Sorolla lo reconocemos en el impactante Signorini, quien tiene un cuadro de arrastradores de barcos que enseguida recuerda al gran cuadro de Ilia Ropin, y la verdad es que lo que hicieron los Macchiaioli en Italia es comparable a lo que hicieron los Peredvízhniki en Rusia, sobre todo Isaak Levitán, alguno de cuyos cuadros tampoco habría desentonado en absoluto en esta exposición.

Telemaco Signorini
Ilia Ropin

Isaak Levitan
Como tampoco habría estado mal uno de los cuadritos de Villa Médici de Velázquez, o alguno del propio Masaccio. Porque no se trata en ellos de inventar ni de imitar, no son impresionistas ni prerrafaelitas, son realistas que despegan la imagen prefigurada como quien despega un precinto, para que respire la pintura, para que una realidad anfibia viva en ella, un realismo más allá de la exactitud, un realismo real.
               A Gaya es de suponer que el que más le gustaba era Fattori (salvo por esos colores Masaccio, no me lo imagino disfrutando de Lega), a quien le dedicó, en grupo y por separado, más de un homenaje, aunque a mí quizá el que más me gusta es uno que no se refiere a ellos explícitamente, Lavandera en el tajo, que de pronto me ha parecido el homenaje a un detalle de otro cuadro del italiano. 

Giovanni Fattori, Aguaderas de Livorno
Ramón Gaya, Lavandera del Tajo

A veces pienso si lo que le gustaba a Gaya de Cezanne no era lo que terminaría viendo en Fattori; si Fortuny y Rosales (y Sorolla) no eran la lógica continuación de aquella idea que él también quería prolongar, de espaldas a una vanguardia que no le interesaba; y, naturalmente, si esa queja suya de que solo no podía porque se necesitaba un movimiento no era sino la certeza de que, con independencia de la maestría de sus miembros, los Macchiaioli o los Peredvízhniki solo mueven en conjunto la pintura, solo como impulso colectivo no solo la hacen avanzar y la devuelven a sí misma, sino que abren todos los caminos posibles, incluidos aquellos que contribuirían a silenciarlos o incluso a desacreditarlos. En eso Gaya sí debió de sentirse muy cercano.

Giuseppe Abbati
Giovanni Fattori
               
Telemaco Signorini
La exposición se cierra con dos gratas sorpresas. Una no tanto porque ya me habían avisado: el hecho de que los Macchiaioli utilizaban la fotografía en la composición y, es de suponer, como orientación para las manchas de luz que nutren sus cuadros. Supongo que es un buen ejemplo para quienes no conciben que la tradición pueda alimentarse de modernidad.
La otra sorpresa obedece solo a mi incultura. No sabía que Visconti había filmado Senso y El Gatopardo con la estética de los Macchiaioli, con su sentido de la luz y del color, con las gentes de sus cuadros, sus ropas y sus casas y sus paisajes. Una pequeña sala de proyección sirve para ver los cuadros de Fattori en movimiento. El resultado es tan gratificante que ya me he hecho con una buena copia de El Gatopardo para verlo con la pintura todavía fresca en la nariz.
Ramón Gaya, Homenaje a los Macchiaioli

Ramón Gaya, Omaggio a Fattori


8.12.11

Pera en tabaque



En anotación inédita del 29 de diciembre de 1952, incluida en la edición de 2010 de su Obra completa, Ramón Gaya escribe unas de las, a mi juicio, palabras más transparentes en torno a lo que andaba buscando en 1928, antes de cumplir los dieciocho años, cuando se fue a París a ser pintor y sintió de inmediato, como un olor que le repeliera, los principales defectos del vanguardismo: su condición caduca, casi inmediatamente caduca, y su carácter de banco (nunca mejor dicho) de pruebas, de pasamanería secundaria, de mero esbozo. Las grandes aportaciones a la vanguardia, por viejas que fuesen, sirven en tanto pueden formar parte de la obra, no ser la obra. Eso, desde luego, si hablamos de la vanguardia interesante, no de las audacias niñoides.
               En general, para referirse a la vanguardia, amén de alguna que otra andanada tan contundente como divertida, Ramón Gaya utiliza mucho la palabra ocurrencia. Dejando aparte –siempre- a Picasso, Gaya ve, sobre todo en el cubismo primero, caminos, posibilidades estéticas para buscar lo mismo que buscaba Tiziano, Rembrandt o Velázquez, o incluso Van Gogh, “el último gran artista”, según él. Son recursos, métodos, herramientas al servicio de la pintura, de la revelación de vida que es una pintura, no el centro ni la esencia autosuficiente de nada. Muchos vanguardistas se jactaban de esta condición efímera, antieterna, como si la eternidad, la perdurabilidad, la universalidad y la atemporalidad fuesen también gustos burgueses. Lo que pasa es que luego se han preocupado bien de historificar la vanguardia, de santificarla como a un mártir medieval del que nos quedan reliquias venerables pero que, siendo serios, nunca pasó de ser un entretenimiento para señoritos. De todas formas, Duchamp nunca será antiguo sino viejo. 
               Ramón Gaya, en fin, buscaba otra cosa. Buscaba lo que la gente, artistas incluidos, buscan cuando ya han visto lo que tenían que ver, cuando las vanidades del momento se caen como hojas de colorines y queda el frío desnudo de la verdad, de lo que uno busca de verdad. Copio unos párrafos que parecen la poética de un artista depurado. Es lo que escribió un pintor de 42 años sobre lo que había sentido a los 17.

«Ahora, aquí en París, me doy cuenta de que en el año 1928 ya había tomado –a la vista del espectáculo parisino- determinaciones decisivas. Ya entonces comprendí que lo que aquí se buscaba no era un estilo siquiera –como había sucedido otras veces en Francia-, sino que se buscaba fundar un mercado de estilos. Los pintores se afanaban por encontrar un arabesco inédito y sorprendente, ingenioso, incluso vivo; se trataba de encontrar un artículo para ese mercado, es decir, que se había fundado un mercado y ahora se fabricaba algo que poder vender en él, pero ese algo no era libre, sino hecho a la medida –fabricado a propósito- del mercado fundado con anterioridad. El resultado de todo esto ya se puede suponer: un mercado abstracto, en abstracto, en donde los artículos no tienen necesidad, no son necesidad, sino, a lo sumo, necesidad del mercado.
               «Pero ninguna necesidad exterior. En el primer momento –yo tenía diecisiete años- me afanaba por ser uno de ese mercado y encontrar una mercancía mía, honrada –que yo creía que podía ser mía, ser honrada- para vender en ese mercado. Y no la encontraba, y en mi búsqueda siempre iba a parar al mismo sitio, a una desnudez, a una autenticidad; artículo, claro, invendible. Más tarde pensé que eso, una autenticidad –la autenticidad-, es lo que podía constituir mi estilo; pensé que en vez de hacer estilo de un material muerto  como es la línea o el color, podía hacer estilo de una condición casi moral, es decir, no hacer estilo de un material, sino estilo de una esencia.
               «No iba por mal camino, mi sola equivocación consistía en que de las esencias no puede hacerse estilo; quizá otros ha habían tropezado con esa dificultad, pero entonces, al tener que renunciar, habían renunciado a la esencia y no al estilo –porque el negocio del estilo los mantenía cegados-, y yo terminé por comprender que el estilo era, precisamente el ingrediente que sobraba, que no era de ley, que no había estado nunca en la composición del arte verdadero y grande. El estilo es una conquista de la civilización; estilo es civilización, pero el arte ha sido siempre incivil, ha escapado a las civilizaciones, aunque los historiadores hayan podido confundirse puesto que el arte les ha permitido estudiar las civilizaciones; al ver que el arte les permitía estudiar las civilizaciones tomaron el arte mismo por civilización, pero el arte está, existe, vive  fuera de ellas (las civilizaciones), y su información de ellas no es más que una debilidad suya.»

               Esa inclinación cotilla de todo lector fiel me hace preguntarme cómo pudo ser en realidad es sentimiento visto por el pintor maduro. No digo que Gaya embellezca aquello, todo lo contrario, porque además es un fragmento escrito con mucha intensidad, como… pintado. (Me voy a permitir usar los recursos estilísticos más frecuentes en Gaya; a fin de cuentas estoy hablando de él). La malicia viene al pensar que esa entrada de su diario quedó al margen de anteriores ediciones por, supongamos, exceso de desnudez, es decir, por ser lo mismo que dice, por encarnar las palabras y darles verdad. La prosa de Gaya es clara, pero a veces su imaginería sinestésica es como un envoltorio brillante, como la aplicación concreta de motivos ya utilizados. Aquí, en este fragmento, el motivo es el mismo, pero el esfuerzo de verdad es comparable, en más de un aspecto, a la que era su manera de pintar.
               Juan Ballester, a propósito de esta foto, me contó que el retrato de Rafael de Paula le había costado varias y muy intensas sesiones, que se quedó postrado al terminar, hecho polvo, y no solo porque ya tenía ochenta y tantos años el pintor, porque, en sus anotaciones del Diario (muy especialmente en las recuperadas, las antes inéditas) se ve que su modo de trabajar era un poco virgiliano: un cuadro por la mañana (pasteles, acuarelas, algún óleo) y algún retoque, si acaso, por la tarde. Sus expresiones para juzgar la obra del día son escuetas y contundentes: “creo que está bien”, “no me gusta”, “verdaderamente bueno”. Se podría pensar que tanto el pastel como la acuarela son dos géneros instantáneos, pero, por lo que se desprende del Diario, no más instantáneos que el óleo. Uno no se imagina a Gaya sobredorando el cuadro veinte años, como hace Antonio López (a Gaya, López le parecía tan abstracto como Tápies), ni siquiera el tiempo que emplearía su idolatrado Velázquez, a no ser que hablemos de cuadros como los dos de El jardín de Villa Medici, sino más bien el tiempo que dura un acto creativo, llamémoslo así, un momento que, traducido a prosa, tiene una extensión y una intensidad proporcionales a las de, por ejemplo, sus homenajes a la pintura. Quiero decir que cada una de las entradas de Roca española o Balcón español son acuarelas escritas, el algunos casos óleos inmediatos, abandonados cuando la vida de la prosa (o de la pintura) ha empezado a animar el cuadro, se ha asomado para indicar el camino hacia el abismo de realidad que propone. Y por otra parte es el tipo de artículo que más me gusta. Tengo que copiar, ya que me queda más cerca, la que le dedicó a Albarracín.
               Digo esto porque los tres párrafos que he copiado, aquella entrada inédita en principio, son de la misma extensión y de parecida intensidad. Cualquiera diría que es la medida, la extensión poética más adecuada, y que tenía en Juan Ramón un modelo bien claro. Pero el Juan Ramón de Españoles de tres mundos, un libro que venero, es más, digamos, consciente, más orífice de sus palabras, y eso que son retratos lo que hace. Más cerca de Gaya están los textos de Juan Ramón reunidos en Política poética, que también se llamaron El trabajo gustoso, un título que, si no se lo hubiéramos ya leído a Juan Ramón, diríamos que es típico de Ramón Gaya. Sea lo que fuere, esas estampas del tipo El carbonerillo palermo y así son de lo que hoy yo más admiro de la prosa de Juan Ramón. En mi biblioteca imposible (ese museo soñado del que tantas veces habla Gaya), guardaría como pera en tabaque una edición de El trabajo gustoso con acuarelas de RG.
               Por eso, en fin, este fragmento tiene algo de poema, de versos arrancados de la entraña, con ese aire un tanto furibundo de los momentos creativos, intensos y devastadores, como para pasarse luego el tiempo aplicándole veladuras. A Gaya los óleos le salían o no le salían, igual que sus cartas (le costaba escribirlas lo mismo que pintar un cuadro) o sus prosas descriptivas o líricas o teóricas. Él siempre decía que era muy lento escribiendo. Yo más bien creo que era lento en reunir la disposición adecuada para escribirlos, o rápido en la capacidad de ver cuáles creía buenas, cuáles no le gustaban y cuáles valían de verdad. Su obra literaria no es que sea exigua, es que siempre fue igual de exigente.

9.11.10

Pura pintura


Uno de los más felices hallazgos del modernismo teológico de la época de Henri Bremond fue el concepto de poesía pura, no en el sentido abstracto, estilizado, deshumanizado que vendría después de la eclosión de las vanguardias, sino como el resultado de un proceso místico de despojamiento y de abandono. Lo primero, el despojamiento, era una consecuencia de la contemplación, de la búsqueda en el objeto, de la eliminación de aquella parte de su presencia que enmascara su realidad íntima. Lo segundo, el abandono, era un método místico mediante el que el poeta, como fue al principio de la poesía, entraba en un cierto trance, se convertía en médium que traducía la voz de la divinidad a lenguaje humano. Es lo que los antiguos llamaban el vate, el intermediario, el revelador de secretos oscuros, instrumento de su propia creación, como si la realidad hubiera incubado en él y lo hubiera utilizado para nacer. El vate es alguien que se atreve a llegar al terreno de la creación para expresar lo inefable. Así, el poeta puro piensa y ve poéticamente, y eso no quiere decir que a todo le saque su porción romántica de belleza, sino que todo lo ve desnudo de otra cosa que no sea poesía.
Todas estas consideraciones las podemos aplicar a la poesía pura desde principios del siglo XX pero tendemos a planteárnoslas como algo general, como si el concepto poesía pura no estuviera incardinado en el tiempo y hubiera conseguido convertirse en categoría estética intemporal. No exige un determinado método poético, más allá que el de la metáfora y la búsqueda del conocimiento sensorial, completo, y por eso mismo no definido. Poesía pura se consolidó como una forma de hacer poesía y sólo poesía que retrospectivamente puede ser aplicada a determinadas formas poéticas de casi todas las épocas de la literatura.
En España el dueño del secreto, el vate de la poesía pura, fue Juan Ramón. Si en su época alguien hubiera hablado de poesía abstracta, nadie lo habría identificado con la poesía pura. Todo lo contrario. La abstracción es la materialización simbólica de una idea, y la poesía pura busca la expresión primigenia, inocente del ser humano. La abstracción deshumaniza lo que humaniza la pureza, podríamos decir. Lo que para unos eran manantiales de pureza, la poesía tradicional, para otros, más abstractos, más modernos, era lo superado, lo antiguo, lo muerto.
Pero esa suerte no la tuvo la pintura. Lo contrario de aplicado, circunstancial o meramente figurativo (o meramente abstracto) no fue la pintura pura, un ripio que no se suele pronunciar. Cuando murió Balthus, Xavier Valls le dedicó un obituario que se titulaba así, Pintura pura, donde dice algo que a Ramón Gaya le viene como de molde: “Quizá por el hecho de que su pintura se alejaba del surrealismo y que en aquellos años la no-figuración se iba extendiendo como única forma de la 'modernidad', su concepto de la pintura se distanciaba de las corrientes que imperaban”. Al propio Balthus, para quien Rilke fue lo que Juan Ramón para Gaya, se le tuvo siempre por una especie de místico, de oficiante, y siempre se insistió en la profundidad y el clasicismo como dos formas no comprometedoras de llamar a esa pureza.
Recuerdo todo esto al terminar la lectura de El arte como destino (pintura y escritura en Ramón Gaya), de Miriam Moreno, un acercamiento filosófico a la tarea creadora del pintor. Ramón Gaya se presta a la exégesis. Su literatura es densa, poética, prospectiva. Lo que, por puro divertimento, hice ayer con el “color caballo” es algo que puede hacerse de cada una de sus páginas y casi de cada una de sus frases. Tanto en sus escritos como en sus cuadros hay una realidad concentrada (eso que él llama extremosidad), un grado de contemplación tan completo que como presencia real, como ser vivo es una sensación que se prolonga y refunda los motivos de contemplación.
Miriam Moreno describe este proceso pictórico en unos términos que también podríamos aplicarlos al proceso poético, y se apoya en aquellos autores que, bien porque influyeran directamente en Gaya, bien porque formaban parte del mundo intelectual en el que se formó, mejor explican el alcance de su gnoseología. Las figuras de Nietzsche, Unamuno, Zambrano y Ortega le sirven para explicar o contrastar el fundamento filosófico de su pintura. Y sobre todo, a mi modo de ver, la de Juan Ramón Jiménez.
El platonismo orteguiano de María Zambrano le lleva a hablar del “pathos de lo oculto” en el proceso de conocimiento, “la condición visible que no agotándose en lo que ofrece, reclama, clama por ser revelada”, esto es, la aletheia que tanto usaran Ortega y Heiddeger. Esta búsqueda de la luz implica un camino de perfección. “El pintor se sacrifica, afronta el riesgo del abismo sin garantías de éxito”, aspira al arte natural, no al arte realista, al arte que no sólo está revelado por la naturaleza sino formado por sus propias leyes naturales, las de la propia pintura, no las de su agente intelectual.
Hay mucho de místico en esta búsqueda, y así se consigna, hacia el final del libro, cuando la autora vuelve a la tradición de San Juan. Pero también hay algo muy del tiempo que tocó vivir a Ramón Gaya. En los primeros decenios del sigo tuvo lugar un violento reajuste del término distanciamiento. Cuando los modernistas jugaban al quietismo, en realidad estaban en una disyuntiva: o se planteaban el arte como algo exento, bañado en su condición artística, como una joya en una vitrina (con todo lo que ello implica de pensamiento cínico), o le daban un sesgo moral a esa distancia, esa frialdad fingidamente despiadada que ha ocupado buena parte de la estética del siglo, o bien se dedicaban a la contemplación prostectiva, indagatoria, activa. Llegados al año 25, con La deshumanización del arte, que Moreno aborda más por extenso, estos juegos teosóficos se convierten en una mirada ajena. La distancia ya no es la que necesita Velázquez para representar la realidad pura, sino la que necesitan las vanguardias para extrañarla, considerarla en términos abstractos pero no verla ni mucho menos acompañarla o comprenderla. La dialéctica entre despojamiento y abandono, es decir, por un lado, el camino de perfección, el rigor estético que requiere llegar a la fuente Castalia, un camino que, como decía Virgilio, es muy empinado y está lleno de piedras, y por otro la catarsis, el transporte poético, la hiperestesia total, el estado de gracia para conocer, no se prolongó en las vanguardias, que salvo raras excepciones se arrojaron a lo que yo llamo abandono y se despreocuparon de la rigurosidad, incluso la consideraron nociva, como considera nocivo un niño al padre que le enseña a no enjugazarse. Por eso Gaya dice muchas veces, y así lo recuerda Moreno, que el arte es labor apartada, fuego apartado, que diría el otro, y en ese apartamiento poco importan las épocas o la volátil modernidad, poco importan los tiempos efímeros, concretos, cortados, tasados, destruidos como decía García Calvo que destruimos el tiempo al mirar el reloj. El terreno del arte es otro, y su temporalidad solo depende del proceso de conocimiento de quien se arriesgue a tratar de revelarlo, pero eso no lo hace símbolo de ningún momento, ni mucho menos anula nada que pudiera haber sido creado antes o después, antes bien dialoga con ello igual que Ramón Gaya concibió sus homenajes, para charlar en un salón de pintura sin reloj.
Esa misma dialéctica del conocimiento místico, por así decir, despojamiento y abandono, tiene también una lectura nietzscheana. La poesía pura tiende a primar lo primero, por la sencilla razón de que muchas veces esa pureza entraña una profunda labor de simplificación que excede los márgenes del acto. Es la parte apolínea del conocimiento. Pero la parte nietzscheana es que se trata de un acto, de una obra en el tiempo, del antiguo método de la osa, de dar a luz en un estado de conocimiento caótico y luego lamer, revelar minuciosamente a las criaturas. Esa revelación caótica, el primer gran atractivo de Nietzsche para un poeta, en el ámbito de la pintura se extrema porque no hay tanta posibilidad de intervención. El pintor crea según sus vislumbres hasta que aparece la obra y está viva y ella misma se termina. Es la parte dionisíaca del acto de crear, aquello que debe exceder a la razón e investigar por medios sensoriales o espirituales. Ese abandono es la potencia inconsciente creativa de Nietzsche, el contrapunto que necesita para que la obra no se almidone en su perfección pensable, mensurable. Ya contaba Heródoto que los persas discutían las cosas borrachos y serenos, varias veces seguidas, hasta que llegaban a una conclusión. Esa es la parte dionisíaca del conocimiento místico a la que Juan Ramón hacía menos caso, me temo.
También está Nietzsche, según Moreno, en el hecho de que Gaya se pronuncie a favor “de una obra de creación que sale de un lugar primigenio y primitivo”. Es la ingenuidad prístina del arte, el eterno retorno como aspiración, como purificación. Sí, estaba en la época, y no todos lo interpretaban igual. Los surrealistas se quedaron con el primitivismo de lo inconsciente; los expresionistas, con el primitivismo del ürhmensh; los dadaístas, con el primitivismo de un bebé. Quizá todos podían en algún momento justificarse con Nietzsche, pero es verdad que este acto creador primitivo dentro de los límites del objeto creado, esta entrega al arte sin tiempo iba más allá de las ocurrencias deslumbrantes. No había que deslumbrar sino alumbrar. Nietzsche podría ser para Gaya un Diógenes que le recuerda que la historia del arte y del pensamiento no es ninguna gerontocracia del revés sino un mundo propio donde se respira “un grado extremo de percepción”, “una exquisita sensibilidad para percibir lo intangible”. Y quizá, en fin, sea también de raíz nietzscheana esa voluntad de creer, esa fe del vate en la luz ética, que Moreno ilustra con nuestro Miguel de Unamuno. Creer es crear. Y eternizarse, en uno de los rasgos de inmanencia modernista que llegaron a Unamuno y probablemente también a Gaya.
El libro da muchas pistas para entrar en ese momento, en cómo Gaya vivió esa disyuntiva, estupendamente bien planteada al hilo de la Carta a un cartelista, un extraordinario documento sobre teoría estética, y qué camino eligió desde el principio, cuando, con dieciocho años y la determinación irrevocable de ser pintor, marchó a París y quedó decepcionado por el mundo mercantil del arte, los cuadros por tamaños, y volvió al Prado, que es el verdadero mundo del arte. E hizo algo esencial, que Miriam Moreno relata en la primera parte de su ensayo. Cuado marchó a las Misiones Pedagógicas, tuvo que recrear algunos cuadros famosos para enseñarlos a ciudadanos abandonados de cualquier forma de cultura. Seguro que entonces fue consciente de que aquellos aldeanos no entenderían nada que no fuese pura pintura.

Color caballo

En una anotación del Diario de un pintor, la del 3 de marzo de 1957, en Roma, escribe Ramón Gaya: “El color siena natural, esplendente: color caballo. El color caballo es un color untuoso, acuoso, líquido; es un siena natural sudoroso”. El tránsito que va entre los adjetivos esplendente y sudoroso es un proceso poético, una sucesión de metáforas y metonimias: suda el caballo, no el color, o en todo caso el yeso o el óleo donde se ve el color; la acuosidad es perceptible como efecto sobre el color, no en el color, y se ve del agua lo que no es el agua, lo que no es transparente; y, en fin, lo más parecido en pelajes al siena natural es, creo, el del caballo palomino. ‘Color caballo’, merced a una sucesión de connotaciones, de asociaciones, pasa a nombrar la luz, la época, la sensación. Nombra la imagen a la que se convoca con la metáfora, que es una realidad vislumbrada, un reflejo deslumbrante y efímero, pero que alumbra eso que, para entendernos, podríamos llamar el alma de las cosas. Alumbrar, vislumbrar y deslumbrar son, por así decir, tres efectos lumínicos de la poesía como modo de conocimiento. Gaya moja el pincel en el mismo magma sinestésico en el que moja la pluma. Papel y lienzo son vacío vislumbrado al que hay que arrancar, o convocar, el color del cuadro, el sudor del caballo. Pero lo más importante es que el resultado poético, “un siena natural sudoroso”, es algo perfectamente verosímil, una metáfora que cualquier artista del estuco ha podido emplear alguna vez, o cualquier albañil. O que, por lo menos, la entiende inmediatamente, sabe a qué lo remite. Dicho en otros términos, no es una asociación forzada, pensada, urdida. Es una asociación natural, una revelación, como si su esplendor fuera la inmediatez viva de su humedad, el reflejo de la luz en lo que el color tiene de vivo, de ser vivo, como el caballo. Un caballo sudoroso es su antes y su después, las sensaciones que se desprendieron de su galopar, la impresionante vida desatada, la de las guerras y los certámenes ecuestres, la de los paseos por el campo y las del trabajo esclavo. Pero encontramos a ese caballo joven, como es siempre la vida. Solo los jóvenes sudan de verdad. Los demás resudan un sudor de brillos enfermizos, no arrebolado ni encendido. Todo en él nos remite al estar vivo, y también al jinete o amazona que lucha o compite o pasea o trabaja. El conocimiento poético busca esas asociaciones felices, feraces, productivas, que de golpe nos abren la puerta de un grado de realidad insólito por elocuente, ajeno a la percepción lógica, que obra con respecto a la realidad con el mismo papel que el mito, negándola para nombrarla.

25.9.10

El sentimiento de la pintura, 2

La parte más interesante de El sentimiento de la pintura, al menos la que a mi juicio plantea las cosas de modo más claro y contundente (de forma más acabada y más entera, para decirlo en términos pictóricos), es el hermoso tríptico ‘El silencio de arte’, con sus tres estaciones en el camino del conocimiento: desesperación, santidad y silencio. El texto se puede consultar en el blog Ramón Gaya, y es el paso natural para acceder a esa pequeña obra maestra que es Velázquez, pájaro solitario. En Velázquez confluyen siempre todas las aspiraciones artísticas de Ramón Gaya. Esa serenidad, esa sobrehumana comprensión, el estar más allá de pasiones y desesperaciones, de sentimientos y resentimientos, la capacidad de desnudar el alma de lo retratado, entrar en ella sin hacerle perder la dignidad, antes bien elevándola categoría de ser superior, intensamente, densamente real, pero no captado a merced de sus circunstancias sino a merced de sí mismo.

Yo creo que a todo eso habría que llamarlo piedad. No me refiero a compasiones fariseas sino a la piedad virgiliana, la doble piedad virgiliana, deberíamos decir: la suya con respecto a sus criaturas y la de sus criaturas con respecto a la suerte que han corrido. Ramón Gaya recurre a menudo a la simplificación de los nombres. Para él hay santos verdaderos, “Fidias, Juan Van Eyck, Cervantes, Juan de la Cruz, Velázquez”, verdaderos en el sentido de que pueden llegar a la inocencia suprema, a entrar en la realidad que pintan o describen, ser parte de ella y por lo tanto no juzgarse con severidad ni mostrar forzadamente su grandeza, sino vivir en la naturalidad misma de las cosas.

Este tipo de listas son frecuentes en Ramón Gaya, y no siempre se rigen por la santidad. En otra parte de este libro abre una vía desde Giotto hasta el lujuriso Greco y el apasionado Goya en la que cabe también Dostoievsky, formada por artistas que viven en la acción, no en la contemplación, incapaces de no necesitar la comprensión del lector o espectador, gente que tiende a explicar a sus criaturas y no dejar que se expliquen ellas. Y hay otra línea que nace en Las cortesanas de Carpaccio y pasa por Tiziano y alcanza su máxima expresión en Velázquez, esa línea de inocencia y naturalidad que para Gaya es la forma de entrar en a esencia misma de las cosas, en su lado eterno, es decir, inhumnano, sobrehumano. Diríase que estos artistas penetran la divinidad de las cosas en la actitud receptiva de los místicos, que se dejan penetrar por ellas.

Y esas mismas listas se van ampliando en otros escritos de Gaya, como el que dedicó a Galdós, otro santo verdadero, y que aparece por primera vez en esta nueva Obra completa de la editorial Pretextos. Es muy reconfortante que un pintor aprecie el verdadero valor de Galdós en nuestra literatura. Tenemos muchos grecos que escriben, muchos goyas que pasan por ser los mejores escritores, los que mejor manejan o destrozan, los más críticos y los más sabrosos, los deslumbrantes, los polifónicos, casi todos ellos desdeñosos de una sagrada naturalidad que ellos confunden con la redacción pedestre. Umbral, que había leído poco (que leía como se lee ahora, una página aquí y allá para poder dar algo por leído), dijo una estupidez en cierta ocasión que sin embargo es un diagnóstico perfecto de nuestros históricos males estéticos. “Abres un libro de Galdós, lees la palabra boquirrita y lo arrojas a la piscina”. Esta memez decadente, sin embargo, es opinión demasiado extendida. Algo hay en eso que llamamos el gusto español que tolera a Velázquez, lo admira y tal, pero se inclina por Goya, quizá por esa pasión que le atribuye Ramón Gaya. Paralelamente, alabamos en público a Cervantes y nos sabemos los tópicos más manidos, pero el prestigio artístico se lo lleva Quevedo, como en cierta ocasión apuntó muy agudamente Borges. Pensamos que escribir bien es sobrescribir, y que no tiene mérito la escritura que no es escritura, que es transparente como la mirada de Velázquez. La de buenas novelas que nos habremos perdido por semejante prejuicio.

22.9.10

El sentimiento de la pintura

Ramón Gaya es un autor que se me suele aparecer en varios sitios a la vez, quizá porque tanto su obra pictórica como la literaria están bastante cerca de autores y asuntos que frecuento. A finales de agosto visité en Valencia la exposición Homenaje a la pintura, un repaso a un tema que Gaya trató siempre pero más concentrado en la década de los 90, unos años que resultaron entre prolíficos y esencialistas. Al tiempo que vivía en ese sitio que él decía que era el arte (navegando por ese vacío primitivo, en el arte no artístico, el que está vivo y es siempre presente, y es más importante que siga siendo presente y estando vivo que el hecho secundario de que alcance la inmortalidad), procedía a un permanente despojamiento, un repasar en los maestros ese sitio de la pintura y dar, con extraordinaria frecuencia, lo mejor de sí mismo.

Creo que fue entonces cuando Pretextos empezó a publicar sus obras completas y muchos entramos en joyas como Velázquez, pájaro solitario con el deslumbramiento de quien encuentra casi todas sus ideas sobre arte explicadas con luminosa sencillez. Más que lectura, fue un reconocimiento, un permanente estar de acuerdo en los fondos y en las formas. Aquella forma suya de escribir dejaba tan claras sus influencias que la misma transparencia le daba su propia peculiaridad, su condición de modelo independiente. En la exposición del IVAM fue donde vi por primera vez la nueva edición de estas obras completas, también de Pretextos, que aproveché para leer El sentimiento de la pintura, junto con Velázquez, pájaro solitario la obra maestra escrita de Ramón Gaya.

Y sí, por ahí está la prosa infinita de Juan Ramón, pero también el amor a pelar las palabras de capas de significado, como empezó haciendo violentamente Unamuno y siguió pedantemente Ortega. Está la gran tradición prosística de la escritura transitiva, del pensar por escrito, buscando las ideas en el hecho de escribirlas, no en premisas ni bocetos. Porque además es el mejor método para practicar la forma primitiva del ensayo, que es, como creo que decía Ortega, lo que tarda un pensamiento en convertirse en otro. Es la prosa, la gramática la que nos piensa, la que nos va pensando mientras nosotros insistimos en buscar por escrito aquello que todavía desconocemos. La prosa de Gaya, este tipo de prosa, no es la expresión de la idea sino el vehículo para llegar a ella.

Lo bueno que tiene es que es la prosa la que escribe y Gaya su amanuense, del mismo modo que en sus acuarelas es la pintura la que pinta y él su brazo ejecutor. Lo malo, para el público moderno, es que el método incluye repetirlo casi todo varias veces con ligeras variantes, como quien para lograr una línea significativa necesita tres pinceladas, una encima de la otra. Con una pincelada solo habríamos reconocido la línea, pero no la habríamos sentido. Sus secuencias ternarias (tres adjetivos, tres verbos, tres nombres, constantemente) resultarían repetitivas de no formar parte del ritmo comodísimo de su lectura, como un deslizarse por el lago en calma escuchando solo el filo de las palas hendiendo las aguas, de tres en tres. Incluso a veces puede parecer que alguno de los miembros de esas ternas resultan pleonásticos, pero siempre obedecen al juego conceptual de la aproximación, del llegar lo más cerca posible a lo que quiere decir, a medida que va sabiendo qué es lo que quiere decir.

Y además, como se ha podido ver, es un estilo bastante contagioso, sobre todo porque es un método, más que de escritura, de pensamiento. Lo que busca Gaya en El sentimiento de la pintura es la sustancia del verdadero arte, no del arte artístico, lleno de irrelevante personalidad y de superfluo estilo, sino del arte permanente, de lo que Gaya llama el alma del arte, y que yo creo que si lo llamamos la vida del arte, aunque a Gaya no le gustase, llegamos a la misma conclusión. Me relamo cada vez que el pintor carga las tintas contra la pintura abstracta, tan decorativa, y el surrealismo, que es una claudicación sobrevalorada. Lo difícil es mostrar la realidad, no darle la vuelta sobre fondo negro. El arte es ser la realidad, su esencia duradera, lo más íntimo de sí misma.

Ramón Gaya cuenta un proceso que yo también he sentido en mi condición de lector, y que en el fondo puede resumirse con el poema de Juan Ramón sobre su poesía, Vino primero pura… Los extraños ropajes de que se va vistiendo el arte son la idea del arte, lo que Gaya llama el arte artístico, que se mira a sí mismo y no aspira a perpetuar el arte sino un nombre y un apellido. Tiene toda la razón Gaya cuando dice que la personalidad, esa capa prescindible, ha sustituido al arte hasta tal punto que la belleza depende del nombre que aparezca en la etiqueta. Esto lo escribió en los años 50, pero sigue siendo verdad. Porque la pintura, para Gaya, no nace de la paleta sino del lienzo. Para él, los rojos de Tiziano no son exactamente un color, sino que por esas zonas el cuadro está más acalorado. Porque está vivo.

Y para que el cuadro esté vivo y tenga alma, para que el libro, la escultura, la película estén vivas, lo primero que debe ocurrir es que sea el cuadro el que brote, no la idea. Lo primero es borrar no ya las huellas, las pinceladas, sino la presencia del autor, que se entrega a la pintura, o a la escritura, y confía en ser adecuado vehículo de la belleza.

Decía, en fin, que Gaya se me había aparecido en Valencia y con él sus obras completas, a las que por otra parte llegué a través del libro de Trapiello, y a las que sigo volviendo cada vez que se renueva un estupendo blog dedicado a su vida y su obra. Estas coincidencias no son casualidades, son sistemas planetarios compartidos. Es como cuando me puse a buscar el mejor retrato que le hubieran hecho al torero que más placer estético me ha proporcionado, Rafael de Paula, y era, cómo no, de Ramón Gaya.


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