Mostrando entradas con la etiqueta La raza. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta La raza. Mostrar todas las entradas

1.12.13

Una educación sentimental


Ahora que van a liquidar la filosofía del bachillerato, casi es una obligación recomendar a los alumnos de último año El árbol de la ciencia. En otra entrada anterior dije que en COU tuve dos profesores de filosofía, don Mariano Larios y el tío Iturrioz; bueno, hubo otro, pero ese no me enseñó filosofía (estuvo muy poco tiempo) sino a leer a Proust. Disfrutaba leyendo el manual de Filosofía de COU, e incluso se me pasó por la cabeza estudiar lo que entonces se llamaba Filosofía Pura, y que era a las letras lo que la carrera de Exactas a las ciencias. Pero en ese manual, por mucho que me interesase, no estaba la cercanía vital, la filosofía práctica, la explicación sencilla que yo leía en la conversación entre Andrés Hurtado y el tío Iturrioz. Era una filosofía pesimista, sí, pero era un modo de ver el mundo, una forma de escepticismo que se equilibraba con la compasión. Andrés Hurtado lo veía todo negro, pero se regía por sentimientos de solidaridad primitiva, fundacional, de amor al ser humano, no a su manifestación degenerada.
    La primera parte, La vida de un estudiante en Madrid, sigue siendo un arranque extraordinario. Andrés, huérfano de madre, se aísla dentro de su familia, primero por completo, en oposición frontal a su padre, y luego, según se van comportando sus hermanos, de unos más que de otros. Andrés descubre a su hermana Margarita, que hasta entonces le había resultado indiferente, cuando la ve cuidar al hermano pequeño, Luis, que tiene mala salud desde que empieza la novela. En el propio Luis está toda la obsesión protectora de Andrés, toda su instintiva paternidad.
    Tan solo persiste con unos amigos que nunca le terminan de gustar, pero que nunca deja de frecuentar. Julio Aracil (primo de Enrique, el padre de María, la dama errante, y que aquí atiende sin demasiado entusiasmo al hermanillo de Andrés Hurtado) es ese tipo de personaje sin demasiados escrúpulos, y por lo tanto, en principio, libre de torturas interiores. Me recuerda un poco al primo Vidal de La Busca, en pobre, y a César Moncada, el de César o nada, más en el tipo de Aracil, esa vida inconsciente y cínica, de un optimismo insensible, que Andrés deplora y en cierto modo casi admira, por lo que tiene de saludable, por más que, andando la novela, el cinismo del personaje le resulte entre repulsivo y comprensible.
    Pero en las escenas del hospital, de las disecciones de cadáveres y de la visita a San Juan de Dios, Andrés sufre como los propios enfermos la brutalidad de las condiciones, la ausencia de compasión que en el mejor de los casos se suple por amor a la ciencia. Por eso el médico que dirige sus prácticas en el hospital le reprocha que le interese más la psicología de los personajes que su situación clínica. Andrés estalla con la violenta escena del psiquiátrico, y lo peor es que su indignación ante la crueldad gratuita (la escena del gato, otra vez los animalicos) queda, en aquel ambiente, como una debilidad, como una ineptitud. La crueldad insensible es la única que sobrevive con alegría.
    El colmo quizá sea ese fraile que atiende al hospital con generosidad de monje místico, y que a Andrés le resulta repugnante porque, por encima de lo admirable de su entrega, está lo morboso de su obsesión. Igual que Luis Murguía, el hiperestésico de La sensualidad pervertida, Baroja tiene en mente el estudio psicofísico del dolor que había presentado como tesis doctoral, su sensibilidad al dolor ajeno y, en general, a todo aquello que la gente pisa sin pensar en que está vivo.
    Cuando Hurtado se hace médico, «la piedad no aparecía por ninguna parte», pero sí Lulú, la gran Lulú, aquí una mozuela feúcha y vivaracha, callejera y popular. Andrés siente curiosidad hacia ella, cierta filiación, pero «hubiera sido imposible para él pensar que pudiera llegar a tener con Lulú más que una cordial amistad». No, no es el momento de casarse con Lulú, antes tiene que encontrarse, saber «qué se hace con la vida». Andrés es joven, y por eso al escepticismo de colmillo retorcido de su tío Iturrioz él opone la confianza en la ciencia y la voluntad, en el hombre enérgico y consciente. Él mismo, predicando con el ejemplo, asume toda la responsabilidad familiar en la curación de Luisito, en esas páginas valencianas que son el primer oasis de la novela, cuando Andrés se siente útil y derrama sobre su hermano pequeño toda su trágica paternidad.
    Son hermosísimas esas páginas campestres, cuando ya solo hay patios encalados y jardines para pensar la vida. Los demás, los otros, los parientes, los vecinos, los que quieren meter las narices, salvar, condenar, terminan echando a Andrés de Valencia y, salvo un interludio ataráctico en el pueblo de Burgos, donde no había miserias ni preocupaciones, el calvario que le espera es el calvario de la conciencia, el de su propia condición de hombre sensible.
    Las páginas de Alcolea son, junto con el capítulo dedicado al desastre de Cuba, un resumen suficiente de toda la crítica del 98. Los Mochuelos y los Ratones, los liberales y los conservadores, más allá de la ideología, con una entrega fanática que, por lo visto, forma parte de nuestro carácter nacional. «En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a Hacienda, y no se les tenía por ladrones». Hasta ahora Baroja había flirteado con el pesimismo lúcido de Schopenhauer y con ese espejismo de luminosidad abstracta, artificial, kantiana, que le hace confiar en el poder de la razón y de la ciencia. Sin embargo en Alcolea, sin mencionarlo, Nietzsche se suma al aquelarre. Andrés habla de la moral de los esclavos, es decir, la imposibilidad biológica de que las cosas puedan mejorar. Los amos se apoyan en la extraña aceptación de los siervos, que agachan el pescuezo como si se sintieran mejor así.
    Todo en este libro claro nos suena demasiado al país que seguimos teniendo. El adocenamiento, el absurdo amor por un prestigio sin fundamento, la vergonzosa cacería en que, como avisó Iturrioz, se convertiría la guerra de Cuba. La petulancia nacional, la coartada de la superstición para perpetuar la injusticia y la jerarquía gratuina, la brutalidad de las costumbres, esa cerrazón al aire limpio que a Andrés le hace suplicar allí donde vive que le dejen abrir las ventanas, para que le entre el sol.
    Y el sol entrará, volverá a entrar, después de que Andrés regrese a Madrid y se ejecute la primera sentencia de su destino. Muere Luisito, y él, en el retiro del pueblo de Burgos, tarda ocho días en enterarse. Nunca he olvidado las palabras que dedica al peor de los dolores, al no dolor, al vacío infinito que uno siente, como si por momentos le hubieran desaparecido las entrañas. Era un tema de la época. Pérez de Ayala lo tocaría en la muerte de Teófilo en Troteras y danzaderas, el dolor estricto y frío, el crudo dolor sin lágrimas. Andrés ha sido padre de su hermano, le devolvió la salud, pero la tuberculosis se lo volvió a comer. Baroja no comete el error de cebarse en las contradicciones que devoran a Andrés. Su laconismo es el mejor modo de mostrar el tipo de dolor que siente.
    El sol, decía, entra con Lulú, que reaparece «fina y esbelta», convertida en una muchacha menos vivaracha, más sentada y mujer. Para decirlo en términos de La dama errante, Lulú fue Natalia en su primera intervención, pero ahora es más María. En todo caso, es un gran personaje. Lulú es la pureza moral de la especie, que sin embargo no viene acompañada de la suficiente fortaleza física. Lulú es sencillamente adorable. Es imposible no quererla. Tiene todo lo que nos conmueve: es firme y delicada, popular y curiosa, trabajadora y dulce. Se ha nutrido de la vida, no está contaminada por el pesimismo intelectual de Andrés, a pesar de los rollos que le mete. Los comentarios de Lulú tienen «esa gracia madrileña ingenua y despierta que no se parece en nada a las groserías estúpidas y amaneradas de los especialistas en madrileñismo». A esas alturas, Andrés, Baroja y el lector estamos a los pies de Lulú.
    Lulú le ayuda a sobreponerse al pavoroso trabajo como higienista de prostitutas o, un poco después, como médico para desposeídos. Su idea de que la miseria física engendra miseria moral (la misma que le sirvió para creer en la curación científica de ambas) se agita cuando habla de la entrega de los pobres al yugo de sus amos: «La inteligencia, la fuerza física, eran también menores entre la gente del pueblo que en la clase adinerada. La casta burguesa se iba preparando para someter a la casta pobre y hacerla su esclava».
    Iturrioz, deus ex machina, lo saca por fin de la carne cruda de la realidad y lo mete a traducir tratados en una estancia luminosa. Es el último descanso de Andrés, la segunda vez que él y las páginas han sido felices. Es curioso cómo, por ejemplo, al hablar de Alcolea, Baroja se esfuerza en impresionantes descripciones del solazo, del blancor, de la luz insoportable de la llanura manchega a mediodía de un mes de agosto, pero esa descripción no tiene la luminosidad de aquellas páginas de Valencia, cuando aún creía que podría curar a su hermano, ni tampoco la de estos pocos días de absoluta felicidad en la que Andrés es un hombre que pasea sonriente con su amada. Es la naturaleza, la necesidad de la naturaleza, la crueldad de Darwin, otra vez, la que vendrá a cobrarse el alma de Andrés. Sí, ha descubierto la ataraxia. Esas páginas finales son tersas, radiantes. Andrés se recluye con su amor en un mundo sin parientes, pero Lulú, precisamente porque es pura, sí siente la determinación cruel de la naturaleza. Con Luisito se había muerto para Andrés el sueño de tener un hijo. Es él, no Lulú, el que emponzoñaría la especie. Él la envenenaría de conocimiento, de autoconciencia, y Lulú de la fragilidad con que la naturaleza condena a los pobres, por más que sean más vivos que el hambre. Qué hermosura de relato poco antes de llegar al tremendo final, qué inmensa piedad se apodera de uno, cuando acaricia las páginas que le impresionaron tanto como para reconocerse en muchas de ellas como en un espejo, más que deforme, un tanto condescendiente. Qué emoción disfrutar de nuevo de la luz que despide Lulú, de la necesidad de pensar en la propia vida que destila el cerebro atormentado de Andrés.
    Y qué novela tan ejemplar. Con qué pulcritud se ordenan los temas, las escenas, con qué sencillez fluye el tierno caer al abismo de Andrés Hurtado. Qué prosa tan absolutamente despojada de cualquier amaneramiento, seria, sobria, con retranca cuando toca, con una limpidez formidable cuando se trata de expresar los sentimientos sin necesidad de mencionarlos. Baroja dijo que era esta su novela más redonda. Sigue siéndolo, desde luego. Al lado de las otras dos de la trilogía La Raza, tiene ese aire a pieza salida por sí misma reservado a las obras maestras. No hay juegos ni interludios. Todo está medido en sus secuencias fundamentales. Jamás se pierde en curiosidades, y los toques pintorescos nunca dejan que descanse la poderosa fuerza que recorre la novela entera.  
    Y además es valiente, sincera. Con la misma naturalidad con que habla de Kant habla de la muerte. Con la misma sencillez con que habla de la miseria moral y política de su país habla de los sentimientos todavía fundamentales para el ciudadano. No, no se queda vieja, qué va. Sigue siendo un reto narrar así, es decir, traducir a nuestra prosa esa manera de narrar, sin subterfugios estilísticos de ninguna clase, sin complacencias desproporcionadas, sin regodeos imitativos, sin alardes de retórica barata.
    Es curioso, ya digo, que esta novela siga siendo en muchos sitios lectura obligatoria al mismo tiempo en que las autoridades consideran que la filosofía no tiene importancia. Será que aprobaron el bachillerato sin leerla. Así nos va.

30.11.13

Baroja en Bloomsbury


María Aracil era un personaje demasiado bueno para quedarse solo en la protagonista de La dama errante. Esa certeza debió de ser muy evidente para Baroja cuando decidió empezar La ciudad de la niebla con la propia María como narradora. Y resulta de lo más convincente. María y su padre, el doctor Aracil, llegan a Londres y se instalan en una especie de zona franca, de hotelito para refugiados, una sala de espera en la que los tipos curiosos están fuera de cualquier contexto, y quizá por eso son curiosos. De hecho, la pensión en la que Baroja se alojó en 1905 en París se encontraba en Bloomsbury Square. Da la impresión de que Baroja, que ha rendido un hermoso homenaje al inicio de Bleak house con su descripción de la entrada en Londres, se agazapa en este cosmopolitismo de mesa camilla igual que el doctor Aracil se recluye en el fumadero del hotel y no se preocupa de buscar trabajo. Es María la que se preocupa, y en esta preocupación y en el disgusto que le produce la indolencia oportunista de su padre están las mejores páginas de la novela, cuando es María y solo María la que lleva la narración. Baroja no se amanera para parecer femenino: tan solo se poda a sí mismo y recurre al teatrillo cervantino para reaparecer en forma de Iturrioz, que de pronto se ha venido a vivir a Londres.
               María conoce a los tipos barojianos de la pensión pero ella quiere patear Londres, de modo que su padre se queda para desaparecer. Baroja lo casa con una rica americana y si te he visto no me acuerdo. Es entonces cuando María (discretamente protegida por Iturrioz) emprende su nueva vida y sale a pasear por las minuciosas descripciones ropavejeras de Baroja: fábricas, puertos, almacenes, grúas, carros, obreros borrachos y mujeres de boca torcida, en la pirueta de trasladar la imaginación dickensiana a un viaje del propio Baroja a Londres, allá por 1906, tres o cuatro años antes de escribir esta novela. No faltan los personajes micawber, como el tal Roche, que soporta a su mujer con olimpismo volteriano; los personajes steerfort, como el farsante Vasily, que enamora a María con su pose entre revolucionaria y boreal y la desengaña casándose con una niña rica (que además está gorda, añade Baroja); hay hasta una pequeña banda de Fagin en el poco convincente negocio de enviar por correo bombas a España para que los Mateos Morrales del mundo se inmolen con ellas y dejen un reguero de cadáveres. En todo caso, esta primera parte no se sostiene por las querencias diogénicas de Baroja sino por el impulso de María, que conoce a la simpática Natalia, deja el hotel, borra a su padre y se marcha a vivir con ella.
               Aún queda media novela. Pero Baroja, en esta segunda parte, comete, a mi juicio, la torpeza de retirarle a María la palabra. La narración vuelve a la tercera persona y a partir de entonces la novela que estábamos leyendo solo aparecerá de cuando en cuando, en breves situaciones, escondida en un revuelto de trastos industriales, máquinas viejas, tipos curiosos, calles de Londres y simpáticas intervenciones de Iturrioz. Y además Baroja comete uno de sus rarísimos deslices estilísticos: no hay página en la que no aparezca una vez por lo menos la palabra negro, casas negras, suelos negros, nieblas negras, rostros negros, calles negras, barcos negros, etc., etc., con una profusión que no puede deberse a ningún propósito impresionista, que no puede ser más que un descuido. El lector está entregado a María y a su amiga Natalia, y cuando la narración, ya en la línea de tres cuartos, debía estar volando, Baroja se entretiene con sus descripciones de rimeros de cosas, con sus tipos estrambóticos y característicos y con sus paisajes negros. Muy Baroja todo, sí, pero no ahí, no en ese momento, no en ese tramo de la narración. El autor ha presentado tan bien a las dos mujeres que, puesto que viven por Boomsbury, tampoco veríamos en absoluto chirriante que sencillamente profundizasen en su amistad. Baroja tuvo la oportunidad, antes que Mansfield, de contar una historia de amor entre dos mujeres, y si seguía con la primera persona las cosas podrían haber ido por ahí sin el menor asomo de morbo, con asombrosa naturalidad para los tiempos que eran y para la severidad erótica de don Pío. Los respectivos novios que les salen (a Natalia el optimista Roche, ya separado, y a María el repentino Vladimir -de pronto amigo, de pronto amado y de pronto traidor-) no encajan bien en la lógica de la narración. Forman parte de la nómina. Pero si María hubiese tenido que hablar de ellos (y de Natalia) en primera persona, la cosa habría exigido mucho más de todo. Dickens no habría sido entonces en esta novela un catálogo turístico de Londres ni el reflejo de algunos personajes muy queridos, sino ese gran personaje que desboca la narración. Tan gran personaje que, después de dos novelas, aún esperaríamos alguna más.
               Por eso, terminada la novela, el cambio de voz no es una audacia sino una renuncia. En Baroja la amistad está siempre por encima del amor. La relación entre María y Natalia es de una pureza enternecedora. Baroja se asoma a las puertas de su afecto, pero, tímido, prefiere ignorar lo que ve cualquier lector. Incluso creo que cambió de voz porque, como dice la propia María al final, no tuvo fuerzas para ser inmoral, dicho sea en los términos de aquellos tiempos, por más que ella misma, e Iturrioz, y por supuesto Baroja, considerase que esa inmoralidad no es más que un acto de afirmación de la mejor parte del individuo.
               María, en fin, se casará con el primo Venancio, un tipo que nos cae bien desde La dama errante, sensato, valiente, viudo y con cuatro hijos, y Londres quedará en ese nimbo, en esa niebla juvenil en la que siempre estuvo a punto de pasar de todo. 

27.11.13

La dama errante


La condición orgánica de la obra de Baroja (y de la de cualquier buen narrador) hace que algunos personajes le salgan con tal grado de verdad que no solo se apoderan de la novela sino que, como es el caso, determinan la siguiente. Al leer La dama errante da la sensación de que Baroja hubiera emprendido una novela sobre el papanatismo de café que había en el Madrid de la época en el momento en que Mateo Morral propuso una versión tangible de la cháchara anarquista. El doctor Aracil es uno de esos fabricantes de frases que abundaban en la época. Médico de prestigio gratuito, más basado en la postura que en la ciencia, se divierte comandando sus tertulias de café, donde “peroraba y lanzaba sus paradojas y sus frases brillantes”. Sus procedimientos, por cierto, recuerdan bastante a los de Unamuno:

               Uno de estos artificios [retóricos] estribaba en una antítesis casi mecánica, en una oposición sistemática de un concepto por el contrario. Se decía delante de él, por ejemplo: “Hay que dar trabajo a los obreros”, y él replicaba enseguida: “No; lo que hay que dar es obrero al trabajo”. “Hay que europeizar España”; él contestaba: “Hay que españolizar Europa”. (…) Se le decía: “Habría que encontrar un medio de ventilar bien el hospital”. Y él replicaba: “Lo primero sería ventilar bien las conciencias”. Otro decía: “A los campos españoles les falta, sobre todo, abono químico”. “Más abono químico les falta a nuestras almas, que están siempre en barbecho”.

               Cuántas veces habré leído la idiotez esa de que la historia de España se escribía en los cafés. En los cafés, esencialmente, se perdía el tiempo. Por un Valle-Inclán genial que declamaba entre los espejos, había cien inútiles que lo imitaban. Lo malo es que, de estos cien inútiles, unos cuantos eran, como ahora, los que gobernaban el país. La idea inicial de Baroja en esta novela me da por pensar que está concentrada en ese enfrentamiento con el significado real de las palabras, no con su apariencia, en este caso con el anarquismo:

Aracil era un anarquista, pero un anarquista retórico, un anarquista de forma; no tenía esa tendencia apostólica y utópica, ese entusiasmo por la vida nueva que han encarnado tan bien algunos escritories rusos y escandinavos.

               El que sí la tenía era Mateo Morral, aquí Nilo Brul, un exaltado catalán que a Baroja le cae bastante gordo. Este Nilo Brull, nos dice Baroja en el prólogo, “no es la contrafigura de Morral”, sino “la síntesis de los anarquistas que vinieron desde Barcelona, después de proceso de Montjuich, a Madrid, y que tenían un carácter algo parecido de soberbia, de rebeldía y de amargura”. Lo pinta, sí, con “tendencia apostólica”, pero también con una neurastenia bien poco intelectual. La carta que deja escrita a su muerte es un revuelto del Ecce-homo con los idearios anarquistas que huele a caso clínico. Baroja había sido más condescendiente con los anarquistas como Juan (una especie de Alejandro Miquis revolucionario) en Aurora roja, pero aquí Brull sirve solo para subrayar la inconsciencia palabrera de los intelectuales de velador y la inconsciencia brutal de quienes toman las ideas en su estricto sentido, acaso, para ciertas ideas, el único coherente. Ni a Baroja ni a nadie debió de hacerle ninguna gracia que el saldo del atentado fuera los reyes vivos y veintitantos vecinos muertos. La brutalidad estaba en la chapuza, y sobre todo en la defensa de la chapuza en nombre del ideal.

            
               Aracil nos presenta a Iturrioz, uno de los dos profesores de filosofía que tuve yo en el instituto (el otro fue don Mariano Larios), y todo apunta a que Baroja nos va a describir esa patética contradicción que debieron de sentir los plumillas de la época cuando vieron que las palabras, en fin, podían seguir matando. Pero la novela es de María, y lo que podría haber dado cuerpo al relato entero se queda en un motivo: Nilo Brull acude a refugiarse en casa del doctor Aracil (quien paga así sus bravatas anarquistas) y, como es poco probable que la justicia le haga ningún caso, decide huir con su hija.
              Baroja, que se informó de primera mano de lo mal que lo pasaron los anarquistas después del atentado, empalma con un viaje muy 98 a Portugal que hizo el propio Pío con su hermano Ricardo y con Ciro Bayo, una escapada que le da para describir la miseria económica y moral del campo español, para insistir en la cobardía de Aracil y para que la hija, una muchacha, emerja como una gran heroína, sensible pero resistente, cautelosa pero decidida, culta y lista, que no es lo mismo, y desde luego un ejemplo permanente para el pobre hombre que es su padre.
             Detrás dejan personajes admirables: el primo Venancio (que reaparecerá en La ciudad de la niebla), el noble guarda de la Casa de Campo, Isidro, el propio Iturrioz o un periodista inglés, Tom Gray, que le tiende los cabos necesarios para armar la siguiente novela. Y la huida, cómo no, le da a Baroja para dedicarse a su deporte favorito: describir caminos de cabras, casas destartaladas y tipos curiosos, vagabundos, señoritos sentimentales (ese muchacho que parece sacado del Quijote). Hay –breves- descripciones de la sierra de Gredos que competirían en belleza con las de Unamuno, y pasajes nietzscheanos que seguro que encantaron a Solana, como el relato de la muerte del caballo, escrito con esa emoción que solo nace del respeto.
               El propio Baroja creía que esta novela le había salido como “una tela impresionista”, una obra “poco serenada”, es decir, armada con rapidez en torno a materiales en principio heterogéneos. Pero en el fondo se trata de su principal virtud, la ausencia de premeditación, el encomendarse a la novela, más que escribirla, y crear un personaje, María Aracil, tan estupendo que casi exige otra novela para ella sola, como en efecto sucedió, y nosotros que la leamos.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.