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2.9.25

Estética de la bondad


Aunque fuera tan detallista y contenida, el hecho de que La casa del páramo se resuelva en un romanticismo desaforado no es achacable a que se trate de su segunda novela publicada, y la primera de la cortas, después de Mary Burton, puesto que en algunas de sus últimas obras (Los amores de Silvia, por ejemplo) también recurre a este tipo de vendaval apoteósico. Lo que sí es raro, ya desde el principio de su carrera literaria, es la exquisita perfección de sus tramas, la modulación del tempo desde un comienzo idílico y sosegado, una meticulosa complicación de dilemas y el trompeteo final con que nos arranca más aplausos que emociones. Si uno ha leído ya, pongamos por caso, La prima Phillis, esos desenlaces maestosos no nos resultan imprescindibles. Pero no por eso dejan de ser perfectos.
A lo que Gaskell es fiel desde el principio es a la convicción de que los personajes tienen que cambiar para ser personajes, o como mínimo evolucionar y no dejarse llevar por los acontecimientos, y a lo que podríamos llamar una estética de la bondad, el heroísmo de los sentimientos nobles para el que los personajes no suelen ser malvados sino idiotas, y no se tuercen sino que se equivocan o, en fin, tienen un mal día. La heroína de La casa del páramo es Maggie, extremadamente bondadosa pero no el colmo de la bondad, lo que la habría llevado a terrenos insulsos que no casan bien con la permanente admiración que nos suscita. Maggie vive con su madre viuda y un hermano que, ese sí, es un piernas, un listo, un pobre hombre. Forma parte de la refinadísima ironía de Gaskell el que, pese a todos los esfuerzos de bondad que tiran de él para que no se lance al abismo, es finalmente un deus ex machina (un diabolus, más bien) el que, de manera un tanto cruda, ponga las cosas en su sitio.
Maggie es, desde niña, muy amiga de Erminia, del mismo modo que Edward, el hermano disoluto de Maggie, no se llevará bien nunca con Frank, el primo de Erminia. Pero de niños el columpio es para todos y aún no afloran las primeras diferencias serias: Maggie es huérfana de un párroco y vive pobremente con su madre y con su hermano (y con una criada, Nancy, que tampoco la cosa es para tanto), mientras que Frank es hijo del rico Buxton, viejo amigo del padre de Maggie, prototipo de caballero que ha adquirido una posición social acumulando posesiones, pero no hasta el punto de que los hijos de un pastor tengan que sentirse inferiores; de hecho, en aquella época se necesitaban estudios universitarios para entrar en la iglesia pero no para hacerse abogado.
Buxton, en todo caso, quiere ser amable con la familia de su difunto amigo e invita a Maggie, a su madre y a su hermano a que visiten su mansión. Allí aparece una de esas sorpresas que tan agradables hacen las novelas de Gaskell, la mujer de Buxton, una señora enferma con un corazón muy grande, prototipo de lo que a cualquiera le parecería una mustia mujer amargada y sin embargo es la luz de la casa (la amargura se la queda toda la madre de Maggie, que no levanta cabeza). Y todo es bucólico y se escuchan las sonrisas de los niños, pero crecen, aman, ambicionan, y empiezan a surgir los conflictos. Al bueno de Buxton no le viene nada bien que su hijo Frank se enamore de Maggie, pero a Edward, el hermano de Maggie, tampoco le viene nada bien la vida más bien austera que les dejó su padre al morir. Maggie es buena pero firme, como son las mujeres de Gaskell, y ama a Frank con todas sus consecuencias, mientras que el hermano es inconsciente también con todas sus consecuencias.
Con estos mimbres Gaskell va hilando los problemas, a partir de un cabo que dejó a mitad de novela, cuando el señor Buxton confía en el joven abogado Edward la venta de unas casas. Discretamente, la narradora deja que el lector piense lo que quiera, por ejemplo que Edward es un vivales que hará la fortuna que le falta a Maggie. Pero no. Edward está condenado por la trama, se necesita que sea un destarifado, que se meta en líos, que huya como un cobarde, que pida lo que no se merece, que trate desconsideradamente a quien intenta prestarle su ayuda… Edward es el peor personaje de la novela en el doble sentido de malvado y también de plano, de juguete del argumento. No hace nada en toda la novela que merezca o deje ver un asomo de redención: es descerebrado y egoísta hasta el final. Miro las fechas y veo que Bleak House es tres años posterior a esta novela. Y la figura del Richard dickensiano, ambicioso y autodestructivo (pero no mala persona), me ha rondado más de una vez cuando aquí aparecía Edward. Dickens y Gaskell eran amigos, y sus mutuas influencias imagino que habrán sido materia de sesudo análisis…
Gaskell hace muy bien algo en lo que los novelistas siempre deben demostrar su talla: plantear giros argumentales que siempre escapen a cualquier previsión pero, al mismo tiempo, cumplan con ella. En este caso, es evidente que Maggie y Frank tienen que acabar juntos (la novela se publicó, para más inri, como relato navideño), pero el final se acerca y no vemos cómo puede sustanciarse lo esperable. El afable Buxton monta en cólera con las trapacerías de Frank (aquel hilo suelto), pero no hasta el punto de que la abnegación y la capacidad de sacrificio y al mismo tiempo la coherencia de Maggie no le hagan dar un paso atrás y mandar a Frank a América en vez de ponerlo en manos de los tribunales. 
No es cosa de dar detalles sobre cómo, a media docena de páginas del final, todo está en el horno y no se ve salida por ninguna parte. Pero siempre hay una mecha que enciende el romanticismo, que quema las naves y despeina a los personajes, o los hace naufragar, o los mata, o los resucita. Todo queda, después del tremendo jaleo, donde debía estar, pero no como si fuera resultado del juicio inflexible de la, por otra parte, más inflexible moral, sino de unos desgraciados acontecimientos. Todos lloran al final, pero el bien se sale con la suya.

Elizabeth Gaskell, La casa del páramo, trad. Marta Salís, Alba, 2009, 189 p.

29.5.25

El tono y la medida


No suelo escribir sobre los libros que no me gustan, pero este me ha gustado tan poco que voy a hacer una excepción. La culpa es de Ferlosio. El otro día leí un texto suyo de 1972, 'Sobre el «Pinocho» de Collodi', en el que decía lo siguiente:

El modelo más caracterizado de las novelas que tienen por tema un conflicto moral es el de las que podríamos llamar «novelas de redención». Arquetípicas son entre ellas Crimen y castigo de Dostoievski y Lord Jim de Conrad; en ambas encontramos el esquema puro: un pecado original como punto de partida y, como desarrollo, el largo camino hasta la redención. (…) En Lord Jim obra y funciona exclusivamente la moral de Lord Jim y él solo es el responsble y el agente de su propia redención, mientras que en Crimen y castigo la redención de Raskólnikov es algo a todas luces querido y dirigido por la mano y la voluntad de Dostoievski. Esto hace que Crimen y castigo, a despecho de los estupendos diálogos con el juez, no pase de ser un mediocre folletón, en tanto que Lord Jim es una obra maestra.


Una vez terminada la lectura de Lord Jim, me inclino a pensar que Ferlosio no leyó de ella más que las primeras páginas, porque si hubiese llegado hasta el final habría dicho justo lo contrario, que Lord Jim, comparado con la obra de Dostoievski, es un mediocre folletón. Ya el autor se defiende en el preámbulo de la novela de las críticas que lo acusan de haberse extendido demasiado —e innecesariamente—, lo que Conrad se toma con ese punto de autocomplaciente sorna tan característico de quien no está dispuesto a poner límites a su propio talento. Pero es verdad: Lord Jim es una novela corta de 1900 cuyo tema ya había tratado en El corazón de las tinieblas, aparecida solamente un año antes, la historia de quien huyendo de sí mismo se refugia en un mundo sin civilizar. Pero así como en El corazón de las tinieblas todo está medido (y si no ya se encargó Coppola de medirlo) para que la peripecia no vaya más allá de su significado, esto es, no sea reiterativa ni se alargue gratuitamente, en Lord Jim podría haber cortado varios cientos de páginas antes de las casi seiscientas que tiene, empalmadas merced a recursos, esos sí, típicos del folletín: el escamoteo del secreto que va orlando al protagonista de un misterio que se resuelve en adoración (lo mismo que con Kurtz) y el empalme inagotable de escenas de aventuras salgarianas disfrazadas de honda prosa intelectual. Si en algo es posible que Lord Jim sea pionero, sin duda es en el artificio de usar un bastidor de literatura popular para bordar un relato con ínfulas poéticas o filosóficas, eso que, a finales del siglo que entonces comenzaba, se hartó de hacer la llamada posmodernidad. Pero el mundo de los malayos con el puñal entre los dientes y las dulces princesas amenazadas, de los viajeros reconvertidos en sumos sacerdotes y los marinos que cuentan hazañas ajenas no se termina de avenir del todo bien con el pesado discurrir de la prosa de Conrad, siempre atenta al detallismo marinero, algo que igual puede proceder de su experiencia como tripulante que de un diccionario de términos náuticos, y que a los lectores de secano como yo les cansa con tanto bauprés y tanto mastelero. 

El asunto tiene interés hasta que Conrad decide jugar a la novela de aventuras. Jim abandona un barco cargado de peregrinos, el Patna, del que es oficial, cuando tras un desperfecto la nave amenaza con irse a pique con todo su pasaje a bordo. La tripulación se salva y nadie, salvo Jim, acude a dar explicaciones cuando es acusada de abandono de su puesto y denegación de ayuda, por más que la nave siga también a flote. En ese juicio conoce a Marlow, el narrador de la historia, quien nos cuenta cómo Jim huye de sí mismo y de la vergüenza de haber abandonado el Patna, cada vez más lejos, tan lejos que se acaba instalando en otra novela distinta cuando llega a Patusán, un territorio lleno de acechanzas y malvados donde solo se echa de menos que de vez en cuando aparezca un tigre. Solo el final, la entrega voluntaria de Jim, su sacrificio por la muerte del hijo de uno de los líderes guerreros, sirve de paralelo con la expiación que no pudo cumplir por su dejación de funciones en el caso del Patna. Es como si alguien con complejo de cobarde se marcha al fin del mundo hasta que le llega la oportunidad de resarcirse y demostrar, entregando su vida, que en el fondo no lo es. El ritornelo de Marlowe sobre Jim, «es uno de los nuestros», anticipa que el héroe no pueda abandonar la novela mientras no quede limpia su mancha a base de embadurnarla de sangre, propia y ajena.

Pero volvamos a Ferlosio. Una obra maestra, cualquiera, tiene, entre otras, dos condiciones que cumplir: que su medida se ajuste a su desarrollo y que su tono se ajuste a su contenido. En Crimen y castigo la extraordinaria intensidad del relato garantiza lo primero, y la aparente despreocupación por el estilo colabora en lo segundo. Ya decía el mismo Dostoievski que la preocupación por el estilo es un síntoma de impotencia, y uno está casi seguro de que si hubiera querido repujar la novela con frases atildadas desde la primera página, ahora no estaríamos hablando de ella. En Lord Jim, la seriedad del planteamiento inicial, la culpa y la necesidad de redención, se diluye en inacabables historietas de navegantes sin escrúpulos y reyezuelos desquiciados. Para quien acababa de escribir algo tan perfecto como El corazón de las tinieblas, esta otra novela se expone a que el lector piense que le sobra por lo menos un tercio de sus páginas. El dramatismo de la historia (otra vez Dostoievski, esta vez pasado por Steiner) no se aviene con la solución narrativa. Y, en segundo lugar, poco adelantamos con decir que la novela está primorosamente escrita (al menos en la traducción de Perés, bastante antigua y con curiosos toques de prosa caribe), porque lo importante sería que estuviera intensamente narrada. Ya sabía Dostoievski que, si uno se empeña en exhibir donosuras estilísticas, puede cargarse lo que de absorbente deba tener un relato.

Lo que pasa es que en los años 70, al menos en España, las novelas pesadas tenían un prestigio extraordinario. Hay pasajes en Lord Jim, sobre todo al principio, que recuerdan el tono que luego usaría Ferlosio en El testimonio de Yarfoz, novela que no me resultó pesada en absoluto, quizá porque no incumple ninguno de los dos criterios que apuntábamos, pero me cuesta creer que todo el rollo de las tribus de Patusán y los conflictos selváticos le pudieran parecer «una obra maestra». Llegué a pensar incluso si la creciente falta de interés que me embargaba en su lectura obedecería a un cierto deterioro cognitivo por mi parte, pero luego leí unas páginas de Dostoievski para cerciorarme y no, no es problema mental mío: su prosa me sigue fascinando.


Joseph Conrad, Lord Jim, trad. Ramón D. Perés, Alianza, 2022 (=2006), 587 p.

24.3.25

Elegancia complicada


En la historia de las parodias literarias hay ejemplos de obras serias tomadas en broma (si por serio hemos de tomar, por ejemplo, el Amadís o por una broma el Quijote) y, al revés, de géneros populares utilizados como bastidor del estilo sublime. Este es el caso de Daniel Deronda, escrita en 1876, tan sólo dos años después de la maravillosa Middlemarch, para quien suscribe una de las cimas de la novelística de todos los tiempos. Y si digo tan sólo es porque la densidad conceptual de la prosa de Eliot, su repujado minucioso, la orfebrería de cada periodo, casi siempre con imágenes cuyos sujetos y objetos son entidades abstractas, exige una laboriosidad para la que dos años se antojan demasiado poco tiempo. Claro que no es lo mismo la facundia victoriana de Eliot que nuestra cháchara contemporánea, ni su sintaxis ciceroniana la tiranía telegráfica que llevamos acarreando ya va para un siglo. A veces incluso da la sensación de que la autora se inspire en modelos griegos, cuando las escenas, las narraciones, ocurren tan ligeras como apasionantes ante los ojos del lector, mientras que algunos parlamentos de ciertos personajes y, sobre todo, las reflexiones con las que la autora encabeza muchos de los capítulos, se parecen al elevadísimo estilo de los discursos de Tucídides.

Y no es lo único griego, si bien no tan clásico, que trasciende de la novela. Su estructura general es, claramente, la de una novela griega: dos amantes que se separan en el primer capítulo y no vuelven a encontrarse (lo que no implica necesariamente que se queden juntos) hasta el final de la procelosa historia. En medio hay raptos, viajes, naufragios, anillos y anagnórisis de todo ripo, revelaciones de orígenes y parentescos, cofres, cábalas y lenguas ocultas, así que no es de extrañar que la autora le haga un guiño a este tipo de novelas cuando en la página 825 Isabel piensa que a la novelesca vida de su hermana Gwendoline sólo le falta «un par de corsarios para que la aventura tuviese un buen final». Casi lo consigue.

Gwendoline es, en efecto, la heroína, que conoce a Daniel Deronda en las primeras páginas, mientras ella se está dejando las joyas en la ruleta y él la contempla con una cierta simpatía protectora que será la que alimente las fantasías del lector durante casi todas la novela. Este genuino azar da paso a uno de los meandros, el de Gwendoline, tan independiente en un principio que por un lado nos parece una novela de Austen llevada al terreno filosófico y por otro introduce un factor de suspense: por qué la novela se titula como un personaje que tarda tanto en aparecer. Esta Gwendoline es orgullosa y altiva, mujer de armas tomar (y fichas del casino) que no se rebaja hasta plegarse a sus propios sentimientos. Es una versión british de una Emma Bovary menos ilusa y con un marido menos estúpido, de modo que, cuando la ruina llama a su casa, Gwendoline decide arreglar sus aspiraciones sociales y los asuntos financieros de su familia casándose con el potentado Grandcourt, un sujeto que en principio tiene encarnadura de personaje trágico pero a quien Eliot no le da ninguna oportunidad: rápidamente se convierte en el amo y señor de Gwendoline, celoso no porque sienta nada por ella sino por el puro placer de dominarla, un sujeto repelente que no se sobrepone a su repelencia, antes bien adopta el papel de malo despreciable, algo que en una novela tan llena de matices como esta no deja de ser un toque de brocha gorda. Más interesante, piensa uno, habría sido que Gwendoline sintiera la amargura de no corresponder a quien la quiere, algo que seguiría diferenciándola de Emma pero al menos le concedería a su marido alguna otra dimensión.

La que sí cambia es Gwendoline, y alterna sus ramalazos altivos con la firme decisión de no desamparar a su familia, por mucho que le repela su abominable marido, que además lleva a cuestas un pasado a la medida de su negro corazón. A ella le queda lo que le hace ir cambiando, la necesidad de ser mejor, la certeza, tan poco habitual entre los engreídos, de que no es bueno ser tan engreída. Y esa certeza es como una voz que la va guiando desde lejos, la misma que se instaló en su conciencia desde el momento en que conoció a… Daniel Deronda. 

Pero Deronda tarda casi cuatrocientas páginas en reaparecer, y lo hace en una escena dickensiana, cuando conoce a Mirah, un personaje que fluctúa, en su aparición inicial, entre la Nelly de La tienda de antigüedades y la Bella de Nuestro amigo común, con la que guarda alguna que otra similitud más. Este segundo meandro de la novela griega tiene tan poco que ver con el de Gwendoline que durante varios cientos de páginas uno se pregunta si no se trata de dos novelas distintas, o por lo menos de dos historias que habrían podido funcionar perfectamente por separado, la una con un marido algo menos enteco y la otra con unos personajes un poco menos fanatizados. Deronda encuentra a Mirah, digamos, de forma providencial, cuando la pobre muchacha ha podido escapar de las garras de su malvado padre, que se estaba aprovechando de ella, etc. Pero Mirah no es solo la oponente narrativa de Gwendoline, sino una de las llaves que introduce a Deronda en la verdadera sustancia de la novela, la búsqueda de sus orígenes. Al mismo tiempo que asistimos a una galería de reconocimientos y reencuentros, sobre todo el de Mirah con su hermano Morcadai, vemos también cómo el auténtico meollo de la narración está en la condición judía de Deronda, algo que su madre se comprometió a ocultarle para que no fuera educado con el mismo rigor fanático con que el patriarca Charisi quiso someterla a ella. De modo que Deronda fue educado como un caballero inglés, ajeno por completo a sus orígenes hebreos, por más que haya algo en ese mundo que lo atraiga. 

Las dos vertientes se unen en un episodio ciertamente logrado. El barco de Gwendoline navega por el Mediterráneo, en un velero donde su ominoso marido la lleva poco menos que secuestrada, hasta que el velero se estropea y tienen que atracar en Génova, adonde, por una de esas casualidades que sólo sucedían en las novelas bizantinas, Deronda ha acudido para conocer a su madre, sin ninguna duda el mejor personaje (junto con, quizá, el reverendo Gascoigne, cuyo atildado discurso siempre resulta entretenido), una diva en sus últimos amenes, digna y coherente, sin melodramas ni arrepentimientos (el reverso, en cierto modo, del malvado padre de Mirah), que explica a Daniel por qué se deshizo de él cuando era sólo una criatura, pero se aseguró de que fuera educado como un señor, lejos de las, para ella, insoportables obsesiones religiosas de su familia.

¿Con quién se queda Daniel, con Gwendoline, que finalmente queda libre del marido, o con Mirah, que por fin queda libre de su insistente padre? Merece la pena leer la novela para saberlo, porque la respuesta da sentido al libro entero. Eliot abordó el tema del incipiente sionismo pero también el del fanatismo contumaz, tejió con los hilos del folletín pero también con los cables de la reflexión. El resultado es un libro a menudo prolijo, de lenta digestión, cuyo empeño de llevar un género tan humilde y azaroso a terrenos más profundos se apoya en una prosa fastuosa de matices, recamada de disquisiciones. No es el inagotable placer que supuso (y seguirá suponiendo, seguro) la lectura de Middlemarch, quizá porque el férreo dominio de la autora sobre la narración hace que las ingenuas expectativas del lector se vean de algún modo defraudadas, pero es Eliot, la gran arquitecta de novelas, la delicada escultora de personajes. Aunque quizá sea el azar, el puro azar, lo único que, a pesar de los muchos elementos azarosos que utiliza, la autora se negó a dejar que campara a sus anchas en la narración. Quizá sea eso lo que echamos de menos.


George Eliot, Daniel Deronda, trad. Catalina Martínez Muñoz, Alba, 2025, 951 p.

14.2.25

Regreso a Dublín



Ya es poco menos que un tópico de la crítica anglosajona plantearse si Sherwood Anderson, el padre del relato realista norteamericano, leyó Dublineses antes de escribir su fundamental Winnesbourg, Ohio. No hay evidencias de que así fuera, si bien Anderson conoció a Joyce en París, pero eso sucedió cuando ya se había publicado Ulises. En todo caso hay dos certezas incuestionables: el tipo de realismo de gente común, de vidas sombrías (Baroja escribió su libro antes que ellos) es una fórmula de principios de siglo de la que Joyce es un maestro absoluto, y por otra parte las mejores páginas de Ulises puede que no sean aquellas de alardes técnicos que han pasado a la historia de la vanguardia literaria sino aquellos otros capítulos de realismo panorámico y coral, digamos, que ya bordaba, y de qué manera, en Dublineses y en el Retrato del artista adolescente. Para traducirlo a nuestro mundo, digamos que las audacias técnicas del Ulises (un lenguaje para cada circunstancia) determinaron la composición de Tiempo de silencio, pero el tipo de realismo objetivista que ya venía del Ferlosio de los años 50 lo podemos encontrar en los relatos de Dublineses o en varios capítulos (el del cementerio es abrumadoramente brillante) de Ulises.
Reino de Cordelia, que siempre edita con esmero, acaba de publicar una nueva traducción de Dublineses a cargo de Susana Carral, que suena muy clara y fluida, acostumbrados como estábamos a la vieja edición de Alianza, traducida por Cabrera Infante, amarilla y desbarajada, y que en absoluto echamos de menos en esta versión nueva, que nos hemos dado el gusto de ir cotejando con la edición deluxe con que Penguin celebró el centenario de su publicación. La nitidez, la musicalidad, la hermosura delicada del inglés de Joyce ya se bastaba para consagrarlo, y aun así a punto estuvo de que nadie lo editase. Uno vuelve a disfrutar de la extraordinaria calidad de estos relatos y se asombra no sólo de que tardara tanto en sacarlos adelante, sino de que se sigan considerando, comparados con la inacabable sombra del Ulises, algo así como una obra menor. Menor en peso, en gramos, quizá, pero no desde luego en calidad ni en trascendencia. El tipo de realismo que aquí practica Joyce sigue perfectamente vigente, pero no podríamos decir lo mismo de las virguerías que ensayó después en el Ulises. Es lo que pasa con la vanguardia, que abre nuevos caminos que consiguen la más decepcionante de las virtudes, la de ser irrepetibles. Se puede seguir escribiendo como en los cuentos de Dublineses, pero hacerlo como en los pasajes más famosos del Ulises no pasa de la copia o la parodia. Dublineses permite seguir siendo original porque nos proporciona un lenguaje realista, una forma inagotable de narrar. Ulises, ciertas partes délebres de Ulises, son en cierto modo un callejón sin salida.

¿En qué consiste este lenguaje? En Dublineses Joyce retrata los ambientes, pone a charlar a la gente, más que a decir cosas. El lector deduce más que se informa, y el autor va dejando detalles poco explícitos que sin embargo permiten al lector hacerse una composición de lugar. Joyce plantea, no determina; pregunta, no responde. Es evidente lo que piensa del Dublín que late en estas páginas: una ciudad mortecina, lastrada por la indolencia, bañada en alcohol, presa de sus tradiciones, llena de hombres abandonados a su inercia y mujeres que sacan las castañas del fuego. Pero todo esto lo deducimos, no lo constatamos; lo presenciamos, no se nos comunica. Ese es, creo, el gran hallazgo de Joyce, ese desarrollo aparentemente anodino de las escenas, de contenido más anecdótico que argumental, que sin embargo, casi siempre al acabar, muchas veces en la última frase, dan una clave que nos abre las puertas de una comprensión más amarga o más profunda. Vemos pasar las historias, estamos en ellas, sentados a la mesa con sus personajes, los oímos como si tuviéramos que girar la vista a uno y otro lado cuando toman la palabra, nos resultan tiernos, los comprendemos y nos hacemos cargo de sus debilidades, pero eso no empaña que sepamos lo que les pasa, ni tampoco implica que podamos juzgarlos.

No obstante hay rasgos muy constantes que separan a los personajes masculinos de los femeninos. Los hombres son viciosos, violentos, haraganes, cuando no atontados y sin espíritu. El padre Flynn de Las hermanas suponemos —deducimos— que muere de sífilis, aunque todo se nos cuenta a través de las hermanas que lo cuidan, y que parecen saber más de lo que dicen. El viejo que intenta hacerse amigo de los chicos en Un encuentro es un tipo raro, incoherente y sospechoso. El muchacho que sueña con ir a un mercadillo en Arabia y finalmente lo consigue acaba sin saber a qué ha ido: está medio cerrado, no tiene dinero y todo es decepcionante. En Después de la carrera, Jimmy se va con unos colegas a una carrera de coches y sigue la juerga hasta el amanecer. Se deja llevar por las copas y no recuerda lo que ha gastado jugando, mucho más de lo que se puede permitir. Los amigos de Dos galanes parecen ir en busca de aventuras sexuales cuando su única y pobre ambición es chulear a las muchachas para pagarse las inagotables horas de taberna. Y algo parecido sucede con el Pequeño Chandler en Un leve nubarrón, que bebe con su amigo Gallager y hablan de marcharse de Dublín a alguna ciudad interesante como Londres o París. «Aquí estamos en la lenta Dublín de siempre, donde no se conocen esas cosas». Cuando por fin llega a casa, se enfrenta con su vida, una mujer y un niño pequeño. La mujer lo deja al cuidado del niño para ir a comprar y él, que lleva aún los versos en la cabeza, no puede hacer que el niño deje de llorar. La mujer, a su regreso, lo trata como a un inútil, y él llora de remordimiento.

Este esquema, el del hombre que pierde el tiempo y el dinero en la taberna y desatiende a su familia, se repite en el más duro de todos los cuentos, El duplicado, el único quizá en el que no hay espacio para la comprensión. El protagonista es un perfecto miserable, dominado por el alcohol, incapaz de cumplir con su trabajo, pero sí de empeñar el reloj para seguir bebiendo. Al final, como en el cuento anterior, vuelve a casa, borracho y cabreado porque ha perdido un pulso con un joven en la taberna. Uno de sus cinco hijos pequeños sale a recibirlo. La madre ha ido a la iglesia. El niño, aterrorizado, se dispone a prepararle la cena, pero se le ha apagado el fuego del hogar, razón que el padre borracho toma como excusa para darle una paliza. El final es tremendo. «¡No me pegue, papá! Yo… rezaré un avemaría por usted…».

Sin llegar a ese extremo que excluye cualquier forma de ternura, de ironía incluso, hay otros cuentos como La gracia de Dios en los que otra vez un pobre borracho se quita la salud en vez de trabajar por su familia. Debía de tener razón Shane MacGowan, el cantante de los Pogues, cuando decía que él no bebía demasiado comparado con lo que había visto beber en Irlanda. En el caso de este cuento, un pobre borracho aparece inconsciente en el lavabo de una taberna. Lo llevan a casa y sus amigos idean un complot para regenerarlo. «Lo convertiremos en un hombre nuevo», le dicen a su mujer, la señora Kernan. Así que lo pastorean hasta una especie de retiro espiritual en el que un cura le echa un sermón, cuyo final es ambiguo hasta parecer un chiste. El cura habla de «repasar las cuentas», e insta al pobre borracho a corregir sus cuentas, pero esas cuentas se refieren más bien a que no despilfarre, no a que deje de beber… 

Pero hay otros dos cuentos de hombres que aportan otro rasgo también muy joyceano. Uno es El día de la hiedra, una larga escena de taberna en la que los parroquianos hablan de las elecciones municipales. Van entrando y saliendo vecinos y van llegando botellas de cerveza… Discuten sobre que el alcalde vaya a pronunciar un discurso de bienvenida al rey Eduardo de Inglaterra, alguien de dudosa moral, pero, sobre todo, inglés, aunque es quien puede traer dinero a la pobre Irlanda, industria, trabajo… Pero son patriotas irlandeses, y uno de ellos termina recitando un poema sobre la muerte de Parnell. Toda la concurrencia aplaude y bebe en silencio. Ese tema, como tantos otros, reaparecerá en el Ulises (Leopold Bloom lleva una patata diminuta siempre consigo, en recuerdo de las hambrunas pavorosas y del héroe irlandés), pero en este caso da lugar a uno de los cuentos menos dramáticos y quizá por eso más realistas. Entramos en la taberna, charlamos con ellos, respiramos su ambiente, sus vidas. Los comprendemos.

El otro cuento, de aire un tanto chejoviano (tanto en Anderson como en Joyce los rusos creo que algo influirían…), une la visión del hombre como egoísta inconsciente, aunque en este raro caso no se dé a la bebida, y el de la mujer romántica y sensible. James Duffy es un solterón algo misántropo, que «aborrecía todo lo que augurase desorden físico o mental», y ama la música y la literatura. Se encuentra  varias veces, por casualidad, con la señora Sinico, mujer de un marinero que pasa largas temporadas fuera. Juntos entablan una relación de aficiones intelectuales hasta que la señora Sinico muestra más afecto del que Duffy esperaba, de modo que decide dejar de verla. Tiempo después se entera de que la señora Sinico ha sido arrollada por un tren, y también de que llevaba tiempo con las facultades mentales perturbadas. Duffy se siente más solo que nunca. 

Las mujeres, y aparte de la muy sentimental señora Sinico, componen personajes muy distintos. Para empezar, y salvo algún caso aislado (la propia Sinico cuando es abandonada por Duffy), no beben, lo que corresponde más al papel que se les ha asignado en esta vida que a su amor propio, o quizá sea precisamente su espíritu de entrega y su ánimo para la lucha lo que determina su papel. Quién sabe. Eveline, por ejemplo, en el cuento del mismo título, tiene la posibilidad, a sus diecinueve años, de marcharse a Buenos Aires con el joven Frank y dejar el trabajo duro de la casa. Huérfana de madre, ha que cuidar de un padre violento y de sus dos hermanos pequeños, porque los mayores, que podrían protegerla del padre, ya están fuera. Y sin embargo no puede irse. Todo el sentimiento de responsabilidad y de culpa católico irlandés mantiene amarrada a la barandilla del puerto a esa joven muchacha, mientras su futuro se va. 

Otras veces no hay culpa sino un sentido de la responsabilidad esencialmente práctico. En La pensión, la señora Mooney se las ingenia para casar a su hija Polly con el señor Doran, un huésped del establecimiento que regenta con el que la muchacha ha tenido un encuentro. Lo que en realidad ha esperado la señora Mooney, según deduce el lector, es a que se consumase la afrenta para asegurarle un buen matrimonio a la cándida Polly. En Arcilla, Maria sale de trabajar como sirvienta, compra un pastel típico de esos que llevan dentro regalos premonitorios, y va a casa de su hermano Joe a celebrar el Halloween irlandés. Todos la adoran. Ella crió a sus hermanos Joe y Alphy, que ahora no se hablan, y compra cosas para todos y hace votos porque Joe no haya bebido. Joe bebe… un poco, lo suficiente para emocionarse hasta las lágrimas con una canción que canta Maria, «con una vocecita fina y temblorosa». Tanto le nublan las lágrimas la vista que no es capaz de encontrar el sacacorchos… Y en La madre, en fin, la señora Kearney, nacionalista irlandesa, lucha por los derechos de su hija Kathleen, que va a cantar en un concierto pero no recibe los emolumentos estipulados. «Mi hija tiene su contrato. O recibe cuatro libras y ocho chelines o no pondrá el pie en ese escenario». «Solo pido que respeten mis derechos», le dice a los hombres que organizan la velada. «Debería tener usted más sentido de la decencia», le contesta uno de ellos, y los demás parecen estar de acuerdo. Como la señorita Ivors de Los muertos, la señora Kearney es una mujer de armas tomar en un mundo de hombres reaccionarios y pastueños. Capta muy bien Joyce la sensación de que queda mal que una mujer exija respeto para su hija, pero también que defiende su postura.

Y así llegamos a esa obra maestra que es Los muertos, suma y apoteosis de cuanto se nos ha ido planteando en los relatos anteriores. Allí están las ancianas anfitrionas, como en Las hermanas, y la joven sobrina, como la cantante Kathleen, y el gracioso y algo pesado Browne y el borrachín Freddy, que se acaba comportando mejor de lo que todos esperábamos, porque todos, lectores incluidos, formamos parte de la fiesta de Navidad en que transcurre el relato. Y está la nacionalista Ivors y el matrimonio de Gabriel y Gretta, él preocupado por su discurso, ella recordando un antiguo amor. Pero también está el paciente discurrir del relato, al que pocos arreglos tuvo que hacerle Houston, ciertamente, lleno de bullicio, comida, comentarios en voz baja y brindis en voz alta, miradas, sonrisas y semblantes, hasta que el discurso de Gabriel, muy hermoso, muy atildado, sube el tono y Joyce, que hasta entonces había hecho lo que luego se llamaría objetivismo, no contar nada que no pudieran escuchar o percibir con algún otro sentido los personajes, se mete en la mente del protagonista, en esa poquedad un tanto vergonzosa de quien desea a una mujer que está con la mente en otra parte, en otro tiempo, en otro amor, y ese remate de la nieve detrás de los cristales que ya es página imprescindible de la historia de la literatura universal. 

Han coincidido en el tiempo esta nueva edición y el hecho de que Pedro Almodóvar volviese a sacar de las estanterías este gran relato para citarlo en su película La habitación de al lado, supongo que pensando más en la obra maestra de Houston que en la obra maestra de Joyce. Ahí queda, en todo caso, fresca y viva y estimulante como cuando por fin se la quisieron publicar y tantos y tantos narradores la tomaron como ejemplo, y la siguen tomando. Habría que leer ahora Winnesbourgh, Ohio para calibrar algo más afinadamente los parecidos, las posibles influencias. Joyce y Anderson se parecen en su idea del realismo y en algún otro detalle más. Los dos, por ejemplo, murieron de peritonitis y antes de hora, Joyce a los 58 y Anderson a los 65. Pero ya hacía muchos años que sus piezas clásicas circulaban por el mundo. Y siguen circulando.


James Joyce, Dublineses, trad. de Susana Carral, ilustraciones de Javier García Iglesias, Reino de Cordelia, 2025, 302 p.



28.6.24

El dato y el recuerdo


De John Banville uno siempre ha disfrutado su prosa elegante, su refinamiento y exquisitez, sobre todo a partir de El intocable, como si la figura sobre la que trata la novela, Anthony Blunt, el elegante y refinado y exquisito asesor de arte de la reina de Inglaterra y, en sus ratos libres, espía soviético, hubiera empapado al autor de tal manera que después de aquel libro, siempre que leo una novela suya, me imagino a un distinguido sibarita que va escogiendo las palabras como el aristócrata que selecciona una docena de rosas frescas de entre su inmensa rosaleda particular. Y tengo que decir que con eso me basta, es decir, con leer párrafos como este:

Estoy convencido, y ningún experto podrá convencerme de lo contrario, de que los ladrillos con los que está construido gran parte del Dublín georgiano tienen una cualidad única y especial. La genta habla de casas de «ladrillo rojo», pero de rojo nada: los colores varían del rosa pálido, pasando por el amarillo cadmio y el amarillo ocre, a un rosa intenso con textura como de tiza, y siena tostado, con manchas, minúsculas manchas, de un azul purpúreo oscuro extrañamente acuático y brillante, que parecen distinguirse tan solo bajo la luz de ciertas tardes de finales del estío. Los matices cambian sutilmente a cada hora del día, desde una palidez acuosa a primera hora de la mañana hasta la negrura encendida del crepúsculo. Y cuando llueve, ¡ay!, cuando llueve los ladrillos relucen y brillan como los costados de un caballo de carreras al galope. Incluso de noche exudan un leve resplandor céreo, que les da a las casas un aspecto hermético y misterioso, como si estuviesen meditando y difiriendo los acontecimientos del día en la calle de abajo, de los que fueron testigos mudos y atentos. Y los grandes ventanales, cómo relumbran y centellean, iguaal que un horno, cuando les da la luz, sobre todo en la salida y la puesta del sol, cuando parecen ser ellos mismos la fuente de su propio resplandor.


Lo mejor de La alquimia del tiempo son sin duda estos pasajes, algunos casi excesivos, como cuando habla del olor de Stephanie, la muchacha que dejaba besarla al narrador«seca y castamente», y que «tenía un olor embriagador, como a pétalos de rosa empapados de leche un poco agria». Y todos ellos están en la parte más íntima de esta guía dublinesa que acaba de publicar John Banville, Un memoir dublinés, como reza el subtítulo de la portada, centrado, en parte, en una lamentablemente breve parte, en sus recuerdos de primera juventud, cuando soñaba con ir del pueblo a la ciudad, o cuando empezó a vivir en ella, en casa de su anciana tía, o cuando conoció a esa muchacha de tan complejo aroma (y compleja familia, y compleja situación sentimental), es decir, antes de ser un escritor conocido que acudía a cócteles con otros escritores conocidos y le eran franqueadas las puertas más selectas de la arquitectura dublinesa. Porque el memoir se convierte en guía para turistas VIP cuando Banville pasea en el MG de 1957 de su amigo Cicero. Dicho sea de paso, alguien ha cometido un error al decir que el MG biplaza tenía 1275 caballos; ni siquiera el prototipo que casi alcanza los 400 km/h, una especie de nave espacial terrestre, llegaba  a los 300 caballos. Pero, sea como fuere, Banville y su amigo, a lomos del biplaza supersónico, recorren rincones ocultos de Dublín, solo accesibles en las páginas eruditas y polvorientas de alguno de los libros que cita en la bibliografía, y por más que algunos de estos lugares, por ejemplo, allí donde se conserva la estatua de Nelson, guinda de la enorme columna de O’Connell street que el IRA hizo saltar por los aires, o los antiguos canales del Lyffey, escondidos bajo arboledas ya maduras, o los diferentes parques, siempre llenos de matices, por los que se pasean los amigos en busca de delicatessen históricas; por más que resulten curiosos y se presten a la fragante prosa de Banville, lo cierto es que uno disfruta más de lo íntimo, de lo personal, de aquellas coincidencias casi austerianas por las que el autor se reencuentra con un pasadizo que, cualquiera sabe por qué, su editora norteamericana utilizó para ilustrar la primera entrega de Benjamin Black, el doble noir de Banville, o la ciertamente buena historia de su casi novia Stephanie y su extravagante familia, o esa metáfora, manida pero siempre sugerente, de la cicatriz que se hizo de niño con el pilote que sujetaba un arbolillo recién plantado y que ahora, setenta años después, es un roble majestuoso. Suele ocurrir que los libros de memorias son más interesantes cuando lo que se cuenta pertenece a una época o una situación en las que el autor no era nadie, no alternaba con glorias nacionales ni le preparaban visitas privadas a lugares con una historia preservada de los ojos putrefactores del ciudadano común, y este caso no es una excepción. 

Viví en Dublín a finales de los 80, y de aquella maravillosa experiencia solo he encontrado en este libro algunos lugares inevitables (los parques, Trinity…), algún que otro pub y, sobre todo, The Winding Stair, un restaurante donde el autor va a comer con una amiga italiana, y que en mi época dublinesa era un delicioso book-shop café donde pasé, sentado junto al ventanal que da al Half Penny Bridge, sobre el río Lyffey, un montón de horas inolvidables, y a donde he regresado varias veces y me alegra mucho que siga en pie. El resto es una colección de sitios inaccesibles para quien no sea John Banville, entonces y ahora, aunque siempre se puede recurrir a la bibliografía de la que, como he hecho yo en esta reseña, el autor cita párrafos más extensos de lo habitual. 

Así que, terminado el libro, uno vuelve a leer la cita promocional de la solapa, esta vez de Richard Ford, y entiende el sibilino doble sentido con el que está, por esta vez y sin que sirva de precedente, tan honesta como inteligentemente buscada: «El paseo literario por el que nos guía Banville, siempre entretenidísimo, a lo largo de las calles y los oscuros pasadizos de Dublín es para no perdérselo. Ya solo las frases de La alquimia del tiempo valen la entrada». Las frases, sobre todo las frases. El resto, o al menos la parte de anecdotario erudito que llena demasiadas páginas, sería un pelín decepcionante.


John Banville, La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés, trad. Miguel Temprano, Alfaguara, 2024, 189 p.

5.5.24

El éxito y la gloria


A pesar de su prestigio como narrador, de que se codeara con lo más granado de la literatura europea en general y de la intelectualidad inglesa en particular, y de que disfrutara una vida de ensueño en Londres, en la campiña inglesa o, sobre todo, en su adorada Italia, Henry James pasó la mayor parte de su carrera herido por la sombra del fracaso. Después de muerto le esperaba la gloria, pero en vida se le regateó el éxito: vendió pocos libros, no encontró la comprensión que él hubiera querido para la evolución de su estilo, y cuando decidió ganar de una vez dinero escribiendo para el teatro sufrió uno de los más humillantes fracasos que recuerda la alta cultura. Al mismo tiempo, presenciaba cómo autores de menos calidad que la suya triunfaban hasta extremos exagerados, o que otros, llevados de una banalidad brillante pero hueca, lo apartaban a empujones de la escena. A esta paradoja, la calidad superior que no encuentra la acogida del éxito, al menos en vida, está dedicada esta magnífica novela.

La llamo novela porque no hace mucho le escamoteaba el nombre a otro libro basado en hechos históricos, y este de Lodge, salvo unos pocos pasajes que puntualmente aclara en la nota final, está íntegramente basado en hechos reales. La diferencia es que, además de una pulcramente diseñada construcción dramática, el libro de Lodge avanza por escenas, situaciones y diálogos, se remansa en descripciones y se acelera en narraciones de episodios secundarios, y si no fuera porque la vida de Henry James ya fue de por sí una novela, cualquier lector lo tomaría por pura ficción, un poco en el tono en el que varios escritores contemporáneos han acudido a los finales del XIX y, sobre todo, los principios del XX para dejar en su catálogo una genuina novela de época, como es el caso de Ishiguro (Lo que queda del día), Banville (El intocable) o McEwan (Expiación), largas y exigentes piezas que, si salen bien, como son los casos, son una verdadera delicia.

Pero Lodge no nos cuenta la vida de James, tan solo —aparte de su muerte, que abre y cierra la novela— los cinco años que dedicó al teatro y el tiempo que le costó sacar de su mente un trance tan desagradable. El estreno de Guy Domville, la obra que definitivamente lo iba a consagrar como autor dramático, fue cayendo en picado desde su primer acto, en parte porque a la obra le faltaba brío y en parte porque una claque de reventadores medio borrachos del gallinero convirtieron el final en una bochornosa vejación, con la en apariencia involuntaria pero afilada colaboración del propio director de la compañía. 

Lodge deja suelta la pista del boicot organizado, pero el problema de James era otro, tan antiguo como el teatro. Tampoco Terencio, culto y bien relacionado, con todo a su favor para ser la máxima celebridad, se explicaba cómo el populachero Plauto le quitaba los espectadores; ni mucho tiempo después le haría mucha gracia a Góngora que Las firmezas de Isabela no pudiera competir con el peor de los refritos de Lope de Vega. Es lo que le pasaba a James con Wilde, y siempre ha tenido la misma explicación: el teatro es del público, no de las editoriales ni siquiera de los críticos, y el público, cuando se trata de comer, prefiere los huevos duros a las perlas cultivadas.

Pero en esos años aún hay otra contradicción que, esta vez más disimuladamente, amarga la existencia de Henry James. Su amigo George du Maurier (¡qué gran personaje, cómo irradia su bondad para iluminar al adusto James!), dibujante profesional, sufre serios problemas de visión y decide meterse a novelista para sacar adelante a su familia numerosa. Él mismo es un pintor frustrado que supo adaptar sus limitaciones físicas a la práctica del dibujo, a lo que ahora sería un viñetista, pero con eso no le da para la tribu que mantiene. Du Maurier cuenta una historia a James que el escritor desdeña por demasiado vulgar, o quizá por tener demasiados parientes conocidos, como pudiera ser Naná o la Esther de Oliver Twist, sin ir más lejos, como para tomarla como punto de partida de una de sus creaciones.

La sorpresa, histórica sorpresa, es que Trilby, la novela que Du Maurier escribe con el tema que desdeñó James, se convierte en uno de los primeros grandes best-sellers de la historia, forra de dinero a su autor y lo sume en una marea de éxito que acaba por asquearlo. Su siguiente novela ya no tiene aceptación, y los dos amigos se resignan a que los caminos del azar mantengan tan alejados el éxito y la gloria. Lodge lo resume en sus justos términos (p. 444):


Ya estaba resignado a no ser nunca un autor realmente popular o a no producir un best seller, como el pobre Du Maurier. Algo había ocurrido en la cultura del mundo angloparlante en los últimos decenios, algún inmenso desplazamiento sísmico causado por una serie de fuerzas convergentes —la difusión y la reducción del alfabetismo, el efecto igualitario de la democracia, la energía rampante del capitalismo, la distorsión de los valores provocada por el periodismo y la publicidad— que hacía imposible que un practicante del arte de la ficción alcanzase a la vez la popularidad y la excelencia, como habían logrado en la flor de la edad Scott y Balzac, Dickens y George Eliot. Lo máximo que cabía esperar era un apoyo suficiente de lectores refinados para proseguir la interminable búsqueda estética.


Es decir, lo que le había pasado a James en el teatro no era producto de la excepcionalidad del género, porque cualquier forma literaria ya estaba sujeta a las mismas reglas de aceptación, no de calidad. James renunció a todo aquello que alegraba y llenaba y distraía la vida de Du Maurier, el amor, la familia, el trabajo agotador; él se había consagrado por entero a la literatura, y es posible que si no le hubiera dedicado tanto de sí mismo, acaso habría logrado, al menos en vida, mejores resultados.

El interés de la novela de Lodge, aparte de lo bien escrita que está (prosa culta y transparente, la que conviene al relato), radica sobre todo en cómo Lodge nos presenta al en apariencia distante James como un buen hombre que sobrelleva las exigencias de su egoísmo sin hacerle mal a nadie, excepto, quizá, a otro gran personaje, Clarence Fenimore, y nunca deliberada ni traicioneramente. Esta es una novela de relaciones humanas, de amistades, con Du Maurier, con Fenimore, con el criado Burgess, a quien Lodge le reserva páginas emocionantes. No hay gente retorcida en el círculo íntimo de James, y eso hace que comprendamos al personaje según las amistades que es capaz de hacer y el trato que mantiene con ellas. Y sale, ciertamente, muy favorecido.


David Lodge, ¡El autor, el autor!, trad. Jaime Zulaika, Anagrama, 2006, 495 p.

 

2.12.23

Ese tipo de cosas


Hacía veintiocho años que este libro esperaba en la estantería del modernism anglosajón su turno de lectura, y la culpa de que haya tardado tanto en leerlo es del propio autor. Ahora me entero, en la dedicatoria a Stella Ford de 1927, que el título surgió por azar, por el mero hecho de que cuando le pidieron cambiarlo (iba a ser La historia más triste, pero acababa de estallar la Primera Guerra Mundial), Ford estaba militarizado y no se le ocurrió nada más irónico que titularla El buen soldado, un título con el que la novela tiene, ciertamente, bastante poco que ver. En todo caso a mí me sonaba entonces (en 1995, cuando apareció la versión en español) como un libro de guerra, y aunque después he leído unos cuantos y me han gustado mucho, entonces quedó en espera de mejores momentos. Sí recuerdo que la compré en la librería Antonio Machado, de la calle Fernando VI de Madrid, y también que me habló muy bien de ella un hombre que formaba parte de la plantilla de la librería y se dedicaba únicamente a ir de aquí para allá comentando, sin importunar jamás, los libros que los clientes tenían en la mano, un individuo amarrado siempre a un pitillo, delgado, con gafas de pasta y aspecto de haberse leído la librería entera.
     Pues bien, el turno le ha llegado ahora, cuando viajo por mi biblioteca rellenando huecos de lectura que a duras penas pueden satisfacer las irrelevantes novedades que encuentro en la librería. Y resulta que El buen soldado no va de guerra sino de literatura, más concretamente de cómo contar una historia. Su argumento, si es que se puede hablar de eso, viene a ser el siguiente: un americano, Dowell, cuenta el desgraciado final al que fueron acercándose unos cuantos personajes de su entorno de gente bien: el generoso (y manirroto) Edward Ashburnham, soldado atento con sus conmilitones, propietario dadivoso con sus colonos y amante fogoso y variado, el tipo de aristócrata eduardiano tan fiel al estricto régimen de clases como entregado al bienestar de sus conciudadanos. Este Edward, de contradictoria moral protestante, está casado con Leonora, católica irlandesa, con todos los rigores igualmente contradictorios de los católicos, pero con distintas prioridades. Para ella es más importante que su marido no dilapide su fortuna que el que compongan un matrimonio normal, si es que podemos llamar normal al hecho de que dos personas se tengan afecto y se acompañen y se comuniquen. Esta Leonora entra en ese tipo de paradojas postrománticas (algo de eso hay en la única novela de Baudelaire, La Fanfarlo) por las que una mujer le busca una amante a su marido para asegurarse de que no se termina de despeñar en un marasmo de tristeza y alcohol, pero que, por otro lado, no ceja en hacerle la vida imposible. Y luego están las otras amantes de Edward, empezando por Nancy, la hija de los amigos, la casi sobrina, que es la que Leonora le mete a su marido por los ojos y que acaba volviéndose loca de remate, o la bailarina española que en París sablea sin piedad a Edward, o Maisi Maiden, o la señora Basil, cuyo marido acepta los cuernos a cambio de una generosa compensación económica, o, en fin, Florence, la esposa del narrador de la novela, esposo despechado pero no por eso, al menos aparentemente, vengativo ni resentido. 

Salvo Leonora, la única mujer fuerte y en sus cabales de cuantas aparecen por la historia, y el propio narrador, todos acaban mal, o locos o muertos, unos por suicidio y otros por un fallo del corazón. Porque en ese mundo de gente bien todos tienen de cristal (de cristal muy frágil y muy caro) no solo el corazón sino también el cerebro. Sus respectivas religiones se lo han ido deformando desde los internados infantiles, pasando por una juventud donde el cinismo es una forma de urbanidad y sobre todo en una vida adulta llena de insatisfacciones, de fingimientos y de poca sustancia; una superficialidad que, curiosamente, presiona sus conciencias hasta hacerlas estallar. Quizá sea el tema del decline and fall, tan inglés, o un retrato de cómo la moral eduardiana se iba desecando en su propios placeres  autocontemplativos. Muy inglés y muy francés, desde luego, porque esa distancia cínica, esa puntillosidad desapasionada, esa fría delectación lleva su marca de origen, y no en vano el propio Ford señalaba a Flaubert, con toda la razón del mundo, como el padre de la modernidad en materia novelesca.

Porque todo lo anterior está contado de un modo que los editores insisten en llamar vanguardista (lo propio de quien alterna con Conrad, con Pound o con Joyce y se declara ferviente admirador de Henry James) y que a mí, como siempre ocurre con las mejores producciones de vanguardia, me parece de lo más realista. El narrador, en un excurso a mi modo de ver innecesario, lo explica en la página 255: 


Soy consciente de haber contado esta historia con muy poco orden, de manera que tal vez resulte difícil encontar el camino, por lo que quizá no sea más que una especie de laberinto. No está en mi mano evitarlo. Me he atenido a la idea de que me encuentro en una casa de campo co un silencioso oyente que, entre las ráfagas de viento y los ruidos del lejano mar, va escuchando la historia a medida que brota de mis labios. Y cuando se analizan unas relaciones amorosas —unas largas y tristes relaciones amorosas—, tan pronto se retrocede como se va hacia adelante. Al recordar de repente aspectos olvidados, se tiende a explicarlos con mayor minuciosidad porque se es consciente de que no se los mencionó en el sitio adecuado y de que, al omitirlos, quizá se haya dado una impresión falsa. Me consuelo pensando en que se trata de una historia verdadera y en que, espués de todo, la mejor manera de contar una historia verdadera es hacerlo como quien se limita a contar una historia. Será entonces cuando parezca más auténtica.


Así es. Se trata, en primer lugar, de una historia oral, es decir contada como se cuentan las cosas cuando no hay posibilidad de volver atrás para empezar de nuevo. A no ser que nos la sepamos de memoria, nuestra manera de narrar es más espiral que lineal: vamos y venimos, llegamos a un punto del que nos hemos olvidado una parte importante, insistimos en un episodio en el que quizá no hicimos todo el hincapié que requería, tratamos de imaginar cómo vieron lo mismo que nosotros quienes también lo presenciaron, o lo sufrieron, y que tenían una distinta relación con sus protagonistas, y por lo tanto una distinta percepción. A eso me refiero cuando hablo del realismo vanguardista. Cuando me decidí a leer de cabo a rabo el Ulises, no me encontré con una obra inextricable sino con un catálogo de realismo: no había leído hasta entonces nada tan realista como el episodio del cementerio (que me sigue pareciendo insuperable) o el mismo monólogo de Molly Bloom. Quiero decir que la ruptura de las convenciones decimonónicas no era un salto a lo extravagante, a las nuevas formas de expresión, sino una indagación en cómo contar lo que a diario nos contamos a nosotros mismos. 

Y con El buen soldado he tenido una impresión parecida. Dowell es ese americano (muy, muy inglés, por otra parte) que habla con tanto atildamiento como desgana, que maneja muy bien la lengua y no se enmaraña en frases largas, pero sí cuida la expresión precisa, decora el discurso con fraseología conversacional («Ese tipo de cosas», repite varias veces, como si no le apeteciera cansarse en repujar una escena o matizar un comentario) y, sobre todo, convierte su discurso en una actitud, la de quien trata de ver la historia desde lejos pero no acaba de convencer al lector de que no haya detrás más dolor del que parece. En el fondo el tema es ese: tratamos las desgracias como cuadros preciosistas, prerrafaelitas, con la debida distancia y todo el refinamiento de nuestra amplia cultura, como si no nos afectasen demasiado, pero también con un leve rictus de amargura reprimida, como si formara parte de esa misma exquisita educación no dejarnos arrastrar por las emociones. Los críticos hablan de impresionismo, una fórmula demasiado vaga para reunir esa mezcla perfecta de estética distante y realismo casi naturalista, de conductas ajenas a la realidad y formas de verlas tan pegadas a ella. Ese contraste, el del melodrama de gente bien y el de la manera culta y desapasionada de contarlo, es el que hace de El buen soldado un modelo vigente sobre cómo narrar una historia, incluso ahora, más de cien años después de publicada y casi treinta desde que tuve que haberla leído por primera vez. Nunca es tarde… 


Ford Madox Ford, El buen soldado, ed. de Luisa Antón-Pacheco, trad. de José Luis López Muñoz, Cátedra, 1995, 321 p.

19.9.23

Deudas de triunfador


No sé qué crítico de pago ha dicho estos días que, después de las últimas novelas breves de McEwan, ya era hora de que nos regalase a sus lectores una novela de las buenas. Hay críticos que miden las novelas al peso, como los embutidos, porque en esta última serie, desde Solar, hay piezas de alta gama como La ley del menor, Cáscara de nuez o Máquinas como yo, y hasta cierto punto se puede considerar que Lecciones parte de al menos dos historias que podrían haber tenido un desarrollo similiar: la del adolescente seducido por una mujer mayor, algo que ya tocó con exquisita delicadeza en La ley del menor, o la de la mujer que abandona a su marido nada más tener un hijo, tema que, con hijo o sin hijo, ha abordado desde la perspectiva del marido en la misma Solar. Uno incluso está por pensar que con ambas historias, encarnadas en la vida de Roland Baines, McEwan ha querido darle la vuelta, como suele, a un conflicto contemporáneo, en este caso el de las relaciones sexuales con menores de edad y el del artista que abandona a su familia para labrarse una carrera, y se ha planteado qué ocurre cuando el menor es un chico de catorce años y la amante una mujer de veinticinco, o si el artista no es el hombre que huye de los pañales sino una mujer que no quiere repetir las insatisfacciones de su madre. Todo ello, sazonado con abundante material histórico (desde finales de los 60 hasta la caída del muro), forma una primera mitad que deja algunas dudas, por ejemplo la cautela con que aborda ambas historias para no pillarse los dedos con ellas o una casi abrumadora recreación de los momentos estelares, sobre todo la caída de la URSS, narrada con la veloz yuxtaposición de fogonazos que son como esos montajes vertiginosos que hacen avanzar la trama en las películas históricas, al tiempo que les sirven de ambientación. A McEwan le basta un hecho narrativo, el ser abandonado el protagonista por su esposa alemana, para tirar adelante y atrás, sacar hilos de su vida y de las de los demás e ir amasando una historia sólida que, tratándose de quien se trata, podría sonar a patch-work de otras historias que podrían haber funcionado de forma autónoma y sin tal cantidad de argamasa. 
Pero la segunda mitad del libro, impresionantemente buena, lo reconfigura todo en lo que verdaderamente es, la historia de un buen hombre, Roland Baines, que quiso ser poeta y se quedó en redactor de tarjetas postales, que soñó con ganar Wimbledon y no pasó de dar clases a vejetes hiperactivos, que pudo ser un gran concertista de piano y ya septuagenario aún tiene que seguir amenizando a los turistas de un salón de té. McEwan centra el foco en la dignidad del hombre sin más atributos que sus ideas limpias y sus buenos sentimientos, y de paso traza el perfil de un tipo de ciudadano muy común en su propia generación: el que exprimió la juventud como un limón, el que procede de familias a las que desestructuró la guerra, y que en cualquier caso vivieron una existencia dramática o interesante o ambas cosas; el que tuvo que elegir entre el presente y el futuro y eligió vivir, con resultados desiguales, y por encima de todo el que no culpa a los demás de sus propios errores. Muy hacia el final, Roland, como Robinson, compara lo bueno y lo malo de la isla a la que ha llegado, y tampoco tiene por qué lamentarse: ha vivido, no todo ha salido bien, pero lo que ha quedado merece la pena. Ya viviste lo tuyo, se titula la autobiografía de Anthony Burgess, y debería ser el título de las memorias de cualquier hombre común. Baines, de hecho, lleva un diario durante treinta años para dar sentido a su vida y dotarla de cierta consistencia, pero descubre que lo importante lo lleva dentro, en la gente que ha querido y por la que es querido. Su hijo Lawrence y, sobre todo, su dulce Daphne son seres más luminosos y necesarios que la neurótica profesora de piano que quiso esclavizarlo sexualmente o, sobre todo, la tronada escritora alemana que casi gana el Nobel pero deja un rastro de miseria y soledad. Cuando Daphne enferma, uno siente verdadera compasión, auténtica empatía; cuando le toca a la otra, casi queda la impresión de que es lo menos que le podía pasar. Pero Baines comprende a las dos, igual que, desde fuera, podemos comprender a quienes venden su alma al diablo (y sus pulmones) en aras de un empeño elevado, quienes quieren superar sus amargos destinos heredados para dar lo mejor de sí mismos. Todos pagamos un precio, incluso ángeles como Daphne, ella sí mujer maltratada pero redimida en su bondad, o Alissa, cuya soberbia se la va comiendo, literalmente, o Miriam, la profesora de piano que rumia su locura en un mundo que ya no la consiente, y depende hasta el final de la bondad del pobre Baines.

La novela crece en intensidad y en emoción hasta un final en el que, salvo, quizá, episodios chuscos como el de la pelea por tirar al río unas cenizas (tan propio de McEwan, por otra parte) y algunos reencuentros algo forzados, todo nos reconcilia con lo que realmente somos, con esa obligación que los grandes autores tienen contraída con el mundo en el que viven: ya no se trata de que nos cuenten grandes aventuras ni tampoco historias admirables de triunfo y superación, sino de que cuenten lo que la mayoría hemos vivido, lo que cualquier anciano de su edad que pasea por una acera de Londres ha podido vivir tratando de sacar lo mejor de una existencia que no siempre le ha sonreído. Al final es bueno congraciarse con uno mismo, haya pasado lo que haya pasado, y eso McEwan lo sabe aun en su fastuosa mansión en la que colecciona premios y rosales trepadores. Lo sabe porque sabe cuál es su obligación como gran escritor, y aquí estamos nosotros para agradecérselo.


Ian McEwan, Lecciones, trad. Eduardo Iriarte, Anagrama, 2023, 579 p.

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