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11.4.15

Libertad con orejas


         En 1930 Baroja publica dos novelas, Los confidentes audaces  y La estrella del capitán Chimista, las dos bastante flojas. En el primer caso, su serie de Aviraneta ya está tomando tierra: le quedan datos históricos, pero narrativamente ya está agotada. Y algo parecido sucede con La estrella del capitán Chimista. Baroja cuenta, empalma, hila, pero no narra. Salvo algún episodio lleno de oficio (otra vez el naufragio, esta vez en las costas de la China, magnífico), las historias están resumidas, las anécdotas mencionadas, pero poco más.
            Y es curioso porque esta novela tiene uno de sus títulos más famosos, como si fuera buena, cuando la buena de verdad es la primera, Los pilotos de altura, por una razón que al leer esta segunda parte queda bastante clara. Ocurre aquí, salvando las distancias, lo que pasó con Mala hierba, que es una inercia de La Busca en la que el protagonista no hace nada nuevo. Aquí Ignacio Embid navega por el mundo entero, pero dramática, narrativamente, no hace nada nuevo. Se casa y se descasa en cuatro páginas, y en sus viajes por el globo uno tiene, en efecto, la sensación de que viaja por un globo, por un mapa, por un pueblo disperso que tiene tabernas en Shangay o en Sidney, en Hawaii o en el cabo de las Tormentas, y en todos ellos se va encontrando con Chimista como aquel que se encuentra con el vecino cada vez sale a tomar un vino. Aunque parezca raro, esto es verosímil, los marinos mercantes viven en una ciudad desperdigada, entre vecinos nómadas, pero esta novela no se mueve por una fuerza que los una sino por una sucesión de empalmes sin desarrollo, lo cual afecta a veces a la mímesis.
            Y eso que Baroja se regodea en los detalles. A veces parece un logógrafo. En Filipinas, por ejemplo, se fija en lo mismo en que se fijó Heródoto cuando fue a Egipto, en cómo mean los hombres, y lo dice con la misma sorpresa y la misma seriedad. Hay incluso un párrafo que lo dejan por ahí suelto y, cambiando chinos por persas, cualquiera diría que lo han arrancado de las Historias:

Muchas extravagancias podría contar de los chinos de Cantón, pero la mayoría ya las han contado los viajeros. Además, cuando se piensa en la vida de los demás pueblos, queda la sospecha de que, en hábitos y costumbres, no hay ninguna norma, y que lo que parece lógico y natural acá, es absurdo y disparatado allá.

Pero esas retahílas de costumbres curiosas y nombres marineros, que en la anterior novela nos pareció tan conseguida, en esta está puesta como encima de un tapete, como en un muestrario de “praos, juncos, cascos, pontines, sarambaos, lorchas, champanes, champatianes y bancas de Filipinas”. La novela es a veces resumen y a veces incluso índice, libro de geografía, cuando no rellena de pequeños relatos (el del sacrilegio de Calzada de Calatrava, el del cura don Martín, o esa historia de falsos fantasmas que Baroja ya ha empleado en varias novelas) que no tienen nada que ver, como si hubiera traspapelado capítulos de otras novelas, donde no hay mar ni chinos sino los personajes que pueblan, sin ir más lejos, Los confidentes audaces.
            Lo que sostenía a Los pilotos de altura  era, como siempre, la tarea del héroe, sus constantes fracasos, los turbios medios de que se valía, pero también la sombra del ausente, Chimista, el ejemplo lejano. Aquí Chimista llega a ser una especie de Aviraneta en Asia, que siempre aparece en el momento oportuno (en cualquier parte del mapa) para decir las palabras adecuadas o vencer al enemigo, y por supuesto desaparecer.  Y, cuando reaparece, lo hace “como sabio, medio curandero, medio homeópata y alquimista, que había estudiado cosas raras. Se veían en su casa muchos libros de magia, en latín y en otros idiomas, y aseguraba que en ellos encontró grandes secretos. Unos lo tenían por loco y otros por extravagante”.
En esta segunda parte el principio estructural iba a ser otro, el del doctor Mackra, el malvado comeniños que está retirado en algún lugar remoto, urdiendo su venganza contra el capitán Chimista. Todos los que vinculan estas dos novelas con Conrad se basarán en este Mackra, digo yo, pero sin mucho sentido, porque este Mackra es más un monigote tipo Banderas (el de Valle-Inclán) que un monstruo tipo Kurtz. Da la sensación de que aparece cuando Baroja se acuerda de que en los primeros capítulos le había dado su protagonismo de ogro, y entretanto sigue resumiendo los cuadernos de navegación, los datos geográficos, las costumbres raras, y la novela naufraga en ristras de viajes.



El comienzo parecía querer darle más importancia a la ficción en esta entrega, un tanto desmadrada y ya sin esa tensión que había conseguido en Los pilotos de altura,  pero es curioso cómo Baroja parece no dejarse nada del manuscrito de Abaroa, es decir, en vez de seleccionar algunas aventuras y tratarlas narrativamente, las cuenta todas y las resume a veces hasta lo telegráfico, como en ese final que es como un montón de saldos, todos los viajes que le quedaban por hacer, en especial el viaje a Londres, alicatado de nombres y apellidos, de historias de media línea, y todo para homenajear al héroe listo, siempre afortunado, al gran vasco sonriente y algo enloquecido, héroe valiente pero tampoco un dechado de conducta, más bien con las veleidades de quien se ha bebido la vida a chorros.
            Uno ve a Baroja resumiendo aventuras cada vez más desganadamente, trabajando en la elaboración de un texto, más que escribiendo un libro. Los párrafos se unen tipográficamente, pero esa cohesión de la fuerza narrativa, ese fluir impetuoso ya no está. Está un envidiable manejo del castellano, está la guasa negra que se gasta Embid, están los baupreses y las santabárbaras, los sobrejuanetes y las velas de estáis, los filipinos melenudos y los chinos de cuento chino, pero, ay, la cosa languidece y, teniendo en cuenta que Baroja sigue contando historias verdaderas de un marino, se hace un poco pesada. Qué pocas veces he dicho eso de Baroja, pero a partir de 1930 es necesario asumirlo: Baroja teje, no compone, y si se empeña en remeter todo el material que tiene, corre el riesgo de aburrir.
            Si a esto le juntamos una creciente misoginia que impide recordar en esta novela a ninguna mujer interesante (la mujer de Chimista, que es la gran mujer, no habla siquiera, y en esa tertulia madrileña que se instala en Manila, la de Matilde Heredia, tampoco hay ninguna que a Baroja le haga gracia, ni siquiera las chinas “con pies de cabra”), los buscadores de delitos políticos tienen aquí un buen material: “La mujer española”, dice Pío Embid, o Ignacio Baroja, “al menos la que yo he conocido, es ignorante, y, con frecuencia, estúpida; pero cuando une a eso el carácter remilgado y redicho de las criollas se convierte en algo insoportable. Quizá hable en mí el despechado; pero así lo creo”. Bien es verdad que habla un Embid cuya esposa, Panchita, le ha salido rana, pero también un Baroja que, aparte de Chimista, no demuestra sentir aprecio por ningún personaje, ni siquiera por ese inglés comedor de opio al que envuelve en un confuso cuento de jarrones chinos sin darle el papel que entonces podría haber tenido.  
            Pero el triunfo de Chimista es relativo. Su relación con Embid, el narrador, es la misma que Roberto Hasting tenía con Manuel. Hay entre ellos un abismo de gracia, de fortuna, una sumisión al hombre superior, un natural afecto al inferior:

            Chimista comenzó a dar sus órdenes con tal seguridad, que los que íbamos con él pensamos que todo lo llevaba calculado y previsto, lo que no era así, pues iba a la buena de Dios. Chimista vivía con energía en aquel momento; todas sus facultades estaban puestas en lo que hacía. Se veía que cada detalle constituía para él un problema importante; yo no me ocupé más que en dirigir el bote hacia el pequeño desembarcadero.

            Como metáfora de la tarea literaria de Baroja, tampoco está mal. ¿Y cuál es, sobre todo a partir de ahora, esa tarea? Seguir adelante, nada más. No preocuparse por la invención es también no preocuparse por el todo. El todo era el cuaderno de Abaroa, y Baroja avanza metódico y sin entusiasmo, ocupado tan solo de que las cosas estén bien escritas, y de dejar, en alguna descripción antropológica, alguna de sus páginas mejores. Ese capítulo dedicado al ‘rapo-rapo’ y las fiestas de Amoy es muy hermoso, por ejemplo.
Pero quedan por leer unas cuantas novelas de los años 30 y 40 y esto va a ser así, y la mejor manera de leerlas será no esperar ni recordar, disfrutar del párrafo, de la frase, dejarse ir. Claro que esto se puede ver de otra manera, como la novela en libertad, etc., pero no deja de ser curioso que para hacer algo en libertad haya que ponerse orejeras. 

4.4.15

La novela de Itxaso


           Quién me iba a decir a mí que me pasaría la Semana Santa leyendo libros sobre barcos negreros. El caso es que, en esta lectura integral de la obra de Baroja, había ido aparcando algunas novelas en principio menos atractivas, pero en este tramo final ya se trata de ir leyendo lo que no leí por orden cronológico, y hasta los años 30 ya solo me quedaba Paradox rey, que lo voy dejando, y las dos novelas apócrifas de la trilogía El mar: Los pilotos de altura y La estrella del capitán Chimista. Y la razón de irlas apartando, como siempre me ocurre con Baroja, era un prejuicio: la crítica expidió un pasaporte de novela reciclada, de narración monótona y de decadencia de nuestro gran autor que no tiene ningún sentido, pero que influye en que popes como Mainer traten estos dos libros como productos de tercer orden. También los hay, como Darío Villanueva (en el prólogo al tomo IX de las Obras Completas, que es donde las he leído) que brindan por Chimista, y habría que leer lo que dice Haydée Rivera en Baroja y las novelas del mar o Ascensión Rivas en su tesis sobre unas cuantas bien escogidas novelas.
            Los prejuicios vienen, principalmente, del hecho de que las dos novelas partiesen de las memorias del capitán Abaroa, un marino del siglo XIX cuyos escritos se perdieron en la Guerra Civil pero que Baroja le sirvieron de ingente material de primera mano. En la novela, Baroja atribuye el manuscrito a Cincúnegui, basado en las memorias de Embid, que sirven tanto para contar las penosas peripecias del narrador como para recrearse en las fantásticas aventuras del capitán Chimista, en un delicioso arabesco narrativo, marca de la casa, para cumplir con el tópico del manuscrito encontrado. Solo que en este caso es cierto: el manuscrito fue manuscrito y fue encontrado. A los actuales lectores de ficción les encantaría porque casi todo es verdad (¡al menos si creemos al autor!). A mí me divierte porque se trata de un curioso bucle: Baroja escribe un libro casi fantástico en el que todas las convenciones literarias son hechos reales. Sin dejar de ser profundamente barojianas, hay una evidente y no disimulada voluntad de transcripción fidedigna.
            Bien es verdad que esto Baroja lo llevaba haciendo habitualmente muchos años, desde antes de empezar las Memorias de un hombre de acción, al menos desde Los últimos románticos, veintitrés años atrás. Pero en las Memorias de Aviraneta Baroja mezcla realidad y ficción en proporciones más o menos equilibradas: unas veces empareda la historia de literatura, otras la vincula con un narrador testigo, y aun otras, las mejores, la utiliza de simple adorno para dar suelta a su imaginación. Pero en este caso, y a pesar del tremendo prólogo, el encuentro entre los dos Embil en Sevilla, mientras presencian tranquilamente una ejecución pública en la plaza de San Francisco, la narración no consiste en engastar episodios reales del capitán Abaroa sino en reescribir barojianamente su relato, sin la necesidad de inventar nada pero contándolo todo como si se lo hubiese inventado.
            Esta es la obra de un profesional, de un gran profesional de la literatura. Uno no sabe en qué tono escribió Abaroa, ni tampoco es muy elegante suponer que fuera un monótono rosario de anotaciones, pero el tono, la personalidad del narrador, ya no me recuerda a Shanti Andía sino a Itxaso, el segundo narrador que Baroja utilizó para contar las historias marineras más escabrosas y menos dignas del angélico Andía. Itxaso hablaba con toda tranquilidad de acontecimientos turbios, incluida la trata de esclavos, por cierto, en el relato de los dos Tristanes. Digo yo que por algo Los pilotos de altura principia con un prólogo que se titula Los dos Embid.
            Embid es un buen chico que, después de una infancia con padrastro, se enrola de grumete y sueña con hacerse rico. Es sensato y poco amigo de juergas. Quiere ser piloto cuanto antes, no quedarse empantanado de mar y de alcohol en la cubierta, con el resto de la marinería. Su intención es hacerse rico y retirarse. Ahí aparece Chimista, el alegre vasco sin escrúpulos, que lo inicia en el comercio de esclavos. Embid hace un viaje terrible con cientos de negros (Baroja, invariablemente, los llama negros) en la bodega, adornado con otros casos todavía más salvajes de transporte, con capitanes sádicos y condiciones espantosas, un aparato documental sobre cómo era la trata de esclavos que no se deja detalle de miseria moral ni obvia ninguno de sus extremos. Embid es consciente de que aquello es una salvajada y de que lo ha sido siempre. El único paño caliente que se pone es el del último viaje, el que por fin hizo de nuevo con Chimista, en el que no tuvieron que tirar ningún negro al mar. Es decir, que, como buenos marineros, llegaron con la carga completa.
            Sí, hay cinismo en la mirada de Embid. Entre el primer y el último viaje, los dos con Chimista, Embid se queda a merced de sí mismo, de su inoperancia y de su mala suerte. La trata de esclavos le produce repugnancia, pero se embarca una y otra vez en proyectos que fracasan porque, poco antes o poco después de salir con el cargamento de Sierra Leona, siempre los detiene un barco de guerra, y Embid tiene que comparecer ante el mismo funcionario inglés, obeso y borracho, que se ríe de él cada vez que vuelven a echarle el guante.
            Embid siempre fracasa, pero cuando se decide a abandonar el dinero fácil y arriesgado de los barcos negreros por la vida humilde y esforzada de los mercantes, el primer viaje lo lleva al Cabo de Hornos, donde Baroja se luce en uno de los géneros narrativos más antiguos y más hermosos, la descripción de tormentas, en este caso la madre de las tormentas, el extremo, el abismo. Si el capitán Abaroa la contó exactamente así, desde luego era un gran escritor, muy barojiano. Todo ese capítulo quinto de la quinta parte de Los pilotos de altura es un espléndido relato breve, ineludible para cualquier antología. Es uno de esos momentos en los que, además de ser consciente de que está leyendo una novela interesantísima, cae en la cuenta de que está llena de piedras preciosas, y sigue adelante con renovados bríos.
            Esta pedrería fina no siempre consiste en el relato de episodios, tormentas, avistamientos, huidas, persecuciones, capturas, procesamientos y encarcelamientos, que hay muchos en la novela, todos contados con brevedad suficiente, sino en el del propio juego verbal con los términos de marinería. A mí las novelas del mar me suelen saber a diccionario. Es lo que decía Umbral a propósito de Madera de héroe (el título llevaba un guarismo), de Miguel Delibes, que el autor nombraba mucho mastelero y mucho foque y mucha cosa pero ahí no se oía el mar. En Baroja sí se huele el mar, y la razón es que sabe colocar los tecnicismos de marinería de manera que se expliquen por sí mismos. Si alguien alguna vez acomete una edición crítica de esta novela, la infestará de notas a pie de página, y yo creo que no he mirado ninguna vez el diccionario, y eso que había decenas de términos que leía por primera vez. Algunos no los entendía de momento, pero al imaginar la escena cobraban sentido. No abrumar al lector con notas explicativas sería la mejor manera de reconocer la maestría de Baroja.
            Y no solo marineras. Buena parte del libro sucede en tierra, en las costas africanas, en el río Congo, y ahí Baroja, que no se ha cortado un pelo al describir la podredumbre moral de los negreros, hace exactamente lo mismo con el salvajismo sanguinario de las tribus, y por allí aparecen reyezuelos alucinados y sacrificios humanos, viejas comedoras de niños y encuentros dominicales entre tribus que se saldan con cientos de muertos, curanderos delirantes, inocentemente sádicos, que, como una y otra vez se encarga de apostillar Baroja, casi siempre en boca de Chimista, no son muy diferentes en la religión cristiana. Un sano relativismo iguala, más allá de las razas, la necedad humana.
            Pero, otra vez, la narración exacta, antropológica de las costumbres de los africanos, su relato tan escueto como cargado de sorna, le permite un juego verbal que se nota que a Baroja, a esas alturas de su carrera, ya le parecía un entretenimiento por sí mismo. En La familia de Errotacho es fácil encontrar huellas de una prosa límpida, cargadas de nombres nítidos, párrafos de una poesía onomástica que nos recuerdan al Cela de sus últimas décadas, un escritor que sostiene los párrafos con la brillantez cromática y la tersura significativa de las palabras, como abstraídas de su propio sentido, levitantes. Aquí Baroja se da un festín con ese juego al final de la novela, en los conocimientos de medicina salvaje que desgrana el capitán Chimista como si fuera un oráculo de fantasía, de palabras que vuelan por sí mismas, recetas de cocimientos, rituales absurdos, leyendas disparatadas, con una falsedad y una alegría que es la única que explica que haya sabido ser negrero. Embid no aprendió la primera lección: siempre se dejó coger. Pero Chimista, que conoce las palabras, es capaz de viajar con cuatrocientos negros en la bodega zigzagueando por el mar, escondiéndose por entre las olas, engañando a los enemigos. El maestro vuelve al final de la novela para decirle al alumno, el sufrido y desengañado Embid, que no ha aprendido nada, y de paso le suelta un discurso que es palabra en libertad.
            Yo no sé si Mendoza (otra vez) habría escrito uno de los cuentos de Tres vidas de santos, el que transcurre en el África surrealista, sin leer este libro. Ni siquiera sé si leyó este libro, pero estoy por suponerlo. La narración, siempre concisa, sin juicios, declarativa y fría, constituye con frecuencia una escena bárbara o sin sentido. Baroja lleva la expresión de los hechos a su formulación más rigurosa y más absurda, y en ese territorio, con un poco de mala leche, con frecuencia nos hace reír. Pero nos estamos riendo de barbaridades, como Chimista, y enseguida replegamos la sonrisa para tomárnoslas tan en serio como se las toma Embid, y así le va.
            Baroja ha armado un cuento muy sencillo, el del joven que se hizo a la mar para hacerse rico como fuera, y aprendió a ver la vida con indiferencia, pero no a ser más listo. Para eso habría tenido que tener todavía menos escrúpulos. Y esta fábula moral está contada con una cantidad inagotable de lances marineros y selváticos que no bajan el ritmo ni un momento. No hay un solo pasaje en el que haya sentido una bajada de tensión, y la perspectiva de leer la segunda parte de esta fabulosa historia, La estrella del capitán Chimista, es el mejor reclamo para evadirse de los ritos de la tribu, que estos días se pasea con gorros cónicos que les tapan el rostro y llevan a las costillas estatuas enormes en las que se representan sacrificios humanos.
            Bien, pero ¿y lo negros? Los negros van en la bodega, los engañan o los cazan factores portugueses, o los vende un reyezuelo enemigo que previamente los había capturado en un encuentro dominical, o su propio reyezuelo, si se han portado mal con arreglo a las prescripciones del brujo de cabecera, o si el reyezuelo quería comprarse unas baratijas. Baroja no deja de insistir en las putrefacciones de lesa humanidad que significaba la trata de esclavos, pero en su distancia antropológica no es en absoluto condescendiente. Baroja piensa que los cazaban como conejos, víctimas de la ignorancia de su propio salvajismo, pero en este modo de verlo no parece haber una defensa del débil como pueblo sino la sangrante constatación de la ley del más fuerte y de la bajeza moral a que pueden llegar impunemente los más fuertes en todos los ámbitos, en la compañía de contrataciones de La Habana y en el puesto de mando de las goletas de guerra inglesas, en las jaulas de esclavos que aguardan su transporte a Cuba o Brasil y en las tribus de las que proceden. En un momento dado, Embid, que ha sacado a pasear a los esclavos a cubierta, se pregunta cómo es posible que una docena de hombres, armados de la voz y del látigo, sean capaces de guardar de quinientas personas con la misma facilidad que si se tratase de ovejas asustadas. Los negreros se sirvieron de esa debilidad psicológica, delcarácter sumiso y con frecuencia tranquilo, incapaz de reaccionar a la violencia blanca occidental. Por eso Embid debe ir de incógnito si quiere que lo admitan en un mercante, porque la trata por aquel entonces ya era un estigma moral. Entre los últimos piratas sin escrúpulos, Embid vende su alma por unas onzas de oro y todo el pesimismo del mundo.

17.1.14

Acuarelas escritas


Es una lástima que El laberinto de las sirenas no haya merecido una moderna edición crítica igual que la siguen mereciendo algunas de las obras mayores de Baroja. Para los historiadores de la literatura sería un filón interpretativo. Tiene de todo. Es una de sus novelas más poéticas, escrita con criterios pictóricos, y hay razones biográficas para pensar que es la primera gran obra de una nueva etapa, o por lo menos una de las novelas fundacionales del gran mito de Baroja.
               La novela es, sin tapujos, una apuesta literaria. Empieza en un tren, donde una dama, la duquesa de S., Demetria, le lanza el guante al capitán Andía. “A mí me gusta algo que sea como una melodía, una historia de amor con un fondo bonito, algo que distraiga, que divierta, que haga olvidar las cosas feas de la vida vulgar. ¿Usted sabe hacer algo así?”
No hay mejor resumen de la novela. Yo no sé si Baroja llegó alguna vez a escribir mejor que en este libro, sobre todo en esa espléndida obertura, ese “fondo bonito” en el que llena la novela de luz mediterránea, como si pintara un macchiaioli sobre el que luego contar sus historias, de manera que todos los personajes fuesen abstracciones simbólicas de una preciosa colección de marinas calabresas. Es, a su vez, el fondo modernista de Baroja. El propio Baroja escribió muchas otras novelas que partían de los hechos, no de los paisajes, pero esta (y eso lo comparte con Camino de perfección) es toda ella un ambiente, un respirar la brisa caliente y salada, un teñir de flores las escenas. La leemos como si viéramos un cuadro. No hay, pues, acción narrativa sino acción descriptiva, es decir, los acontecimientos son los que mejor cuadran con el paisaje que los contempla, no al revés. Las historias nacen de la geografía. Si hay gruta, hay sirenas; si hay laberinto, hay náufragos del romanticismo. Cuando es al revés, el paisaje es siempre de cartón, y aquí se puede oler un último sueño de tierra y libertad, como dice Roberto O’Neil en su canción de los hijos de Aitor (y que Jon Juaristi no aprovechó en su indiscriminada búsqueda de citas a granel, así como tampoco, más adelante, una mención explícita del Fausto).
Esa obertura sirve de marco a la narración, tal y como había montado las Memorias de un hombre de acción, que era a lo que más tiempo dedicaba desde hacía ya bastantes años. En este caso, el autor viaja a Nápoles con su amigo el doctor Recalde, y la novela empieza ya a desprender la fragancia de los símbolos. Las descripciones de las calles de Nápoles, del puerto y, sobre todo, la espectacular, colorida, abigarrada, vivísima descripción de la puerta Capuana son como si el autor empezara por demostrar a la duquesa de S. todo lo que hay que saber en materia de estilo. No sé si se puede o no describir mejor, pero, por lo que a mí respecta, creo que no se debe, si no se quiere perder una sola ráfaga de emoción. Baroja mantiene a raya la retórica al mismo tiempo que utiliza lo más vistoso de la lengua, los nombres de las cosas, las flores y las calles y las aguas, para acostumbrarnos la mirada a una Italia idealizada en los ensueños pictóricos y literarios de su autor. Esta demorada introducción, este vasto fondo es un espléndido ejercicio de mímesis, pero no mímesis de la realidad sino mímesis de la representación de la realidad. El laberinto se crea con estas largas descripciones. El mundo se construye en estas páginas, y dentro vemos a los títeres, que nos cuentan historias.
Recalde, el médico, la ciencia, la realidad, no acaba de encontrarse en aquel mundo que a Baroja le entusiasma contemplar, y lo deja solo. Baroja en aquellos tiempos vivía rodeado de médicos. Quizá, cuando se ponía a escribir, lo primero que quería era olvidarse de ellos. Ya digo que la novela tiene jugo biográfico. Se escribió en 1923. Recomiendo la preciosa reseña de Julio Caro que acompaña su edición de Caro Raggio y que también está en la imprescindible Guía de Pío Baroja que editó Pío Caro para Cátedra. Allí dice, primero, que la terminó en Rotterdam, en septiembre de 1923, en una época en la también viajó por Alemania y Dinamarca (o por Suiza, que es donde empieza El amor, el dandismo y la intriga, también de 1923), pero fueron las impresiones de un viaje a Nápoles las que le inspiraron El laberinto de las sirenas. Es de suponer que en su viaje a Nápoles Baroja tuvo que escribir un montón de acuarelas que luego utilizó para decorar el comienzo, mientras el arquitecto Toscanelli construye un mundo aparte, alejado incluso del paisaje, en una gruta donde habitan las ninfas y pululan los tipos barojianos como en un paraíso que parece un limbo. Me he acordado mucho leyéndolo de Las veladas de Santa Eufrosina, de Julio Caro, que tienen ese tono metaliterario, melancólico y pictórico, y retratan escenas italianas. El caso es que la terminó de escribir lejos de Italia, en un lugar con otra luz, cosa que se notaría si la impresión de las largas y brillantes descripciones del principio no fuese tan envolvente y duradera.  
Pero un mes antes de terminar la novela, en agosto de 1923, a Baroja lo habían tenido que ingresar en el Instituto Ramón y Cajal para seguir una cura antirrábica porque le mordió un perro. Fue un mal principio para una buena y larga etapa creativa, o bien un final irónico para una fase muy difícil de su vida, llena de problemas de salud. En 1921, harto de padecer, se le extirpó la próstata. De todo ello hay un evidente, irónico y hermoso reflejo en esta novela. Roberto O’Neil compone un poema entre Coleridge y Poe sobre la muerte de Pan, otro gran tema nietzscheano que, por cierto, se le pasó por alto a Gonzalo Sobejano en su exhaustivo inventario de nietzscheanismos. “Sí; se acabó la alegría de la vida antigua, fuerte e inconsciente; se acabó la confianza en la naturaleza y en los instintos; se acabó la creencia en los mitos vitales; se acabó el correr, coronados de hiedra, por los bosques.” Afortunadamente, los críticos de peor baba también la pasaron por alto. Baroja era en 1920, en el prólogo a La sensualidad pervertida, creo recordar, “un fauno reumático”. En 1923 ya solo quedaba el reúma.
Se dice que uno de los efectos de aquella operación, aparte de que Baroja fue a partir de entonces “más adusto”, como repiten las biografías tópicas, fue que se volvió muy friolero. El laberinto de las sirenas es una de las primeras novelas que Baroja ya escribe con la bata de lana y la boina y la bufanda blanca, que es como ha pasado a la historia. En 1922, en la breve visita que rindió a Teruel acompañado de Ortega y Gasset, los periódicos locales informaron de que Baroja lamentó no haber traído la boina, porque hacía más frío del que imaginaba, y eso que estaban en abril. Iba a cumplir cincuenta años. La boina no la necesitaba para visitar la ciudad, porque llevaba sombrero, sino para estar en el cuarto del hotel. En la maleta llevaría la bata de lana y esas zapatillas de paño sobre las que discutiría poco después, en 1925, en el prólogo de La nave de los locos, también con Ortega y Gasset.
El caso es que Baroja había ya doblado su cabo de las tormentas. Luis Murguía, tres años antes, era Baroja hecho personaje, danzando por Europa, pero aquí Juan Galardi y Roberto O’Neil no son contrafiguras del autor sino, en todo caso, contrafiguras de sus personajes. Hay un doble fondo en ellos. Juan Galardi, “un vasco decidido y valiente”, es una abstracción de sus tres anteriores grandes héroes vascos, Martín Zalacaín, Shanti Andía y Jaun de Alzate:

Galardi tenía la cabeza sólida, mucha fuerza y mucha agilidad, y, sobre todo, mucho nervio; en su primera juventud había sido un buen jugador de pelota. Era, además, muy diestro en el boxeo y un gran nadador, que podía pasarse dos o tres horas en el agua sin cansarse. Su filosofía era el fatalismo, pero creía que a veces el destino adverso se deja vencer por la audacia.

Con Jaun de Alzate este libro comparte, además, ese aire alejado, imaginativo, ajeno a la realidad, en un mundo propio, en un teatrillo lleno de símbolos y de poesía. Baroja se larga de Madrid igual que se marcha de su propia vida, o más bien la somete a una operación estética de la que no surge un libro de opiniones y de largas conversaciones sino, sobre todo, otra obra maestra de la descripción.
Estando el autor en Nápoles, aún en el prólogo de la novela, coincide con la marquesa de Roccanera, una mujer muy interesante que le ofrece los libros de Juan Galardi. El procedimiento es el habitual en los tomos de las Memorias de un hombre de acción que va escribiendo al mismo tiempo, pero Juan Galardi no es Pello Leguía y su historia se cuenta en tercera persona. Los cuadros no se pintan en primera persona (quizá por eso Pello pinta el de Aviraneta).
Aquí empezaría propiamente la novela, después de una magnífica obertura de cuarenta páginas, con la historia de Galardi en Marsella (otra portentosa descripción) y su primer encuentro con las ninfas perversas, en este caso una argelina, Raquel, que exprime a Galardi, lo empuja a no ser honrado con el dinero del barco donde navega y, cuando ya no le queda un duro, lo deja tirado. Poco después Galardi la ve con otro, y su reacción dice mucho del tono que late, sin embargo, en la novela: “Era una verdadera sirena. / Galardi la contempló con menos cólera de lo que hubiera pensado. / Todos los animales violentos y feroces se domestican con la pedagogía del hambre y del palo. Esta pedagogía había amansado al piloto.”
Galardi se marcha a Nápoles. Es un gallardo marino vasco de 27 años del que se encapricha una marquesa, la Roccanera, que aquí, más que ninfa, es hada madrina, la que envía al marino a un mundo ficticio, a la casa del laberinto. Porque la marquesa, como está enamorada de Galardi, lo hace su contable y lo manda al pueblo de Roccanera, que es una manera un poco rara de tener amantes. Baroja pasa por alto toda alusión erótica. No se sabe qué grado de amante tiene Galardi, si de florero o de muñeco. La única escena erótica, a lo lejos, en un bosque, se mencionará muy de pasada en el lío con Odilia, la ninfa nórdica.
El caso es que, cuando llega a Roccanera, en Calabria, y vuelve a retratar maravillosamente el barrio de la Marina, la novela se mete definitivamente a vivir en un cuadro. El inglés John Stuart, un genuino hombre de acción, lo que da para dos ingeniosos cuentos sobre cómo engañaba, en una época anterior a la narrada, a sus acreedores primero y a sus compradores después, decide construir una villa junto al mar y contrata al paisajista Toscanelli. Y toda la enorme finca que ajardina es también el tapiz donde se pinta la novela. A Baroja le gusta el mito de la construcción, de los preparativos. Le gusta describir reformas y construcciones. El lector, sin embargo, desconfía de Toscanelli, piensa que es un cantamañanas, y queda tan gratamente sorprendido con el resultado como el dueño que lo contrató, porque el arquitecto italiano no solo cuenta con los colores, sino también, y sobre todo, con el tiempo. El mundo que crea Toscanelli convive con una granja de labor y con una gruta misteriosa, con acantilados y valles profundos, con jardines clásicos y bosques salvajes. Es un jardín romántico de fantasía dentro de un paisaje calabrés, el escenario en el que se desarrollará esta pequeña comedia bufa, como muy oportunamente abrochará Baroja la novela.
El drama, el tercer nivel de la novela, empezaría en este punto. Otro inglés, O`Neil, después de una historia de agradecimiento y de amistad, se queda con la finca, y tiempo después se la deja a su hijo, Roberto, porque la hija, Susana, americana pragmática y urbanita, asoma el morro en la historia pero no le gusta y se va. Este Roberto es un retrato literario más que un personaje. Es un fantasma hecho de ecos, un romántico de reglamento, soñador, contemplativo, insatisfecho, poeta y enfermo. Su generosidad sin límites, su desprendimiento enfermizo me recordaba por momentos al Alejandro Miquis de El doctor Centeno. Pero este Roberto, a pesar de estar enfermo toda la novela, no deja de viajar a países perdidos ni de invitar a gente rara, una galería de tipos barojianos perfectamente imaginables en un cuadro no ya de Ricardo Baroja sino de Julio Caro. Por allí pasa el farero que construye maquetas de barco, el ermitaño que vive del aire, el erudito alemán que esconde un secreto vergonzoso, e incluso un faquir, al que Juan Galardi no puede soportar, pero que al lector lo regocija, sobre todo cuando habla “con gravedad de granuja”.
Las ninfas, sin embargo, se interponen en ese mundo infantil para espíritus ancianos. Sus ecos todavía los llaman desde el fondo del bosque y desde las olas de la playa. Laura Roccanera conquista a Roberto, que podría haber elegido a Rosa Malaspina, la Charo buena de La sensualidad pervertida, y encima libre.  

“Laura Roccanera y rosa Malaspina no veían en el mundo más que el amor; todo lo demás les parecía insignificante y ridículo.
Tras de esta afirmación de la primacía de Eros no estaban en todo conformes. Para la Roccanera el amor tenía que ir unido siempre a la admiración, al Fausto; la malaspina pensaba que podía ir unido a cierta compasión.
¿Quién era más mujer? No es fácil saberlo.

Galardi, por su parte, que prefiere la vida sencilla, se rodea de aparceros resentidos, uno de los cuales intenta matarlo, en una escena a lo Walter Scott que Baroja ventila en un abrir y cerrar de ojos, cuando el taimado Pascual intenta que Galardi, que no les deja sisar a la dueña, pise el suelo podrido de una galería y caiga desde veinte metros. Pero su mundo es el del honrado Alfio y su hija Santa, un mundo previsible y ordenado en el que Galardi se siente más a gusto, por más que, como hiciera Jaun con la Pamposha, Galardi se deje seducir por otra ninfa serrana, Odilia, un poco bruta, áspera y salvaje, y sin embargo amiga del conocimiento.

“Santa era una muchacha muy bonita y muy simpática, con el óvalo de la cara perfecto, los ojos grandes y melancólicos, el pelo de color de caoba, dividido en dos bandas y un aire de madonna.
Odilia era fuerte, corpulenta y atlética; tenía la cara ancha y un poco juanetuda; los ojos verdes y una magnífica cabellera rubia, casi roja.”

Mientras Roberto, el romántico languideciente, caza sirenas y les pone trampas a los espíritus, Galardi se casa con la humilde Santa, y lo primero que tiene que hacer para que no le arruinen la vida es librar a su mujer de la superstición. La escena de la tata fanática es estupenda, sobre todo el final, cuando Galardi la echa de casa: “Para evitar un nuevo ataque de jettatura, Santa puso a la entrada de la casa un cuerno y unas ramas de coral”, lo cual no le sirvió para que Roberto no se liara con Odilia y a Baroja para que el bueno de Roberto sacara a Galardi de las garras de la ninfa y se lo llevara, en una goleta, a recorrer el Mediterráneo y visitar páginas de Cervantes, como la de aquella Zahra de mala sombra que es como una versión cómica y misógina de la historia de Zoraida.
La novela, a pesar del juego de amoríos, llega a su punto culminante con los dos protagonistas, Roberto y Galardi, y Santa, su esposa, contemplando un paisaje. Son tres o cuatro páginas de antología, o de manual, o de ambas cosas, que no está en la red y me da pereza copiar. El caso es que a partir de esa escena, después de algún que otro episodio de decadencia y con un diablo ex maquina, Busoni, que aparece muy al final para rematar románticamente la novela en cuatro pinceladas, el mundo creado comienza a venirse abajo. La muerte de los personajes le da el sombreado final. El jardín se descuida, los edificios de la villa que levantó el primer inglés se vienen abajo. El tiempo pasa y los sueños se hunden. La novela no es en absoluto abierta, pero al mismo tiempo significa la fundación de un mundo aparte, fuera de la novela autobiográfica y también de la histórica, que son las dos que había practicado hasta entonces, y sin embargo resumen y esencia de las dos. Yo diría, además, que La leyenda de Jaun de Alzate le abrió nuevas perspectivas, el diseño de un mundo alejado donde irse a vivir, y que el posoperatorio y la vacuna antirrábica le dejaron en una melancolía que se sobrepone a base de romanticismo y de belleza. En un cuarto de Rotterdam, con bata de lana, boina y zapatillas, con el uniforme que ya no se quitaría nunca, Baroja, huido temporalmente del mundo, firmaba una preciosa exposición de marinas, jardines y mundos perdidos, acaso uno de sus mejores libros.

25.11.13

El héroe sano, 2


Pues sí: después de Zalacaín, en el tiempo que me dejan las lecturas de temporada, me metí con Shanti Andía, que es quizá lo que debería haber leído nada más volver de Lekeitio. Lo recordaba mucho mejor que Zalacaín, y también me ha impresionado más. Con Zalacaín fue gozo narrativo. Con Andía es nostalgia, pero una nostalgia que ya sentí, un poco anticipadamente, cuando lo leí la primera vez. Entonces yo era un chico, como dice Baroja, y esta página de la novela me parecía un atributo más del héroe:

Sí, todo está igual; yo sólo soy diferente, yo sólo he variado; era un niño, soy un hombre; era un ingenuo, soy un desengañado y un melancólico. He vivido en medio de los acontecimientos, y los acontecimientos me han escamoteado la vida.
               Algunas veces me miro al espejo, y al verme viejo y cambiado, me digo a mí mismo:
               -¡Ah!, pobre hombre. Tu juventud se fue.
               Han pasado muchoas años desde que salí de mi pueblo, ¿y qué he hecho? Ir, andar, moverme de aquí para allá, llevado por un turbión de acontecimientos que me han dejado el alma vacía. Cuando he buscado un poco de calor y de abrigo he encontrado frialdad, dureza y egoísmo.
               Navegando he perdido la noción del tiempo; embarcado, los días son largos, y, sin embargo, los años, suma de días, son cortos, escapan, vuelan. El tiempo ha corrido bien rápidamente para mí. Ese pensamiento en el pasado, cuando se deja atrás la juventud, es como una herida en el alma, que va fluyendo constantemente y nos anega de tristeza. Todo el camino andado parece una Vía Apia sembrada de tumbas.

               Esto lo escribe Baroja a los cuarenta años. Es uno de sus años de gracia. El mismo año, 1911, publica El árbol de la ciencia y Las inquietudes de Shanti Andía, dos obras maestras. Tusquets publicó hace un par de años la trilogía La raza, con formato y honores de novela contemporánea, igual que se publican las de autores vivos. Eso me gustó. Hay que sacar a Baroja de la incubadora escolar y preguntarse si hay alguien ahora que lo haga así de bien, si hay una novela de ochocientas páginas que pueda equipararse a la trilogía Las ciudades. Si hay algún libro para todos los públicos de la talla literaria de Las inquietudes...
               Pocas páginas antes, Baroja escribía una de sus famosas poéticas:

               Hoy no puedo soportar a la gente que juega con las caderas y con el vocablo; me parece que una persona que ve en las palabras, no su significado, sino su sonido, está muy cerca de ser un idiota; pero entonces no lo creía así. Cada edad tiene sus preocupaciones.

               Y sin embargo las descripciones de Shanti Andía son de una perfección emocionante. La bellísima historia del viaje al barco naufragado tienen un nivel difícil de superar. Y digo bien, porque si lo superas ya te estás amanerando, aunque sea solo un milímetro. Leo los párrafos escuetos de Baroja, ese constante refrenar el impulso romántico que lo animaba, ese permanente dejar que se disuelva en melancolía, que la ola no llegue a romper ni la prosa a desparramarse. No hay nada enfático en esta prosa, pero al leerla, al pensar en que la estoy leyendo (algo difícil en Baroja, que consigue de inmediato lo más importante de todo, que te olvides de que estás leyendo), soy consciente de lo difícil que es escribir así de bien y del férreo espíritu crítico que uno debe tener consigo mismo. 
               La primera valentía del poeta es la claridad. Pero Baroja parte de esa misma claridad para dar un giro metaliterario que si hubiera premeditado le habría salido presuntuoso. Porque Las Inquietudes de Shanti Andía, en su primera parte, cuando Shanti habla de sí mismo, no es exactamente una novela del mar sino del mar visto desde tierra. Es, como Sotileza, la novela del pueblo pesquero, del puerto de mar. Es novela de camarote, no de cubierta. Shanti va y viene a Manila en un par de líneas, y las siguientes páginas se dedican a un almacén de objetos curiosos que hay en el pueblo cercano. No hay, de momento (sí en la segunda parte, cuando ya no suenan a enciclopedia), historias del mar entendidas como ese rollo de gavias y cabestrantes, un error que cometió Delibes (creer que el mar estaba en sus tecnicismos marineros) y que cometería cualquiera que no acepte su condición, digamos, interior. Baroja lo sabe, y pronto la novela alcanza a la memoria, es decir, el mar de la infancia y de la juventud se diluye en el Baroja adulto. La primera parte de esta novela es muy Zalacaín. Nos esperamos un Shanti intrépido, sano. La juventud, más barojiana, más desengañada, ya es el Baroja envuelto en un abrigo, cabizbajo, con el cuello subido y las manos en los bolsillos, y al llegar a la madurez nos suelta esto, a mitad de novela. Cuando yo era mozo, ese desengaño del viejo lobo de mar me parecía de lo más romántico. Ahora que he alcanzado, y sobrepasado, la edad de su autor cuando lo escribió, me parece de un realismo enternecedor. Pero me emociona más ahora, como es lógico. Me emociona el héroe del primer capítulo y el desengaño de la mediana edad, a pesar de que sé que ese héroe no es Shanti, es Baroja. En esta novela el feliz Shanti pugna con el triste Baroja, y parece ser que al final gana el viejo marinero, la tierna fantasía cotidiana.
               Pero Baroja, pasada esta primera parte, utiliza pronto un mecanismo que será el método con el que, a partir de 1913, irá hilando las veintidós novelas de las Memorias de un hombre de acción, los múltiples narradores, los largos relatos insertados, un uso libre de la novela marco que le permite, por una parte, contar con distancia lo que contado por el propio Shanti parecería presuntuoso, y, por otra, llevar esa distancia al terreno de las estampas románticas. Así, hasta mitad de novela, da la sensación de que Baroja navega por sus veranos y por la lectura de Dickens. La historia del marino de Bisusalde, Juan de Aguirre, empieza con una escena propia de David Copperfield, la del anciano delicado que vivía en la costa con su hija. Uno diría que es ahí donde Baroja se replantea la narración cuando deja que el marinero Itchaso cuente, en cuarenta páginas incesantes, la historia de los dos Tristanes, en un tono más cínico que el de Shanti, como si Baroja, para contar las cosas a su modo, hubiera querido no implicar en ello al protagonista de la novela, un hombre más afable y risueño que el viejo lobo que cuenta una historia de barcos negreros, lo más parecido que tenemos a Joseph Conrad por este lado del mar.



               La narración vuelve entonces a Shanti y a su rivalidad con Machín, un personaje de Dostoievski, con un aire a Smerdiákov, el epiléptico de los Karamázov, pero sobre todo a esos personajes cuya maldad es anomalía, pero cuyo fondo trágico no deja de ser bueno a pesar de las atrocidades que traman, o por lo menos comprensible desde un punto de vista, digamos, naturalista. Y, cuando esta sorpresa que es siempre la redención de un malo pierde fuelle, cuando esa ráfaga de viento se disipa, la narración coge nuevo impulso con el manuscrito de Juan de Aguirre, que narra en parte lo ya narrado por Ichaso (sin el gracioso cinismo de Ichaso), y amplía las aventuras como si navegando se hubieran metido en mares de otros siglos, en los cantos de Ossian y las novelas de Walter Scott, que aquí se citan varias veces al final. Baroja termina la narración metido en una estampa marinera como las que adornan las paredes de su casa de Itxea, los grabados que Baroja encontraba por la ribera del Sena en aquellas mañanas grises en las que escribía El árbol de la ciencia.
               Juan de Aguirre será ya Aviraneta. Después de Shanti, Baroja ya tenía el método para un carmen perpetuum, para una novela sin fin que le permitiese alternar sus dos tonos, el más cercano y pesimista y el más legendario y risueño. El efecto es complicado. Por una parte, los relatos insertados descargan la novela de realismo y la bañan de nostálgica aventura; pero por otra parte en esos relatos está escrita toda la crueldad y el pesimismo que el narrador realista, Shanti, no es capaz de sentir. Lo legendario se llena de pesimismo contemporáneo, y lo contemporáneo de ingenuidad aventurera. Al final Shanti es un viejo marinero al que su mujer le dice que siempre está contando las mismas historias, rodeado de hijos y nietos, feliz en esa felicidad innata, en esa alegría de vivir profunda que no sabe de ambiciones ni de envidias, la ausencia de avaricia que le libró del malhadado tesoro de Juan de Aguirre, pero no de su relato.
               El Epílogo, otra obra de arte, es un retrato del héroe liberado de su condición contemporánea. Es el héroe de siempre, el que es capaz de ser feliz. El mismo año Baroja trazó el impresionante retrato del hombre que no puede serlo. Andrés Hurtado es Pío Baroja, pero Shanti Andía es, más bien, el gran Ricardo Baroja, de quien sería momento de leer La nao capitana
               Dejó aquí ese compendio de moral epicúrea que es el epílogo de Las inquietudes de Shanti Andía. No creo que el tipo de emoción que busca se pueda conseguir mejor de otra manera, con otro estilo más o menos florido, sino exactamente así, con ese laconismo plagado de versos sueltos. Si acercas el oído, casi escuchas a Machado.

Han pasado muchos años de vida normal, tranquila, sin más incidentes que los cotidianos.
Juan Machín no ha aparecido. Quizá anda perdido por los mares; quizá también ha ido a buscar algún tesoro en un rincón del planeta.
Como guardando la tradición de la familia, es él el Aguirre inquieto que se pierde por el mundo. ¿Vive? ¿No vive? ¿Volverá? No lo sé. Confieso que al principio no hubiese querido que volviera; hoy, sí, me alegraría de verle y de estrechar su mano.
Respecto de mí, siento un poco de vergüenza al decir que soy feliz, muy feliz. Es verdad que no lo he merecido, pero así es.
Cuando pienso en mi mujer, me acuerdo también de Diana Vernon; pero no tengo que recordarla como mi tío Juan de Aguirre ni, como el héroe de Walter Scott, muerta, sino que la veo viva, a mi lado. Hoy, con sus cincuenta años y los cabellos grises, me parece más encantadora que nunca.
Mi madre vive ya constantemente en nuestra casa de Izarte. Le gusta estar siempre en la cocina hablando con las muchachas y con mis hijas, echando leña al fuego y murmurando contra mi mujer.
En el fondo se entienden las dos perfectamente; pero mi madre tiene que reñir un poco; acusa a mi mujer de mandona y de que siempre quiere hacer su voluntad.
Todos mis hijos han sido mecidos en los brazos de su abuela, y dentro de poco podrá mi madre mecer a su bisnieto.
Yo cada día me siento más indolente y más distraído. Muchas mañanas, con el buen tiempo, me levanto muy temprano y sigo el camino abandonado, escuchando el rumor de los campos. Los pájaros cantan en las enramadas, el sol se derrama brillante por la tierra.
Al volver me detengo a contemplar mi casa, sobre el jardincillo que le sirve de pedestal. En el balcón de madera brillan los geranios rojos; en el huerto, algunos girasoles levantan sus grandes flores sobre sus tallos. Subo la escalera y me asomo al balcón. Las vacas pastan en nuestro prado; mis chicos suelen seguirlas protegidos del sol por grandes sombreros de paja. Enfrente veo las casas desparramadas de Izarte, que parecen de juguete, echando humo por la chimenea, y a lo lejos los montes.
Mi mujer sabe que algunas veces necesito vagabundear un poco, y me deja. Antes me solía acompañar en mis paseos, y algunas veces, al ver aparecer el lucero de la tarde, recitó esa poesía de Ossian, que hemos leído los dos en un ejemplar de Ana Sandow, y que empieza así: "Estrella del crepúsculo, que resplandeces soberbia en Oriente, que asomas tu radiante faz por entra las nubes y te paseas majestuosa sobre la colina... , ¿qué miras a través del follaje?"
Yo la solía escuchar con las lágrimas en los ojos. Aquellos cantos de Ossian me parecían admirables. Hoy mi mujer tiene demasiadas cosas en que ocuparse para corretear por el campo. Nuestro clan va aumentando y ella es la administradora. Yo le digo que es buen tirano, la dictadora inteligente, la representación del gobierno ideal para los perezosos.
Yo soy el vagabundo de la familia.
Cuando cambia el tiempo experimento la nostalgia de sentir la paz profunda del mar, de su abandono y soledad. Entonces voy a pasearme por la playa de las Ánimas, y contemplo, como si fuera por primera vez en mi vida, las tres rayas de espuma de las olas que rompen en la arena.
En la primavera me produce una gran alegría; en el otoño, una gran tristeza; pero una tristeza tan extraña, que me parece que sería muy desgraciado si no la sintiera alguna vez.
En esos días de noviembre, cuando vuelve la humedad y el dominio del gris; cuando vuelven las líneas vagas y borrosas y vuelve el silbar agudo del viento; cuando el arroyo Sorguiñ-erreca semeja un torrente,
Estrella del crepúsculo, que resplandeces soberbia en oriente, que asomas tu radiante faz por entre las nubes y té paseas majestuosa sobre la colina..., ¿qué miras a través del follaje? entonces me gusta pasear por la playa y saturarme de la enorme melancolía del mar y empaparme en su gran tristeza.
Luego, cuando ya estoy saturado de espumas, de olas, de gemido del viento, subo por la cuesta de los Perros hasta lo alto de las dunas, y avanzo por entre los maizales. Allá está la aldea tranquila donde vivo, allá están los míos. Voy acercándome a mi casa; la familia, en estos días de invierno reunida en la cocina, delante del fuego del hogar, me espera.
Allí cuento yo mis aventuras, y las adorno con detalles sacados de mi imaginación; pero las he contado tantas veces que mi mujer me reprocha un poco burlonamente que las repito demasiado.
A veces me preocupa la idea de si alguno de mis hijos tendrá inclinación por ser marino o aventurero. Pero no, no la tienen, y yo me alegro..., y, sin embargo... Ya en Lúzaro nadie quiere ser marino; los muchachos de familias acomodadas se hacen ingenieros o médicos. Los vascos se retiran del mar.

¡Oh, gallardas arboladuras! ¡Velas blancas, muy blancas! ¡Fragatas airosas, con su proa levantada y su mascarón en el tajamar! ¡Redondas urcas, veleros bergantines! ¡Qué pena me da el pensar que vais a desaparecer, que ya no os volveré a ver más! Sí, yo me alegro de que mis hijos no quieran ser marinos..., y, sin embargo...
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