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18.1.15

El diario de Pepe Carmona

  
         Así como en El sabor de la venganza la estructura, el trenzado de las historias, es tan buena que convierte a los relatos sueltos en novela única, en el caso de Las furias  Baroja echó a perder, editorialmente hablando, una magnífica novela, El diario de Pepe Carmona, una de esas joyas del estilo de El convento de Monsant  que nos encontramos de vez en cuando emboscadas en otros títulos de otras series. Las furias tiene 222 páginas, de tal manera que, de la 1 a la 130 y de la 169 a la 188, se nos transcribe el diario, la novela buena, y entre la 131 y la 169, y luego entre la 188 y la 222, Baroja remete los papeles sueltos de Aviraneta, que ya no tienen nada que ver con Carmona y que se terminan disolviendo en un retrato burlesco del general Narváez. Con que Baroja hubiera publicado en volumen aparte esas 130 páginas primeras no solo ya tendríamos una novela de primera línea, sino un texto muy importante para entender la evolución de su obra por aquellos años.
            El diario de Pepe Carmona es una novela mediterránea, como lo eran, además de El convento de Monsant, La aventura de Missolonghi, si es que ambas no son partes de la misma novela escritas en libros diferentes. En esta otra incluida en Las furias hay elementos comunes con aquellas: el contraste entre el romanticismo flojo del narrador y el donjuán activo y algo canalla; la inusual, en esta serie de Aviraneta, extensión de las descripciones; el modelo de mujer aristócrata y un tanto fantasiosa, con su punto de Carmen huyendo con un picador. Pero en este diario se agrega un elemento que por otra parte ya había ido apareciendo, a veces en relatos sueltos y a veces como parte de una novela, sobre todo en La veleta de Gastizar; se trata de un bucolismo pictórico, teocríteo, de celebración de la antigüedad clásica y, sobre todo, de la transposición de un mundo verosímil a la metáfora de los mitos antiguos. Este es el camino que, Jaunde Alzate por medio, desembocará gloriosamente dos años después, en 1923, en El laberinto de las sirenas, de la que este diario es quizá su más claro y cercano antecedente.
            Pepe Carmona, por otra parte, es un Luis Murguía vestido de romántico, empeñado en escribir un largo poema sobre la batalla de Lepanto, un malagueño “amable y distinguido, pero no pasaba de ahí”. Lee a Ossian y a Walter Scott, y su padre era un anglófilo que había estado en Liverpool soñaba con ser un gentleman por encima de todo. El mismo Pepe “parece un inglés”, y la verdad es que su papel parece el de Thompson, quien tiene un breve cameo al final de la novela, o incluso, después, el de O’Neil, ese inglés cándido y perezoso que se retira a las costas italianas.
            Al morir su padre, Carmona deja Málaga por la ruina de la casa comercial y la tristeza de amar a una muchacha que no le corresponde, Teresa, y se marcha a Tarragona. Allí Baroja reparte juego en un momento: las tarjetas de recomendación llevan a Carmona a la primera galería de tertulianos, el capitán Arnau, el comerciante Serra, patrón de Carmona, las damas Gertrudis y Eulalia,  pero en vez de ponerlos a charlar de historia, que es lo que ha hecho más de una vez, Baroja sale a pintar acuarelas: “Aunque no conocía Grecia”, dice Pepe Carmona, “me figuraba que así debían ser los paisajes cantados por los antiguos poetas de la Hélade”. A través de Eulalia conoce él las ruinas romanas y el lector una breve historia de Tarragona, aliñada con los tiempos de terror del conde de España, personaje siniestro en el que no es la primera vez que se detiene Baroja y que dará lugar a dos de las mejores piezas de la serie, Humano enigma  y La senda dolorosa.  
            El poeta blando pasa un año en Tarragona , en medio de un ambiente “apacible y algo melancólico”. De fondo, Zumalacárregui y Cabrera se detestan como las dos Españas en el mismo bando, y Baroja deja unas cuantas perlas sobre el catalán, lo catalán y los catalanes, que leídas ahora suenan un poco tremendas. Pero siguen triunfando las descripciones bucólicas y Carmona va convirtiendo convierte el jardín de una torre campestre en el de las Herpérides, “con sus ninfas guardadoras de las manzanas de oro”, en este caso ninfas románticas o realistas, María Rosa o Pepeta, con un surtido de genuinos figurantes barojianos, de esos ante los que uno tiene a sensación de que carecen de pasado, de que esa es su formulación definitiva, lo que han sido siempre y lo que siempre serán, eso que en pintura se llama caracterización.
            Pese a estar en el mar (y dejarnos alguna marina hermosa) Baroja describe con el espíritu de interior, con esa melancolía que ya hemos nombrado varias veces con que Aviraneta contempla Toledo desde lejos en, creo, Con la plumay con el sable, entregado al ascetismo de las gallinicas.

Cerca de la torre de Arnáu, y entre la carretera y el mar, delante de una estrecha playa pedregosa, se levantaba una casucha terrera, construida con adobes, que tenía al lado un corralillo y un pequeño bancal, verde o amarillento, según las estaciones. En el corralillo se veían constantemente harapos puestos a secar al sol, sobre cuerdas de esparto, y algún montón de fiemo, a cuyo alrededor picoteaban gallinas, y comía una cabra. En la playa, al lado de la puerta del corral, hasta donde subían las olas, que echaban sobre la arena grandes madejas de algas harapientas, se veía una barca vieja, con la quilla al aire, que se pudría con la humedad y el sol.

Allí cerca, en una casucha, como el señor Custodio, vive El Negre, un pescador vasco catalanizado, que en vez de zorcicos canta coplas en catalán, pero tiene la misma imaginación jovial y fuma la misma pipa. Este Negre descubre (el recuerdo de Shanti es inevitable) La Roca de las Sirenas, un recodo de olas rotas donde, según decía, vio claramente “una sirena blanca que tenía el tronco de una mujer y el resto del cuerpo de pez, con escamas”, según la recatada fantasía de Baroja. Más ninfas, más sirenas, incluso una, Dora, que es como la ninfa nórdica de El laberinto, y que “hubiera podido servir de modelo a una Venus Calipigia”. Junto a ellas, en cambio, aparecen las arpías, tres coimas de un medio gitano, tres furias contrabandistas que Baroja usará para coser los añadidos de este libro. A Carmona estas mujeres le daban “una profunda lástima”, pero a Baroja le sirven para uno de sus temas favoritos, “el rencor de los parias”.
La novela navega entre descripciones de “la tristeza de los pueblos del sol”, con una de Tarragona que ocupa varias páginas, llena de estampas luminosas: “Con frecuencia venían faluchos cargados hasta el tope de naranjas, y estos faluchos, con sus grandes velas y su cargamento de frutos dorados, sobre el mar negruzco de puro azul, me parecían el símbolo del mar Mediterráneo”. Son descripciones melancólicas que se adornan con la incapacidad de Pepe Carmona para trasladarlas al papel, en ese poema que le sale muerto, lleno de “pesadas octavas reales, sonoras y rimbombantes”.
En estas cincuenta primeras páginas Baroja nos decora el gabinete, hasta que asome Elena de Montferrat, una mujer de distinción aristocrática que vuelve a traernos el recuerdo de Montsant, y al dickensiano tío Juan, “tímido y asustadizo”, robinsoniano metido en su cuarto, un poco como Baroja cuando remataba estas páginas en Itzea, en junio de 1921.
Frente a Elena, Pepe Carmona adquiere la atractiva inconsistencia que años después tendrá Larrañaga en Agonías de nuestro tiempo. “Qué poca sangre tiene usted”, le dice Elena, que se acaba encaprichando de un italiano, Julio Moro-Rinaldi, “hijo de un oficial corso del ejército de Napoleón y de una gitana croata de Dalmacia”. Es como el italiano que aparece en El capitán Malasombra , y Carmona, en vez de luchar por Elena, lo mete en su poema como “un pirata berberisco, hombre violento y atrevido, sin ley y sin honor, que arrebata en su barca a una princesa griega”. Un Paris que, como reconoce Carmona, no tiene Menelao. Elena lo despacha como despachaban a Luis Murguía y despacharán a Larrañaga: “Yo no quiero hombres que me tengan miedo; prefiero mejor los que intentan dominarme y protegerme”.
En este punto los historiadores barojianos ya tendrían suficiente para agregar detalles al affaire  que por aquellos años había tenido Baroja con la mujer en la que está inspirada Ana de Lomonosof en La sensualidad pervertida. Sí, Elena es la misma mujer elegante y arbitraria, que a Baroja debía de desconcertarle porque con ella comete el único fallo de script de la novela, desde el momento en que no justifica por qué Carmona conoce el contenido de las conversaciones entre ella y el italiano.
Pero Baroja tiene preparado un noble y amargo final para Elena. Hasta él nos lleva en descripciones que sus contemporáneos están pintando o han pintado ya por esas mismas fechas, con el mismo sentido de la pincelada y del color, la misma clase de emoción y de belleza.

Era la cocina grande y no muy clara; un olor de aceite frito y de tabaco llenaba el aire y se agarraba a la garganta. En el hogar colgaba un gran caldero, y alrededor de la lumbre había varios pucheros y cazuelas de barro. En medio de la estancia, en una mesa larga con dos bancos, estaban sentados varios hombres, atezados por el sol y por el aire del mar. Eran hombres de bronce, serios, graves, con gorros rojos y morados y trajes de color; algunos llevaban mantas a cuadros; todos hablaban el catalán como por explosiones.
Unos comían en platos de porcelana basta una sopa coloreada de azafrán; otros, legumbres o un guiso de pescado muy rojo por el tomate y el pimentón; algunos tenían delante porrones verdosos llenos de vino; otros tomaban café y se servían copas de una botella ventruda de aguardiente. Las moscas revoloteaban por el aire con un rumor sordo. En un rincón, dos marineros cantaban en castellano, acompañándose de la guitarra, una canción sentimental.

            Y lo mismo podríamos decir del paseo en barca hasta la Roca de la Sirena, lugar donde se acaba el idilio porque irrumpe la Historia en forma de torbellino. Elena y María Rosa se escapan con Moro y con Vidal, respectivamente, y se casan en la iglesia de Torredembarra, pero en la misma página son encarcelados por carlistas en la ciudadela de Barcelona, con lo que Baroja ya tiene armado un gran final que inexplicablemente se empeñó en prolongar. El asalto a la ciudadela por parte del pueblo descontrolado para degollar a los presos anticonstitucionales, entre los que están, injustamente, el Moro y Vidal, son siete páginas de una calidad extraordinaria, que de vez en cuando nos recuerda al aire de la Historia de dos ciudades. Las viejas arpías se lanzan al degüello y Baroja echa sal en la herida de la locura sanguinaria.
            El final de El diario de Pepe Carmona, después de la tormenta, tiene el grado exacto de amargura. Elena mendigó la libertad de su marido como una troyana enlutada por las calles de Barcelona. Luego se retiró. Pepe Carmona vuelve a Málaga, y tira a la basura su poema sobre la batalla de Lepanto. Sin embargo, queda un párrafo, el final inmejorable:


Al acabar la guerra civil me volvió a escribir Eulalia; me decía que había visto a Elena en Tarragona, que tenía una niña y que estaba guapísima.
Eulalia añadía que Elena me recordaba constantemente, y me aconsejaba que tuviera un arranque, fuese a Tarragona y. me casara con ella. Se me ocurrió consultar el caso con mi hermana y contarle la historia de Elena; mi hermana me disuadió; me convenció de que una mujer así tan decidida, no me convenía. Después me arrepentí de seguir su consejo. 

            Aquí termina la gran novela y empieza algo que está bien pero que sobra, incluida la continuación del diario, centrada en los sucesos de Málaga, la revuelta reprimida por el general San Just, y en la muerte de María Teresa sin que Pepe se atreva a visitarla. Sobra, creo, tanta pusilanimidad. Con lo que le pasó con Elena ya teníamos bastante. Esto es una excusa, un hilo que sobraba, que no le sienta bien ni a María Teresa ni a Pepe, pero sí a la galería de maleantes con que Baroja nos entretiene. Aviraneta se mete a estorbar en su propia historia, seguramente porque la historia de Pepe Carmona no era de aquellos libros. Está bien el retrato de Narváez, con esa historia de amoríos y ese sarcástico cuento de metempsicosis en el que las monjas le toman el pelo al general.
            Muy entretenido todo, pero la buena historia ya se había terminado. Así queda como un estudio preparatorio de El laberinto de las Sirenas, como un descanso en las praderas descriptivas, un aislamiento provisional. Llegan tiempos de novelas largas e importantes que aún esperan cola para su reconocimiento y de paso le hacen sombra a joyas como esta. 

14.1.15

La novela por mitosis


     
   Quizá de todas estas entregas de las Memorias de un hombre de acción en las que agavilla novelas cortas, y que tantas agradables sorpresas nos ha traído (y lo que nos depara la última de ellas, Las furias, con el estupendo Pepe Carmona), El sabor de la venganza es la que tiene una estructura general más cuidada. Baroja no se limitó esta vez al mero agrupamiento. Ahora el orden narrativo nos recuerda más bien a esos trenzados de vidas que se cruzan tan habituales en la literatura contemporánea, sobre todo la cinematográfica. Para los amantes del encaje, que son los que con más displicencia suelen hablar del orden barojiano, esta novela es un ejemplo de lo que podríamos llamar novela por mitosis, en la que, como en las células, una parte menor, un personaje secundario de una célula, se separa y forma otra de iguales dimensiones, pero lo hace de modo que comparte argumento con la historia de la que procede.
            El método, claro, viene de Cervantes, uno más de los varios recursos y alusiones cervantinas que hay en este libro, demasiado compacto para llamarlo conjunto de novelas cortas, a pesar de que una de ellas, El crimen de la calle de Misericordia, haya conocido algo más de celebridad autónoma, digámoslo así, no solo porque se reeditase seis años después, en el primer número de La novela mundialsino porque Eugenio de Nora le colgó un sambenito favorecedor, el de ser una historia inspirada en los cuentos de Poe, algo que, por cierto, ya dijo, allá por 1900, su primer crítico, Miguel de Unamuno, cuando Baroja publicó Vidas sombrías.
            El marco general del libro son las historias que Aviraneta cuenta en su retiro de San Leonardo, en Soria, a unos pastores que lo escuchan junto al fuego, con quienes está también Leguía, que transcribe la historia. Aquí, pues, Leguía es trascriptor de un relato oral, de unas historias que asombran y entretienen a un auditorio iletrado, es decir, el grado cero de la narración, el principio de la cosa, su pilar fundamental. Cuénteme aquella historia, os voy a contar una historia. Eso es todo. Eso ha sido siempre todo.
            A estos pastores cervantinos Aviraneta les habla (nos habla) de los días de 1834 en que estuvo preso en la Cárcel de Corte. La primera de las cuatro historias que componen a partir de entonces el libro es en realidad una larga introducción descriptiva del ambiente en la cárcel. Si Baroja hubiese tenido la intención de escribir una sola novela que sucediese allí, habría empezado del mismo modo, como ha hecho ya en Con la pluma y con el sable y hará con más frecuencia, de ahora en adelante, en las novelas largas. En este caso Baroja nos pasea por un ambiente de subsuelo dostoievskiano con figuras solanescas de pícaros y maleantes, más algún rebrote de personajes anteriores  como el del bienintencionado padre Anselmo, no tan interesante como el padre Chamizo, quien sin embargo reaparecerá in absentia hacia el final de la novela.
            La narración empieza en la segunda historia, cuando el joven Miguel Rocaforte ingresa en la cárcel. Se le acusa de haber robado la cartera de un tal Castelo, que se la dejó, metida en el gabán, en la silla de un casino. Cuando la policía fue a registrar al muchacho, este se negó, lo que constituyó prueba suficiente para meterlo en chirona. Aviraneta dedujo enseguida la superchería y, muy en Dupin (más que en Holmes), averiguó que Castelo había perdido el dinero en una timba y después fingido el robo. Y también se enteró la policía, en este caso el policía García Chico, personaje real que acabó ejecutado por la gente en la plaza de la Cebada, junto a la Fuentecilla, donde ahora, en 2015, se sientan los mendigos a tomar el sol. García Chico tomó declaración a Castelo, sacó de la cárcel a Miguel Rocaforte y echó tierra sobre el asunto.
            Este García Chico, al parecer, conocía a Paca Dávalos, camarera de María Cristina, que a su vez vivía en régimen de ajuntamiento con el farsante Castelo. Al policía no se le ocurrió otra idea más que extorsionar a la Paca para que se acostase con él, con la amenaza de sacar la confesión de Castelo, su marido de facto, y meterlo en la cárcel. La Paca tragó y Castelo no tardó en enterarse, ni tampoco en intrigar contra García Chico para que, en una de las revueltas populares de 1834 (era la época de la matanza de los frailes de San Isidro), un piquete de toreros capitaneado por un tal Muñoz lo fusilase en ejecución pública, para regocijo de unas viejas furias muy tricoteuse  que atarán las historias de la siguiente entrega, Las Furias.
            La tercera historia nos cuenta qué había hecho Miguel Rocaforte antes de ir a la cárcel. Abundan en esta parte de la obra barojiana los personajes que empiezan siendo donjuanes tan altaneros como atolondrados pero se redimen poco después como tipos interesantes, que es lo que pasó con Lacy o con Tilly en La veleta de Gastizar. Miguel es, en este caso, y más en 1834, un romántico de reglamento con métodos cervantinos. Nada más llegar a Madrid, va a parar a casa de un comerciante avaro, don Tomás, patrón también de una sanguijuela miserable, El cuervo, que odia a Miguel por ser joven y fuerte. Miguel tarda poco en enamorarse de la mujer del jefe, Soledad, y se mandan cartas con una cuerda desde el sotabanco, que es lo que hacía, al revés, el capitán cautivo con Zoraida, y lo que también haría después Fabricio del Dongo con la hija del alcaide de la prisión.
            Así que, cuando Castelo acusó a Miguel de haberle robado la cartera, este no quiso ser registrado para que no saliesen a la luz sus cartas de amor con Soledad, y eso, su caballerosidad –y su prudencia- lo llevaron a la cárcel. Pero luego, al salir, lo esperaba el marido… El asesinato que traman él y El Cuervo sí tiene varios toques de Poe. Recuerda un poco al Tonel de amontillado, menos morboso, más Pepe Gotera y Otilio, y luego incluye una alucinación del jefe, que, perseguido por las erinias del remordimiento, no deja de oír el grito que dio Miguel al caer por el agujero de la bodega. El final podría ser romanticón y Bécquer, pero reaparece Zapata, compañero de Miguel, quien ya al principio del libro conjeturó que Miguel había ido a la cárcel por una cuestión de amor, y se carga a don Tomás de la manera más cómica y romántica posible: vestido de fantasma (con una sábana) le da un susto de muerte. El final de Castelo y la Paca no fue más noble, incluido ese eco dickensiano de la muchacha que va a visitar a la madre destruida. No es el único. La casa de la calle de la Misericordia también tiene escalones entre las habitaciones, como en Bleak house.
            La última historia vuelve a rescatar a un personaje secundario, pero no de esta historia sino de La Isabelina, si no recuerdo mal, aquel Gasparito que se hacía el enfermo delirante para confundir al padre Chamizo, y que, como todos los personajes nobles y astutos que aparecen por la cárcel, entra bajo la protección de Aviraneta. Este Gasparito es, a su vez, amigo de Adán, personaje real que inspiró a Espronceda El diablo mundo, un muchacho hermoso y débil que cayó en los abismos de la perdición. Durante el Carnaval (¡en la cárcel!), un mafioso sarasa (la homofobia de Baroja no admite paños calientes), el Fortuna, se atrae al bello Adán y Gasparito tiene un encontronazo con él, como aquellos del Valencia, una escena de puñaladas breve y brillante. Quizá esta escena y los delirios de don Tomás son los dos fragmentos que yo incorporaría a una antología barojiana, no así el final histórico, lo único que interesa a los críticos de novela histórica, y que poco mencionan los historiadores de la literatura.
            Al parecer ese final histórico, el pronunciamiento de la Milicia Urbana en Madrid y el papel de Aviraneta, pertenece a la documentación que le sobraba. La novela ya ha terminado y Baroja le añade un festón histórico con la traición del general Quesada. Pero el libro, la novela, porque sí es una novela y no un manojo de historias, ya está terminado, y solo queda decir aquello que al principio era lo único que había que decir.

8.12.14

La época del esperpento


En cada nueva entrega de la serie Baroja va cambiando el modo de trenzar los datos históricos con la ficción. En las dos anteriores, el procedimiento consistía en intercalarlos, pero aquí, desde el momento en que Aviraneta (y con él la Historia) pasa a primer plano, la ficción se dispersa entre la propia intentona de la Isabelina, que ya de por sí parece un sainete, y en algunos personajes secundarios, en especial Tilly y Celia, quizá los únicos no fantoches de toda la novela. Es decir, lo histórico, lo verdadero, está contado con trazos de expresionismo deformante, y lo ficticio, lo romántico y ornamental se somete a un realismo admirativo. En medio de todos, Aviraneta reaparece y reafirma su condición de héroe cenizo.
            Bien es verdad que la historia que tenía que contar aquí Baroja era altamente novelesca. En 1830 se comenzaron los trabajos para constituir una sociedad secreta, La Isabelina, llena de liberales que preferían la regencia de la reina niña a los manejos de la reina María Cristina y de su amante Muñoz, en unos tiempos en los que el pretendiente Carlos empezaba ya a vociferar. Aparecen por la novela, discutiendo en librerías de viejo y tabernas y salones, el bibliófilo Bartolomé Gallardo, Romero Alpuente (“un viejo repulsivo, amarillo, con un aspecto de cadáver y con los ojos vidriosos”), Flórez Estrada, Olavarría, el conde de Toreno, Palafox (“un imbécil”), incluso Larra, Espronceda o Patricio de la Escosura, “gente que tiene un hermoso epitafio nada más”, isabelinos que colaboran por debajo de los cristinos, hasta el bandolero Luis Candelas y los infantes Luisa Carlota y Francisco de Paula, empeñados, a su vez, en una triple regencia junto a su madre. Quizá donde más cargue las tintas Baroja (y le debió de gustar, porque son palabras que repetirá Fermín Acha, creo que en Crónica escandalosa, pero esta vez a propósito de Isabel II) sea en el descarnado chafardeo sobre la reina María Cristina que, para más inri, Baroja pone en boca del clérigo Mansilla.
            Todo fue un desastre. Palabrerío de salón o de taberna, da igual, que estalla en la matanza de frailes del 34, en mitad de una epidemia de cólera, y llegará a ocupar entera El sabor de la venganza, la siguiente novela. Baroja no concede en La Isabelina mucho espacio a esa orgía de sangre, quizá por sobradamente conocida, pero tampoco hace que la novela pase entera por el cólera, algo que solo afecta a unas líneas llenas de cifras. El tema no era el cólera del 34 sino parte del epílogo expresionista. No nos cabe en la cabeza, ni a Baroja tampoco, que Aviraneta se pueda contagiar.
            Aviraneta juega con ventaja. Siempre previene lo que va a ocurrir, incluso que el pueblo vaya a cometer una barbaridad; nunca se compromete con aquello que piensa que no va a salir bien, que es todo, él que no se cansa de afirmar que todo sale mal porque falta gente decidida. Los demás siempre son una tropa de camastrones declamantes con los que no se puede ir a ninguna parte. A Aviraneta le hubiera gustado secuestrar a Cea Bermúdez junto a la plaza Mayor de Madrid, en una escena de carruajes de caballos que cabalgan en la oscuridad por los adoquines un poco improvisada, la verdad. Él está allí para actuar y poco le importa la posteridad, “una aspiración mezquina”: “ahora mismo mi preocupación es lo que tengo que hacer al salir de aquí, lo que haré esta noche, mañana, pasado. El año que viene ya tiene perspectivas muy lejanas, casi no existe para mí”, le dice a Tilly. Su plan es el “cambio de gobierno inmediato y dictadura liberal”, a lo Robespierre, según dice en un discurso que huele a documento histórico. Como conspirador, no admite reglas, porque la conspiración es un arte, y el arte no tiene reglas. Acabará preso, como siempre, después de un viaje absurdo a Barcelona en el que no pasa de Guadalajara, y con la sorpresa folletinesca, en la última línea de la novela, de que le han robado unos papeles comprometedores.
            Todas estas intrigas nos han resultado menos atractivas cuando se aferraban a la documentación histórica, pero aquí están desperdigadas por Madrid, un Madrid pintado con espátula que en más de una ocasión nos ha recordado el desgarro de Luces de Bohemia, que Valle-Inclán escribiría un año después, o los cartones de Solana. Baroja repasa las plazoletas “de aldea manchega”, la nómina completa de cafés con tertulia conspirativa, ciertamente abrumadora, las casas de huéspedes del Callejón del Gato, ese magnífico borracho de la calle del Bastero, o la misma taberna de Bibiana, en un capítulo que Valle-Inclán habría podido trasponer a su teatro sin cambiar demasiadas comas, pero que incluso nos parece más propio de La taberna fantástica.  Toda la escena de la tía Sinfo y Gasparito (que me suena mucho a Galdós, vía Cervantes) está repintada de un lenguaje jugoso y nauseabundo, como si Baroja ya solo sacara aquel viejo registro naturalista cuando quiere subir el tono de la narración:

Cruzaron el jesuita y el ex claustrado la Puerta del Sol, y de aquí, por la calle Mayor y la de Toledo, fueron a los Barrios Bajos. El padre Jacinto quería ir a la calle del Carnero; pero no recordaba bien el camino. Entraron en la de la Ruda, materialmente llena le una multitud andrajosa
que se detenía en los puestos de verdura y de pescado. De aquí pasaron a la calle de las Velas y sedetuvieron en una tienda donde vendían galápagos. Preguntó el jesuita por la calle del Carnero, y le indicaron que bajara por otra estrecha, llamada de la Chopa. Se metieron en ésta y se encontraron con unas viejas prostitutas, gordas y con los pellejos colgando, pintadas, y con la colilla en la boca, que salieron de los portales y les quisieron arrastrar a sus madrigueras. Una de las viejas tenía una pierna de palo y fumaba un puro. El jesuita y don Venancio se desasieron de tan horribles furias, y salieron a la calle del Carnero. Todo aquel barrio era infame, miserable; tenía un aire de aduar africano, sucio, quemado por el sol. El empedrado, de pedruscos de punta, estaba lleno de agujeros y de baches, y éstos, llenos de basura. Deambulaban por allí mendigos, lisiados, chiquillos héticos y lacrosos y mujeres harapientas con los ojos inflamados. Había en la calle dos o tres casas de dormir, y en un balcón de un piso bajo, una cabeza de mujer, de cartón, con los ojos brillantes y los pelos alborotados, que era la muestra de una peinadora.

            No sé si se han mirado con lupa estas escenas de los bajos fondos madrileños en 1834 a la luz del expresionismo esperpéntico de Valle, supongo que sí. Estaría en el ambiente. Para Baroja, ya digo, no es un fin en sí mismo sino una gama de colores fuertes que él emplea cuando le conviene. En Baroja la narración, el ritmo narrativo es lo primero, y a ese tren pueden subirse ejercicios estéticos de corto e intenso recorrido. En alguno casi se pasa. Hay un personaje, un tal Bordoncillo, en el que Baroja juega un poco a El Buscón, una de las novelas, por cierto, que lee el padre Chamizo. Y pasa lo mismo que pasa en El Buscón, que es un chiste largo, un fantoche tomado de la época de Paradox, que solo está tres páginas pero que se hace cargante desde las primeras líneas.
            Es el único caso, un capricho dickensiano, quizá (el otro es el caimán colgado del techo, el tercero que encuentro en la obra de Baroja). El resto de personajes están bien en su condición de figurantes, de secundarios o de protagonistas, y hay tres que merecen mención aparte: el padre Chamizo, el joven Tilly y la bella Celia.
            El primero es Venancio Chamizo, el seudonarrador de la novela, es decir, el que en 1834 le pasó sus papeles a Leguía porque él, nada más empezar a leerlos, se dormía. Chamizo es ex claustrado, volteriano, comilón y lector de clásicos grecolatinos. Se entera de poco o de nada (una vez se lanza a investigar por su cuenta, y va a parar a los bajos fondos, que describió para Leguía de maravilla), es medroso y no está presente en la mitad de las historias que se cuentan, lo que significa que Leguía/Baroja tuvo que añadir de su coleto. Tanto es así que Baroja, irónicamente, arma un jaleo de hipotextos para contar la entrevista que tuvo Aviraneta con la infanta Luisa Carlota y con Francisco de Paula, que cuenta un tal García Alonso, amigo de Narciso Ruiz de Herrera, cuando va a casa de Celia y está allí el padre Chamizo, quien recoge los datos para que Leguía los ordene.
            Un tipo simpático, el cura Chamizo. Como simpático resulta Tilly, que en La veleta de Gastizar era un dandi provocativo y aquí hereda el papel del difunto Lacy, quien tanto nos gustara en la anterior entrega. Tilly, enfermo (es un romántico) se instala en la Casa del Jardín, en Madrid, junto a la Cuesta de San Vicente, un caserón abandonado del que le prestan unas salas para que Tilly se lama las heridas estéticas. Esa casa es el mundo aparte en el que Baroja da asilo a sus personajes románticos. Su descripción nos vuelve a recordar, como tantas veces últimamente, el mundo que recrearía cuatro años después Baroja en El laberinto de las sirenas: las vistas de Nápoles, la villa de Amalfi “tomada desde el fondo de una gruta”; las ruinas de Capri, con el palacio de Tiberio (¿leyó Baroja a Suetonio?), los marineros napolitanos, “sentimentalismos y pinturas” por los que se deja llevar Tilly. Pronto es el brazo derecho de Aviraneta, y aunque, a veces, las cambiantes circunstancias los pongan en bandos contrarios, nunca dejan de ser amigos. Su muerte por cólera es el detalle maestro que Baroja sabe colocar al final de la novela.
            Y el otro personaje, más de este mundo, más del mundo de la fantasía (sin embargo, como decía, más viva y más real) es Celia, la mujer de Narciso, una dama romántica en la que uno siente que hay alguien detrás. Muy poco después escribiría Baroja La sensualidad pervertida, donde disfrazó sin tapujos sus amores de verdad. Esta Celia es demasiado interesante para ser inventada. Lo malo es que vive en un breve relato romántico y se lía con Gamboa, un joven don Juan, sobrino de don Narciso (¡y de la propia Celia!) que Baroja ha contratado para escribir el episodio romántico. Gamboa flirtea con Celia pero acaba casándose con Pilar, la mujer racial, y muriendo en alguna guerra. Celia, ese personaje que merecía una novela entera, acaba refugiándose en la iglesia. No pasa nada. Reaparecerá, con otro nombre, en El amor, el dandismo y la intriga. Aquí parece una invitada al relato de celos y delaciones, un poco en el aire de La Canóniga, pero esta mujer es mucha mujer, y a Baroja le gusta.
            Salgo satisfecho de La Isabelina. Se nota que Baroja deja todo preparado para una nueva novela en dos volúmenes, pero esta está más terminada que La veleta de Gastizar, no necesita continuación. Su disposición intuitiva de historias reales y ficticias, salvo en el caso raro de Bordoncillo, corre como la seda. Baroja viaja en el método que quería, en lo mejor de sus Memorias de un hombre de acción.

6.12.14

Regreso a la novela larga, y 2


La Veleta de Gastizar se nos había hecho muy amena, que es lo importante, siempre lo más importante. Alternaba los preparativos bélicos con las acuarelas de balneario vascofrancés. En su continuación, Los caudillos de 1830, Baroja continúa la alternancia de la arcadia y la batalla. Primero aborda el desbarajuste del levantamiento de Espoz y Mina, con un Aviraneta especialmente activo en la concepción del plan de ataque, del que nadie hace caso. Luego regresa a Ustaritz, a Gastizar y la Casa de las Hiedras, y una colección de ninfas vascas. A continuación Baroja deja que sea Lacy quien narre en su diario el levantamiento de Mina y aproveche para dejarnos unas cuantas hermosas estampas de la campiña vasca. Finalmente, la novela se remata con el regreso de Lacy a Gastizar, el incendio de la casa, la muerte de Juan el guardabosques y la prisión final de la Simona y Marcos el Gascón, acusados de estar detrás del rapto de Miguelito, el hijo de Dolores, y de prenderle fuego a la casona de Gastizar.
Este final sombreado de muertes y separaciones vincula todavía más estas dos novelas a una especie de Guerra y paz barojiana, con un Lacy/Andrei, un Malpica/Bolkonski (padre), incluso una Dolores/María, la hija del viejo general, un León/Hipolite, y algunas otras parejas de baile más. Pero Tolstoi alterna una paz palaciega en San Petersburgo y una guerra monumental en Moscú, y Baroja, en sus proporciones, una arcadia vascofrancesa y una escaramuza en el Bidasoa. La escaramuza está concentrada en un hipotexto, que se dice ahora, el diario de Lacy, pero la Arcadia ya es, en efecto, la que pasará por Jaun de Alzate para llegar al Laberinto de las Sirenas.
Por el lado de la guerra, el protagonista en la sombra es Mina, que se confiesa ante Aviraneta y desaparece de la primera línea narrativa: “Voy arrastrado a una expedición en la que no creo… que me parece imposible que pueda tener éxito”. Mina quería el mando único para un movimiento militar, no para una revolución (como le sucedería un siglo después a más de un comandante republicano), y en el desconcierto de generales Baroja va metiendo causas del fracaso de todo pelaje. Por ejemplo, que Mina era vasco, “maquiavélico, de palabra confusa y enmarañada, pero por dentro claro, lúcido y calculador”, y sus enemigos son todo lo contrario, o sea castellanos, amigos del discurso rimbombante y enemigos de la acción.
Pero no eran solo vascos o castellanos: estaban “los ministas, los valdesistas, los gurreístas, los masones, los comuneros, los carbonarios, los franceses, los italianos y los polacos”, que “no hacían más que intrigar y echarse en cara unos a otros la culpa de lo que ocurría”.
La única novedad argumental con respecto a La veleta de Gastizar es que aquí aparece Aviraneta, quien prepara un plan de ataque que finalmente no es aceptado y él se inhibe retirándose a Ustaritz, con lo que le sirve a Baroja de engrudo para casar los dos ambientes de la novela. Así, cuando deja a Mina encuentra a Tilly, un tipo atrabiliario al que Baroja le escribe un destino que en La Isabelina, la siguiente novela, hará florecer como un personaje la mar de interesante. Aquí es “un muchacho que va alimentando la parte mala de su alma con la sustancia de la buena; cada vez más cínico y más atrevido, va asesinando al buen muchacho que había en él y que va a terminar siendo un canalla”.
El caso es que Aviraneta se retira del proyecto cuando fracasan sus ideas, y las razones que da para no sumarse al movimiento son las que tendría cualquier lector de La cartuja de Parma:

De verdad. Conozco la guerra. Es la cosa más estúpida, más desordenada y sin objeto que pueda hacerse. Todo lo que no se realice en política por la inteligencia y por el cálculo, es perfectamente inútil. ¡La guerra! Unos hombres que van, otros que vienen, la mayoría sin saber por qué; aquí que se corre, allí que se persigue, en este otro lado que se fusila… plan, ninguno…; la casualidad…; no, no; me parece demasiado imbécil.

A fin de cuentas, los hechos de esta novela suceden cuando Stendhal escribió su novela. Por cierto, que en un libro utilísimo por muchos conceptos, Baroja y Francia, José Corrales Egea da cuenta de la admiración que Baroja profesaba por Stendhal, y no le habría venido mal este fragmento último para corroborarlo. En el inventario de libros franceses de la biblioteca de Itzea, Corrales examinó hasta veinte títulos distintos de Stendhal, algunos en primera edición, como es el caso de La Cartuja de Parma. Lo que no acabo de ver yo del todo claro es eso que dice Corrales de que “entre las diferencias” entre uno y otro escritor, “podríamos citar la forma opuesta de elaboración entre ambos autores. En el caso de Stendhal se trata de una composición lenta y laboriosa, lo que da una obra reducida y cerrada, curvilínea en su acabamiento, en su perfecto trazado”. Con eso de “una composición lenta y laboriosa” no creo que se refiera precisamente a La Cartuja, escrita en mes y medio. Precisamente lo que más vincula a Baroja con Stendhal creo que es ese permanente huir hacia delante en la narración, que la novela corra, si no desbocada, por lo menos sí a su aire, y el escritor se limite a sujetar las bridas. 
Pero a lo que íbamos. Mientras Lacy se va a luchar junto a Mina y los demás liberales se suben a los caballos y los realistas los aguardan “dispuestos a matar con una fe digna de buenos cristianos”, Aviraneta se mete a leer a Jomini, a Mignet, a Thiers. Allí se hace mala sangre, siempre convencido de que los demás fracasan por no hacerle caso, de ser un desperdicio para la historia de España.
Pero a los lectores nos parece estupendo que lo releguen porque la escena se puebla con personajes de novela que reaparecen después de sus breves intervenciones en La veleta de Gastizar: regresa León, el marido tarambana de Dolores, cargado de deudas; intriga Choribide, aliado ahora con las damas del Chalet de las Hiedras, recoge información para Calomarde y acerca a sus sobrino tonto, Rontignon, a madama Luxe, a la que de paso enemista con su amiga Aristy. Tilly frecuenta el Bazar de París y allí Delfina vive enredada con Marcos el gascón, que había aparecido fugazmente al principio del libro anterior pero ahora se presenta con una descripción naturalista de los tiempos de La busca:

Marcos era un hombre de una osamenta fuerte, corpulento, la cara ancha, los pómulos salientes, la mandíbula acusada y los ojos claros. Tenía la frente pequeña y arrugada, el pelo rubio, crespo y duro que le entraba como un pico en el entrecejo, las manos velludas y los brazos largos. Era mozo petulante, vestía grandes y anchos pantalones, faja encarnada y boina azul.

Este rudo sujeto vuelve con todo el aire dostoievskiano que le habíamos visto en la presentación. Es la pólvora que dinamita la novela en un final de tragedias que por otra parte tan solo hacen tambalearse la arcadia de Ustaritz, pero no terminan con ella. El secuestro de Miguelito lo resuelve Sherlock Aviraneta en cuatro páginas, y el incendio del almiar no arrasa la casona. El odio de las espías y los enjuagues de Choribide no aniquilan el encanto de las ninfas vascas que se empiezan a pasear por la novela: Grashi Erna, a la que “a veces se la veía en medio del bosque o a la orilla de un arroyo con una guirnalda de yedras o de muérdago en la cabeza, cantando una canción triste”, y Fanchón, “una mujer con un aire selvático; la sangre normanda de su padre mezclada con la vasca de su madre había dado un hermoso producto. Era rubia, blanca, con los ojos azules”. Grashi Erna se parece un poco, otra vez, a la Pamposha de Jaun de Alzate, y Fanchón a la ninfa nórdica de El laberinto de las Sirenas.
Ambas forman parte, también, de una galería de vascos auténticos entre los que destaca el otro héroe, aparte de Aviraneta, que tienen estas novelas, Fermín Leguía. Baroja usa esta galería para enhebrar los días de Ustaritz con el diario de campaña de Lacy, pero dentro del mismo diario pone en boca de Leguía la tremenda historia del vasco Antula. Baroja no solo ha concentrado la materia histórica, bélica, en un diario que parece escrito por Thompson, el que escribió La aventura de Mossolongui, el del soldado culto, valiente como Andrei Bolkonski, melancólico como Fabrizzio del Dongo, pero sobre todo muy inglés, al amparo de la sombra de El Inglesito, un soldado del que no se sabe nunca el nombre pero que siempre destaca por su nobleza, su valor y su inteligencia sin aparato, sagaz. Y así, con toda naturalidad, del fracaso en el campo de batalla un Lacy herido descansa en Vera de Bidasoa, y Baroja termina la pura acción con las mejores descripciones pastorales de toda la novela. El diario de Lacy es intenso, verosímil, y con él Baroja comprime la información que le habría deshecho la novela si se hubiera empeñado en desparramarla toda con el mismo tempo que el resto de la materia.
El tono elegíaco abundará también en el regreso al humo dormido de Gastizar, cuando arrancan la veleta, en una hermosa descripción, con su punto expresionista, que es como la música de los adioses. Quitan la veleta para que no vengan los vientos cortantes, pero con ella desaparecen las brisas de la vida, las antiguas, porque Margarita, la hermana de Tilly, casa con Sampau, el buen amigo que cerró los ojos a Lacy, y la anciana Tilly, buen personaje, con esa coquetería levemente libertina.
Dejo para la antología una descripción del país vasco francés, cuando la veleta ya está a punto de parar. Quizás es ese contraste entre el sosiego de la campiña gala y la escabrosidad umbrosa de la vertiente hispánica lo que en el fondo Baroja quiso pintar.

El otoño es, sin duda, la estación más agradable en el país vasco. El campo, que en verano tiene un manto verde, uniforme, adquiere en otoño una variedad extraordinaria de colores; la hierba, los heléchos rojizos, los arboles con hojas amarillas, todo toma unos tonos fogosos, ardientes. Hay además en el país vasco francés una serenidad, un reposo, que no hay en el español; el paisaje es más abierto, más tranquilo, más soleado, las gentes son más dulces, las campanas que tocan la5 oraciones desde lo alto de las torres son más melancólicas y menos imperiosas, más sentimentales y menos dogmáticas.
Lacy disfrutaba de esta calma, de esta serenidad. Por la mañana al levantarse veía desde la ventana la niebla inmóvil que llenaba el valle de Ustariz, las casas musgosas que echaban humo por las chimeneas y escuchaba las campanas que retumbaban sonoras y acompasadas en el aire silencioso. Luego, a medida que se levantaba el sol, la bruma se deshacía en jirones y se desvanecía dejando el cielo azul. Por la tarde el calor apretaba y al anochecer comenzaba el frió y venían las nieblas erv pelotones blancos rasando el suelo y la superficie de los arroyos a apoderarse de los bosques y de los barrancos.


4.12.14

Regreso a la novela larga



         La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830 son dos partes de la misma novela. Las dos aparecieron en 1918, y juntas tienen solo veintitantas páginas más que Con la pluma y con el sable. Las estrategias editoriales aquí juegan una mala pasada a la literatura. Los dos libros, tras el frondoso ramillete de novelas cortas que había publicado después de Con la pluma y con el sable, son un regreso al largo aliento, que en Baroja se nota porque en ellas la narración es como una fruta que va tomando el sol y el aire hasta que madura y se desata la historia principal. Estos largos prólogos pueden ser una descripción de la vida en Aranda de Duero, una larga panorámica napolitana (como será en El laberinto de las sirenas) o, aquí, un retrato, idílico, congelado en las formas corteses y discretamente libertinas del siglo XVIII, un fresco de los habitantes de Ustaritz, pueblo vascofrancés, labortano, cerca de Bayona, a orillas del Nive, como un Bath de andar por el caserío.
            En medio de ese estupendo retrato se van esparciendo las briznas de la historia. La veleta, ese dragón herrumbroso, no se menea cuando la historia se detiene y continúan las tertulias de veteranos revolucionarios y damas austenianas, pero si ruge y chirría y se levantan las tempestades es porque el viento de la historia los vuelve a azotar. Ese viento de la historia es la intentona del general Mina, una acción que se desatará en la segunda parte, en el segundo libro, pero que aquí no pasa de la presentación de algunos personajes y del desconcierto de los preparativos.
            Es, en el fondo, el mito del preparativo. Baroja deja que navegue la novela; la impulsa la certeza de que es el inicio de algo, como se nos pespuntea con las apariciones del general Lacy, uno de los tres jinetes que llega a la casona de Gastizar, buscando aliados para un levantamiento a las órdenes de Mina; pero la novela es una mañana soleada llena de tipos interesantes, y cuando digo interesantes es porque no son solo siluetas: tienen encarnadura dramática, y si Baroja no los hace héroes es porque le sobra material.
            Está la familia Aristy, con su dama digna y elegante y sus dos hijos varones, uno consciente y responsable, Miguel, y el otro artista de la pista, León. Ambos, en sus presencias y en sus ausencias, crecerán durante la novela, el uno en el difícil papel de individuo sensato, el otro en el trágico de artista y donjuán fracasado. Miguel Aristy es como el lugarteniente de Baroja, su punto de vista muchas veces, incluso el narrador de la historia del coronel Malpica, el viejo militar retirado, que aún se atusa sus grandes bigotes blancos pensando en próximas batallas. Es buena su historia, un resumen de novela con una escena final marca de la casa, espléndida de acción y de ironía, la del desafío entre Malpica y su amigo Lanuza, una especie de Otelo vasconavarro que guarda la fuerza –y el sarcasmo- de aquel otro duelo protagonizado por un soldado creo que holandés, en una de las novelas cortas que precedieron a esta. Y eso que ya desde Laferia de los discretos viene habiendo duelos, si no antes.
            Y hay, iluminando el cuadro con sus faldas blancas, multitud de mujeres: aparte de madama Aristy y madama Luxe, que son las reinas (y que discuten, muy a lo Saint-Simon, por el malmeter de terceros), están las chicas finas de la pieza: Dolores, la mujer del artista vividor, o la prima Alicia; pero también están las menos finas, la Martina y la Delfina, que regentan El Bazar de París, un local de mala reputación. La Delfina, por cierto, está liada con Marcos el gascón, un personaje que Baroja deja apostado en esta parte de la novela para cobrar su protagonismo en la parte final de la novela, es decir, de la siguiente novela. Un tipo este Marcos muy atrabiliario y bruto, como aquel antagonista de Zalacaín, con su drama dentro.
            Y están, en una mesa del rincón, los supervivientes de la Revolución, Garat, Choribide y Cucú el rojo, además del tío Juan, otro de los personajes que Baroja deja haciendo guardia hasta que les toque salir. De momento los presenta, a Garat como personaje histórico (el que avisó a Luis XIV de que le iban a cortar el cuello, y buscó refugio en el bosque para el tío Juan); a Choribide como un viejo cínico pintado por Julio Caro, ambos, también, a la espera de que les toque turno. Choribide participará en el cierre de La veleta de Gastizar, y el tío Juan en el de Los caudillos de 1830.
El sistema es cervantino. Dejar personajes vivos por el camino, gente a quien usar en los giros de la acción, con ese suplemento de agrado que da volver a saber de un personaje interesante que desapareció demasiado pronto. Pero se puede hacer bien, dejando a los personajes como disponibles, para usarlos o no, según lo que ocurra, o se puede hacer mal, para que al final parezca que el autor lo tenía todo preparado, cosa que detesto y que ni Cervantes ni Baroja, afortunadamente, se permiten hacer.
Y está, en fin, completando este gran cuadro tardodieciochesco, la galería de tipos vascos, en este caso vascofranceses, pero vascos en cualquier caso, de los que no datan, “los vascos no datamos”, como dice Miguel Aristy en algún momento. Los hay cínicos y resabiados (pero no malas personas) como Choribide, y están los locos y los excéntricos, “que abundaban allí como en todos los pueblos vascos”. Entre ellos me ha llamado la atención Grashi Erna, la ninfa enloquecida, que no habría pintado mal, cuatro años después, en La leyenda de Jaun de Alzate, junto a la Pamposha y alguna otra bacante vasca.
Solo en el libro segundo (página 91, de 156 que tiene), empieza la descripción propia de la acción, porque hasta ahora había sido del marco, de la acción secundaria ficticia que arropa la acción principal histórica. Pero aquí Baroja borda algo que en Con la pluma y con el sable creo que no le salió bien: la proporción entre novela e historia. Creo que es Eusebio Lacy el que, después de aguantar a un ardalión, se queja de que le habían dado “dos horas de política aburridísima”. Eso es lo que ya no hace Baroja. La ficción no solo envuelve sino que determina. Esta es la novela de los Aristy, no del general Mina. Es la novela de la veleta inmóvil, no de los torbellinos. Y sin embargo el ritmo y la disposición narrativa se van acercando a la acción histórica como si fuera la verdadera trama. Así, en el libro segundo, y sin abandonar los tipos de ficción (en especial Tilly, “un tipo de príncipe degenerado de la Casa de Austria”, que luego tendrá un papel relevante en La Isabelina, “un tipo cínico y atrevido, cansado de todo y con un gran desprecio por los hombres”), Baroja traza el retrato de Mina y de las facciones a la gresca de ministas y antiministas.
En medio de este follón de recelos y controversias, Mina es un personaje trágico, lo que le da a Baroja para una declaración de principios dramáticos:

El hombre de acción es el que cree que obra casi exclusivamente por sus propias inspiraciones, el que afirma más su albedrío, el que escoge lo que debe hacer y no debe hacer, y, sin embargo, es el que está más sujeto a la ley de la fatalidad, el que marcha más arrastrado por la fuerza de los acontecimientos.

Mina, sobre todo en la siguiente novela, será el héroe consciente de su fracaso desde antes de empezar. No había manera de ponerse de acuerdo. “De ahí que la Revolución española tuviera tan poco seso. Era una Revolución de Don Juanes y Don Juanes sin éxito”.

El mismo Espoz y Mina, valiente como un león y prudente como un zorro en sus empresas políticas, hombre que sabía disimular la violencia de su carácter con frases ambiguas, era, tratándose de cuestiones personales, de un arrebato impulsivo; a la menor ofensa ardía su alma con una cólera desesperada y furiosa.

Creo que es en Los caudillos de 1830 en donde aparece Aviraneta leyendo a Salustio. No me extraña. Mina está tratado con ese sentido trágico del personaje histórico que animó a Salustio y a Tácito, y eso que a Baroja, decía, no le gustaba. Son personajes enfrentados a un imposible exterior y a otro imposible interior. Parte de sí mismos lucharía contra la irracionalidad de los demás, pero también contra la de sí mismo. También muy a la manera clásica, Baroja presenta a Mina en paralelo con Valdés, como hiciera con Riego y Aviraneta en Con la pluma…, el conflicto permanente entre el militar y el guerrillero, que ya desarrolló a su sabor Baroja a propósito de El Empecinado.
Cuando todo está preparado para que empiece la acción, la veleta vuelve a detenerse. Baroja sigue forrando la historia de ficción, pero ahora el forro es mucho más que el cuaderno de los datos. Baroja pinta con acuarelas desvaídas una bucólica tan clásica que lleva hasta bibliografía, Teócrito, Virgilio, Longo, De Racan, un cuadro en tonos pastel de damas y currutacos, que pasan el día en el campo y siguen jugando a la gallina ciega. Es curioso que en 1918 también publicara Las horas solitarias e Idilios y fantasías. Estaba bucólico don Pío. 
Ahora el retrato de Mina debe permanecer colgado en la pared mientras volvemos a Gastizar, a la Casa de las Hiedras, un pabellón de la casona donde viven los Aristy donde se han trasladado a vivir dos damas circunspectas, la Condesa de Vejer y su sobrina, que a su vez reactivan la trama con un cuento de espías y un inopinado detective: Choribide. Las damas resultan ser la Carolina y La Simona, espías realistas, entre otras varias labores.
Ahí deja Baroja el relato, con las espadas en alto, sin más explicación, pero con la agradable sensación de que su imaginación ya solo usa la historia, no la sigue ni la encuaderna, y de que camina hacia un mundo de personajes en su arcadia y de paisajes simbólicos que crean el idioma del relato antes de nos narre sus acciones. Vamos hacia Jaun de Alzate, pero sobre todo hacia El laberinto de las Sirenas.

19.11.14

Limpieza de corrales


 
       Además de El capitán Malasombra, de 1917, otras tres novelas cortas (más una coda narrativa) componen Los contrastes de la vida, publicada en 1920.

El niño de Baza

            No todas tienen, desde luego, el interés narrativo de El capitán Malasombra, entre otras razones porque Baroja cuenta tres veces la misma historia en el mismo libro. En aquella primera parte, un italiano desaprensivo, Pancalieri, llegaba con sus dotes descaradas de donjuán a remover el gallinero, “un gavilán entre palomas”, como dirá de este otro Niño de Baza. Aquí es este zángano el que, después de una chulería de niño bonito al principio (Aviraneta, que es quien cuenta la historia, le dice que no estorbe en el barco que los lleva a Tánger), una vez desembarcados, cuando su padre se vuelve a España y el niño pasa hambre, agacha las orejas y pide sumiso el auxilio de don Eugenio. Este lo lleva a su casa de huéspedes, regentada por una viuda judía y sus cuatro hijas y sus dos criadas.
            Pero la historia, lo que Aviraneta cuenta a Leguía después de encenderse un puro, no era la del pisaverde de Baza, sino la de Borja Tarrius, otra muestra de las veleidades de la fortuna: “Jamás hubiera pensado, por ejemplo, que mi amigo don Bernardo Borja Tarrius fuera hombre que pasara por la vida sin dejar el menor rastro, ni el más pequeño recuerdo”, dice Aviraneta, nada más empezar. Tarrius cualidades tenía, desde luego, de hombre célebre y de buen personaje, pero Baroja lo abandona pronto.
            Uno tiende a pensar que para este viaje no se necesitaban alforjas. Cuando todos están metidos en la casa, Aviraneta, Tarrius, el diputado por Córdoba Moreno Guerra (más moro que los moros a los que desprecia) y el pájaro de Baza, con las siete mujeres judías, Baroja cierra la puerta y se deja acciones. Tarrius demuestra a la señora Toledano, la dueña de la casa, cómo puede ganar el doble trabajando lo mismo en su taller de sedas y brocados. Es el momento en que Tarrius, hombre de acción, capaz de hacer rentable a una familia judía de la noche a la mañana, que no es poco, desaparece de la escena y entra el Shylock de la obra, Samuel Lione, tratante de esclavos, y la más tópica caricatura de un judío que podían encontrar quienes pergeñaron aquel triste libro, Comunistas, judíos y demás ralea, apañado a partir de unos cuantos recortes de artículos y otros tantos fragmentos de tres novelas: Aurora roja, Los visionarios y Rapsodia. Con respecto a la primera, es una pequeña canallada que entre unos y otros le hicieron al gran Manuel y a su hermano Juan. Las otras dos no son novelas, más bien dos muestras de la época en la que Baroja había ya perdido el interés por novelar y se dedicaba al despotrique.
            Digo que si hubiesen leído esta novelilla habrían sacado material por lo menos más divertido, por ejemplo esta descripción de la casa del judío:

La casa era de aspecto más humilde que la de Mesoda. Nos recibió el señor Samuel en un despacho muy mísero de la planta baja, con grandes saludos y zalemas, y nos hizo sentarnos. Este Shylock hablaba de una manera balbuceante y lacrimosa. Nuestra santa nación, nuestra tribu, el patriarca Abraham estaban a cada momento en su boca. Durante su charla se interrumpía para dar una indicación a dos escribientes que tenía, los dos, sin duda, judíos, de cara atormentada y labios gruesos.
Le avisaron para almorzar, y yo me levanté con intención de marcharme; pero Samuel me agarró de la mano.
—No, no; venid —me dijo— ; que venga con vos este joven cristiano; comeréis conmigo, la miseria que uno tiene.
Subimos una escalera estrecha y llegamos a un comedorcito pequeño que daba a un patio, con una puerta, lleno de macetas con flores. Estaban en el
comedor la mujer y una hermana de Samuel, dos hijas de unos cincuenta años, un hijo y una porción de nietos, entre los cuales había una muchachita de unos diez y siete o diez y ocho años, muy bonita.
Entre todas estas caras judaicas había el tipo correcto y muy perfilado y el tipo un poco repulsivo del judío narigudo, con los labios gruesos y abultados y los ojos pequeños.
Había en toda la casa un olor a cerrado y al mismo tiempo a estoraque, o alguna otra cosa aromática, que no me hizo ninguna gracia.

            Cuando Baroja termina la caricatura, se quita la novela de encima: el Niño de Baza se casa con la nieta del negrero y le deja un hijo a la criada de la judía, Tarrius se queda a educar hijos de cónsules, Moreno Guerra muere “misteriosamente”, y Aviraneta coge un barco rumbo a Gibraltar. Todo eso en cinco líneas.
            La impresión es que Baroja ha intentado envolver con materiales reciclados la historia de dos malas personas: el judío traficante de esclavos y el pícaro español, buscador de fortunas, de chicas guapas y, a ser posible, de ambas cosas a la vez. El sarcasmo viene de creer que un vasco puede explicar a un judío cómo se hacen los negocios o que un judío entregaría así como así su hija y su negocio negrero a un tirillas como el Niño de Baza.
            Yo tengo para mí que ese Borja Tarrius estaba llamado, además de a modernizar la empresa artesanal de la viuda, a hacer estragos entre las mujeres, y que en vez de Tarrius se llamaba, en un principio, Eguaguirre, y Eguaguirre también se llamaba Basterreca, alias Mandi, el protagonista de Rosa de Alejandría, la siguiente novelilla. Me parece verosímil que Baroja trocease una novela dedicada al donjuán vasco cuyo primer y mejor capítulo era El convento de Monsant, pero que, visto el resultado de El niño de Baza y Rosa de Alejandría, decidió dejarla en aquel primer y feliz episodio.

Rosa de Alejandría

            Si así fuera, desde luego que hizo bien, porque la siguiente historia tampoco remonta el vuelo. Al contrario, podríamos incluirla en el género de las novelas sacadas de la manga. Aviraneta decide ir a Alejandría desde Gibraltar con cierta ligereza:

“Yo había pensado ir a Grecia y hacer campaña contra los turcos; pero como todo el mundo me habla aquí mal de los griegos, he decidido ir a Egipto y ofrecerme al gobierno del virrey como oficial”

            Así que lo visten de guardia marina inglés y lo suben a un bergantín nuevo. Otra vez una mujer con dos hijas en una casa de huéspedes, con un marido, el griego Chiaramonte, que se merecía más que el triste destino que le depara la novela. Y allí aparece Mendi, el vasco, y se lía con la señora de Chiaramonte, aunque pretende a una de sus hijas. Quizá sea más cínico que Eguaguirre (poco más), pero ese ritornello dickensiano del “¡no hay elementos!” que lleva siempre en la boca le habría pegado igual de bien a Tarrius en el anterior relato.
            De la casa queda un personaje, Rosa, en la que casi puede entreverse la futura Nelly de El gran torbellino del mundo, y que sueña con la isla de Gozzo, una arcadia feliz donde “todos eran pescadores, y los chicos se divertían descolgándose hasta el mar, con cuerdas, desde los más altos acantilados, para cazar palomas”. De algún modo esa isla de Gozzo emergería en El laberinto de las sirenas, pero de momento se queda en un personaje mudo al que Baroja no pone demasiado interés.
            Como remate, el autor abandona la trama y pone a Aviraneta en mitad de una acción, un altercado con soldados árabes en el que le cae un escupitajo y algunos latigazos, que Aviraneta devuelve uno por uno al cabo Yusuf cuando las autoridades lo socorren, y deja caer una de esas sentencias de quien allá donde va come lo que se estila, por áspero que le sepa.
            Queda un par de descripciones, pocas y breves, la de las callejas de Alejandría y los árabes “flacos, morenos, como si fueran de barro cocido”, o la todavía más breve del pachá, uno de esos casos en los que Baroja prefiere tirar de repertorio antes que penar con la ambientación:

Al día siguiente, el coronel Frossard me dijo que íbamos a visitar al pachá de Alejandría. Fuimos con una escolta de cuatro hombres, llegamos al palacio y esperamos a que saliera el pachá, que era un antiguo mameluco seco, cetrino, mal encarado y de aspecto desagradable.
Estuvo conmigo muy displicente y muy áspero.  

            Y eso es todo, ya no hay nada más que decir del Pachá. En este libro se empieza a ver algo que luego se extenderá, en los años treinta, por el resto de su obra: este arte de enhebrar historias y personajes pintorescos y fugaces que hasta ahora ha sido su modo de ambientar pero que llegará a ser un fin en sí mismo, una suerte dominada, un método para escribir cuando no hay mucho de lo que escribir, algo de lo que nos da Baroja una muestra bien elocuente al final de este libro, en el relato de la muerte del Empecinado.

La aventura de Missolonghi

            Pero antes Baroja incluye otra novela corta, esta vez narrada por Thompson, quien prometió escribirla al final de El viaje sin objeto. La aventura de Missolonghi pertenecería más bien, por tanto, a La ruta del aventurero. Pero es inútil recomponer la baraja de todas estas narraciones que suceden entre 1820 y 1923 según el orden del avío editorial, más que del argumental. Las tres primeras, incluida El capitán Malasombra, son historias que cuenta Aviraneta, y eso las une, pero en esta Aviraneta vuelve a ser esa figura un poco cómica del personaje extemporáneo que se sienta a la mesa de los reyes para trazarnos una semblanza y que tanto ha dado de sí.
            En este caso el rey es Lord Byron. Thompson, inglés, culto y romántico, no puede acercarse a él (como Fabrizzio del Dongo con Napoleón), pero Aviraneta come a su mesa y no lo nombra su secretario de milagro. Y así el retrato del poeta está envuelto por algunas reflexiones metafóricas sobre el Mediterráneo comparado con el Atlántico y algunas hermosas descripciones, la marina nocturna o el pueblecito de Argostoli, además, claro, de Missolongui, para el que Baroja usa una batería de datos geográficos con que defender la plaza.
            Baroja se ocupa de las marinas pero también de tratar aquella aventura mítica como si fuera otro desastre del 98:

La verdad es que entre aquellos filohelenos, al menos de nombre, no había ninguno que tuviese una idea aproximada de Grecia ni de su historia.
Ninguno de nosotros sabía gran cosa de la antigüedad clásica, y absolutamente nada de la historia griega moderna. unos se habían enganchado por miseria y por desesperación; otros, por espíritu de aventura.

            En esas circunstancias, Thompson presenta a Byron como un mito que Aviraneta desmitificará después. Thompson, al que le pasó como a Fabrizio del Dongo, para el que no hubo manera de conocer de cerca a Napoleón, tampoco pudo acercarse al célebre poeta, y sí darse cuenta de que aquella expedición fue “una de las más célebres del siglo XIX, principalmente por la intención, porque por lodemás apenas hicimos nada”. Byron estaba hecho con el barro del rumor:

Para muchos era un misántropo y un anglófobo; para otros, una especie de Manfredo desesperado, altanero, que vivía fuera de la sociedad, que mandaba matar al que le disgustaba; algunos lo tenían como un Don Juan terrible, un pirata, que conquistaba mujeres y bebía el vino en una calavera; para los más cultos era principalmente un revolucionario. La verdad es que no sabíamos lo que nos esperaba. No conocíamos ni Grecia, ni el jefe que nos iba a mandar.

            Pero sí sabe Thompson que aquella aventura no podía salir adelante mientras el coronel  Stanhope y lord Byron no estuviesen de acuerdo en nada, sobre todo porque el militar no comprendía la “guerra literaria” del poeta ni tampoco que si aquella batalla era tan famosa se debía a Byron, no a él.
            Thompson tiene, en fin, el punto de vista de un romántico que se ha encontrado con el realismo cuando lo que él va buscando es la modernidad, y quizá por eso introduce un fragmento en su cuaderno que parece que se le haya caído a Baroja de su diario íntimo:

He pasado los días mirando el Mediterráneo, intentando ver si se me ocurre algo nuevo en la contemplación de un mar tan bello. Sólo cuando se van articulando los lugares comunes en la cabeza es cuando se empieza a discurrir, vulgarmente, cierto, pero únicamente entonces.
Antes de esa articulación de lugares comunes por el solo ímpetu del espíritu no hay ideas. ¡Es lástima! He escrito unas cuantas frases en mi cuaderno, pero no tienen ninguna originalidad.

            Y eso en una historia que deja espacio a la descripción (a veces cartográfica) y a la interpretación del paisaje. ¿Pero qué es eso de la articulación de los lugares comunes? Thompson no cree en “el solo ímpetu del espíritu”. Cree en las ideas, un poco en contradicción con esa imagen del hombre de acción que no tiene ideas sino impulsos, o que deja quietas las ideas para que no refrenen las acciones.
            Es posible que Thompson no se pudiese acercar a Byron por exceso de ideas, de escrúpulos. Con cuidar a su compañero Mac Clair ya tiene bastante, y el mismo Nápoles que le brindará tres años después las memorables páginas de El laberinto de las sirenas no es ahora un sitio que le inspire nada. Ni a él ni a Mac Clair, porque “para comprender los pueblos hay que ser occidental unas veces, y oriental otras, y tener el alma con muelles como los coches de doble suspensión”.  Tres años después ya no dirá eso.
            El que no tiene esas dudas stendhalianas es Aviraneta, que nada más llegar ya está sentado a la mesa de Lord Byron, recomendado por el cónsul de Alejandría y sin bajarse siquiera de la goleta Chipriota, al mando del capitán
Spiro Sarompas. Su descripción no está hecha de bisutería mítica:

Lord Byron me recibió y me dio la mano. Me chocó la impresión de la mano; llevaba guantes de seda de color de carne. Vestía bata y gorro griego rojo. Su figura era hermosa, sobre todo la cabeza, pero no tenía aire de serenidad ni de fuerza; parecía una mujer. Sus rasgos eran demasiado correctos, y su cuello, que llevaba desnudo, me pareció excesivamente redondo.

            Y el caso es que el retrato de Aviraneta, de tan desprejuiciado, tan desmitificado, es más sugestivo que el de Thompson. Comparece aquí un Byron verosímil, “un hombre raro, medio afeminado, pero no débil, ni mucho menos”, que se levanta a las cinco de la mañana para leer y escribir, que hace todos los días lo mismo y a la misma hora, hasta beber vino, que no se pasa el tiempo mirándose las lágrimas en el espejo y que, cuando habla con “el único español que ha acudido a secundar mi empresa”, Aviraneta, no duda en simpatizar con él y en llamarlo “nieto del Cid”.
            Luego, cuando Aviraneta cuenta a Thompson sus impresiones, dice algo que me imagino que los estudiosos del pensamiento de Pío Baroja ya habrán colocado en su lugar correspondiente: “Byron tenía ideas de poeta. Creía que era necesario para Europa que Grecia se reconstituyera”. Aunque reconoce que Byron no había ido allí a que le pintasen un retrato, Aviraneta no siente “esa religiosidad y esa pasión” por Grecia, y no le replicaba nada: “Yo no soy poeta. Yo me callaba”.
            El episodio tiene el interés de ese retrato doble, de una desmitificación que corre a cargo del personaje ficticio en una situación inverosímil, más allá de los tópicos que el primer y perspicaz narrador ha logrado reunir. Baroja equilibra la irrealidad de Aviraneta con la realidad de Byron, y el realismo de Thompson con la vaga mitología del poeta.

El final del empecinado

            Las últimas diez páginas del libro están dedicadas a narrar en pocas líneas el encierro de don Juan Martín, contado por Bienvengas en diálogo con Aviraneta, que retoma el papel de narrador: cómo lo exhibían en una jaula para que la gente le escupiese, su madre llorase arrodillada y su mujer se pasease por delante con un joven realista. Aviraneta pasa revista a los antiguos compañeros del Empecinado, dolidos por su situación, pero incapaces de hacer nada para liberarlo. Aviraneta, como buen hombre de acción que lo quiere seguir siendo, se lava las manos:

Lo comprendí yo también así, y tuve que olvidar la suerte lamentable de mi general y mi amigo.
Desterrando el recuerdo de lo pasado, me dediqué a pensar en el porvenir.

            En el último párrafo, que cierra el relato y el libro entero, se nos cuenta también el final del Empecinado:

El guerrillero, al. ser conducido de la prisión de Roa al cadalso, había roto las cuerdas que le ataban, y, arrancando la espada de las manos del jefe de la escolta, había intentado abrirse paso entre los esbirros. Los voluntarios realistas se habían echado sobre él y le habían cosido a bayonetazos. El corregidor, don Domingo Fuentenebro, mandó subir el cadáver al tablado y ordenó colgarlo por el cuello.

            Ese párrafo justifica el relato entero, pero hay otro detalle interesante. Aparte del relato del final del Empecinado, casi todo está envuelto en nombres y recuerdos de nombres, como un inventario del material sobrante que es una forma semoviente de narrar. Esa hilatura de apellidos y de biografías mínimas, de personajes recordados y parientes característicos, es un tapiz que envuelve la sustancia del relato. Hay una ambientación barojiana que cada vez más se desprende de su condición narrativa para limitarse a labores descriptivas. Proporcionalmente, el recurso es tan abundante –y tan eficaz- en este relato como en los dos libros siguientes de la serie, La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830, que juntos componen una sola novela.
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