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27.3.15

¡Más carácter!


           No es la primera vez, ni tampoco será la última, que Baroja se resarce de una novela más bien floja echando en la siguiente toda la carne en el asador. Es el caso de Las tragedias grotescas, de la que Los últimos románticos queda finalmente como un prólogo extenso y anodino de esta buena segunda parte. Es como si Baroja, después de las humoradas cochambrosas de Silvestre Paradox, se hubiera dejado en Camino de perfección de tonterías, y así le salió una de sus obras maestras. Ese humor de risa floja tenía, en Silvestre Paradox y en Los últimos románticos, demasiada salsa bohemia. En ambas un personaje volteriano asiste entre resignado y sorprendido a las miserias económicas y morales de los eternos aprendices de artista. Algo así me pareció también el cambio entre la algo más plana Mala hierba y la potente Aurora roja. Es decir: Baroja escribió malas novelas, detrás de las cuales con frecuencia nos regala una pieza maestra.
            Y el método lo dice el propio autor en este libro, al denostar uno de sus personajes a un escritor de noveluchas cuyos personajes “no tienen carácter”. Don Fausto no había tenido ningún carácter, pero el carácter de sus secundarios era poco más que pintoresco, y es por ahí por donde empieza Las tragedias grotescas, con dos o tres personajes de carácter. Don Fausto, harto de mariposear, y después de la muerte de doña Blanca, había traído a su esposa, Clementina, y a sus hijas Asunción y Pilar con él a París, todas ellas encantadas con el mundo elegante de la margen derecha del Sena. Al mismo tiempo, y como quien mete buen recado de leña en la estufa para que no se le vuelva a apagar, aparece Carlos Yarza, todo voluntad y buena parte de cinismo. Yarza, disolvente como el propio Baroja, romántico resabiado, o sea moderno, es de la raza compulsiva de Quintín y de Fernando Ossorio, y no se conforma con ser desde el principio el futuro yerno decorativo de don Fausto. Es cáustico y aprovechado, pero directo, insultantemente claro, como esos personajes arrojados que nos llevarán dos años después hasta César Moncada, pasando por los personajes arrojados de la trilogía La raza. Un tipo interesante al que Baroja va a administrar cuidadosamente como contrapunto de la sociedad ñoña en la que se desenvuelve don Fausto y como aglutinante de unas cuantas amargas historias de amor, porque este Yarza es un donjuán listo, un buen tipo del que las muchachas más inteligentes se enamoran, o se enamoran con lo más inteligente que hay en ellas, como es el caso de Asunción, la hija de don Fausto, pero también de Paulina, huérfana soltera, hermana de un jorobadillo dickensiano, de la raza de los Aristones, y de Nannette, que a partes iguales nos recuerda, sobre todo al final, episodios de la Historia de dos ciudades, de Crimen y castigo y de Fortunata y Jacinta. El propio don Fausto, impertérrito en su condición cobarde, de cándido que no solo se despreocupa laborando el huerto (paseando en este caso por las aceras) sino que no le importa que su mujer lo engañe. Y este es el centro y la parte más larga y brillante de esta novela, el adulterio de Clementina visto por un marido pusilánime.
            El azar folletinesco había dado a Baroja la clave oculta para que funcione tan bien esta novela. Mientras la mujer se lanza a la vida demimondaine, como las coccottes que tiempo después retrataría Proust, Fausto sobrelleva su vergüenza con estoicismo. Se marcha de casa mientras su mujer organiza fiestas y bailes, y escucha desde la cama, a las tantas de la noche, cómo su mujer se mete en su cuarto con un amante. El moralista Baroja constata la perversión moral, no ya tanto de convertirse en puta de alto copete como de perder cualquier sentido de la consideración o de la decencia. Clementina no solo es un putón verbenero, sino que es, sobre todo, chic, el tipo de mujer que se estila en esas esferas suntuosas a las que la suerte los ha empujado a vivir. La herencia de doña Paula estaba envenenada, pero Fausto no puede hacer nada, no es el hombre de la casa, no es quién para imponer su ley, al menos para exigirle a su mujer que no se tire a los amantes bajo el techo conyugal, o que no lo trate como a un perro. La odiosa mujer de Pierre, el de Guerra y paz, se me venía una y otra vez a la cabeza, pero Clementina no es mala por sí misma (ya al principio de Los últimos románticos se nos habló de su falta de escrúpulos, de su casquivanía y de lo poco que le importaba que Fausto se fuese solo a París) sino como castigo a la necedad de don Fausto y como imagen de una descomposición moral que afectaba a la época entera y que, en paralelo lejano con la Gloriosa, traerá el derrumbamiento del Segundo Imperio y la época sangrienta de la Comuna. En todo caso, y pese a estar en París y contársenos todo en parisino, en la novela solo hay personajes españoles, salvo la vieja que mete a Clementina en el barro de cristal y alguno que otro más.
            Baroja, para terminar de cargar la estufa, ya no quiere personajes solo pintorescos. Prefiere que tengan un rasgo de heroísmo, como Pipot, como el propio Yarza al final, o que sean rematadamente desaprensivos, como el tal Mingote, un personaje, por cierto, que a los amantes de la cronología de La lucha por la vida quizá les viniera bien, sobre todo porque aparece, y mucho, en Mala hierba. No hay, pues, medias tintas ni autocomplacencias de ninguna clase. Salvo la madre, que acaba fugándose con un alemán, todos pagan con algo. Todas las mujeres que merecían la pena, sobre todo Paulina y Nannette, las Lulús de la novela, chicas pobres, dulces, francas, decididas, enamoradas las dos del hombre equivocado. Esta última, Nannette, acabará de la mano de un Fausto por fin, muy al final, decidido a ser útil a alguien por un poco de cariño. Hasta entonces es, sí, grotesca la pertinacia de don Fausto en su inoperancia, pero al mismo tiempo, a medida que transcurren las bacanales de su esposa, nos va pareciendo una inutilidad con carácter, filosófica, impasible, existencialista incluso, avant la lettre, ya que estamos en París.
            La actitud de Yarza también es volteriana, pero lo es de otro modo, rebelde contra el plan previo, decidido a “ser lobo”, no cordero, y no entregarse a la humildad vacuna que se le presenta en cualquiera de los matrimonios verosímiles que elija. Fausto, en cambio, lleva su inacción hasta las últimas consecuencias: como todo heroísmo, se hace el cojo para que no le recluten en las algaradas de la Comuna. Pero luego sí, muy al final, cuando todo está hundido, cuando Pipot y Yarza han entregado sus vidas por una idea y él, sin ideas, sin dignidad, vaga cojeando por las calles, Baroja rehabilita a don Fausto, le pide a Nannette nada más que un poco de atención, la protege y se comporta con ella como esos viejos galdosianos que apadrinaban jovenzuelas descarriadas, aquel Feijoo de Fortunata y Jacinta, o como será, mucho tiempo después, el Larrañaga de El gran torbellino del mundo. Baroja se ha excedido con él en cuanto a capacidad de aguante y falta de cuajo, pero le compensa con un final hermoso, tapizado por el relato trepidante de los disturbios, adornado con delicadas estampas parisinas y un lirismo sobrio de la mejor calidad. Así piensa Fausto, abrumado de indignidad, mientras los árboles se le desnudan.

“Es la voz del otoño –pensaba-, la voz del buen sentido la sabiduría que hablaba y decía suavemente: “Desdichados los que no tienen hogar! ¡Felices los que ahora duermen entre sábanas! No os preocupéis por lo que hagan vuestra mujer o vuestro amigo. ¿Qué importa eso ante los siglos que pasan? Todas vuestras construcciones, grandes o pequeñas, serán barridas por el vendaval de las horas, que corren frenéticas. Saboread el minuto presente. ¡Aprovechad la vida! Cada día es una ganancia sobre el abismo que nos rodea. ¡Exprimidla! ¡Abandonad lo imposible! Reducid vuestros proyectos a los estrechos límites de la existencia, y puesto que la vida es breve no intentéis llevar demasiado lejos vuestros planes”

         No, no suena sarcástico. En ningún momento Baroja comete el error que cometió en Los últimos románticos. Ahora es la novela la que se ensaña con don Fausto, no Baroja. La novela lo pone al borde de un muelle, incapaz de evitar que un anciano se suicide, incapaz de hacer nada, pero Baroja no hace leña, no molesta al personaje trágico en su, a fin de cuentas, digna cobardía. No hay sarcasmo, hay amargura, y está toda en el personaje, no en Baroja. Bueno, no del todo. Su idea más sarcástica del matrimonio no se aparta gran cosa de la que pinta aquí, con Isabel II en persona encargando legiones de honor para sus viejos conocidos, entre ellos, y de rebote, el propio Fausto.
            Buena novela Las tragedias grotescas. Otra vez estamos en las mismas: si Baroja reduce Los últimos románticos a la mitad y la antepone a esta novela, el resultado habría sido una pieza mucho más redonda y conocida, y así son dos novelas de la que una es mala y está metida en una trilogía con otra novela que no está mal pero que no tiene nada que ver. Menos mal que Baroja no trabajó de archivero, porque lo habría revuelto todo. 

23.3.15

El héroe atontolinado


Al leer La feria de los discretos , de 1905, hablábamos del respiro folletinesco que Baroja se había tomado después del esfuerzo (y la satisfacción) de La lucha por la vida. En Quintín veíamos un personaje salido de Fernando Ossorio que estaba transformándose en Eugenio de Aviraneta. Quintín tenía el entusiasmo por la acción y el desprecio por las sensiblerías que luego, con la astucia de los años, tanto nos habría de gustar en don Eugenio.
            Pero La feria de los discretos era una novela compacta, de sólido armazón, con un héroe cuya trayectoria dramática libra de responsabilidad argumental a la peripecia. Baroja no sostiene las novelas con sus argumentos sino con sus personajes. La visión romántica que pintó Baroja en Quintín es tan coherente que no buscamos ya más desproporciones, el mito campa en el recuerdo.
            El problema surge cuando el héroe no tiene sustancia y el argumento funciona como si la tuviese. Es lo que pasa en Los últimos románticos, de 1906, primera parte de esa novela larga que compone junto a Las tragedias grotescas, publicada un año después. El héroe, don Fausto Gamboa, es de la estirpe dickensiana de Silvestre Paradox: el protagonista ingenuo, un poco tonto, que contempla con admiración la panda de mamarrachos que se hacen pasar por bohemios. En Silvestre Paradox había un personaje al que los bohemios sableaban a cambio de regarle un poco la vanidad literaria. Este Gamboa es así, un tontilán, uno de esos ingenuos que, más que gracia, dan ganas de darle una colleja, a ver si despabila. Esta estirpe de zanahorios llegará hasta el cándido Alvarito, que narra varias de las entregas de Aviraneta, pero se perfeccionará en esos tipos de romántico apalominado como Lacy o Tilly, mucho más interesantes porque son hiperestésicos y confiados, pero no son tontos.
            Y don Fausto es tonto, qué le vamos a hacer. Ya sé que la novela del protagonista estúpido ha dado grandes obras, pero a mí, por no gustarme, no me gusta ni la raíz volteriana de muchas de ellas. A Baroja le encantaba el Cándido, al menos la idea, y en el final de Camino de perfección ya vimos que era una cita casi explícita que, sin embargo, se podía adjudicar, más intelectualmente, a cenizos como Shopenhauer. Lo que habría que mirar con más cuidado es si esa candidez le venía a Baroja de una idea muy simple, como todas las de la época, de Voltaire, o estaba ya filtrada por los personajes simplones de Dickens. ¿Quién no ha estado a punto, más de una vez, leyendo OliverTwist, de decir “este chico es tonto”?
            Lo peor que tiene don Fausto es que nos quita la miel de los labios. Baroja enoja gravemente al lector cuando, después de la presentación de doña Blanca, una dama venida a menos y redimida a fuerza de trabajo y de carácter, sin dar explicaciones se centra en el instrumento que nos había llevado hasta ella, Gamboa.
Doña Blanca es una anciana en sus últimos amenes que languidece en su casa de París, allá por 1868, y manda venir de España al hijo de su gran amiga, Fausto, para pedirle que le lleve a su hija Asunción, a que le haga compañía y, cuando se muera ella, herede su fortuna. El plan está bien. Doña Blanca tiene toda la fuerza que le falta a Fausto, pero ya Fausto, siendo muy joven (ahora tiene cuarenta y tantos) se enamoró de ella en un viaje de Blanca a Madrid, de modo que podemos asistir al romance decadente y revenido que… Ni hablar. En una escena de lo más abrupto, Blanca le dice a Fausto que no puede quedarse a vivir en su casa el tiempo que pase en París. Se comprende que la dama, a punto de morir, no quiera convertirse en otra Concha valleinclanesca. Lo que no se comprende, empero, es que Baroja se lleve a Fausto a un barrio pintoresco, lejos de la dama, y ya no lo saque de allí hasta las últimas páginas de la novela, cuando llega por fin Asuncioncita y su madre, se muere doña Blanca sin decir esta boca es mía, la moza hereda y aquí paz y después gloria.
Pero esto, contado solo en su principio y su final, y en ambos casos resumidamente, ocupa muy pocas páginas. El grueso del libro está dedicado a pasear por París y a presentar personajes cuya vocación de caricatura les quita el interés. Es el caso de Pipot, un republicano español que lleva a don Fausto por los cutrichiles del exilio y le enseña siluetas pintorescas y sin vida. La gente llega, se saluda, bebe, dice una frase, emite una opinión gratuita, se va, pasea por los barrios más cochambrosos y nombra las calles y los edificios. Más que pesado (Baroja nunca es pesado) se pone un poco impertinente, con tantos personajillos que le hacen a él más gracia que al lector y tantos zurcidos de folletín grueso, con hijos secretos (que tampoco dicen ni pío) y toda la cohorte de artistas de postal. Baroja anota sus curiosidades y de vez en cuando le echa un poco de sal gorda folletinesca, que en la medida en que nace como parodia ya está condenada a no tener demasiada gracia. No hay en esas tres cuartas partes de novela más andanzas que las rutas turísticas parisinas de don Fausto, al que ni siquiera arruina nadie, y que tiene esa inclinación por las casas negras, las prostitutas borrachas y los hampones de medio pelo que sin embargo no le lleva nunca a situaciones embarazosas ni mucho menos peligrosas. Me acordaba yo del Braulio de La ciudad de los prodigios, pero don Fausto ni siquiera tiene vicios ocultos. Ni trabaja en nada.
Cuando este mismo Fausto se cargue de melancolía (y deje de hacer el tonto) tendremos grandes personajes como Larrañaga, veinte años después, también viajero de circunstancias, apocado y sobrio, y muy sentimental. De momento nos queda un estupendo yacimiento arqueológico para los estudiosos de las Memorias de un hombre de acción, porque el método compositivo que utiliza en Los últimos románticos acabará siendo la plantilla de unas cuantas novelas de aquella serie. Por plantilla no me refiero a una estructura sino a un método, a un ir trenzando conversaciones históricas y lances de opereta, librerías de viejo y bohemios miserables, judíos encorvados y mujeres con peligro. Por todos pasa, en ninguno se queda, y pasa alguien, don Fausto, que tampoco es nadie, de modo que muchas veces sobrevuela la sensación de que la novela es una de esas composiciones sin contenido que tejería tiempo después Cela en la mayor parte de sus escritos, un seguir contando cosas por la inercia de los dedos, cuando lo que se tiene, descontando el material histórico y descriptivo, es más bien poco.
O mucho, porque tenía a doña Blanca, pero Baroja, que estaba descansando, prefirió apañar un bocadillo de anécdotas intrascendentes. Queda la segunda mitad, Las tragedias grotescas. Espero que no la dedique otra vez a la bohemia y sus harapos. Con Silvestre Paradox y Los últimos románticos yo diría que ya hemos tenido bastante.

3.4.14

Los del bronce

            
Volvemos, después de unas cuantas novelas cincuentonas, a los primeros años, a 1905, con un Baroja exultante que un año antes había dado a luz su gran trilogía La lucha por la vida, la que lo consagró como escritor. Tiene, entonces, 32 años, los mismos que el protagonista de La feria de los discretos, Quintín, cuando acaba la novela, que transcurre toda ella en la edad taurina de los 25. En esos seis años (Baroja cumple los años en diciembre, por eso siempre parece que uno haya sumado mal) Quintín ya no es el romántico byroniano decidido a hacerse rico gracias a la impostura, sino un hombre con “el corazón vacío” que marcha “hacia el spleen”. Es decir, que la novela, que transcurre en Córdoba hacia 1868, está compuesta con el espíritu romántico de un hombre moderno. En esos seis años hay metida mucha literatura.
            Uno tiende a imaginar que después del esfuerzo realista le apetecía regocijarse un poco de literatura folletinesca, un ir y venir que había comenzado con la trilogía vasca y que duraría toda su carrera. De la rama folletinesca colgarían las novelas históricas, y de la realista las contemporáneas. El Mayorazgo de Labraz es un novelón romántico, y La busca, a pesar de que el oficio del folletín queda patente,  es novela de un testigo de su tiempo, no de un lector de folletines. Y así resulta que unas, las contemporáneas, aún aspiran a ser un trozo de vida, en tanto que las otras, las históricas, son un trozo de literatura, que manejan a su antojo elementos clásicos y añaden sorprendentes invenciones, en este caso labradas en La lucha por la vida; por ejemplo una, cuando Quintín conoce a la banda de Pacheco, que suena muy cercana a esas escenas de hampones que borda Eduardo Mendoza, desde el final de Una comedia ligera al bandido de El año del diluvio, que, si no recuerdo mal, se llamaba Mierdafrita. Los dos beben de la misma fuente: estas largas y tumultuosas conversaciones entre la gente del bronce suenan, naturalmente, a la banda de Fagin, pero es extraordinario cómo se sostienen sin apenas argumento, algo, lo que podríamos llamar los diálogos semovientes , que ya me sorprendió hace mucho en Mala hierba, y me pareció, como me ha parecido aquí, de lo más moderno.
            Quintín es un joven de 24 años que vuelve a su Córdoba natal desde Inglaterra, de recibir una educación selecta y, suponemos, leer mucho a Dickens. Su familia lo recibe con la frialdad con que en los folletines se recibe a los hijos ilegítimos cuando vuelven de estudiar en Inglaterra. Aquí Baroja tira de determinismo folletinesco, o sea de tal palo tal astilla, y explica la frialdad acudiendo a una historia romántica: el padre de Quintín fue hijo disoluto de una familia noble, el don Juan que huye de sus acreedores, se refugia en una venta y seduce a la dueña, y escapa por la ventana pero entre la luna verdosa de los olivares cae abatido por las balas. La ventera, Fuensanta, pare a Quintín y casa con un comerciante serio y trabajador, hijo a su vez de un randa que sin embargo fue reformado a tiempo por la madre de Quintín, lo que quiere decir que a veces las mujeres enderezan el destino de los héroes naturalistas.
            A Quintín, en cambio, no lo ha enderezado nadie. Es el joven desbocado que vive a tumba abierta, pero también que es consciente de que lo hace. En cierto modo la modernidad es un romanticismo premeditado, manierista, no un ser héroe sino hacer lo que hacen los héroes, pero contado con un dominio de lo trepidante propio de los mejores productos originales. El propio Quintín se lo dice a sí mismo: “Tú vencerás, Quintín, tú vencerás –se dijo alegremente-. ¿Qué deseas tú? Vivir bien, tener una hermosa casa, no trabajar. ¿Acaso esto es un crimen? Y si fuera un crimen, ¿qué? No le llevan a uno por eso a la cárcel. No. Tú eres un buen beocio, un buen cerdo de la piara de Epicuro. Tú no has nacido para viles menesteres de comerciante. Finge un poco, hijo mío, finge un poco; ¿por qué no? afortunadamente para ti, eres un gran farsante”.
            Y su farsa consiste en bajar al fango, rodearse de indeseables de divertido nombre, en cuyas vidas de truhán Baroja se engolfa y saca páginas extraordinarias, pero no con la mirada agria de La Busca sino con esa especie de redención barojiana que es como la redención cervantina: los malos que acaban cayendo simpáticos. Es el caso de Pacheco, el bandido bueno, el hombre de palabra, el idealista primitivo que quiere armar él solo la revolución. Quintín urde un plan para hacerse rico aprovechándose de Pacheco, es decir, llevando el riesgo al límite, porque el bandido es noble, pero no admite traiciones. La escena cumbre de la novela es el secuestro de La Aceitunera,  la mujer con la que vive el aristócrata del que se supone que desciende Quintín, una marquesa que suponemos caprichosa y emperifollada, sibilina y despiadada, y que cuando aparece por la novela es el retrato mismo de Isabel II, una mujer ocurrente, salada, vividora, que sabe dominar a los poderosos y atraerse a los desheredados, como en la escena del cortijo donde celebran eso que por esta parte llamamos bureo, con apagón de velas incluido.
La Aceitunera  es, con Pacheco, la gran sorpresa entre los personajes, porque el erudito de provincias, don Gil (muy, al principio, en el tono del Satur aquel de Clarín, aunque luego vuela), o la pareja de hermanas, Remedios y Rosario, a la que habría que inscribir en el censo de parejas de personajes femeninos que se complementan: la buena y la lista, la sosegada y la desenvuelta, la doméstica y la silvestre, nos resultan personajes conocidos. Ya no es nada romántico que al final Quintín decida no redimirse a sí mismo, y por una vez tiene un comportamiento noble: avisar a Rosario de que no es un hombre de fiar, y seguir su senda de hombre de acción, algo que se repite varias veces en el libro y que ayuda a ver en Quintín un antecedente de Aviraneta y sobre todo de César Moncada. Lo que en Quintín es cinismo decadente, en Aviraneta ya será misantropía, pero a ambos les mueve parecido romanticismo. Con Moncada comparte esa ambición un poco enloquecida, esa enfermiza valentía.
El frescor que uno siente al volver a estas historias tan desenfadadas, con personajes llenos de literatura, sin obligación de ser serios al leer, también lo produce una mayor presencia de la descripción que en, por ejemplo, los últimos tomos de Aviraneta. Volvemos al Baroja entusiasmado con el vocabulario:

Se prepararon los arrieros para comer. La Temeraria tomó uno de los candiles negros por la tizne de la tabla de la chimenea, lo encendió, y viendo que no alumbraba bien, sacó una horquilla del pelo, la clavó en la mecha del candil para despabilarlo y airear la torcida, y hecho esto lo sujetó con la uña del garabato en una viga saliente de la pared.

Reconozco mi debilidad por estos pasajes.  El amor a la palabra por sí misma, enjaezada de ritmo, no de adjetivos, es la verdadera clave de su prosa. Y es lo mismo en la descripción de alguien en movimiento que en la de un paisaje:

Recorrieron el huerto abandonado; una alfombra espesa de lampazos y beleños, de digitales y de ortigas cubría el suelo. En medio, rodeado de un círculo de arrayanes amarillos, se levantaba un cenador con una puerta podrida; dentro de él se advertían en las paredes restos de pintura y de dorado. En la vieja tapia se enredaban las hiedras. Envuelta en su follaje negruzco y adosada a la pared se adivinaba una fuente con una cabeza de Medusa, por cuya boca, de un caño roñoso, salía un hilo cristalino que caía sonoro sobre el pilón cuadrado, lleno de agua hasta los bordes. Había para subir a la fuente dos anchos escalones musgosos, y los hierbajos y las higueras silvestres nacían en las junturas, levantando las losas. Entre las hierbas brotaba un pedestal de mármol, y un naranjo silvestre, con sus frutos pequeños y rojos, parecía salpicado de sangre.

¿Alguien ha visto una metáfora? Aparte del “salpicado de sangre”, ¿alguien ha encontrado alguna comparación? Y, sin embargo, ¿alguien duda de que se trata de un petit poéme? Hemos sobrevalorado las metáforas. O más bien las hemos confundido con las imágines. Virgilio describía con exactitud escenas de la naturaleza que eran hondas metáforas, pero no hacía retruécanos. La vanguardia instaló una dictadura del retruécano gratuito que afectó, y de qué modo, a la prosa, así que esta limpidez, esta tersura, esta perfección en el dominio del ritmo y del lenguaje nos parecen la única poética que merece la pena. Baroja, a los 32 años, ya llevaba años dominándola, pero se nota que entre El Mayorazgo de Labraz y La feria de los discretos ya han pasado Fernando y Manuel, los paisajes del 98 y los arrabales de Madrid. El folletín vasco era de prosa más desparramada, más grandilocuente y recargada de influencias, pero esta pieza cordobesa es, en parte, como los cuadros que su amigo Darío de Regoyos pintaría en el viaje que ambos hicieron a Córdoba, y del que salió la novela.
            Se ha dicho, por cierto, que La feria de los discretos es algo así como un pastiche de la literatura regionalista, o del romanticismo a lo Irving, e incluso he leído por ahí que en Córdoba hay eruditos que la toman como la típica imagen de la Andalucía de hamaca y de guitarra. En absoluto. Decir que María Lucena, la amante bailarina de Quintín, es un topicazo folklórico es tan estúpido como decirlo de María Coral, otra vez Mendoza. Aunque solo sea por las magníficas descripciones de Córdoba y alrededores, ya deberían mirar en Córdoba esta novela con más afecto que miran en Zaragoza la que les dedicó Galdós. Allí sí que los llamó brutos, allí.
            Quizá esa crítica facilona sea un lugar común como otros muchos sobre Baroja, nacidos de leer tan solo las primeras páginas, los libros por encima, la plantilla folletinesca del principio, no las curvas que vienen después, sorprendentes para el lector y, se nota, y para bien, que también para el autor, que incluso interviene, en forma de señor de barba negra, un tal Escobedo, para insistir en la juerga literaria que se está corriendo con la gente del bronce, y el poco afecto que le inspiran quienes viven más allá de sus novelas.

            
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