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23.5.15

El mitin del artista


Ayer mañana, en la parada del autobús, la vecina con la que coincido todos los días, que trabaja en Servicios Sociales en el barrio de San Blas, me contaba que el primer concierto que hubo en Las Vistillas fue de Miguel Ríos, cuando Tierno Galván accedió a la alcaldía. Tierno Galván murió con 68 años. Miguel Ríos, con 71, ha vuelto a dar esta noche un concierto en Las Vistillas.
Esta vez no era por las fiestas sino por el cierre de campaña de IU, o más bien de su amigo Luis García Montero, que minutos antes estuvo dando un mitin. Nosotros hemos bajado cuando hablaba la candidata a la alcaldía, Raquel (estas son unas elecciones de nombres de pila), que no sabía dar un mitin. La viperina Aguirre le reprochó que no tuviera estudios. Miguel Ríos tampoco los tiene y ha dado un mitin mejor que el de Luis García Montero. De nada importan los estudios de Raquel. Importa que no sabe hablar, que lee sin intención, que aburre con tópicos manidos, que nadie la escuchaba. Es más, la gente estaba pendiente de que no se equivocase y terminara cuanto antes, igual que en la fiesta del colegio sale el alumno voluntarioso que no vocaliza y todo el mundo aprieta en silencio para que termine, da igual lo que diga. Una pena.
También había hablado, y nos dio tiempo a ver el mitin casi entero, el juez Baltasar Garzón, que se limitaba a hablar lentamente, como si estuviera dictando a unos alumnos, separando artificialmente las palabras, y rellenando los tiempos muertos con el ridículo todos y todas que luego, cuando habló el poeta, llegaron a su máxima y más absurda expresión. Pero Garzón tampoco sabe dar un mitin. Aquello era un rollo de frases correctas. Desde el punto de vista retórico, Pablo Iglesias ha ganado esta campaña por goleada, porque se ha limitado a respetar el abecé de la dialéctica mitinera: gritar no es hablar en voz alta, gritar es dar gritos, no subir la voz. García Montero se desgañitaba inútilmente con un equipo de sonido excesivo y casi daban ganas de decirle que bajase la voz, que le entendíamos bien, que no chillase frases que no eran gritos. El grito, y eso debería saberlo un poeta, es otra cosa. Pablo Iglesias habla en un ritmo dactílico isócrono que le permite instalarse en el grito permanente, y por eso sus mítines tienen la sintaxis del grito y la fluidez de los versos de Homero, que es el que usa el rimo dactílico: no sómos los únicos hártos de tánta injustícia…, tenémos que echár a los píjos de siémpre…,  y así sucesivamente, con una melodía rítmica que une las epopeyas antiguas y el rap de las plazas duras. En eso ha consistido el éxito de Iglesias, y parece mentira que un poeta tan rematadamente poeta como Luis García Montero no haya sido capaz de aprender la lección.
Antes de que terminase de hablar, de subir el tono para palabras que no son gritos, esto es, de chillar, nos hemos metido en la Trastienda a tomar unas cervezas, pero al salir ya habían terminado los lánguidos discursos y ya estaba actuando Miguel Ríos. No había mucha gente. Izquierda Unida es una reliquia de domingo en el Rastro, de sacos con bocadillos para la sentada, de tradiciones obreras que parecen asociaciones de coches antiguos, con una dirección descuajeringada y ni una sola persona que diga quién es y no es un buen candidato, con independencia de su linaje ideológico.
García Montero había dicho cosas aparentes, sencillas y emotivas, pero como no gritaba, como hablaba, y hablaba chillando, la cosa era forzada, innecesaria, un esfuerzo desgañitador perfectamente gratuito, trufado además hasta la parodia del género doble: “porque vosotros y vosotras tenéis hijos e hijas que todos y todas queremos que salgan adelante y adelanta”. Qué complicación hablar así, qué atraso. El idioma está por encima de la ideología, oiga.
El caso es que nos hemos vuelto a parar con Miguel Ríos. Llevaba un buen grupo y él estaba rechoncho y tarrete, con el cardado ceniciento y un muy medido bailoteo. Y cantaba de puta madre, y las canciones sonaban bien y uno tenía la sensación de que el público mitinero, el de los sacos de bocadillos, no estaba celebrando la consistencia del artista sino la esperanza del partido pobre. Muy bien, muy entero en el escenario. Compárese con Tierno Galván, de terno cruzado, más joven que Ríos y dictando discursos clásicos.
La música era buena, pero la sorpresa ha llegado al acabar la canción. Se le notaba jadeante del esfuerzo pero no ha dado un segundo de tregua al silencio, recuperaba las fuerzas sin dejar de hablar en el tono en el que debería haber hablado Luis García Montero, charlando, modulando, ahora bajo para una broma, ahora subo para una presentación, ahora grito una consigna, no la digo, la grito, y estalla entre el tono moderado como una flor en el prado. Yo he aplaudido un poco antes de comenzar la siguiente pieza, cuando ya se había recuperado y otra vez perneaba con estilo. He aplaudido el discurso, el buen discurso, el buen mitin del artista.

10.4.10

A palo seco

El jueves pasado se presentó en Teruel la antología de columnas de Evaristo Torres Olivas. El libro incluye este prólogo mío.


Pocas veces un remitente de cartas al director consigue, casi por aclamación, una columna diaria que no sólo cuenta con lectores sino con verdaderos fans, gente que espera el artículo para aprovisionarse de argumentos con los que calentar tertulias, o simplemente para ratificarse en esa media sonrisa, entre amarga y noble, que para los consumidores de periódicos se suele convertir en adictiva.

Es el caso de Evaristo Torres. Desde que aparecieron sus primeras cartas incendiarias hasta que su faldón A palo seco se convirtió en una de las secciones más leídas del Diario de Teruel, apenas pasó un año, y hoy por hoy, finales de 2009, se lee en las barras de los bares y en los mostradores de las oficinas, en las salas de espera y en las de profesores, en las peluquerías de señora y de caballero. ¿Cuál es la razón, digamos, retórica de semejante éxito?

La primera es necesario buscarla en la utilidad de una columna. El valor de este género suele cifrarse en un lucimiento personal que se agota en sí mismo. Hay columnas muy bien escritas que sin embargo no trascienden, es decir, no prenden con el propio argumentario del lector. El propósito de una columna no es tanto lucirse como repartir juego, instalarse en un punto de vista al que cualquiera puede acceder para interpretar la realidad en torno. Se necesita una humildad extraordinaria para no caer en el lucimiento fácil y al mismo tiempo emplear las mejores armas de la retórica. Es decir, para ser tan llano, tan directo, tan arrojado incluso, se necesita manejar muy bien el idioma. La primera lectura de una columna de Evaristo hace que restalle un lenguaje escabroso, adobado con todo tipo de corrientes malsonancias, pero todas ellas están engarzadas en una sintaxis impecable, en un ritmo vertiginoso, en una articulación del idioma que igual habría servido para una exposición abstrusa si el autor no tuviera el don de la claridad.

Esta conjugación de formas, la sintaxis culta y el improperio, aparte de ser la mezcla idiomática que mejores resultados ha dado desde siempre a nuestra literatura, es un ejemplo de lo que los antiguos llamaban la indignatio, un catálogo de recursos para zaherir y desenmascarar, y también para conservar la apostura del hombre airado que, si no abandona su elocuente seriedad, suele provocar sonrisas cómplices en los lectores, cuando no abiertas carcajadas. Así escribía sus sátiras Juvenal y así escribe sus columnas Evaristo. La destreza con que las compone es proporcional a su aceptación, y ambas son extraordinarias.

Ahora bien, cuál es ese punto de vista airado, qué tipo de ciudadano representa Evaristo. Hay un rasgo suyo que siempre me ha llamado la atención, y que si no fuera tan malinterpretable llamaría el fundamentalismo democrático. Vivimos en un sistema de libertades que también se caracteriza por el miedo a significarse, a decir en público lo que todos saben o sospechan, a señalar con el dedo a los facinerosos. Siempre hay un fondo de censura personal que se digiere a base de desidia ciudadana. Somos demócratas, pero nos asusta serlo demasiado. No en el caso de Evaristo. Nunca es ambiguo, igual que aquellos antiguos cínicos que se subían a un barril para cantar las cuarenta al lucero del alba y además hacerlo reír, y todo ello sin un gramo de arrogancia, antes bien con escrupulosa observancia de la humildad, que en Evaristo adquiere la forma de un lenguaje vivo, nítido, sin aditivos ni ornamentaciones, a palo seco, aunque para ello deba hilar a partir de un dato mínimo y recóndito, y manejarse en una capacidad asociativa para la que se requiere un excelente dominio de los terrenos. Una columna, después de todo, por encima de todo, es un descenso de la mirada uniformemente acelerado, dos minutos de no hacer esfuerzos para pensar o disfrutar. Es este el catón del columnismo, la utilidad concreta de su retórica, su valor ciudadano, las reglas que Evaristo no se salta jamás.

7.11.08

Exordio


No abundan las buenas piezas oratorias, ni mucho menos las piezas históricas. Pero en ocasiones eso no sólo es una posibilidad sin una exigencia. Entre las facetas de la legendaria ingenuidad americana que más me gustan, en sitio principal está su confianza en la oratoria. El sistema religioso norteamericano no suele estar basado en las plúmbeas homilías que se acostumbran a este lado del océano. Allí los discursos de los pastores conservan las viejas técnicas del enardecimiento. Lo que para nosotros es un pesado salmo responsorial del que sólo se entienden los bisbiseos, para ellos significa un método catártico de reafirmación. Los europeos (salvo las comunidades evangélicas) tenemos un sentido introspectivo del discurso. Es inconcebible ver a una masa de fieles repitiendo enfervorizados las consignas de Rouco Varela, y mira que lo intentan, pero hay un resquemor elitista, un sentido del ridículo clasista que les impide apurar el valor emotivo de la palabra. Y el resultado es tan sólo que los discursos suelen ser un rollo.
Me he entretenido en indagar un poco en la carpintería retórica del discurso que Barack Obama pronunció el 4 de noviembre en Chicago. El mundo entero (es un decir) esperaba una gran pieza. Que un licenciado en Harvard echase un mal discurso el día en que lo eligen presidente habría sido un descrédito no para Obama sino para la nación entera. Es decir, parte con la garantía de ser un modelo de retórica contemporánea, a medio camino entre el mitin y el sermón, con un toque gospel en la última parte que a lomos del yes we can dispara los últimos fuegos artificiales.
El discurso estuvo claramente dividido en siete partes más un epifonema, todas ellas debidamente atadas por una breve transición, salvo las dos primeras. La primera me ha llevado a usarla como ejemplo de exordio epidíctico, casi un epinicio, y he tomado unas notas que transcribo aquí. No creo que me queden ganas de continuar con las otras seis partes, aunque la verdad es que no tienen desperdicio. El esquema es siempre el mismo: grupos de tres anáforas con cláusulas en gradación, pero muy variadas y sujetas a distintas estructuras, aunque predominan los cuerpos tripartitos, separados entre sí por lemas.
El exordio dice así:

Si todavía queda alguien por ahí que aún duda de que Estados Unidos es un lugar donde todo es posible, quien todavía se pregunta si el sueño de nuestros fundadores sigue vivo en nuestros tiempos, quien todavía cuestiona la fuerza de nuestra democracia, esta noche es su respuesta.
Es la respuesta dada por las colas que se extendieron alrededor de escuelas e iglesias en un número cómo esta nación jamás ha visto, por las personas que esperaron tres horas y cuatro horas, muchas de ellas por primera vez en sus vidas, porque creían que esta vez tenía que ser distinta, y que sus voces podrían suponer esa diferencia.
Es la respuesta pronunciada por los jóvenes y los ancianos, ricos y pobres, demócratas y republicanos, negros, blancos, hispanos, indígenas, homosexuales, heterosexuales, discapacitados o no discapacitados. Estadounidenses que transmitieron al mundo el mensaje de que nunca hemos sido simplemente una colección de individuos ni una colección de estados rojos y estados azules.
Somos, y siempre seremos, los Estados Unidos de América.
Es la respuesta que condujo a aquellos que durante tanto tiempo han sido aconsejados a ser escépticos y temerosos y dudosos sobre lo que podemos lograr, a poner manos al arco de la Historia y torcerlo una vez más hacia la esperanza en un día mejor.
Ha tardado tiempo en llegar, pero esta noche, debido a lo que hicimos en esta fecha, en estas elecciones, en este momento decisivo, el cambio ha venido a Estados Unidos.


Es un llamamiento al sueño americano, el de sus fundadores, y a la fuerza de su democracia. Empieza con un típico tres más uno, es decir, tres preguntas retóricas anafóricas que se resuelven en una contundente afirmación de cierre:
-Si todavía queda alguien por ahí que aún duda de que Estados unidos es un lugar donde todo es posible,
-quien todavía se pregunta si el sueño de nuestros fundadores sigue vivo en nuestros tiempos,
-quien todavía cuestiona la fuerza de nuestra democracia
-esta noche es su respuesta.
En realidad es una acumulación de tres mensajes articulados con musculatura retórica. Son tres lemas, el resumen de la mentalidad americana. Pero la anáfora se construye a través de la palabra todavía, apoyada en el queda alguien por ahí. Ese por ahí es fundamental. Aporta cercanía con su auditorio, reta simbólicamente a quien pueda no estar de acuerdo, con lo que reafirma su posición de fuerza. Los lemas son los previsibles en cualquier político, pero ese por ahí está dicho por el héroe que se sube a una silla en las películas, con esa franqueza con que todavía hablan muchos norteamericanos antes de subirse los pantalones muy seguros de sí mismos. Por ahí entra el imaginario americano. Aparte de esas concesiones necesarias al auditorio, la variación léxica es impecable: duda, se pregunta, cuestiona. Es España estamos acostumbrados a que las anáforas se alarguen interminablemente y lleven una conclusión mínima al cabo de cada periodo que luego no se resuelve en un final suficientemente fuerte. Repiten al pie de la letra una frase y luego nombran una palabra. Pero las anáforas continuadas deben guardar equilibrio, son como versos partidos por la mitad, el segundo de los cuales está lleno de contenido y el primero de intención, de cercanía.
Estas anáforas deben ser, además, de índole creciente. Es el final, la conclusión, lo sustantivo de lo que se dice, no una reafirmación de lo ya dicho. Pasa como en la presentación de los púgiles, que el nombre se dice al final. Es la mejor manera de que la gente aplauda sin necesidad de que se lo mande el jefe de la claque. Tonight is your answer, dice el remate, y en sí mismo es un slogan que contrasta con los otros tres sloganes anteriores en que aquellos eran concretos (all things are posible, the dream of founders is alive, the power of our democracy), y este es una sencilla metáfora de programa de televisión nocturno, que implica al oyente y lo traslada a esa gloriosa celebración del presente como momento histórico (el presente como pasado del futuro, que ya tiene huevos) en que se iba a convertir el discurso.
Pero la anáfora continúa. Es ahora la palabra answer, la que concluía la primera serie, la que da cuerpo a la segunda, que se desarrolla en tres períodos más amplios; es decir, cada uno de la misma extensión que el primer párrafo, donde las tres estaban juntas para dar mayor intensidad.
El primero de estos tres períodos contiene, por primera vez, uno de los rasgos que más me han gustado del discurso. Son hermosos versículos que perfuman el discurso con un aire Whitman muy propio para la ocasión. Me detengo un poco en el primero:

It’s the answer told by lines that stretched around schools and churches in numbers this nation has never seenEs la respuesta dada por las colas que se extendieron alrededor de escuelas e iglesias en un número como esta nación jamás ha visto.

Llama la atención la oratio numerosa, el ritmo final de cada periodo:

Schóols and chúrches in númbers this nátion has never séen.
El ritmo es una especie de dáctilo que en Whitman (o en Ginsberg, o en Kerouac, o en MacCarthy, o en Agee) suena muy a menudo y que es algo así como el sello de la prosa épica norteamericana. Los últimos dos acentos están convenientemente distanciados para marcar el final del período. El inglés se siente más cómodo que el castellano en estos ritmos muy marcados. A lo mejor lo que pasa es que aquí no lo saben usar.
Pero este verso es también el primer buen ejemplo del método metonímico que emplea en todo el discurso para humanizar las ideas, concretarlas en personas o en objetos que identifican a las personas, y que se despliega de manera particularmente intensa en el párrafo que dedica luego a repasar la historia del país, a través de un ser humano (la anciana de 106 años que votó) y nombrando sólo iconos, autobuses, mangueras, puentes, metonimias fotografiadas, cultura colectiva. La palabra colas es aquí muy importante. Está dando un dato hiperbólico que además es cierto, y por eso puede utilizar la hermosa hipérbole narrativa this nation has never seen. Lo nunca visto. Y la palabra nation por delante, claro. Y ese eco del the trouble I’ve seen, sonando a veces como un fondo de blues. Después la hipérbole se agranda en pleonasmos (las personas que esperaron tres horas y cuatro horas), lo que provoca un hermoso remate aliterado en líricas íes, algo que el castellano conserva incluso más exagerado.
La cláusula segunda de la anáfora es una larga enumeratio estructurada en tres parejas con cópula y cuatro sin ella. De ese modo se divide en dos partes para que no resulte ni remotamente tediosa; mientras que la primera es plana y exacta (los jóvenes y los ancianos, ricos y pobres, demócratas y republicanos), la segunda, al retirar las cópulas, disipa sus contrarios: ya no es black and white, latino and asian, sino una sola enumeración que se amalgama en un solo concepto. Por cierto, que la enumeración se termina con una lítotes doble (o sea, un eufemismo al cuadrado) que da idea de los rizos a que puede llegar la cultura de la corrección política: discapacitados y no discapacitados. Esta enumeración, en fin, coge carrerilla para la larga declaración sin pausas de la segunda parte de la cláusula, que termina con un contundente rataplán: Somos, y siempre seremos, los Estados Unidos de América.
La tercera cláusula es más breve pero también se divide en dos: un llamamiento a aquellos que durante tanto tiempo han sido acosejados para ser escépticos y temerosos y dudosos sobre lo que podemos lograr, valga la perífrasis respetuosa, que se resuelve en una metáfora digna del mismísimo Ulises: poner manos al arco de la Historia. La frase empuja la anticadencia de su primera parte con un polisíndeton y deja caer la metáfora como otro de esos versos whitmanianos que lo llenan todo de alegría sin segundas.
El exordio termina como empezó, con una triple anáfora muy apretada que vuelve a poner el dedo encima de la condición histórica y termina con la actualización, por fin, del principal mensaje de la campaña. La frase sube con esta noche, esta fecha, estas elecciones, y por primera vez amplía las secuencias tripartitas con un elemento más, este momento decisivo, de modo que la frase culminante, change has come to America, no deja ninguna posibilidad a una transición hilada. Debe caer como un mazo encima de la mesa de los jueces del mundo, algo que, por cierto, no tardó muchas líneas en decir.

16.1.07

Estratagema


“Cuando se advierte que el adversario es superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera y ultrajantemente; es decir, se pasa del objeto de la discusión (puesto que ahí se ha perdido la partida) a la persona del adversario, a la que se ataca de cualquier manera”. Así empieza la estratagema final en la Dialéctica erística de Arthur Schopenhauer, escrito hace siglo y medio y publicado en español modernamente por una editorial de marcada orientación cristiana. La erística es, en palabras de su autor, “el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente, por fas o por nefas”.
A lo largo de 37 estratagemas (más la estratagema final), se nos exponen todos los trucos dialécticos habidos y por haber para exagerar un presupuesto falso, tomar palabras en sentido torticero, darle la vuelta a los argumentos, provocar la irritación del adversario, triunfar con razones absurdas o mofarse de cualquier intento de razonar. El manual parte de una base: la verdad no es lo que más interesa ni lo que más impresiona a la gente; como dice Séneca, “cualquiera prefiere creer a discurrir”. Para el vulgo, nos dice Schopenhauer, es más importante un chiste que una reflexión, más fiable un insulto que una súplica; la gente olvida los razonamientos estrafalarios nada más oírlos, y sólo se queda con un recuerdo del placer morboso que le produjeron. Las estupideces son útiles si hieren al enemigo, y como son útiles son verdaderas.
El Partido Popular se sabe tan bien este libro que él solo se basta para utilizar las armas del adversario. En la estratagema final, después de invitarnos al ataque despiadado y sin cuartel a base de insultos y silogismos estrambóticos, se nos dice que la única respuesta posible a este ataque pasa por tratar al adversario de tonto, de poco inteligente, de incompetente. Es decir, Rajoy utilizó el martes, al llamar incompetente a Zapatero, la estrategia que Zapatero debía haber utilizado contra Rajoy el lunes, cuando Rajoy salió con aquella melonada trágica de las bombas que no estallan, de la paz culpable.
Zapatero, a todo esto, parece regirse por la máxima de Temístocles: “¡pégame pero escúchame!”, algo que sólo funciona si quien tiene que juzgar la discusión obra movido por escrúpulos morales. Esto es lo que se resolverá en las próximas elecciones, si el desprecio de la lógica es o no una cuestión moral. La cosa, de momento, está bastante liada, porque los votantes piadosos aceptan comportarse despiadadamente y los votantes impíos muestran por el adversario una piedad sin límites.

16.9.06

Discurso

El discurso de Benedicto XVI que ha provocado todo este pollo es una magnífica pieza oratoria. El anterior Papa me resultaba en exceso populista y demagogo, siempre flotando en un mar de lágrimas, pero a éste le queda un ramalazo erudito que me encanta. El discurso de la discordia está dedicado a reclamar el puesto del que se ha privado a la teología dentro de la comunidad científica y traza un bosquejo de cómo ha ido avanzando la deshelenización del cristianismo, ese primer pacto entre fe y razón que ponía ciertos límites a la trascendencia total de Dios. Es decir, Dios era perfecto e infinito, pero en su infinitud no cabía negarse a sí mismo o violentar la razón entre los hombres. Era, por así decir, razonablemente infinito, aunque no sé si también infinitamente razonable.

El discurso mata entonces dos pájaros de un tiro: puesto que la Iglesia Católica es producto de un pacto con el logos griego, reclama para ella la autoridad moral y espiritual en el ámbito de las ciencias; y lo reclama, por otra parte, porque gracias a ese vínculo con la razón el cristianismo no se ha dado a las violentas ordalías a las que se entregan otros, así, sin señalar.

Por lo demás, las citas de Manuel II Paleólogo, un emperador de lo más curioso, son impecables: “«Dios no goza con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por lo tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas… Para convencer a un alma razonable no hay que recurrir a los músculos ni a instrumentos para golpear ni de ningún otro medio con el que se pueda amenazar a una persona de muerte…».

Es necesario un alto concepto de sí mismo, no obstante, para culpar a otros de lo que durante muchos siglos, también en el siglo XIV, sostuvo a la Iglesia Católica, la práctica indiscriminada del terror, y muy poco logos helenizante para no percatarse de cómo iban a sentar determinadas alusiones en determinados sitios. Las caricaturas eran vulgares dibujos y esto es un magnífico discurso (armónico, bien estructurado, con citas bien traídas y lo suficientemente exóticas, un nudo abstruso y un poderoso, un casi emocionante desenlace), pero el resultado ha sido el mismo.


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