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14.2.25

Regreso a Dublín



Ya es poco menos que un tópico de la crítica anglosajona plantearse si Sherwood Anderson, el padre del relato realista norteamericano, leyó Dublineses antes de escribir su fundamental Winnesbourg, Ohio. No hay evidencias de que así fuera, si bien Anderson conoció a Joyce en París, pero eso sucedió cuando ya se había publicado Ulises. En todo caso hay dos certezas incuestionables: el tipo de realismo de gente común, de vidas sombrías (Baroja escribió su libro antes que ellos) es una fórmula de principios de siglo de la que Joyce es un maestro absoluto, y por otra parte las mejores páginas de Ulises puede que no sean aquellas de alardes técnicos que han pasado a la historia de la vanguardia literaria sino aquellos otros capítulos de realismo panorámico y coral, digamos, que ya bordaba, y de qué manera, en Dublineses y en el Retrato del artista adolescente. Para traducirlo a nuestro mundo, digamos que las audacias técnicas del Ulises (un lenguaje para cada circunstancia) determinaron la composición de Tiempo de silencio, pero el tipo de realismo objetivista que ya venía del Ferlosio de los años 50 lo podemos encontrar en los relatos de Dublineses o en varios capítulos (el del cementerio es abrumadoramente brillante) de Ulises.
Reino de Cordelia, que siempre edita con esmero, acaba de publicar una nueva traducción de Dublineses a cargo de Susana Carral, que suena muy clara y fluida, acostumbrados como estábamos a la vieja edición de Alianza, traducida por Cabrera Infante, amarilla y desbarajada, y que en absoluto echamos de menos en esta versión nueva, que nos hemos dado el gusto de ir cotejando con la edición deluxe con que Penguin celebró el centenario de su publicación. La nitidez, la musicalidad, la hermosura delicada del inglés de Joyce ya se bastaba para consagrarlo, y aun así a punto estuvo de que nadie lo editase. Uno vuelve a disfrutar de la extraordinaria calidad de estos relatos y se asombra no sólo de que tardara tanto en sacarlos adelante, sino de que se sigan considerando, comparados con la inacabable sombra del Ulises, algo así como una obra menor. Menor en peso, en gramos, quizá, pero no desde luego en calidad ni en trascendencia. El tipo de realismo que aquí practica Joyce sigue perfectamente vigente, pero no podríamos decir lo mismo de las virguerías que ensayó después en el Ulises. Es lo que pasa con la vanguardia, que abre nuevos caminos que consiguen la más decepcionante de las virtudes, la de ser irrepetibles. Se puede seguir escribiendo como en los cuentos de Dublineses, pero hacerlo como en los pasajes más famosos del Ulises no pasa de la copia o la parodia. Dublineses permite seguir siendo original porque nos proporciona un lenguaje realista, una forma inagotable de narrar. Ulises, ciertas partes délebres de Ulises, son en cierto modo un callejón sin salida.

¿En qué consiste este lenguaje? En Dublineses Joyce retrata los ambientes, pone a charlar a la gente, más que a decir cosas. El lector deduce más que se informa, y el autor va dejando detalles poco explícitos que sin embargo permiten al lector hacerse una composición de lugar. Joyce plantea, no determina; pregunta, no responde. Es evidente lo que piensa del Dublín que late en estas páginas: una ciudad mortecina, lastrada por la indolencia, bañada en alcohol, presa de sus tradiciones, llena de hombres abandonados a su inercia y mujeres que sacan las castañas del fuego. Pero todo esto lo deducimos, no lo constatamos; lo presenciamos, no se nos comunica. Ese es, creo, el gran hallazgo de Joyce, ese desarrollo aparentemente anodino de las escenas, de contenido más anecdótico que argumental, que sin embargo, casi siempre al acabar, muchas veces en la última frase, dan una clave que nos abre las puertas de una comprensión más amarga o más profunda. Vemos pasar las historias, estamos en ellas, sentados a la mesa con sus personajes, los oímos como si tuviéramos que girar la vista a uno y otro lado cuando toman la palabra, nos resultan tiernos, los comprendemos y nos hacemos cargo de sus debilidades, pero eso no empaña que sepamos lo que les pasa, ni tampoco implica que podamos juzgarlos.

No obstante hay rasgos muy constantes que separan a los personajes masculinos de los femeninos. Los hombres son viciosos, violentos, haraganes, cuando no atontados y sin espíritu. El padre Flynn de Las hermanas suponemos —deducimos— que muere de sífilis, aunque todo se nos cuenta a través de las hermanas que lo cuidan, y que parecen saber más de lo que dicen. El viejo que intenta hacerse amigo de los chicos en Un encuentro es un tipo raro, incoherente y sospechoso. El muchacho que sueña con ir a un mercadillo en Arabia y finalmente lo consigue acaba sin saber a qué ha ido: está medio cerrado, no tiene dinero y todo es decepcionante. En Después de la carrera, Jimmy se va con unos colegas a una carrera de coches y sigue la juerga hasta el amanecer. Se deja llevar por las copas y no recuerda lo que ha gastado jugando, mucho más de lo que se puede permitir. Los amigos de Dos galanes parecen ir en busca de aventuras sexuales cuando su única y pobre ambición es chulear a las muchachas para pagarse las inagotables horas de taberna. Y algo parecido sucede con el Pequeño Chandler en Un leve nubarrón, que bebe con su amigo Gallager y hablan de marcharse de Dublín a alguna ciudad interesante como Londres o París. «Aquí estamos en la lenta Dublín de siempre, donde no se conocen esas cosas». Cuando por fin llega a casa, se enfrenta con su vida, una mujer y un niño pequeño. La mujer lo deja al cuidado del niño para ir a comprar y él, que lleva aún los versos en la cabeza, no puede hacer que el niño deje de llorar. La mujer, a su regreso, lo trata como a un inútil, y él llora de remordimiento.

Este esquema, el del hombre que pierde el tiempo y el dinero en la taberna y desatiende a su familia, se repite en el más duro de todos los cuentos, El duplicado, el único quizá en el que no hay espacio para la comprensión. El protagonista es un perfecto miserable, dominado por el alcohol, incapaz de cumplir con su trabajo, pero sí de empeñar el reloj para seguir bebiendo. Al final, como en el cuento anterior, vuelve a casa, borracho y cabreado porque ha perdido un pulso con un joven en la taberna. Uno de sus cinco hijos pequeños sale a recibirlo. La madre ha ido a la iglesia. El niño, aterrorizado, se dispone a prepararle la cena, pero se le ha apagado el fuego del hogar, razón que el padre borracho toma como excusa para darle una paliza. El final es tremendo. «¡No me pegue, papá! Yo… rezaré un avemaría por usted…».

Sin llegar a ese extremo que excluye cualquier forma de ternura, de ironía incluso, hay otros cuentos como La gracia de Dios en los que otra vez un pobre borracho se quita la salud en vez de trabajar por su familia. Debía de tener razón Shane MacGowan, el cantante de los Pogues, cuando decía que él no bebía demasiado comparado con lo que había visto beber en Irlanda. En el caso de este cuento, un pobre borracho aparece inconsciente en el lavabo de una taberna. Lo llevan a casa y sus amigos idean un complot para regenerarlo. «Lo convertiremos en un hombre nuevo», le dicen a su mujer, la señora Kernan. Así que lo pastorean hasta una especie de retiro espiritual en el que un cura le echa un sermón, cuyo final es ambiguo hasta parecer un chiste. El cura habla de «repasar las cuentas», e insta al pobre borracho a corregir sus cuentas, pero esas cuentas se refieren más bien a que no despilfarre, no a que deje de beber… 

Pero hay otros dos cuentos de hombres que aportan otro rasgo también muy joyceano. Uno es El día de la hiedra, una larga escena de taberna en la que los parroquianos hablan de las elecciones municipales. Van entrando y saliendo vecinos y van llegando botellas de cerveza… Discuten sobre que el alcalde vaya a pronunciar un discurso de bienvenida al rey Eduardo de Inglaterra, alguien de dudosa moral, pero, sobre todo, inglés, aunque es quien puede traer dinero a la pobre Irlanda, industria, trabajo… Pero son patriotas irlandeses, y uno de ellos termina recitando un poema sobre la muerte de Parnell. Toda la concurrencia aplaude y bebe en silencio. Ese tema, como tantos otros, reaparecerá en el Ulises (Leopold Bloom lleva una patata diminuta siempre consigo, en recuerdo de las hambrunas pavorosas y del héroe irlandés), pero en este caso da lugar a uno de los cuentos menos dramáticos y quizá por eso más realistas. Entramos en la taberna, charlamos con ellos, respiramos su ambiente, sus vidas. Los comprendemos.

El otro cuento, de aire un tanto chejoviano (tanto en Anderson como en Joyce los rusos creo que algo influirían…), une la visión del hombre como egoísta inconsciente, aunque en este raro caso no se dé a la bebida, y el de la mujer romántica y sensible. James Duffy es un solterón algo misántropo, que «aborrecía todo lo que augurase desorden físico o mental», y ama la música y la literatura. Se encuentra  varias veces, por casualidad, con la señora Sinico, mujer de un marinero que pasa largas temporadas fuera. Juntos entablan una relación de aficiones intelectuales hasta que la señora Sinico muestra más afecto del que Duffy esperaba, de modo que decide dejar de verla. Tiempo después se entera de que la señora Sinico ha sido arrollada por un tren, y también de que llevaba tiempo con las facultades mentales perturbadas. Duffy se siente más solo que nunca. 

Las mujeres, y aparte de la muy sentimental señora Sinico, componen personajes muy distintos. Para empezar, y salvo algún caso aislado (la propia Sinico cuando es abandonada por Duffy), no beben, lo que corresponde más al papel que se les ha asignado en esta vida que a su amor propio, o quizá sea precisamente su espíritu de entrega y su ánimo para la lucha lo que determina su papel. Quién sabe. Eveline, por ejemplo, en el cuento del mismo título, tiene la posibilidad, a sus diecinueve años, de marcharse a Buenos Aires con el joven Frank y dejar el trabajo duro de la casa. Huérfana de madre, ha que cuidar de un padre violento y de sus dos hermanos pequeños, porque los mayores, que podrían protegerla del padre, ya están fuera. Y sin embargo no puede irse. Todo el sentimiento de responsabilidad y de culpa católico irlandés mantiene amarrada a la barandilla del puerto a esa joven muchacha, mientras su futuro se va. 

Otras veces no hay culpa sino un sentido de la responsabilidad esencialmente práctico. En La pensión, la señora Mooney se las ingenia para casar a su hija Polly con el señor Doran, un huésped del establecimiento que regenta con el que la muchacha ha tenido un encuentro. Lo que en realidad ha esperado la señora Mooney, según deduce el lector, es a que se consumase la afrenta para asegurarle un buen matrimonio a la cándida Polly. En Arcilla, Maria sale de trabajar como sirvienta, compra un pastel típico de esos que llevan dentro regalos premonitorios, y va a casa de su hermano Joe a celebrar el Halloween irlandés. Todos la adoran. Ella crió a sus hermanos Joe y Alphy, que ahora no se hablan, y compra cosas para todos y hace votos porque Joe no haya bebido. Joe bebe… un poco, lo suficiente para emocionarse hasta las lágrimas con una canción que canta Maria, «con una vocecita fina y temblorosa». Tanto le nublan las lágrimas la vista que no es capaz de encontrar el sacacorchos… Y en La madre, en fin, la señora Kearney, nacionalista irlandesa, lucha por los derechos de su hija Kathleen, que va a cantar en un concierto pero no recibe los emolumentos estipulados. «Mi hija tiene su contrato. O recibe cuatro libras y ocho chelines o no pondrá el pie en ese escenario». «Solo pido que respeten mis derechos», le dice a los hombres que organizan la velada. «Debería tener usted más sentido de la decencia», le contesta uno de ellos, y los demás parecen estar de acuerdo. Como la señorita Ivors de Los muertos, la señora Kearney es una mujer de armas tomar en un mundo de hombres reaccionarios y pastueños. Capta muy bien Joyce la sensación de que queda mal que una mujer exija respeto para su hija, pero también que defiende su postura.

Y así llegamos a esa obra maestra que es Los muertos, suma y apoteosis de cuanto se nos ha ido planteando en los relatos anteriores. Allí están las ancianas anfitrionas, como en Las hermanas, y la joven sobrina, como la cantante Kathleen, y el gracioso y algo pesado Browne y el borrachín Freddy, que se acaba comportando mejor de lo que todos esperábamos, porque todos, lectores incluidos, formamos parte de la fiesta de Navidad en que transcurre el relato. Y está la nacionalista Ivors y el matrimonio de Gabriel y Gretta, él preocupado por su discurso, ella recordando un antiguo amor. Pero también está el paciente discurrir del relato, al que pocos arreglos tuvo que hacerle Houston, ciertamente, lleno de bullicio, comida, comentarios en voz baja y brindis en voz alta, miradas, sonrisas y semblantes, hasta que el discurso de Gabriel, muy hermoso, muy atildado, sube el tono y Joyce, que hasta entonces había hecho lo que luego se llamaría objetivismo, no contar nada que no pudieran escuchar o percibir con algún otro sentido los personajes, se mete en la mente del protagonista, en esa poquedad un tanto vergonzosa de quien desea a una mujer que está con la mente en otra parte, en otro tiempo, en otro amor, y ese remate de la nieve detrás de los cristales que ya es página imprescindible de la historia de la literatura universal. 

Han coincidido en el tiempo esta nueva edición y el hecho de que Pedro Almodóvar volviese a sacar de las estanterías este gran relato para citarlo en su película La habitación de al lado, supongo que pensando más en la obra maestra de Houston que en la obra maestra de Joyce. Ahí queda, en todo caso, fresca y viva y estimulante como cuando por fin se la quisieron publicar y tantos y tantos narradores la tomaron como ejemplo, y la siguen tomando. Habría que leer ahora Winnesbourgh, Ohio para calibrar algo más afinadamente los parecidos, las posibles influencias. Joyce y Anderson se parecen en su idea del realismo y en algún otro detalle más. Los dos, por ejemplo, murieron de peritonitis y antes de hora, Joyce a los 58 y Anderson a los 65. Pero ya hacía muchos años que sus piezas clásicas circulaban por el mundo. Y siguen circulando.


James Joyce, Dublineses, trad. de Susana Carral, ilustraciones de Javier García Iglesias, Reino de Cordelia, 2025, 302 p.



13.10.15

Stephen revisited

            

            A finales de los 80, en el Trinity College de Dublín, asistí a una conferencia del senador David Norris, crítico entusiasta de James Joyce y activista de los derechos de los homosexuales. Dijo Norris entonces que los cuentos de Joyce eran “como barras de metal que se cimbrean por la tensión narrativa”, y que, donde otros las forzarían hasta que se quebrasen en tragedia, o se retorciesen, Joyce las devuelve poco a poco a su estado rectilíneo, a esa quietud horizontal con la que a pesar de todo sigue pasando la vida.
            No encuentro más feliz comparación para el estilo narrativo de James Joyce, sobre todo para sus Dublineses, pero también para su obra posterior. Lo que pasa es que ya entonces Dublineses les parecía a muchos no el más importante para la historiografía literaria pero sí el mejor libro de Joyce, y desde luego el que más recorrido tuvo en cuanto al arte de narrar. Más que elUlysses, porque la epopeya de Leopold Bloom solo abre caminos a la imitación, es decir, callejones sin salida. Muchos han escrito como el Joyce del monólogo de Molly, como el Joyce del cementerio, como el Joyce de la imprenta, etc., en obras que nacían muertas porque no pasaban de ser ejercicios de estilo ya exprimidos por Joyce. Sin embargo, el realismo de Dublineses es una forma de narrar adaptable a cualquier época y sin que ello comporte sumisión y copia. ¿Y qué hay del Retrato del artista adolescente? ¿Es experimento llevado al límite o sistema de narrar? ¿Es barra que se tensa y recupera su posición o se queda en un retorcimiento inimitable y genuino?
            En una de las últimas bernardinas, hablando de Forster, comentaba que por aquella época (segunda mitad de los 80, cuando estudiante) “yo aún creía en James Joyce, pero no en el que creo ahora”. Los jóvenes (y más si están estudiando latín en el Trinity College) tienden a mitificar lo complicado, es decir, lo ostentosamente complicado: la sintaxis de Tácito, el Ulysses, los ensayos de García Calvo, ese tipo de cosas tan entretenidas. Con el tiempo uno aprecia más la complicación interna, la difícil sencillez. Por eso ahora me gusta más Forster que antes, por eso me aburre ahora Virginia Woolf y por eso en Dublineses aprendo más del arte de narrar que en el Ulises.
            El Retrato del artista adolescente tiene de los dos. Me recuerdo, a principios de los 90, discutiendo entre cervezas con mi amigo Adam Beck sobre la estética y la estática, de cuando Stephen Daedalus, antes de la cantata final (y el broche realista, sobre todo), sermonea sobre lo bello como antes había sermoneado el padre Arnall sobre los horrores del infierno. Es justo en ese gran sermón, capítulo tercero del Retrato, donde ahora pienso que se termina Dublineses y empieza el Ulises. A partir de ese capítulo encandila más la forma que los contenidos. El propio Stephen se lo pregunta: “¿Era que amaba el rítmico alzarse y caer de las palabras más que sus asociaciones de significado y de color?”. Y eso le pasa al protagonista y a la novela entera, porque es entonces cuando se percibe inevitablemente que el lenguaje está creciendo con el personaje, adaptándose a su situación, y que la forma de narrar ha cobrado más presencia que la propia historia. A partir de entonces el autor, más que contar, reflexiona sobre sí mismo. Piensa más que da que pensar.

Y evocaba su propia y equívoca posición el el colegio de Belvedere, alumno externo, primero de su clase, atemorizado de su propia autoridad, orgulloso, sensible y suspicaz, en lucha contrinua contra la miseria de su propia vida y el tumulto de sus pensamientos.

En la vieja edición de Argos Vergara hice a partir de entonces anotaciones algo estupendas: “epifanías del yo”, “crisis unamuniana”, “Cranly Pílades”, etc. El mismo sermón del padre Arnall lo tengo acribillado a signos de admiración, porque la parodia del cardenal Newman es en sí misma un bellísimo ejemplo de oratoria eclesiástica, y porque la guasa vibra tras sus resonantes palabras, tan hermosas como delirantes, tan terroríficas como bien dichas, rotundas como la peste según Tucídides y pestilentes como la travesía del desierto según Lucano.
Pero los dos maravillosos primeros capítulos apenan tenían notas (ahora rebosan) quizá porque no me enjugascaba con las gemas estilísticas y estaba tan absorto en la narración que no tenía tiempo de coger el lapicero. Luego te das cuenta de que forman parte del plan. El primer capítulo está visto por un niño, desnudo de opiniones, asombrado por las pequeñas cosas, transparente en la emoción de sus recuerdos. Apenas se nos cuenta un hecho, la pérdida de las gafas por culpa de un compañero que lo tiró al albañal de aguas marrones, la duda y el orgullo, las palabras de su padre (“jamás acuses a nadie”), su miedo y su valor, contado sin glosa, con la tersura de la realidad. Y no es menos impresionante el segundo, el dedicado a su padre, cuando el ya no tan niño contempla con frialdad herida cómo el bueno de su padre es un pobre hombre, arruinado y borrachín, como estos alegres parroquianos de quienes no nos extrañaría nada que nos dijesen que se han ahorcado. Qué gran retrato de afecto y desprecio, de cariño y de vergüenza, sin cargar jamás las tintas más que para dibujar escenas como la del padre que busca sus iniciales grabadas en una piedra, ante la mirada resentida de su hijo.
Son dos extraordinarios cuentos al estilo de los de Dublineses, y quisiéramos que siguiese así, en ese tono, con esas proporciones, con esa hermosa lejanía. Pero la verdad es que luego, salvo quizás muy al final, o en alguna escena como aquella de la playa en la que viendo a una chica Stephen descubre su corazón salvaje y lleno de vida, la cosa es autorreflexiva e innecesariamente prolongada. En los dos primeros capítulos la barra es larga y la tensión máxima llega casi en mitad de la narración, pero en la segunda mitad de la novela se agita sin doblarse, espejea sin tensión, recta siempre al pensamiento. Las correlaciones brillan y el análisis del endurecimiento y la decisión de Stephen emergen en medio del lodazal familiar, religioso y patriótico y todo lo que los críticos quieran, pero la novela, en tanto que novela, sin aditivos críticos, ya no funciona igual. Le puede el plan previo, los propósitos estilísticos, los alardes de estilo. No es un chico que mira una infancia triste, sino un autor que va preparando ese gran almacén de artificiosidades que es su obra posterior.
Así que ahora, en fin, es otro el Joyce que mitifico, el narrador que pone la potencia en el ritmo y no en la tinta. En ese mismo segundo capítulo, el del padre, de pronto leo esto:

Stephen se encontraba de nuevo sentado junto a su padre, en un rincón de un vagón del ferrocarril en Kingsbridge. iban a Cork y aquel era el correo de la noche. Cuando el tren arrancó de la estación, le vino a la memoria aquel asombro infantil experimentado años atrás el primer día de su estancia en Clongowes. Pero ahora no experimentaba asombro ninguno. Veía cómo iba resbalando hacia atrás las tierras cada vez más sombrías y los silenciosos postes del telégrafo que cada cuatro segundos pasaban rápidamente por la ventana y las pequeñas estaciones penumbrosas, guardadas sólo por algunos vigilantes, arrojadas por el tren a su espalda, titilantes un momento en la obsturidad como chispas de fuego proyectadas hacia atrás en plena carrera.

Uno quisiera leer siempre novelas escritas así, y para eso no es necesario que den lecciones de vanguardismo. Claro que, si, además, uno tiene el privilegio de leerlo en la traducción de Dámaso Alonso, todo brilla con su justo resplandor. Alonso lo traduce todo: las palabras, la emoción, la guasa, la nostalgia, la frialdad, la confusión, la excitación, el cachondeo y, sobre todo, la poesía. No sé por qué pensé que en una segunda lectura me resultaría un tanto relamido, pero qué va, qué va: da gozo leerla. El poeta Luis Díez me recordaba esta mañana que Dámaso Alonso (Alfonso Donado) tradujo el Retrato con veinticuatro años. Entonces no era para mí más que un traductor. Ahora forma parte del mito.
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