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19.1.20

Europa, Europa


En invierno, balonmano. Repaso antiguas bernardinas y no sé por qué perdí la costumbre de glosar el mundial o el europeo, cuando nunca he dejado de verlos. Así como agradezco al fútbol que se haya retirado a los canales de pago y sea ya solo, muy de vez en cuando, un lejano rumor de radio, procuro sin embargo no perderme los partidos de balonmano que echan en Teledeporte, magníficamente narrados, y desde luego reservo primera fila de sofá cuando llegan las competiciones internacionales, mundial, europeo y olimpiadas, sobre todo el europeo, donde comparece una idea de Europa que me reconcilia con el deporte de la infancia, ese que se ha perdido en los colegios. De muchacho jugaba de pívot, se conoce que el entrenador vio en mí un tarugo resistente, alguna vez junto al gran Pastor, algo mayor que yo y el mejor jugador que ha dado la provincia. Su bíceps era un martillo: no es que no diera tiempo a los porteros a parar sus tiros, sino que el instinto de protección se adelantaba a los reflejos.
Pero también aquellos eran tiempos de luchas sin cuartel entre vikingos y soviéticos, suecos apolíneos contra búlgaros ceñudos, sufridos operarios de la DDR contra pechotablas jactanciosos de la RFA, los fascinantes húngaros, de belleza entrecruzada y nómada, contra grandes daneses, esbeltos y sin caries. En el resto de los deportes de equipo, no estoy al tanto pero me suena que todo es cosa de grandes potencias. Pero en balonmano no tiene sentido un Italia-Inglaterra, por ejemplo. Aquí aparece Islandia, que, como país ultracivilizado, solo tiene nombre en balonmano y ajedrez, y del sur de Europa se mantienen España, más vieja Europa que nunca, y también Portugal, que está causando sensación.
Este Europeo, celebrado, además, en lugares tan próximos como Malmoe o Viena, está siendo asaz interesante, y no solo porque España esté haciéndolo tan bien: ya está en semifinales, a falta de batir a Bielorrusia, lanzadores de martillo que se enredarán en la cadena cuando Raúl Entrerríos saque su catálogo de fintas y Álex Dushevaiev desenfunde el Kalashnikov que se trajo su padre escondido en la maleta, y Julen Aginagalde se revuelva como una culebra de hierro entre los bigardos exsoviéticos y Adrián Houdini Figueras se les cuele por detrás, y el ingeniero Ángel Fernández exhiba sus conocimientos de balística y los dos centrales, Viram y Gedeón, levanten empalizadas de piedra, y Aleix Gómez se escurra como las ardillas y Jorge Maqueda irrumpa entre brazos de cemento armado y en medio del empuje ciego encuentre una ranura por donde armar el disparo, y, en fin, los dos porteros, Rodrigo y Gonzalo, cualquiera de ellos, vuelvan a ser elegidos los mejores del partido.
No solo por eso está siendo tan atractivo. Vi demasiadas veces en los últimos campeonatos la actitud poco edificante que tuvo Dinamarca en aquella final contra España que perdió en los primeros cinco minutos y luego, cuando creyó que sería muy difícil remontar, se dejó ir todo el partido. Aquello estuvo muy feo, y desde entonces ya no voy con ellos, por más que haya disfrutado con Landin, el portero zen, o con el posthomínido Mikkel Hansen. Así que este año, que ni siquiera se han metido en la main round, eliminados, además, por Hungría e Islandia —dos de los países del mundo que más ganas tengo de visitar—, casi que me he alegrado y todo, no tanto como con el hundimiento de La France, con un Karabatic que ya lleva la lanza apoyada en el hombro y un Sorahindo que ha dejado de ser dominante. Y unos porteros bastante regulares.
A Alemania le pesa, en mi ánimo, el aspecto del portero Andy Wolff y el del pivote Wienzec. Wolff parece un Kiefer Sutherland con los ojos inyectados, un sádico de labios húmedos, y el gordo Wienzec, que seguramente es un buen chico, parece un capitán de la Luftwaffe, de pelo rubio lacio bien peinado y la cara de niño en un cuerpo de barril. De todas formas, ayer tiraron de tradición panzer para aplastar a Croacia y el resultado fue uno de los mejores triunfos croatas que se recuerdan, sobre todo porque (ah, la trágica genialidad de los Balcanes) su portero los dejó vendidos en una pésima actuación, pero fue él, en el último segundo, el que les dio la victoria.
Así las cosas, España (regular, constante, intensa, decidida) no tiene más que derrotar a Bielorrusia el lunes para luchar por las medallas. Aun si perdiese le quedaría una bala contra Croacia. Luego vendrá la batalla final. Por la otra ala viene arrasando Noruega, con Eslovenia a la zaga, a la que aún confío en que pueda batir Hungría. Cualquiera de los cuatro son rivales de cuidado. Espera una semana de fuerza, astucia y velocidad. En el último partido de esta fase, el Croacia-España, si no se lo toman a la ligera, se verá si Noruega tiene o no de qué preocuparse. Hasta ahora los dos se han paseado en sus velas latinas, pero en lontananza esperan los bajeles vikingos, sus rudos marineros, hechos al frío polar y a las bebidas ardientes, a bregar sin tregua y a romper el hielo.
Esto es Europa, deportes que ennoblecen el carácter, tradiciones que conservan la huella de los mitos medievales. El baloncesto es un deporte de fenómenos. El fútbol, de malos estudiantes. Pero el balonmano es la belleza de la fuerza verosímil, el fenotipo de mozarrón de siempre, por más que ahora se estilen gigantes como Kristopans, que sin embargo recuerda más al Goliath del Capitán Trueno que a un pívot de baloncesto. Pero ahí está Gonzalo Pérez de Vargas, de aspecto normal, más bien frágil, escuchimizado incluso, y el mejor de los porteros, o ese playmaker chiquitín que tienen, creo, los checos. Salvo el gigante letón, ningún MVP ha sido uno de esos cachalotes que exhiben los escandinavos. Por más que lo hipertrofien, el balonmano, como Europa, sigue agarrado a la mitología variopinta y desigual. Se echa de menos a griegos y romanos. No tanto a los ingleses.

27.1.13

En cinco minutos



Lo ha dicho Alberto Entrerríos, que es más fiable que yo: “Ellos, cuando han visto que nos íbamos en el marcador, no han luchado. La segunda parte ha sido una celebración”. En realidad el partido duró cinco minutos, incluso menos, porque con el 3-0 el partido estaba terminado. Es como si un jugador de ajedrez pierde una torre en las primeras jugadas, que ya no sigue. Seguir habría sido desesperarse, de modo que la fantástica final se ha reducido a un arranque portentoso y una cantidad anormalmente abultada de goles y de minutos de la basura. Landin tenía frío el dispositivo de reacción instantánea que lleva incrustado en el bulbo raquídeo, y eso que empezó bien, pero la posición de la victoria ya estaba ganada. Si les hubiesen dejado, habrían arrojado la toalla nada más empezar.
               Sterbik no empezó tan bien, pero después entró en uno de esos trances en los que habría parado lo que fuese aunque se hubiera dedicado a hacer el chorras. Cañellas lo metía todo, siempre por el mismo sitio. Jorge Maqueda es más potente que Diomedes, avanzaba con los adversarios colgados de los bíceps hasta que empotraba la bola en la portería. Aguinagalde el Vasco hacía la peonza en la raya con más salero que un patinador. Rivera Jr. tiraba vaselinas que dolían. Cuando Mikkel Hansen se decidía a blandir la pica, se daba de morros con Viran, un titán. Montoro lanzaba como el Junco el otro día, soltaba la ballesta desde su casa.
               Hubo dos factores que desequilibraron el encuentro, y este fue uno. Los jugadores españoles cogieron el sitio, el papel. Montoro hizo de Junco y Entrerríos de Hansen y Morros de Toft y Sterbik de los dos guardametas rivales juntos. Tomás, por ejemplo, se comportaba como si llevara el cuerpo que Eggert llevó el otro día. Fueron lo que los rivales querían ser. Les robaron la cartera por el procedimiento de pedirle dinero al ladrón, cobraron esas tres décimas de ventaja y los daneses decidieron sumirse en una melancolía transitoria y actuar como cuando, en sus respectivos clubes, tienen un día malo, de poco público y torpezas acumuladas, y, más que inhibirse, ahorran las pocas fuerzas que les quedan.
               El otro factor, Sterbik aparte, que, como se suele decir, decantó el duelo, fue un movimiento muy astuto del entrenador, Valero Rivera: dejó en el banquillo al único que todo el mundo habría dado por hecho que sería titular, Entrerríos, y lo sustituyó por Antonio García, que solo estuvo en cancha los minutos decisivos, los primeros, el tiempo de la sorpresa, del imprevisto que no estaba en las pizarras, y en ese tiempo cogió para su equipo unos metros insalvables. Luego volvió Palante, hijo de Evandro, en su último partido con la selección, y ya no hubo marcha atrás. Los daneses no entendían, las charlas tácticas hacían aguas, aquello era una improvisación intolerable. Mikkel Hansen quiso ser Entrerríos pero se encontró siendo Antonio García, que se pasó luego el partido en el banquillo. Viran Morros y Gedeón Guardiola cogieron el palo antes que Toft Hansen, como si fuera el juego del pañuelo. Aquello desestabilizó todo. Los lanzamientos no venían por las esquinas, como estaba pactado en el ordenador, sino por un ataque acorazado, apisonador, un llegar hasta las líneas enemigas arrancándose las flechas, unos contraataques que eran los que tenía previsto hacer Dinamarca, que se dejó apalear con la arrogancia de quien lo quiere todo o nada.
               En eso no tengo que desdecirme. El balonmano de élite se ha sofisticado tanto que ya no importa dejarse la vida en una derrota segura. Es posible que la razón moldee más el pundonor en Dinamarca, pero la actitud de los jugadores daneses no es lo que los románticos entendían por patriótica. La regla del pasivo impide que un equipo pase el tiempo peloteando inofensivamente, pero debería haber otra regla, al menos en estos campeonatos, que impidiese bajar los brazos tan temprano. Dinamarca no quiso pelear, y quizá fuera lo más razonable. Pero esto no es ciencia, esto es epopeya, lucha encarnizada. Sabían los daneses que abandonando la partida no nos darían el gustazo a los espectadores de sentir emoción, que siempre es más intensa que la simple alegría. Mejor que yo lo ha dicho el gran Sterbik: "Las victorias son más dulces cuando ganas en una lucha más fuerte".

Vendaval



La selección española de balonmano va a jugar la final del campeonato del mundo envuelta en varios halos de desconfianza. Quien más quien menos teme que Dinamarca se recree como lo hizo con Croacia, y quien menos quien más teme que el Palau Sant Jordi se sume a la fiesta danesa. Lo segundo me importa menos que lo primero porque en la tele apenas se ve a los espectadores y porque estos bigardos no necesitan el aliento de la multitud para comportarse como guerreros clásicos.
               Pero lo primero me tiene más preocupado. He visto unos cuantos partidos del campeonato y en la mayoría el duelo estaba cantado a los cinco minutos de empezar. El colmo fue Dinamarca cuando cogió unos metros de ventaja en los primeros compases del partido ante Croacia y se conformó con mantener la distancia hasta que, llegando al final, dio unos cuantos martillazos para remachar los clavos del ataúd. Mikkel Hansen se limitó a bombardear a sus propios compañeros con asistencias que se iban acelerando hasta que un extremo con aire de gnomo, Eggert, el Puck de Dinamarca, ensayaba una fantasía que le dio hasta nueve veces resultado. Croacia no tuvo nada que hacer, y lo peor es que pareció asumirlo al mismo tiempo que los espectadores, cuando aún no habían ordenado en el asiento las pipas y el teléfono.
               Es posible que esta tarde pase algo parecido. El juego danés contemporiza hasta que llega el momento de machacar; deja que los rivales se vacíen y se desmoralicen, como el Barça. Esta superioridad previa, absoluta, ataca a la mayoría de los deportes de equipo, aunque no sean selecciones. La clasificación de la Liga Asobal es en ese sentido escandalosa. Un equipo lo gana todo, otro intenta seguir la estela, y el resto están perdidos en la medianía. Sucede casi lo mismo que en Formula 1: si al principio de la temporada un coche corre una décima más rápido que el resto, la suerte está echada, por mucho pundonor y maniobras orquestales que se les quieran oponer, y esa diferencia mínima progresa geométricamente hasta la aplastante superioridad. Quedan partidos hermosos e intensos: el Francia-Croacia, por ejemplo, con dos equipos que corrían en la misma décima.
               ¿Ha habido siempre un solo equipo que descollase de manera tan rotunda? El balonmano se ha hecho un deporte de precisión cuyas variables se reducen al portero, lo único incontrolable. Hoy en día el portero es todo técnica e instinto. A la velocidad a la que le disparan zambombazos desde seis metros (menos aún en carrera) no puede más que confiar en reacciones previas al pensamiento. Veo jugar a Landin y me imagino que todos los días practicará el kunfú, no tanto para mejorar la elasticidad como para someter su mente a un nivel de concentración superior. Da la sensación de que escanea mentalmente todas las posibilidades del lanzamiento y corrige un poco su posición para ocupar un mayor porcentaje de todas las trayectorias, de modo que muchas veces no parece que detenga los balones o los desvíe sino que los lanzadores apunten sistemáticamente al muñeco, como si los tuviera hipnotizados.
               Todo lo demás es previsible: defensas durísimas, centros poblados, extremos voladores. El duelo, en realidad, no es entre dos equipos sino entre dos piezas concretas. Sterbik, por lo visto este campeonato, ha mostrado ser menos constante que Landin; más, digamos, currista. Con Alemania estaba ido y con Eslovenia hizo, entre otras muchas, la parada más hermosa del torneo, subiendo el pie derecho por encima de la cabeza para despejar un lanzamiento cuando las manos estaban acudiendo a la trayectoria más abierta y no tenían tiempo de parar la inercia y volver porque el balón llegaba a más de cien kilómetros por hora con efecto de dentro afuera. Una pasada. La duda es si Sterbik estará igual de bien hoy que Mikkel Hansen querrá sacarse unas fotos celebrando goles y que a René Toft ya no le importa demasiado que lo sancionen por partirle un hueso a alguien ni al entrenador que El junco danés, que no me acuerdo de cómo se llama, dispare desde nueve metros a más velocidad que otros desde cuatro.
               Este jugador indica, además, por dónde va el balonmano. Tiene la talla de un pívot de baloncesto, del pívot que antes era siempre reserva porque, de tan grande, resultaba un poco sopazas, un monstruo de pies grandes y cabeza pequeña, un poco como ahora es, en España, Ángel Montoro, el Romay de nuestro balonmano, lo que antes era Juancho, por ejemplo, un gran jugador, excelente pivote, pero que no tenía la destreza de estos tallos. Si a mí me gusta el balonmano es porque no soy demasiado alto. En el colegio las jirafas elegían baloncesto, los altos voleibol, y los demás fútbol o balonmano. El balonmano adquirió, como ya comenté aquí, la talla de los héroes, ese metro noventa que debía de medir Héctor, hijo de Príamo. Y sin embargo conservaba los extremos pequeñajos y los laterales no muy grandes. Ahora empieza a requerirse para jugar a balonmano la misma talla que para jugar a baloncesto, y eso, en términos de corpulencia, es la raya que separa al mozarrón del androide, al atleta del fenómeno. Dentro de unos años el balonmano será saltar y tirar, como un baloncesto hacia abajo. De momento es el juego de equipo que más fortaleza y apostura sigue exigiendo, pero Sterbik ya es un gigante que no cabe por la portería (mordaza es a una gruta, etc.), y  en Dinamarca, aparte del Junco, ya se ve asomar el retrofuturismo en Mikkel Hansen, que tiene aspecto de postneanderthal.
               Pero no valen excusas. Siguen siendo humanos; su carrocería, junco aparte, aún es la de los guerreros, los chicarrones, los mozos que llamamos para que nos ayuden a colgar el cerdo y destazarlo.  ¡Llama al hijo de Atilano, dile que venga, que no podemos con el toro!, y venía el muchacho, Atilano Entrerríos, qué pasa, decía, ahí va de ahí, y cogía el toro por los cuernos mientras los vecinos le trababan las patas, y parecía Sansón. Pero era un Sansón posible, verosímil. Todavía no era Superman, aún era Josechu el Vasco. En este caso, asturiano.
               La velocidad a la que juega Dinamarca es tan inverosímil como su junco de 212 centímetros de largo. Los ves poner la pelota en funcionamiento y de pronto solo atisbas su estela y un confuso movimiento de cuerpos del que sale un disparo inalcanzable. Esta tarde va a jugar el balonmano de hoy con el de mañana. Ojalá tenga que comerme mis palabras, pero me temo que solo podemos ganar si Sterbik está mejor que Landin y todo lo demás funciona mejor que nunca. Nuestra baza está en nuestro gigante, en nuestro humano menos humano. Los hombres solos no harán frente al vendaval. 
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