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7.2.17

Solapas embusteras


Errata naturae es una editorial muy cuidada que tiene la mala costumbre de mentir en las solapas. Ya lo dijimos a propósito de Musketaquid, de Henry Thoreau, y ahora ha ido un poco más allá con el librillo de Franz Overbeck sobre Friedrich Nietzsche. Si uno lee el texto de contraportada, imaginará una obra llena de momentos cotidianos, detalles mínimos, anécdotas jugosas, más allá de la interpretación filosófica o de la pompa obituaria. De hecho, esa contraportada pone como ejemplo del contenido el momento en que Overbeck se lo encontró en Turín, “donde lo encontró agitando unos folios entre risas y bramidos salvajes, bailando y rodando por el suelo”. El fragmento (eliminado de la versión definitiva por el editor Bernoulli, igual que las invectivas contra la hermana de Nietzsche) dice que “en un cumulo de risas y bramidos salvajes, Nietzsche bailaba y rodaba por el suelo ejecutando una serie de actos cuya completa descripción prefería ahorrarle a Köselitz”… y a los lectores, porque la retórica pazguata de Overbeck no entra nunca en detalles, antes bien se va meciendo en un tono abstracto que podría servir de jaculatoria o de introducción a un libro más consistente, pero nada de lo que avisa la editorial. 
La solapa está cortapegada del prólogo, donde se nos informa de las debilidades editoriales de la obra. “El presente volumen nace de la selección y la traducción al castellano de una serie de fragmentos extraídos de los escritos póstumos de Franz Overbeck cuya temática exclusiva es la figura de Friedrich Nietzsche”, se puede leer en el prólogo, no en la solapa, que es donde debería estar, porque todavía resulta más raro en un alemán de educación británica el aspecto deslavazado del ensayo entero, su escasa fuerza, su prolijidad innecesaria, su estructura de membra disiecta, como de apuntes para escribir algo más contundente. Su correspondencia con Nietzsche y sus muchas anotaciones sobre él, que no están en castellano pero sí abundantemente utilizadas en la obra de Janz, son bastante más interesantes que esta obrita que no pasa de ser una muestra, quizás a pesar de su autor, de cómo en virtud de una creencia se puede arrogar uno la amistad de un gran hombre subrayando sus pecados.
“Su amistad ha sido demasiado importante para mí como para sentir el deseo de contaminarla con exaltaciones póstumas”, dice casi al final, y es un poco raro, porque el libro entero es una exaltación de la genialidad de Nietzsche donde solo se habla de sus errores. Repetitivo y untuoso, reconoce en Nietzsche el titánico dominio de sí mismo (al tiempo que insiste en que no tenía nada de polaco, sino que “no era otra cosa que un alemán”) pero en todo lo demás la verdad es que lo pone como un trapo: su “simulación del refinamiento”, en la que el gran amigo Overbeck no sabe ver más que afectación contradictoria, de un hombre que “nunca creyó en sí mismo” sino que tuvo el optimismo de los desesperados. Incluso da la sensación de estar un poco celoso y resentido con otros amigos que significaron más que él para Nietzsche pero pronto lo abandonaron, a pesar de haber mantenido después con alguno de ellos una larga amistad, como si Overbeck lo hubiera visto siquiera en los diez últimos años de su vida.
Por lo demás, el libro es una interpretación más bien superficial de su locura y de ciertos rasgos de su carácter. Overbeck piensa que Nietzsche se volvió loco a sí mismo, con desprecio del riesgo que corría, como cuando “evocaba con cierta frivolidad indolente la imagen emotiva de la locura de su padre”, y fecha el origen del trastorno final en su ruptura con Wagner, y la causa: sus diferentes criterios en torno a los judíos, algo que Overbeck tampoco deja claro porque, después de aportar datos sobre el desprecio que sentía Nietzsche hacia los antisemitas, sentencia que “la raíz de su anticristianismo es su antisemitismo”, quizá porque “repudió todo tipo de fanatismos”. 
Uno tiende a pensar que Overbeck no le perdona haberse vuelto loco, entre otras cosas porque de esa locura previsible procede “su mayor error conceptual”, el mito del eterno retorno, y su incapacidad para entender el cristianismo, que al final de la lectura es el poso que queda, el de un intelectual mojigato, profesor de teología, que siente demasiado pudor a llamar a las cosas por su nombre. Cuando lo hace, cuando se suelta el pelo llamando mujerzuela a la hermana de Nietzsche o aborda (tan de puntillas que levita) el tema de la homosexualidad de Nietzsche, el editor acaba expurgando esas menciones del texto principal. 
La solapa dice así:

Franz Overbeck fue el amigo más fiel y constante de Nietzsche. Quizá su único amigo [falso]. Desde los años centellenates de la juventud en que ambos compartieron casa e infinitas búsquedas [de lo que no se dice en el libro una palabra] hasta el momento en que, décadas después, el filósofo fue doblegado por la locura en las calles de Turín [mención implícita al episodio del caballo, del que aquí no se dice nada, tan solo que “en la calle trataba de golpear a los perros o a las personas que aparecían de repente”, que no es para en cámara]: allí fue a buscarlo Overbeck, a su vieja habitación de hotel, donde lo encontró agitando unos folios entre risas y bramidos salvajes, bailando y rodando por el suelo [todo lo cual es mencionado, que no relatado, en un par de páginas por Overbeck, y de las calles solo dice lo de los perros y que dio algún paseo con él].

En este libro, que relata algunos de los episodios más reveladores de la vida de Nietzshe [concretamente uno, el de su locura], Overbeck no pretende ofrecer un análisis filosófico de su obra [no intenta otra cosa, aunque no pase del juicio superficial], sino mostrar a Nietzsche en tanto que hombre: un hombre en minúscula, un pensador colosal de vida insignificante, capaz de alojar, como todos los hombres, miedos y gestos vanos, o ser caprichoso, o verse incapaz de sobrevvir a una velada en compañía de mujeres bellas o atrevidas o ambas cosas a la vez [de todo lo cual, en el libro, no se dice absolutamente nada, es decir, no se cuenta nada, no aparece lo que se invita a pensar que hay, y mucho menos de lo de las mujeres —sacado de Janz—, que ni siquiera se menciona; solo se habla de su hermana, muy mal, pero no de aquel célebre y sobrevalorado episodio de cuando era un jovenzano]. Así descubrimos que la soledad de Nietzsche es la de cualquier hombre; que su anhelo de grandeza el el de todo talento ególatra, torpe hasta la ternura en el manejo de uno mismo [ni un solo ejemplo de lo anterior]; y que su deseo de una vida auténticamente filosófica es una maquinaria que se atasca en las largas jornadas de este animal violento y maravilloso [jamás así calificado por Overbeck] ¿Pero quién podría adentrarse de verdad en los dominios del lobo y compartir su hambre, rebañar sus huesos, ignorar su furia? Overbeck lo hizo [supone el editor], y gracias a su testimonio, traducido ahora al castellano, también nosotros descubrimos al hombre que dijo ser dinamita pero que nunca dejó de ser un hombre [juicio tópico del que no se dice nada, además de una invitación a descubrir al hombre: sí, a Overbeck, a una pieza importantísima en la vida de Nietzsche, sobre todo porque se ocupó de salvaguardar sus manuscritos y de poner freno a los desmanes de su hermana; un amigo perrunamente fiel hasta el estallido de la locura, hasta que lo encontró hundido: “Tuve la impresión de estar ante un animal moribundo y noble que se refugia en un rincón a espera la muerte”. Es la mejor frase de todo el libro].

Franz Overbeck, La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche, Errata Naturae, 2016 (=1906), 125 páginas


9.10.16

Vida de Friedrich Nietzsche, 2


Pocos días antes de cumplir los veinte años, con su flamante título de bachiller conseguido en la dura y prestigiosa Pforta, Friedrich Nietzsche, obedeciendo los deseos de su piadosa madre, se matriculó en la facultad de teología de la Universidad de Bonn, y para celebrarlo cogió una buena borrachera con su amigo Deussen. Navegaron por el Rin hasta la casa de su amigo, en Oberdreis. En Königswinter se pusieron de vino hasta las cejas y se dieron a esas gamberradas típicas del estudiante que no suele beber. Nietzsche siempre separó a Dionysos del vino. Nietzsche no tenía espíritu bohemio, le parecía que los borrachos solo dicen tonterías, que son de una vulgaridad desesperante; no tenía ese impulso autodestructivo romántico de amarrarse a una copa de absenta y llorar algún verso entre vómitos de autocompasión. El artista romántico vive como si fuera un genio, como si no pudiera soportar su talento y tuviera que echarle alcohol para que se disolviera un poco y pudiera salirle por la boca. Nietzsche, cuando encontró lo que de veras le gustaba, se encerró en su estudio, y el vino lo dejó para alternar.
Pero esa borrachera es muy importante en más de un sentido. Iba con su querido amigo Deussen, que fue quien le convenció de que dejara la teología por la filología, y a quien, pocos años después, Nietzsche repudiaría con hiriente suficiencia. A pesar de su individualismo antigenético, de su lucha contra el fatum, la verdad es que todos los pasos importantes que dio Nietzsche en su juventud lo fueron de la mano de amigos desinteresados. No habría abandonado tan pronto la teología de no ser por Deussen, ni habría hecho de la filología su carrera si el profesor Ritschl no lo hubiera animado, ni habría podido dar clases, tan joven, en Basilea si su tía Rosalie no se hubiera muerto a tiempo de dejarle un buen dinero con el que evitar el más que probable destino de profesor de instituto. 
El propio Deussen cuenta que, mientras cabalgaban por el campo en aquella borrachera inaugural, Nietzsche no se preocupaba del dramatismo del paisaje sino de las orejas del caballo, que le parecían demasiado grandes. Hay estudiosos que vinculan esta anécdota con su miopía; otros, con su desprecio del romanticismo, y aún otros con su inagotable búsqueda de la verdad. En todo caso es el primer encuentro importante con un caballo, de los varios que tendría a lo largo de su vida.
En las Navidades de 1865 su huida de Bonn y su viraje a la filosofía ya estaban decididos: “Todo me llama a pensar solo en mí mismo”, escribe, mientras escucha el Manfred de Schumann. No era, desde luego, un ratón de biblioteca, y a pesar de que su relación con la bebida era la de quien no la termina de disfrutar, ni por supuesto la necesita, no dejó en Bonn cervecería por visitar ni placer artístico que regalarse, de modo que, cuando regresó por Pascua a casa, un poco gordo, tuvo un violento encontronazo con su madre cuando le comunicó sus magras ambiciones teológicas. La madre se puso hecha una fiera, y fue la tía Rosalie, que para Nietzsche ya era un hada madrina, la que logró calmarla y hacerla entrar en razón. La que no entró en razón fue la hermana de Friedrich, Elizabeth, que adoraba a su hermano hasta el delirio.
Y su hermano había comenzado su particular búsqueda de la verdad: “¿Buscamos con nuestra búsqueda paz, felicidad y sosiego? No. Solo la verdad, aunque pudiera ofrecérsenos al fin como terrible y repulsiva”, escribía Nietzsche, decidido a marcharse de Bonn, “a un lugar en el que no tuviera demasiados conocidos, porque de lo contrario acaba uno viéndose arrastrado siempre a unos círculos determinados”. No era un impulso anacoreta sino aristocrático. En la sociedad de estudiantes a la que pertenecía, Franconia (donde le llamaban Gluck), destacó por su aversión a las ideas democráticas que entonces germinaban en Europa, e incluso su fiel amigo Deussen acabó un poco harto de él, de “una inclinación a corregirme en todo, a ejercer de magisterio supremo sobre mí, y, en ocasiones, casi hasta atormentarme literalmente”.
En Leipzig, en cuya universidad entró gracias a otro amigo, Gersdorff, era lo que en círculos estudiantiles se llamaba un camello, alguien que no pertenecía a ninguna corporación. Él mismo reconoce haber sido muy maleducado en ocasión de ser invitado a un concierto, en el que no desplegó la boca, y tiene palabras de desprecio para aquellos que viven de las urgencias de siempre, “periodistas y gacetilleros, metamorfoseados por la desesperación”. A pesar de que intentaba llevar una vida social incluso por encima de sus posibilidades, le asqueaba “esa falta de entusiasmo, esa torpeza disfrazada de seriedad, esa vulgaridad, esa reducción del espíritu a lo cotidiano, que se revela del modo más desagradable en la embriaguez, ¡dioses, qué contento estoy de haberme librado de esa soledad chillona, de esa abundancia vacía, de esa juventud senil!” 
Él mismo no era un genio precoz y lo sabía, pero en Pforta lo habían adiestrado a no dejarse llevar por el hastío y a despreciar la bohemia. Sus intereses eran más elevados. Se matriculó en Leipzig exactamente cien años después de que lo hiciera Goethe, algo que celebró como es debido, y vio en la filología una oportunidad para desarrollar su vocación educadora, de pastor que guía, que de tan poco le había servido en Bonn.
Nada más llegar a Leipzig hizo dos amistades definitivas: la del profesor Ritschl, un ejemplo de magisterio encaminado no al acopio de conocimientos sino a la creatividad y el sentido crítico, que casi adoptaría a Nietzsche y que le consiguió una cátedra en Basilea sin necesidad de doctorarse, y, sobre todo, la de alguien que se encontró por la calle: “Encontré un día este libro en la librería de viejo del anciano Rohm. Ignorándolo todo sobre él, lo tomé en mis manos y me puse a hojearlo. No sé qué demonio me susurró: ¡Llévate este libro a casa!” El libro era El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer, el hombre que marcó para siempre el camino de Friedrich Nietzsche.
Schopenhauer lo hizo caerse de un caballo que era en realidad un burro. “Tenía ante mí un espejo en el que podía contemplar el mundo, la vida y mi propio ánimo con grandeza deprimente”, escribe. “Desde que Schopenhauer nos ha quitado la venda del optimismo de los ojos, las cosas se ven más agudamente. La vida es más interesante, aunque también más fea”. Y el mejor modo de vivirla era un ascetismo liberador que Nietzsche puso en práctica para fortalecer el espíritu. Por ejemplo, reducía a cuatro o cinco sus horas de sueño, una ilusión de incesante actividad propia de los años mozos. Lo malo era que sus experimentos con Schopenhauer se convertían en verbo sagrado en las cartas que enviaba a su hermana. Cuando acudió a visitar a su familia por Navidad en 1866, se la encontró convertida “en una caricatura de sus ideas”, nos dice Janz, con “la faz lobrega” de quien se ha metido en una secta donde triunfan los cilicios.
Ritschl, su “conciencia científica”, iba guiándolo en los fundamentos de la filología clásica, y le hacía esos favores imprescindibles que todo gran talento necesita. Nada más leer su trabajo sobre Teognis, Ritschl animó a Nietzsche a que lo convirtiera en un librito. La reacción fue inmeditata: “Mi confianza en mí mismo se elevó a la estratosfera”. Estudió con exhaustiva lentitud a Esquilo y a Diógenes, hizo sus primeros escarceos con la cuestión homérica y adoptó un lema de Píndaro: “llega a ser el que eres”. Su amigo Gersdorff, también ebrio de Schopenhauer, le sugirió que estudiase el pesimismo en la Antigüedad, que nadara por las aguas que comparten la filología y la filosofía, pero no dejándose llevar por la corriente sino con afán de cruzar a la otra orilla.  
Otro libro, la Historia del materialismo de Lange, provocó que en su mente encajasen dos piezas principales: el pesimismo como principio y el escepticismo como método. Nietzsche se desnudaba de prejuicios ingenuos antes de ponerse a pensar. Pero tampoco renunciaba a los placeres de la tierra. Madrugaba mucho, una costumbre que traía ya desde la adolescencia y que no abandonaría nunca. Dedicaba la mañana al estudio, pero a la hora de comer se reunía con sus amigos para comer y recalaba después en el Café Kintschy, donde estaba prohibido fumar, a leer periódicos y arreglar el mundo. Pasaba el resto de la tarde en la biblioteca, y por la noche solía ir al teatro, a un concierto, a seguir discutiendo con sus compañeros.
Claro que también contrajo allí su primera infección de sífilis, quizá el origen de su parálisis posterior, por mucho que en su primera visita a un prostíbulo saliese a escape en cuanto pudo. Y encontró, por fin, a un amigo con quien nunca se sintió superior, Edwin Rohde, y que le duró toda la vida. A pesar de que cortejó, al modo distante, a damas como Hedwig Raabe o Susanne Klemm, la amistad era, probablemente, lo único que Nietzsche buscaba. 
  Y la vida le seguía interesando más que el expediente académico. Quizá por eso, y casi citando al patriótico Tirteo, no le hizo ascos al servicio militar, y en octubre de 1867, en Naumburg, se alistó como segunda batería del Regimiento de Artillería número 4. Allí se le asignó un caballo, “el brioso y enérgico Balduino”, que también desempeñaría un papel definitivo. Cuando la vida militar le parecía insoportable, Balduino era un refugio: “A veces cuchicheo escondido bajo la barriga del caballo: ¡Schopenhauer, ayuda!”
Con su amigo Rohde había practicado la equitación, y parece ser que en esa disciplina también destacaba. Pero en uno de sus magníficos saltos se golpeó en el pecho con el borrén de la montura, herida que le dejó “extenuado como una mosca, estropeado como una vieja solterona, delgado como una cigüeña”. Pasó cinco largos meses de convalecencia, entre supuraciones espantosas porque en el golpe se le había astillado el esternón. Tomó, por vez primera, opio para el dolor, y reflexionó sobre el azar como destino, que era lo que en el fondo le había llevado hasta allí. Con su primer gran amigo, Deussen, había dudado siquiera de estar montando un caballo. Con el más reciente, Rohde, se sintió tan ágil que casi se muere. 
La cimentación de su carrera todavía necesitó el consejo de otro amigo, Windish, quien le hizo ver la conveniencia de convertirse en catedrático, pero sobre todo quien le presentó a Richard Wagner. A Ritschl lo había admirado sin reservas, pero con Wagner tuvo la conciencia nítida de estar frente a un genio: “Me gusta en Wagner lo que me gusta en Schopenhauer, el aire ético, el aroma fantástico, la cruz, la muerte y el túmulo”, y “la inagotable energía con la que mantuvieron firme la fe en sí mismos frente al vocerío de todo el mundo culto”. Al escuchar Los maestros cantores, Nietzsche casi se derrite: “Frente a esta música me resulta de todo punto imposible adoptar una posición distanciadamente crítica, toda fibra, todo nervio se estremece en mí y hace mucho tiempo que no tenía un sentimiento de éxtasis como el que se apoderó de mí al escuchar esta última obertura”. 
Esa admiración fue la causa de una de las escenas más ridículas en las que se vio involucrado Nietzsche, y que dice mucho de su sentido de la dignidad. Había encargado un traje nuevo para visitar a Wagner (y a su hermana), y cuando el mozo de la sastrería se lo llevó a casa, Nietzsche se peleó con él porque el mozo quería el dinero al contado, y a Nietzsche le parecía una insolencia que un vulgar empleado le exigiera nada. El empleado se marchó con el traje, y Nietzsche tuvo que ir al encuentro con Wagner con una chaqueta que, otra vez, había llegado a su cuerpo por azar.
El monstruo, sin embargo, acechaba. Su hermana Elizabeth intentó borrar todas las huellas (y añadir otras inverosímiles, como que Friedrich contrajera el cólera), pero se dejó una nota manuscrita de su hermano que nos llena de inquietud: “Lo que me llena de espanto no es la terrible figura que hay detrás de mi silla, sino su voz, y tampoco las palabras, sino el tono inhumano y terriblemente inarticulado de esa figura. Ay, si por lo menos hablara como hablan los humanos”. 
¿Fue ese su primer delirio? Es posible, pero a medida que uno lee su biografía sospecha si el azar en su vida está demasiado estratégicamente colocado, si sus amigos y sus enfermedades no tienen una disposición trágica excesiva. Nietzsche creía que el azar debía fructificar en el individuo, pero acaso no de una manera tan rígida, tan alemana.
Pero Nietzsche dejó pronto de tener patria. Al entrar como catedrático en Basilea perdió la nacionalidad prusiana. Su nueva condición de apátrida le resultó mucho más acorde con su espíritu, y ya nunca se desprendería de ella.


 


28.9.16

Vida de Friedrich Nietzsche, 1


Cuando era pequeño, Friedrich Nietzsche no hilaba con los otros niños de la escuela. Su padre, pastor protestante, no quería que fuese a un colegio exclusivo, lleno de hijos de pastores llamados a merodear toda su vida por salones importantes, sino que se rodease de rapaces de humilde condición para que después supiera entender la sociedad en la que vivía e integrarse mejor en ella. Pero los niños se reían de él. Rubio, de pelo lacio hasta los hombros, ojos oscuros y puntiagudos, modales exquisitos y una habilidad especial para dirigirse a los demás como si estuviera recitando, henchido de emoción, un pasaje de las Sagradas Escrituras, el pequeño Friedrich debía de ser un niño raro de mediados del siglo XIX. Y lo único raro era que no fuese a un colegio de raros. Su contemporáneo y futuro adversario Ullrich von Willamovitz Moellendorf sí iba a colegio de pastores y a los tres años ya leía a Sófocles en griego. 
Las almas de los pobres estaban entonces dirigidas por hombres de severa educación, de un comportamiento ceremonioso y solemne que a la luz del sol popular era ridículo, pero no en su sitio exacto. Cuando el niño rarito llegaba a pastor, esa misma gente le escuchaba como si fuera un santo. En el caso de Nietzsche, además, se da la circunstancia de que el hombre más descarnadamente humano de toda la filosofía de Occidente fue siempre un discapacitado social, y que el filósofo al que más se sigue leyendo con unción verdadera, es decir, buscando respuestas para la vida real, fue desde niño un patito feo, heredero de una familia de mala salud, con cierta propensión al reblandecimiento del cerebro. 
Muy pocos años después, Charles Darwin dejó caer una bomba sobre los cerebros de Europa, El origen de las especies, y Nietzsche pronto encontría explicaciones a su destino. Somos lo que hemos sido, y desde ahí partimos para ser lo que queremos ser. Él, concretamente, procedía de un linaje de pastores, pero también de carniceros, ya desde el siglo XVII, en una tupida retícula que, si se tira del hilo, lo emparentaría con el mismísimo Goethe. No obstante, él siempre sospechó que era de sangre polaca, por más que la severidad en la que se crió fuera tan alemana. 
Pero las leyes de la herencia no eran, según él, de padres a hijos sino de abuelos a nietos, por la sencilla razón de que los padres aún están haciéndose cuando tienen a los hijos, pero los abuelos ya están hechos cuando nacen los nietos. “Los gérmenes tipológicos de los abuelos maduran en nosotros”, escribió. Digamos que es una brillante intuición, porque lógica no tiene mucha. En el caso de Nietzshe, el abuelo era un intelectual de postín, autor de la célebre Gamaliel o la inextinguible duración del Cristianismo; para edificación y pacificación en el momento de inquietud que vive hoy el mundo teológico, escrita en 1796, donde se leen párrafos que ya suenan a su nieto.
En ese colegio popular la verdad es que Nietzsche no se esforzaba mucho por caer bien a los compañeros, a pesar de que más de uno, andando el tiempo, señalaría la modestia y la gratitud como sus dos principales virtudes. Una tarde, al salir de escuela, se desató una tromba de agua y los chiquillos de Naumburg corrieron a sus casas con las carteras encima de la cabeza. Nietzsche no aceleró el paso, y con toda parsimonia se puso hecho una sopa. Cuando su madre, alarmada, le preguntó por qué lo había hecho, el niño se justificó como pudo: “Pero mamá, en el reglamento de la escuela se dice que al dejarla los muchachos no deben salir corriendo ni ponerse a saltar, sino que tienen que volver calmados y despacio a sus casas”.
La anécdota se puede interpretar como se quiera. Los apologetas hablan de su temprana voluntad de hierro, y los no tan entusiastas recuerdan que ese mismo rigor con el deber hizo que fuera perdiendo a la mayoría de sus amigos. Eso sí, no había nada que no hiciese a conciencia. Con nueve años, en 1853, estalló la guerra de Crimea, y Nietzsche se dedicó a montar un nutrido ejército con sus soldados de plomo y a estudiar volúmenes de poliorcética, e incluso ideó un exhaustivo diccionario militar para uso personal. Antes de los catorce años ya hablaba de aquellos a los que no les gustaba la música como “gente sin alma”, y a la hora de escribir creía firmemente que podía perdonarse antes un descuido estilístico que una idea confusa.
Hizo amigos, claro, sobre todo sus queridos Pinder y Krug,  y al padre de este último se debe su temprana vocación musical, algo que tampoco encajaba mucho con su idea de la genética. Pero se sentía solo. Vivía rodeado de mujeres, en las faldas de una madre joven, viuda y severa, y se iba acostumbrando a unos dolores de cabeza que no lo abandonarían jamás.
Como el entorno popular de Naumburg no le sentaba del todo bien, a los catorce años lo enviaron a Pforta, una especie de templo de las humanidades, un mundo conventual donde Nietzsche encontraría el otro gran amor de su vida, la Antigüedad. “Cuando no tengo nada mejor que hacer”, escribe en 1859, “redacto en latín lo que en tal o cual momento he oído o leído, obligándome, paralelamente, a pensar en latín cuando lo hago”. Su autor favorito era Salustio, y no es de extrañar, porque el historiador romano sabía unir el rigor histórico y la composición artística. Yugurta es un estudio minucioso sobre el arribismo político, pero también una gran tragedia. 
Se ha especulado mucho, sin embargo, con que uno de sus primeros trabajos fue sobre el poeta griego Teognis, adalid del aristocratismo rancio, que es lo que el joven Nietzsche criticaba en ese mismo trabajo. Su distinción era otra. Iba por la calle con unas gafas azules para protegerse de la luz, y en una excursión al castillo de Shönburg con sus compañeros de élite, nada popular, él prefirió subirse solo a la torre mientras los otros jóvenes bebían vino en la bodega, y compuso unos versos premonitorios: 

Sin otra compañía que la mía,
que ellos se entreguen en los sótanos a sus libaciones 
hasta caer en el suelo.
Yo practico mi oficio de señor.

Y procuraba demostrarlo. En cierta ocasión, un compañero mostró su admiración por que Mucio Scévola fuera capaz de aguantar el fuego en la mano con estoicismo más bien bruto, y Nietzsche se apresuró a demostrarle que aquello no era nada, y sin parpadear (¿parpadeó alguna vez Nietzshe?) encendió unas cerillas y las dejó consumirse en la palma de la mano. Solo una vez sucumbió a las tentaciones de la pubertad y se agarró una media merluza con cuatro cervezas, pero en vez de aguantar la resaca escribió a su madre para contárselo y prometerle que no sucedería más.
Talento tenía, desde luego, y pocos estaban dispuestos a no reconocerlo. Un profesor de griego casi llega a las manos con otro de matemáticas porque este le había puesto un 4, y el de griego, indignado, le reprochó no haberse dado cuenta de que Nietzsche era el mejor alumno que habían tenido jamás en aquella especie de Eton alemán. Un compañero de aquellos años mozos, a la muerte del filósofo, ponderó su talento musical: “No creo que Beethoven fuera capaz de improvisar tan deslumbrantemente como Nietzsche, por ejemplo, cuando estallaba una tormenta en el cielo”. “Cuando no escucho música”, decía el joven Fritz, “todo se me aparece muerto”. Incluso sus primeros escarceos amatorios tuvieron la música como condimento imprescindible. Solo quería, a decir de Janz, “mujeres delicadas, dotadas musicalmente y exigentes con la caballerosidad”, acaso como la joven Ane Redtel, con quien tocaba algunas tardes a cuatro manos.
Y lo más sobresaliente de aquel talento es que ya desde el principio fue doble y contradictorio. Apolo y Dioniso, su imposible e indisoluble unidad, ya se le aparecieron bien temprano. En un ensayo de 1862, cuando tenía dieciocho años, ya expuso el contraste entre voluntad libre y fatum. En téminos exageradamente generales, la voluntad podía asimilarse a la posibilidad de actuar conscientemente, y el fatum a la de hacerlo llevado por la inconsciencia. Claro que entonces habría que haberle preguntado: si tu abuelo era un hombre voluntarioso, ¿no forma parte de su herencia ese mismo fatum ingobernable? 
Lejos de quedarse tranquilo con su hallazgo, se debatía entre ser dios o un vulgar autómata, y lamentaba la inclinación al barro que todos, incluso él, en algún momento hemos tenido: “¿Qué es lo que arrastra con tal fuerza el alma de tantas gentes hacia lo vulgar?”, se preguntaba. En ese primer ensayo ya está el germen de sus investigaciones sobre el origen de la tragedia, y en el fondo de su obra entera. Su doble talento, científico y artístico, diurno y nocturno, quizá fuera el causante de los dolores de cabeza que le amargaron la existencia. Un informe médico del Pforta nos orienta sobre las circunstancias en que concebía estas ideas: “Nietzsche fue enviado a casa para acabar de curarse. Es una persona sana, de complexión recia, con una mirada sorprendentemente fija, miope y frecuentemente aquejado de jaquecas pasajeras. Su padre murió joven de un reblandecimiento cerebral, y fue engendrado tardíamente; el hijo, en la época en que su padre estaba ya enfermo. Todavía no resultan perceptibles signos preocupantes, pero la referencia a los antecedentes parece necesaria.”
Pero él pronto aprendió a resignarse, a ponerse sus gafas azules, caminar a solas y soportar el dolor. 
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