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17.11.21

Y el verbo se hizo libro


Ayer hicimos la presentación de la novela Una flor de hierro en el Casino de Teruel, que no es un sitio donde se juega al bingo sino donde se programan actos culturales. En realidad, por no sé qué motivos de procedimiento, en el programa no era una presentación sino una tertulia.

Aparte de Belén Royo, de la Fundación Bodas de Isabel, que presentó el acto dentro de la Semana Modernista, intervinimos el ilustrador Juan Carlos Navarro, el historiador Serafín Aldecoa y yo mismo, que había escrito la novela. Era un salón de techos altos pintado de amarillo, el público se sentaba en sillas Luis XV, con reposabrazos y patas de león, y al fondo había unos cómodos sillones donde los ancianos socios del casino se sientan a leer la prensa y dormitar. Durante el acto se fueron proyectando, detrás de los intervinientes, ilustraciones de Juan Carlos Navarro para la novela. Iba a sonar de fondo también música de piano de Enrique Granados, pero no funcionaba bien el aparato y mientras la gente se sentaba estuvimos en silencio.

Convinimos en que primero yo hablaría de la novela desde el punto de vista estrictamente literario, después Juan Carlos comentaría sus ilustraciones y finalmente Aldecoa se ocuparía de la ambientación histórica en el Teruel modernista de 1909. 

Di las gracias y luego dije que la novela se había publicado ya en el periódico de la ciudad, en forma de folletín, en entregas diarias durante el verano de 2007. Luego estuve hablando en líneas muy generales del modernismo literario, sobre todo de dos técnicas que me interesaban: el trencadís literario, el ir juntando elementos heterogéneos hasta formar un todo homogéneo, con voces y estilos distintos, según los personajes y las situaciones, y, en segundo lugar, el afecto de los modernistas por la naturaleza como modelo de sus creaciones. Expliqué cómo había intentado llevar esas dos técnicas a la novela, a partir de la forja de un cardo bendito para la rejería de la catedral en la que intervienen personajes de todas las clases y edades, y finalmente hablé de que el punto de partida fue Pau Monguió, el arquitecto que a principios de siglo introdujo el modernismo en Teruel, de cómo había hecho él también modernismo para todos, y me detuve un poco en el ejemplo del asilo de ancianos, que hace unos meses fue derribado y sustituido por un infame mamotreto.

Juan Carlos comentó cómo había sido el proceso creativo, teniendo en cuenta que, aparte de la documentación que habíamos ido acumulando durante el año, la redacción de la novela empezaba el 1 de julio, y su publicación en el periódico el 1 de agosto, con un argumento previo que quedó inservible al segundo o tercer capítulo, de modo que también las ilustraciones tuvieron un desarrollo orgánico, y, a partir de un diseño común, vertical, con textura verjurada y golpes de látigo y demás motivos modernistas como fondo de los dibujos, fueron añadiendo matices y elementos a lo largo de la publicación.

Serafín Aldecoa pasó revista a los elementos históricos de la novela: la relación fructífera del arquitecto Monguió con el herrero Abad, la guerra de Melilla o la huelga de Inglaterra como tema diario, los sectores tradicionalista y liberal de la ciudad, las figuras de Timoteo Bayo, de Joaquín Torán y otros ilustres vecinos que aparecen en la novela, así como de las minas de Ojos Negros, participadas entonces por Ramón de la Sota, con una vía férrea que comunicaba con Sagunto, y, en fin, de cómo era la aristocracia por aquel entonces, los que en la novela aparecen con el nombre ficticio de marqueses de Valdeavellano.

Al final de su intervención, para regocijo de los asistentes y a propósito de que Aldecoa también había hablado de la llegada a Teruel de los Hermanos de La Salle, que tienen un papel relevante en la novela, leí una de las frases que el hermano Serafín dictaba a los alumnos para practicar la caligrafía redondilla: «Era bínubo y no bígamo el bigardo y begardo Alberto, que se guardó en el bolso la bonificación obtenida en la reventa de las anchovas y del escabeche». El autor de esa frase, Luis Miranda Podadera, no la escribiría hasta 1912, tres años después de cuando sucede la escena. Creo que es el único anacronismo que hay en la novela.

Todo fue muy propio, en el mismo Casino que proyectó Monguió, antes de que lo bombardearan en la guerra y su reconstrucción se olvidase del diseño modernista. Al final del acto algunos asistentes se acercaron a que les firmáramos un ejemplar, y luego, con los viejos amigos que habían venido a brindarnos su bonhomía, nos bebimos unas cervezas en el ambigú.

24.11.09

Las hermanas Sangüesa

"Estaba empezando abril y ya podían abrirse las ventanas. Los pájaros que solían piar por las mañanas desde la estatua del Venerable se desgañitaban con aquellos gritos desaforados de Pilarín y con la potencia alemana que imprimía Sagrario Sangüesa cuando se trataba de interpretar a Richard Wagner con sus dedos gordezuelos..."

10.7.08

MÉNSULA

Me he tomado un día de descanso en el soviet-folletón para escribir la columna de los jueves. El descanso ha sido tan completo que he cortado y pegado un texto que tenía por ahí.

Diario de Teruel, 10 de julio de 2008

“Eran todas imágenes deformes, monstruosas: cerdos con púas y cuerpo de perro rabioso, o con cuatro tetas como bellotas gigantes, las alas puestas del revés y una cola de lagarto que se peleaba con un monstruo marino, o ranas en posturas muy obscenas, o peces cuyas escamas eran como punteras de talabarte y cabellos en forma de acanto y morros de pato. En muchos de ellos se veían granadas a punto de reventar, era la única fruta que había. Tomás se preguntaba, en medio de tanta bestia, qué significado tendrían. Pero casi todos eran retratos de seres humanos, probablemente para servir de capitel en la ménsula de alguna columna. A un enano sentado en una esquina le salía de la nariz una trompa ondulada que terminaba en forma de flor. Un señor afeitado y de cejas muy pobladas, orejas de cerdo, tetas y rabo de vacuno se sujetaba los tobillos con las manos y gracias a que el rabo le tapaba un poco las vergüenzas la postura no era más asquerosa. Uno en concreto, un señor boca abajo, las barbas desparramadas, calvo, las piernas abiertas hasta sujetar con el culo la ménsula y el cuerpo abrazado por una serpiente, le llamó a Tomás la atención, como si la cara le sonase. Y lo mismo le pasó con un personaje de orejas grandes y gordas, nariz de borracho y la boca cuadrada como para que le cupiera una canal de agua. Un tercero llevaba los ojos muy grandes esculpidos, a Tomás le gustó la manera tan impresionante de sobresalirle la pupila, la boca carnosa, los bigotes ondulados, la melena al viento de unas ramas de acanto.”
Como estamos de medio fiesta, me van a permitir que adelante faena. El fragmento que acabo de copiar pertenece al folletón que publicamos el año pasado, Una flor de hierro, y está basado en lo que hasta hace muy poco tiempo era casi un secreto. Muy pocos habían visto las ménsulas del claustro de San Pedro, pero alguno tuvo a bien, hace bastantes años, sacar unas fotos y distribuirlas entre los curiosos. Sobre esas fotos escribí yo este fragmento, que ahora me recito en silencio mientras veo la flamante restauración del claustro neogótico. Esas figuras son un diálogo con los bestiarios medievales, pero también con cierta fantasía frívola. Pertenecen al tiempo en que el misterio se decantaba en néctar de modernidad. Lo que mi personaje tomó por granadas reventonas no eran más que bulbos de amapola. Quizá por eso los escondían.

11.9.07

SENTIMENTALISMO


Decía Beckett que antes de que se secase la tinta ya sentía una repugnancia invencible hacia lo que terminaba de escribir. Esto no era cosa de su carácter enjuto y de pelo tieso sino lo más natural del mundo, una tristitia post coitum que se mezcla con la incapacidad de leer con otro pensamiento que no sea el de detectar errores. La lectura entonces es autopsia, no lectura. Y entonces te pasa algo que cité durante la novela, la sensación de Gulliver en Brondignag, o como se escriba, cuando la complejidad de lo minúsculo le impide apreciar el objeto en su conjunto. Yo buscaba disonancias, rimas indeseadas, solecismos, errores de ritmo, que es como si Gulliver inspeccionara el vello que imperceptiblemente crecía en la piel de las damitas que jugaban con él, y se viese anegado por el sudor que provocaban hasta los más tímidos, corteses y delicados movimientos, por no hablar del horrísono frufrú de sus vestidos, que para una mente hiperestésica son como violentos rayajos en un vinilo puesto a toda castaña.
Tardo tiempo en volver sobre la pieza como tal, pero bueno, la verdad es que no estoy descontento. Hay algo en Una flor de hierro que no había practicado en otros folletines, algo que pudiéramos llamar la búsqueda de la emoción, y que más me valdría no mencionar por si resulta que alguien lo lee y resulta que no hay emoción ni por asomo. Creo que ya mencioné en algún comentario a los capítulos la razón de tan desmelenado sentimentalismo. No es que yo tuviera un ánimo especialmente sensible durante el mes de julio, sino que me cebé con Mozart. Lo escuché durante un mes desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche, con la sola compañía de música española de principios del XX, con más frecuencia Granados y, sobre todo, Albéniz. Ya Granados es una especie de Richard Clayderman de aquella época, pero la intimidad de Albéniz, su delicadeza, sobre todo en la suite Iberia, me acompañó con la misma emoción que Mozart.
Yo no soy ni melómano ni sandiómano. Yo escucho a Mozart como si fuera un chico nuevo que acaba de salir. No es nada raro: a Dostoievski también lo leo así, y me ha costado demasiado tiempo quitarme de encima los prejuicios culturalistas como para cambiar ahora. De hecho, solo aquello que me gusta con independencia de su valor cultural puede influirme para algo como la escritura. Hay una pieza, seguramente famosísima, seguramente la pieza que enseñan a los chicos en la escuela, no lo sé, que tuve un par de días puesta una y otra vez, maravillado con el entusiasmo y la melancolía de aquel quinteto de cuerda, con la transparencia de los sentimientos que me iba sugiriendo. No hablo de que fueran composiciones fáciles, sino que toda su complejidad se volcaba en una sensación rotunda, clarísima, y generalmente en esa clase de sensaciones que la literatura suele proscribir. Y no sé por qué, porque no se puede escribir con más ternura que Dostoievski cuando nos cuenta la historia del niño Kolia en Los hermanos Karamázov, y, lo que es más importante, con tanta sinceridad, con tanta claridad.
Pero resulta que una de las constantes del siglo XX ha sido el escaso prestigio de los buenos sentimientos, como si fuesen fáciles de transmitir. Quizá por eso me gusta tanto Pombo, ciertos libros de Pombo, porque tratan de sentimientos buenos y en su ausencia completa de ñoñez florece una dignidad narrativa verdaderamente impresionante. Pero los escritores en español, y sobre todo sus editores, siguen creyendo, la mayoría, que la calidad sólo se consigue describiendo lo desagradable. Los libros siguen llenos de latas vacías de cerveza y de personajes despeinados que llevan subidas las solapas del abrigo. Con la mayoría me invade la sensación esa rancia de que la literatura tiene que tratar siempre las miserias de la gente, aparte de un tufillo narrativo que es como la marca de fábrica de Romeo & Bros.
Con los folletines tengo un problema, pero solo uno. Mi obsesión es que sea lectura fácil, que se lea sin el menor esfuerzo. Entre eso y un propósito primaveral, lleno de colorines y de buenos sentimientos, hacen que Una flor de hierro vaya a tener el camino editorial bastante jodido, me temo. Hoy es el día en que hay que sacar una copia, solo una, para enviarla a una muy determinada editorial que, por lo menos, sé que lo va a considerar. El otoño no sólo es Virgilio y los novelones del XIX. El otoño es también ponerse el libro debajo del brazo y llamar a un timbre. El año pasado salió bien con Fabricación Británica. Veremos éste.

26.7.07

FLOR


Una flor de hierro ha estrenado su propio blog. Falta peinar un poco los capítulos y subsanar todos los errores que los amigos me habéis hecho notar, así como subir las dos o tres ilustraciones que le faltan a Juan Carlos. También quería sustituir las últimas líneas del capítulo 24 y último por un retrato del natural que tengo un mes largo para escribir. Pero en esencia es lo mismo.
En el Diario de Teruel, donde será publicado a partir del 1 de agosto, la novela tendrá solo 23 capítulos −los días laborables de agosto− porque el 12 quedará salvajemente mutilado y añadida su información argumental al 13, que también sufrirá algunos recortes. A mí me gusta esa larga conversación, y creo que los dos capítulos tienen sentido juntos, pero las normas son las normas.
De postre, en fin, en el Diario se ha publicado hoy esta bernardina.

Flor (Diario de Teruel, 26/7/2007)

Decía Juan Ramón Jiménez, con cuyos poemas eróticos ironizábamos la semana pasada, que el modernismo es una aspiración general a la belleza. El modernismo es la belleza sensible, palpable, visible. Hay una tradición muy rancia que desprecia los mosaicos de colores y los hierros en forma de flor: los unos, porque el modernismo era la forma de figurar de los nuevos ricos a principios del siglos XX; los otros, porque las líneas curvas siempre les parecieron poco serias, o poco castas.
Pero han pasado cien años, y aquellos edificios llamativos, aquellas rejas con forma de insecto siguen siendo tan hermosas como el primer día, por la sencilla razón de que siguen siendo, cada día más, una forma de mirar la naturaleza sin salir de casa. Gaudí estudiaba las cuevas para construir las cúpulas, y los montes para las fachadas. Pocas generaciones artísticas han mirado con tanto amor las líneas breves de la naturaleza, los dibujos de las alas de las mariposas y los colores que se identifican con la tierra. Ha pasado un siglo y ya no causa sensación una nueva reja, un nuevo edificio de ladrillo como esas deliciosas Escuelas del Arrabal, ahora un archivo, que levantó Pablo Monguió en su primera estancia en Teruel. Los peatones miramos los edificios nuevos dando por supuesto que son bellos, pero no nos producen aquella impresión universal de belleza, aquel lenguaje desmelenado que todos entendían. Resulta fascinante comprobar que todo lo más hermoso es lo que se fabricó con muy sencillos materiales, con el rojo de nuestra arcilla y con el negro de nuestros hierros. Es emocionante leer en un periódico de la época cómo el joven Javier Punter acaba de instalar su alfar en las Ollerías del Calvario, o cómo se preocupa el periodista por la salud de Matías Abad, en una época en que por lo menos había cinco fraguas en Teruel que sacaban arte a destajo.
No nos hemos repuesto de la sentencia capital que dictó el franquismo contra aquellos edificios tan sencillos como un ababol del campo, tan impactantes y tan bellos, y tan genuinos, ahora que vivimos en la permanente búsqueda de identidades materiales. “Adornos, remates y hierros absurdos”, dijeron, y con eso se han quedado.
Pero el modernismo (el modernismo a la española, el de Sorolla y el de Zuloaga, el de Rusiñol y el de Ramón Casas) no murió en el año 16, como dicen los manuales. Miquel Barceló acaba de estrenar una maravillosa pieza modernista que, por cierto, descansa entre las obras de Gaudí y de Jujol. El arte que aspira a la belleza, a gustar como nos gusta la naturaleza, sigue vivo. La arcilla sigue en su sitio, el hierro no se derrite. Sí, el modernismo es una aspiración general a la belleza, hay cuadros y edificios y poemas y sonatas y esculturas modernistas. Y también novelas.
El próximo miércoles comenzará en este periódico la publicación de Una flor de hierro, el folletín modernista que Juan Carlos Navarro y yo mismo estamos preparando para el mes de agosto. Nos hemos ido al Teruel de 1909, y hemos hecho un ejercicio de aspiración general a la belleza. Quizá el resultado sea tan absurdo como un hierro retorcido, y tan duradero como una flor de verdad. La cuestión es, como pasa con las flores, si nos da placer mirarlas, antes de que caiga la noche y se marchiten para siempre.


Mabalot me avisa de que no he colgado las últimas columnas. Por lo menos la de la semana pasada, la que se refiere a Juan Ramón, sí voy a poner. Creo que la ironía fue tan fina que sólo la noté yo.

Poemario (19/7/2007)

En 1912, mientras el poeta Juan Ramón Jiménez preparaba la edición de sus Libros de amor, escuchó al otro lado de la pared de su apartamento una carcajada que cambió su vida. Eran unos vecinos diplomáticos, amigos de fiestas y recibimientos, que sacaban al poeta de sus casillas. El momento era muy delicado: estaba ordenando poemas eróticos, algunos de muy subido tono, una especie de catálogo de conquistas fugaces. Si alguien había pensado hasta entonces que Juan Ramón era un adicto a los nenúfares y al bromuro, estaba muy equivocado. Incluso aporreaba con el bastón la pared de al lado, a ver si lo dejaban trabajar, pero de pronto, un día, aquella carcajada… era la de Zenobia Camprubí, y Juan Ramón guardó sus poemas guarros y se convirtió en un poeta esencial, y le puso la tapa al féretro del modernismo y se dedicó a mirar el cielo.
El libro ha sido editado ahora con un delicioso prólogo que es más bien una novela popular de la época pero con muy rigurosa documentación, y los poemas están escritos en alejandrinos andariegos, parientes de la prosa, de esa insuperable prosa que tenía el poeta. Tendrá éxito porque se leen muy bien y porque Juan Ramón escribe desmelenado. Claro que los desmelenamientos de Juan Ramón tienen de todo menos alegría. Son los versos de un aficionado a las mujeres altas, finas, un poco mustias, que brega por el imperio terrible de la carne desnuda; obsesionado con los detalles (Saqué sobre mis labios / un cabello de oro de su vientre de fuego), devorador (tus dos pechos desnudos, con la ardiente señal de mis labios saciados), exigente con la belleza (sus pechos blancos eran pequeños y distantes, pero duros), con ínfulas de tiranía (yo te pedía más, tú me lo dabas todo), y muy, digamos, husmeante, como en el bello poema Cuando te levantaba las faldas perfumadas, o en otro, Sexo negro, donde insiste en el mismo motivo con profusión de imágenes brillantes, hierbas de luto entre ellas.
Sorprende esta actitud, en todo caso, en un poeta tan atildado como Juan Ramón, que lavaba sus poemas con sosa cáustica para quitar las impurezas. Sorprende la cantidad de humores desatados en alguien cuya actitud poética era la de Gulliver en Brondingnag, esencialmente aprensiva. El libro, no obstante, vuelve pronto al Juan Ramón huido, levitante, enredado de símbolos. Pero qué placer las manos de un buen poeta cuando no las dirige tanto el cerebro como el recuerdo de la nariz, antes de que un oído muy fino le haga dedicarse para siempre a la suavidad de lo que casi no se toca.


Bueno, y, ya puestos, las dos anteriores, y así se queda en este post el mes de julio entero.


Reloj (12/7/2007)

Pocas veces se juntan en una misma ciudad dos exposiciones tan impresionantes como este verano en Madrid. La de Van Gogh, en el Tyssen, y en el Prado la de Patinir. Las dos dejan exhausto de belleza al visitante, de modo que no es en absoluto recomendable visitarlas el mismo día: a uno puede darle un cólico emocional, eso que se llama síndrome de Stendhal y que no es más que ese dulce mareo, esa sensación beatífica que, nada más concluir la visita, nos hace soportar con mejor ánimo el martillo neumático que taladra las aceras y desbarata corazones. Pero eso ya es después de haber visitado al gran fundador de la pintura paisajística moderna, Joachim Patinir, que con su ocurrencia de pintar horizontes y barquitos que navegan a lo lejos, riscos y cuevas y bosques y jardines, no sólo estaba fundando la tarjeta postal sino el decadentismo estético, no sólo profesaba el misticismo de la menudencia sino que llegó a ser la iconografía de El Señor de los Anillos.
A Felipe II le gustaba mucho, y mientras daba tajos al despilfarro nacional iba coleccionando un montón de cuadros de Patinir. Estoy seguro de que le gustaba por la misma razón por la que, según cuenta Cees Nooteboom, Zurbarán le puso un hábito a San Serapio, cuando la primera intención era pintarlo con las tripas fuera. Pero ese hábito de estameña tiene pintados, uno por uno, tantos hilos como espigas hay en los campos de Patinir, como hojas distintas y perfectas en los frondosos hayedos o en los cardos marianos de los caminos. Esa borrachera de minuciosidad sólo es posible si uno prescinde del tiempo. Nadie que calcule lo que le va a costar pintar eso se decidiría a pintarlo. No había tiempo para Joachim Patinir: tan solo había microscópica contemplación de la naturaleza. El tiempo está en la naturaleza misma, no en el reloj de arena del pintor.
Pero cruzas la calle y te encuentras la hemorragia de genio que llevó a Van Gogh a la tumba, la tumultuosa urgencia del que agota los últimos minutos de su vida. Cada día pintó un cuadro, durante dos meses, casi todos paisajes, y la sensación de que todos gritan y están vivos se superpone a la de que Van Gogh no pudo premeditar absolutamente nada de lo que pintaba. Era el médium de su genio, el instrumento de que la naturaleza se servía para mostrar su condición fugaz, y para machacar al artista.
¿En cuál de los dos está el tiempo mejor representado?, se pregunta uno junto al semáforo, todavía levitante, mientras la pedorrera sideral del martillo neumático le lleva, como en un movimiento reflejo, a mirar impaciente su reloj.


Blusa (5/7/2007)

Hace diez años que, cuando paso a cierta altura del pasillo, veo el cartel de la Semana Cultural Interpeñas de 1996, una fotografía de principios del siglo XX con el toro ensogado en la plaza del Torico, o del Mercado, como se decía entonces. La he visto tantas veces que ya podría distinguir por su gesto a casi cada una de las muchas personas que aparecen en ella. El toro está en primer plano, un toro grandón, zancudo, escurrido, como eran los toros antiguos. El animal debe de estar un poco amorcillado porque la soga cae al suelo sin tensión y a menos de dos metros hay mozos que lo miran con toda tranquilidad. Por cierto, qué suelo, qué precioso suelo adoquinado de la plaza del Torico, ¡cuándo cogerán una foto de éstas y se dejarán de chiribitas y chorradas! En fin. El caso es que el toro está vuelto hacia el lado de la cámara, y por detrás lo rodean, a mayor o menor distancia, los mozos ataviados con pañuelos blancos al cuello, gorras y blusas o chalecos apretados. Todos menos uno, eso sí, llevan alpargatas blancas. Ese uno no sólo gasta zapatos negros sino la blusa negra que ahora llevamos todos, y mira desafiante y sin demasiado equilibrio, como si estuviera borracho. Un poco más atrás hay señores con sombrero y corbata, o con blusas de colores claros y grandes pañuelos al cuello, que miran con las manos en los bolsillos. Encima de ellos, en el balcón de Juderías, están las mujeres y los niños. Los sombreros amplios, llenos de plumas, que llevan dos de ellas me indican que la foto es posterior al año 12, porque en esos años los sombreros pequeños no estaban de moda. Pero casi todas van destocadas. Sujetan a los niños vestidos de marineritos que se asoman chupándose el dedo al barandado, o charlan entre ellas, como dos jóvenes que se ven a la derecha, abstraídas por completo de la fiesta, sobre todo una de ellas, que baja la cabeza y casi se ve cómo la menea, en ese gesto sin tiempo de la mujer que conferencia con su amiga. Hablan del hombre con barba que asoma por el balcón, o del borracho de los zapatos negros.
Miro esta foto y veo con ropas antiguas las caras de toda la vida. Los muchachos que le enseñan trapos al toro y se preparan para huir son como aquellos que vi cuando yo también me metía en fregados taurinos. Las dos damas que hablan en el balcón son tan insondables como entonces. Los personajes miran con una ilusión y una tranquilidad que yo también he visto en los rostros de los vaquilleros vivos. Cada año me reconozco en un personaje distinto, cada vez leo mejor las caras de la foto, y cada vez me sitúo más lejos del toro, donde aquel señor con mostacho que lleva una blusa clara.

25.7.07

UNA FLOR DE HIERRO, 24


Capítulo vigésimo cuarto, y último
Allá van los muchachos

−Sólo le pido que cuide de mi hermano.
−No te pgeocupes, Tomás −dijo el hermano Etienne, enarcando las cejas mucho, como los maestros cuando ven un ejercicio mal hecho pero no lo consideran grave−. Si te encuentgas en dificultades, ya lo mandagué a él a Bagselona paga que cuide de ti.
Aún no había llegado el tren a la estación. El hermano Etienne y Tomás dejaron las bicicletas apoyadas en los muros de rodeno del apeadero. Tomás había subido hasta San Nicolás a despedirse con la bicicleta malva de Rosser, para dejarla también en el hospicio. Aún tenía que recoger de la fragua el cardo para entregárselo personalmente al señor Monguió, y para que Rosser pudiera verlo antes de irse. Así que el hermano Etienne se montó en la bicicleta de Pilarín, la del ojo rasgado, y ambos bajaron por el puente de la Reina Isabel II y pedalearon luego cuesta arriba hasta la misma fragua de Matías Abad. Allí Tomás recogió su trabajo de las dos últimas noches, lo metió en una caja de madera y lo ató con unas cuerdas al trasportín de la bicicleta.
Fueron los primeros en llegar a la estación. El día era radiante. Las vías de hierro brillaban con el sol de la mañana, una cortina de luz rasgaba las líneas de sombra de la marquesina. Tomás estaba nervioso.
−Si tengo bastante con un mes no estaré dos, eso lo puede tener seguro.
−No te pgesipites, Tomás. Tienes la opogtunidad de ampliag tus conosimientos.
−Me sabe mal.
−¿El qué?
−Que me lo pague el marqués.
El hermano Etienne se subió los lentes, abrió las piernas y cruzó los brazos. La sotana le caía con mucha autoridad.
−Yo no sé qué pasaguía si hubiese una guevolusión como las que te gustan a ti, Tomás, pego, de momento, es mejog teneg un magqués con sensibilidad agtística que un patgono muegto. ¿No te paguese? A mí me integuesa que nos va a dag dinego paga el tejado. Y maniana Dios digá.
Los viajeros iban ocupando sitio en el andén con sus cajas de comida y sus maletas atadas con cuerdas. Otros venían en grupos a recoger a los que llegaban. Y algunos otros merodeaban fuera de la marquesina y miraban a los viajeros haciéndose visera con la mano. Eran hortelanos que pasaban de camino a Villaspesa, obreros de las vías y muchachos sin escuela, que se arracimaban a la hora del tren Botijo igual que aguardaban el espectáculo de la gente a la salida de los toros.
Pronto la estación estuvo llena de gente, las voces habían subido pero Tomás distinguió allá dentro del vestíbulo la voz de Pilarín Sangüesa como distinguiría una cadena de plata entre unos cuantos tubos de hierro. Y empezó a salir la comitiva. El señor Monguió llevaba una maleta muy pesada y miraba a todos lados a ver si había mozo de cuerda o algo de lo que suele haber en las estaciones. Tomás y el hermano Etienne acudieron a echarle una mano. Detrás salía Guillermina, de espaldas, abriendo paso a su sobrina Rosser, que caminaba con extrema lentitud, y a Pilarín Sangüesa, que la llevaba cogida del brazo. Detrás, con las gafas de aviador puestas en la gorra de tweed, entraba el marqués.
−¿Qué no hay un mozo de equipajes aquí, oye? −dijo Pau Monguió.
−Guarde esto −dijo Tomás, y le dio al arquitecto la caja−, yo cojo la maleta.
−¡Tomás! −dijo Pilarín, que estaba guapísima. Guillermina le había peinado sus pelos de chico de un modo muy gracioso, y Rosser le había prestado su vestido azul oscuro con solapa Robespierre, el que tanto le gustaba a la marquesa, y se había pintado los labios. El propio Etienne no pudo reprimirse.
−¡Pego qué guapa estás, Pilaguín!
Pilarín sonreía con su boca de fresa pero no perdía de vista a Rosser, que iba muy tranquila, agarrada con las dos manos del bracete de Pilarín y apoyada en su hombro. Le había vuelto el color a la cara. Tomás se acercó a ella.
−¿Te encuentras mejor, Rosser? −le dijo.
−No me he encontrado mejor en mi vida −respondió ella, con una sonrisa que parecía una talla mayor que sus facciones−. En cuanto me coma una butifarra con monchetes os vais a enterar de quién es este fantasma.
−¡La mare de deu! −dijo Pau Monguió−. ¡Qué cosa tan bonita!
Aún estaba de cuclillas en el suelo, quitando las pajas que envolvían el cardo de hierro. Tomás se acercó para levantarlo y que lo viesen todos.
−¿Te gusta, Rosser? −dijo Tomás.
Tomás acercó el cardo hasta ellas. Las hojas envolvían el tallo como una llama, pero también caían lánguidas en los bordes de los lóbulos. Había algo de agasajo, de cubrimiento amoroso en aquellas hojas que parecían ensayar el gesto de los santos en los cuadros, las líneas envolventes de los brazos, o el dulce lamento recogido con que son transportados por la fe. Todo era blando en aquel artefacto de hierro, ni las espinas eran duras tan siquiera, ni mucho menos los delgados pétalos, que parecía que fueran a desprenderse con la brisa, ni siquiera el tallo recto que iría soldado a la reja, que tenía imperfecciones calculadas y rebabas y ablandamientos, y más o menos era del grosor de un eslizón.
Rosser desprendió una de sus manos del brazo de Rosser y acarició los pétalos. No dijo nada. Tan sólo sonrió como si al tocar la flor de hierro una corriente de alegría hubiese iluminado su cara.
−¿Les has dejado el molde, Tomás? −dijo el marqués entusiasmado−. Esto hay que inaugurarlo cuanto antes.
−Don Matías no necesita moldes −dijo Tomás.
−¿Pero qué llevas aquí, muchacha? −dijo Tomás, al sopesar el maletón.
−Te llevo a ti partido en trozos −dijo Rosser, con su sonrisa de siempre, con su talla de sonrisa, la que fascinó a Tomás desde el primer momento y seguiría fascinando en su recuerdo para siempre. Tomás recordó entonces la conversación que había mantenido el sábado anterior con el marqués, y se volvió a mirarlo. El marqués entornó los ojos como si no tuviera importancia la cosa, cualquiera que fuese.
−¡Pero y estos chiquillos!, ¿es que no van a venir a despedirnos? −dijo Pilarín Sangüesa−. Hermano Etienne, hoy es el Sermón de las Tortillas y deberían dejar a los niños que saliesen antes del colegio.
−Han venido a buscar a Raimon esta mañana. Milagritos les ha preparado merienda para que vayan a comer al campo−dijo Guillermina. Se había agarrado del brazo de Pau Monguió y con él seguía contemplando la flor de hierro, de espaldas al marqués.
−¡Ahí está! −dijo el hermano Etienne, que no dejaba de mirar la vía y a los chiquillos arremolinados más allá de los andenes.
Las lentas bielas del tren Botijo, su locomotora negra y sus vagones pintados de verde alcanzaron el andén envueltos en una nube de vapor. Todo el mundo se dispuso a dar besos y abrazos. Pau Monguió se quitó su canotier y Leopoldo su gorra de tweed. Guillermina besó la primera a Pilarín y le pidió que cuidase de Rosser, y luego, con lágrimas en los ojos, se despidió de Rosser. Fue a decirle algo pero Rosser la abrazó sin dejarla que hablase. Guillermina besó a Pilarín y volvió corriendo a cogerse del brazo de su marido. El marqués besó la mano de Rosser, con esos gestos falsos que eran la única manera que tenía el marqués de ser sincero, e hizo lo propio con Pilarín, a quien, sin embargo, antes de de soltarle la mano la miró a la cara y le dijo:
−No sabes, Pilarín, cuánto lamento no haberte conocido antes. Y eso que fuimos juntos a la escuela.
Pilarín lo tomó como un cumplido y no lo desairó de ningún modo, pero es que se hacía lo hora y no llegaban los chiquillos.
−No vendrán −dijo Tomás−. Conozco a mi hermano. Pero no se lo tomes a mal, Pilar. Para él eres mucho más que la señorita Pilarín. Y no soporta las despedidas.
−¿Pero por qué no viene con nosotros? −dijo Rosser.
−Yo le he insistido −dijo Tomás−, pero no sé, no puedo obligarlo. Él se quiere quedar.
−Él estará bien, Pilaguín −zanjó con amabilidad el hermano Etienne.
El silbido del tren sonó con estrépito y un tumulto de besos y de prisas se mezcló con el vapor. Tomás subió al vagón y ayudó a subir a Rosser, a quien Pilarín sostenía por la cintura. Casi ni los vieron por las ventanillas dejar los bultos en el maletero y ponerse cómodos en el departamento. Casi sólo vieron agitar las manos. Casi sólo se vio la sonrisa de Pilarín Sangüesa. El tren emprendió renqueante su marcha y pronto vieron la puerta cerrada del último vagón que se alejaba.
El convoy pasó junto a la ermita del Carmen, esa iglesia que al marqués le parecía una bazílica diminuta. Por allí lo vieron pasar y emboscarse entre las sargas y los espinos los tres amigos, sentados en una piedra, en la piedra desde donde solían mirar las ventanas de la cárcel de Capuchinos, los brazos que asomaban a la reja.
−Allá van −dijo Raimon.
−A Barcelona tardan por lo menos dos días porque mi tía fue a Zaragoza y le costó uno −dijo Luisín.
Isidoro no dijo nada. Isidoro miraba las vías del tren y se acariciaba la cicatriz de la barbilla. Raimon miró a Luisín por detrás de la espalda de Isidoro. Los tres callaron. Eran momentos difíciles para Isidoro, y sus amigos se quedaron sentados junto a él y se callaron.
El tren se perdió entre las nogueras. La primavera había reventado y hasta en los pedruscos blancos de aquel monte nacían las lavandas y las camomilas. La ciudad se derramaba como el agua por los huertos. Por el camino de San Blas iban familias enteras montadas en un carro a pasar el día en las lagunas. Por las Atarazanas veían jóvenes saltar entre los herbazales en busca de algún claro junto al río. La vega verde y brillante se llenaba con los trinos de los pájaros y de los niños que jugaban a esconderse entre los arbustos. Isidoro miró hacia los altos de la Muela, y dejó de acariciarse la barbilla.
−Vamos −dijo, y se levantó y se sacudió la culera de los pantalones.
Llegaron a San Nicolás antes que el hermano Etienne, que venía acompañado por un renovado Pau Monguió, capaz, a pesar de su oronda figura, de subir también la cuesta en bicicleta. Ninguno de los dos preguntaron a los chicos por qué no habían ido a la estación cuando los vieron apoyados en las flores ondulantes de la verja.
El hermano Etienne agradeció su ayuda a Pau para traer las dos bicicletas. Raimon pidió permiso a su padre para quedarse a pasar el día con sus amigos. A Monguió le pareció bien y aún habló con el hermano Etienne de verse al día siguiente para el asunto del tejado.
−¿Está todo listo? −dijo el hermano Etienne.
−Sí −dijo Isidoro.
−Pues vamos allá.
Dos hermanos más abrieron la puerta y todos los muchachos de San Nicolás salieron con sus blusas y sus pequeños morrales colgados a la espalda. Los más pequeños iban de la mano de los hermanos y estos los fueron repartiendo entre los mayores. Luis se ocupaba de Marcelino, que se había acatarrado con las lluvias y enseguida se cansaba. E Isidoro los iba llevando a todos por turnos sentados en el trasportín y en la barra de la bicicleta, lo mismo que Raimon, que llevó todo el tiempo a un chaval de Cretas, Vicentico, al que le faltaba la pierna derecha.
Todos cruzaron bajo el arquillo de San Cristóbal, bajaron hasta la iglesia de la Merced y después hasta el antiguo convento de los Franciscanos. Todos cruzaron el puente de hierro, y caminaron en fila india por la vereda que se abría entre las tapias de los huertos, y siguieron el cauce del río. Los muchachos se giraban a ver las fachadas impresionantes del Seminario y de las casas de San Francisco, aquellas ventanas que parecían derretirse, los muros blancos de la Glorieta, las altas torres de la ciudad. Y todos alcanzaron la carretera de Cuenca y respiraron el campo cuajado de amapolas. Allá van los muchachos, allá van caminando por la tierra roja, allá van subiéndose a los manzanos en flor y buscando sapos en el río. Allá van riendo los muchachos, allá van rompiendo el aire con la bicicleta, allá van sus canciones a la primavera. Allá van los muchachos, allá van.



29.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 11


El domingo, pues, empezará la redacción de Una flor de hierro. Me tranquiliza el convencimiento de que, en las dos ocasiones anteriores, el día antes de empezar estaba en las mismas que ahora, y la cosa salió adelante. Otra cosa es el subtítulo, tan importante, que hasta ahora fue, en el periódico, Folletín romántico por entregas, y que ahora debería llamarse Folletín modernista por entregas, si no sonase tan mal. No. Seguirá siendo romántico porque en las tres novelas cierto tipo de romanticismo es el vínculo de unión. En principio lo pensé como una tetralogía, cada una con una estación del año, lo que quiere decir que al año que viene debería ser una novela otoñal, con este calor.
Lo único seguro es que este año va a ser primaveral y modernista, y todo, los personajes, los paisajes y las peripecias, ojalá el cuento entero, pueda ser, con toda la ironía que se quiera, calificado de primaveral y modernista. Me excita la idea de tratar con un material que a la mínima degenera en cursi. Sí quisiera ensayar un lenguaje modernista, pero ahí quizá cobre sentido lo que he ido pensando a través de los Materiales modernistas: quisiera que, estéticamente, fuera una síntesis de Sorolla y Zuloaga, una mezcla de Solana y Rusiñol.
Todo eso, además, para que lo lean los jubilados de mi barrio durante el mes de agosto, y lo entiendan todo y les haga cierta gracia. Ellos son mis jueces, mis lectores espirituales. Nadie me apeará de la idea de que si alguna vez escribo una pieza verdaderamente buena será porque ellos también la entienden y la saborean.
Pomona me guía. Será una novela llena de frutas y hortalizas. Pero será una Pomona en ciernes, una Pomona reventona. Las casas estarán llenas de flores, y cuando hable un personaje detrás de él habrá un búcaro azul. Hay algo de desmelenado, de desvergonzado en el cascabeleo modernista que me sigue cautivando. Otra cosa es cuando ese cascabeleo se ha constituido en un fin en sí mismo, y no como la parte musical de la decoración. Por ejemplo, hay un capítulo, todavía no sé cuál, en el que se celebra una velada wagneriana en la sede de la Liga Tradicionalista de Teruel, y tan solo, en principio, por escribir wagnerianamente ya tendría sentido. Otra cosa es que ese sea el único sentido, y entonces practicamos el umbralismo, no la novela. Por cierto, útil el libro sobre el wagnerianismo de Valle que escribió cuando aún le funcionaba el motor de la luz, tampoco hace tantos años.
En fin, wagas ideas. Antes tengo que escribir, mañana, aunque lo colgaré como aperitivo del folletín, un encargo de lo más estimulante: una melopea. (Oye, ¿y qué tal Melopea modernista?). En fin, termino esta dubitativa entrada preguntándome si Materiales modernistas no sería el título más cabal.
La imagen es la del ex−libris del marqués de Loscos, dibujo de Juan Carlos Navarro sobre mi propia firma.

23.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 10

Llevo unos días estudiándome el libro de Antonio Pérez y Jesús Martínez sobre el modernismo en la ciudad de Teruel. Más que leerlo, lo aspiro. Los datos de atrezzo son todos tan importantes que si los anoto corro el riesgo de copiar el libro entero, de modo que me limito a incorporarlos a la hormigonera que ya está dando vueltas en mi cabeza. A veces los datos son tan llamativos que no sólo se incorporan al papel pintado del gabinete sino incluso a la conversación importante. Así, por ejemplo, he descubierto un edificio que desapareció con la guerra, el Colegio de las Teresianas Franciscanas, que estaba en la plaza de San Juan, y que, según la minuciosa descripción de Antonio Pérez, ya apuntaba a la modernidad. Ya la proporción era más esbelta y la fachada se engallaba en su estrechez. Ya se jugaba con motivos tradicionales y las líneas no eran sólo una casualidad producto de las medidas. Las ventanas ya eran símbolos, los dinteles y las arquerías retomaban la memoria como elemento decorativo, y dibujaban las flores de alrededor.
Curiosamente, todo se debió a un obispo, un cura con sensibilidad, el prelado Juan Comes y Vidal, que a la altura de 1905 ya había sentado las bases del modernismo en la ciudad. Pero también se debió a un detalle cuya formulación tópica nos aparta de su sencillo significado. Antonio Pérez explica con claridad cómo hasta esas fechas la ciudad era un conjunto de pocos palacios de piedra y muchas casuchas de adobe, con las dos torres mudéjares presidiéndolo todo. La llegada de las familias creó una nueva clase media constructiva. Casi todos eran comerciantes que habían hecho dinero y se lo gastaban como ahora los contrabandistas de las Rías Baixas se construyen pazos calcados de los antiguos. Pero ellos, en vez de competir con los aristócratas y sus sillares, apostaron por un modo nuevo de arquitectura civil que en el fondo no era más de lo que había en las casuchas de adobe: ladrillos, yeso, madera y hierro, pero elevado a su máxima expresión floral.
De modo que los tenderos construían casas tan modernas como en Barcelona y los aristócratas financiaban iglesias y colegios que respondiesen al mismo canon de modernidad. Hay, sin embargo, fachadas modernistas en Teruel que no fueron vivienda de ricachones sino casuchas de barrio, y eso sólo significa que el arte nuevo no era una cuestión de dinero sino de gusto. Los ricos se ponían florones de yeso en la entrada, y algún que otro no tan rico trazaba líneas entre las ventanas y alicataba las fachadas con azulejos de colores.
En medio de semejante primavera, las casuchas seguían siendo casuchas. La huelga del carbón en Inglaterra vomitaba cada día cifras que daban miedo. En las grandes ciudades españolas las bombas caían como frutas tempranas, el orden público era un follón permanente y las algaradas eran tan frecuentes como las misas. Esa primavera modernista florecía en un campo de minas. Pero esas flores, andando el tiempo, servirían de sutura para el feudalismo provinciano. Ser marqués era difícil, pero ser moderno era posible.




10.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 9

La Cuesta de Moyano abre sus casetas a las nueve de la mañana. En realidad sólo abren a esa hora el gran Alfonso Riudavets y un cardo de señora que tiene su caseta un poco más arriba. En la caseta de Riudavets hay un grupo de gente que espera fumando pitillos a que abra, igual que antes se juntaban los reventas a las siete de la mañana junto a la taquilla de Las Ventas. Esperan a que Riudavets vaya dejando rimeros de libracos en el tenderete de afuera, y se arremolinan todos como moscas en torno a los ejemplares que haya podido el librero comprar durante la semana: son delicatessen recién traídas, novedades de hace un siglo, antiguallas recién desenterradas.
Riudavets es peligroso. Hoy he visto más azul su guardapolvo, un azul mahón más nuevo, como si con la nueva pavimentación de la cuesta don Alfonso se hubiese decidido a cambiar el célebre guardapolvo azul descolorido, que era como un gris payne al que le hubiera dado el sol durante todas las mañanas de una vida. Antes de que me diese cuenta ya había picado, y sin que él dijera más palabras que “déjenme trabajar, por favor”, cuando intentaba abrirse paso en el tumulto de bibliófilos, o comentara con los asiduos el extraño minuto futbolístico que se vivió anoche. Riudavets comenta la jugada y en seguida, con ese espíritu de librero viejo, pregunta qué tal le ha ido al Rayo Vallecano. Desde luego no intenta venderte nada, pero de pronto mis manos ya han apartado unos cuantos libros y pago antes de que me suba la bilirrubina. Riudavets me da una bolsa de El Corte Inglés usada, llena de ácaros librescos, cadáveres de insectos que murieron hartos de literatura. Pero yo ya sé cuándo hay que poner un libro viejo en cuarentena; nada más tocarlo me sube un picor por las venas del antebrazo que no falla. En Riudavets los libros no pican, es como si los bichos se limitasen a leer.
Total: una preciosa edición en dos volúmenes de La locura del erudito, de José Mas, uno de los novelistas populares que circulaban en época de Monguió, y, junto a López de Haro, quizá dos de los mejores representantes de la novela sicalíptica. La novela está dedicada por el propio autor a José Yagües, “con verdadero afecto”. Pero también estaba, y también en dos volúmenes, El triunfo de la muerte, de D’Annunzio, ¡en una edición barcelonesa de 1910! Y también El abuelo del rey, de mi querido Gabriel Miró, en edición de Biblioteca Nueva, también de principios de siglo.
Me he largado de allí con mi botín de ácaros dormidos porque me también estaba La orgía de José Mas y para mí ya era demasiada promiscuidad. Unas casetas más arriba, el cardo borriquero que atiende la única otra caseta que había medio abierta me dice que no sobe sus libros (estaba mirando el precio de uno) y que no ha terminado de abrir y que me largue, o es que no tengo otra cosa que hacer más que ir a joder allí.
De vuelta, consigo no detenerme otra vez en la caseta de Riudavets, pero más abajo paro en la de Méndez. Allí un par de breviarios de arte me sirven de forraje para la bisutería estética que necesito, esos nombres de artistas italianos antiguos que quedan tan bien en boca de un marqués. Salgo al centro de la cuesta, pero antes de bajar hacia los jardines del Ministerio de Agricultura me doy la vuelta. Lo que me temía. Desde la Cuesta de Moyano no se ve la estatua de Baroja. La tapa un árbol. Debes llegar al final de las casetas para verla. No debe de haber muchos casos de personalidad célebre que preside un paseo escondido detrás de un seto.

3.6.07

MATERIALES MODERNISTAS, 8

Las nuevas tecnologías coartan la creatividad. No tengo excusa para no zamparme todos los números de El Mercantil de Teruel correspondientes a 1912, año de autos. Empecé situando el folletín en 1906 porque fue un año muy caliente, pero luego lo trasladé a 1908 porque fue cuando regresó Monguió a Teruel, y más tarde a 1912 porque es entonces cuando se levanta la Iglesia del Salvador en Villaspesa, pero sobre todo el primer año, después de 1906, del que la hemeroteca digital guarda una colección completa de periódicos. También 1912 es el año en que florecen en Teruel más casas modernistas, en la estela de la que en 1910 supuso su, quizá, gran obra civil, la casa de Ferrán (quien, por cierto, andaba a la greña con la redacción de El Mercantil). Es decir, que prefiero coger a Monguió cuando ya ha triunfado en su regreso a Teruel. Es entonces, en medio del triunfo, con encargos de los burgueses más pimpantes de la ciudad, cuando llega Roser, mi heroína.
El nombre de Roser reúne las tres características que buscaba: es catalán, no empieza por a y es nombre de flor. Es terrible pasarse un libro entero escribiendo para Ana. Roser, que se pronuncia, más o menos, russé, suena catalán aunque lo pronuncies en castellano. Las dos erres obligan a pronunciar una s más vibrante y es casi obligado pronunciar la o y la e como se pronuncian las anchas vocales catalanas. Y no sólo es nombre de flor sino de flores, de plantas. El rosal genera flores, las rosas se marchitan y se mueren. Las espinas no están en la rosa sino en el rosal, y también los capullos. Decidido.
El periódico El Mercantil trae algunas secciones fijas: el horario de misas, los anuncios de comercios de la capital, el número de reses que han llevado los tablajeros al matadero, un comentario sobre la cuestión de Melilla, algunos artículos verdaderamente crípticos en los que se habla de un asunto sin mencionarlo, como si fuera un artículo escrito en voz baja; además de un cuento pésimo cada día, de una melosidad muy poco sicalíptica, algún artículo de curiosidades y notas parisinas, programas de actos del Círculo Tradicionalista de Teruel, lleno de jaimistas aficionados a la ópera, o elogiosos e inacabables comentarios a la decisión del Pío X de que en Semana Santa sólo se cantase gregoriano, un asunto que da pie al autor a resumir en dos columnas la historia de la música occidental.
A los seis o siete números ya sabes unas cuantas cosas: quién manda en la ciudad, quién tiene el dinero en la ciudad, quién es tan célebre como para que salga en el periódico que ya se le está pasando el catarro, o para que se celebre con una esquela que ocupa toda la primera página el decimo tercer aniversario de don José Torán (su viuda fue la que sufragó la iglesia del Salvador). Los delitos más comunes en los pueblos son por robar la madera o por amenazar a alguien con un cuchillo, y todos los días, cuando llega la primavera, se repasa la situación en las minas inglesas de carbón, una huelga monstruosa que está diezmando las fuerzas de los trabajadores.
En fin, que se llamará Roser, y leerá el periódico.

27.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 7

A pesar de todo, sigo con Rusiñol. A pesar no sólo de Fabricación Británica, sino de la Vida de Samuel Johnson, que es como comer pipas, si empiezas no paras, y hay que parar. Dejé a Rusiñol en un momento crítico. Sus cuadros de la época de París, todavía, según Pla, con la grisalla Whistler, se banalizaron de goticismo y, sobre todo, de colorines. Es como si el pintor hubiera renunciado de pronto a la condición vital de lo retratado, a buscar en la naturaleza artificial, la naturaleza de los jardines, una manera cómoda y abstracta de alejarse de este mundo en la que la huella del hombre sin embargo es absoluta, desde el momento en que ningún paraje crece así en ningún sitio vivo. Antes, en París, pintaba jardines sucios, patios descascarillados, como el maravilloso patio de la foto; después, metido de lleno en la abstracción del colorín, pinta paisajes contradictorios, jardines impecables, que se nota que están vivos porque no tienen vida. El jardín romántico cuenta con la greña del tiempo. En un jardín romántico no puedes barrer las hojas hasta marzo por lo menos, y las enredaderas hay que dejarlas que se desmelenen, los setos deben ser irregulares, nada de bojes esféricos, con arriates y parterres desordenados, y rincones de sombra, y fuentes con bestiarios medievales. Se trata de que la naturaleza actúe sobre el jardín, invada su condición humana.
Para un hombre tan sentimental como Rusiñol, es raro que pierda el aprecio por los callejones, que abandone los retratos, que ya nunca pinte bragas tendidas, que se sumerja en esa clase de jardines tan francesa en la que todo es humanidad. Allí sí son esféricos los bojes y los aligustres crecen rectilíneos, y abundan los árboles esquemáticos y jamás hay nada muerto, nunca encuentras un rincón oscuro, jamás pisas una hoja seca. Nunca tampoco hay nada vivo, y en eso consiste la presencia del hombre.
De momento me resulta más interesante el Rusiñol de los 90, antes de irse a Italia, y antes de fundar La Meca del Modernismo en Sitges. Lo que Pla no traga bien, pero no por eso deja de entenderlo, es que Rusiñol aceptara una máxima capital del modernismo: la mejor forma de cultivar la hiperestesia es vivir al margen del sentimentalismo, y no hay nada menos sentimental que un jardín francés. Esa distancia, ese permanente desapego, ese vivir al margen construyendo aposentos herméticos es el verdadero modernismo, y una forma, al cabo, de desnudar la realidad, que es de lo que se trataba.
A Pla le molestan los excesos goticistas porque ya están completamente al margen de la realidad. Pla forma parte de esa clase de personas para las que el arte termina donde empieza el decorativismo. Defiende que el impresionismo no es más que una tabula rasa en cuanto a las posibilidades de ser bellos que albergan los objetos de este mundo: no solo son bellos los sentimientos, ni las catedrales, ni los momentos históricos, ni las personas importantes. También es bello, igual de bello, un zapato vacío, unas yerbas del campo, un plato de pescado. Por eso le fastidia un poco el modernismo, porque para él significa dar la espalda a la realidad, crear una nueva, artificial, ajardinada.
Y no es así. Gaudí miraba la naturaleza para que sus diseños fueran compatibles con ella. Me tengo que meter, en cuanto termine con Rusiñol, con un estudio sobre este punto, la inspiración en la naturaleza. Gijs van Hensbergen lo trataba por extenso (lo anoté en la bernardina Brucelosis), no sólo en cuanto a la armonía de formas y el convencimiento de que en la naturaleza no hay líneas rectas, sino en lo que atañe a las estructuras de los edificios. El ejemplo de la bóveda del Park Güell es fascinante.
Quizás haya un punto intermedio en ese desapasionamiento. Desde el momento en que el modernismo es una actitud (y debe serlo), ya está humanizada.
Pero es una lástima que Rusiñol abandonara el retrato. Pla dice que fue por respeto a su amigo Casas, gran retratista. Y también que Casas, por el mismo motivo, dejara de pintar paisajes. Yo me he guardado dos de aquellos retratos, la mujer de La Morfina y el retrato de Utrillo, para imaginármelos vivos.






20.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 6

¿Puede haber una novela modernista sin bohemia? Difícilmente, pero a estas alturas ya me pasa lo mismo que a Pla cuando tiene que tratar los años bohemios de Santiago Rusiñol, que pasa por ella de puntillas, como tapándose la nariz. Su opinión sobre la bohemia barcelonesa (que no vivió) viene a coincidir con la que manifestó Baroja con frecuencia respecto a la bohemia madrileña (que sí vivió). Lo que más les llama la atención, sobre todo a Pla, es la guerra contra la higiene que libraban los bohemios. Pla menciona el detalle de Els Quatre Gats, cuyo dueño, Pere Romeu, prohibió a los empleados que quitasen una sola telaraña del café. El dato no es del todo significativo porque yo conozco a personas que se duchan todos los días y también prohíben a su asistencia que quite las telarañas. Estamos equivocados con la suciedad de las arañas, pero ese es otro cantar.
El ser un guarro parece haber sido marchamo del artista bohemio español. Emilio Carrere se vestía en las funerarias, y los perros aullaban en la calle cuando les llegaba el hedor de la cadaverina. Cansinos−Assens, un formidable arsenal de anécdotas de este calibre, cuenta que, cuando fue a visitar a Alejandro Sawa en su casa, lo recibió vestido como una estatua griega, con una sábana anudada sobre uno de los hombros. La razón, no obstante, era que había tenido que empeñar los pantalones. Últimamente recordaba Ian Gibson en su libro sobre Antonio Machado que cuando Juan Ramón visitó al gran poeta vio que en el culo de madera rota de una de las sillas había un par de huevos fritos. (Más vale no hablar de la higiene de los poetas españoles: uno de los versificadores oficiales de la izquierda recordaba no hace mucho que en el sofá donde Alberti decía mil veces ¿verdá? solía haber peladuras de plátano y tomates despachurrados).
De todas formas, Pla me da una clave muy interesante para entender aquella bohemia de principios de siglo:

La vida bohemia imperó en la época de prosperidad que reinó en Europa entre 1850 y 1914. La alimentación no costaba prácticamente nada, se nadaba en la abundancia y las monedas eran duras, y aunque uno lo intentase, no podía morir de hambre. Desgraciado el artista que probase a vivir hoy como vivieron sus semejantes sesenta o setenta años atrás. No duraría dos días.

Es decir, la bohemia era un modo de vida tampoco tan heroico, pero tampoco tan marginal. A pesar de que casi todos estaban más enamorados de la vida literaria que de la literatura, y que, como dice Pla, muchos son bohemios “de segunda categoría”, no implicaba pérdida de dignidad. El caso de Valle−Inclán (un bohemio, este sí, de primera categoría) es extraño porque persistió en un modo de vida que a cierta edad ya sólo admite los tonos patéticos. Pero, otra vez, esa condición miserable que vemos ahora en ellos no era tal en su época. Pla describe así a los de “segunda categoría”:

Los bohemios auténticos, los personajes de las aburridas Escenas de la vida bohemia de Murger, son los de la segunda categoría. Esos individuos van vestidos de artistazos, llevan unos sombreros imponentes, e impresionantes barbas y cabelleras, pero generalmente su actividad transcurre al margen de cualquier producción artística. En la conversación afirman que aspiran día y noche a escribir una melodía, a pintar un lienzo o a realizar una escultura, pero en realidad unos se dedican a las pasiones del amor, otros a pasear por las calles y otros a una forma y otra de comercio. No es cierto que sólo hubiese bohemios en el ámbito artístico; los hay en todos los estamentos, entre los albañiles, tenderos, médicos, escribientes. Lo único que les distingue es que no se disfrazan, pero todos pueden pasar algo de hambre, sea más o menor: es el riesgo de ese temperamento. Ahora bien, el hambre auténtica, siempre la pasarán los padres de familia.

Rusiñol, por supuesto, es de los de la primera categoría. Le gusta la francachela, el ir disfrazado, el montar pollos estéticos y la vida nocturna, pero pinta sin descanso, y tiene talento. Su indumentaria se fue reduciendo con el tiempo a una hermosa síntesis de este tipo de bohemios: pantalones de pintor, chaqueta de pana corta y sombrero de paja de ala ancha, es decir, el traje que llevaba cuando hacía lo único que, cada vez más obsesivamente, a Rusiñol le interesaba, sentarse en un jardín y pintar un cuadro.
Rusiñol nunca pasó por estrecheces económicas. En cierto modo es el tanto por ciento artístico de la familia industrial catalana, el hereu, que le ha dado por pintar. Pla, poco amigo de los malos olores, vincula muy sibilinamente un cierto orden conservador con el hecho de que Rusiñol, a pesar de ser un bohemio, no fuera un cantamañanas. Las actitudes que desdicen en él las leyendas astrosas de los bohemios son las mismas que cuadran con el tópico del seny.
En todo caso, a mi marquesito tampoco le gustan los malos olores, aunque algún paseo por el mundillo modernista turolense habrá que dar. ¿Cómo se reunían los bohemios modernistas de Teruel en 1911? ¿Cómo iban de higiene personal?

19.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 5

A Pla lo he leído aquí y allá. Y no sé por qué nunca me ha dado por leerlo con cierto orden, porque de cada una de sus lecturas guardo un grato recuerdo. Pero sobre todo hay dos que me entusiasman: Las horas y, sobre todo, por encima de todas, Santiago Rusiñol y su época, que este fin de semana estoy volviendo a leer lapicero en ristre. En realidad hay muchas cosas que anotar, pero es divertido que no son ni las más importantes ni siquiera las más significativas, ni mucho menos aquellas que sirven para indicar un párrafo que resuma lo anterior. Todo eso, a su vez, se resume en un placer que conservo intacto desde la primera vez que paseé por este delicioso libro. A mí ahora lo que me interesa es cuánto valía la carne en las carnicerías de Barcelona, o el itinerario que Rusiñol y Casas, subidos en una tartana, siguieron en su viaje por el interior de Cataluña. Lo demás es una mañana tibiamente soleada, el alegato a favor de la sencillez de un escritor que describe de manera sencilla la sencilla vida de un artista que sólo buscaba el latir íntimo de los paisajes que pintaba, quizá demasiado bueno, o demasiado pobre de espíritu, como para seguir las huellas maestras de su amigo Casas, pero consciente, como el propio Pla, de que la inmediatez, la limpieza en la mirada, el temblor de lo cercano, son aspiraciones que forman por sí mismas un género capaz de atravesar todos los ismos y todas las modas. Me hago la idea de un Rusiñol que ha sabido ver el secreto más profundo de la relación estética entre el creador y el modelo, y por lo tanto ha conocido sus límites y los lleva con muy buen humor. A su lado, en su tiempo, pululan unas vanguardias que, por fructíferas y necesarias que fuesen, siempre nacían de una cierta ingenuidad, de no entender algo que Rusiñol ya sabía. Y lo mismo puede decirse que le sucedió con el modernismo, que es lo mismo que a Pla le sucedió con la vanguardia. Pla nos viene a decir que la nitidez, la amenidad, los breves momentos de emoción, las descripciones melancólicas, las anécdotas jugosas o la pimienta socarrona, algo aplicable igual a su prosa que a la pintura de Rusiñol, suelen ser la seña de un espíritu independiente cuyo talento consiste, sobre todo, en saber en qué consiste el talento, incluso el suyo.
Rusiñol endulza los tonos del paisaje y su vida es un dechado de epicureísmo con panellets. Incluso en sus desmayos, en sus arranques flojos, en ese llorar en los bautizos y reír en los entierros, en ese tedium vitae pone sus huevos la desgana, que a Rusiñol, por otra parte, lo protege de cualquier forma de sentimentalismo.

11.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 4

No sabía dónde poner a un personaje del folletín de este verano, si en un balcón o en la calle. Desde el principio pensé que para describirlo bien tenía que ponerlo en el balcón, es decir, para que fuese él quien describiera en tono decadente la procesión que pasa por debajo. Pero ese tono puede ser solanesco o dannunziano. O una mezcla de los dos, ya veremos.
En el estilo dannunziano, un personaje decadente necesita ver el mundo con imágenes del Renacimiento italiano. Lo mejor de estas imágenes son las palabras que las nombran. Cuando uno escribe, por ejemplo, “y aquellos prados de la aldehuela me recordaban vagamente a los paisajes de Sannazzaro”, lo importante no son los paisajes sino el nombre propio, su sonoridad. Esto es igual en D’Annunzio que en Valle−Inclán: pedrería. Casi todos los nombres de madonnas y de mecenas son versos por sí mismos. Basta la, esta vez sí, vaga imagen de algún autor italiano, pero estoy seguro de que si fuésemos a comparar los colores tal como los citan los modernistas nos llevaríamos un chasco. Es, como siempre, la historia del nenúfar. En España hay decenas de poetas que estuvieron con grandes maestros que empleaban mucho la palabra nenúfar y no habían visto nunca ninguno. El último, que yo recuerde, que se apropió de la tontería creo que fue Villena. Por cierto, que alguno de sus poemas de los 80 me vendrá bien también, En el invierno romano, por ejemplo, y por supuesto los libros neomodernistas de Antonio Colinas, que a mí me siguen gustando mucho.
Además de las imágenes de madonnas y pajaritos, esta pedrería verbal encontraba su perfecto acomodo en las genealogías. Hay una página de El placer, el inventario de antepasados ilustres de Andrea Sperelli, que parece una casaca cuajada de charreteras. Merece la pena copiar unas líneas:

Un Alessandro Sperelli, en 1466, llevó a Federico de Aragón, hijo de Fernando, rey de Nápoles, y hermano de Alfonso, duque de Calabria, el códice in folio que contenía algunas de las poesías “menos ásperas” de los antiguos escritores toscanos, y que Lorenzo de Medici en 1465 le había prometido en Pisa; y este mismo Alessandro escribió, con ocasión de la muerte de la divina Simonetta, siguiendo la moda de los doctos de su tiempo, una elegía latina, melancólica y lánguida, a imitación de Tibulo. Otro Sperelli, Stefano, en ese mismo siglo, estuvo en Flandes, en medio de la pomposa vida, de la exquisita elegancia, del inaudito lujo borgoñón; y allí se estableció, en la corte de Carlos el Temerario, emparentando con una familia flamenca.

Esto es lo que llamo “pedrería”. Esta tarde, en la librería Aviraneta, he comprado medio kilo de la mejor bisutería para los antepasados de mi marqués. Se trata de la España en la vida italiana del Renacimiento, de Benedetto Crocce, deliciosamente publicado por la editorial Renacimiento. Con el capítulo VII, ‘La sociedad galanta italo−española en los primeros años del ‘cinquecento’’, ya tendríamos para un párrafo muy apañado. Benedetto Crocce investiga los personajes en clave de la Cuestión de amor, libro de autor valenciano de 1513, cuyo enrevesado argumento de novella plantea la pregunta de “si se debe considerar más infeliz a quien ama sin esperanza o a quien la muerte le ha arrebatado el objeto de su amor”.
Esta frase, por ejemplo, puede leerla en el nuevo folletín Guillermina, la esposa neurasténica que me he inventado para el arquitecto Pau Monguió, cuya vida privada no tengo intención de husmear; de hecho, creo que soy más respetuoso inventándomela que diciendo la verdad, cualquiera que sea ésta. Pero, además, la clave que según Crocce esconde la novela nos llevaría a un divertido trapisondista valenciano que hizo carrera entre los apellidos ilustres y las ciudades con estatuas romanas (aunque a Andrea Sperelli, el de El placer, no le gustaba tanto el Foro romano como el palacio Farnesio, por una estricta cuestión decadentista, es decir, los Farnesio disfrutan de un lujo lejano, la reinvención del romano, mientras que los romanos sólo disfrutaban de sí mismos).
No voy buscando bradomines sino, en cierto modo, todo lo contrario. Por ese lado no corro el peligro de hacer el ridículo; por otros, quizá sí, pero por ese no. El decadentismo de don Leopoldo, el marqués de Posos, es de otro corte más floral, el de la doble vida. En la Probatura escribí que cultivaba todo tipo de flores que luego veía en el manto de la Virgen cuando pasaba debajo de su palacio las procesiones de Semana Santa (tengo que mirar a Gabriel Miró, las Escenas de la Pasión, otra página). Las flores son para el marqués el símbolo de sus dos vidas, el clavel que puede ir en el ojal de un banquete de promiscuación de los que organizaban los blasquistas en Valencia contra las procesiones, y el que puede ir en el manto de la Virgen María, seguido de autoridades y prohombres vestidos de negro. El marqués no procesiona porque prefiere verlo todo desde el balcón. Por lo menos esa duda ya la tengo resuelta.

7.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 3

Gabrielle D’Annunzio es como el ruiseñor de Ramón, que todo el mundo sabe lo bien que canta pero nadie lo ha oído cantar. Estos días de primavera húmeda pasé una tarde junto a los visillos leyendo El placer, la única obra suya que conozco. Me llamaron la atención las anotaciones de los márgenes. Con frecuencia trato de descifrar lo que anoté hace años en mitad de una lectura, o de descubrir la gracia que pudo hacerme cualquier tontería subrayada. En este caso me acuerdo de a qué responde que, durante toda la novela, unas veces aparezca junto a un párrafo subrayado la letra P y otras la letra V.
La P es de Proust, y la V es de Valle, y ambas responden a la época en que a mí me fascinaba la genealogía literaria, los caminos del estilo, las influencias ocultas. Pensaba en la historia de la literatura como en un gran río cada una de cuyas gotas pertenece, sigue perteneciendo a una fuente muy concreta. El caso es que, si quitas a D’Annunzio lo que tiene de cómico, si te quedas con el sibarita grave que de vez en cuando se toma en serio sus palabras, el resultado es Proust; pero si le quitas lo que tiene de serio, de autocomplaciente, lo que te sale es Valle−Inclán.
Así, por ejemplo, una frase Proust sería: “¿Qué amante no ha experimentado es indecible gozo por el que casi parece que el poder sensitivo del tacto se afina hasta tal punto que se siente la sensación, sin necesidad de la inmediata materialidad del contacto?”. O bien: “Al igual que un esenciero sigue exhalando después de largos años el aroma del perfume que contuvo en el pasado, así ciertos objetos conservaban también una indefinible parte del amor, allí donde aquel imaginativo amante los había iluminado y penetrado. Y de ellos le llegaba una incitación tan fuerte que a veces le turbaban como si estuviera en presencia de un poder sobrenatural”.
Pero hay otro D’Annunzio más canalla, más desmitificador de sus propias fantasías, cínico y guasón, adorablemente falso, que es el que le vino al Valle−Inclán de las Sonatas como anillo al dedo: “Sabía, en el ejercicio del amor, obtener de su belleza el mayor goce posible. Esta feliz actitud del cuerpo y esta aguda búsqueda del placer era lo que precisamente cautivaba el espíritu de las mujeres. Tenía dentro de sí algo de Don Juan y de Querubín: sabía ser el hombre de una noche hercúlea y el amante tímido, cándido, casi virginal. La razón de su poder estaba en esto: en el arte de amar no le repugnaba fingimiento alguno, falsedad, ni mentira alguna. Gran parte de su fuerza radicaba en su hipocresía.”
Ahora bien, ¿cuál de los dos escribe “el viento enfurecido le arrancaba las palabras de los labios”?. O esta otra perla de microrrelato: “Todas las cosas volverían a oír su voz, quizá también su risa, después de dos años”.
Genéticas aparte, volvería a subrayar todas las descripciones marcadas en el margen con un signo (o dos, o tres) de admiración, porque tienen mucho que ver con lo que decía de la exactitud descriptiva de Solana. D’Annunzio (y Valle−Inclán tampoco) no se pierde en metáforas. Las metáforas metidas a capón dan grima. La imagen no real debe ser como un salmón que salta en mitad de la corriente, producto del fragor de las palabras, o incluso de la casualidad. El resto es descripción objetiva de un mundo imaginado, detallado inventario de un cuadro en el que podrían suceder escenas tan hermosas. Este párrafo es sencillamente perfecto:
“Reaccionó y se dirigió hacia la ventana, la abrió, respiró el viento. Reanimada, volvió de nuevo hacia la habitación. Las pálidas llamas de las velas oscilaban agitando ligeras sombras sobre las paredes. La chimenea ya no ardía pero los tizones iluminaban parcialmente las figuras sagradas de la mampara, hecha con un fragmento de vidriera sacra. La taza de té había quedado al borde de la mesa, fría, intacta. El cojín del sillón conservaba todavía la huella del cuerpo que en él había reposado. Todas las cosas exhalaban una melancolía indefinida que fluía y se condensaba en el corazón de la mujer. El peso crecía en aquel débil corazón, se convertía en una dura opresión, en una ansiedad insoportable.”
D’Annunzio, como todos los artistas de su época, leyó a Baudelaire y se empapó de los Ensayos de Bourget, la biblia del decadentismo. Formaba parte de su pose rechazar como a una mosca ese gris diluvio democrático de hoy en día, razón por la que, quizá, tuvo encendidos amores con Mussolini. Pero yo voy buscando un estilo, y por otra parte eso, el volverse tan fascista, le pasó, avant la lettre, por su lado Proust, por tomarse las cosas en serio. También Valle−Inclán dijo después que era carlista y nadie se lo tuvo en cuenta, porque todos entendieron que era una broma.

23.4.07

MATERIALES MODERNISTAS, 2


Describir es nombrar los objetos, decir dónde están colocados y explicar su forma del modo más expresivo y transparente. No hay poesía más hermosa que aquella que nace de la minuciosa descripción de algo. Estas son máximas que nunca pierdo de vista y que de vez en cuando riego con lecturas muy concretas. Por ejemplo, Florencio Cornejo, la única novela del pintor Gutiérrez Solana, que ha vuelto a caer esta tarde.
Conocí la obra literaria de Solana como casi todo el mundo vivo: a través del discurso de ingreso de Camilo José Cela en la Academia de la Lengua. Leído ahora que los dos están pudriendo malvas, la verdad es que no sólo resulta una honesta confesión de magisterio por parte de Cela sino, sobre todo, la defensa de un método que sigue siendo vigente, el de la descripción exacta, contenida, cruel y tierna en partes iguales, llevada en las andas de un ritmo narrativo que, aunque no le interesara escribir novelas, Solana dominaba con tanta o más soltura que los pinceles.
Solana es el grado cero de la narratividad: un tipo viaja y cuenta lo que ve, sobre todo si se trata de trastos viejos y personas miserables. Se nota que, a su vez, Solana trata de imitar a Baroja, la manera de contar las cosas de Baroja, esa estética del trasto viejo que tanto nos consuela en los catarros. Pero Solana maneja un recurso extremo, la pura descripción, sin ese constante pasearse por distintas clases de narración que Baroja usa como nadie, y Solana, también, tiene, digamos, conciencia de palabra, es decir, escoge las palabras según criterios de tonalidad que las hacen brillar por encima de cualquier cosa que se cuente.
Florencio Cornejo es una novela porque el protagonista no es el autor, pero no se diferencia en nada de sus Escenas y costumbres o de La España Negra o de cualquiera de los otros tres libros que publicó sin que nadie le hiciera el menor caso. A la mínima gota de narración Solana se para a mirar cachivaches. Un viaje no es una reflexión ni un tránsito sino un potaje de olores fuertes y colores vivos, una retahíla de viajeros y de maletas y de gallinas que sueltan plumas. El personaje no piensa, contempla y en su contemplación está lo que quizá ni siquiera él sabe de sí mismo, y ese es un acierto que luego Cela explotó hasta la náusea.
Un hombre que vive en una casa llena de aperos en la provincia de Santander se entera de que su amigo Florencio Cornejo está a punto de palmar. Entonces emprende un viaje para ver si llega a verlo vivo. Antes de salir le pone de comer al burro, porque la casera del caserón es una mala pécora resentida desde que el burro le pegó una coz en las costillas. En el viaje va describiendo lugares, y antes de llegar recuerda cómo conoció a Florencio Cornejo. Juntos vivieron unos meses en Madrid, casualidad que Solana emplea para empalmar varios capítulos que podrían estar perfectamente en sus Escenas y costumbres. Un Madrid de Galdós (recuerda hechos de 1873 y la calle Toledo que describe es talmente la de Fortunata y Jacinta) en el que no sucede nada destacable. Parece que está pegado, pero en realidad uno ha conocido a mucha gente en un viaje en el que no pasó nada y del que no recordamos más que las calles de las tiendas.
El caso es que la novela vuelve al presente y empieza el relato de la agonía y muerte de Florencio Cornejo. Es gracioso porque cuando termina la muerte y Solana suelta un latinajo uno descruza las piernas como si ya se hubiese terminado la novela, pero pasa la página y lee: “Velatorio”, y entonces vuelves a cruzar las piernas como estaban y sigues leyendo, y miras y resulta que después viene el entierro, pero ahora con conciencia de delectación, como esos placeres que se prorrogan cuando ya empezabas a lamentar que se acabasen.
Solana llega a extremos que ríete tú luego de Cela. Ese velatorio es una pasada. Me lo he pasado en grande, y no he devuelto el tomo de las obras de Solana a la estantería porque mi viaje a 1907 es un viaje pictórico, una historia descrita en términos pictóricos, y en puridad modernista no todos los rojos deben ser de fresa ni todas las luminosidades mediterráneas. Hay una secta de hijos de Zuloaga que emplean muy bien el color de la sangre seca y el marrón de los tabardos de los chamarileros. De todo hay en un buen trencadís.
Por cierto, que al final Solana no nos cuenta si la casera dejó morir de hambre al burro. Esos detalles...

22.4.07

MATERIALES MODERNISTAS, 1


La voluntad de vivir es la novela póstuma de Vicente Blasco Ibáñez. Con todo el aparato romántico que las circunstancias merecían, el autor dejó dicho que se publicase después de su muerte porque algunas personas reales podían sentirse ofendidas. Teniendo en cuenta que también dejó caer que la novela era la historia de un adulterio, uno se puede figurar las intenciones: prolongar su fama de seductor hasta más allá de la muerte.
He leído esta novela porque fue escrita en 1907. Me he instalado en ese año y allí voy a pasar los próximos tres meses. Pero también la he leído porque Blasco era un maestro en algo que a mí me obsesiona cuando fabulo: la fluidez, la potencia rítmica. Y en eso Blasco es impecable. Sus novelas se leen sin querer, aun a pesar del aroma que a las pocas páginas empieza a fluir. Digamos que aceleró la prosa de Galdós sin encontrar el mismo arsenal de tipos y de escenas que don Benito.
Blasco Ibáñez empezó con Manuel Fernández y González, el folletinista que dirigía un taller de noveluchas como el maestro dirige un curso de redacción. Tiene mucha gracia Ramón Gómez de la Serna cuando lo cuenta:
Ya viejecillo y cansado se dormía, y entonces le decía a Blasco:
−Bueno, Blasquito, continúa tú el capítulo… Ya sabes: la condesa se desmaya, y el otro la roba y el…
Y salían y salían capítulos y capítulos de
La chulilla sensible y de El mocito de la fuentecilla en los que el novel ilusionado por la novela sabía cómo había corrido la pluma en el papel y cómo se llegaba al desenlace.
Ya lo creo que salían. Como churros. Es fascinante cómo estira el material sin resultar tedioso; cómo utiliza todos los tópicos sin resultar irritante. En esta novela, además, yo creo que intentó un ejercicio de modernismo. A veces se le ve detenerse un momento en la mesa del estudio de su casa de la Malvarrosa y pensar una frase bonita, que en su caso es alguna manera de adjetivar las carnes femeninas. El protagonista, se supone que él, aunque disfrazado de científico famoso, es varias veces llamado moro por su amante, una Paulina Rubio de principios del XX. “Ven aquí, moro mío”, le dice, entre otras lindezas, incluso después de que el moro, después de un largo (pero no tedioso) ataque de celos le suelte un par de hostias a Lucha y después se besen y se la vuelva a tirar. Sus descripciones de la mujer invitan a repasarse los labios con la lengua; son grasientas, adiposas, machorras, como en general es toda la novela. Hay poca historia. Blasco tiró de oficio para rellenar una historia de amor pero da la sensación de que se la inventa porque le resulta tediosa, como esos hombres de negocios que miran el reloj mientras besan a sus conquistas. Es una novela de amor escrita por alguien que tenía un sentido estrictamente charcutero del amor. Por detrás de las dudas existenciales está el hombre resoluto que no se para en barras ni puede perder más de quince días de su precioso tiempo en escribir una novela que encima no va a darle rendimientos inmediatos.
Es lo que más decepciona de Blasco, el que los personajes, las historias y las aventuras son expedientes que va cogiendo de un rimero de recursos de cartón. El dictador Valenzuela es un idiota (lástima que no explotase sus idioteces, como haría Valle mucho después), y el propio doctor Valdivia, el protagonista, cae en las más vulgares ordinarieces sentimentales. Para escribir una novela modernista era necesario ver menos carne todas partes y ser un poco más cínico.
Hace años escribí en el periódico que a Blasco Ibáñez había que ponerlo en los billetes, en vez de a Echegaray. Pero ni entonces lo dije con el desprecio con que se lo suele tratar ni ahora digo que sea malo. Blasco se metió a escribir su particular versión de La voluntad. Al principio se enreda un poco con la introspección y tal y cual, pero en cuanto aparece una tía buena la novela se desboca. Azorín ve a Lucha, la protagonista, y compone una postal petrificada. Blasco Ibáñez, si puede, se la tira, y luego, en vez de contarlo sólo a los amigos, como Dominguín, lo deja como testamento literario.

20.11.06

Probatura


He empezado, un poco a la buena de Dios, a escribir el argumento del próximo folletín de verano, que, de momento, se llama Una flor de hierro. Cuelgo aquí la primera pellada de barro informe que me ha salido.


1. La casa de cristal

El marquesito se llamaba Leopoldo, don Leopoldo de Posos, el marqués de Posos, el marquesito. Acababa de cumplir los treinta y ya nadie le apeaba el don, y lo de marquesito no era porque fuese joven sino porque era el hijo de la marquesa, y además soltero, es decir, en situación de prolongar la infancia y fundirla en una ociosa imagen de rentista, de niño perdis con espolones. La gente siempre se había deshecho en lenguas con el marquesito, pero también cundía en torno a él una cierta simpatía servicial, una especie de agradecimiento patrio por el hecho de que el marquesito jamás, salvo cuando se fue a estudiar, se hubiera marchado de la provincia. No era lo normal. Los jóvenes modernistas como él eran aves de pluma voladora. Todo les venía pequeño y se instalaban en algún palacete de Valencia, o de Barcelona, y muy de vez en cuando, poco menos que para recoger los diezmos, nada más, volvían a la ciudad y pasaban unos días muy aparatosos, llenos de reverencias y actos públicos, para volverse a marchar con los primeros fríos y dejar la casa como un mausoleo abandonado. En el mismo Teruel había varias casas así, terratenientes que no se dignaban siquiera compartir el aire del que vivían. Esto la gente lo llevaba mal. De fuera vendrán..., comentaban a la mínima.
Así que el caso de los marqueses de Posos, de la marquesa sobre todo, que necesitaba para ella sola y para su servidumbre casi todo el palacio de la calle de San Miguel, era muy apreciado entre la ciudadanía. La marquesa no era ruin, sorprendentemente, pero aunque lo hubiera sido siempre habría estado a su favor el hecho de vivir en la ciudad. Siempre la habrían perdonado por ser como de casa, tan campechana ella paseando por la carretera de Cuenca con sus criadas. Y algo parecido sucedía con el cabraloca del marquesito.
La marquesa, doña Dolores, se lo dejó bastante claro cuando Leopoldo terminó sus estudios de abogado. “Muy bien”, le dijo, “ya te han regalado el título y, como no creo que lleves intención de trabajar jamás –y menos mal, por otra parte–, lo único que te pido, hijo mío, es que vivas con discreción”. El marquesito dijo que sí. “Sí, mamá, no te preocupes por eso; tú a mí hazme el favor de no preocuparte por mí, y yo no te daré ningún escándalo, te lo prometo”.
El marquesito casi cumple su promesa. El marquesito era un hombre de palabra, pero la vida se interpone. Como él mismo solía repetir en momentos de especial decadentismo, la vida es una breve primavera. Debió añadir, al decirlo, que nunca sabes cuándo estallarán los truenos, cuando vendrá la tormenta; cuando, sin esperarlo, sin darnos tiempo a cobijarnos, nos anegará la lluvia.
Pero en aquel momento, en 1906, nadie lo habría dicho. Como esos mozos juerguistas que de la noche a la mañana se recogen y sientan la cabeza, y en pocas semanas su imagen, sus movimientos incluso, ya no son los de un gaire bebedor sino los de un padre de familia, así el marquesito, en cuestión de días, adoptó el aire grave de un señor: se encargaba trajes negros, usaba bastón, capa española y bombín de paño, y cualquiera hubiese dicho que era esa la imagen que cultivaría durante los siguientes cuarenta años, hasta que fuera rematadamente viejo.
En la cabeza del marquesito estaba el alternar la imagen que deseaba su madre con algunas escapadas en las que hartarse de vino y rosas. Y así lo hizo, los primeros años. El señor severo que daba prestigio en los entierros se convertía en un pimpollo con las puntas del bigote retorcido que se pintaba los ojos y se perdía en francachelas de poetas. Su imagen pálida, su semblante adusto, esa forma digna de ir al lado de su madre, sujetándola del bracete, esa manera tan seria de intervenir en las conversaciones, todos esos achaques de solterón eran perfectos para las reuniones vespertinas de la marquesa y para el complejo entramado de actos piadosos con que la señora rellenaba su vejez. La marquesa era madrina de casi todas las cofradías de Semana Santa, ella en persona se encargaba de diseñar los mantos de flores de la Virgen. Bueno, ella no. El que lo hacía era el marquesito, pero su faceta de florista era una de las que su madre le había pedido que no sacase a pasear. A cambio, una vez al año, el marquesito podía asomarse al balcón de los Ferranes, solícitos amigos suyos, y ver una procesión de Viernes Santo que en realidad era un desfile con sus diseños florales, como aquel que asiste a una pasarela de moda de esas que un par de veces al año el marquesito veía en París.
Lo de las flores era un secreto. A tres o cuatro leguas de la capital, según se remonta el Guadalaviar, en una de aquellas vegas que bajan del páramo hasta el río, Leopoldo cuidaba sus flores en una masía fluvial que él había convertido en invernadero. En los últimos tiempos, entre que su madre andaba un poco renqueante y que su pasión botánica lo absorbía, Leopoldo apenas iba perezosamente a Zaragoza, pero las grandes juergas valencianas iban distanciándose en el tiempo. Ahora ya se estaban pasando los fríos y en el invernadero había que trabajar a destajo. El marquesito empleaba a estudiantes pobres de los Hermanos de la Salle, venidos de los pueblos, a los que durante casi todo el invierno metía en la biblioteca para que estudiasen junto a la estufa.
Todos lo llamaron siempre el invernadero, empezando por la marquesa, a la que le horrorizaba una casa que en verano pudiera estar infestada de mosquitos y que en invierno sólo fuese frecuentada por labradores. Era una de esas casas con forma de gallina clueca que pueblan las masadas de los pueblos, pero estaba cubierta de octubre a mayo por una cristalera que daba la vuelta a las cuatro fachadas. Durante los meses de invierno sólo se veía desde el camino que bordea el río una cristalera de reflejos plateados entre la maraña de las ramas de los sauces, que cuando echaban hoja la emboscaban y ya no se veía nada.
Al principio Leopoldo sólo iba para recoger las flores. En la parte más baja de la finca, al nivel del río, había sustituido las antiguas plantaciones de pipirigallo por hileras de dalias y de crisantemos, y los huertos que bañan en terrazas las acequias se poblaron de clavelinas. Hubo una época en Teruel, a principios del siglo XX, en que a todos los muertos se les echaba en la fosa un ramo de flores de Leopoldo, cuya oscura silueta figuró en la cabecera de la mayoría de los entierros.
La jardinería no era solo un pasatiempo. Poco a poco, casi sin darse cuenta, un libro ahora, unas zapatillas de paño después, Leopoldo fue trasladando al invernadero las habitaciones que ocupaba en el palacio. Una tarde, como tenía por costumbre, mientras tomaban el té desde los balconcitos que daban a la plaza de la Bombardera, Leopoldo anunció a su madre que se iba de viaje. La madre nunca ponía el menor inconveniente. “Sí, hijo, sí”, le decía, “sal y desfógate un poco, y no te olvides de traerme unas botellas de agua de Vichy”. Esa vez, sin embargo, en vez de alojarse en el pisito del paseo de Colón, o en su apartamento del Park Güell, Leopoldo se marchó al invernadero y allí pasó, protegido por la enorme cristalera que brillaba entre las ramas de los sauces, un par de semanas en las que gozó de la felicidad morbosa del silencio y del cuidado constante de las flores. Ayudaba a sus ayudantes en sus deberes, un chico de Alfambra, Luisín, y otro de Fuentescalientes, Isidoro, pasaba revista minuciosa de las flores o se sentaba en el sillón de orejas frente al fuego bajo, a leer un tratado de Celestino Mutis.
Y pensaba. La situación le hacía gracia. “Parezco un Tiberio”, bromeaba junto a un rododendro, pero lo más gracioso era que aquellos dos muchachos, a su edad y con sus circunstancias, habrían estado al servicio de cualquier otra familia pudiente, y desde luego no los habrían empleado en ponerlos a estudiar. Y sin embargo, como tantas otras cosas, había que ayudarlos en secreto. ¡Un solterón con dos muchachos, y allí en el huerto! El escándalo que se imaginaba le hacía reír de emoción a Leopoldo, pero la promesa de no afligir a su madre y un cierto olfato para la prudencia que había heredado de su padre lo convencieron de llevar siempre consigo a un criado de la casa, alguien de la absoluta confianza de su señora madre, el más viejo y leal de los criados, Fermín, un anciano fibroso que escardaba los gladiolos con la mano.
Estas medidas de protección ante el escándalo sólo lo abandonaban en la más absoluta soledad, lo que sintió aquella tarde que los muchachos ya se habían ido a sus pueblos y Fermín estaba en un entierro humilde, representando a la familia, y él se marchó al invernadero y las horas iban más despacio y más deprisa, lo primero porque pudo disfrutar todo el tiempo de sí mismo y su silencio y lo segundo porque al terminar aquellas dos semanas se sintió mucho más joven, menos cínico, con más ganas de vivir.
Nada más volver a casa, como si viniera del extranjero, entró frotándose las manos al gabinete de su madre, dispuesto a contarle bellas mentiras y a proponerle proyectos interesantes.
–Se me ha ocurrido que no estamos dejando en la ciudad, aparte de este palacio, ninguna huella arquitectónica, mamá.
–¿Ah, sí? Pero querido, ¿y quién te piensas que pagó el panteón?
–No seas tan estricta, mamá. Yo pensaba en algo un poco más visible.
–Una estatua de tu padre, ni lo sueñes.
–¿No? ¿Y por qué no? Una estatua tipo Castelar. O bien tipo Flaubert. ¿No te parecería mejor así? Papá fue un prohombre de la ciudad. A los prohombres se les hacen estatuas de bronce con barriga y bigotes largos. Papá gastaba bigotes de moco, mamá.
La madre fingía enfados de madre, y el hijo se sentaba en el brazo de su sillón, mientras probaba las tortas finas.
–No te rías de tu padre. ¿De dónde has sacado esas tonterías?
–No te enfades, mamá. Yo estaba pensando en algo mejor. ¿Qué te parece un asilo para ancianitos desamparados?
–Carísimo.
–¿Y no te haría ilusión, mamá?
–Llama a Josefina y dile que me caliente la tetera, que está helada. No sé yo dónde querrás ir a parar, hijo mío.
Leopoldo tiró de la campanilla.
–¿Y una iglesia?
–¿Otra?
–Mamá, si te refieres al mausoleo, nadie se va a acordar jamás del dinero que pusiste.
–¿Y se puede saber por qué una iglesia? ¿No te parecen pocas, que nos pasamos la vida en ellas?
–Esto va a ser la fe, mamá. Esto va a ser que me he caído del caballo.
–Yo no sé si tú te habrás caído del caballo, Leopoldo, pero yo, del guindo, hace mucho ya que me he caído. Así que tú verás lo que haces, pero las facturas las voy a seguir firmando yo.
–¡En qué concepto me tiene, señora marquesa!
–No me vengas con pamplinas. Si no sujeto a tu padre, nos deja en la puta calle. Así que como para ponerle estatuas.
Leopoldo dio por cumplimentado el protocolo y se puso manos a la obra. Hacía tiempo que pensaba en un arquitecto catalán que vivió durante algunos años en Teruel pero tuvo que volverse a Cataluña y ahora trabajaba, según sus últimas noticias, para el ayuntamiento de Tortosa. Este arquitecto, Pau Monguió, había traído un aire nuevo a la ciudad. Sólo había estado tres años en Teruel, entre 1899 y 1902, pero en ese tiempo participó en la reconstrucción del convento de los Franciscanos y construyó el panteón del Capítulo Eclesiástico, aparte del nuevo Depósito de Cadáveres, todo ello en un estilo muy moderno.
Leopoldo lo conoció en la Sociedad Económica Turolense de Amigos del País, donde pronto Monguió había sido nombrado presidente de la Sección de Instrucción y Bellas Artes. Leopoldo pensaba en él como el artista al que se podía dejar suelto para que desarrollase lo que no había tenido la oportunidad de crear en un mundo tan saturado de genios como el de Barcelona. Pensaba en él para el invernadero, para levantar una hermosa villa floral, una villa como la de Adriano, mejor que Tiberio. La llamaría, eso lo supo desde el principio, La Villa de Pomona.
Pero Leopoldo era todavía un estudiante que escribía versos en los libros de derecho mercantil. Entonces era sólo una ilusión modernista, y su padre, que aún vivía, nunca quiso saber nada de arte. Pero ahora era él. Y él quería decorar el invernadero. Había que averiguar qué había sido de Monguió, que salió a escape de la ciudad, víctima de un turbio asunto que Leopoldo no vivió y que ahora no le importaba en absoluto. Puesto que no había sido posible una revolución moral, por lo menos iba a darse el gusto de una revolución estética, aunque tuviera que vestirse de negro para siempre.
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