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25.1.15

Baroja Rocambole


A Baroja no le gustaba mucho su Silvestre Paradox, uno no sabe si porque le desagradaba recordar los tiempos salvajes de la bohemia o porque es una de sus pocas novelas en las que no se salva casi nadie. O quizá no le gustaba porque es la más explícitamente autobiográfica de todas, mucho más, incluso, que sus papeles de cincuentón, sus Murguías y sus Larrañagas (y luego sus Acha, etc.). O, quién sabe, quizá porque es una novela heterogénea, que es lo que al crítico más le interesa: Paradox  está compuesto por formas novelísticas muy diferentes, alguna de las cuales darán material para buenas novelas.
Camino de perfección ya empieza en esta novela, y La Busca también. De joven, Silvestre Paradox tuvo una infancia en Pamplona como la de Manuel Alcázar, no tan miserable pero igual de desoladora, y los viajes a los bajos fondos de Silvestre y don Pelayo son un anticipo de los de Manuel y Roberto Hastings. Por lo que respecta a Camino de perfección, Baroja encuentra un personaje, un primo de María Flora, ilustrador de profesión, Fernando Ossorio, que contrasta con Silvestre porque es todo acción, nobleza y desparpajo, más o menos como contrastará Fernando después con Shultz, el alemán, que también tiene un breve cameo, con otro nombre, en Silvestre Paradox.
Podríamos decir que Manuel es el resultado del fortalecimiento de Silvestre, que dio en Fernando, y de la extirpación de cualquier rasgo autobiográfico. En La busca, Baroja ya escribía novelas sin contar su vida y sin aparecer en ellas. Es decir, había encontrado su voz. Esta inconsistencia, este carácter movedizo de los personajes es lo que hace interesante la lectura de Silvestre Paradox.
Era su segunda novela, después de un libro de cuentos, Vidas sombrías, y de La casade Aizgorri, una novela muy seria, muy aplicada, respetuosa con los cánones decimonónicos pero también con el nuevo lenguaje modernista y el celebrado dramón ibseniano.  En La casa de Aizgorri  hay una extraordinaria aplicación, Baroja se presenta con el traje nuevo, serio, negro, entallado, con crujidos del apresto. En Silvestre Paradox  ya va vestido de cualquier manera y la acción se desmadra, crece por sí misma, indulgente con el pleonasmo y con la risa floja. Esta polaridad cambiaría de formas, pero la dialéctica sería una constante: entre las novelas románticas y el realismo contemporáneo; entre el lenguaje emotivo, simbolista, y el retrato crudo; entre la autoficción y el distanciamiento. La cosa, finalmente, se aclararía entre las novelas contemporáneas, encapotadas y pesimistas, y las novelas históricas, románticas y soleadas.
En ese viaje iniciático Baroja se desprendería de ciertas rebabas retóricas, esos primeros párrafos largos de algunos capítulos, pero sobre todo del humor forzado, de la risa floja. Baroja debió de aprender en esta novela humorística que el humor, en literatura, es una actitud, no un objetivo. Al principio del libro vemos al escritor que no teme no ser gracioso, y entorna los ojos y sonríe de medio lado antes de contar un chiste. Ese principio y la larga y anodina escena de la comida con casi todo el elenco de la farsa son pasajes de humor forzado, del que decide ser gracioso. Baroja no volvió a caer en esos errores (las primeras líneas de La Busca son quizá la última huella), y su humor, a veces tronchante, ya es una cuestión de actitud: las bromas saltan a la prosa sin que se las espere, los comentarios sarcásticos vienen por sí mismos, sin necesidad de carraspeos previos.
Pero eso es poco. Triunfa la novela en cuanto el escritor se mete en ella, es decir en cuanto deja de pensar en ella, por mucho que vaya enhebrando un alambicado discurso de identidades. El vía crucis de Silvestre tiene la fragmentación inconsecuente de las novelas picarescas. Por primera vez utiliza el método familia, infancia y juventud para caracterizar a un personaje, con esa infancia pamplonesa de Silvestre que releeremos aumentada, veinte años después, en La sensualidadpervertida. La muerte del padre de Silvestre, por ejemplo, es un anticipo de la muerte de la madre de Manuel en La Busca:

Después de contemplar muchas veces a su padre muerto, en el gabinete del papel con los barcos, que olía a cirio y a pintura de caja fúnebre, cuando Silvestre se acercó al balcón mientrs su madre y su abuela lloraban y vio el coche mortuorio, modesto, que se alejaba, seguido de dos simones, por la carretera blanca, muy blanca, cubierta de nieve, sintió la primera idea negra de su vida.
¡Oh, qué fría debe de estar la tierra!

            Ese “mundo de tipos” con que Baroja decora los días pamploneses también será ya una marca de fábrica. Aquí todavía están suavizados por la sombra dulce de Charles Dickens, con un Silvestre ingenuo y una especie de Micawber, Macbeth el feriante, su primer amo una vez se escapó de casa, primero de una larga saga de ingleses interesantes que poblarán su obra entera. Este Macbeth, no por inglés, sino por contador de aventuras fantásticas en otro continente, se parece mucho al don Alonso de La Busca, y ambos cuentan anécdotas inverosímiles como las que contaba Valle-Inclán de México. Macbeth las cuenta de África, y cuando Pérez del Corral, la contrafigura de Valle-Inclán, cuente las suyas en Hispanoamérica, la exageración divertida será del mismo corte.
            A cada paso nos vamos encontrando detalles que crecerán y se multiplicarán en posteriores novelas. Es aquí la primera vez que se lee el adagio de la iglesia de Urrugne, Vulnerant omnes, ultima necat, que reaparecerá en su espléndido Jaun de Alzate, escrita, por cierto, también al modo humorístico, pero sin risa floja. Silvestre lee El burgués gentilhombre, que dos décadas después representarían los personajes de La veleta de Gastizar, y entra en tratos con el dueño de una barraca de feria donde se exhiben figuras de cera pintarrajeadas.
            Es lo que pasa con las novelas primerizas de los buenos escritores, que son hontanares de ideas, de historias, de personajes. El genio se amontona. Luego, cuando flojea, siempre quedan esas muchas buenas novelas no más que apuntadas que quedaron en las novelas malas. Suelo sospechar de esos autores que escriben una primera gran novela en la que no sobra una palabra ni un pasaje. O no era la primera, o no era suya, o ya no tenían nada más que decir. O no es tan buena, vaya.
            Todas estas probatinas de las primeras sesenta páginas, incluida una ya muy barojiana descripción de París o el catálogo de animales disecados, que parece que van a decorar la novela entera pero desaparecen hasta el último capítulo, cuando Baroja recoge los hilos sueltos, los personajes olvidados, dan paso, un paso de tiempo gigantesco, a la verdadera novela, en la que Silvestre ya no es el personaje estrafalario sino el agente de Pío Baroja, y los protagonistas son otros. Visto así, la novela puede verse de dos modos: o bien la novela sobre la bohemia miserable madrileña triunfó sobre el personaje inventor de cosas raras, o bien Baroja emparedó una novela corta, la novela de la bohemia, entre los bichos disecados del principio y el espectáculo de los Labarta, uno médico y el otro pintor.
            Da igual cómo fuera. El caso es que la novela va cambiando de motivo, de punto de vista, de tema incluso. El paisaje madrileño que inaugura esta segunda parte, a partir del capítulo V, es otra literatura. El zoom sobre la posada ruinosa sabe a inicio de novela, entre otras razones porque Baroja lo utilizará muy a menudo. Como no hay que copiarlo a mano, reproduzco el zoom entero, el de un escritor que ya tiene en los dedos su primera gran trilogía.

Salió Silvestre de su nueva casa, tomó la calle Ancha de San Bernardo, y por la cuesta de Santo Domingo bajó a la plaza de Oriente.
El día era de otoño, templado, tibio, convidaba al ocio. En los bancos de la plaza, apoyados en la verja, tomaban el sol, envueltos en la pañosa parda, algunos vagos, dulce y apacible reminiscencia de los buenos tiempos de nuestra hermosa España. Silvestre comenzó a bajar por la Cuesta de la Vega. Desde allí, bajo el sol pálido y el cielo lleno de nubes algodonosas, se veía extender el severo paisaje madrileño de El Pardo y de la Casa de Campo, envuelto en una gasa de tenues neblinas. A la izquierda se destacaba por encima de algunas casas de la calle de Segovia la pesada mole de San Francisco el Grande, y de la hundida calle, hacia el lado izquierdo de la iglesia, se veía subir la escalera de la Cuesta de los Cojos: un rincón de aldea encantador.
Silvestre bajó la calle de Segovia, pasó el puente, atravesó una plaza en donde se veían tenderetes con sus calderos de aceite hirviendo para freír gallinejas, siguió la carretera de Extremadura, y luego, apartándose de ella, echó a andar por la vereda de un descampado, dividido por varios caminos cubiertos de hierba. Pastaba allí un rebaño de cabras. Un pastor, envuelto en amarillenta capa, tendido en el suelo, dormía al sol tranquilamente. Se oían a lo lejos toque de cornetas y tañido de campanas.
Junto a una casa que se veía en medio del descampado se detuvo Silvestre. Era un caserón grande y pintado de blanco, derrengado e irregular; sus aristas no guardaban el menor paralelismo: cada una tomaba la dirección que quería. Un sinnúmero de ventanas estrechas y simétricamente colocadas se abrían en la
pared.
Sobre una de las puertas de la casa estaba escrito el letrero Tahona con
letras mayúsculas, sin h y con la n al revés.
Silvestre empujó la puerta y entró por un corredor de techo de bóveda y suelo empedrado con pedruscos como cabezas de chiquillo a un patio ancho y rectangular, con un cobertizo de cinc en medio, sostenido por dos pies derechos. Debajo del cubierto se veían dos carros con las varas al aire y un montón de maderas y ladrillos y puertas viejas, entre cuyos agujeros corrían y jugueteaban unos cuantos gazapos alegremente.
El patio o corral estaba cercado en sitios por una pared de cascote medio derruida; en otros, por una tapia baja de tierra apisonada y llena de pedazos de cristal en lo alto, y en otros, por latas de petróleo extendidas y clavadas sobre estacas.
Silvestre entró en el patio, y por una puerta baja pasó a la cocina. Allí, una vieja negruzca que parecía gitana estaba peinando a una mujer joven, sucia y desgreñada, que tenía el pelo negro como el azabache.
Silvestre saludó a las dos mujeres y se sentó en una silla. La vieja no hizo
caso del visitante; después, refunfuñando, sacó del puchero una taza de caldo y se la ofreció a Silvestre, y le dió un pedazo de pan. Silvestre desmigó el pan en el caldo y fue tomando las sopas con resignación; luego, la vieja, cuando concluyó de peinar a la joven, cogió un puchero y vertió en un plato unos garbanzos y un trozo de carne.
Silvestre tomó el plato de cocido, y entre él y Yock lo comieron.

            En esta segunda parte Baroja inicia un regreso a la fantasía ensayando con el modelo de Bouvard y Pécuchet, en este caso Silvestre y Avelino, otra vez la sonrisa previa, pero va dejando migas que uno se detiene en recoger. El pintoresco Silvestre habla con el tono grave de Baroja: “¿Qué van a hacer el débil, el impotente –pensaba él- en una sociedad complicada como la que se presenta; en una sociedad basada en la lucha por la vida, no una lucha brutal de sangre, pero no por ser intelectual menos terrible?” Baroja muestra su pesimismo y su desprecio por la masa, que no por los humildes, sustanciado en el afecto que nace entre Silvestre y una chiquilla, Cristina Borrego, muy similar a la que veremos en Camino de perfección.
            Entre Bouvard y Pecuchet, entre la discusión con don Avelino y su reconciliación, entre el caimán colgado del techo y el submarino que funciona pero ya estaba inventado, Baroja nos regala una de sus hermosas descripciones anímicas, virgilianas, de sentimientos del que mira proyectados en lo que mira. Aquí Silvestre ya no es Silvestre sino casi Fernando Ossorio, antes de que aparezca de verdad en la novela. Es frágil de voluntad, “se entusiasmaba pronto y se desentusiasmaba con la misma facilidad”, incluso piensa que se necesita “un matadero de hombres” para terminar con esa angustia que aún huele a spleen.

Don Avelino tampoco se presentaba en casa; no tenía Paradox con quién consultar sus dudas científicas y abandonó sus trabajos.
Asomado a la ventana solía mirar distraído los paisajes de tejas arriba, las chimeneas que se destacaban en el cielo gris, echando el humo sin fuerza, débil, anémico, en el aire plomizo de las lúgubres tardes de diciembre. Las tejavanas y las guardillas parecían casas colocadas encima de los tejados, que formaban pueblos con sus calles y sus plazas, no transitados más que por gatos. Entre todas aquellas ventanas de tabucos, de miserables sotabancos, de hogares pobres, sólo en una se traslucía algo así como una lejana y pálida manifestación de alegría de vivir: era en una ventana en cuyos cristales se veían cortinillas, y en el alféizar dos cajones de tierra que en el verano habían tenido plantas de enredaderas y guisantes, que aún quedaban como filamentos secos y negruzcos colgados de unos hilos.
Al anochecer, sobre todo cuando el cuarto se llenaba de sombras, le acometía a Silvestre una amargura de pensamiento, que subía a su cerebro como una oleada, náusea de vivir, náusea de la gente y de las cosas, y se marchaba a la calle y le disgustaba todo lo que pasaba ante sus ojos, y recorría calles y calles
tratando de mitigar lo sombrío de sus pensamientos con la velocidad de la marcha.

Fernando Ossorio ya está, pues, moldeado en Silvestre, y con él un modo de ser que tardará en acostumbrarse a la resignación, única aspiración filosófica de Paradox. Pero esta parte dura otros cinco capítulos, hasta que empieza una tercera dedicada en general a la bohemia golfa y en particular a Pérez del Corral, inconfundible Ramón del Valle-Inclán. Es la más larga, nos llevará hasta el capítulo XVII, desde la fundación de la revista Lumen hasta la muerte del bohemio, y tiene, como decíamos, autonomía de novela corta. Me imagino que con la cantidad de cameos que hay es esta parte los críticos la habrán exprimido para compararla con Luces de bohemia, con la que tiene sorprendentes afinidades (teniendo en cuenta que se escribió dos décadas antes), o incluso con el Cela de La Colmena, que parece que se la hubiera leído varias veces antes de empezar con su café de doña Rosa.  
Pero sobre todo se habrán interesado por los Labarta, los panaderos, el médico y el pintor, Pío y Ricardo. El fragmento es célebre y no creo que fuera posible excluirlo de ninguna antología:

-Estos Labartas, así se llaman los dos panaderos -dijo Silvestre a Ramírez mientras esperaban-, son tipos bastante curiosos: uno es pintor; el otro, médico.
Tienen esta tahona, que anda a la buena de Dios, porque ninguno de ellos se ocupa de la casa. El pintor no pinta; se pasa la vida ideando máquinas con un amigo suyo; el médico tiene, en ocasiones, accesos de misantropía y entonces se marcha a la guardilla y se encierra allí para estar solo. Les conocí a estos dos hermanos -concluyó diciendo Paradox- cuando traté de hacer un pan medicinal, glicero-ferro-fosfatado-glutinoso. Al principio tomaron mi proyecto con entusiasmo, pero se cansaron en seguida. No tienen constancia.
(…)
En las paredes, recubiertas con papel amarillento, había una porción de cuadros; sobre todo grabados y fotografías de obras del Greco. Del techo colgaban pedazos de papel despegados.
 Silvestre presentó a Ramírez a Labarta el médico -un tipo con una calva que más parecía tonsura de fraile, de edad indefinible, huraño, sombrío y triste, vestido con un chaquetón raído y un pañuelo en el cuello-, que estaba escribiendo a la luz de un velón convertido en lámpara eléctrica.
 Se sentaron los tres; Paradox explicó lo que quería, y Labarta, después de oír la petición de Silvestre, dijo que no tenía ningún inconveniente en que se llevaran lo que quisieran del desván, porque todo lo que había allí no valía nada.
 La frase recordaba un tanto el ofrecimiento del labriego que le decía al obispo: "Puede su eminencia comer todas las frutas que quiera. No sirven más que para los cerdos".
(…)
Entró Labarta el pintor, hombre alto, flaco, macilento; oyó lo que le contaba Paradox con una sonrisa irónica, se echó en el sofá y dijo con indolencia:
-Mañana, a la hora que ustedes quieran, pueden venir por los muebles. Y pensar, amigo Paradox, que me he levantado a las cuatro de la tarde y no puedo con el sueño.
 Y el hombre se desperezó y extendió los brazos.

            Cuando uno ha leído Los Baroja, de Julio Caro, reconoce en ese autorretrato con hermano una escena más exacta de lo que indica su tono burlesco. Y también intuye cuál fue siempre lo que distinguió hasta casi separarlos a los dos hermanos. He leído por ahí que el personaje de Silvestre está inspirado en un amigo de Ricardo, inventor de cosas raras, y desde luego en los círculos de la golfemia que Ricardo frecuentó más que Pío. Porque ese es, llegados al ecuador de la novela, el que parece ser el tema, aunque solo sea por lo que Baroja recrudece las tintas. Nos presenta una bohemia canalla, innoble, miserable, con frecuencia estúpida, llena de vagos que se pasan el día gastando bromas pesadas y diciendo frases y dando sablazos. El encanto que pudiera tener en una biografía de Valle-Inclán o incluso, aunque no ahorre detalles desagradables, en La novela de un literato, la procelosa crónica de Cansinos-Assens, en Baroja es de una moral hedionda y andrajosa.
            Decimos que Pérez del Corral es Valle-Inclán, aunque no solo él. Es suya la arrogancia cínica, los viajes por América, los fragmentos de teatro clásico que se sabía de memoria (en este caso, por cierto, de Los amantes de Teruel). Pero el romance con la sobrina de la patrona, casada con un bendito, quizá sea demasiado canalla para las costumbres de Valle. Es otro, no Valle, el que dice eso de que le gustaría ser “confesor de princesas”, y es Alejandro Sawa, no Valle, el de la anécdota de las tres pesetas prestadas, algo que le ocurrió al propio Baroja, según cuenta, creo recordar, en Juventud, egolatría.
            En todo caso, la mala uva que Baroja le pone al personaje llega a desdibujarlo un poco, sobre todo en esa larga y un tanto anodina escena en la que Baroja reúne a todo el dramatis personae, en un tono de relato horizontal casi naturalista, en el tono de la boda aquella de L’Assomoir, un poco largo. La novela pierde intensidad por la vía del regodeo, del dormirse en la suerte, como decía su hermano Ricardo de cierta posadera que se encontró en Tragacete. Pero a ese costumbrismo bufo le seguirá un espléndido final, la muerte de Pérez del Corral y la visita de Silvestre a los barrios bajos, una bajada a los infiernos muy bien orquestada que no tiene nada que envidiar a esas muchas muertes de bohemio que leeríamos después, desde la muerte de Teófilo/Villaespesa, contada por Pérez de Ayala, hasta la de Sawa/Estrella contada por Valle-Inclán o por el propio Baroja.
            Cuando visita el lumpen madrileño, Silvestre ha encontrado un trabajillo escribiendo folletines de crímenes, un género que Baroja practicaría con asiduidad. Aquí Silvestre es otra vez Baroja, el escritor que se pasea por lo que nadie quiere ver y lo anota con exactitud. Pero aquí hay un tono moralizante muy explícito que desaparecerá, en futuras novelas, en aras de la exactitud. Baroja se ensaña con lo que llama “monstruosidades”, y el sentimiento al que más alude es a la repugnancia. Su interrogatorio al mendigo que comparte sala de hospital con Pérez del Corral es otro valioso ejemplo de por dónde iban los intereses literarios y humanos de Baroja.
            En cuanto a la muerte del bohemio, Baroja se luce con cierta magnanimidad narrativa, el respeto que convierte en constatación escueta lo que antes era burla desmadrada. El propio Pérez del Corral tiene un último gesto de nobleza con el mendigo que lo acompaña. Atrás quedan los brillos apagados, la sombra reconocible de Rubén (“con cara de cerdo triste”, por cierto), la ética del sablazo y la estética de los andrajos. Con no ser una novela redonda, Silvestre Paradox es una de las que más páginas aportan a una hipotética antología. El final del bohemio es una parte del mejor Baroja:

Paradox, después de interrogar al mendigo, se despidió para marcharse a su casa. A las dos o tres semanas de entrar el bohemio en la sala, Silvestre lo
encontró muy fatigado y calenturiento.
            A pesar de esto se encontraba más animado que nunca, pensando en sus viajes; pero hablaba con cierta incoherencia de las monjas, que se enamoraban de él; de los internos, que tenían celos; del olor a comida que le repugnaba.
            Días después, una mañana, cuando Paradox entró en la sala del hospital, vio la cama de su amigo sin colchones ni jergones. El bohemio había muerto por la noche. Preguntó Silvestre dónde le habían llevado, y como le dijeran que al depósito de cadáveres, fue allá, en donde vio tendido a Pérez del Corral sobre el suelo, completamente desnudo. Parecía un esqueleto.
            En su pobre cuerpo escuálido se dibujaban las costillas como si fueran a romper la piel, y de su cuello colgaba, por una cinta mugrienta, un escapulario y una medalla de cobre.
            La cara del muerto no tenía expresión ninguna, ni de dolor ni de angustia; los ojos estaban abiertos, empañados y turbios; las ventanas de las narices negruzcas, la boca abierta.
            Silvestre se enteró en las oficinas del hospital lo que podía costar un entierro, y pidió dinero a Castillejo; con aquel dinero pagó el funeral.
            Acompañó solo al bohemio al Este, una tarde muy hermosa, con un sol espléndido.
            Después de enterrado el cadáver, Silvestre paseó por entre aquellas tumbas, pensando en lo horrible de morir en una gran ciudad, en donde a uno lo catalogan como a un documento en un archivo, y contempló con punzante tristeza Madrid a lo lejos, en medio de campos áridos y desolados, bajo un cielo enrojecido...

            En la última parte de la novela Baroja ya se ha apoderado por completo de Paradox como sitio desde el que contemplar verdaderos protagonistas. El protagonista, pues, pierde fuelle hasta que se convierte en el mejor punto de vista. La literatura comienza en el otro, cuando lo importante es el otro. No la reanudan las andanzas de Paradox, que encuentra un empleo como profesor particular, sino la joven María Flora, cuyo retrato también deberíamos antologar para la sección de personajes femeninos, apartado de el club de Lulú, aunque María Flora tenga ese albayalde de la degeneración que el Baroja moralista le quiere pintar y que no cuela porque maría Flora es un gran personaje. Ella y su primo (en realidad folletinesca, su hermano), Fernando Ossorio, y es Fernando Ossorio quien ve en la muchacha “la mirada limpia” que Silvestre, acobardado por Baroja, no se atreve a reconocer. Prefiere detenerse en la descripción del niño Octavio, un ejemplo de “desequilibrio sexual genético”, o en la de la tía de Fernando, Laura, que dará pie en Camino de perfección a uno de los personajes más impactantes de esta primera etapa, la prima ninfómana y masoca.
            En realidad ya estamos en esa otra novela. Silvestre se ha desvanecido. Su puesto está en el despacho, escribiendo, no metiendo las narices en las historias. Paradox ha empezado siendo Ricardo visto por su hermano y acaba siendo Pío visto por el hermano de Ricardo, una situación muy ingeniosa pero algo paralizante. De modo que Baroja decide cerrar el garito y lleva a Silvestre de nuevo a los inventos, a los tiempos del inglés Macbeth, a un largo sueño y una huida por los tejados muy bien contada, además de una última rúbrica con una descripción de Madrid que suena a lo que algunos años después pintaría Gutiérrez Solana. Silvestre y Avelino consiguen un billete a Burjasot, donde la ciudad no pese tanto (”¡Cómo pesa Madrid!”), y tras una francachela con los hermanos Labarta-Baroja, con los que a pesar de todo Silvestre no se siente cómodo, ambos parten a tierras donde el sol caliente al perro, y no solo a Yock. Quizá esté en este disgusto el único rasgo propio que le queda a Silvestre Paradox y que no está tomado de los Baroja o de Fernando Ossorio, la debilidad, el sentido de la repugnancia, de sentirse determinado a ser la víctima pero encontrar en el propio sentido común la única brújula posible. En Silvestre, en este Silvestre poca cosa, ya está impreso el gran personaje que será Manuel Alcázar. Fernando Ossorio se llevará de viaje el noventayochismo intelectual. Silvestre guardará la esencia del personaje que Baroja necesitaba para ser un gran narrador.

12.1.14

Paisajes y mujeres


Camino de perfección es un libro de viajes, una novela de paisajes. Es la primera gran novela de Baroja y una de las cuatro grandes de 1902, y otras cuantas cosas más en las que resulta igualmente difícil evitar la palabra grande. Es la más 98 de las cuatro célebres (Amor y Pedagogía, Sonata de Otoño, La Voluntad), la más intensa de las cuatro, tan bien escrita como la Sonata, en su estilo, pero menos perfecta. En todo caso es un manual de eso que se llama el sentimiento del paisaje en el 98.  
Fernando Ossorio huye de Madrid con una boina y un revólver, es decir, con la curiosidad del pintor y la voluntad del guerrillero. Se marcha para salir de sí mismo y volverse a encontrar. Lo educaron en Yécora, Yecla, en la España profunda, una ciudad levítica donde se convirtió, por culpa de la religión y del poco amor que recibió de sus padres, en “vicioso, canalla y malintencionado”, y quizá eso explique que ahora, terminada la juventud, se haya enfangado en una vida inútil y se haya convertido en una fiera rijosa, en un fauno que diez años después padecería reumatismo. Ya en Madrid, se enzarza en unas relaciones que ahora llamaríamos sadomasoquistas con su tía Laura, con quien vive porque le ha caído una herencia de su tío abuelo. Baroja nunca nos dice que se mude de ropa o que se dé un baño, lo que imperceptiblemente va ligando la espesa salsa de angustia que recorre la novela.
               Este no es un detalle menor. En estas bernardinas no buscamos analizar novelas sino pensar en cómo están escritas. Baroja no es manco cuando se trata de manejar la mímesis, y ese detalle está hecho adrede. Ossorio cruza un páramo de flores muertas, una tierra calcinada de fuego en las ventanas, de ardor místico y sudado, en una excepcional primera parte, hasta que sale de Toledo, deslumbrante como un secarral.
               Más cuestiones de mímesis. Ossorio va de Madrid a Manzanares, y de allí a Rascafría, Segovia, La Granja, Illescas y Toledo, antes de partir hacia Yecla. Total, unos doscientos kilómetros de fiebre místico nietzscheana. En Manzanares, nada más salir, duerme en un cementerio, donde está descansando el oráculo, Max Schultze, un alemán que se ha venido a España buscando espiritualidad. Ya es un lugar común de las biografías barojianas identificarlo con Paul Smith, a quien conoció Baroja en 1901, en el monasterio del Paular. Los dos largos artículos que tituló Nietzsche íntimo dan idea de aquel encuentro deslumbrante, por más que cuarenta y tantos años después Baroja pusiera las cosas en su sitio: “De Nietzsche no conocíamos más que el olor”. De modo que la imagen de Schultze subido a Peñalara y la visión apocalíptica correspondiente es el lugar común que Baroja eligió para santificar al peregrino cuando emprende viaje.
               Hasta entonces he anotado tres descripciones interesantes. Una es la puesta de sol en Madrid, previa a los arañazos de la tía Laura.

El cielo estaba puro, limpio, azul, transparente. A lo lejos, por detrás de una fila de altos chopos del Hipódromo, se ocultaba el sol, echando sus últimos resplandores anaranjados sobre las copas verdes de los árboles, sobre los cerros próximos, desnudos, arenosos, a los que daba un color cobrizo y de oro pálido.
               La sierra se destacaba como una mancha azul violácea, suave, en la faja del horizonte cercana al suelo, que era de una amarillez de ópalo; y sobre aquella ancha lista opalina, en aquel fondo de místico retablo, se perfilaban claramente, como en los cuadros de los viejos y concienzudos maestros, la silueta recortada de una torre, de una chimenea, de un árbol. Hacia la ciudad, el humo de unas fábricas manchaba el cielo azul, infinito, inmaculado…

               Es lo que en el siglo XX se llamó descripción impresionista, es decir, aquella que describe no un paisaje sino el óleo que resultaría de un paisaje, pero también aquella que intenta transmitir una cierta emoción y un cierto estado de ánimo. Es decir, lo que, antes del siglo XX, se llamaba descripción virgiliana. La parte pictórica está en los colores, todos tonos de paleta: azul, verde, anaranjado, cobrizo, oro pálido, azul violáceo, amarillo ópalo, humo (que manchaba). No encontraremos mucha matización. Son colores vivos, distinguibles, nada de mezclas ni de transparencias, nada de ocultación. Es a la prosa lo que Regoyos a la pintura. También la prosa debe desempolvar de retórica las palabras vivas y fundamentales. Baroja no practica nunca el encaje de vocablos (creo recordar que es en Los visionarios donde, hablando de esto, Fermín Acha suelta una sentencia definitiva: “¿pero tú has visto algún lector que detenga su lectura para mirar el diccionario?”); claro que su castellano fundamental, su paleta básica, es extraordinariamente rica, como rico era el idioma real de su época.
               Eso por la parte de la pintura. Pero qué hay de la emoción. La gracia de esta novela es que Baroja sabe modular la intensidad y eliminar esa distancia pictórica que más que distancia es desafecto. La emoción exige entrañar el paisaje. En esta descripción, al principio de la novela, la intensidad es meramente poética, no tiene ese desgarro que adquirirá de camino hacia Toledo, y se remite a cuestiones de técnica, de retórica. Es ese “sobre los cerros próximos”, que vuelve a subir el tono con una anáfora y otra adjetivación triple. La frase sube y baja con un primer clímax en “sol” y un segundo en “próximos”. La emoción está ahí. Si lo ponemos en verso podría ser así:

El cielo estaba puro, limpio, azul, transparente. (2)
A lo lejos, por detrás de una fila de altos chopos del Hipódromo, (3)
se ocultaba el sol, (2)
echando sus últimos resplandores anaranjados (4)
sobre las copas verdes de los árboles, (3)
sobre los cerros próximos, desnudos, arenosos, (4)
a los que daba un color cobrizo y de oro pálido. (1)

               Ahí se ve mejor lo rampantes (líricos, emotivos) que son los segmentos de la prosa. No hace falta usar ni un solo adjetivo valorativo, ni mucho menos ornamental. Los números que he puesto entre paréntesis al lado de cada línea es el de sílabas átonas que hay entre la última y la penúltima sílaba acentuada, que es donde anida la emoción. Lo normal es que haya una, aquí el caso solo de la última, por no terminar la frase con demasiado énfasis. Pero las tres anteriores son versos exaltados rítmicamente precisamente por eso, por tener entre tres y cuatro sílabas átonas entre último y penúltimo acento.
               Este tipo de emoción modernista ortodoxa es solo el comienzo, hasta que el personaje empiece a sudar. Pocas páginas después (VI, 849)[1], escribe Baroja la abigarrada descripción del lumpen madrileño en un alba desapacible, donde por cierto aparece un “viejo encorvado que conocía todo lo reconocible en cuestión de basuras”. Ossorio empieza su viaje donde terminará el de La busca, en casa del señor Custodio, también basurero. Empieza por lo más humilde, por la esencia limosa.

               Empezaba a apuntar el alba; enfrente se veía Madrid envuelto en una neblina de color de acero. Los faroles de la ciudad ya no resplandecían con brillo; solo algunos focos eléctricos, agrupados en la plaza de la Armería, desafiaban con su luz blanca y cruda la suave claridad del amanecer.
               Sobre la tierra violácea de oscuro tinte, con alguna que otra mancha verde, simétrica, de los campos de sembradura, nadaban ligeras neblinas; allá aparecía un grupo de casuchas de basurero, tan humildes, que parecían no atreverse a salir de la tierra; aquí, un tejar; más lejos, una corraliza con algún grupo de arbolillos enclenques y tristes, y alguna huerta por cuyas tapias asomaban masas de follaje verde.
               Por la carretera pasaban los lecheros montados en sus caballejos peludos, de largas colas; mujeres de los pueblos inmediatos arreando borriquillos cargados de hortalizas; pesadas y misteriosas galeras, que nadie guiaba, arrastradas por larga reata de mulas medio dormidas; carros de los basureros, destartalados, con las bandas hechas de esparto, que iban dando barquinazos, tirados por algún escuálido caballo precedido de un valiente borriquillo; traperos con sacos al hombro; mujeres viejas, haraposas, con cestas al brazo.

               Si contásemos, como en el fragmento anterior, la distancia entre acentos a final de verso, veríamos que abundan los que solo tienen una, es decir, con una emoción menos exaltada. Aquí la emoción se traslada a la velocidad de los segmentos largos: “mujeres de los pueblos inmediatos arreando borriquillos cargados de hortalizas”, con una insistencia que remacha la estricta realidad de lo descrito, pero con un ritmo que lo envuelve de emoción. Es la descripción seca, sin rebabas. Las imágenes se yuxtaponen en un tono de inventario pero con ritmo clamante, esa nitidez que es como una mano abierta, llena de piedad. A Nietzsche lo de la piedad no le iba mucho, pero en las descripciones de Baroja se ve si hay afecto solo por cómo ordena las palabras.
Y la tercera descripción es de una aldea a “unas cuatro o cinco horas” de Manzanares, es decir, a Cercedilla. Allí Ossorio todavía es un corresponsal del 98 en viaje por la España rocosa. Todavía viaja con el caballete.

Junto a una tapia de adobes color tierra jugaban los chiquillos en un carro de bueyes; un burro, tumbado en el suelo patas arriba, coceaba alegremente. En el umbral de la casa frontera, de miserable aspecto, una vieja con refajo de bayeta encarnada, puesto como manto sobre la cabeza, espulgaba a un chiquillo dormido en sus piernas, que llevaba una falda también de bayeta amarillenta. Era una mancha de color tan viva y armónica, que Fernando se sintió pintor y hubiera querido tener lienzo y pinceles para poner a prueba su habilidad.

Eso es lo que se va buscando en estas primeras descripciones, poner a prueba su habilidad. De hecho poco después, justo antes de subir a Peñalara con el amigo alemán, Baroja tiene el ramalazo simbolista que admiramos en el Machado de aquellos días:

Comenzó a anochecer; el viento silbaba dulcemente por entre los árboles. Un perfume acre, adusto, se desprendía de los arrayanes y de los cipreses; no piaban los pájaros, ni cacareaban los gallos…, y seguía cantando la fuente, invariable y monótona, su eterna canción no comprendida.

               Si la novela hubiese seguido por ese derrotero de modernismo blando, no habría llegado a Peñalara con el alemán. Mientras ascienden a la cumbre, la descripción se inflama, se oxigena, se llena de combustible:

               Charlando, iban subiendo el monte, se internaban por entre selvas de carrascas espesas con claros en medio. A veces cruzaban por bosques, entre grandes árboles secos, caídos, de color blanco, cuyas retorcidas ramas parecían brazos de un atormentado o tentáculos de un pulpo. Comenzaba a caer la tarde. Rendidos, se tendieron en el suelo. A su lado corría un torrente, saltando, cayendo desde grandes alturas como cinta de palta; pasaban nubes blancas por el cielo, y se agrupaban formando montes coronados de nieve y de púrpura; a lo lejos, nubes grises e inmóviles parecían islas perdidas en el mar del espacio con sus playas desiertas. Los montes que enfrente cerraban el valle tenían un color violáceo con manchas verdes de las praderas; por encima de ellos brotaban nubes con encendidos núcleos fundidos por el sol al rojo blanco. De las laderas subían hacia las cumbres, trepando, escalando los riscos, jirones de espesa niebla que cambiaban de forma, y, al encontrar una oquedad, hacían allí su nido y se amontonaban unos sobre otros. (VI, 870)

               La escala continúa. poco después ambos amigos se adentran por las asperezas de la sierra, en un paisaje que a Ossorio le recuerda “algunos de los sugestivos e irreales paisajes de Patinir”:

Una ingente montaña, cubierta en su falda de retamares y jarales florecidos, se levantaba frente a ellos; brotaba sola, separada de otras muchas, desde el fondo de una cóncava hondonada, y al subir y ascender enhiesta, las plantas iban escaseando en su superficie, y terminaba en su parte alta aquella mole de granito como muralla lisa o peñón tajado y desnudo, coronado en la cumbre por multitud de riscos de afiladas aristas, de pedruscos rotos y de agujas delgadas como chapiteles de una catedral
En lo hondo del valle, al pie de la montaña, veíanse por todas partes piedras esparcidas y rotas, como si hubieran sido rajadas a martillazos; los titanes, constructores de aquel paredón cviclópeo, habían dejado abandonados en la tierra los bloques que no les sirvieron.
Solo algunos pinos escalaban, bordeando torrenteras y barrancos, la cima de la montaña.
Por encima de ella, nubes algodonosas, de una blancura deslumbrante, pasaban con rapidez. (VI, 873)

               Todavía la descripción de Segovia será pictórica, pero ya está teñida de un expresionismo desgarrado:

               Era una sinfonía de tonos suaves, dulces; una gradación finísima que se perdía y terminaba en la faja azulada del horizonte.
               El pueblo entero parecía brotar de un bosque, con sus casas amarillentas, ictéricas, de maderaje al descubierto, de tejados viejos, roñosos como manchas de sangre coagulada, y sus casas nuevas, con blancos paredones de mampostería, persianas verdes y tejados rojizos del color de ladrillo recién hecho. (VI, 878-879)

En Segovia, por cierto, cuando Ossorio se encuentra con Polentinos, el rey Lear de la Mancha, “cachazudo y sentencioso”, funda Baroja la prosa carpetovetónica, el tipo de prosa y la distancia que, algo más amanerada, emplearía Cela en sus libros de viajes. Pero también vemos aquí al que, antes que Cela, le sacaría el jugo, Solana. Sin embargo aquí Baroja insiste en las anáforas en gradación, que son el modo de la poesía exaltativa. Al pasar, luego, cerca de Madrid, de camino a Illescas, el paisaje se vuelve más angustioso, hasta esa joya de intensidad febril que es el camino hacia Toledo. Es un poco larga, pero son las mejores páginas del libro.

—Qué va usted a hacer —le dijo Polentinos.
—Me voy a Toledo.
—Tiene usted más de treinta kilómetros desde aquí.
 —No me importa.
—¿Pero va usted a ir a pie?
—Sí.
Salió a eso de las cuatro.
El paisaje de los alrededores era triste, llano. Estaban en los campos trillando y aventando. Salió del pueblo por una alameda raquítica de árboles secos.
Al acercarse a la estación vio pasar el tren; en los andenes no había nadie.
Comenzó a andar; se veían lomas blancas, trigales rojizos, olivos polvorientos; el suelo se unía con el horizonte por una línea recta.
Bajo el cielo de un azul intenso, turbado por vapores blancos como salidos de un horno, se ensanchaba la tierra, una tierra blanca calcinada por el sol, y luego, campos de trigo, y campos de trigo de una entonación gris pardusca, que se extendían hasta el límite del horizonte; a lo lejos, alguna torre se levantaba junto a un pueblo; se veían los olivos en los cerros, alineados como soldados en formación, llenos de polvo; alguno que otro chaparro, alguno que otro viñedo polvoriento...
Y a medida que avanzaba la tarde calurosa, el cielo iba quedándose más blanco.
Sentíase allí una solidificación del reposo, algo inconmovible, que no pudiera admitir ni la posibilidad del movimiento. En lo alto de una loma, una recua de mulas tristes, cansadas, pasaban a lo lejos levantando nubes de polvo; el arriero, montado encima de una de las caballerías, se destacaba agrandado en el cielo rojizo del crepúsculo, como gigante de edad prehistórica que cabalgara sobre un megaterio.
El aire era cada vez más pesado, más quieto.
En algunas partes estaban segando.
Eran de una melancolía terrible aquellas lomas amarillas, de una amarillez cruda calcárea, y la ondulación de los altos trigos.
Pensar que un hombre tenía que ir segando todo aquello con un sol de plano, daba ganas, sólo por eso, de huir de una tierra en donde el sol cegaba, en donde los ojos no podían descansar un momento contemplando algo verde, algo jugoso, en donde la tierra era blanca y blancos también y polvorientos los olivos y las vides...
Fernando se acercó a un pueblo rodeado de lomas y hondonadas amarillas, ya segadas.
En uno de aquellos campos pastaban toros blancos y negros.
El pueblo se destacaba con su iglesia de ladrillo y unas cuantas tapias y casas blancas que parecían huesos calcinados por un sol de fuego.
Veíanse las eras cubiertas de parvas doradas; trillaban, subidos sobre los trillos arrastrados por caballejos, los chicos, derechos, sin caerse, gallardos como romanos en un carro guerrero, haciendo evolucionar sus caballos con mil vueltas; a los lados de las eras se amontonaban las gavillas en las hacinas, y, a lo lejos, se secaba el trigo en los amarillentos tresnales.
Por las sendas, entre rastrojos, pasaban siluetas de hombres y de mujeres renegridos; venían por el camino carretas cargadas hasta el tope de paja cortada.
Nubes de polvo formaban torbellinos en el aire encalmado, inmóvil, que vibraba en los oídos por el calor.
Las piedras blanquecinas, las tierras grises, casi incoloras, vomitaban fuego.
Fernando, con los ojos doloridos y turbados por la luz, miraba entornando los párpados. Le parecía el paisaje un lugar de suplicio, quemado por un sol de infierno.
Le picaban los ojos, estornudaba con el olor de la paja seca, y se le llenaba de lágrimas la cara.
Un rebaño de ovejas grises, también polvorientas, se desparramaba por unos rastrojos.
Fue oscureciendo.
Fernando dejó atrás el pueblo.
A media noche, en un lugarón tétrico, de paredes blanqueadas, se detuvo a descansar; y al día siguiente, al querer levantarse, se encontró con que no podía abrir los ojos, que tenía fiebre y le golpeaba la sangre en la garganta.
Pasó así diez días, enfermo, en un cuarto oscuro, viendo hornos, bosques incendiados, terribles irradiaciones luminosas.
A los diez días, todavía enfermo, con los ojos vendados, en un carricoche, al amanecer, salió para Toledo. (VI, 888-889)

               Aquí ya no hay color pastel, ni reglas de escansión. Aquí está Baroja, preciso, exacto, escueto, pero, precisamente por esa prosa de frases desperdigadas, de anotaciones dispersas, alucinadas, lleno de emoción cansada, exhausta, deslumbrada, como si estuviera llegando a la roca viva de la descripción, la hubiera despojado de pintoresquismo, incluso de prosodia exaltativa, y la hubiera dejado tal y como es, en su inmensidad sencilla. Ossorio ha llegado a Toledo y Baroja al gran Baroja, y a partir de entonces las descripciones son, sin excepción, obras maestras: la meticulosa del caserón donde se aloja, la del paisaje místico toledano, hacia la puerta Visagra, las escenas entre impresionistas y del Greco de Toledo, el precioso amanecer en la tartana, de camino a Yécora, el retrato noventayochista de Yécora, más por lo que no es que por lo que es, mientras Ossorio piensa qué hacer con su voluntad, o la estampa de la Semana Santa de Yecla, un anticipo perfecto para la España Negra de Solana, punto más negro de su peregrinaje por la esencia del alma seca.
               A partir de ahí, en el desenlace, ya purificado el protagonista, las descripciones son felices, y menos abundantes, porque hay que resolver la trama. Pero la apoteosis remata el libro en otro fragmento de antología:

Anochecía; un anochecer de primavera espléndido. Se veían por todas partes huertos verdes de naranjos, y en medio se destacaban las casas blancas y las barracas, también blancas, de techo negruzco.
Cerca, un bosquecillo frondoso de altos álamos se perfilaba delicadamente en el cielo azul oscuro, recortándose en curvas redondeadas. La llanura se extendía hacia un lado muda, inmensa, hasta perderse de vista, con algunos pueblecillos lejanos, con sus erguidas torres envueltas en la niebla; hacia otra parte limitaba el llano una sierra azulada, cadena de montañas altas, negruzcas, con pedruscos de formas fantásticas en las cumbres.
Enfrente se extendía el Mediterráneo, cuya masa azul cortaba el cielo pálido en una línea recta. Bordeando la costa se veía la mancha alargada, oscura y estrecha de un pinar, que parecía algún inmenso reptil dormido sobre el agua.
A espaldas velase la ciudad. Bajo las nubes fundidas se ocultaba el sol envuelto en rojas incandescencias, como un gran brasero que incendiara el cielo heroico en una hoguera radiante, en la gloria de una apoteosis de luz y de colores. Absortos, contemplábamos el campo, la tarde que pasaba, los rojos resplandores del horizonte. Brillaba el agua con sangriento tono en las acequias de los marjales; el terral venía blando, suave, cargado de olor de azahar; por el camino, entre nubes de polvo, seguían pasando los carros cargados de naranja...
Fue oscureciendo; sonaron a lo lejos las campanadas del Angelus, últimos suspiros de la tarde. Hacia poniente quedó en el cielo una gran irradiación luminosa de un color verde, purísimo, de nácar.

               En este lienzo de descripciones ha ido Ossorio purgando su agonía. Una lucha no conceptual, unamuniana, sino más bien radical, contra o a favor de pasiones elementales, una batalla para doblegar la torrija moderna que había llegado a extremos impactantes en Gonchárov y, sobre todo, en Turgueniev, de cuyo Padres e hijos hay sombras en esta novela. Baroja tuvo que sentirse igual de impresionado que todo el mundo con aquel muchacho que vive, agoniza más bien, arrancado de sí mismo, en una implacable mirada reductiva de su miserable condición humana.
               En Baroja es muy común plantear a los personajes desde una alternativa perentoria. El manuel de La Busca tiene que elegir entre el día y la noche, y Ossorio desearía vivir en “un paisaje intelectual, frío, limpio, puro, siempre cristalino, con una claridad blanca, sin un sol bestial; la mujer soñada era una mujer algo rígida, de nervios de acero, energía de domadora y con la menor cantidad de carne, de pecho, de grasa, de estúpida brutalidad y atontamiento sexuales”; pero lo desea mientras se reboza en las perversiones de su tía y en un “erotismo bestial nunca satisfecho”. Son dos siempre las alternativas, de modo que una es intolerable, inmoral, reprobable, y la otra una quimera. Lo que busca Ossorio es el término medio entre el callejón sin salida del escepticismo lúbrico y la inhumanidad de los ángeles perfectos. Pero siempre con algo de ambos. Laura es una serpiente peligrosa, pero Adela, luego, en Toledo, “rubia, de tez muy blanca”, no soluciona mucho, por demasiado etérea. Sin embargo, su hermana, Teresa, es el prototipo de mujer que gusta a Baroja:

Teresa era graciosa; tenía la estatura de Adela, la nariz afilada, los labios delgados, los ojos verdosos, los dientes pequeños, y la risa siempre apuntando en los labios, una risa fuerte, clara, burlona; sus ademanes eran felinos.

               Estas dos hermanas recuerdan un poco a la Blanca y Marina de El mayorazgo de Labraz.  Baroja/Ossorio, por mucho que aspiren a la espiritualidad antiséptica, o que huyan de zancocho guarro, tienen siempre una querencia más moral que sexual por este tipo de mujer, que deberemos añadir a la lista de las Lulú, en el fondo su verdadero ideal de mujer. Pienso si esta pareja tan frecuente no la sacaría Baroja de la pareja de hermanas de Tormento, Amparo y Refugio, creo recordar, una ingenua y la otra resabiada. A Galdós también le tiraba más lo popular. Quien de veras le gusta a Guzmán en Lo prohibido no es Eloísa sino Camila. Las Lulús de Baroja son las Fortunatas de Galdós, solo que en Baroja, además de populares y pasionales, adquieren sentido común, por más que la desgracia las arruine. Lulú es una Fortunata (más que una Isidora) que hubiese sentado la cabeza. A Baroja le atrae ese componente popular-realista de las mujeres listas como ardillas, y al mismo tiempo francas, verdaderas. Por lo demás, esa Teresa viviría en Toledo, pero era vasca de reglamento, el vivo retrato de la Anthoni. La risa es la de la Pamposha, y los rasgos faciales los de las mujeres que veía en su casa de Itzea[2].
               En medio de la duda, Teresa es, ahora, inasequible. Ossorio no se la plantea, cuando es exactamente lo que necesita, y lo que después encontrará en Dolores. La novela podría haberse descargado un poco, pero faltaba el regreso a los orígenes, de modo que Teresa se quedó sin papelón. En cambio, se plantea seducir a una monja. Sus bajos instintos no están curados aún, o no sabe cómo administrarse la medicina. La medicina era Teresa, no la monja, pero él no la ve. “Hay que cegarse. Esta preocupación por el otro es una cobardía”, dice, muy en Nietzsche, y los diablos lo acosan, pero consigue controlarse y siente “un verdadero placer por no haberse dejado llevar por sus verdaderos instintos”.
               Es el principio de la cura. En Yécora, tierra natal del su pecado, es donde busca redimirse. Acude a buscar a Ascensión, una antigua conquista a la que dejó tirada, y de cuyo hijo quién sabe si no es padre, y que no quiere, muy sensatamente, saber nada de él. La gente que viene de tan lejos a pedirte perdón no tiene cuentas contigo sino consigo mismos, y uno, una, es la comparsa de un asunto privado con el que se le vuelve a humillar. Ossorio trata de devolver el respeto que no tuvo, y para eso siempre es tarde. La regeneración implica renovación. “Como las lagartijas echan cola nueva –se decía-, yo debo de estar echando cerebro nuevo”.
               Y ese cerebro nuevo es el que le lleva hasta Dolores, hija del administrador de la familia, que sabe lo que Ossorio percibe en concepto de no trabajar en nada. Ossorio tiene que ganarse al padre y a la madre, además de la hija, que es una Lulú sin fisuras: “Bajo la apariencia de muchacha traviesa, hay en ella una ingenuidad y una candidez asombrosas, sin asomo de fingimiento”. Con ella disfruta, en el baile, de “los sanos instintos naturales”, no emponzoñados por la educación religiosa, que es un foco de infección. Las discusiones con el curilla que, al ir a visitar su antiguo colegio de los Escolapios, intenta reconvertirlo, solo sirve para sacar a Ossorio de sus casillas, quien  tiene también que lidiar con el novio del pueblo, Pascual Nebot, con el pueblo cerril y con las aprensiones, razonables, de la propia novia.
               Pero esto está ya narrado resumidamente. Las escenas no son acciones sino resultados, se trata de cerrar el libro, y eso provoca un leve desequilibrio entre el deslumbrante ritmo narrativo de la primera parte, hasta que sale de Toledo, y el tono más episódico de lo que sigue. Incluso ese doble final, la muerte de la primera hija (como diez años después con Andrés Hurtado) no cierra la novela sino que, en una página más, agrega otro hijo con el que, ahora sí, cerrar la novela en un epílogo. Esas dos últimas páginas también están en primera fila del inventario del 98, en un tono épico nietzscheano del que se ha hablado mucho, con un decálogo de promesas de libertad a su hijo recién nacido que todavía dan que pensar.
               En 1917 Baroja escribió unas Páginas de autocrítica en las que retrataba en pocos párrafos sus novelas anteriores. En el caso de Camino de perfección, dice:

Camino de perfección es un libro casi exclusivamente de viajes. Tiene su parte psicológica, que no creo que esté del todo mal. Pesa un poco, es cierto; para llegar hasta el fin hay que tragarse muchas descripciones, mucho sol, mucho polvo, muchos caminos de Castilla; todo es cuestión de tener un estómago resistente.

               Es posible que ya no le dedicase una novela entera al paisaje, pero sí que en esta había practicado todas las formas de intensidad descriptiva. El 98, además, ya tenía una novela con sus principales características generacionales. Ese desequilibrio narrativo entre sus dos mitades quizás haga de ella una novela imperfecta, pero al mismo tiempo la adorna con los titubeos de la juventud. Juvenil es esa desproporción y juvenil la intensidad cegadora con que vibra la novela, fresca como el primer día. 




[1] A pesar de que ilustro estas entradas con las preciosas portadas de Caro-Raggio, que también frecuento y colecciono, estoy leyendo en la edición de Obras Completas en 16 volúmenes de Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.
[2] Sería el momento de aplicar la plantilla freudiana a Baroja, tontería que no pienso hacer.
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