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27.6.24

El éxtasis tedioso


Pocas dudas puede haber de que Galdós leyó a Dostoievski, sobre todo después de leer el arranque de Ángel Guerra: un revolucionario de buena familia participa en una algarada en la que muere un militar, se esconde en un cuartucho junto a su amante, la humilde Dulcenombre, y sufre graves retorcimientos de conciencia por haber participado en aquel asesinato. «No diré que fui el asesino, pero sí que maté un poco», llega a decir. Uno incluso tiende a imaginar la fisonomía de Ángel Guerra no ya como la de Raskolnikov sino como la del propio Dostoievski.
Es verdad que apenas dejó nada escrito sobre Dostoievski, tan solo que sus novelas (igual que las de Turgueniev y Tolstoi) son «expresión fiel de una sociedad», y, según recuerda Ortiz Armengol, le admiraba «aquella serenidad clásica que las caracteriza» (Vida de Galdós, 391). Y a pesar de que en su biblioteca personal sí había seis novelas de Tolstoi pero ninguna de Dostoievski, el propio Galdós asistió en el Ateneo de Madrid, y en primera fila, a las tres conferencias que pronunció Pardo Bazán en abril del 87 sobre La revolución y la novela en Rusia. Más tarde, en las crónicas que envió a La prensa, Galdós menciona la afición que cunde en Francia por Tolstoi y Dostoievski. Lo curioso es que Ortiz Armengol ya vea en Maximiliano Rubín un eco de Raskolnikov cuando la segunda parte de Fortunata y Jacinta, donde aparece Rubín, se comenzó a redactar a principios del 86, mientras que la traducción al francés era del 85 y al inglés llegaría ese mismo año 86, y al castellano no se tradujo hasta 1901. La entrega de Rubín por sacar de la calle a Fortunata puede recordar algo a Raskolnikov, y a los críticos también les ha parecido que detrás de Nazarín estaba Mishkin, el de El idiota, pero este principio de Ángel Guerra parece escrito recién leída Crimen y castigo.

En todo caso, Baroja cuenta en sus memorias que Galdós le habló una vez, mientras daban un paseo por Rosales, «de la manera de construir sus novelas Tolstoi y Dostoievski». Y es posible que le hablara de la estructura trágica a la que tan aficionado era Dostoievski, muchas de cuyas novelas son piezas teatrales ampliadas, tan contenidas en su desarrollo argumental como insondables en el de sus personajes. Aquí también, además de esa primera parte tan rusa, Galdós cierra trágicamente la novela, en el sentido de que personajes que han aparecido al principio (Arístides sobre todo), y con quienes Guerra ha practicado su regeneración espiritual, son los que blanden la daga del destino.

Ángel Guerra, también del 91 (el año, por cierto, en que Baroja hizo sus primeras armas literarias publicando en un periódico unas entregas sobre literatura rusa), es la primera de las novelas llamadas espiritualistas, después de la deslumbrante serie contemporánea de los años 80. No sé quién le puso el nombre, si fue uno de esos cortafuegos que pone la crítica y que se suelen llevar por delante títulos memorables, o el propio Galdós, que utiliza la palabra solo una vez en esta novela, cuando el retorcido Arístides, a quien ya una vez Ángel Guerra perdonó la vida, se harta de vivir como un miserable y de andar escondiéndose de unos y de otros: «Si no salgo pronto de esta situación tan… espiritualista, me tiro al río» (p. 587). Digo yo que será de ahí de donde viene, y de que en Ángel Guerra ya está planteada la figura del samaritano que se inmola por los demás en Nazarín, el hombre adulto que se obsesiona por una muchacha de traumático pasado en Tristana o la procesión de desposeídos, ciegos y mendigos, cuando no monstruos, que desembocará en Misericordia. Pero también se nota que Galdós diseñó Ángel Guerra, al menos en principio, como una más de esas novelas contemporáneas. Por aquí aparecen el marqés de Taramundi, que es hermano de Máximo Manso; Cristóbal Medina, esposo de Juana, una de las tres hermanas de Lo prohibido; Augusto Miquis, que tiene que soportar las iras desaforadas de Guerra en la muerte de su hija, o personajes meramente mencionados como la San Salomó y Pepita Pez, con la que la madre de Ángel lo quiere casar.

Pero todas esas otras novelas espiritualistas que vendrían luego son más comedidas (y mejor medidas) que Ángel Guerra, que en cierto sentido peca de un exceso de adiposidad narrativa y al mismo tiempo de no desarrollar como exigían algunos personajes y situaciones, pero sí otros meramente episódicos que sirven a Galdós para lucir su dominio de la voz, pero enlentecen la narración y empachan al lector. Así ocurre con Dulcenombre, la mujer de clase baja que lo acompaña en sus correrías políticas y a su vez huye de una familia de locos y de criminales de entre los que solo se salva Don Pito, un antiguo marinero, borrachín y lenguaraz, que se hace un poco pesado. Guerra es viudo y tiene una hija, Ción, a la que apenas puede ver porque la justicia le pisa los talones mientras él comparte refugio con Dulce. 

Pero da la sensación de que a Galdós no le apetecía desarrollar esta historia que completa casi entera la primera parte y que aún tenía conflictos que resolver como el del resentimiento de Ángel hacia su madre. Dulce se va a ir esfumando como personaje, primero como mujer despechada, luego como religiosa a su manera, y finalmente con un paleto de comedia, Casiano, que es como darle un destino narrativo para quitársela de encima. Ella y su desmadrada familia de vagos y fantasiosos va por la novela como un lastre necesario para rematarla, pero que pesa demasiado para sostenerla. Dulce se desengaña igual que el lector siente que se la ha desposeído de sus derechos narrativos. Ella quería un Ángel «en pugna con todo el orden social», no el beato a la fuerza en que se convierte luego, que «se le indigestaba».

Y todo porque Ángel Guerra se enamora locamente de Leré, la niñera de su hija, que muere para que la amada quiera meterse monja y Ángel se convierta para ver si así consigue retenerla. Y este es el argumento de una segunda novela que abandona todo lo anterior, incluidas las calles de Madrid, y se marcha a Toledo en busca de Leré y de una rehabilitación espiritual que no acaba de creerse nadie salvo el propio Guerra. 

     Y eso es lo que falla en esta novela. Galdós se agarra a Cervantes para crear una Leré-Dulcinea y de paso bramar contra el celibato sacerdotal, monta una congregación socorrista para asistir a los desamparados (en una religiosidad caritativa sobre la que Tolstoi llevaba años discurriendo y cuyo Evangelio abreviado es de este mismo 91), se empeña en atender a todos por igual, los buenos y los malos, los míseros y los miserables, y ni Leré consiente con tan pío galanteo ni esa dispendiosa fe sobrevenida le lleva a ninguna parte. Es como si Galdós no se lo terminase de creer. Las referencias al Quijote proliferan como puntales literarios de una historia en el fondo un tanto frágil: citas literales («Jó que te estriego», «Ni por pienso», los azotes de Sancho, «doña Leré del Toboso», las zagalas «en trenzas y en cabello»), paráfrasis casi paródicas («Jamás caballero de los que iban por el mundo castigando la injusticia y amparando el derecho, soñó en su dama ideal atributos de belleza y virtud tan peregrinos como los que Ángel en su monja soñaba…»), pastorileos sanchescos en torno al lecho de muerte (algo que, de modo mucho más emocionante, había hecho en Miau), o ese recobrar al fin la razón para dictar un testamento sensato y generoso como el de don Quijote, pero tan pulcro y extenso como las falsas últimas voluntades de Basilio.

Más que a los cigarrales de Toledo, la novela se marcha en su segunda parte a un territorio literario, deliciosamente descrito por Galdós pero inevitablemente acartonado. Aparece mucho cura pancista o austeramente vividor, mucho secundario de novela de provincias (el bueno de Mancebo, el espléndido monólogo de cuya presentación hace plantearse por qué no le dedicó Galdós una novela entera; Casado, el clérigo feo y sensato, o su hermana, la hacendosa Felisita), e incluso algunos detalles como el misticismo del yermo o la búsqueda de Grecos en plena crisis espiritual que habría que tener en cuanta a la hora de hablar de Camino de perfección, de Pío Baroja. Pero, así como en Baroja veremos años después un conflicto existencial, aquí no salimos de «cierta fe provisional» y de una mujer que no consiente en ser conquistada y prefiere vestir santos y dar de comer al hambriento. Guerra ya adelanta esa fe del ateo que exprimirá después Unamuno, planea construir y sufragar un monasterio para no separarse de su Dulcinea y lleva sus dogmas espiritualistas al territorio del paroxismo: «Se prohíbe temer la muerte, y huir de las enfermedades pegadizas», proclama. Y así le irá.

Ángel Guerra, con las luces de la muerte, lo reconoce: «Todo ha sido una manera de adaptación o flexibilidad de mi espíritu, ávido de aproximarse a la persona que lo cautivaba y lo cautiva ahora y siempre». Por el amor de una mujer dio todo cuanto fue… Pero la mujer lo tiene claro. Tanto, que ni siquiera consiente que en el nuevo convento convivan frailes y monjas. Hasta ahí podíamos llegar.


Benito Pérez Galdós,  Ángel Guerra, Alianza, 1986, 653 p.

10.6.24

La odalisca mojigata



La familia de León Roch
es la última de las llamadas novelas de tesis que forman la primera época de Galdós, la que se corresponde con la década de los 70. Pero su siguiente pieza ya es la impresionante La desheredada, principio de una serie en la que figuran varias de las mejores novelas jamás escritas en nuestra lengua. Es interesante leer La familia… desde esta perspectiva: qué tiene de novelas como Doña Perfecta y qué anuncia lo que culminará en la grandiosa Fortunata y Jacinta. 
León Roch es un personaje un tanto inmóvil y otro tanto palabrero, un geólogo aficionado, rico por su casa, que se casa con la hija de los marqueses de Tellería, de los que volveremos a saber el La de Bringas y en Lo prohibido, donde se dedican a lo mismo que aquí, a sablear a todo el que se deja para mantener una vida de lujosas apariencias sin pagar a los tenderos que les dan de comer. Estos Tellería (ella, Milagros, estrepitosa y falsa; él, Agustín, un pelandusco sin dignidad) tienen tres hijos que, casualidades de la historia, recuerdan a otra novela que muy lejos de aquí solo tardará un año en salir. En la de Galdós, los hijos son un místico moribundo, un señorito perdis y un político taimado, que a uno le recuerdan a veces a los Karamázov. Pero la hija, María Egipcíaca, la mujer de León Roch, está carcomida por la beatería que ha destrozado su matrimonio, aunque nunca termina de quedar claro si lo que la llevó a los cirios no fue la falta de ardor de su marido…

El problema, el conflicto, la cosa, es que hay otra. Mientras María Egipcíaca se viste en su palacete con sayas de estameña, León Roch, entre préstamo y préstamo a la familia de vagos, se reencuentra con un amor de la infancia, Pepa, heredera, nada menos, que de los marqueses de Fúcar, y casada con un pájaro de cuenta, Federico Cimarra, al que no le falta el adorno de ningún vicio ni la mancha de ningún defecto. Hasta aquí, el lector navega entretenido por las semblanzas de las dos familias y de la nube de moscones meapilas que siempre están al quite para meterse donde no los llaman (Pilar San Salomó, cotilla maledicente que se entiende con Gustavito Tellería; el cura Paoletti, renacuajo que pastorea a las damas del lugar…), e incluso disfruta de algunos pasajes digamos que costumbristas donde aparece el gran Galdós al que acostumbramos, por ejemplo el de la corrida de toros pasada por agua. Pero, en fin, llega la cosa, después de muchas páginas algo premiosas en las que, todo hay que decirlo, sobran parlamentos de alta comedia y de libro de horas. El propio Roch se hace pesado porque cada vez que habla tiene razón, defiende su racionalismo darwiniano frente a la parálisis retrógrada y beata, pero lo hace con tal caudal de retórica castelarina que tira un poco para atrás. También María, adoctrinada por el cura enano, suelta tediosas homilías hasta que se cruza en su vida mística un sentimiento demasiado humano: los celos. La novela se revoluciona el día que decide quitarse los andrajos místicos y ponerse guapa para ir a por su hombre, que se ha ido a vivir puerta con puerta con su casi amante, Pepa, y la hija que ella tuvo pero no él, víctima, además, del garrotillo, del que casi milagrosamente se salva y eso une a su madre y a León como ya no sospechaban. A todo esto, el marido de la Pepa está en América, como corresponde al que sobra.

Lo mejor de la novela es ese arranque de María, ese ponerse divina de la muerte, nunca mejor dicho, e ir a reclamar a su marido. Es lo más Fortunata, lo más intenso y creíble, porque es el único momento en que el personaje no responde a lo previsto, y en su desatado rebelarse arrastra las conductas de los otros. Pero también es lo peor, porque a María, allí mismo, en las dependencias un poco tétricas del palacio de los Fúcar, le da un soponcio y, después de una agonía muy larga y perorada, muere para que todo se líe de culpa y de luto. Por cierto que las páginas de su velatorio podría haberlas escrito un buen decadentista de los que aún sahumarían la literatura durante las siguientes décadas.

Y con su muerte, y al mismo tiempo, la novela se pierde un poco en el terreno del folletín, del dramón aparatoso y de la alta comedia: el marido de Pepa, del que se creía que había muerto en un naufragio, está vivo y colea para sacar los cuartos a su mujer y, sobre todo, a su suegro. La familia Tellería quiere hacer lo mismo a cuenta de la hija fallecida, todo entre discursos y explicaciones, hasta que Pepa (el mejor personaje de la novela junto con María, y esta solo cuando la dejan) pone a León Roch en el disparadero de no ser un cobarde, algo que, curiosamente, no consigue en esta novela pero sí sabremos que ha conseguido en Lo prohibido, cuando se nos dice que ambos han dejado Madrid y se han largado a vivir a Pau. Pero aquí Roch es un hombre atormentado y sin arranque, un tipo que con frecuencia uno no se explica por qué aguanta lo que aguanta, si porque en el fondo es otro reaccionario más que no soporta los escándalos, o simplemente porque no se atreve a tener que pelear por su propia libertad. En la lucha entre pigmaliones, ni él libera a María de la tiranía santurrona ni ella a León de su impiedad libresca. Esta es una historia de un matrimonio que no se entiende, que no debió ser, que se sustenta en el atavismo de la posesión sentimental, por parte de ella, y de un sentido algo mezquino de la caballerosidad por parte de él. Pero el tema es que ese tipo de matrimonios eran —y son— un error.

En todo caso, tanto los discursos teatreros como esa inmovilidad acartonada desaparecerán para siempre con La desheredada, lo que quiere decir que algo debió de intuir el propio Galdós sobre lo que no funcionaba en La familia de León Roch. Si lo que se propuso es dar un repaso a la miserable sociedad aristocrática madrileña, a los arribistas y especuladores de la moral y del dinero, a los perdonavidas y a los mojigatos («odalisca mojigata», llama Galdós a María Egipcíaca, y es un resumen exacto), la verdad es que lo consigue, pero todavía desde esa perspectiva de tesis con la que ya lo hizo en Doña perfecta, con personajes detenidos en su condición, representantes de un tipo de ser. Y sin embargo los mimbres frescos de sus más grandes novelas asoman ya entre las etiquetas de la porcelana antigua. 

Unas palabras sobre la edición de Íñigo Sánchez Llama para la editorial Cátedra. Es un desastre. Al margen de una introducción árida y repetitiva en la que insiste en el krausismo neokantiano de Roch (con sus inevitables derivadas del sexismo patriarcal postisabelino y la crítica al neocatolicismo de la época), pocas veces he leído un texto con tantísimas erratas, faltas de ortografía, errores de compaginación, notas gratuitas, la inmensa mayoría citas del DRAE para palabras corrientes y molientes (azahar, acequia, ambrosía, constelación, tronado, yermo, cerril, ornitología, costurón, empréstito, trípode, alabastro, y un larguísimo etcétera), cuando no dedicadas a adelantar la trama o a repetir de todas las formas posibles el conflicto entre racionalismo y reacción, y con fallos tan poco decorosos como pensar que el Grande Oriente debe de ser el nombre de un café madrileño, sobre todo si en la línea anterior ha aparecido la palabra logia, o que, en un ambiente taurino, Aleas es un pueblo de Guadalajara. Algunos errores parecen trampas de corrector informático («ratifícales» en vez de artificiales, por ejemplo; pero también «matón» en vez de mantón), pero lo más grave es que el editor ignora cómo se usan los puntos suspensivos, que nunca sustituyen a una coma ni a un punto y coma, o falla con frecuencia en la acentuación de los pronombres y adverbios en función completiva qué y cómo, cuando no en los pronombres personales (tu —como pronombre personal— y aparecen varias veces), por no hablar de las confusiones con los diacríticos o de que usa las mayúsculas como bien le peta; pero, eso sí, sofoca el texto con notas textuales, como si hubiera hecho colación con la editio princeps de un manuscrito medieval.

La editorial Cátedra tiene demasiado prestigio como para colar este tipo de trabajos tan mal hechos. Lo principal es un texto limpio, acorde con las normas ortográficas actuales y con la mejor edición disponible, sin tanto diccionario manual ni tanta aclaración superflua. La nota 500 da idea de lo que uno puede encontrarse cuando baja la mirada: 


«Haut Sauternes: En francés en el original. Según nos indica amablemente el profesor de literatura francesa de Purdue University, Thomas Broden, «Sauternes» es una localidad francesa situada en el Departamento de la Gironda, cerca de Burdeos, donde se produce un famoso vino dulce de mesa. «Haut Saurternes» remitiría entonces al ámbito geográfico más «alto» de la región próximo [sic] al río Garona.


El tal Thomas Broden parece el guía espiritual del editor, porque en la nota 182 ya nos había dicho lo siguiente:


Poste restante: En francés en el original. «Diraección a remitir». Según nos indica el profesor de literatura francese de Purdue University, Thomas Broden, el sistema del «poste restante» —«posta restante» en italiano»—[sic] consiste en dar el nombre de una persona y la ciudad en la que se encuentra. Advertido por la oficina de correos cuando ésta recibe conrrespondencia a su nombre, el destinatario paga la tasa correspondiente y puede recoger entonces el envío.


Con «contra reembolso» ya nos habríamos apañado. Los Tellería eran menos petulantes. Y, además de amigos ilustres, tenían mapas.


Benito Pérez Galdós, La familia de León Roch, ed. Íñigo Sánchez LLama, Cátedra, 2003, 663 p.

18.7.20

El caballero encantador



La extensa obra de Galdós juega en ocasiones en su contra. Hablamos de un escritor que antes de cumplir cuarenta años ya había escrito La desheredada y El amigo Manso, y muy poco después esa obra maestra absoluta que es Fortunata y Jacinta. Pero a Galdós aún le quedaban otros cuarenta años de escritura sin interrupción, desde las novelas espiritualistas a su abundante producción dramática, pasando por las tres últimas series (dos y media) de los Episodios Nacionales, en las que abundan las pequeñas joyas.
Yolanda Arencibia, su última biógrafa, ha optado por ceñirse a las proporciones del tiempo, y su repaso de los años 80, la época de las novelas contemporáneas, resulta quizás un tanto desigual (le dedica más espacio a El crimen de la calle Fuencarral que a Fortunata y Jacinta), con interpetaciones que al lector de Galdós pueden incluso resultar chocantes por superficiales, y con piezas (Gerona) a las que no se da como novelas la importancia que luego sí se les concede como obras de teatro. Tanto Gerona como El doctor Centeno son, a mi juicio, elementos clave de la evolución estética de Galdós, aquí algo solapadas por la descripción del argumento y las consideraciones demasiado generales; y algo parecido sucede con la gran Lo prohibido, donde yo no había visto ese análisis de la psicología masculina y sí un espléndido y variado retrato de la femenina, o con Miau, en la que Víctor, el personaje que da sentido a todo, apenas tiene importancia, o, en fin, en la propia Fortunata y Jacinta, con la que Arencibia parece cubrir el expediente dando la tarea por imposible.
En toda esa parte de la biografía (los primeros 40 años) los datos son conocidos y solo cabe apurar un poco los vínculos canarios del autor, los amorosos (algo del tiempo que la autora dedica a la joven y desgraciada Sisita podría habérselo dedicado a Fortunanta), una condescencencia difícilmente justificable con algunas de los heroínas de Galdós, sobre todo con la impresentable Rosalía de Pipaón, y la dedicación estrictamente proporcional a otras tan interesantes como la gran Refugio de Tormento. Si uno sigue las fechas en la biografía de Ortiz-Armengol, la diferencia es la descripción de las obras, pero entonces habría que compararlo con la obra de Montesinos, que es una seria interpretación de conjunto.
La más larga segunda parte de esta biografía, sin embargo, sobre todo desde su análisis de Ángel Guerra, resulta mucho más interesante y esclarecedora. El manejo de la ingente cantidad de cartas que dejó Galdós, la selección de las citas (en la primera parte algunas eran demasiado largas y gratuitas) y la reconstrucción de las idas y venidas del autor obran en pie de igualdad con el análisis de sus últimas series de Episodios, la reivindicación de algunos especialmente brillantes, pero sobre todo con la idea de un Galdós hombre de teatro, que es otro de los fuertes vínculos que unen el XIX y el XX en nuestra literatura.
En eso la biografía da una imagen justa que por unas cosas o por otras nuestra historiografía de la literatura mantenía un poco desdibujada (quizá por hacerle a las novelas contemporáneas más caso del debido, quién sabe). En El amigo Manso ya está el futuro Unamuno (y así se lo reconocía por carta don Miguel a don Benito), y Ángel Guerra es la novela que hubiera querido escribir el bilbaíno de Salamanca, aparte de que en ella ya esta media de la barojiana Camino de perfección. Y en el teatro de Galdós tiene Unamuno referentes demasiado claros como para tener que aprender danés en sus ratos libres, y no solo por Electra. El tema de por qué le dieron la espalda los del 98 está ya muy trillado y Arencibia no hace sangre: tanto Unamuno como Valle-Inclán se ofendieron porque Unamuno no puso alguna de sus obras en El Español cuando era director. Era un contemporáneo, pero infinitamente más cercano a esos jóvenes altivos que a los Echegaray, Tamayo y Baus y otras cacatúas de su tiempo, tan solo diez años mayores que él. El 98, en fin, empieza en Galdós, y esta biografía invita a tenerlo claro. Tanto Valle-Inclán como Baroja tuvieron un modelo en la tercera serie de los Episodios, el modelo del material histórico al servicio de la libertad compositiva. En ese telar cabían sus modernidades. Incluso daría que hablar su pionera forma de escribir libros de viajes, su atención al paisaje, comparada con la muy prolífica de Unamuno o la casi constante de Baroja, por no hablar de Azorín.
Estos portentosos últimos cuarenta años están contados en la biografía de Arencibia con meticulosidad postal. No deja borrador por escrutar ni pieza por catalogar, almibarado todo por los amoríos de don Benito, siempre tan caballerosos. Arencibia dedica su tiempo a los cuernos que le puso Emilia Pardo Bazán en Barcelona, y a la Fortunata Lorenza Cobián, o a la escandalosa Concha, que no lo dejaba en paz, o a la sobria Teodora, incluso a otra Concha diferente de sus últimos años, cuando ya estaba medio ciego y hecho unos zorros, pero seguía latiendo su espíritu conquistador…
Un poco demasiado melosas estas incursiones en la vida sentimental de don Benito, interesantes porque caminan sobre el delgado equilibrio de dignificar a sus amantes y ponderar la modernidad de las relaciones, sin entrar jamás en que Galdós, como muchos otros señorones de su tiempo, tenía queridas pobres a las que ponía un piso, talmente como Juanito Santacruz, o, si se quiere, como Evaristo Feijoo. En estos tiempos de juicios retroactivos, hace bien Arencibia en edulcorar aquellas formas de poliamor, incluso a costa de desaprovechar unas cuantas anécdotas de don Benito algo verdosas que en este caballero impoluto, algo desmanotado con el dinero —demasiado generoso— pero ideal en sus afectos y sus lealtades, quedarían como una mancha en el traje.
Y así nos queda la imagen de un autor que supo desde muy al principio que le apetecía pasar el resto de su vida escribiendo cinco horas diarias, que publicó a destajo para pagar los gastos de sus sueños y las intendencias de su amor, e independizarse de sus parásitos y disfrutar en la idílica San Quintín, y que dejó una obra clásica y abierta todavía, si bien no es tan esquemático Galdós, creo, como a veces, sobre todo al final, lo interpreta Arencibia. Galdós nos enseñó a ir por detrás de los personajes, no por delante. Galdós los oye y nos los hace oír. Ese misterio, que es el misterio del gran narrador, lo hace más moderno que cualquier idea política o social de las que puntualmente la autora nos da noticia. Es lo que lo hace actual.

Yolanda Arencibia, Galdós. Una biografía, Tusquets, 2020, 862 pp.

6.4.19

Torquemada en la hoguera


Hacía tiempo que no visitaba a Galdós, así que, aprovechando que Cátedra acaba de publicar Las novelas de Torquemada en un solo volumen, me he vuelto a pasar por su barrio. La edición, de Ignacio Javier López, la verdad es que aclara más de lo necesario, porque no sé yo qué relevancia tiene citar la durée de Bergson para anotar un pasaje que fue escrito cuando Bergson no había publicado nada, o explicar, con las consiguientes nota al pie y flexión de cervicales, qué significa en castellano hacer el agosto, ir como una seda, ser desenvuelta, mírame y no me toques, ser cosa del otro jueves, dar un sablazo, etc, etc. López las explica (no siempre bien: lo del mantón ala de mosca necesita una revisión), y uno piensa si el editor da por sentado que un universitario que lea a Galdós no sabe qué significan esas expresiones, algo acaso comprensible para estudiantes extranjeros, no sé. El caso es que una edición crítica, a estas alturas de curso, no creo que consista en incorporar al texto un diccionario portátil sino en abrir el texto al lector culto, pero bueno.
El caso es que hemos vuelto a Torquemada, el prestamista desalmado, un personaje relativamente raro en Galdós, quien no suele dejar a sus personajes sin una oportunidad para redimirse. La empatía galdosiana (el paternalismo, se decía) hace que la maldad sea una forma de desgracia. En Torquemada en la hoguera, la primera de la serie, Galdós se ríe con sarcasmo de sualquier forma de redención del personaje. Su hijo se está muriendo de meningitis y él lo siente, sobre todo, porque el muchacho es muy listo (y puede rentarle al avaro pingües beneficios), pero en medio del dolor piensa en una forma de compensación moral, un portarse bien que salve a su hijo. Va a las casas miserables que tiene arrendadas y perdona las mensualidades, cubre al desnudo con su propia capa (vieja), les regala unos días de esperanza a una pareja en la que bien a gusto nos habríamos quedado unos cientos de páginas más, porque se trata de Isidora, la desheredada, que vive en una buhardilla sin ventanas con un pintor tuberculoso, en un ambiente muy Las ilusiones perdidas de Balzac, pero se limita a asombrarse y coger el dinero cuando el miserable Torquemada procede a su ronda de inversiones en bonos de moralidad. 
Galdós quiere hacerlo antipático y lo hace, desde luego; eso sí, al precio de resultar cargante. La novela se duerme varias veces en la suerte, la ronda dadivosa quiere ser más graciosa de lo que es, el niño se va muriendo…, con esa fragilidad algo mística del niño de Miau, y don Francisco Torquemada no deja de ser miserable ni cuando llora («una pataleta»). Sus acompañantes, el estúpido Bailón, que habla como escribe y escribe como un nuncio, o la vieja sirvienta deslenguada, la única que le dice a Torquemada el mal del que se tiene que morir, son proporcionalmente desagradables, patéticos cuando Galdós tira de humor.
No, no es una novela encantadora. La trama está más adelgazada que de ordinario (un hombre malvado se decide a hacer el bien para salvar a su hijo moribundo) y Galdós la engorda con una prosa extendida y repetitiva que a veces parece un caldo demasiado gordo, un cocido demasiado grasiento. Pasa a veces en Galdós, pero pasa siempre que Galdós no quiere a su personaje. Por eso vemos a Isidora y es como si viéramos pasar a una vieja amiga con quien nos iríamos donde fuese con tal de no estar con el maloliente usurero. De hecho, en un pasaje Torquemada le propone a Isidora, en lo más alto de un entusiasmo enfermizo, de esa generosidad servil y descontrolada de quienes están sufriendo mucho, seguir con las investigaciones sobre la estirpe de los Anansis…, e Isidora, que ya es otra Isidora, dice que no, que la dejen estar. Se perdió entre el gentío al final de La desheredada y ahora sobrevive de mala manera, pero al menos sabe quién es.
Cuando en una novela, sobre todo una novela española y máxime si es una novela del XIX, se alaba la maestría del lenguaje, en este caso ese lenguaje de frases hechas que el editor da por hecho que ya nadie entiende, es porque la creación mítica y la construcción narrativa no son tan memorables. En realidad Torquemada en la hoguera no es más que el primer capítulo de una mucho más compleja e interesante novela, pero llama la atención el hecho de que, entre la primera y la segunda entrega de la tetralogía, mediasen cuatro años y en ellos escribiera obras tan largas como Ángel Guerra (la novela que querría haber escrito Unamuno) y tan buenas como Tristana. Después, cuando retomó la serie de Torquemada, las tres siguientes salieron solas. Quiero decir que Torquemada en la hoguera no parece más que un episodio, un largo capítulo inicial, un arranque dickensiano, muy dickensiano, que se tiene que desarrollar. Y que se desarrolló, vive Dios. 
También es verdad que la escribió en un par de meses, al mismo tiempo que los últimos capítulos de La incógnita y como un encargo apresurado para La España Moderna de su querida amiga Emilia Pardo Bazán, quien llegó a enviar a Galdós un vaciado de su mano «gordezuela» en actitud de escribir, y justo después de que lo hubieran vuelto a desairar en la Academia. Tenía motivos para estar contento y para estar mosqueado, pero yo creo que en ese regodeo en el superlativo que a veces resulta un poco molesto está la prueba de que lo escribió divertido, a toda pastilla, con un plan muy sencillo, un continente sarcástico para un ejercicio de naturalismo lingüístico que a veces tiene algo de alarde, de exhibición, de pavoneo. Es la contribución a la causa del amigo de doña Emilia, una demostración de la enorme riqueza de la fraselogía entre las clases populares, necesaria para el conocimiento de la evolución de nuestra lengua. Esa que, por lo que da a entender el editor, ya hemos olvidado. 

20.10.13

Maestros de escuela


Esta edición de El amigo Manso, escrita en 1882, es de 1976. Es la que leyó mi hermana Pilar en el instituto, y seguramente, por eso mismo, la primera novela de Galdós que yo leí. Guardo como oro en paño esa portada de Daniel Gil (¡cuánto se le echa de menos!), aunque la edición que leo, llena de subrayados y anotaciones, es la de Francisco Caudet para Cátedra, que, según tengo anotado, leí por penúltima vez en junio de 2006 (de hecho hay fragmentos con la palabra Balbino en el margen, porque por esas fechas estaba a punto de empezar Los ojos del río), y ahora he vuelto a leer.
               Supongo que esta novela me gusta por la misma razón por la que le gustó al lector Baroja o al lector Unamuno. Siempre digo que El amigo Manso es un referente del 98, pero casi habría que decir que es la primera gran novela del 98. Baroja espumaría el caldo para que la prosa no se le espesase tanto, pero en esencia es lo mismo. Y algo parecido cabría decir de Unamuno, que arrancó las primeras y las últimas páginas de El amigo Manso y con ellas escribió Niebla. Unamuno era un mozo cuando la publicó Galdós, y Baroja un niño todavía, pero en las novelas de uno y otro siempre se me aparece este Máximo Manso como un recuerdo pluscuamperfecto, adherido a la memoria más allá de la consciencia, como si fuera uno de esos libros que por vez primera los hicieron removerse en el asiento y pensar que la literatura servía también para otra cosa.
               Como novela, para mi gusto, solo tiene un fallo. La anagnórisis de Manolito Peña, que sucede en la página 354, ya se ve venir, al menos, desde la página 333. Tampoco creo que Galdós buscase una sorpresa como la que se lleva Manso, cuando se entera de que hay un Acis que ronda a su Galatea, en este caso un discípulo suyo que ha enamorado a la bella Irene. Pero durante muchas páginas nos ha ido llevando con el cebo de José María, el hermano de Máximo, un indiano despilfarrador con una familia que es como un jardín de guacamayos, divertidísima. La Niña Chucha (sí, sí, también suena a 98), Lita o Rupertico son un coro caribeño metido a comer garbanzos, y puestos a ver el espectáculo de que el cabeza de familia beba los vientos por la institutriz, que es de la parte de Hortaleza.
               Máximo Manso es un profesor krausista que vive “en decorosa indigencia”, un Stoner madrileño del siglo XIX, y virgen. Su alumno, Manolito Peña, el hijo de la vecina, es un Mozart que se aburre con la metafísica, y Máximo un Salieri que intenta preservarlo de la pomposa vaciedad ambiente. Quiere educarlo a él y quisiera educar también a Irene, la sobrina de otra vecina, una muchacha que quiere ser maestra y de la que Máximo se enamora como un cepo. Es entonces cuando viene José María, el hermano, tocando las maracas, y se fija también en la muchacha. Esta parte es extraordinaria. Lica, la mujer agraviada, y su madre, La Niña Chucha, le cogen el punto al culebrón habanero a las primeras de cambio. Galdós se lo pasa bomba con los dramas y las comedias de estas dos mujeres estupendas que se merecían ellas solas una novela solo por lo bien que lo han hecho en esta. Su trabajo era distraernos. Si José María visitaba a Irene como Juanito Santacruz a Fortunata, Galdós podía, de paso, ir preparando la aparición estelar de Manolito Peña. Galdós escribe hasta que al lector se le haya olvidado, y vuelve a sacarlo desde detrás de un escenario, en la velada en la que tío y sobrino compiten en oratoria, junto con una porción de músicos y recitadores (entre ellos Sáinz del Bardal, quizá modelo de Luis Longares para el poeta comunista de Los ingenuos), y Galdós se luce en la gran escena de masas y nos cuenta un chafarrinón en el que late el tema de toda la vida. Él, Manso, era como Catón, recto y sincero, limpio y concienzudo; Sáinz del Bardal y toda la cuadrilla son asianistas vaporosos, que es lo que parece que triunfaba; y Peña es como Esquines, el improvisador genial, el encanto natural. Y ese es el encanto natural que también ha visto Irene, seducida igual que todo el público del teatro, o quizá más porque, como descubre Manso al final, ni siquiera se trata de amor a la persona sino a la posición social. Irene no es aún la Electra de 1902. Irene es una muchacha que sabe lo que vale un peine y ha visto en Peña, además de un novio guapo, un buen partido. Galdós nos hace comprender cómo se siente Polifemo, aunque sea un catedrático empeñado en seducir a Irene por la vía de la razón.

¡Bonito espíritu de adivinación tenía este triste pensador de cosas pensadas antes por otros; este teórico que con sus sutilezas, sus métodos y sus timideces había estado haciendo charadas ideológicas alrededor de su ídolo, mientras el ser verdaderamente humano, desordenado en su espíritu, voluntarioso en sus afectos, desconocedor del método, pero dotado del instinto de los hechos, de corazón valeroso y alientos dramáticos, se iba derecho al objeto y lo acometía!

               ¿No es este el hombre de carne y hueso de Unamuno? ¿No es el hombre de acción de Baroja? Peña es el héroe de acción, el que se lleva a Eugenia en Niebla, el que busca un tesoro en La Busca, pero Manso es el héroe de inacción, es Augusto Pérez y es Manuel Murguía e incluso Andrés Hurtado.
               En Unamuno, además del amor a la metaficción, que a Galdós y a él le vienen de Cervantes por línea materna, está “el dolor que me dijo que yo era un hombre”, y esa necesidad crispada de serlo: “No me hable usted de teorías, hábleme de sucesos, no me hable usted de sistema, hábleme de hombres”, lema que también podría haber acompañado cualquier cartapacio de la ILE, junto al de “fuera santos y vengan catedráticos” o al de “no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos”.  Y sí, el giro final es la gota que treinta años después se convirtió en niebla. Pero cualquiera que oiga párrafos como este debería replantearse la autoría de muchas ideas del 98:

Era necesario distinguir la ptria apócrifa de la auténtica, buscando ésta en su realidad palpitante, para lo cual convenía, en mi sentir, hacer abstracción completa de los mil engaños que nos rodean, cerrar los oídos al bullicio de la prensa y de la tribuna, cerrar los ojos a todo este aparato decorativo y teatral, y luego darse con alma y cuarpo a la reflexión asidua y a la tenaz observación. Era preciso echar por tierra este vano catafalco de pintado lienzo, y abrir cimientos nuevos en las firmes entrañas del verdader país, para que sobre ellos se asentara la construcción de un nuevo y sólido Estado.

               Sí, son ideas del Regeneracionismo, el mismo del que ironizaba Baroja, pero no Unamuno. Quizá Baroja fuera más parecido a Manso, más descreído, más ingenuo y menos optimista que Galdós. Pero el caso es que en esta novela no dejo de pensar en él. Desde el cínife de doña Cándida (que creo que está al principio de La sensualidad pervertida) al repelente Sáinz del Bardal, pasando por fragmentos enteros que no desentonarían en absoluto en una novela de Baroja: la descripción de los flamencos del café o, sobre todo, la larga escena de las nodrizas, tratadas como animales, por las que Galdós, sorprendentemente, no parece sentir el menor aprecio. Quizá es lo único raro de la novela; raro por ser Galdós, pero normal si se toma como método naturalista. Con esa misma aprensión describirá Baroja el lumpen madrileño. Incluso esa aceptación final de la realidad que ensaya Manso es un buen modelo de cómo traducir a novela el término ataraxia.
               Pero lo que más les tuvo que atraer de Manso fue que hablara en primera persona y que fuera tan verosímil. Manso es el inadaptado, el que ama idealmente, más de lo debido, el bueno por convicción ética del que los demás abusan por convicción mundana. Manso es maestro de escuela es un país que despreciaba la educación entonces y la sigue despreciando ahora. Manso es eso que las madres nos decían cuando nos llevábamos algún disgusto por algo que a los demás les traía al fresco: es que no vales para este mundo. Pues eso, Manso no vale para este mundo y arrastra su sombra por todos los pisos del gran edificio madrileño. Me imagino a Baroja descubriendo un modo de ser, una novela en la que el héroe no es el que se queda con la chica ni el que se hace rico ni el que tiene éxito. Manso no tiene nada de los héroes de ficción: no existe, como dice nada más empezar la novela. 
               Quizá no sea su novela más redonda. Creo que para hacernos olvidar a Peña y mantener una especie de suspense teatral echó a la prosa más paladas de las necesarias, y su último agón con Manolito hace pensar que Galdós, en el fondo, no lo cree tan angelical (¿y si de veras Peña le hubiera hecho caso?). El papel de Irene queda un poco deslucido. Tarda Máximo en comprenderla, no tanto como su futura suegra, que no entiende cómo es posible que su hijo se case con una maestra de escuela ("¿Qué dirá la gente?"). Pero desde luego es una de las novelas más trascendentes. Esta sí fructificó, y de qué manera. Tanto que su brillante escuela, sus Manolitos Peñas, no solo renegaron a veces del maestro sino que, con el tiempo, alejaron esta novela de los planes de estudios. Una pena.

27.5.10

El juego del secreto























No sé hasta qué punto Tormento puede considerarse la primera parte de una novela cuya segunda parte sería La de Bringas. Si se leen en el orden en que las escribió Galdós, Francisco Bringas pasa de ser un hombre algo apocado pero muy buena persona al avaro especialista en postizos que veremos después. Y, al revés, Rosalía pasa de ser una mujer despreciable, una vívora sin cerebro, interesada y cotilla, a cobrar, además del protagonismo, cierta dignidad narrativa. Leídas las novelas en orden inverso al de su escritura y al de los acontecimientos, produce cierto alivio recordar que Bringas no es un sujeto tan inmundo, pero a Rosalía le caen encima todos los vicios de la pequeñez.
Francisco y Rosalía abren y cierran Tormento como personajes secundarios y abarcan La de Bringas como protagonistas. Se diría que, antes de narrar sus miserias, nos cuenta el autor la razón por la que son miserables, sobre todo Rosalía, a través de uno de esos personajes gloriosos que de vez en cuando crea don Benito: Amparo, la hermana de Refugio, que, esta sí, cerrará con una espléndida demostración de humanidad –y se sorna– el ciclo de las dos novelas. El drama de Amparito, aparentemente secundario, fragua en Tormento una novela redonda, mucho más novela que La de Bringas, aun usando en ambas registros de folletín, y a veces abusando incluso.
La historia de Tormento es muy sencilla. Una muchacha pobre, al servicio de su pariente Rosalía, es pretendida por un indiano rico, Agustín Caballero, primo también de la familia. Pero hay un impedimento que casi acaba con Amparo: hay un secreto en su vida, una turbia relación con un cura salvaje que lo echó todo a perder por ella. Este secreto es todavía más macguffin que las deudas de Rosalía en La de Bringas. Galdós lo encubre y lo estira; hacia la mitad de la novela, tendí a pensar que quizás un poco demasiado, pero la gran elipsis final lo justifica todo, incluso el funcionamiento del artefacto narrativo.
Y, argumentalmente, ya no hay más. Ni menos. El estudio que pinta Galdós de la muchacha y el pretendiente es el de dos víctimas de la podre social madrileña y al mismo tiempo de dos personas sanas, limpias y verdaderas, que de no haberse amado de verdad podrían muy bien haber sido engullidos por la maledicencia implacable, por esa saña despiadada que siempre han tenido las sociedades muy pequeñas. Conviene no olvidar que Galdós no habla de una gran ciudad sino de un círculo pequeño y cerrado en medio de una ciudad populosa. El funcionamiento del secreto, del tabú, de la habladuría y de la condena es el que siguió amargando la vida de muchos españoles durante más de un siglo. Desde nuestra perspectiva, no tiene la menor importancia lo que pudo haber tenido Amparo con ese cura rebotado, una especie de Unamuno salvaje, más bruto pero aproximadamente igual de desquiciado. También Proust hablaría luego de los celos del pasado, pero sin vincularlos a esa ponzoña española de los dimes y diretes, verdugo del más mínimo traspiés, que en este caso es fácil de imaginar en qué consistió. Un cura que aprovecha el reducido espacio del confesionario para violar las tiernas mentes de las muchachitas, a ver cuál cae, y que se vio preso en las redes de alguna cuya divina presencia lo sacó de sus casillas, en este caso de su confesionario. Los curas suelen ver bien que los desmanes se cometan a oscuras y en silencio, pero cuando salen a la luz son capaces de crucificar al más pintado, sobre todo si no es colega del sagrado ministerio.
Así las cosas, en la novela se libra una batalla moral entre las personas decentes que no quieren saber nada del pasado de nadie y las cucarachas que olisquean las debilidades para instalar allí su nido de lenguas negras. Agustín Caballero no le debe nada a nadie (en el Madrid de la época este dato es decisivo), pero tiene algo así como la mala conciencia del indiano, el que se pasó media vida trabajando como un mulo y decide volver rico y craso a una sociedad que se le revela repugnante. Incluso su largueza, su dadivosidad con los parientes es un modo de pagar por integrarse, de hacerse querer. Si algún fallo tiene la novela es que el personaje de Caballero es íntegro desde el principio, tan íntegro que no cabe la menor duda de que no consentirá que le amarguen la vida a Amparo para siempre. Pero, como Galdós es tan buen narrador, Caballero casi llega tarde, casi la devoran. Uno queda suspenso y expectante, a la espera de cuál será el método de salvación, puesto que la salvación ya se da por descontada. Y es aquí donde brilla el gran narrador, donde aparece como un ángel el gran Felipe Centeno, que si no lo conociésemos ya de El doctor Centeno su truco del veneno nos sorprendería en vez de alegrarnos solamente. Sabemos que Felipe no puede ser el vehículo de ninguna muerte. Cuando Amparo bebe el vaso de veneno confiamos en que algo tiene que seguir funcionando bien en el mundo, gente como Celipín y como esos personajes buenos de Galdós.
La crítica, alguna crítica, ha hecho con Galdós lo mismo que la Bringas hace con Amparo, despreciarlo por bueno, por crear personajes puros que nos devuelven la hermosura de la condición humana. Lo emocionante del final de Tormento no es que triunfe el bien y que la feliz pareja mande al cuerno a toda la marabunta deslenguada, sino que todavía quede gente buena. Se puede ser ahora Caballero, Felipe o Amparo (incluso Refugio, un personaje que me encanta, demasiado amiga de las Rufete). Son exactamente iguales las deudas ficticias del que regresa, igual el miedo de los inocentes a que lo que digan los demás pueda destrozar su vida, igual la ingenuidad que sin cálculo ni palinodia, por puro instinto, no es capaz ni siquiera de servir como vehículo del mal.
La novela, por lo demás, se ha relacionado con las dudas unamunianas, y hay un fragmento que, aislado en unas oposiciones, a más de un concursante le haría dudar. Galdós cuida siempre mucho los detalles teatrales, y tiene la deferencia de quitarle al exclaustrado la sotana y vestirlo poco menos que de vergonzoso en palacio, un Polifemo enfermo de resentimiento que pasó por el seminario. Teatro es también toda la espléndida escena en la casa del cura Polo, mientras en una habitación agoniza Celedonia y él va por los pasillos persiguiendo a la muchacha con sus uñas negras. Tremendo el momento en que la moribunda se despreocupa de su muerte y se lía a criticar, a sospechar, a prohibir, a sospechar. Si a Unamuno el cura le pudo dar más de una idea, esta escena no me creo yo que no encantase a Valle–Inclán. Y luego dicen.
Una última cuestión. Esta novela ha sido durante mucho tiempo lectura escolar. Lo fue incluso cuando todavía era verosímil. Los estudiantes que lo leyeron en los 70 todavía pudieron pensar que aquello podía pasar, podía estar pasando. Ahora que la situación ya no es creíble salvo para ciudadanos abducidos por alguna secta (cada vez más, por otra parte), queda sólo el arte de narrar como sustento de la historia. Y ese arte sigue fresco como el primer día. Ese secreto Galdós tampoco lo desvela, pero, igual que el otro, está más claro que el agua.

26.5.10

Tormento. Cuestiones previas

























Me he vuelto a enganchar a don Benito. Esta vez he recaído en mi adicción galdosiana por un estupendo artículo de Marcelino Cortés a propósito de La de Bringas. La volví a leer y qué menos, ya que nos ponemos, ya que viajamos a estos paraísos artificiales, que leer también Tormento. Qué menos.
Esta tarde la terminaré, espero, pero me apetecía comentar una cuestión previa. Tormento es una de las novelas (casi todas las contemporáneas) que tengo en cuatro ediciones diferentes. No tengo la de Castalia, a pesar de que me gusta mucho su serie clásica del siglo XIX, con pliegos cosidos en papel hueso, nada de hilván con pegamento, si bien es cierto que las tapas, que antes eran de un precioso rosa fucsia, son ahora de un rojo casi carmín. Pero Tormento, considerada lectura escolar, está en Castalia didáctica, una edición de la que solo tengo, porque es única, la estupenda antología gongorina de Carreira. No me gusta el formato ni el color del papel, nada que ver con el hermoso color hueso satinado de los tomos clásicos de antes de la invasión del cloro. Sí tengo la de Cátedra, la negra, que también cuida el cosido y el papel y además está anotada por Francisco Caudet, cuyas interpretaciones diagramáticas me hacen mucha gracia pero en general sus notas no me irritan por obvias o irrelevantes, mal tan extendido en el mundo de las notas a pie de página.
Otras dos ediciones clásicas que, por diferentes motivos, rara vez utilizo son los tomos correspondientes de sus obras completas en Aguilar y en la Biblioteca Castro. La de Aguilar es un objeto de culto público y privado, todo un capítulo de unas memorias. Lo que pasa es que el papel es muy fino, la doble columna muy estrecha, la letra demasiado pequeña y un poco hinchada por una especie de lento, casi geológico corrimiento de tinta y abombamiento de papel. En algunas páginas la tinta ha resistido mejor y entonces las letras parecen hundidas en un fino colchón de hilo blanco. Y, sobre todo, no puedes ir leyéndola por la calle. Ocurre lo mismo con la edición de Castro, sólido mamotreto (incluye, además de Tormento, El amigo Manso y El doctor Centeno), que, o lo apoyo en en una mesa, o, si quiero leerlo cómodo, tengo que adaptar al sillón de lectura una tabla ergonómica y un atril encima y adoptar la posición de Fernando Alonso dentro de un bólido. Es cómodo y absorbente, como ver una película de palabras tumbadazo en el sofá, pero de uso estrictamente doméstico. Eso sí, no hay edición más bella, al menos en mi biblioteca. Y no tiene notas.
También puede ocurrir que, dependiendo de dónde me encuentre, vaya alternando la edición de Castro y otra de bolsillo, pero en este caso la otra que tengo de bolsillo, la de Alianza, es la que me acompaña dentro y fuera de casa. Hasta que dejó de trabajar Daniel Gil, las ediciones de Alianza eran, aparte de libros modestos pero bien pegados, de papel blanco pero consistente, de apretada letra pero clara, obras maestras del arte de ilustrar portadas. Ahora cogen detalles de cuadros, muchos bastante oscuros, y el lomo es del mismo rosa fucsia que me gusta en las ediciones de Castalia pero que aquí le quita todo el encanto. La composición es fija, no como antes: los títulos están siempre en el mismo sitio y son de la misma letra, aspectos ambos que Daniel Gil cuidaba como un elemento más de la obra. En esta edición mía (tampoco tan antigua: es la vigésimo segunda reimpresión de la edición de 1968, que yo compré hace quince años), después de leída, el lomo se agrieta por las junturas de los pliegos, incluso se descascarillan un poco las letras en Times del autor y del título; pero cuando los acabas las tapas vuelven a su sitio, no como en la actuales ediciones, que pingan un poco y adquieren un incómodo volumen. Amén de que ahora, en las nuevas ediciones, cuando terminas el libro, antes de devolverlo a su sitio tienes que poner las hojas en orden y barajarlas un poco haciéndolas botar en el vade del escritorio, que es blando y no las dobla.
La portada de La de Bringas parece por sí sola la interpretación de Fernández Montesinos: un personaje agradable de ver, pero rígido, sin dobleces, y con la cabeza de madera, capaz de perderse por un fular de gasa. Esta portada de Tormento, en cambio, no es una foto preparada sino un grabado con retoques. El contraste con el color calabaza apagado del título, ocre con un poco de pimienta, color de caldo de cocido madrileño con chorizo picante, contrasta con un azul que por otra parte nos hace la época más cercana y refuerza, sobre todo en la fachada, el aire de foto antigua.
La gracia está, aparte de la composición y el azul grisáceo que difumina el fondo, en que Amparo, la protagonista, es exactamente la mujer de la portada, con esa leve descompensación en el tamaño de los rasgos de la cara que es tan propia de la humildad. No es difícil ver en ella, en esos ojazos entrecerrados, en el algo prominente labio superior, en la nariz un poco grande, a la mujer que se esfuerza en la contrición pero que en cuanto abra los ojos para cualquier cosa volverá a su rostro la alegría. Su gesto no es afectado. En los labios se adivina el rictus agradable de quien sigue una lectura con interés y sabe abstraerse del entorno, de quien está dispuesta a que la lectura sea provechosa y el misal purificador. Pero es joven, muy joven, y el Tormento del título no refleja que la muchacha esté rota por dentro, o enloquecida. Su juventud es tan restallante como ese velo blanco entre la multitud azul, a pesar de que parezca dolida, o quizá por eso, porque sabemos que no tiene aún el alma lo bastante corrompida para conseguir que su imagen nos resulte la de una beata martirizada por alguna tontería. Uno se la imagina en la piel de Agustín Caballero y comprende que se empeñara en recluirse del mundo viejo, aparente y pobretón, arribista y cotilla, servil y despiadado, con una muchacha que, sin deberle nada a nadie, se considera una horrible pecadora. No pasa nada. Es joven. Ya se le pasará.

23.5.10

La reina de los ciegos


























Galdós escribió La de Bringas entre abril y mayo de 1884. En enero había terminado ya Tormento, y en noviembre ya estaría lista la primera parte de Lo prohibido. La de Bringas es la quinta de sus novelas contemporáneas, que se había iniciado tres años antes con la monumental La desheredada. Visto en conjunto, da la sensación de que, después del esfuerzo de escribir semejante obra maestra, Galdós hubiera diversificado sus empeños, se hubiera dedicado a tratar con más atención aspectos que o bien procedían ya de La desheredada o bien prefiguraban lo que sería Fortunata y Jacinta. Se había permitido incluso piezas como El doctor Centeno, un alarde narrativo que sólo puede caber como historia cerrada, no como el gran fresco social para el que don Benito iba reuniendo materiales.
Todas las piezas eran orgánicas, pero en Tormento ya tenemos los personajes de La de Bringas. En realidad son la misma novela, aunque en este caso Galdós ha decidido escribir una comedia. La novela teatral, vamos a decirlo así, divierte a don Benito y se nota. También escribió La corte de Carlos IV, uno de sus mejores Episodios, entre abril y mayo, más de diez años atrás.
En La de Bringas hay una versión nacional del avaro cuya caricatura no llega nunca a ser dignificada. Dada la envergadura de la novela, uno espera que este avaro salga por algún lado, deje de ser tonto, lleve al extremo un papel cómico que ya conocimos en Tormento, o se nos aparezca renovado en un nuevo destino novelesco. Nada de eso. Galdós renuncia deliberadamente a que los personajes de esta farsa cobren demasiada complejidad. Lo que diferencia La de Bringas de otras novelas de más envergadura quizá sea eso, que la brillantez del protagonista lo es a costa de la densidad de los secundarios. En las grandes obras del maestro eso no pasa. Todo el mundo, por pequeño que sea su papel, tiene un conflicto que lo engrandece, o está mirado con cierta comprensión. Este Bringas, la marquesa de Tellería o el señor Pez son aquí personajes condenados de antemano. No tienen margen de maniobra, y eso es necesario para el ambiguo resplandor de Rosalía. La prueba está en que Refugio, la muchacha mellada que reaparece al final y da una lección a Rosalía (y de paso se venga de lo que nos contó Galdós en Tormento) es uno de esos personajes que en una página ya te han conquistado para una novela entera, y que poco después reaparecerá en Lo prohibido reencarnada en Camila, la mujer de Miquis, la hermana pobre y honesta.
Pero Rosalía necesita moverse entre espectros de teatro que le sirven a Galdós para jugar con su candidez. No sería tan interesante si su marido fuese un poco menos tonto, ni el retrato de las marquesas arruinadas tan redondo si Galdós hubiese dado un poco de margen a la Tellería. Y el personaje de Pez, en fin, llega incluso a adquirir hondura por su propia cobardía, por su propia condición desdibujada. Son estupendos personajes a los que en esta función sólo les toca exhibir un rasgo. Este rasgo, eso sí, lo bordan, porque en medio de ellos Rosalía es la reina de los mares.
Los tres son símbolos de un mundo que se acaba, de modo que tampoco pueden beneficiarse de ninguna redención. Pero Refugio, la mujer honrada que come de su trabajo, es el mundo que tenía que venir después de La Gloriosa. Cuando Bringas pierde la vista y su mujer, Rosalía, piensa que se le ablanda el corazón, es cuando más gestos de guiñol protagoniza y se comporta con más racanería. Cuando el doctor Golfín le devuelve la vista, el miserable vuelve a racanear fingiéndose pobre para no pagarle entera la factura. Ni siquiera tiene la grandeza shakespeariana de Torquemada (que tiene aquí un cameo imponente). Es un vulgar cuentajudías, un marido polvoriento y antipático, y, comparado con Rosalía, un vejestorio. Lo despreciamos porque no se entera de nada, y aquí Galdós goza dilatando el principal macguffin de la novela, que Bringas no se entere de que Rosalía le ha cogido cinco mil reales del doble fondo del arca. Y así hay momentos en los que hasta mete las uñas en la ranura para abrir el cofre, pero en el último momento, con todos los violines histéricos, se olvida de abrirla y Rosalía respira. Galdós no ahorra con él en trazos gruesos, desde el espantoso exvoto de cabellos y angelotes tétricos que se empeña en construir (y que casi le cuesta la visión), hasta las más mínimas alegrías novelescas, como hubiera sido que se fuesen todos a Arcachón tres o cuatro capítulos, a tomar las aguas, que invitados estaban. Es curioso que en cada intervención la novela dibuja líneas argumentales que se cortan por la cerrilidad de este hombre estúpido al que Galdós solo le concede un acto de verdadera dignidad: no pedir.
Con la marquesa de Tellería pasa lo mismo. Galdós nos confunde cuando devuelve la mitad de lo que Rosalía le ha prestado. Creemos que va a devolver todo el dinero, que a esa imagen de loca malgastadora, de ludópata de los trapos, también le cabe un rasgo de nobleza. Tiene constantes oportunidades, pero tiene que ser hasta el final igual de indeseable. Por eso, en vez de pagar lo que debe, se va, ella sí, y a todo plan, a tomar las aguas con el dinero de Rosalía.
Y otro tanto es Pez, más bien besugo, cauteloso picaflor, amante de las mujeres de los amigos y, en fin, un pobre hombre. Lo que piensa de él Rosalía cuando el otro no quiere ayudarla es un hermoso retrato de la ira con la que una mujer se toma la futilidad de un amante. Ha sido un pasmarote que Galdós nos puso ahí para llevarnos al lamín del tomate. Cada vez que sale aguardamos la escena en la que por fin se enrollan. Pero aquello habría sido irse mucho más allá y plantear cuestiones ya resueltas con Isidora en La desheredada. Y, por otra parte, Galdós sólo usa los tópicos folletinescos para dotar de fluidez a la novela, no de contenido.
Y entre todo este coro de almas defectuosas, Rosalía. La indulgencia dura más con ella, exactamente hasta el final de la novela, cuando Refugio –y ese sorprendente narrador, puro deus ex maquina– le dan el rapapolvo que se merece. Galdós deja caer que Rosalía está en disposición de aprender la lección, pero tampoco lo explicita mucho. Rosalía ha sido víctima de los trapos y las jerarquías. Sería demasiado piadoso confiar en ella.
La última escena con Refugio es ejemplar en este sentido. Si hasta entonces algo nos ha hecho encariñarnos de Rosalía, ser aliados en sus cuitas, es que era ella la que sufría cierto desprecio social. La marquesa le toma el pelo, su marido la trata como si fuera el ama de llaves, y el Pez pescador no parece decidirse por una pieza de tan poco lustre. Pero es al final cuando Rosalía se comporta con Refugio con toda la displicencia y el desprecio que en esa feria de vanidades que es el Palacio Real ella está acostumbrada a sufrir, y que, fieles a la tradición española, también es una cuestión familiar que viene de lejos. Duele un poco admitir que habríamos agradecido que Rosalía siguiera siendo la heroína atribulada, y no parte del pasado, la mujer del funcionario que se codea con marquesas de pega. No, ni siquiera Rosalía se libra de la quema, pero a ella sí se ha ocupado Galdós de hacerla atractiva, voluntariosa, incorregible, ambiciosa, ingenua y con ese encanto que tienen los personajes femeninos que gustan a Galdós mientras los está creando. El marido se merece que se la pegue con Pez, incluso que le meta un pufo en trapos. Rosalía no comete crímenes porque son víctimas son unos merluzos. Si Galdós llega a desplegar la tragedia de los tres secundarios, que la tenían, y gorda, Rosalía se habría resentido, no habría pasado de ser una cursi, lo que era en Tormento.
Con Miau me pasó lo mismo. Los secundarios tienen papeles muy potentes que Galdós poda para que no den sombra a los frágiles protagonistas. Escribe entonces Galdós como dicen que trabajaba el director de fotografía de Los abrazos rotos, que abrasaba el plató de luz potente que luego iba recortando para crear la atmósfera perfecta. Pero insisto en que en las grandes novelas Galdós no recurre a este método. Todos, tengan el papel que tengan, no sólo se merecen una novela sino que la tienen, por muy resumida que se nos presente.
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