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3.3.25

Especias de Palermo


Nada más llegar a Palermo entramos en la iglesia de San Camilo de Lelis, patrono de los hospitales, y había cuatro personas rezando el rosario. Las paredes estaban desconchadas, con manchas de humedades, las molduras carcomidas, y sin embargo vimos una talla de San Camilo abrazando a un enfermo llena de sensualidad. Por un momento me emocionó ese recogimiento popular, esa convivencia de lo religioso con lo más mundano. Me habría quedado a rezar el rosario completo, con el anciano de voz grave y las tres mujeres que lo acompañaban, sobre todo una, que llevaba la voz cantante. Vuelvo a estos santos lugares y no porque haya recuperado la fe sino porque no hay otros donde uno esté más cerca de sí mismo. Los templos se crearon para sentir ese recogimiento trascendente. Sensualidad, espiritualidad, aquí es todo uno y lo mismo, y cierto estridente paganismo, entre exuberante y vulgar. 
El aeropuerto Falcone-Borsellino avisa de adónde viene uno, pero ya leí durante el vuelo, en la Historia de Sicilia de Norwich, que la mafia es un ente invisible para el viajero, que sólo si se decide a comprar una propiedad muy probablemente reciba la visita de un individuo muy elegante y educado que lo pondrá al tanto de la situación. También he visto en una farola una pegatina de «Studenti e Studentesse siciliane contro le mafie», que llaman a unas jornadas de la memoria en Trapani, a finales de este mes de marzo. Y también vi en las tapias deslucidas del jardín de algún palazzo la pintada «Sbirro suicidato, messo perdonato». Pero nada más. No es que uno esperase lugareños con lupara vigilándote desde una esquina, pero sí carreteras atestadas, conductores gritando y tocando el claxon y juntanto las yemas de los dedos. Y tampoco. Si acaso dentro de la ciudad uno percibe que los semáforos parecen ser menos eficaces que la barra libre para meter el morro del coche y pasar antes que el otro, pero también da la sensación de que todo está sincronizado y los accidentes deben de ser igual de frecuentes que si todo el mundo respetara las señales.

Tuvimos, además, la suerte de ir a parar a un hotel de aire decimonónico, como un palacio de la época del Gatopardo, o en todo caso de principos del XX, con su sofá circular en el vestíbulo y su biblioteca, patio cubierto, galería en derredor, pasillos largos y estrechos con arquillos de medio punto, y ese toque de placer que recuerda a los balnearios antiguos. Y estaba, para nuestra comodidad, en el mismo centro de Palermo, al lado de las Cuatro Esquinas. Los primeros paseos recuerdan el barrio del Carmen de Valencia cuando la mugre aún formaba parte de su encanto, o el barrio Gótico de Barcelona, lugares desastrados pero intensamente vivos, callejuelas empedradas con losas centenarias, esmeradas de historia. Más que nostalgia, uno siente el alivio de que ese tipo de vida le siga fascinando.

El progreso no es obligatoriamente restrictivo. Algunas tradiciones de la gente humilde no desaparecen con la prosperidad, ni tampoco en todos los países que llamamos avanzados. El río de gente por la calle principal, paseando por la tarde con la ropa de los domingos, ya es difícil de ver en España. Sí continúa el vermú alargado de treintañeros y cuarentones, con música de bases graves y olor a marihuana. Continúa también el mercado tipo Rastro, pero lleno de comida, el Ballarò, ese lujo de pescados frescos y parrillas humeantes, gritos de vendedores que remueven los arancini en el aceite albando, o las reuniones familiares en la playa, con puestos de fritangas y cañas de pescar en la escollera. Todo eso forma parte de una tradición que, salvo las copas a mediodía de los que alargan la juventud, nosotros casi hemos perdido, y ese casi se refugia sobre todo en el Mediterráneo. Lo familiar era eso, lo que hemos visto en nuestras costas pobres, las risas a lo lejos de las mujeres, el grito del vendedor que no ha vendido una escoba y canta el precio como si fuera una súplica de amarga ironía. 

Son las formas religiosas metidas en las entrañas de la gente, a pesar de una escena que hemos visto en la iglesia de la Assunta, rebosante de angelotes y guirnaldas de escayola, todos con ese blanco sucio del tiempo y la desidia. En esta iglesia no habría más de dos docenas de feligreses. El oficiante era un cura francoparlante, de origen africano, que no dominaba bien el italiano y cuando se atascaba en alguna palabra uno de los asistentes, siempre una mujer, a las que esas cosas suelen dar menos apuro, se lo decía en italiano para que el hombre cotinuara con su homilía. Una de las veces empezó a pasar la mano por encima de la cabeza hasta que alguien le ayudó: «Volare». «¡Sì, volare!», dijo el cura sonriente, y más de un feligrés pensaría con nostalgia en Domenico Modugno. Era un símbolo, tierno incluso, de cómo está la Iglesia, estos días que el papa Francisco parece que está en sus últimos amenes: Palermo sigue teniendo una hermosa iglesia barroca en cada esquina, y a no ser que sea lo bastante suntuosa como para cobrar una entrada que sufrague su mantenimiento, suele caerse a pedazos. A pesar del imponente seminario y las sotanas de alta costura que se ven por la calle, los curas son ancianos que no se tienen en pie o vienen de otro país y de otra lengua, y fuera suena la música popular, que se cuela entre los cirios, y todo parece a punto de que ya no pueda mantenerse, a expensas de que un vecino viejo se ocupe de pasar un trapo a los impresionantes cuadros y esculturas de hace tres o cuatro siglos. Es ahí, en esas iglesias que encontramos en los callejones, entre los balcones con sábanas tendidas y las fachadas que resisten de milagro, donde está el sabor de esta ciudad. 

Claro que hay otros sabores que la mantienen en pie, empezando por su culto a la gastronomía. Ya a media mañana, en la iglesia de Santa Caterina, en cuyo claustro hay una pastelería exuberante, nos compramos unos canoli de los grandes, con granos de pistacho en la ricotta de uno de los lados y de chocolate en la del otro, y nos los comimos en un precioso claustro con el suelo de baldosas de colores, entre el rumor de una fuente y las hojas de las palmeras. Pero esa era ya la parte monumental, más cuidada, y sobre todo la Capilla Palatina, donde íbamos con la vaga ilusión de escuchar misa en italiano y nos encontramos con que la cúpula del ábside, la del célebre pantocrátor, estaba tapada por una lona. El resto, la nave, lo que sí era visible, resultaba lo bastante deslumbrante como para no echar de menos la pieza principal. A mí que no me gustan las fusiones, sin embargo esta mezcla de arte árabe y bizantino, pero también cristiano occidental y normando (y quien la puso en pie, Roger II, venía de aquellas tierras), es un gozo de la vista unido por el horror vacui, la hermosura del techo con casetones estrellados como estalactitas de madera, los mosaicos bizantinos de fondo dorado que recorren las paredes por encima de la columnata. Tendría que usar una guía para nombrar los otros templos que visitamos, algunos más normandos que bizantinos, otros más barrocos que árabes, pero todos con esa gloriosa impureza de las razas que van y vienen, mientras las dejan estar, cosa que no ha sido ni sigue siendo demasiado frecuente. A pesar de monjas que destruían un ábside bizantino para encastrar un retablo de estuco barroco, a pesar de reyes que se cargaban lienzos de mosaico para entrar más cómodamente a sus habitaciones, queda en Palermo la huella de de Roger II, el único rey (acaso junto a Federico II) que dejó hacer y convivir y respetó el aluvión oriental del pueblo siciliano. Y uno sale de las iglesias y respira en las calles el aroma de las especias hindúes, y se asoma a una cafetería y contempla el relajado pasar el tiempo de hombres de aspecto arábigo que toman un café.

Entre capilla y oratorio, entre iglesia y monasterio, es imperdonable no coger un tren a Cefalú, a menos de una hora de camino, contemplando la costa destartalada junto al mar tranquilo, apenas un ribete de espuma en la orilla y un ligero temblor de las aguas, como un estremecimiento de la superficie, y entre la vía y el azul intenso, el clásico desmadre urbanístico mediterráneo, un caos de construcciones con aspecto de no tener la mínima regulación y carcasas de edificios que nadie se ocupó de restaurar, o quedaron en el limbo de una herencia disputada (o de un litigio clandestino). Quién sabe dónde están los dueños de la ruina. El tren pasa ente huertos de limoneros, pitas, chumberas, cañaverales, pinos, sauces y palmeras, cipreses que bordean los caminos de los cementerios y un número sorprendentemente alto de araucarias, todo bajo la luz de febrero, más atemperada que en verano, más clara. 

Cefalú es un pueblo delicioso para dedicarle una mañana. Aparte del sosegado Tirreno y la playa rocosa que lo bordea, recorrimos las empinadísimas callejas, adornadas con vasijas pintadas con vivos colores, y sobre todo su maravillosa catedral, otro ejemplo de cómo los estilos diferentes, en este caso el suntuoso bizantino del pantocrátor en la nave principal y, sobre todo, en el ábside (parecido al que no pudimos ver en la Capilla Palatina), y el barroco que lo sostiene, aparte de la techumbre árabe, conviven en espacios diferentes, juntos pero no revueltos, yuxtapuestos pero no mezclados, un argumento más en contra del vicio de la fusión, que siempre es coartada para malos artistas. Una cosa es que el arte beba de fuentes diferentes mientras crece, y otra muy distinta mezclar churras y merinas, a ver qué sale. Tanto en Cefalú como en Palermo los ámbitos, casi todos, están muy claramente delimitados, y dialogan y se combinan, pero no se superponen. En la catedral de Cefalú, además, me llevé la sorpresa de unas hermosas vidrieras abstractas, muy recientes, de los años 80 y 90 del siglo XX, obra de Michele Canzoneri, artista de Palermo, que inmediatamente me recordaron la intervención, mucho después, de Miquel Barceló en las vidrieras del Louvre. Y no es la primera vez, porque el día anterior, en la estupenda exposición de Picasso en el palacio de los Normandos de Palermo, vimos unas cuantas piezas de cerámica que nos representaron también la obra de Barceló, del mismo modo que luego, comiendo en un restaurante al lado de la playa, incluso la vajilla nos lo recordaba; pero en este caso era Barceló el antecedente, mientras que en los otros él era el que claramente había tomado la inspiración de Canzoneri y de Picasso. La de Picasso siempre la ha reconocido y defendido; la otra puede que sea indirecta, pero no por ello menos evidente. En una tienda de cerámica de Cefalú, en fin, Inma me compró la piña típica siciliana, símbolo de paz y de fecundidad, que pondremos en la biblioteca junto a las novelas de Lampedusa, Sciascia y Camilleri. Lo hemos celebrado comiendo caponata y pasta con brócoli, y un vino blanco del Etna, de los que cultivaba Polifemo.

También es agradable cruzar la isla en tren, un par de horas de viaje hasta el no menos obligatorio Valle de los Templos, la Grecia clásica (la Magna Grecia) en estado reconocible, templos de peristilos dóricos y frontones de tímpanos vacíos, en colinas explanadas a pocos kilómetros del mar, asentados sobre lechos de tierra con elasticidad suficiente para soportar los movimientos de la tierra; de lo contrario es inconcebible que algunos de ellos se sigan manteniendo en pie. Vistos desde las alturas de Agrigento, estos templos descansan en esa moderada proporción que las ambiciones han tendido siempre a estropear. Veníamos de ver, desde la ventanilla del tren, la primavera temprana en todo su tierno y jugoso esplendor, entre huertos de alcachofas, coles y mandarinos, entre campos de hinojo y olivares, y las sargas y los eucaliptos que marcan el cauce sinuoso de los arroyuelos, porque en Sicilia, y a pesar de lo abrupto de su orografía, no hay ríos caudalosos. Esperábamos la Sicilia seca de un agosto mitológico y encontramos la tierra feraz, los prados tupidos, brillantes, tapizados de cantuesos y de jaramagos. Esperábamos escenas polvorientas, de la Sicilia tópica, y entre los restos de columnas milenarias crecen tréboles y margaritas, y las pitas y las chumberas se abren paso entre las metopas. La Sicilia de Palermo y Cefalú que habíamos visto hasta entonces era la Sicilia medieval, bizantina, barroca, pero no la Sicilia de Empédocles y de Gorgias, la cuna de la retórica, que es también la del pensamiento porque sólo se piensa lo que se puede decir. 

Es lo que salva la visita de Agrigento, que por lo demás es una cuesta inacabable, doscientos incómodos peldaños para subir hasta la catedral, que, viniendo de Palermo, no es nada del otro mundo. De cuando en cuando, a los pies de la ciudad antigua (tampoco tan antigua, aunque con una fisonomía como cubista que sólo se aprecia desde el tren), hay retazos de la estética fascista, el Palacio de las Comunicaciones, no sólo con esas columnas cuadradas, altísimas, marciales, sino con las estatuas angulosas de la época de Mussolini, a quien los sicilianos, siempre tan suyos, dieron el empujón definitivo para que cayera en desgracia; y también el interior de la estación de tren, esa escalinata de altos mandos, o la chulesca estatua de Pirandello (antes de que rompiera el carné), un busto desnudo, arrogante, marinettiano, en la plaza que lleva su nombre. Menos mal que había otro rincón con una de esas estatuas de hierro a tamaño natural que parecen como vaciados de fotografías, en este caso una de Andrea Camillieri, que ha hecho más para la buena fama de los sicilianos que el mismísimo Garibaldi, y me temo que ha traído más gente a estas tierras que Empédocles y Pirandello juntos. 

De regreso a Palermo, es inevitable acercarse a Monreale, cuya catedral es similar a la de la Capilla Palatina pero sin lonas ni andamios provisionales, con las mismas escenas bíblicas en mosaico bizantino y ese Cristo de ojos enormes que te siguen con mirada seria. La fastuosidad bizantina no reduce en absoluto la sensación de minuciosidad, ni tampoco la de calma, sobre todo si uno se sienta un rato en el elegante claustro de columnas dobles con capiteles historiados, esa moderación, esa proporcionalidad del Gótico que sabe ya a Renacimiento. Monreale está en un alto e históricamente ha servido para vigilar la entrada de ejércitos y mercancías en Palermo, aunque quizá también por ello ha sido centro logístico de operaciones turbias. Hoy en día, sólo con el portentoso Duomo ya se garantiza un flujo constante de turistas y caudales, aunque lo otro, por lo que leo, tampoco ha dejado de funcionar. 

Ese claustro que separa los conceptos de belleza y de grandiosidad nos sirvió de respiro antes de la traca final de capillas barrocas a nuestro regreso a Palermo, la iglesia de Jesús o el despampanante oratorio de Santa Cita, el colmo de la escultura con estuco: florones, escenas del calvario, ángeles de todo sexo, santos orantes y santas en éxtasis equívoco, e incluso escenas de la batalla de Lepanto, de un virtuosismo tan deslumbrante que impide una contemplación más relajada. Visitamos estas últimas capillas en un Palermo lluvioso, y en una de ellas, en el recodo de una galería, me encontré la escultura de la cabeza cortada de un Bautista, que exhibe detalladamente la sección de la garganta, las arterias y la espina dorsal. Así es el naturalismo suntuoso que hemos disfrutado, tan cerca del cielo y del infierno, tan amante de la belleza como vecino de la muerte.

Porque nos faltaba otro remate imprescindible: aparte de la visita a la Martorana, que habíamos dejado para el final, ese ejemplo de cómo la falta de escrúpulos produce engendros superpuestos (el ábside bizantino tapado con estucos barrocos), en medio de otra hermosa muestra de convivencia de estilos, en este caso un exterior arábigo y un interior bizantino, nos quedaba el palacio Abatellis, lleno de bustos de asombrosa delicadeza como el de Leonor de Aragón, o imitaciones de Caravaggio que en ocasiones se salen de su siglo para entrar en estilos casi contemporáneos a nosotros, aunque la pieza clave, y no me extraña, es el asombroso Triunfo de la muerte, que es del XV, con esas damas vivas de piel rosada y esos obispos muertos y angulosos de pellejo gris, con ese galgo diabólico y ese caballo esquelético que inmediatamente recuerda al de Picasso, y si no ya te lo recuerda el museo, porque en la misma sala hay una reproducción a tamaño natural del Guernica, un tapiz tejido por Jacqueline Roque, segunda esposa del pintor, y, por si hubiera dudas, un estudio a tinta de ambos caballos firmado por Guttuso, de quien también se expone una crucifixión tremenda, entre vanguardista y afascistada. El arte es un camino de postas: de un cruce entre los bestiarios medievales y las exquisiteces renacentistas sale, cinco siglos después, un emblema cubista.

Palermo es un atracón permanente: de pescados y capillas, de mercados e iglesias, de tabernas y museos, de ruinas y palacios, de curas y motorinos, de joyas y alcachofas, de mármoles sacros y bragas tendidas. Pero Sicilia es así. Norwich no deja de insistir en su esencia caótica e ingobernable, sus aspiraciones independientes y sus caprichosos sometimientos, esa voluptuosidad que en el fondo es la misma ya esté en los estucos de una catedral o en los tenderetes de un puesto de sardinas, un pueblo de aromas intensos y bellezas violentas al que le ha cabido la suerte y la desgracia de estar en el centro de la historia de Occidente y asumir con orgullo el privilegio y la condena de vivir siempre a su aire.

3.6.22

Banderines de Estocolmo


Llegué a Estocolmo con la idea de encontrar en algún museo las deliciosas figuritas de madera de Axel Petersson, cuya obra descubrí hace muchos años en un número de la revista FMR. Son piezas talladas a base de rudos navajazos y pintadas con tinta de escribir, de una expresividad y una viveza que me asombraron. En ellas no había huellas mínimas de gubia ni de lija de ningún grano, como si el artista tuviera bastante con un hachazo sin desbastar para que aflorase del tarugo el movimiento y el carácter del personaje. Muchas eran bromas con sus vecinos, que sin embargo abrían muy en serio su interior. También leí que el carácter sueco era un poco así, austero y socarrón, y muy habilidoso. Pero nada más llegar me cercioré de que, así como las pinturas de Carl Larssen, sus óleos sobre dibujo, con los contornos de los objetos marcados con tinta china, eran muy populares (no en vano es el inspirador de la estética de interiores claros y limpios que nos ha colonizado con Ikea), sin embargo Axel Petersson era mucho menos conocido. 
Su museo natal está a unos doscientos kilómetros al sur de Estocolmo, en un ámbito rural acostumbrado, en los tiempos de Petersson, al hambre y el trabajo duro. Quizás ese difícil pasado escandinavo tenga que ver con la exhibición de maestría con pocos y nada sofisticados elementos de Axel Petersson, que tardó en ser valorado y me temo que ahora ya no esté lo bastante reconocido. Ahora en Suecia ya no hay vacas flacas que esculpir, y eso que hace tres o cuatro años, en mitad de una sequía, sacrificaron buena parte de la cabaña por falta de pasto. Nada grave: en cien años, Suecia se ha convertido en una discreta y opulenta imagen del futuro deseable. Pagan muchos más impuestos que nosotros y a cambio tener hijos no es ningún quebranto y el sistema sanitario de calidad está garantizado. Lo que los socialistas de los 80 mitificaron con Olof Palme (al que sin embargo en Suecia muchos tenían por arrogante) es lo que ahora persiste con la misma inquietud que en todas partes: esa masa creciente de resentidos que destapa las vergüenzas racistas más escondidas. No llegan a extremos como el de Holanda, pero episodios como la integración de los refugiados sirios que acogieron Suecia y Alemania reavivó en sectores especialmente rancios un dragón vikingo que seguía dormido. 

De eso, en la calle, todo es perceptible pero nada flagrantemente visible. Una tarde, paseando por una céntrica avenida, vimos un río de gente detenida. Estaban rodando una película, un spot, lo que fuera, y los figurantes aguardaban en sitios muy concretos para a la voz de ya seguir paseando por la calle. Me impresionó la seriedad, la dignidad con la que estaban allí parados sin hacer nada. Ningún paseante estaba separado de otro por menos de cinco metros, a no ser que fueran en pareja, en cuyo caso tampoco se hablaban. Todo era limpio y ordenado, de gente que se transparenta. Solemos achacar al respeto o a la timidez el hecho de no mirar al otro, cuando quizá sea la simple inexistencia. Luego, ya sin cámaras ni claquetas, me senté a fumar un cigarro en un banco y a ver pasar a la gente, y me pareció que todos eran figurantes de la misma película que en cualquier momento se detendrían y minutos después seguirían su camino sin cambiar el semblante inexpresivo.

Me divierten estos exotismos. La gente caminaba muy recta con ropa deportiva hecha de materiales ecológicos inodoros. En medio se podía ver algún otro origen, sobre todo, me pareció, de descendientes de etíopes y eritreos que a principios de los 80 se refugiaron en Suecia huyendo de la guerra. Por lo demás, los suecos son obviamente altos, rubios y de ojos azules, a no ser que vengan del tenebroso norte, que entonces pueden ser morenos, pálidos y de ojos negros. Presumen de piernas largas, como pude comprobar en la señal de tráfico que avisa de obras, en la que un operario con ropa cómoda da paladas con tesón y sin esfuerzo. La belleza masculina tópica tiende a las mandíbulas angulosas y la frente recta, y la femenina a esa redondez algo pepona que en los años sesenta nos parecía señal de salud y bienestar. Las suecas del landismo no eran bellas sino lustrosas y bien alimentadas, y tenían las piernas largas. 

Esta coreografía socialdemócrata se mueve con patines y bicicletas entre barrios boscosos y especies sucesivas, pensadas para que en cada mes el paseante disfrute de flores diferentes, sobre todo lilos, que ahora estaban en su apogeo, pero también rododendros y rosales que aguardan respetuosamente su turno para florecer. En las islas residenciales hay junglas aseadas, robles añosos junto a castaños de indias o una especie de salix olivácea que yo diría que es como nuestra sarga. Y no es de extrañar porque luego, en los macetones de las terrazas que se asoman al estuario, hay hermosos olivos que en invierno ponen a cubierto. 

La organización vegetal de la ciudad abunda en paseos bajo los tilos, algunos de los cuales acuestan sus ramas muy japonesamente sobre la superficie del agua, que si fuera muy salina ya las habría desecado. Pero el mar en Estocolmo, las aguas del estuario, no huelen a salitre, unas por muy dulces y otras por poco saladas. No se oye graznar tampoco a las gaviotas sobre los mástiles de los veleros, que atracados junto a las aceras se mecen con meneo sobrio y controlado, en un río que, cuando mezcla sus aguas con el mar, «su orgullo pierde y su memoria esconde», como dice Góngora. Tampoco mucho: cada cosa en sus sitio, cada corriente fluvial y marina como cada línea de metro. El Báltico no es una mar salada sino un mar salobre, de mínima concentración de sal. Los norayes y los pantalanes lucen en perfecto estado de revista, como recién pintados, sin las cicatrices del salitre. En el muelle, allá donde mires, la panorámica no sabe de estridencias. Tan solo sobresale, picudo, algún chapitel que otro, pero los puentes no acaparan la perspectiva ni las velas tapan ni los cables se enmarañan ni los banderines ondean con violencia. Un solecillo pálido se posa sobre los remates dorados, no lo suficiente para que restallen, pero pronto el aire azulea y el cielo se encapota, y vuelve a llover. 

Y eso que mayo es en Suecia un mes poco lluvioso. En el Ayuntamiento había una cola de novios y novias haciéndose fotos y pelándose de frío ellas con sus espaldas al aire. Debía de ser ese día del año en que suele salir el sol, pero el cambio climático no respeta ni las bodas. Yo prefería ver el tiempo triste del que tanto se quejan, sobre todo noviembre, que debe de ser deprimente, hasta que llega la Navidad y con las luces de los balcones se ilumina un poco aquello. Tanto verde y tanta lluvia primaveral debería dar al conjunto un aire más romántico y desatado, pero la arquitectura protestante es como es: severa por fuera, rebutida por dentro. La fachada lisa y lasa se interrumpe con altos ventanales sin alféizares (no sea que un carámbano apuntille a un ciudadano), claramente separados, como guardias tiesos que no se hablan entre ellos. En las casas más antiguas, quedan al aire unas curiosas piezas de hierro que no sé si son para sujetar las vigas por dentro o las lámparas por fuera, pero en todo caso inspiran solidez y poca broma. 

Esta rigidez tan medida, todo mucho más alto que ancho, es emblema de la rectitud luterana, pero contrasta estrepitosamente con unos gustos decorativos que a mi juicio no dan tan buen resultado como en los bosques. Un buen ejemplo es el Ayuntamiento, el edificio donde se celebra la cena de gala de los premios Nobel. La sala principal está forrada con un mosaico de teselas doradas e imágenes de rasgos gruesos, entre etruscos y eslavos, con una imaginería casi kitsh y hasta una versión románico bizantina de Pippi Calzaslargas. El edificio entero es un canto al eclecticismo de catálogo: columnas italianas, ventanales germánicos, más un artesonado de aparatoso maderamen con frescos que durante mucho tiempo estuvieron ocultos, hasta que se dieron cuenta de que era lo que más valor tenía. Esta manía de recrear una supuesta imaginería tradicional, de apañar collages identitarios, flirtea con el mal gusto y si no termina de estar mal es porque la alergia al desparrame se lo impide. Imagino que los interiores de las casas se parecerán más a un cuadro de Carl Larssen que a estos injertos estéticos de resultados casi ridículos, como esa costumbre de pintar a los vikingos como energúmenos. En las fuentes y en las columnas siempre hay esculpido un tipo con cara de bárbaro. Teniendo en cuenta que es una versión retroprotestante de un pueblo de hace mil años, las imágenes tienen su gracia. 

Hay mucha escultura pública en Estcolmo, y no toda es tan aguerrida. Abunda, por ejemplo, un tipo de estatua romántica, estilizada, de efebos y doncellas, de una languidez severa, de una desnudez abotonada, o bien ejemplos de laocontismo musculoso y retorcido, cuando no un barroquismo espinoso como el de la estatua de San Jorge matando al dragón, de hierro escamoso recargadísimo, nada que ver con esas ninfas de bronce verdoso que miran lo que les cae del cielo. El San Jorge me dejó estupefacto, el dragón se confundía con los guilindujes del caballo y con la armadura de un joven imberbe, espada en alto, a punto de asestar un sartenazo al dragón, más que de clavársela. Lo comparas con el gracioso San Giorgio que se venera en Sicilia, con un caballo de tiovivo y un soldado con faldita y manga corta, pintado de colorines, y te das cuenta de que eso de las idiosincrasias debe de llevar algo de razón. Pero en este caso el San Jorge sueco contrasta con la imagen de limpidez minimalista que transmiten los suecos. Llevan impermeables verdes sin arrugas, amueblan espacios sin humo, se deslizan por el carril bici. En las tiendas y en los anuncios triunfa, como en Berlín, el verde celadón, un óxido de cromo rebajado que definitivamente es el color del año, un verde sostenible, para pintar vallas de separación y relajar las salas de espera, de naturaleza no selvática, al contrario, extremadamente civilizada, que llevan los jóvenes en sus bicicletas y los viejos en sus andadores de última generación.

Desde luego que vimos modernos edificios cinéticos como el de la Estación Central, vanguardista pero no despampanante, eficiente, domótico, aseado, pero el encanto de Estocolmo, orillas adentro, se remite al centro histórico (no más allá del XVIII), con sinuosas callejuelas empedradas de granito rojo y callejones unipersonales que separan las manzanas y conducen a los patios privados. Está, como no podía ser de otra manera, atestado de tiendas de souvenirs, lo que también tiene su interés antropológico. Amante como soy de los caballos de labor, me llamó la atención que sea el caballo de Dalecarlia la figura más representariva de la ciudad, lo que sería un toro en Sevilla, un caballo con aspecto de juguete de cero a tres años, decorado como un jersey nórdico que en su más humilde versión valía un ojo de la cara. Las múltiples versiones del caballo convivían con el santoral vikingo y de Iron Maden. Entre los turistas (jubilados altos o gordos) se veían cuadrillas de moteros ya tarretes, algunos septuagenarios con una calavera medio derretida en el antebrazo. En una esquina de la plaza de las casas de colores, un animador explicaba a niños de lo menos once añazos la historia de la ciudad como si fueran criaturas sin destetar. La prolongación de la vida lo es también de la infancia y de la juventud, y en ese sentido los suecos están muy orgullosos de sus dos grandes iconos pop: Pippi, la primera chica interesante que vimos por la tele, y ABBA, más para juventudes con plataforma. Ambos tienen su museo y su área recreativa, junto a un parque de atracciones que desde ciertos lugares forma el sky line de la ciudad. Lamentablemente, la pachanga sofisticada sigue oyéndose por karaokes y gasolineras de toda Europa, pero aquella muchacha libérrima me temo que ya no cuadra con nuestra cultura medrosa y profiláctica, al tiempo que mucho más turbia. Veía corretear a los Tommys y las Anikas de hoy, con padres jóvenes de pelo largo, y me acordaba de aquel vértigo gustoso de ver a Inger Nilsson, independiente y sin prejuicios ni sensaciones de culpa. 

Estocolmo no huele a mar pero el plato nacional es el arenque ahumado, la caballa y el salmón, encurtidos y salseados de todas las formas posibles, porque sobre la base recia se ha posado un surtido globalizador que incluye aceites esenciales y sojas depuradas, y que suele acompañarse con orujo suave. Si a eso le añades unas albóndigas de reno, un puré de patatas y una crema de leche con frutos del bosque, te has comido media gastronomía sueca. Tuvimos la suerte de probar este buffet de pescados vikingos en casa de unos amigos porque en los restaurantes locales está por las nubes. Por la calle más vale acogerse al fish and chips o algún restaurante italiano si uno no quiere comer con la aprensión de estar pagando demasiado. Los sueldos medios suecos son aproximadamente el doble que los nuestros, y los precios todavía más. Un botellín de cerveza, por ejemplo, cuesta entre cuatro y cinco veces más que en España. Claro que siempre hay sitios más populares y razonables donde disfrutar de una pinta de cerveza checa. La sueca tampoco está mal: más que suave, contenida; más que densa, sustanciosa. Todo muy nórdico y muy rico, pero no da la sensación de que ir a comer a un restaurante sea una actividad cotidiana. El bar estaba lleno porque se iba a jugar la final de la Champions (todos iban vestidos de rojo) pero daba la impresión de ser como un club de ajedrez donde se sirven bebidas. 

Estocolmo nos queda lejos. Nuestra percepción meridional solo ve días grises y existencias dietéticas, y sabe que su sistema constructivo, seco por fuera y abundante por dentro, se traslada con facilidad a las personas. La sensación de impermeabilidad es incesante. Es hermosa de ver, pero ese placer complementario que brinda imaginarse como un habitante más de la ciudad, en Estocolmo no lo consigo. Es verde y anodina, todo está muy bien pensado pero en la calle falta lo otro, lo impensado, la escena súbita, el cuadro significativo, la vidilla que uno sí encontró en Brujas o en Berlín, por poner ejemplos bastante alejados pero igual de protestantes. Los mismos suecos marchan de Estocolmo a sus casas de campo cada vez que tienen un minuto libre, porque la lógica de la conciencia ecologista pronto hace incompatible la existencia misma de la urbe, por muchos árboles que planten en las plazas. La ciudad se deshidrata, se encoge y se desocupa, late más fuera que dentro y sus paseos bajo los tilos conectan con bosques lejanos, y allí la gente es más seria, más rubia, más clara, o quizá persista el carácter austero y gracioso de los personajes de Axel Petersson, de quien no vi ninguna pieza original pero sí, en un anticuario, una figurita de ese mismo estilo y parecida antigüedad, un anciano médico, o veterinario, con barba sin bigote, que camina encogido con el maletín en la mano, o, quién sabe, un viejo lobo de mar que ha dejado el barco y lleva consigo sus pertenencias. No vi gaviotas sino banderines, pero me traigo un recuerdo que allí parece ya olvidado, aparte de una sensación muy Valderrama que tuve dentro de unos grandes almacenes, cuando por el hilo musical empezó a sonar una jotica de Rosalía. Preciosa.

 

14.4.22

Berlín entre los espacios


Un Toyota Prius circula a toda castaña entre cientos de cochazos de alta gama, sorteando interminables obras de infraestructura y con pop mahometano como música de fondo. Los taxis acuden raudos a un toque de app y culebrean entre vallas de plástico y obreros especializados, sortean bicicletas con carricoches en los que un niño mira el paisaje tan campante y ciudadanos que pasean por los amplios espacios diseñados para ellos. Berlín está en permanente reconstrucción, pero la sensación no es de caos ni de tortura, sino de perfeccionismo urbano. Entre la impresionante maqueta del Berlín antiguo que se exhibe en la oficina de turismo y esa oda a la arquitectura contemporánea que conforma el resto de la ciudad, hay islas de clasicismo, en muchos casos también reconstruido. Cuando bajamos del taxi en el centro esa imagen tridimensional es impactante: lo poco que queda de lo que hubo, lo que reconstruye aquella grandeza y lo que la desarrolla con hermosos añadidos modernos. La sombra de Gropius mira desde casi cada edificio nuevo, como si su espíritu vigilase las grandiosidades gratuitas. Todo lo nuevo es sólido y hermoso y nada aspira a lo imposible, y además convive sin estridencias con su estética soviética y nublada. 

Uno de los aciertos que casualmente tuvimos fue el de visitar antes que nada, en la primera mañana como aquel que dice, el museo de Pérgamo, en la Isla de los Museos, una explanada goethiana flanqueada por solemnes pórticos de piedra, aplastantes frisos neoclásicos sobre gruesas columnas estriadas, sin éntasis que valga, rígidas y contenidas. Es como una ensoñación que conecta la ciudad con lo que fue en el XVIII y hasta la devastación de la Segunda Guerra, y de lo que solo esos cuatro enormes edificios, más la plaza de la Gendarmería, la pesadota catedral y alguna que otra iglesia neogótica y abizantinada quedan en pie. Pero esta ensoñación se sustenta sobre reconstrucciones fieles y lecturas modernas. La reciente intervención de David Chipperfield para conectar los distintos museos me recordó de inmediato la de Moneo en la ampliación del Prado, que es de 2007. Me gustó la sobria búsqueda de los espacios, esa domesticación culta de las columnas, de las que ya no queda rastro de grandiosidad brandemburguesa. Gropius volvió a poner los puntos sobre las íes. Los continentes obedecen a sus contenidos y respetan a sus venerables vecinos. Los vestíbulos inmensos tienen la grandeza de la sala de turbinas de la Tate, no de ninguna escalinata  de Odesa, y en ellos la luz entra y reposa con serenidad casi zen. 

Íbamos buscando en uno de aquellos museos, entre frisos asirios, mercados milesios, alfombras persas y mocárabes andalusíes, las reliquias del gran Schliemann, el arqueólogo que fue al encuentro de Héctor con la Ilíada como guía de viaje. Entre tanto tesoro fabuloso, resulta imprescindible sobrecogerse, en una sala verde oscura, con la belleza limpia y serena del busto de Nefertiti. Gracias a sus creencias de ultratumba, los egipcios crearon el hiperrealismo. Las tumbas contenían retratos de una exactitud con respecto al original y al mismo tiempo de una estilización del modelo que todavía siguen vigentes. En el busto de Nefertiti conviven su fascinante perfección, su naturalidad, con la delicadísima simplicidad. En Alemania ese cuello es el rey de las columnas, la gracia inalcanzable, orgullosamente étnica, clara, viva, hermosa. La presencia real de la belleza, del grado máximo de belleza, es siempre tan indiscutible como emocionante, y además contagia una mirada que pone luego muchas cosas en su sitio.

En conjunto, la isla de los museos tiene su narrativa, su explicación. El resultado deja desnudas —y para mí es su primera virtud— las intenciones del proyecto: redefinir un pasado, conservar el espíritu de la patria de Kant y de Goethe, de Humboldt y de Bach. Es una isla porque en ella conviven la belleza clásica con la contemporánea, pero el mundo late fuera, en la otra orilla, la que comunica con el tormentoso siglo XX y la tenaz y portentosa, y lenta, y respetuosa reconstrucción del XXI. En ninguna otra ciudad había disfrutado tanto de la arquitectura contemporánea. Aun sin visitar los ahora chapados Archivos de la Bauhaus, su lenguaje ha colonizado la ciudad desde el pirulo de Alexanderplatz, la inevitable Callao de todas las ciudades grandes, hasta la zona DDR (casi todo el Berlín metropolitano es antigua DDR), la aparatosa avenida de Karl Marx, bulevar de los ejércitos del pueblo, de una anchura descomunal, flanqueado por bloques de cemento alicatado. Lo grandioso allí no son los edificios sino el espacio que ocupan con su frialdad a escuadra. Pero no son monótonos, ni siquiera los edificios del invierno resultan monótonos. Por cierto que el pirulí me recordó a la bola de tipos que utilizaban las primeras impresoras en la época soviética y las de los cambios de marcha de los haigas en la época de la reunificación. Era como el sueño estético de un ingeniero.

Dentro de algunos de esos edificios aguardan sorpresas interesantes, por ejemplo el cine de la avenida Karl Marx. La cafetería conservaba un encanto setentero de sillas metálicas y asientos de eskay, pero todo estilizado por necesidades de espacio, en este caso enorme. Un detalle de las paredes, enmarcado, podría pasar por un Beuys, con una primera capa de lona o fieltro color saco desgastado, una rejilla muy tupida, como la armadura de la pared de cemento que no está, el mallazo sin fisuras, y delante, en la parte exterior, un entramado de listones verticales de corte troncopiramidal en series iguales de posiciones diferentes. No faltaba el kitsh involuntario, la gran bola de discoteca, los lamparones de hierro. Allí sentado me vinieron sensaciones que no tenía desde una sala de ajedrez que había en el Polideportivo San Fernando a principios de los 70. El vestíbulo de un cine soviético tenía el mismo aire que el de uno desarrollista, como para ver películas de espías. 

El viajero con prejuicios espera ver bloques de hormigón armado, colmenas grises, cubículos del telón de acero. Y no, ciertamente. Sobre los grandes mamotretos también se posa el manto bauhaus de la dignidad, acaso porque raro es el barrio cercano al centro donde no sea evidente la planificación urbana. Lo primero que hace indigno un bloque de viviendas sociales es que no se piense en su entorno, en lo que no es vivienda. Desde las farolas amartilladas (cómo me recordaban a la película de The Wall) hasta los amplios alcorques de los tilos, lo que imaginábamos monstruosas cajas de zapatos es en su mayoría, en esa ínfima mayoría cercana al centro que pudimos ver, un adelanto de lo que todavía hoy son las construcciones que abrazan patios y jardines. Por descuidados que estuvieran los bloques, por cuadrada que fuera su solución ocupacional, en esta parte sovietoide se nota que la reconstrucción consistió sobre todo en dotarlos de espacio exterior, es decir, en que el cemento no se impusiese al vacío. Quien se ha criado en España en un barrio desarrollista no piensa que fueran sitios tan terribles, tan poco respetuosos con los espacios abiertos o con el arbolado como siguen siendo todavía hoy en mi país. Leía esta mañana un artículo de Andrés Rubio sobre la escandalosa desidia urbanística (y voracidad especulativa) con que las ampliaciones de ciudades en España siguen haciendo mangas y capirotes de un mínimo respeto al paisajismo urbano, ya no digamos a la estética del tiempo en que fueron construidas. En Berlín los ciudadanos, cuando salen a la calle, ven un cielo más ancho, más luz, más luz, en un invierno tan bruno. Los edificios no se juntan en ostentosos rascacielos (el más alto que vi no superaba en altura nuestros bloques de ladrillo caravista), su altura mantiene las proporciones, ese respeto al vacío. 

Pero, sin salirse de la antigua DDR, uno puede disfrutar de barrios tranquilos con aire parisino como el de Prenzlauer, lleno de abrigos anchos y cafés alternativos, activistas sanos y circunspectos que predican con el ejemplo, casas de altos techos, mansardas reinterpretadas, muchas con el clásico frontón en los dinteles de las ventanas. Hay en estas zonas de manzanas aireadas mucho más espacio para los peatones que para los vehículos, tanques de lujo que avanzan cautos y silenciosos, menos que bicicletas, que circulan por sus carriles con ininterrumpida fluidez, estudiantes o profesionales jóvenes y no tan jóvenes sobre bicis que a su vez también aúnan un pasado laborioso, el de las bicis de barra alta, con la última tecnología electrógena. En general hay un cierto exhibicionismo técnico, no hablamos de gráciles bicicletas con cestita sino de aparatos racionales con diversas posibilidades para llevar objetos o niños, sobre todo niños, una sorprendente cantidad de niños, comparado con lo que se ve por este viejo país. Las bicicletas eran serias, como gris marengo, pero entre ellas se ven muchas del color de la ciudad, el mismo que alicata las paredes del metro, las líneas discontinuas sobre el pavimento, el semáforo estilo Carpanta, el de las estructuras metálicas de algunas fachadas y las mochilas de los ciclistas, un verde nacido del óxido de cobre que cubre las cúpulas de las iglesias, pero no tan restallante, más sobrio al tiempo que más cálido.

Los impepinables turísticos no me atrajeron gran cosa. El Muro de Berlín apenas tiene atractivo estético. El arte del graffiti sigue siendo demasiado fugaz y se avejenta demasiado rápido, y en este caso su importancia está en el continente, no en el contenido. Las pinturas recientes tienen un cierto interés contextual, pero las otras ya son parte de la ruina, no de la historia. La gente se hace fotos junto al beso de Honecker y Brezhnev pero no mira el hermoso edificio que tiene detrás ni el caudaloso río de aguas frías que le corre por delante, en cuya orilla descansan hileras de fábricas antiguas edificadas en ladrillo oscuro, con esos tejados sinuosos de los viejos almacenes de grano. Ni siquiera ve el remiendo de hierro que hizo Calatrava en los 90 para unir el puente sobre el Spree, en esa estética de carcasa prehistórica que tan pingües beneficios le ha reportado y que se mantiene como una sugerente prótesis metálica gracias a que se ha teñido de musgo y de hollín. Lo que más hace el muro, sigue haciendo, es tapar. Su lógico final, cuando termine la reconstrucción, es que desaparezca igual que en las pieles jóvenes se regeneran las cicatrices. 

Lo que queda del vacío tenebroso, de ese agujero negro de los años 40 (amén de una caseta de feria), es el impresionante monumento al Holocausto, un damero laberíntico de túmulos de cemento que se igualan en su parte superior pero conservan los desniveles sobre los que fueron construidos, de tal modo que no hay bloques idénticos, ni todos igual de altos, ni todos igual de rectos, como somos los humanos. La honda solemnidad del monumento invita a perderse por los rectos y estrechos pasillos, con manchas de luz que recorren otros pasillos e iluminan fragmentos del día. Por supuesto que siempre hay algún adulto idiota que se sube encima de un túmulo accesible hasta que le llaman la atención, pero los niños corretean por los pasillos, te tropiezas con ellos, y eso, que en principio me pareció la mala educación universal de los padres que dejan sueltas a sus criaturas donde les peta, enseguida lo vi como parte del monumento, como esas manchas de luz que salían por los rincones, una vida plena, nueva y ajena a la monstruosidad entre los corredores de cuya memoria se divertían los zagales. Está mal comparar, desde luego, pero todos los que idean jardines de la memoria deberían reparar en esta espléndida instalación. El del 11-S en Nueva York no tiene ni de lejos la hondura poética del de Berlín, y no digamos ya el del 11-M en Madrid… 

La muerte y la memoria conviven sin estridencias con la vitalidad arquitectónica y ciclista. Supongo que habrá sus cementerios de ciudad dormitorio, pero Berlín mantiene la buena costumbre de conservar pequeños camposantos a medida que los va envolviendo la ciudad. Entré en uno, el de Halleschen Tor, un jardín recoleto lleno de tumbas decimonónicas, todas con sus dintelillos neoclásicos, sus bustos de camafeo y una vegetación exuberante. Cada pocos pasos hay una fontecica y un armatoste de hierro lleno de regaderas para uso de los visitantes, porque en ese cementerio no se ponen flores, se plantan. No hay un solo pétalo de plástico, e incluso las más antiguas tumbas, muchas de ellas, se adornan con pequeños arriates y arboretos. Otras tienen ese romanticismo del abandono, con yedras como telarañas y las letras de los nombres desdentadas. Busqué la quizás algo ostentosa, poco, tumba de la familia Mendelsson, un mausoleo para cada género de parientes, que no resultó ser la de Félix sino de una célebre saga de banqueros. Cada cosa en su sitio. Un anciano de largos bigotes enrollados, ya un poco mustios, estaba laborando frente a una tumba más modesta, quitando malas hierbas con los dedos, liberando los pétalos aprisionados, regando con mimo los pensamientos. Le pregunté por Mendelsson y no solo me acompañó al sitio sino que me sacó de mi error. Es de los pocos ancianos que vi por Berlín. Seguramente estaban todos en sus casas esos días, y cuando se vaya el tráfago de los turistas asomarán para ver películas de la antigua URSS o regar las flores de alguna tumba, o ir la mar de ufanos en sus bicicletas, como uno que vimos pasar que conservaba algo del pedalear pesado de Jan Ullrich.

A la hora de comer llegué a algunas conclusiones: la comida tradicional alemana está muy rica pero tiende al engrudo cementoso, al régimen de col y patata, al cerdo graso y al filete empanao. La salchichería típica se me atraganta, y el menú vegetal está sobreespeciado, en una globalización de la ensalada en táper que hace indistinguible Berlín de Londres o de Nueva York, atacadas de salsas y vinagres, maceraciones y especias orientales. Salvo un osobuco muy bien hecho que un camarero español nos recomendó en uno de los patios entre modernistas y judaicos del Hackescher Markt, preferiría elogiar más la abundancia que el refinamiento, algo difícil para un espíritu sibarita. Diferente suerte corrimos en un vietnamita en el que todo estaba crudo y aguanoso, que en un magnífico restaurante libanés de barrio, en Kreusberg, la zona de Berlín de mayoría turca, hasta el que nos condujo nuestra anfitriona. Allí las calles, algunas, sí eran más estrechas, pero me llamó la atención que en los edificios de apartamentos sobrevivieran los colores bauhaus que cualquiera diría que han sacado de un Mondrian, junto a grafitis ejecutados desde el tejado, con la mano temblorosa del que pinta colgado o boca abajo. En los balcones no había trastos ni botellas de butano.

No diré lo mismo, vive Dios, de la cerveza, excelente sin matizaciones (me refiero a la cerveza corriente, la que se pide sin especificar), nada que ver con esa gaseosa amarillenta y cabezona que, con muy honrosas excepciones, le ponen aquí a uno en los bares. Rubia cerveza templada, con la justa densidad para no trasegarla como un refresco ni masticarla como esas cervezas de monasterio que venden en los grandes almacenes, y ese aspecto ligeramente turbio, como a medio fermentar, que le aviva el sabor. Me recordó, en mis años mozos, a la Smithwicks que bebía normalmente en Dublín, y no me pasé a las bitter ni a las tostadas porque probé una y me pareció excesivamente dulce. Pero tengo que decir que hasta ahora pensaba que con semejantes jarras que se ven en las largas mesas de las fiestas, cuando los bávaros se ponen los tirantes, tenían que agarrar unas pítimas de campeonato, pero resulta que son muy llevaderas, y que a un cierto ritmo se consigue un puntillo equilibrado sin necesidad de dejarla porque estás a punto de caerte o de explotar. Se va como viene, igual que la ciudad draga y recicla el agua de sus húmedos subsuelos con sistemas de tuberías rosas y azules, según para lo que valgan, que, elevadas hasta los cuatro metros de altura, adornan los paseos y cruzan las ramas de los árboles. Forman parte del concierto de líneas rectas, quebradas de ramas desnudas, en que se convierten las calles de los barrios. 

A un mediterráneo le sorprende, más que la limpieza, la impolutez. Los suelos de las calles (los que no están en obras) están empedrados de anchos y esmerados adoquines para los vehículos o de pequeños fragmentos de granito en veredas para peatones. Ni una colilla en el suelo. Y tampoco hay tantas papeleras. En Seúl, que era una ciudad muy sucia y las papeleras rebosaban de porquería, el alcalde tomó la decisión de eliminarlas todas y que cada cual se llevara la mierda a su casa. El resultado es una de las ciudades más limpias del mundo. En Berlín van por ese camino. A la espaciosidad del cielo se suma la nitidez del suelo. Ni siquiera hay ese porcentaje, digamos, estructural de mugre que da sensación de vivido en nuestro vivir tumultuoso. La limpieza es la más alta expresión de la dignidad, pero la vitalidad, la vidilla, está tras una línea que no sabría señalar. Ni en los abundantes parques infantiles hay chuches por el suelo. El respeto se alía con el miramiento, todo está en su sitio, empezando, ay, por las razas y las clases, que conviven sin molestarse, o al menos esa sensación me dio. Camareros y taxistas turcos y asiáticos, vigilantes de tesoros blancos y con gafas, más alguna sorpresa racial conmovedora: cuando entramos en el restaurante libanés, el Lasan, vino a traernos los platos una camarera bellísima, cubierta con esos velos abasquiñados, de una piel tersa y clara y un perfil orgulloso y delicado. Varios de los presentes acercamos las cabezas para hacer el mismo comentario: «¡Se parece a Nefertiti!». 

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