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20.12.23

El peso de la Historia


Se cumple un cuarto de siglo del estruendoso éxito de El hereje, de Miguel Delibes, una buena excusa para leerlo en la edición crítica que hace cuatro años preparó Mario Crespo para la editorial Cátedra. En aquella primera de Destino tengo subrayada la única falta de ortografía de todo el libro, «deshollaban» (p. 426), que en esta otra edición crítica se repite con escrupulosa fidelidad (p. 492), así como la docena larga de vacilaciones en el uso de la coma explicativa. Tampoco tiene mayor importancia, salvo por el hecho de que ese tipo de errores ortográficos, según apunta ahora el editor, a Delibes lo ponían enfermo. 

    Pero ya hablaremos de la edición crítica. Lo importante, entonces y ahora, es la novela, cómo se ha mantenido su llama desde aquel torrente de ventas y de elogios, cómo se sigue leyendo una pieza que fue considerada un clásico de nuestra literatura desde que aún estaba en galeradas. Y el caso es que se lee con idéntico placer, si bien, pasado el tiempo, cabría matizar de dónde viene ese placer y a pesar de qué leves discordancias se sigue sosteniendo. A mí no me cabe duda: la fuerza de El hereje es su prosa, esa lengua precisa y aromática, de ritmo vivo pero no desenfrenado, de cadencia sosegada pero no premiosa. Delibes, a punto de cumplir los ochenta años, dio una lección de botánica literaria con su hermoso huerto de palabras, jamás traídas por los pelos, siempre parte de un mismo flujo, términos de realia de distintas clases, marinería, comercio, agricultura, caza y pesca —cómo no—, amén de sus insuperables descripciones, marca de la casa. Delibes minia el texto con los atardeceres de Castilla la Vieja, en los que uno siente que respira nada más abrir el libro, o, por mejor decir, nada más terminar el preámbulo marinero, también muy lexicográfico y con un vaivén igual de relajante. Es esta la gran baza de la novela, la portentosa capacidad que tenía Delibes de escuchar lo que escribía, de no pasarse nunca pero encontrar un sitio siempre para el verso que termina una frase, para la frase que enciende una imagen. Por lo menos hasta que encara su parte final (yo creo que la jornada de caza con Cazalla, tan Santos inocentes, es el punto de inflexión), cualquier objeción queda desautorizada en virtud de la hermosura de su lenguaje, que, como le dijo entonces García de la Concha, «sabe a hogaza de pan», certero piropo que tomó prestado del que le dirigiera Cunqueiro a fray Antonio de Guevara. Sí, sabe a campo de trigo, a rebaño de ovejas polvorientas y a campesino prudente y ahorrativo. Sabe al amarillo que pintó Sorolla en la serie de la Hispanic Society que dedicó a Castilla, a un afecto nunca desmadrado, a una luz nunca excesiva, por muy asfixiante que resulte a veces. 

    Cuando se publicó, sin embargo, el deslumbramiento lo produjeron, sobre todo, las hogueras del auto de fe con que concluye el relato, flamígero remate de la historia de Cipriano Salcedo, su nacimiento, su primero feliz y luego tormentosa infancia, su aplicación y perspicacia en los negocios, su matrimonio frustrado, su conocimiento de las novedades luteranas y, en fin, su destino trágico a manos de la sádica Inquisición. Salcedo nació en 1517, el mismo año que se inició la Reforma protestante, y acabó atado a la pira del gran auto de fe de Valladolid en 1559, socarrado entre la excitación y los insultos de la masa inmunda, extraordinariamente bien representada en su ciega bestialidad, en su grasiento salvajismo, que solo tolera el espectáculo del sufrimiento («por respeto a los espectadores había que evitar quemar a un muerto», p. 542), mientras, curiosamente, el autor endulza esos momentos finales con una de esas escenas de amor que al pueblo, a ese mismo pueblo bárbaro y despiadado, tanto le gusta imaginar. Desde que la novela se publicó, esas últimas cien páginas que narran el apresamiento, la prisión, el juicio y la ejecución de los encausados fueron las más elogiadas, tanto por su impresionante viveza como por su carácter cinematográfico, como escritas pensando en las llamas que iluminarían la pantalla, pero también como ejemplo de honestidad moral, de autenticidad religiosa y de alegato en favor de la libertad de conciencia. Desde el punto de vista narrativo, empero, es lo que determina la narración entera y tapa con sus macabros resplandores algunos inconvenientes que uno le pone a su lectura. 

    A poco de terminarla (pp. 519-20), el lector encuentra un conciso resumen de la trama:


Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor. Le agradeció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados de los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía confesados, se los confesaba al padre en prueba de humildad: el odio hacia su padre, la seducción de su nodriza aprovechándose de su cariño maternal y el desafecto hacia su esposa, su abandono, que la llevó a morir trastornada en un hospital.


     Al margen de las persecuciones religiosas, esos son los tres hitos principales, ciertamente, y los que explican lo mejor y lo peor de la novela. El Preludio, en un barco en el que Cipriano ha acudido a entrevistarse con personalidades protestantes, anuncia la predestinación del relato y ha sido comparado con los diálogos renacentistas. Cipriano navega y charla con un marino luterano y un calvinista sevillano, en un tono serio, teológico, que a más de un lector ingenuo le echaría para atrás. El propio Delibes insistió en que quería que el lector se metiese en el meollo de la historia, con minúscula y con mayúscula, es decir, de lo que le esperaba y del ambiente en que transcurriría. Según dejó dicho el escritor, «esta complejidad [de la historia] no puede plantearse de golpe en las cuartillas. Precisa una reflexión histórica más o menos profunda, cara a los lectores, para que acepten todo lo que viene detrás» (Introducción, p. 38). Uno piensa que todo es siempre más sencillo. Los diálogos renacentistas no lo sé si le inspiraron, pero El nombre de la rosa seguramente sí. En las Apostillas, Eco viene a decir lo mismo de las eruditas cien primeras páginas de su novela, llenas todas de herejías, por cierto, como lejano preámbulo a un auto de fe que allí no tiene la relevancia de colofón que tiene en El hereje. Al lector hay que meterlo en materia. «Si pasa por esas páginas», vino a decir Eco, «lo demás es simple diversión». Y algo así sucede aquí, porque nada más pasar el diálogo naútico teológico empieza otra novela distinta, amena y con bastantes peripecias, más propia de la novela griega que tanto le gustaba a Cervantes (y a García Márquez, ojo) que de los circunspectos diálogos intelectuales. Después de muchos intentos profusamente documentados, Bernardo y su esposa, Catalina, tienen un hijo, Cipriano, que cae en manos de una nodriza que es como la Tisbe de El burlador, un ama de cría que sustituye a su madre, muerta poco después de parir, y lo protege del padre, un neurasténico que toma a la criaturica por parricida. Pero el padre, pasado de rosca, arranca al niño de los amorosos pechos de la nodriza Minervina para meterlo en un hospital de huérfanos. Que un caballero vallisoletano lleve a su hijo a enterrar mendigos por la voluntad del viandante no deja de ser llamativo, por no decir inverosímil. Que un mozo se reencuentre con su nodriza/madre y se enrolle con ella resulta más moderno y atractivo, y de paso enciende una mecha que el lector espera que se reanude casi toda la novela, y solo la ve alumbrar muy al final, cuando ya no hay nada que hacer. Por un momento pensé, entonces y ahora, que en ese mismo barco que lo traería de Alemania iban a fugarse Cipriano y Minervina igual que lo hicieran Florentino y Fermina.     

    Pero no. Esto es más grave. Vamos a un auto de fe, no a una historia de amores contrariados. A las manos de Delibes llegaron las fotocopias del formidable y espantoso relato que escribió Menéndez Pelayo del auto de fe de Valladolid (Historia de los heterodoxos expañoles, I, pp. 883-910, en la edición de Homo legens que yo manejo), y allí apuntaba el destino de Cipriano y de la novela, nada de regocijos amatorios. De hecho, después de holgar con la nodriza, quince años mayor que él, Cipriano no vuelve a tener suerte con las damas. Emprende un próspero negocio con los zamarros, los tabardos forrados de lana de oveja, que le lleva a conocer a su esposa, Teodomira, un personaje sin opciones de ninguna clase, una especie de giganta con rasgos de displasia ectodérmica, famosa en su pueblo por lo bien que esquila las ovejas, y con un padre tremendo cuyo cadáver, cuando van a enterrarla a ella, aparece incorrupto y empalmado. Teodomira es, quizá, el personaje al que peor le han sentado estos veinticinco años. Su aspecto un poco monstruoso, su desatada obsesión por la maternidad, su erotismo montaraz, como una serrana brutal, no cristaliza en una tragedia que ennoblezca al personaje sino que la emprende a tijeretazos con Cipriano, a ver si lo capa como a los mardanos de su padre. En realidad, no hay en la novela personajes femeninos que obren de antagonistas en pie de igualdad dramática. Minervina es una niña de quince años para un viejo como Bernardo, y una mom de treinta y pico para un adolescente como Cipriano, y ya hemos dicho que su desarrollo se desvanece hasta el final. Las dos mujeres reales, Leonor de Vivero y Ana Enríquez, son, respectivamente, otra madre y otra dama, protegidas por el cristal de la historia, alejadas en su condición de reales, entre platónicas por la época e inalcanzables por la posición. El lector de hoy, que sigue con entusiasmo la peripecia de Cipriano, no deja de ver en estas mujeres lo que, muy sutil y modosamente, el editor llama «ciertos estereotipos». Da un poco de reparo ser más crudo, pero lo cierto es que hoy parecen fantasías de viejo verde.

    Todo lo cual, sin embargo, está muy bien narrado aunque, a mi juicio, y después de haberlo disfrutado, peca de lo que pudiéramos llamar una huida hacia adelante. El conflicto entre Cipriano y su padre no lleva a un agón entre ellos porque antes se encarga la peste de quitar al padre de en medio; los amores de Cipriano y Minervina se esfuman porque el padre mete al chico en el hospicio y luego se lo llevan sus tíos, y el matrimonio fallido con Teo se resuelve volviendo loca a la mujer porque no puede tener hijos y dejándola morir en el manicomio. Las tres son propuestas interesantísimas que quedan a un lado porque lo importante sigue siendo la hoguera. Las tres, para decirlo al modo cervantino, proponen pero no resuelven, son hitos de paso, que da la sensación de que no valen tanto por sí mismas como en su función ilustrativa de los diversos campos históricos que el autor quiere tratar: las circunstancias sociales (el hospicio, la barragana del padre), la industria y el comercio (los zamarros), la agricultura (los proveedores de la zamarrería), el urbanismo (de la taberna de Garabito a la Chancillería, un paseo que todavía es una rentable ruta turística), de manera que las historias son vehículos para la descripción histórica, y no al revés. En todo caso, hasta que aparecen los Cazalla y entra la peste luterana, lo que tenemos es historia, no Historia. A partir de entonces llega el imponente don Marcelino con su prosa musculosa (Ferlosio) y se acaba cualquier sombra de cervantinismo. La llama que nos guíe ya no será la del amor (a pesar de algún leve escarceo) ni la de la acción (a pesar de las huidas a caballo), sino la de la santa hoguera, los potros de tortura y la carne quemada. 

    Queda claro este deslumbramiento fogoso en la prolija introducción crítica de Mario Crespo, interesante en muchos aspectos, pero no en otros. De un tiempo a esta parte, las ediciones críticas han prescindido de la necesaria concisión, de orientar al lector para que luego él ahonde si quiere, a un desparrame de referencias y citas textuales. Los textos se acribillan de notas irrelevantes y las introducciones pecan muchas veces de ese vicio escolar de ir empalmando citas de estudiosos,  con interpretaciones tan contundentes como gratuitas, como se componían antes los apuntes de las oposiciones. Pero una introducción consiste en un ejercicio de contextualización: en las circunstancias y en la obra de su autor y de su tiempo, en sus fuentes y en su género, así como en las claves que ayudan a entenderla. Estos días, leyendo el Persiles, vi que Avalle-Arce tuvo bastante con una treintena de páginas y unas pocas notas para editarla en Castalia. Esta edición de El hereje tiene una introducción de 144 páginas y 1582 notas, no todas necesarias. 

    Entre los aciertos de la Introducción, destaco el rastreo minucioso de las fuentes, del proceso de escritura y de los testimonios del autor, y no tanto el habitual resumen de la historia y el mencionado rimero de opiniones autorizadas e interpretaciones variopintas. Importa, por ejemplo, el que se plantee si El hereje es o no una novela de tesis, es decir, si todo apunta a ser un ejemplo de la necesaria libertad de conciencia, de los excesos de la Iglesia o de un cierto maniqueísmo anacrónico según el cual los comuneros y los luteranos serían el flanco adelantado de la historia y Carlos V y Felipe II la carcundia contrarreformista. O, dicho de otro modo, si la novela no se busca a sí misma sino que ya está sentenciada de antemano y se resuelve como una reflexión presente trasladada al siglo XVI. Yo creo que la novela es novela pura hasta que aparece la Inquisición, y novela de tesis hasta que la devoran las llamas. Pienso que en el relato previo hay preguntas, y en el último solo respuestas. Es novela mientras acompañas al personaje en sus vicisitudes, y tesis histórica cuando se le cierra cualquier salida.

    Que sea o no una novela de tesis tiene que ver con que sea o no una novela histórica. Delibes lo negaba: «He procurado por todos los medios que la historia no devore a la fábula» (p. 75). Diríamos lo mismo de antes: es así mientras la narración sigue la lógica del personaje, por más que sus hechos estén muy mediatizados por los aspectos socioeconómicos de la época que quiere tratar, y no es así cuando Cipriano se convierte en un personaje testigo, en alguien que estuvo allí, asistiendo a un conventículo, dando la mano a personajes históricos, conversando con figuras de la época. Lo curioso es que Delibes negara, precisamente por eso, que El hereje fuera una novela histórica, cuando ciertamente —piensa uno— es al contrario: estamos hartos de historias noveladas, de enciclopedias dialogadas, de argumentos previos. Una buena novela histórica, y esta lo es, debe armar de verosimilitud la peripecia del héroe. Es histórica porque es creíble la época en la que sucede, pero es novela porque se debe a sí misma, no a los apuntes de Historia de España.

    Y en cuanto a las 1582 notas, en fin, insistamos en que no todas son necesarias ni tampoco era imprescindible que fuesen tan prolijas. Las hay de varios tipos: son muy interesantes las que contextualizan los hechos históricos y rebuscan en la bibliografía que consultó Delibes, así como aquellas que advierten de anacronismos (que le fueron señalados al autor pero él dejó en su sitio) y las que indican las correcciones de Delibes en el manuscrito original. Estas dos últimas, no obstante, son un material copioso que podría haberse compendiado, organizado y resumido en un apartado de la introducción. Las que no son de recibo son, por un lado, esas interpretaciones de crítica pajarera, siempre a vueltas con el narrador diegético y recontradiegético, y casi siempre meras paráfrasis de lo que dice el texto, cuando no conjeturas simbólicas tan obvias como pomposas; y, por otro, las que se empeñan en servir de diccionario auxiliar, como si el lector no tuviera uno en su casa, o, peor, se le hubiera olvidado su idioma. Estas últimas son las que más me irritan, porque una nota al pie no deja de ser una interrupción en la lectura. No entiendo, por mucho que haya empeorado la enseñanza, que a estas alturas se advierta de que un refrán es un refrán, o se explique el significado de palabras como picón, ringlera, majuelo, cazoleta o varios cientos más, y sin embargo se deje sin explicar el sentido ambiguo y arcaizante del adjetivo sesgo. No entiendo que, entre tanta nota, aparezca un muchacho nuevo en el orfanato al que todos llaman Gallofa y el editor no explique por qué, no sea que a algún lector no le suene el célebre «tú bellaco y gallofero eres» al que hace clarísima referencia, o que nos explique palabras de uso común pero cuando sale algo en latín el editor pase de largo sin traducirlo, como si todo el mundo lo entendiese; algo que, por otra parte, no me extraña, porque el único latinajo que usa él, «in media res» (sic), está mal escrito.

    Quizá no haya que hilar tan fino. Con diccionario o sin él, sabiendo latín o sin saberlo, los cientos de miles de lectores que se lanzaron a esta novela hace veinticinco años la disfrutaron (quizá no todos) como la hemos disfrutado ahora, y se asombraron de que a Delibes le quedaran fuerzas para semejante empeño, sobre todo cuando, nada más terminar el manuscrito, le detectaron un cáncer del que solo se recuperó físicamente, pero que le impidió volver a meterse en ningún empeño literario. «Me han quitado el mal pero me han convertido en un mero superviviente», dijo entonces, y recoge ahora el editor (p. 98). Celebremos que le diera tiempo a terminarla.


    Miguel Delibes, El hereje, ed. Mario Crespo López, Cátedra (col. Letras Hispánicas), 2019 (=1998), 549 p.

9.4.13

Ensayo de literatura campestre, 9



En 1978, con la democracia, Delibes encontró el cine. Ya en los 60, Ana Mariscal había adaptado El camino, pero a partir de 1976, con la versión de Mi idolatrado hijo Sisí, y, en 1977, con la de El príncipe destronado, Delibes se convirtió en habitual de la cartelera. Así que, cuando publicó El disputado voto del señor Cayo, Delibes ya escribía, por así decir, cinematográficamente. Eso se le nota mucho a la novela, y quizá sea su peor defecto. Uno ve los planos cortos, las escenas tópicas, los gestos característicos. Hay excesivo diálogo instrumental y una morosidad descriptiva que no piensa en la lírica sino en el travelling. No he visto la película de Antonio Jiménez Rico, que quizá me parezca muy literaria. Hablo solo de la novela.
               No me gustan los guiones narrados. Es posible que de Las ratas Jiménez Rico también sacase una gran película, pero Las ratas se concibió como novela, no como película, y como novela está bastante por encima de El señor Cayo. Pero esto puede también verse desde el otro lado. Con el cine Delibes encontró un filón cuya cumbre quizá sea Los santos inocentes, pero también de menor importancia literaria que Las ratas e incluso que El camino. A él lo hizo rico y famoso, y para un crítico de la época tampoco era difícil encontrar argumentos que lo justificasen.
               El disputado voto del señor Cayo está escrito como quien lava. Más que verse la idea clara, se ve la sencillez con que la ha compuesto, el oficio sin complicaciones con que ha juntado los elementos y los ha movido un poco para que encajen. Unos jóvenes malhablados, cinematográficos, machaconamente bobos, que van a presentarse a las primeras elecciones democráticas y llegan hasta el último pueblo de la provincia, se encuentran con un Gandalf con boina de Castilla la vieja que les enseña las virtudes de la naturaleza. Cuando están más convencidos los políticos de ciudad que el votante de pueblo (cuando los actores sonríen tiernamente mientras habla el abuelo en un decorado de casa rural), aparecen unos fachas en un coche que le pegan un palizón al candidato progresista, un joven barbudo. De regreso a la ciudad, borrachos de Soberano, sus aburridos diálogos malsonantes escribirán varias veces la tesis y su estrambote, a saber, y como dice un personaje beodo y malherido que habla con elocuencia de Basilio moribundo, “¿de veras te parece más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor de saúco?”. Y sin embargo, ay, “esto no tiene remedio”, porque los fachas de ciudad sacan las cadenas, pero el sabio rural tampoco se habla con el único vecino que queda en el pueblo.
               A esta carpintería de teleserie Delibes aplica una receta de Sánchez Ferlosio. En El Jarama, el contraste entre los diálogos planos pero sabrosamente cercanos de los muchachos (o, sobre todo, por lo que a Delibes toca, de los venteros) y la maravillosa oda en que se convierte cada mínima, precisa descripción, no solo hacía funcionar muy bien la novela sino que iba manteniendo un juego de contrastes literarios: la poquedad coloquial a la luz de la grandeza descriptiva; la hermosura de la precisión que subraya la naturaleza de los personajes. Aquí Delibes ha extremado el contraste. Las descripciones del pueblecico donde van los candidatos son bellísimas, un jugoso prado donde florecen los endecasílabos (“la vaina erecta sobre el tallo”), de la categoría de las inmejorables descripciones de Las ratas. El mundo del señor Cayo es esa precisión emocionante que vamos buscando. El señor Cayo es el nombre de las cosas, la pureza de los movimientos, la sabiduría del silencio, etc. Y a este lirismo antropológico se le oponen los chicos de ciudad, el joven barbudo, la mujer concienzuda y concienciada, y el perfecto gilipollas, Rafa, un error de personaje (para enseñarnos que hay idiotas sin gracia no es necesario emplear más que media docena de líneas, no un personaje entero). Con ellos Delibes dialoga, no describe, y sus diálogos están trufados de un cheli cogido con pinzas (“¡Joder, qué tíos! Yo no sé si están carrozas o se quedan con nosotros”), usado como los nombres de setas, para decorar, para dar ambiente, sin naturalidad de ninguna clase, y con una mujer joven y atractiva que dice “cacho puto” cada dos por tres, algo absolutamente imperdonable (como también lo es, dicho sea de paso, que Delibes -al describir, no en esos diálogos tan cutres- repita tres veces tres el verbo embutir aplicado al acto de vestirse). Quiero decir que se nota que ahí Delibes no solo está pensando en dónde poner las cámaras sino en dejar constancia de un presunto lenguaje callejero que suena a parodia de revistilla, a teatro aficionado. El tacto y el amor con que nos pinta el campo contrasta demasiado, en fin, con los brochazos de betún con que desdibuja a los candidatos, que no entienden de saúcos. Delibes, como cualquier otro escritor, triunfa cuando comprende a su personaje, sabe pensar como él, y aquí se limitó contribuir de mala gana al Diccionario cheli que cuatro o cinco años después sacaría Umbral. Es como si la novela entera la hubiera escrito el señor Cayo, que no entiende a santo de qué hablan así, con tanto taco y sin llamar las cosas por su nombre.
               Fue Umbral el que dijo una vez que en una novela sobre el mar de Delibes (no me acuerdo del título y, ya que cito a Umbral, no me voy a levantar ahora a mirarlo) se notaba que manejaba el diccionario, los tecnicismos, los nombres de las velas, pero que la novela no olía a mar. Y así es. Cuando Delibes habla del campo, del señor Cayo, aquello huele a campo, pero cuando habla de la ciudad, de los jóvenes candidatos, aquello huele a diccionario. Y tendría que haber olido al escay de los asientos de los coches, a los ceniceros de tabaco negro, al engrudo de pegar carteles, al hedor corporal de aquella época. Y no huele a nada de eso. Huele a celuloide arrugado y a parodia intergeneracional, a cómo los viejos hacen de jóvenes en las bodas, y dicen: “oye, carroza”, y añaden: “como se dice ahora”, y se ríen como si fuera un chiste. Con el cine, en cierto modo, Delibes también inauguró la vejez. 

20.3.13

Ensayo de literatura campestre, 8



La lectura de la antología de Delibes me llevó de cabeza a volverme a leer Las ratas, y no será la última. Ha pasado a la historia como una exhibición de estilo castellano que tiene toques de lo que luego se daría en llamar el realismo mágico americano. Pero nada más, y eso mal dicho, porque lo que acerca esta novela al garciamarquismo no es el personaje del Nini, el niño sabio y salvaje, sino una cuestión, sobre todo, de índole estilística. Determinados episodios nos traen un perfume parecido: la llegada de los extremeños, o la de los gitanos, que se pasaban seis meses en el pueblo, o la de las mujeres enloquecidas, o esa Simeona que como no sabe digerir el dolor se vuelve mística, o aquel viejo sabio, el Centenario, el señor Rufo, siempre con la cabeza medio tapada, que es talmente el gitano Melquíades, pero con una llaga en la cara por la que se ve blanquear el hueso del cráneo.
               Pero el parecido de estos dos personajes es más que un simple aire. Los dos son centenarios, los dos conocen los secretos del universo, una sabiduría misteriosa solo para los ignorantes, porque nace de la simple observación. El anciano transmite al Nini los secretos del campo, los refranes climatológicos, los barruntos de la helada, y los vecinos del pueblo, que no saben de astrología, escuchan al Nini como si fuese el niño Jesús entre los sabios del templo. “¡Lo ha dicho el Nini!, ¡lo ha dicho el Nini!”, van gritando por la calle cuando el niño, después de ver que el humo de la chimenea reptaba por el tejado en vez de ascender más tieso, dice que va a llover.
               Las ratas es de 1961, y Cien años de soledad, de 1967. Es posible que los dos llegasen a personajes parecidos porque ambos narraban como se narra en el pueblo: con una sensación muelle del tiempo, jalonada de santos y acontecimientos extraordinarios, iluminada por las estaciones. En los pueblos uno es lo que hizo un día, el argumento de su apodo, y la historia una retahíla de acontecimientos que se narran brevemente, más hiperbólicos cuanto más lejanos, más aislados, más autosuficientes. GGM abusaría luego un poco de las metáforas tomadas en sentido literal, que es como contar un cuento en el que un muerto resucita porque le echan en la boca caldo de gallina (no muy distinta la historia aquel del cura que levitaba cuando bebía chocolate), pero esa forma de contar escueta, aislada en un vago mundo sin relojes, es la estética de la narración de pueblo, y así es el humor (y la sorna) que se estila, especializado en descontextualizar situaciones o palabras para que parezcan asombrosas o ridículas.
               Quiero decir que donde huelo yo el realismo mágico no es en el Nini sino en el tratamiento de la narrativa popular, en los diálogos sentenciosos, en los personajes amarrados a su nombre como si fuera su destino, en la superstición que nace de la ignorancia pero crece con sabiduría compartida. En todo caso, si solo fuera por eso, la cosa no pasaría de curiosidad taxonómica. Pero resulta que Las ratas es una gran novela, sin el barroquismo oral de los diarios ni el realismo cercano, como de bata de felpa, de La hoja roja, pero sí con su misma cadencia natural. Hay una diferencia entre narración oral y narración tradicional. La primera es Lorenzo, el apretado hablar del narrador. Siempre que leo transcripciones de textos orales encuentro más bien un fluir del pensamiento donde flotan fragmentos gnómicos que luego enjaretará la narración tradicional en un caudal más espaciado. Pronto Las ratas adquiere esa condición caudal, en el doble sentido: en el brioso fluir del río y en el majestuoso dar vueltas del águila. El mismo respeto a la forma popular de nombrar, de temer o de asombrarse reclama una expresión que mitifica. El Ratero es de la familia Frankenstein (o de ese personaje de Steinbeck en De ratones y hombres), un buen salvaje tonto, padre bestial del buen salvaje listo, el Nini. Es un hombre primitivo que lucha por su cueva. Doña Resu es el rigor ciego, ignaro del fanatismo. Su otra mitad, doña Clo, es la madre buena que todos los niños recuerdan, aunque no fuese la suya. El ratero de Torrecillórigo es una víctima complicada, de sí mismo, de su condición de extraño, de no entender, de suplantar sin proponérselo al auténtico enemigo, de meter las narices donde no debía y de tantas otras cosas que sostienen un final que, por otra parte, es el único lamento que le pongo a la novela. Que acabe de un modo tan redondo, como si los ríos pudieran parar en seco.
               Esta objeción es más bien manía personal. En Las ratas hay dos formas simultáneas de narrar. La que me deslumbra es ese sostenerse contando la vida sideral de un pueblo de secano, aislado y dócil, mísero y sufrido, acostumbrado a sufrir a un cacique ausente y a unas fuerzas vivas medrosas o desquiciadas, a que una mala tormenta destroce el trabajo de todo un año y los obligue a pasar hambre y a alimentarse como las alimañas. La historia de la Columba, la esposa del Justito, que no soporta el pueblo y lo paga con el Nini, y la sabia venganza del niño es un cuento extraordinario, perfecto en todos los sentidos, una anécdota popular del tipo mira si Fulano sería listo que una vez, para San Gregorio Nacianceno…, cuando una marabunta de grillos deshacía los espíritus sensibles. Uno termina de leer ese capítulo y siente que no importa lo narrado antes o lo por venir, que no hay más curiosidad que la que anima a seguir leyendo. Las ratas podría haber seguido siendo una larga narración, pero la cruza entera otra forma de narrar, de estirpe dramática, la que traza El Ratero y lo único que podríamos llamar argumento de la historia. Lo quieren echar de la cueva donde vive con el Nini porque el gobernador se ha encaprichado de que no haya cuevas habitadas en la provincia, por si vienen los turistas. De darles de comer o echarles una mano en la desgracia no se ocupa lo más mínimo, pero si hay que encerrar a los más pobres en la cárcel o en un manicomio para que no hagan feo, se hace lo que se puede. Este hombre vive de las ratas de campo, de lo más humilde, es el último eslabón de la cadena, y quizá por eso respeta los ciclos de la naturaleza. Lo amenaza el hombre, como a los zorros. Lo amenaza el voraz desaprensivo y el ignorante pisaverdines, el que caza por capricho y el que caza sin ley. Su destino trágico es defenderse, aunque le cueste la vida, defenderse hasta el final, a él y a su cría, como se defendería un lobo.
               La convivencia entre narración y drama llega un momento que se precipita en la novela como los nubarrones de la tormenta, cuando más disfrutábamos del día. Ves nervioso al Ratero y te pones el cinturón de seguridad porque el avión ha empezado a descender. El verdadero hallazgo de García Márquez fue prescindir de esta armazón dramática y dejar el flujo narrativo a merced de la multiplicación y la simetría, un poco como había puesto entonces de moda Georges Pèrec, pero con voz de profeta. Se está muy bien leyendo cosas de la gente del pueblo, pero hay que llevar el barco a un puerto definitivo, hay que ajustar, casar, redondear. Hay que culminar una historia de alta pureza, de vuelo sencillo y majestuoso, nada menos que con un duelo al sol. En pocos libros como este se ve que al final el drama sombrío no alegra los inmensurables campos. La cabeza del narrador proyecta una sombra cárdena sobre el milagroso vivir de aquellas criaturas, y viene, más que el mensaje, la explicitud del mensaje, como si después de hacernos disfrutar tanto nos recordasen con un dedo en alto que esto era para denunciar la situación del agro y el triste destino de su población. El problema es que la fuerza narrativa era tan grande que hasta un final de tragedia clásica no logra vencer, para bien, su condición de episódica, de fin de un hilo narrativo, pero no de la novela.
               Es decir, que se me ha hecho corta, que podría haber seguido disfrutando de las insuperables descripciones, siempre al servicio de que sea el objeto descrito el que componga la metáfora, no la descripción en sí misma. La hermosura no nace de ayuntamientos léxicos insólitos sino de la exactitud, y lo que algunos historiadores recientes toman por un ejercicio de estilo es en realidad una estética integral. Delibes practicó aquí la épica de siempre con los personajes más olvidados. A la manera virgiliana dio una lección de la clave de todo lo que voy buscando en estas lecturas campestres, y que repito de vez en cuando: elevar el objeto más humilde, sin disfrazarlo ni traicionarlo, sin adornarlo, sin tocarle, a la más alta literatura. No, uno no se sacia con las ratas. Comprende que se acaben, pero quedan mitos sin terminar. No es que no me guste cómo acaba, sino que le reprocho que se acabe, que venga Calderón con su simbólica carpintería a cortarle a Cervantes su escritura desatada.

13.3.13

Ensayo de literatura campestre, 7



En 1979, antes de que lo molieran a galardones, Miguel Delibes cerró una larga etapa con esta extraordinaria antología de su obra narrativa, inmejorable para nuestros propósitos campestres. Está fundamentada en tres novelas: El Camino (1950), Las ratas (1962) y El disputado voto del señor Cayo (1978). Entre las tres suman 14 de los 23 fragmentos que componen el libro, y entre ellos destaca, cómo no, Las ratas, que es el libro que, de no ser por esta antología, tendríamos que glosar aquí. Ese o el Diario de un cazador.
               Lo más granado del Delibes campestre queda recogido en estas páginas de Castilla, lo castellano y los castellanos, y de paso sus varias formas de acercarse a la prosa rural. La magnífica ruptura del narrador con el autor que me encontré en el Diario de un cazador (y en su continuación, el Diario de un emigrante) me suena ahora un poco, digamos, excesiva. Delibes echa el cuarto a espadas en la voz de Lorenzo, y eso remete la prosa un poco demasiado, plagada de oralidad, sin espacios neutros, sin sitio para escuchar sin identificar, es decir, para que el propio Lorenzo desaparezca detrás de su historia. No dejamos de admirar el apabullante manejo del registro oral, pero es eso, apabullante, algo como lo que sucede con Pacífico Pérez en Las guerras de nuestros antepasados, que la voz se come al personaje. En La hoja roja, por ejemplo, sí hay esos espacios, y el grado de oralidad resulta muy convincente, tanto que nos olvidamos del jubilado que lo cuenta todo y nos centramos en la historia que le incumbe. No es mucha la diferencia, claro, pero ahora veo en Lorenzo y en Pacífico un horror vacui al soltar giros y castellanismos que en el viejo Eloy está más moderado, y a mi modo de ver es más efectivo.
               Aún hay una tercera manera de abordar la primera persona, particularmente en sus diarios de caza y pesca, Mis amigas las truchas o Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo, ambos libros de principios de los 70, con su punto carpetovetónico, fascinante de precisión cinegética, a media distancia de la jerga popular y la del hombre culto que camina entre rastrojos; pero no tan lleno de frases como en Cela, y quizá por eso más interesante, como suele suceder.
               Pero también se ha referido Delibes al campo en tercera persona, y las cuatro novelas mejor representadas en esta antología son buenos ejemplos de ello. La de El camino sigue siendo una prosa tersa, muy años 50, con ese barniz sonriente de las historias infantiles. Quizá la más clara, la menos molturada. La muerte del Tiñoso, el pajarico que el Mochuelo le metió en el ataúd, el amable final con el padre Pitillo, la etnografía bárbara de las supersticiones populares, la tristeza por obligación, sin más alegría que el placer melancólico de volver la vista al pueblo, a la inocencia, etc. Me sigue resultando muy hermosa, pero demasiado gris del gris marengo que cubrió entera la década de los 50. Se ve la imposición severa, pero ya le gana la naturaleza. Nos dejamos llevar por el Mochuelo más que por la sombría perspectiva del autor. Así que, cuando el Mochuelo tomó la palabra, o sea Lorenzo, Delibes cobró una obra maestra como el que cobra una perdiz.
               Esa mirada seca también está en el cuento Los nogales, del libro Siesta con viento sur, un ejemplo de tremendismo subdesarrollado, al estilo Cela, otra vez (esto no quiere decir nada: era el estilo de la época), cuando la desgracia es el atraso y los hombres tratan de sobrevivir amarrados al árbol que les dio de comer. El símbolo cenizo (el árbol, la piqueta, la zanja, la colmena, etc., etc.) se entona un poco a base de ternura, con la fragilidad de la última hoja que queda sin caer y por ahí. Ese tremendismo reaparecería, en segunda vuelta, con Los santos inocentes, y late, cómo no, en Las ratas, quizá de todas estas su novela más literaria, más rica, más hermosa. Lástima de título, la verdad. Con los buenos títulos que apañaba Delibes, este lo condenó a una discreta segunda fila cuando quizá sea su obra maestra, y el primero de los vínculos (lejanos) que lo emparentan con Ferlosio. El Nini tiene algo mágico y sencillo, de niño Dios que se sobrepone a las burradas del agro polvoriento y castellano, un poco como Alfanhuí. Pero luego, en El disputado voto del señor Cayo, Delibes puso en práctica, veintitantos años después, la estética de El Jarama, es decir, barajar dos registros diferentes: la descripción lírica y precisa del entorno natural y todo lo que tiene que ver con el pueblo, y la solvencia retratista del diálogo, plagado de muletillas ya pasadas pero que siguen retratando con fidelidad la época en la que fueron dichas. Esos diputados barbudos son los mozos amodorrados de Ferlosio, que ahora ya tienen más ilusión. Pero el campo, entre diálogo y diálogo, sigue eterno, hondo, majestuoso. A los dos les dio excelente resultado.
               Vuelvo a Delibes ahora y le agradezco que tuviera la honestidad de plantearse los problemas técnicos de siempre: primera o tercera personas, más o menos oralidad, más o menos narrador. Cela dijo una vez que escribir en primera persona era muy fácil. Ya. El vanguardismo juega siempre con ventaja. Lo difícil es que hable Lorenzo, no empalmar cuarto y mitad de frases brillantes. Lo difícil es que hable uno, no todos. Pero no siempre la primera persona es la solución, y Delibes supo modular su lenguaje literario siempre a favor de la historia, no del propio lucimiento. Torrente se arrellanó en una voz que servía para la primera, para la tercera y para las personas que fuesen, la voz del hombre que silba mientras trabaja, que dejó a Torrente ese fruncido de labios como de tener siempre en la boca un hueso de aceituna. Torrente narraba, y dejó a un lado el problema de la voz, el dificilísimo problema de la voz: cómo ser otro y no estorbar la narración. El buen narrador lleva planteándose lo mismo desde el principio de los tiempos. La vanguardia, cuando lo niega, simplemente disfraza sus carencias, y por eso siempre me ha llamado la atención que llamasen vanguardista a Cinco horas con Mario y no al Diario de un cazador, cuando todavía tiene más riesgo porque el margen especulativo es más estrecho. Delibes hizo de mujer. No deslumbró porque era un monólogo, sino porque era ella, una mujer, no un señor de Valladolid. Desde que Shakespeare creó al Ama de Julieta y Cervantes a la mujer de Sancho, el reto es el mismo, no hay vanguardias que valgan. 
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