25.6.09

Recreo

Me repito un poco, pero es que aún no había dicho en el DDT mis propósitos para este verano, así que la columna que aparece hoy jueves en el periódico viene a ser como alguna de las bernardinas últimas que colgué aquí


Llevo un año viviendo en el siglo XIX. Oigo los cascos de los caballos que pasean por la calle, y las vendedoras de pavos que se arremolinan en la plaza del Mercado, justo en el momento en que por fin se decidió cubrirlo de adoquines. Los tablajeros arrastran cuartos de vaca por el barro, las familias pudientes montan bailes en el Casino Mercantil, en los periódicos hay vivos debates sobre esto y aquello, siempre dividido en dos, el esto de los progresistas y el aquello de los conservadores. España entera presumía de ser leal a sus ideas, es decir, de perdonar las tropelías que pudieran cometer los suyos. Pero por lo menos no había luz eléctrica. Galdós añora de vez en cuando los tiempos de antes de las farolas, cuando al atardecer sucedía el silencio y la noche oscura. Cuando pasaba un hecho grave, o había que dar una noticia urgente, las cartas de caligrafía redondilla tenían que ir en una diligencia hasta Calatayud, que como era una subcontrata y quería cumplir los horarios, se saltaba pueblos o arreaba las caballerías a todo meter, tanto que provocaba quejas airadas de viajeros que volaban aterrorizados a veintitantos kilómetros por hora. Salvando la velocidad, más o menos como ahora. Las fiestas de julio, en fin, eran como antes del bakalao, o como volverán a ser si es que la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Aragón no se queda en agua de borrajas.

El propósito de leer tanta novela decimonónica era ir empapando mis oídos con aquella vida sin tecnología. En 1885, el año que murió Alfonso XII, Teruel era una ciudad apacible tomada por la muerte. Un cólera cuya propagación seguía siendo un misterio entraba por el hilo de cochambre que unía entonces a la población. Si algo malo tenía el siglo XIX es que la gente olía mal, no había una buena red de saneamiento y los cerdos se criaban en las azoteas de los edificios. No había conciencia de virus, de modo que seguir vivo podía ser una perfecta lotería. La gente pisaba con toda naturalidad boñigas de mamífero que podían significar su muerte fulminante.

Ha sido muy divertido leer todo eso. Pero ahora hay que escribirlo. Será, si no se tuerce la cosa (y si se tuerce qué le vamos a hacer) el contenido del nuevo folletín, el quinto ya, el próximo mes de agosto. Hasta entonces, creo que voy a dejar de darles la paliza con las bernardinas y voy a retirarme a mis aposentos, a ver qué se me ocurre.

17.6.09

Baño


Otra vez Sorolla. En el plazo de un año hemos podido ver una deliciosa exposición de miniaturas en Burgos, la monumental de la Hispanic Society, que ya glosamos aquí, y ahora, en el Museo del Prado, un muy abundante recorrido por toda su obra, incluidos los paneles regionales que ya vimos en Valencia. Da la impresión no solo de que ya se le ha perdonado ser un pintor figurativo sino de que los modernos incluso babean con su época fauve. No sé si puede montarse una exposición tan deslumbrante de la obra de Zuloaga, de modo que podríamos ir deshaciendo la parejita: Zuloaga era el 98, el pesimismo, la seriedad encapotada, y Sorolla era el colorido modernista, un baño con grandes luminarias por las que asoman matas de geranios, alicatados blancos y amarillos y paredes teñidas de azul. Esa pintura burguesa que los pacatos de la modernidad no soportaban porque sufrían fotofobia espiritual: demasiada luz, demasiada belleza, demasiado poco mal rollo.
El visitante, ahora, puede ver cómo esa valencianidad tan luminosa es en cambio un halo de comprensión y de verdad. Hay un cuadro que quizá resuma lo que quiero decir: en una playa mediterránea, un fraile vestido de negro acompaña a una parva de muchachos que se bañan en las aguas tibias y algo turbias de la orilla. Entre los niños hay muchos ciegos y tullidos, su carne blanca sin salud, apoyados en muletas de palo, en el momento en que la luz intensa y la brisa del mar les van dando un poco de color en sus pieles de criaturas abandonadas. Sólo el cielo y el mar los bendicen, pero ellos están contentos, casi se les oye gritar cuando sienten el primer frío de la espuma y chapotean y se tiran agua unos a otros. La realidad es la enfermedad y es la miseria, pero también el sol, la algarabía.
Impresionado quizá por ese cuadro, luego tuve parecida sensación con el famoso baño del caballo, y con las odaliscas de carne verosímil, y con las niñas que sonríen bajo el sol. Las madres duermen felices y desmejoradas. Los pescadores son héroes griegos que ganan un jornal mísero. En las postales folclóricas hay siempre algún rostro terrible, en medio de las flores nos perturba la resignación. Las vidas están más claras, su intimidad mejor iluminada. Las figuras están, más que bañadas, redimidas por la luz.

14.6.09

Preparativos de viaje

Quedan quince días para que empiece La enfermedad sospechosa, título provisional del folletín de este verano. Casi he terminado de leer cuanto me había propuesto. Los recortes de prensa y las notas de las lecturas ya están a punto. Tengo ya seguras dos o tres líneas flotantes, es decir, ideas para el argumento que, en el caso de que no me salga nada mejor, podrían sostener perfectamente la narración. Este año el problema no es llegar al final, porque la materia es mucha, aunque sería triste agarrarme a la pura verdad a falta de buenas fábulas con que contarla. De momento somos fundamentalistas de la ficción.

El título provisional podría ser La enfermedad sospechosa pero también El huésped del Ganges o incluso El morbo asiático, porque de las tres maneras llamó el periodismo de 1885 a la última epidemia de cólera que ha sacudido España, y que se cebó con especial saña en todo el Levante (se propagó a raíz de un terremoto en Murcia), buena parte de Aragón y lo que antiguamente se llamó Castilla la Vieja. El propio Alfonso XII, que moriría en noviembre de ese mismo año, se paseó por el lazareto de Aranjuez para pasmo de cuantos creían que una naturaleza tan floja no podría resistir la invasión. Esa invasión la resistió, aunque durase poco. El que no la resistió, pero también murió en noviembre, fue Francisco Loscos, ilustre botánico que a la sazón compartía su ciencia desde la Agencia de Castelserás a todo el mundo botánico civilizado. Se conservan unas cartas muy emocionantes en las que Loscos relata cómo se pasa las jornadas mezclando recetas mientras la epidemia se recrudece vertiginosa y violenta, mientras la muerte pasa por sus dedos.

La cuestión es más interesante si se piensa que muchos médicos de aquella época huían como ratas cuando el cólera pisaba sus dominios. Algunas órdenes mendicantes (los hermanos de San Juan de Dios y los franciscanos capuchinos, muy especialmente) se zambullían en aquel infierno para consolar moribundos y jugarse el pellejo, porque aún no estaba claro qué había que hacer para protegerse de la enfermedad. La discusión entre virus y miasmas llegó hasta Ramón y Cajal y el célebre doctor Ferrán, cuya polémica sobre cómo curar el cólera sigue poniendo los pelos de punta.

Este es el ambiente en el que se desarrolla la historieta, de la que, por supuesto, no voy a decir ni pío, salvo que, así como hace dos años el folletín se subtitulaba Folletín modernista por entregas, este año será un Folletín naturalista por entregas. La idea de jugar con el naturalismo no es un método, pero sí un punto de referencia. Ya sabemos que nada de eso se tiene luego en cuenta, pero viene muy bien para amueblar la concentración.

Lo que no haré este año es publicar los capítulos a medida que los escriba, sino, si acaso, la crónica de su escritura, que seguramente resultará más entretenida. De momento intentaré desperezarme de estos largos meses de no escribir más que lo imprescindible para el DDT. Hace calor. Pronto terminará junio. Llega el Tour.

13.6.09

Pardo Bazán, La madre naturaleza

Acabo de leer La madre naturaleza, precioso título de una pésima novela de Pardo Bazán, sobre todo si poco antes acabas de leer Teresa Raquin, de Zola, o entretienes los viajes en metro con Josef Winkler. La novela es mala porque está muerta. Es un caso clínico de escritor que se siente por encima de lo que escribe; que, más que partir de un método científico para escribir, rellena una herrumbrosa partitura, en cada uno de cuyos movimientos la autora no tiene más ambición que lucirse. No hay punto de comparación con Galdós. En Galdós todo está vivo, el lector es transportado sin conciencia de tiempo y sin que ninguno de los infinitos detalles parezca superfluo ni mucho menos un ejercicio de retórica vacía. La madre naturaleza es una lección dictada por una señora un poco plasta que demuestra no entender el fondo de lo que está contando. Galdós, con Tristana, le daría sopas con honda. En la novela de Pardo Bazán hay una niña estúpida, un estudiante de anuncio de turrón y un viejo verde, Gabriel, tío de la niña, con la que se quiere casar. Es una versión de la fábula de Polifemo y Galatea llena de tecnicismos agropecuarios, tiesa de apresto, almidonada de teoría, asfixiada por la convicción con que escribe la señora Pardo. A veces es gracioso porque hay momentos en que la narración exige cambios de proporciones que la autora le niega con inflexibilidad de Rotenmeyer. En esas –pocas- ocasiones, cuando se exige un tramo de acción continuada, o incluso cuando un diálogo ha prendido y es el momento de desarrollar sus posibilidades dramáticas, Pardo Bazán lo alicata todo de su idea de la novela científica. Todo es previsible, pero antes de que llegue te tienes que zampar un paisaje de juego floral, o cientos de aclaraciones y opiniones gratuitas que te acaban dejando dolor de cabeza porque la lógica de la lectura invita a los ojos a una velocidad que le niega constantemente la severa dama.

Este Polifemo debería ser un elegante señor de provincias, un hombre poderoso que cree parte de sus atribuciones casarse con la hija de su hermana, Nucha, la de Los Pazos de Ulloa. Pero resulta que es un sosainas, y que entre tanta fronda retórica apenas tiene tiempo para frases que en un contexto dramático serían interesantes y aquí suenan ridículas. La escritora era demasiado de derechas como para explicar con crudeza otra cosa que no fuera el aspecto de sus despreciadas campesinas. Galdós es otra prueba de que la compasión no está reñida con la verdad; al contrario, se aproxima más a ella porque trata de verla desde los ojos vivos de sus personajes, no desde unos doctos lentes de condesa.

Se podría decir que es la prosa de la época. Pero el caso es que no estamos hablando de prosa. La oratio numerosa de Pardo Bazán es impecable pero redicha. El problema no es ese. También algunas obras de Pereda se duermen en la suerte pero hay en ellas otro tipo de aliento. El problema está en la circulación de la sangre. El naturalismo necesitaba cierta imperfección que no se puede impostar, que nace de la urgencia, de la tensión al narrar. El narrador naturalista no puede andar explicándonos nada. Debe limitarse, como dice Zola, como hace cualquier buen novelista, a describir. Su escritura es urgente, mirad lo que está pasando, y al mismo tiempo minuciosa, acumulativa, en una retórica de inventario que sin embargo tiene siempre sus propias reglas narrativas. Modernamente hemos dejado que pasasen por alardes lo que no eran sino hipertrofias, sin pensar que el verdadero alarde no consiste en cumplir un programa previo ni en exhibirse sino en entregarse a lo narrado, en darle vida.

Y eso no sólo es independiente de las épocas sino muy frecuente en la novela que Pardo Bazán leía y que trataba de imitar de manera científica. Lo peor es eso, que en lo claro que lo tiene todo da la exigua medida real de su talento. No obstante, al final la novela corre un poco más, digamos que como los caballos cuando barruntan la cuadra, y en ese tramo más intenso y dialogado está lo que debería haber sido la novela desde el principio. Más que encontrar un final ad hoc, hubiésemos querido que la autora se hubiera encontrado con un tono con el que rescribir entera la novela.

En ese final hay un monólogo sorprendente, un fragmento que se sale de la pulcritud apelmazada del resto para entrar en un territorio mucho más moderno. Casi al final, cuando ha conseguido mandar al joven pretendiente lejos de la muchacha, Gabriel tiene un arranque en el que ya se huele al Augusto Pérez de Unamuno, pero también a esos personajes de Turguéniev que cambiaron, esos sí, el rumbo de la novela en Europa. No sería este mal momento para leer Padres e hijos.

El fragmento de marras dice así:

La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con preocupaciones muy serias. Pesado silencio llenaba la salita, y lo interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se aporreaba la cabeza contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla a la mesa, y apoyando en esta los codos, dejó caer sobre las palmas de las manos la frente, experimentando algún consuelo al oprimirse los párpados y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué, después de dos o tres días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación espantosa, le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de echarlo todo a rodar, meterse en un coche y volverse a Santiago, a Madrid...

Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por culpa de la vigilia y abstinencia le parecía en aquel instante que su cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran como esos círculos que hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A fuerza de encontrarse frente a frente, de lidiar cuerpo a cuerpo con uno de los problemas más tremendos que pueden acongojar a la razón humana, ya había perdido la brújula, y el desbarajuste de su criterio le amedrentaba. -Vamos a ver (y era la centésima vez que repetía aquel soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se les ha estropeado la vida a dos seres en la flor de la edad. Los dos se causan horror a sí mismos; los dos se creen reos de un crimen, de un pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían; pero supongamos que lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si en los tiempos primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres se pobló el mundo sino con eso? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no tengo lo que llaman por ahí sentido moral! ¡A fuerza de lecturas, de estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado a ver el pro y el contra de todas las cosas...! ¡Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra claro como el agua, lo que un niño puede resolver con las nociones aprendidas en la escuela, a mí me parece hondísimo e insoluble... Sólo en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica; así cuando quería matar a Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no un divagador miserable; pero, ¿cuánto me dura a mí esa fuerza, esa convicción? Diez minutos; el tiempo que tardo en echarme a filosofar sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones, indulgencias y tolerancias... ¡El cáncer que me roe a mí es la indulgencia, la indulgencia! ¿Me casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis hermanas? No, y estoy disculpando el incesto. Como aquella vez que encontré mil excusas a la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo de matón para que no se figurasen que defendía causa propia! Aún me río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de Morón me dijo con mucha soflama que era cómodo tener ciertas teorías a mano...! Aún se deben acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de estas dislocaciones de la razón, de este afán de comprenderlo y explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera tener el cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y sentir como yo mismo; con energía, con espontaneidad, equivocándome o disparatando, pero por mi cuenta! Ese montañés me ha inspirado simpatía, cariño, envidia, admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo me trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente, piensa y quiere! Vamos, que ya daría yo algo por poder decir con aquella voz, aquel tono y aquella energía: -¿Soy algún perro para no creer en Dios?

10.6.09

Atrezzo

Las recreaciones históricas que triunfan por nuestros pueblos ya no sólo se dedican a la Edad Media fantasiosa y belenita, ni a imitar los juegos patrióticos americanos que conmemoran la Guerra de Secesión. Para empezar, ya no recrean algo de hace más de cien años, sino que se visten como quizás algún abuelo del pueblo fue vestido alguna vez. En un pueblo de Polonia se recrea la Segunda Guerra Mundial con miles de turistas que sonríen y hacen fotos a un destacamento nazi. En Torre de Arcas, asociaciones que se dedican a estos menesteres teatrales llevan varios años tomando el pueblo y disparando tiros bajo el balcón de quien quizás entonces salvó el pellejo de milagro, y aún está vivo. Los actores no se visten de delatores, de asesinos o de muertos de miedo, de hambrientos ni de desesperados. Son a la realidad lo que las películas americanas de los años 50 a la II Guerra Mundial. El juego consiste no en meterse en la historia sino en el celuloide, en jugar a ser partícipes de una ficción que representa, como una fiesta dominical, una barbaridad cuyos estragos aún no están limpios del todo. Es más, nos ponemos de acuerdo en la memoria histórica y al mismo tiempo la relegamos a su lejana condición de mito histórico, de juego infantil.

No juzgo; contemplo. Loores sean dadas a los organizadores de tan turísticos eventos y que cada cual se divierta como mejor le pete. Pero no deja de ser curioso que en vez de compañías ambulantes de teatro ahora rueden por los pueblos grupos que representan ante sus vecinos lo peor, lo más triste y doloroso de su propio pasado. La Memoria Histórica no consiste en que aún te duelan las balas, y estos grupos levantinos se las ven que ni pintadas cuando se trata de disfrazarse, aparte de que en su afición hiperrealista desarrollan una interesante labor de atrezzo y vestuario que puede resultar hasta instructiva. Son ciudadanos de la época del rol. Juegan a estar viviendo una aventura que ha sido previamente desinfectada de todo lo que pueda herir la sensibilidad del espectador. La mejor manera de superar las llagas del pasado y montar una buena compañía es, como al principio, que yo era el indio y tú el vaquero, y tú ahora te morías porque yo ya me he muerto antes. En estos casos el Ayuntamiento es esa madre que interrumpe el juego para que todos vayamos a merendar.

Diario de Teruel, 11 de junio de 2009

3.6.09

Vaca

Todavía llevo encogido el corazón de ver las obscenas fotos que publicó el martes pasado este diario. Todavía me produce escalofríos la imagen de la vaca muerta en Linares de Mora, recién parida, la vulva deshecha y tumefacta, como si a base de estirones y mordeduras los buitres hubieran intentado sacarle las tripas, y el ternerillo, a su lado, al final de un reguero de placenta ensangrentada, herida la párvula boca, porque al primer vagido le arrancaron la lengua a picotazo limpio.

La crudeza naturalista de aquellas imágenes nos aflige porque las vacas tienen alma. Ves un coleóptero y no sientes nada, pero con los mamíferos es fácil identificarse. Una vez consulté con una mujer que se había criado entre vacas y me dijo que desde que habíamos entrado en la Unión Europea las vacas eran más estúpidas. Claro que ella hablaba de las pobres vacas lecheras, que, más que tontas, parecen haber renunciado a plantearse fríamente su penosa situación de nodrizas enjauladas. Las vacas que se crían en el campo abierto y matan moscas con el rabo adoptan actitudes más comprensibles, dicen mucho con los ojos, y no es igual su indiferencia cuando pasa el tren que cuando al lado tienen un becerro que no se puede aún tener en pie. Su maternidad es proverbial. En una postal no puedes poner a un buitre regurgitando la lengua de un ternero para dar de comer a sus crías, pero una vaca es síntoma de sosiego pintoresco, de buena salud.

Ni tampoco quisiera haber estado en el pellejo de la veterinaria que acudió a socorrerla y se encontró a cien buitres polvorientos con los picos rojos de carne. Cualquiera se mete con ellos. La naturaleza tiene sus normas y cuando no hay carroña los carroñeros se adaptan a escape. Atacan a todo lo que no se mueve, esté vivo o muerto, como sabe cualquiera que haya leído novelas de vaqueros o esos tebeos en los que el explorador agita los brazos para que los buitres no lo tomen por fiambre antes de tiempo. Las que no se adaptan son las vacas, pobrecicas, y por eso urge volver al burro muerto de Buñuel, a los esqueletos desperdigados, y levantar de una vez, que ya va siendo hora, el artificioso protocolo de las vacas locas. Esa pobre vaca muerta en el momento más hermoso de su vida seguramente ya no sirve ni para filetes. Los buitres se la comerán entera. No dejarán ni la lengua, con lo rica que está.

21.5.09

Geórgicas II, 5

























5. Injertos y empeltres. vv. 73-82

No es único el modo de injerto y empeltre.
Donde brotan las yemas, mediada la corteza,
y rompen sus delicadas túnicas, se hace
en el nudo mismo muy estrecha cortadura;
de otro árbol por allí un pimpollo se entremete
y al crecer se endereza en el húmedo albor.
O, al contrario, se dejan los troncos sin nudos
y a cuña en lo duro una raja profunda
se abre y penetra de esquejes fecundos,
y no es mucho el tiempo en que un árbol robusto
con ramas feraces se yergue hacia el cielo,
y su nueva fronda admira, sus extraños frutos.



Mermelada

En su defensa del libro impreso en general y promoción de su último ensayo en particular, el semiólogo Umberto Eco ha declarado que de momento la red es “una mermelada comunicativa” y que “desconocemos todavía la dimensión del fenómeno de Internet”. Dijo muchas otras cosas tan perspicaces y reveladoras como siempre, pero tiene razón con lo de la mermelada, aunque no entiendo por qué habla de ella como algo incognoscible, que decían los antiguos empiristas. 

            Para empezar, la red ha eliminado las molestias físicas de la sabiduría. En muy pocos años, y sin necesidad de recibir ningún paquete por correo, un investigador de casi cualquier rama de la ciencia podrá escribir un tratado sobre asuntos novedosos que flotaban en la red pero nadie se había ocupado de juntarlos. De hecho ya sucede. Si uno se pasea por los repertorios bibliográficos universitarios, da risa la inflación desmesurada de cualquier bibliografía con respecto a la sustancia de lo que se intenta defender. La tentación del refrito ataca con más violencia precisamente ahora que el refrito es desenmascarable. Entre eso y que los editores no leen lo que publican, falta poco para que no se pueda hablar de autores sino de otros ámbitos más amplios y despersonalizados. Los escritores más brillantes de la televisión son grupos de guionistas que trabajan de un modo que ya podríamos llamar científico, cualquier creación suya ya es la suma de un magma de creaciones individuales. La red, por otra parte, ha excitado nuestro gusto por lo raro, nuestra ración diaria de locura original. Las novelas son más que nunca mosaicos de fragmentos que funcionan, y la vieja idea de la ciencia, sustituir al talento, está a punto de comerse, de primer plato, el rango, el concepto mismo de autor.

            De momento, la red produce naturalmente literatura bastante más interesante que la que publican nuestros avaros y desorientados editores. Al mismo tiempo, la red resucita más autores olvidados que nunca, aunque genera, más bien, mensajes literarios, novelas con aspecto programable. El mar se ha llenado de botellas, y la red aún no ha desarrollado el sistema para saber cuál de ellas encierra palabras eternas. Quizá esa literatura necesaria sea, cada vez más, obra de todos y de ninguno, como es el folklore, como lo fue al principio, antes de que nacieran los libros.

Paraguas

Diario de Teruel, 21 de mayo de 2009

Cuando llegaron al poder los socialistas, en el año 82, una de sus principales preocupaciones fue dispensar un tratamiento exquisito a las Fuerzas Armadas. Narcís Serra, de quien muchos sospechaban que iba a montar otra vez el pollo a base de desmoches, en plan Azaña, se convirtió en su ángel de la guarda. “Nunca nos habían tratado mejor”, oí decir entonces a un militar que, con treinta y tantos años, estaba a punto de pasar a una cómoda reserva para el resto de su vida.

            Pero claro, eran socialistas, eran sospechosos, y por eso ningún gobierno de Felipe González se atrevió a quitar la mili. Muchos jóvenes que no creíamos en las levas obligatorias tuvimos, por ley, que hacer de criados sin sueldo para organizaciones que a veces eran útiles y dignas y otras eran la tapadera de un chiringuito familiar, eso que se llamó la Prestación Social Sustitutoria y que en más de una ocasión me hizo lamentar no haber ido a la mili. Allí por lo menos te daban gratis de comer.

            La mili la quitó Aznar de un plumazo. La quitaron las derechas porque, se supone, al Ejército no iba a sentarle mal. Eran, se supone, de los suyos. Aquí se supone todo. La actual ministra, en una época en la que todos ya tenemos claro qué es el ejército, se esfuerza día tras día en no sonreír cuando no toca, en cumplir con abnegación los ritos militares y en defender por encima de todo su trabajo y sus instituciones. Pero cuando ha gobernado el PP, no le dio ningún apuro a su ministro disfrazarse de militar de El Corte Inglés, en plan Bush, ni hacer un ridículo espantoso con el asunto aquel de Perejil, cuatro cabras que le inspiraron lo del viento de levante, y si no se puso a recitar a Espronceda fue porque, seguramente, no sabe quién es. Ni tampoco se cortó un pelo aquel ministrillo en mandar a un subalterno que le sostuviera el paraguas mientras contemplaba con cara de asco los despojos del Yak.

            Me pregunto qué habría pasado si un ministro socialista juega a los disfraces de marca, a las guerras de niños o a despreciar cualquier mínima forma de lealtad hacia sus subordinados. Qué habría pasado si un ministro socialista hubiese quitado la mili, si se hubiese guarecido debajo de un paraguas para no mancharse con la sangre de sus compatriotas. Dicen que aquel ministro emperejilado lee a Shakespeare. De qué poco le ha servido.

17.5.09

Geórgicas II, 4

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.II, 4. La propagación de los árboles, vv. 47-72

Son lozanos aunque bordes, llenos de vigor,
los árboles que salen espontáneamente
y crecen buscando los dominios de la luz,
pues al suelo da sustento la naturaleza.
Pero también sacan estos el alma silvestre
si se injertan o en hoyos mullidos trasplantan,
y si atención se les dedica con frecuencia,
a no tardar se amoldan a cualquier cultivo.
Lo mismo hará el árbol estéril que brota
de las más bajas raíces, si a un campo despejado
se lo quiere trasplantar; si no, lo ensombrecen
las altas frondas, las ramas maternas el medro
niegan a sus frutos, los abrasan si han crecido.
Lento crece un árbol que se pone con simiente
y sombra dará solo a los lejanos nietos,
las pomas se corrompen, falta el suco primordial,
pobres racimos da la vid, triunfo de los pájaros.
A todos los árboles hay que poner cuidado,
en hoyo hay que plantarlos todos, y domarlos
a puro de atenciones. Mejor, en cambio, nace
de un tronco el olivo, de mugrones la vid,
el mirto de Pafos de su sólida madera,
los duros avellanos en plantero, y el fresno
gigantesco y el umbroso árbol del que Hércules
sacaba sus coronas; incluso nace así la palma larga
y el abeto que ha de ver lances del mar.
Pero el áspero madroño es injertado
con el fruto del nogal, y los plátanos bordes
recios manzanos dieron, y castaños las hayas;
y mascan cerdos bajo el olmo las bellotas
y al fresno encaneció el peral de blanca flor.

14.5.09

El aroma del suicida

 “Odio los polisones”, se dijo la señorita Amparo cuando Pascuala, la criada, había terminado de peinarla. Pese a que la irritante moda de los perifollos estaba tocando a su fin (la señorita Amparo recibía revistas de París que así lo acreditaban), el llamado estilo tapicero era todavía una obligación entre las damas de buena familia. El inminente baile de Cuasimodo, recién terminada la Semana Santa, no admitía otro tipo de vestimenta.

            Eso significaba que había que llevar un par de vestidos a la planchadora, probarse los frunces, dobleces y caracolillos, y mantenerlos tan protegidos como un pájaro cantor hasta el día en que hubiera que ponérselos. Lo del pájaro no es broma. Antes de alguna celebración importante, no era raro encontrarse a mozos que cruzaban la plaza del Mercado con un extraño artefacto: una vara al hombro de cuyo extremo posterior colgaba una especie de nasa para pescar cangrejos gigantescos, dentro de la cual viajaba el vestido con su polisón recién almidonado.

            El baile de Cuasimodo se había postergado hasta el día de San Vicente. Ya se habían terminado las procesiones y las lluvias. La ciudad era un lodazal de arcillas y excrementos de caballo por el que a la señorita Amparo le daba asco pasar. Después del verano, según las últimas noticias, iba a comenzar el adoquinado de la plaza, pero de momento la señorita Amparo tenía que ponerse perdida de barro cada vez que quería salir a la calle. El recogimiento propio de los días de pasión se debía en su caso más a la lluvia que a la piedad. Pero esa mañana era necesario salir. También podía haber mandado al mozo a recoger el vestido, probárselo y volverlo a enviar a la costurera, pero, casi tanto como el barro, a la señorita Amparo la incomodaban las jovencitas tiquismiquis que pasaban el tiempo dándose a entender. Iré yo, se dijo.

            Nada más salir a la escalera casi se cae. Pascuala, la criada, había embadurnado el suelo con jabón de sosa.

            -Pero Pascuala, ¡otra vez! ¿No te das cuenta de que un día nos vamos a partir la crisma?

            Pascuala, de rodillas en el rellano, levantó la mirada.

            -El señor ha dicho que lo friegue con jabón todos los días.

            -¡Todos los días! Mi padre se ha vuelto loco. ¡Pero cómo vas a fregarlo todos los días! ¡Nos vamos a matar! En fin, ya hablaré yo con mi padre.

            -Tenga cuidadidco, señorita, y pase por aquí por este corro, que ya se puede pisar.

            Amparo trató de apoyar los botines en los atoques de los escalones. Su alta figura, acaso un poco demasiado alta, como desgarbada, parecía, en situaciones delicadas, más torpe de lo que era, sobre todo si, como de costumbre, iba pensando no en lo que estaba haciendo sino en lo que iba a hacer. Ahora iba pensando en lo que le diría a su señor padre cuando reparó en que había olvidado algo, de modo que se volvió hacia Pascuala cuando ya había pasado por delante de ella.

            -¡Todos los días! –dijo. ¡Igual se piensa mi padre que no tienes otra cosa que hacer!

            Pascuala, sin levantar la vista del suelo, sonrió agradecida.

            La señorita Amparo vivía en una casa de tres plantas de la calle del Seminario. La familia ocupaba toda la planta superior y parte del piso principal, que compartía con la consulta de su padre, el doctor Benito. En el piso bajo estaba la imprenta del periódico El Ferrocarril, recién estrenada, todavía con el perfume del apresto y de la grasa fresca de las máquinas.

            Amparo llegó al piso principal, un ancho corredor de baldosas pintadas de flores con muebles oscuros a los lados. La consulta estaba en el gabinete de la izquierda, justo enfrente del saloncito donde a esas horas su madre debería estar haciéndose las uñas. Había olvidado los propósitos de reprender a su padre, pero al pasar por la puerta de la consulta notó un olor extraño, mucho más extraño que el olor dulzón y bituminoso del ácido fénico con que su padre se empeñaba en perfumar la casa entera. Era un olor habitual en las calles y en las casas, pero no en la consulta de su obsesivo padre. Eran más de las doce, la hora en que los pobres acudían a consulta gratuita. Por eso no se molestó en llamar con los nudillos.

            -Pero, padre, ¿se puede saber que es esta pes…?

            No terminó la palabra. Un fogonazo de rubor le incendió la cara. Sentado en la camilla, cabizbajo, había un hombre desnudo, y supadre le aplicaba unos emplastos en la espalda.

            El doctor Benito miró a su hija por encima de los lentes.

            -Ven, ven, Amparín, ayúdame.

            Amparo no sabía si mirar o no mirar. Tampoco era la primera vez que veía en la consulta un cuerpo medio desnudo, pero esta vez tuvo la sensación de que estaba violando la intimidad de aquel pobre hombre.

            -Toma, sujeta esto.

            El doctor Benito tendió a su hija una palangana de metal llena de agua. Aquel hombre llevaba la espalda en perdición, como si lo hubiesen azotado: rasguños, moratones, despellejamientos e incluso una herida abierta como una boca pequeña a la altura de la paletilla.

            Amparo contuvo la respiración. El paciente desprendía un olor nauseabundo, pero no propio, no suyo, pensó Amparo; más bien era como si se hubiera caído en algún albañal.

            -Ahora tú, hija mía. Limpia bien estas erosiones y después las untas con este ungüento –dijo mientras se lavaba las manos en la jofaina. El doctor Benito siempre se estaba lavando las manos. Sus colegas lo llamaban el doctor Pilatos.

            -Tiene que aprender -dijo, dirigiéndose al herido, que aún parecía más turbado que Amparín.

            El doctor Benito, un poco a espaldas de su mujer, trataba de enseñarle a su hija siempre que podía los fundamentos de la ciencia médica. Hasta ahora le había ayudado a entablillarle la pierna a un niño, y también asistió a un parto difícil en el que se ocupó de tranquilizar a la madre mientras la criatura venía al mundo. Pero era el primer hombre que tocaba con las manos. Aunque no se sabe qué le habría dado más pena, si encontrarlo en cueros vivos o con aquellos calzones amarillentos y remendados, chorreantes de un líquido verdoso que era, pensó Amparo, de donde procedía la pestilencia, y que no era suyo.

            El torso al aire del herido le produjo una fuerte sensación de desvalimiento. Se le notaban los huesos del hombro, y los brazos eran, así como las piernas, largos y delgados, y muy blancos, igual que un tórax menudo, lampiño, como recogido en sí mismo. Era como si la cara, el mentón pronunciado y el enorme bigote que le tapaba los labios, la mirada entre sombría y consternada y la mata de pelo revuelto tuvieran que pertenecer a un cuerpo de más envergadura. Tenía perfil de héroe y cuerpo de anacoreta.

            Amparín sacó las tenazas y el hilo de la cubeta que había hirviendo sobre el infiernillo.

            -Esta es la más fea –iba diciendo el doctor Benito, mientras palpaba con el dedo el labio abierto de la herida, de por lo menos tres centímetros de larga, justo debajo de la clavícula.

            Amparín dejó las tenazas sobre un pañito, encima de la camilla. Supo que era el momento de desinfectar la herida. Nunca había visto tan de cerca una brecha tan profunda. Con sumo cuidado, sacó el tapón de corcho de la botella de fenol y la volcó para empapar una venda. Cuando fue a tocar la carne viva, su padre la detuvo.

            -No, no. Echa un chorro, echa. Esto nos va a escocer un poco, amigo, pero más vale un dolor a tiempo que una septicemia para siempre.

            Pero su hija no se sentía con ánimo de vaciar la botella en aquella carne rosada como la carne que traían los tablajeros descuartizada. Hasta se le pasó por la cabeza preguntar a su padre si no daría lo mismo lavarlo con agua del Carmen, pero finalmente se hizo al ánimo.

            Para su sorpresa, el herido no emitió el más leve lamento. Ni siquiera se le contrajeron las mandíbulas. Era como si en efecto le hubiesen echado agua del Carmen, o como si hubiera perdido la sensibilidad. Aunque, pensó Amparín, tampoco habría sido de extrañar. Entre rascones, brechas, heridas y magulladuras, apenas quedaba sitio para la piel blanquísima del cuello y los brazos. Parecía que lo hubiesen azotado con un látigo romo. El hombre llevaba las manos enlazadas, en actitud casi de oración, y la mirada fija en un lugar indefinido. No pronunció una palabra, ni cuando Amparo dejó caer el chorro de fenol sobre la herida ni cuando el doctor Benito procedió a coserla. Amparo casi se desmaya cuando llegó a sus oídos el momento en que la aguja traspasa la piel como una lona y avanza entre la carne y asoma ensangrentada muy cerca de lo que ya debía de ser el hueso. El hilo le corrió a ella por las entrañas como una cuchillada. Y sin embargo sintió alivio cuando su padre fue estirando los hilos y los ató luego con los dedos, cuando la piel volvió a cubrir la carne y quedó una línea oscura por donde iría en adelante una señora cicatriz.

            La muchacha siguió lavando y desinfectando las heridas de aquel hombre inconmovible. El ácido fénico lo estaba usando a espuertas, y una cantidad de vendas fuera de lo normal. Pronto se había familiarizado con las magulladuras. El color de la sangre desaparecía y Amparo decidió que lo mejor era vendarlo entero, como a un penitente. El doctor Benito, entretanto, se volvía a lavar las manos.

            -Este hombre es un héroe, Amparín. Tengo que redactar una nota para el periódico en la que cuente lo sucedido con pelos y señales, si a usted no le parece mal. Pero yo creo que lo que ha hecho es digno de que lo sepa todo Teruel.

            El hombre miraba al suelo fijamente, y no decía nada.

            -Pero eso luego, luego. Lo primero es descansar, querido amigo. Le recomiendo que guarde cama un par de días. Y no se preocupe, yo mismo avisaré al Ayuntamiento de las circunstancias por las que no ha podido incorporarse al trabajo, y pediré que, como muestra de agradecimiento por su heroica conducta, no le sea descontado de sus honorarios. Más adelante, si le parece, celebraremos una entrevista. Noticias como esta no dependen de la urgencia para ser igual de aleccionadoras, ¿no le parece?

            El hombre levantó una mano y giró la cabeza hacia Amparo, que había ya empezado con el vendaje. Amparo se detuvo al instante.

            -¿Le hago daño?

            -Un poco –dijo el hombre, como amortiguando el dolor con las palabras.

            El ácido fénico se había sobrepuesto al hedor del agua verdosa. Sobre el suelo de madera crujiente aún caían gotas de los calzones. El hombre temblaba.

            -Ahora mismo, en cuanto llegue usted a casa, se pone ropa limpia y se mete en la cama. De lo contrario me temo que puede coger un enfriamiento.

            Las ropas del hombre, un traje de paño ajado, estaban en un rincón de la consulta. A su alrededor se había formado un charco viscoso, como si su propietario se hubiera disuelto en ácido sulfúrico. Amparín terminó de atar los vendajes y salió al pasillo. Una vez fuera de la vista de su padre, aceleró el paso, casi corría, pero sin apoyar los tacones de los botines, para no hacer ruido, y se asomó a la escalera.

            -¡Pascuala! –gritó en voz baja.

            La criada se asomó a la barandilla del piso de arriba.

            -Corre, ve a buscar una muda limpia y un traje de calle del señorito Leonardo. Y unos zapatos viejos.

            Pascuala desapareció de la barandilla.

            -¡Y unas toallas limpias! –gritó Amparín.

            Cuando volvió a entrar en la consulta, el hombre estaba intentando ponerse los pantalones empapados de salitre. Le resultaba muy difícil doblarse para metérselos por los pies.

            -Oh, perdón –interrumpió Amparín-, enseguida estará preparada una muda limpia y unas toallas para que se asee.

            El hombre, de pie, encogido, tenía un aspecto aún más indefenso. Los calzones sucios y pegados a las garrillas le garantizaban no sólo un enfriamiento sino casi cualquiera otra enfermedad. Lo cierto es que Amparo no estaba dejándose llevar por la compasión sino por las enseñanzas de su padre y el amor de éste por el ácido fénico.

            -Ah –dijo el doctor Benito-, muy bien hecho, hija mía, y cuando se ponga un poco presentable me sigue contando lo sucedido. ¡No quisiera perder detalle!

            Luego, un poco azorado por su escasa sensibilidad, caminó rápido y erguido, como los grandes hombres cuando tienen que cruzar en diagonal el escenario, y descolgó el mandilón de hule de las intervenciones quirúrgicas.

            -Tome, póngase esto, haga el favor, y vaya donde le diga Pascuala.

            El hombre se lo echó a la espalda, como un capote de torear. Amparín notó una ligera contracción de sus mandíbulas cuando la punta de un pliegue del hule se le clavó en alguna herida. Parecía una fantasma.

            Mientras se secaba las manos, el doctor Benito dirigió un gesto de abrir mucho los ojos a su hija para que se quedase, cuando la muchacha ya se había sumado a la comitiva del héroe.

            -¿Sí, padre?

            -¿No querías escribir algo para el periódico, Amparín? Pues ahí tienes una buena historia. Intentó salvar a un suicida que se había tirado a un pozo. Bajó apoyándose con las piernas y con la espalda. Casi se desuella vivo. Luego subió al hombre, pero cuando llegaron arriba ya se había muerto.

            Amparín quedó suspensa, hasta que se dio cuenta de que sus deseos inmediatos coincidían con lo que tenía que contestar.

            -Lo que usted diga, padre.

            -Deberías ser tú la que lo entrevistases. No, no te preocupes, es un hombre educado. Es maestro escuela. Te atenderá con amabilidad. Yo lo he visto alguna vez con Plácido, el catedrático de biología. Creo que es muy aficionado a las plantas. Por cierto, querida: es más pobre que las ratas, pero no tanto como para no poderse comprar una muda. Si encima que atiendo gratis a los pobres los tengo que vestir… Tú me dirás, hija mía.

            -Sí, padre. Yo lo vi temblar y…

            -Sí, sí, ya lo sé. Pero para ser buena enfermera debes ser más práctica. Así que ahora dile a Pascuala que friegue bien con sosa cáustica el suelo de la consulta y lave todos los paños y lo rocíe todo bien con ácido fénico. A saber lo que le pegó el suicida.

 

            

13.5.09

COLUMNATA

Toni Losantos acaba de publicar un libro de metrópolis, distribuidas, unamunianamente, en país, paisaje y paisanaje. También Unamuno publicaba en el periódico sus guantazos a políticos mediocres, sus elegías al pino muerto y su conversación perpetua con la gente. Tiene algo Toni Losantos, ahora que lo pienso, de regeneracionista unamuniano. Debería pasearse con las manos a la espalda y un chaleco de cuello cerrado en sus investigaciones por los despropósitos del consistorio. De Víctor Pruneda pondera, sobre todo, el hecho de que “nunca renunció a Teruel”, y también aquí está todo el mármol que Losantos necesita para sus columnas. Su contumacia unamuniana redujo desde el principio los motivos (y lleva ya cinco años) a los de cronista del mundo tangible, esa figura con pajarita que ha desaparecido ya de los periódicos y que era un hombre sentado en una esquina al que tenían prohibido inflar noticias o hablar de política. Losantos sabe que la gente escribe mal porque no ha leído, y que un paisaje puede sentirse por escrito sin ser jamás empalagoso. Sabe que las opiniones nunca sirven para nada, pero sí las contradicciones, la mirada oblicua, la sana sospecha. Por eso su columnismo, tan respetuoso con la literatura, con el petit poème que es la columna, suena en libro tan macizo, tan recién escrito, que es lo que me pasa a mí con Unamuno. Lleva Losantos mucha literatura dentro como para permitirse columnillas autocomplacientes. A veces le sale la vena lúdica umbraliana, y perduran los brillantes porque están bien engastados, pero yo casi prefiero al regeneracionista cenizoso y llano, crudo y sensible. Leer un buen libro es distinguir sabores. En todos los periódicos hay columnas incoloras, agua de castañas, que ni refresca ni apaga la sed, pero el buen escritor de columnas brilla más en días sin noticias. Entonces es cuando se ve el oficio, la verdadera maestría.

            La principal virtud de una columna, ya lo dijo Vitrubio, es que se sostenga. Día a día sostiene una mirada, una costumbre. Cuando se hace libro, tiene que sostener al tiempo. Tiene que vibrar entre los dedos y estar viva. Sí, debería Losantos dejarse crecer la barba en punta y ponerse gafas de búho, y publicar, cuanto antes, un libro de andanzas y visiones turolenses. Ese libro unamuniano no está escrito. Ojalá este Veinticuatro líneas sea su hermoso primer capítulo.

29.4.09

Intimidad

El nuevo disco de Bob Dylan, Together through life, que salió hace un par de días, pocos meses después del excelente Tell tale signs (el octavo volumen de sus series pirata), es música para cuando las sillas están ya encima de los veladores, cuando el camarero pasa la escoba mientras un pianista con el sombrero echado para atrás y un cigarro en los labios se entretiene acariciando viejas canciones. Es música de cuando a lo lejos suena una radio y ya se han ido los turistas, de cuando los músicos pasan el rato alcanzándose y dejándose llevar, respirando a fuego lento el humo que dejaron los espectadores entusiastas antes de volver a sus rutinas. Parece pensado para quienes necesitan dejarlo todo, o para quienes hace muchos años lo dejaron todo, y siguen tranquilamente por la carretera, y nunca miran atrás.

            Soy, ocioso es decirlo, dylanita convencido, pero esta última parte de su carrera, entre fabulosos discos de estudio e impresionantes recopilaciones de piezas raras, me parece de un vigor hasta insultante, considerando los flojos caminos retroactivos de la música pop actual. Pero Dylan no refríe. Lo suyo, como en los poetas místicos, es buscar el trazo suficiente, el aullido estremecedor, los ecos amalgamados de un sentimiento que sabe decorar con música como ninguno. ¿Y cuál es ese sentimiento? Es una ráfaga de emoción, una penumbra cargada de ironía, un lamento que ayuda a seguir. Su despojamiento va paralelo a su perfección. Casi se huelen las humedades del traspatio, la grasa y la gasolina, casi se ve a la camarera cansada que se apoya en la barra y contempla cómo los músicos están entretenidos en una intimidad sin servilismos, tal y como les gusta vivir.

            El disco, por lo demás, es como un lote de juegos reunidos: un disco, un póster tamaño vinilo, una entrevista perdida, una sesión de radio (los otros dos discos de su programa de radio son estupendos) y una pegatina. No es que Dylan ya se venda como un souvenir, sino que hace lo único razonable para los tiempos que corren: conseguir que un disco, además de una grabación, sea un objeto para decorar el tipo de intimidad que nos ofrece. Y lo mejor de todo es que no hay en ello nada de añorante ni revisionario. Es música reciente. Es pescado fresco para los próximos cincuenta años.     

23.4.09

Siete casas en Francia


           No deja de ser paradójico que lo más refrescante de esta última novela de Atxaga sea su apuesta por las reglas clásicas del género: una novela sin subterfugios ni desproporciones, pensada con el afán dramático de que todo encaje, alejada de la inmediatez contemporánea y del timo de los datos históricos, y por supuesto de la propia vida del autor; una novela escurrida, como dicen los taurinos, de poco más de doscientas páginas, en la que los setos están podados y los tiestos en su sitio, sin ese desparrame umbilical que ha echado a perder buena parte de nuestra novelística en los últimos años, y también sin esa confusión entre lo real y lo verosímil, entre lo periodístico y lo literario, entre lo histórico y lo poético que permite crear moldes de barro. Ésta de Atxaga es una novela desnuda en el sentido de que no es más que un relato, una historia, una cosa que pasó en el Congo Belga en 1903, que no disimula su condición mitográfica ni escamotea la dimensión simbólica de los personajes y los acontecimientos, y todo lo hace a las claras, con prosa límpida, sin tapujos ni cartonajes, sometida a la más sencilla formulación de lo que de veras es una novela.           

Sólo por esa extravagante condición de novela normal y corriente ya merece un efusivo saludo. Porque las novelas normales y corrientes hay que saber escribirlas, es necesario afrontar todas sus dificultades y no salirse por la tangente moderna en los momentos más difíciles. De una novela de estas características no sólo esperamos que nos haga pasar un buen rato, sino, sobre todo, ver cómo nos entretiene: cómo están planteados los personajes, cómo trenza la trama y como la resuelve, cómo los hace hablar y pensar, en qué medida los deja libres, hasta qué punto nos emociona en esos momentos en que con la sola técnica no basta para mantenerla en pie. En esta forma tan pura del género que es la novela de aventuras en la selva, de lo que se disfruta es de la fruición de los hechos y la belleza de la composición, no de las pajas mentales. 

En España esto lo hace maravillosamente Eduardo Mendoza. El asombroso viaje de Pomponio Flato, y no sólo por ser la más reciente, es un perfecto ejemplo de subgénero concreto que respeta las reglas de la composición, no juega a superarlas, y dentro de ellas, perfeccionando cada una de sus partes, deja escrita su propia voz. Me gusta porque las únicas dos vertientes que me interesan de la novela es la del entretenimiento yuxtapuesto en muy variados acontecimientos, despreocupada por completo del final (la escritura desatada de Cervantes), y esa otra que nació del teatro, de la tragedia y la comedia, donde las medidas y la precisa carpintería son virtudes inexcusables, y el principio no es un arranque sino la primera aproximación hacia el final, apretando poco a poco las tuercas de Henry James con pulidos argumentos para la escena.            

La principal diferencia entre estas dos clases de novelas es que en las primeras la narración se nutre de sí misma y en las segundas de unos planos meticulosamente proyectados de antemano. Las novelas cervantinas no saben de qué coño van a hablar esta mañana, y cuando ven venir el final, más que planearlo, se preparan para recibirlo. En las novelas shakespearianas, en cambio, el final es la razón del principio, y el escritor, más que fabular, rellena una fábula previa.    

Hablando en estos términos tan poco exactos, podríamos decir que Siete casas en Francia tiene un cálido planteamiento cervantino pero está cerrada de un modo shakesperiano que le queda un poco frío. En los dos primeros tercios de la novela, no dejan de pasar cosas y flota en el aire la bendita sensación de que ni el narrador sabe lo que va a pasar. La prosa de Atxaga corre como el agua, y brilla en ocasiones muy especialmente, como en algunos de los hermosos fragmentos de poema que uno de los personajes va escribiendo. Esos fragmentos son también una poética de la propia novela, un modo de narrar que nos acompaña dulcemente y nos divierte hasta que el avión empieza a perder altura y casi instintivamente nos volvemos a abrochar el cinturón. Es entonces cuando, a mi modo de ver, Atxaga abusa demasiado de las normas teatrales del final: que todo encaje, que se produzcan carambolas sorprendentes, que se resuelvan los conflictos ordenadamente, que el ataque largamente preparado sea una pieza de orfebrería. Incluso su apuesta por dar velocidad a la prosa resulta molesta. De pronto los acontecimientos se nos amontonan como si hubiera que ir recogiendo a mitad de la lectura. No estoy diciendo que sea un final precipitado sino que el autor le ha dado demasiada importancia. Y así, atando todos los cabos, la salsa se ha quedado fría. La necesidad de acabar hace que incluso algunas cosas importantes nos vengan resumidas con el artificio de ser lo que un personaje dejó anotado en un papel. Era lo más importante: era el estallido del amor, era la rebelión del odio, era el miedo y era la muerte, y en todo ello Atxaga ha estado más pendiente de la proporciones de los ingredientes que del sabor de la salsa. Uno echa de menos el discurrir del río Congo entre los gritos de los monos. De esta y de todas las demás novelas quedan algunas, pocas imágenes. De esta novela me temo que casi todas pertenecerán al estupendo arranque, y muy pocas al laborioso final.

20.4.09

Turia o Guadalaviar


Da gusto con estos contertulios. Rafael Esteban no sólo me avisa de que Guadalaviar era el nombre que recibió en tiempos el Turia incluso a su paso por Valencia, sino que lo corrobora enviándome este mapa. Lo curioso del asunto es que, como señala S., ya Covarrubias se hace eco del nombre de Guadalaviar para todo el cauce, aunque también dice que "su nombre antiguo" es el de Turia. Así aparece, por ejemplo, en un fragmento de las Historias de Salustio.
Así que sólo me falta saber cuándo se derogó, por así decir, el nombre árabe para rehabilitar el romano; desde luego no antes de 1704, fecha del levantamiento del mapa. Por lo demás, la Confederación Hidrográfica del Júcar también considera el Alfambra un afluente del Guadalaviar, que, en un lugar sin determinar ("a su paso por Teruel"), cambia el nombre de buenas a primeras. Buscar el origen en la confluencia me sigue pareciendo igual de legítimo. Hablamos de palabras, claro. Al río, como dijo Heráclito, le importa un comino.


18.4.09

El río Turia nace aquí



















El río Turia nace aquí, en el momento en que se unen las aguas rojas del río Alfambra y las aguas verdes del río Guadalaviar, antes incluso de que se mezclen. Antes el arbolado cubría todas las orillas de la y griega que forma la confluencia. Ahora, acaso como testimonio arqueológico, han dejado esta feraz pelambrera, pero las márgenes que ya son Turia están, como se ve, perfectamente depiladas. Los círculos señalan los restos mortales de unos biorrollos que iban a durar toda la vida. Las fotos son de Juan Carlos Navarro.







Cuelgo aquí también la columna Matarrasa, que apareció el jueves pasado en el DDT.

Quienes planearon y ejecutaron la limpieza del río Turia a su paso por Teruel seguramente pensaban en que muy cerca de allí funcionan varios centros de enseñanza cuyos alumnos deben ser ilustrados sobre las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Me imagino a un profesor de arte explicando, junto a una réplica del puente de hierro, la simbología de los tubos de plástico, la metáfora de la sonda y las irrigaciones, como si, más que rehabilitar un puente, lo hubieran dejado en un eterno postoperatorio, enfermo y canijo, a cuestas para siempre con las lavativas.
Pero, un poco más allá, un profesor de biología puede explicar cómo es el efecto del agua sobre las riberas de los ríos; de qué manera, si se cortan a tajo, el agua va lamiéndolas hasta dejar al aire las raíces de los árboles. Justo enfrente, en el recodo de una curva, un profesor de física puede dar lecciones sobre cómo un hilo de agua tibia puede arramblar con un pedrusco: en la escollera que han amontonado de cualquier manera bajo barandillas de madera verdosa, es perfectamente visible cómo algunos piedros han perdido su lugar y desaparecido aguas abajo, como si se hubiesen esfumado.
En la clase de filosofía no estaría mal pasarse por un edificio que se pudre entre montones de basura. Este vulgar cascarón de ladrillos del ocho, según la época del año, alberga personas, perros o basura, si bien los cambiantes seres vivos desaparecen sin dejar rastro y la mierda reafirma su permanencia. En realidad no desentona con el carácter existencial de algunas veredas que no conducen a ninguna parte, o que se terminan por las buenas en una valla metálica. Gracias a que buena parte de la ribera la talaron a matarrasa (y el resto quedó vivo porque los vecinos empezaron a escandalizarse), el aspecto, en la margen izquierda, de las paredes calizas desmigajadas, los hierbajos secos, los tallos tronzados y los tocones negros, y, en la derecha, de los magros huertos bajo un talud de zahorra, o de la carretera que cruza la vega como una cuchillada, podría proporcionar a los alumnos elementos éticos y estéticos para que reflexionasen sobre conceptos varios de filosofía natural. De hecho, las edificaciones más importantes que se ven en todo el trayecto son los talleres de El Corte Inglés.






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