24.2.12
Interludio
De tanto traducir a Virgilio me he roto el brazo derecho por un par de sitios. Como escribir con un dedo de la mano izquierda resulta desesperante, me entretengo con páginas ajenas. Por ejemplo esta de Theron Humphrey, una gran idea que va más allá del hiperrealismo. A ver si se le ocurre a alguien ponerla en práctica en España. Pero así, sin el prejuicio temático de los reportajes.
18.2.12
War horse
Geórgicas, III, 179-208
Si te atrae la guerra y los fieros escuadrones
o dejarte rodar junto al pisano Alfeo
y en el bosque de Jove llevar carros que vuelan,
la primera faena del caballo es ver
las armas y los ánimos de quienes pelean
y soportar el ruido de un clarín de guerra
y aguantar la rueda que rechina al tirar della
y oír de los frenos, en las caballerizas,
el sonoro tintín; y entonces, más y más,
gozar de los piropos cariñosos del maestro
y amar ese sonido de palmadas en el cuello.
Que nada más salir del vientre
de la madre
se atreva ya con esto, y al
mismo tiempo
a los flojos cabestros arrime la
cabeza,
aunque esté indefenso y sea
asustadizo,
y aún no sepa nada de la vida.
En cambio,
con tres años cumplidos, en el cuarto estío,
menester es que empiece a practicar los giros,
y haga sonar los pasos a compás, y en curvo
movimiento vaya uno y otro brazo doblando
igual que al trabajar; que les eche entonces
carreras a los vientos y vuele desbocado
y apenas deje huella en la primera arena:
igual que un espeso aquilón se
levanta
allá por las regiones del norte
y disipa
las tormentas escitas y las
nubes de polvo,
y entonces altas mieses y campos
ondulantes
al más leve soplido se
estremecen, resuenan
las copas de los árboles, los
grandes oleajes
se estrellan en la costa; vuela
así el aquilón,
barriendo en su fuga los campos
de labranza
igual que las llanuras. Y a
partir de entonces,
sudará este caballo en su afán de ganar
las metas elideas y las más grandes pistas
y echará espuma sangrienta por la boca,
o mejor llevará carros belgas de guerra
con su cuello cimbreño. Déjalos que engorden
con sabroso forraje, una vez ya estén
domados;
no antes, porque mucho genio sacarán entonces
y no resistirán, cuando estén
sometidos,
el látigo flexible ni el bocado duro.
16.2.12
Entrenamiento de los novillos
Geórgicas, III, 157-178
Si ya están paridas, todos los
desvelos
van a los ternericos: hierros marcan
a fuego,
señalan las camadas, y se apartan
aquellos
que son para la cría o se llevan al
altar,
o son para labrar la tierra y
revolver
los terrones deshechos que erizan el
campo.
Que pasten los demás en verdes
herbazales:
Y tú, a los que críes para el
laboreo,
no dejes de enseñarlos ya desde
becerros,
de seguirlos domando mientras son
manejables,
en tanto que la edad es mudadiza.
Átales
al cuello un ronzal flojo de mimbre
muy delgada;
después, cuando los cuellos hasta
entonces libres
ya estén acostumbrados a la
esclavitud,
úncelos por parejas, atadas en
collera,
y obliga a los novillos a mantener el
paso;
y que lleven los carros vacíos a
menudo
y solo a flor de tierra dejen huella,
y luego
cruja resplandeciente, bajo el mucho
peso,
un buen eje de haya, y un timón de
bronce
tire del rodamiento. A esta juventud
indómita entretanto cortarás tú a
mano
no solamente yerba y ramas de sauce
ralas
y ovas de los pantanos, sino cebada
verde;
y no han de llenar las vacas recién
paridas
las cántaras de nieve, como era la
costumbre
de nuestros padres; antes consumirán
la ubre toda entera en sus dulces criaturas.
12.2.12
La letra de la ley
Todo el
espectáculo de la condena a Garzón parece que se basa en una cuestión
sintáctica. La frase de la discordia es el artículo 51.2 de la Ley Orgánica
General Penitenciaria, que dice así: “Las comunicaciones de los internos con el
Abogado defensor o con el Abogado expresamente llamado en relación con asuntos
penales y con los Procuradores que los representen, se celebrarán en
departamentos apropiados y no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por
orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo”.
Aquí la
sentencia se basa en la palabra salvo,
que puede ser un adverbio (excepto) o
una preposición (a excepción de). Si la ley prevé dos circunstancias en las que las
comunicaciones podrán ser suspendidas o intervenidas, que no sea salvo por orden de la
autoridad judicial y que sea en los supuestos de terrorismo, no sé si se produciría
fraude de ley pero sí flagrante anacoluto, porque entonces diríamos:
no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de
la autoridad judicial;
pero también
diríamos:
*no podrán ser suspendidas o intervenidas en los supuestos de terrorismo.
Es decir,
que la palabra salvo debe regir a los
dos complementos, no solo al primero:
1) no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de la autoridad
judicial
2) no podrán ser suspendidas salvo en los supuestos de terrorismo
La cuestión
es si deben concurrir las dos circunstancias o solo una para que las
comunicaciones puedan ser suspendidas o intervenidas.
Cuando la
palabra salvo forma parte del nexo
que rige un verbo, la interpretación es siempre la misma, que incluye a los dos
sin excepción:
Los candidatos no podrán
presentarse salvo que traigan el DNI y sean mujeres
El árbol no podrá
crecer salvo que lo riegues y lo pongas en un sitio resguardado
El enfermo no
mejorará salvo que tome la medicación y no cometa excesos
En efecto,
si llevamos el DNI pero somos hombres, o ponemos el árbol a resguardo pero no
lo regamos, o nos tomamos las pastillas pero no dejamos el alpiste, ni nos
podremos presentar, ni el árbol crecerá, ni nosotros mejoraremos.
Pero el
ejemplo adecuado es con complementos, como en el artículo, no con subordinadas.
El candidato no podrá presentarse
salvo por orden de lista y en posesión del DNI
El árbol no podrá crecer salvo con
mucho riego y en lugares resguardados
El enfermo no mejorará salvo por
efecto de la medicina y con costumbres saludables
En los enunciados
anteriores hay un cierto grado de inferencia necesaria entre los complementos.
Pero en estos otros ya no:
No fijar carteles salvo por orden
gubernativa y durante las fiestas
La entrada será de pago salvo por
invitación y para menores de 12 años.
Aquí no crecen árboles salvo en
invernadero y de la especie de los matojos
En esos ejemplos ya no hay
inferencia lógica. Aunque no lo mande nadie, se podrán fijar carteles durante
las fiestas; aunque no los inviten, los menores de 12 años podrán entrar, y
aunque no tengamos invernadero, podremos criar matojos. De modo que la cuestión
es si entre los dos complementos del artículo de marras hay o no inferencia
necesaria. Si Garzón está en lo cierto, se podrán intervenir las comunicaciones
por orden judicial aunque no sea en
supuestos de terrorismo. Ahora bien, ¿se podrían intervenir las comunicaciones
en supuestos de terrorismo aunque no
hubiese orden del juez? Esa es la clave, lo que hace que pueda argumentarse
que la ‘y’ copulativa sea, además, restrictiva, sin necesidad del solamente que los textos legales emplean
con tanta profusión para evitar malentendidos. Eso argumentaría Garzón, que la
ausencia del solamente había creado
un malentendido, una duda interpretativa, un margen al in dubio pro reo. O quizá, quién sabe, el Tribunal sí ha entendido
que había una razonable duda sintáctica (de pura sintaxis, sin inferencias
lógicas), y por eso, en la duda, ha fallado a favor del reo, pero del otro reo,
el que ya estaba en la cárcel.
24.1.12
Libros de la guerra, 3
El Diario de Alberto Guna no está escrito con la torrencialidad dramática de Neugass ni tampoco lo persigue, pero ya digo que tiene su punto. Y con frecuencia resulta incluso divertido. Su guerra, por la forma de contarla, en ocasiones se parece más a la mili que a la guerra, y cuando solo se parece a la guerra, está contado con buena literatura gnómica. Con frecuencia van los padres a visitar a los soldados, o pasan días sin más entretenimiento que cazar conejos. Las escenas dramáticas, las que darían para un relato, terroríficas algunas, están resueltas en sus líneas esenciales, tan esenciales que a veces tienen un sorprendente aire poético.
Cuando digo divertido me refiero a que a mí me divierte esa austeridad narrativa, entre la resignación y la franqueza, que en una página te habla de un bombardeo que los obligaba a reptar por la trinchera llena de cadáveres y en la otra confiesa que se llevó un disgusto morrocotudo porque habían cazado un conejo y la paella salió mal. Un día mira la nieve y se enternece (“parece que hayan derramado harina, si no fuera porque hace frío sería muy bonito ser compañero de la nieve”) y comenta una escena hogareña (en una trinchera, en el frente de Teruel, en diciembre del 37) con él escribiendo el diario y sus compañeros jugando al parchís; pero pocos días después cuenta que a uno de ellos, a Moncholi, tiene que sacarlo de la trinchera, herido en el vientre, y arrastrarlo por encima de los muertos.
Quizá este sea el momento cumbre, el clímax heroico de Alberto Guna, pero tampoco se traiciona a sí mismo embelleciendo lo que en esas circunstancias es tristemente habitual. Es mucho más efectivo lo compungido que se siente cuando los mandos lo llaman a capítulo por haber sacado a un herido sin derecho a hacerlo. Y Guna, que era sargento y por eso no tenía derecho (supongo que porque así abandonaba su posición y a sus hombres) se defiende diciendo que era “un amigo y además paisano”, y que no podía sacarlo nadie porque estaban todos muertos.
Nada más. Ni una mota de heroísmo innecesario. Tan solo nobleza clara y sentido de la amistad. Y luego hablan mal de la LXIV Brigada mixta, compuesta casi toda por soldados valencianos, a la que acusan por ahí de no haberse comportado bien en Brunete. Al contrario, entre las pocas críticas que puede detectarse en este libro de bombas y paellas, de hambre y frío en los días de diario y carcajadas sanas en los de fiesta, está el momento de la rendición:
“Por la mañana empieza a bajar fuerza de arriba y decía que se había terminado la guerra. A todo esto, los jefes iban como desesperados, de pronto veías a uno y ya se había quitado las insignias, el otro no llevaba gorro…, en fin, una calamidad.”
O ese otro, que no sé si Cela, desde el otro bando, habría sabido mejorar:
“Este día fue muy malo a causa de la artillería y la aviación que volaba a muy escasa altura, parecía que te iban a quitar el gorro. En el otro parapeto donde estaba el grueso de la compañía nos hicieron unas 15 bajas entre muertos y heridos. Uno de los muertos fue el amigo Pla. Este era un chico muy bueno y cuando comentábamos de la guerra, decía en valenciano: “Che, a nosotros ens a passat com als cavalls que porten a la plaça, que despres de cansats de treballar els porten al matadero. Puix aixina ens fan a nosotros, despres que ya estem farts de treballar nos porten al matadero.” Tras uno de tantos cañonazos vimos las tripas colgadas de un pino, no se le encontró ni la documentación, no he visto cosa como aquella.”
Pero ello no le da para más reflexión amarga que los días que les hicieron pasar muertos de hambre en un campo de concentración, antes de mandarlos a casa, a Manises, donde el 30 de abril del 39 Guna da el diario por concluido. Antes, el peso de las balas se equilibra constantemente con la caza del conejo y la consigna de maniobras militares y trayectos de marcha penosa, o con el constante referirse a la familia, a los amigos, a los conocidos, y aprovechar todo lo que no fuese protegerse de los bombardeos para vivir la vida lo mejor posible dentro de las estrecheces del destino. Sale con amigos y amigas al campo y se entretienen pescando truchas con bombas y se ríen mucho. Tiene uno la sensación de que dentro de un ejército hay grupos de paisanos que nunca tienen contacto con el mundo exterior, como si se hubiesen ido a la guerra sin salir del pueblo, como si la guerra hubiera entrado en sus vidas como el invierno, con el que no se puede hacer mucho más que constatarlo. Pero tiene su, digamos, valor empático el hecho de que Guna desaproveche literariamente los momentos de riesgo y aventura con los que otros autores tendrían para todo un relato... menos auténtico que lo que cuenta Guna. ¿O no? ¿Es poco literario esto?:
“Vemos cómo el enemigo se adueña de la posición denominada el Muletón, apreciando cómo subían varios tanques. En esta posición me destacaron de enlace al Batallón Thaelmann. En éste no bebía ninguno agua y yo tenía mucha sed. Por fin pido permiso al comandante y me voy con mi cantimplora a por agua y al cruzar la carretera, de un cañonazo me levanta más de tres metros y yo echando a correr seguía en busca de agua, cuando por fin doy con ella bebiéndome una cantimplora de un trago”. […]
“Por la tarde que estoy redactando estas líneas se han apaciguado mucho, casi no se oye un tiro, en fin, que está esto como una balsa de aceite de tranquilos que estamos. Hará cosa de una hora que he subido de lavar la ropa del río y de bañarme, porque aquí hacemos la vida de los lagartos: bajo tierra, y por mucha curiosidad que tenga uno… los tanques abundan mucho” […]
“Esperé al camión de suministro y por la mañana al irme a tomar el café me quitaron un saquito en donde llevaba nueve paquetes de tabaco, unos libretes, unas cajas de cerillas, unas vendas y una maquinilla de afeitar. Disgusto más grande no he tomado en mi vida. A las 6 de la tarde llegó el camión de suministro, llevándonos a los Cerezos. De aquí con los mulos emprendimos la marcha a pie, haciendo noche en Los Olmos. Aquí nos comimos entre siete personas 46 huevos fritos para cenar y luego hicimos baile con una buenas muchachas con el laúd que tocaba un ciego”.
Hay mucho donde escoger. Siempre se le escapa, quizás involuntariamente, un contraste significativo, una forma de expresarse que transparenta sus gestos al decirlo, su mirada al pensarlo. Guna es un alfarero de Liria que con sus manos delicadas redacta unas líneas de caligrafía y apunta con el fusil a los fascistas y a los conejos. Me lo imagino disparando con ese gesto de la boca de los cazadores cuando apuntan, esa especie de sonrisa retenida nada más empezar a desplegarse, que es la sonrisa de la astucia, de la pericia, incluso, a veces, con la punta de la lengua que asoma por la comisura.
Y en el fondo tiene razón Alberto Guna. La vida, antes, después y durante la guerra, es una sarta de calamidades que se pasan mucho mejor si uno no tiene el carácter melancólico y sí buena mano con la escopeta. Cuánto me he acordado del Lorenzo de Diario de un cazador, esa gran novela, cuando leía a Alberto Guna. Pero Guna es ajeno a cualquier propósito literario, y esa es su gracia, dicho sea en el sentido pombiano de la gracia narrativa. La prosa de Guna es un constante menear la cabeza y rascarse el cogote, esos segundos en que la persona trasciendo del asombro a la resignación y de ahí al olvido, que es la hora de comer. Él solo pasa hambre cuando los fascistas lo cazan y lo meten en el campo de concentración. Pero en el frente le habría venido bien a James Neugass, que pasa más hambre que el perro de un ciego, ese que alegraba las veladas bélicas de Alberto Guna.
23.1.12
Libros de la guerra, 2
El libro de James Neugass me ha deslumbrado por muchas
razones, pero me doy cuenta de que había algo de ese entusiasmo al leer el de
Chaves Nogales, La defensa de Madrid.
Por encima de cuestiones ideológicas, lo más atractivo de Chaves es que su
libro parece recién escrito, con la urgencia de una crónica expurgada,
aparentemente, de tópicos novelescos. Algo parecido sucede con La guerra es bella, pero en el caso de
Neugass los tópicos están todos proscritos. No recuerdo haber leído la palabra
drama o tragedia o lucha fratricida o todas esas campanudas perlas con que los
escritores tratan de llenar de pathos lo que por sí solo ya tiene a mansalva.
Hacia el final del libro, un libro con miles de microrrelatos significativos,
de metáforas reales, no juegos de palabras, hay un detalle que subrayé con
especial cuidado. Hasta entonces Neugass no había hablado de dos asuntos
capitales en una guerra: el trato a los prisioneros y el hecho de pegar tiros.
Lo suyo son las heridas, los bombardeos, los escombros, la supervivencia en
condiciones extremas y heladas, el retrato de las víctimas civiles, las
curiosidades en materia sanitaria y armamentística (el autor incluye una
propuesta de mejora del servicio de ambulancias de guerra que no sé si se tuvo
en cuenta en la II Guerra Mundial) o el retrato entre antropológico y poético
(si no es la misma cosa) de los hombres y mujeres que padecieron aquella
salvajada. Habla sin tapujos de las heridas irreversibles y jamás usa
eufemismos para describirlas, pero tampoco emplea nunca el morbo ni el regodeo.
Al hablar de la herida en el estómago de un prisionero, Neugass se niega, por
cortesía, a describirla, y el lector agradece que en ningún momento se despeñe
por lo meramente repulsivo, por el morbo sanguinolento al que difícilmente se
resistiría un autor español de la época. Incluso creo que hay más verdad en esa
forma de eludir los detalles escabrosos, como si con ello barnizara, sin
decirlo, su prosa de un tenue brillo de piedad.
Pero Neugass, hasta casi el final del libro, solo pega un tiro, más
bien una andanada, con una pistola, en Valencia, contra un francotirador
escondido tras una chapa de metal en una ventana alta. Después regala a un
soldado su largamente ansiada pistola, aunque después, un poco como Sancho con
el burro, dice que aún la tiene. Pero sí, entonces, deja entrever que sus tiros no
hirieron a nadie, o al menos no fue consciente de haber matado a nadie. Esta
coartada whitmaniana preserva al autor de ser parte del conflicto y lo aísla en
su diario como un observador ilustrado, más de la estirpe de Burrows o Ford que
de la de Montesquieu, más observador curioso que inflexible censor. Me quedo
con las ganas de ver qué siente el autor cuando ceba un cañón, cuando dispara
una ráfaga de ametralladora, cuando apunta a un soldado que se arrastra entre
las aliagas para ganar unos metros de terreno. Lo peor de la batalla de Teruel
es que sólo sirvió, entonces, para que el ejército republicano le ganase unos
18 kilómetros de frente al ejército rebelde, y todos ellos fuera de Teruel. Ya
sé que la suerte estaba echada, pero el libro termina en la primavera del 38.
James Neugass no deja pasar esta observación, más útil que cien trenos sobre la
futilidad de la guerra. Pero en esa futilidad hay muchos tiros y, sobre todo,
muchos hombres que pegan tiros. Neugass no es uno de ellos, y a mi juicio eso
lo hace todavía más héroe, pero no evita que se pringue en la locura colectiva. En los momentos más duros de su odisea ya no hay aprensiones de ninguna clase:
"Los fascistas avanzan muy rápido. He matado a tres, cinco, ocho. A uno con cuchillo, a los otros con bombas. Por la noche. Podría haber matado a más. Todavía tengo mi coche. Como aceitunas caídas de los árboles, difíciles de encontrar bajo la luz de la luna. No estoy seguro de dónde estoy. Separado de mi unidad. Con la infantería. Buscando las líneas. ¿Hay líneas? Todo es muy confuso. Muy mal. Me duele la herida. Tengo que seguir adelante, ir a algún sitio. Dios mío. Muy mal..."
"Los fascistas avanzan muy rápido. He matado a tres, cinco, ocho. A uno con cuchillo, a los otros con bombas. Por la noche. Podría haber matado a más. Todavía tengo mi coche. Como aceitunas caídas de los árboles, difíciles de encontrar bajo la luz de la luna. No estoy seguro de dónde estoy. Separado de mi unidad. Con la infantería. Buscando las líneas. ¿Hay líneas? Todo es muy confuso. Muy mal. Me duele la herida. Tengo que seguir adelante, ir a algún sitio. Dios mío. Muy mal..."
El otro asunto es el de los
prisioneros. La única razón por la que hay prisioneros en una guerra es que
cada uno de ellos vale por otro compañero preso. “No se matan hombres, se matan
uniformes”, dice Neugass, aunque luego viene la depuración de responsabilidades, es decir, las masacres
indiscriminadas. Luchábamos sin odio,
se titula uno de los diarios de guerra que tengo en la mesita de espera. Es
difícil creérselo. También Eneas se apiada de su enemigo Turno… hasta que se da
cuenta de que es el que ha matado a su amigo Palante, y acto seguido lo ensarta
como a un cochinillo. Neugass observa el terror en los ojos de un preso
fascista al que están curando una herida grave, pero en vez de filosofar sobre
el terror recuerda que en las guerras los servicios sanitarios se vuelcan con
los heridos leves, que pueden volver al ruedo, como los caballos recosidos,
mucho más que con los heridos graves, que requieren mucho tiempo, mucho
esfuerzo y mucho dinero, y al final se mueren igual. A ese preso enfermo se le
da el mismo trato que a los demás, pero en la página siguiente Neugass nos
cuenta cómo un brigadista alemán ejecuta en el acto a un fascista alemán porque
este argumenta que se vio forzado a alistarse en el ejército de Hitler si no
quería que lo echasen del ejército y su mujer y su hijo no tuviesen con qué
comer. Su compañero y enemigo le pega dos tiros ¡por mercenario!
La glosa del libro de Neugass
sería tan larga como el propio libro. Ninguno de los detalles que acumula es
plano. Todos encierran un significado literario, un sentido profundo que es la
diferencia entre un mero inventario de datos y un libro de verdad. Estaría bien
hacerse con la versión original, pero dudo mucho que la extraordinaria frescura
de la prosa sea responsabilidad de una traducción moderna, porque en Estados
Unidos, en los años 30, ya se escribía así. Donde no se escribía así era en
España, ni entonces ni después. He cometido el error, después de Neugass, de
abrir el Concierto al atardecer de
Ildefonso Manuel Gil, publicado en 1992 (aunque, según su autor, empezado
veinte años antes), que empieza con la siguiente perla:
“La columna, peana del becerro de
bronce que da la grupa a Castilla y apunta con sus cuernos a Europa, tan
lejana, el famoso becerrico símbolo de la ciudad y contrapeso totémico al
sentimentalismo de los no menos célebres “Enamorados”, daba sólo una levísima
franja de sombra, rendija abierta en el muro macizo de sol de la plaza en esa
hora de la siesta, con los comercios cerrados y los escasos transeúntes
deslizándose bajo la sombra protectora de los porches”.
Eso de aperitivo. Voy a merendar
a ver si me leo el segundo párrafo.
Pero volviendo a Neugass. Al
principio de mis encendidos elogios (con fuego amigo) comparé a Neugass con
Hemingway. Es un error. Cada palo debe aguantar su vela y la comparación con
Hemingway debería reducirse al pastel de celulosa de Por quién doblan las campanas. Me la ahorraré. Basten las palabras
del propio Neugass sobre Hemingway:
“Matthews y Hemingway son los
únicos no militares y no españoles que he visto en España. Una vez, cuando
estaba trabajando en un boquete de bomba, pasó una pequeña furgoneta a tal
velocidad que tuve que representar el número de zambullida en la zanja que
suelo hacer cuando los aviones se acercan. “Ese es Hemingway”, dijo uno
señalando la nube de polvo que desaparecía.
‘Es un escritor y yo soy un
escritor’, pensé, y seguí trabajando”.
19.1.12
Libros de la guerra, 1
Me pregunto qué habría pasado si el gran libro de James
Neugass La guerra es bella se hubiese
publicado poco después de cuando lo escribió, entre 1937 y 1938, mientras
servía como conductor de ambulancias para el ejército de la República en el
frente de Teruel. Puesto que sobrevivió por los pelos a la guerra civil y que
el libro es una obra de arte fuera de lo común, lo lógico hubiese sido que con
todos los honores ocupara su puesto, como mínimo, junto a George Orwell en la
sección de testimonios, o junto a Ernest Hemingway en la de literatura. No se
parece ni al uno ni al otro, pero está a la altura de los dos, ya lo creo que
sí. Y, en todo caso, si hubiera que ponerlo en algún sitio, yo preferiría
reservarle una plaza junto al mismísimo James Agee.
Y sin
embargo este libro estuvo enterrado entre rimeros de papeles viejos durante 60
años, ni siquiera en entregas de periódicos, como es el caso de Chaves, sino en
el cuaderno en el que escribió con un lapicero desde el 5 de diciembre de 1937,
en Saelices, en un hospital de campaña instalado en el cortijo de una tía de
Alfonso XIII (Villa Paz, para más
inri), hasta el 24 de marzo de 1938 en Cerbère, en el Rosellón, a punto de abandonar
definitivamente su aventura. En medio, la guerra.
Lo que
no hay es sermones ni justificaciones ni ese gusano que devora la novelística
española (especialmente la dedicada a la guerra civil) y que llamamos estilo.
En este libro el estilo no está, ha desaparecido. Aquí el estilo es un
camillero eficaz que va llevando y trayendo palabras sin que nos demos cuenta.
El verdadero estilo es la situación. Pero se necesita un gran poeta para saber
viajar en ella, representarla. En
este libro todo es verdad, pero no es un libro de datos, y mucho menos de
juicios, aunque tampoco de reflexiones ni de floreos líricos. Es una
constatación redactada con la elegancia anglosajona de quien no necesita
lucirse ni tiene tiempo para florituras. Sustituye las filosofadas emotivas por
comentarios moderadamente sarcásticos, de un sarcasmo bueno, irónico, empático.
Evita cualquier tentación artística
como si soplara el polvo de un cristal.
La precisión y la naturalidad son
las dos principales virtudes de un escritor. Todo lo demás termina sobrando con
el tiempo, como esos óleos pastosos que pardean y se oscurecen. No se trata de
ser sublime sin interrupción (estupidez francesa que se cargó buena parte de su
novelística y casi toda la nuestra), sino de que la prosa esté viva, sea una
novela o, como es el caso, un diario de guerra. Y esa vitalidad de la prosa
trasparece sin nombrarla. El autor escribe su diario en el asiento del
conductor de la ambulancia o sentado encima de una piedra, en una cuneta desde
donde se escuchan las bombas o en las horas muertas, que también las hay en una
guerra, y sobre todo en una guerra, en algún rincón del hospital de campaña. La
prosa sigue el ritmo de los acontecimientos, y si es distanciada y curiosa
mientras el autor está en la reserva, plagada de observaciones interesantes,
nunca redundantes (“¿por qué he venido a España?”, es lo único que repite de
vez en cuando), de escuetos análisis psicológicos de la soldadesca,
observaciones sobre el funcionamiento del radiador de los camiones, o sobre la miseria
de los pueblos que visita, o sobre la manera de curar sin medios, o sobre las
múltiples renuncias e impotencias cotidianas que en la guerra son las mismas
pero resultan más sangrantes, sin embargo se vuelve impactante como las balas
cuando se somete a describir el apocalipsis que ha decidido vivir, y eso va
engrandeciendo el libro con el ascenso imperceptible de una sinfonía.
Sus reflexiones políticas son las
de un etnólogo sin ganas de aburrir. Cree en la libertad y en la lucha contra
el fascismo. Comprende el estallido de la esclavitud a que vivía sometida buena
parte de la población, pero no intenta animarse con la ideología. Le resulta
más interesante retratar la moral militar, sentir incluso cómo se forma en él,
siempre con esa distancia cuyo efecto poético es inverso, es decir, de
autenticidad, de verdad y de hondura. Pero cuando se mete en la boca del lobo,
de la reserva en Alcorisa a los bombardeos de Cuevas Labradas, es curioso que
la prosa resulte también bombardeada, desmenuzada por momentos, pero el héroe
del lapicero no pierda la compostura y adopte esa austeridad moral que es la
única que te sostiene en los momentos crudos. Es decir, nombra, describe, pero
no juzga tan apenas. Las bombas van creando vacíos poéticos en la prosa. Las
memorias, en esos momentos, suelen justificar el fusilamiento o justificarse a
sí mismas, pero Neugass escribe sin vuelta de hoja. Avanza en su encuentro con
la guerra como un Fabrizio de la Generación perdida que tuviera “más curiosidad
que miedo” por estar el frente.
Desde
luego que es la epopeya de uno de esos “aventureros foráneos” que citaba el
otro día de Cela, a propósito de Chaves. De hecho, casi todos los personajes
pertenecen a la Brigada Washington-Lincoln, y cuando escuchas a un soldado
llamar Smitty a un compañero y Doc al médico te cuesta hacerte cargo de que
están pernoctando en Aliaga, provincia de Teruel. Neugass no comete el error del alegato antibelicista ni el de subir a los
altares a los conmilitones, ni tampoco hundirlos en esa miseria moral rancia
y barata en que tantos escritores se parapetan como si fuesen pianistas de
jazz.
La guerra es bella está contado desde dentro, en un permanente crescendo
que le lleva de la reserva expectante al pavor cotidiano. Llega un momento, en
el frente de Cuevas Labradas y Corbalán, cuando por cada avión republicano
destartalado había cinco alemanes recién sacados de la fábrica que
despilfarraban saña, cuando a cada paso tiene que detener la ambulancia para
tirarse a la cuneta y sigue recogiendo heridos y apartando muertos y el cielo
huele a carne quemada, en que lo emocionante es la propia capacidad de seguir
escribiendo y no hundirse definitivamente. Una novela de guerra tiene que
transmitir la sensación de que algo resulta insoportable.
Debe llegar a ese extremo, al borde del precipicio que lo lleva a la locura o a
la tumba. Tan interesante como la minuciosidad de los datos me resulta el hecho
de que las cosas vayan siendo planteadas por la guerra, no por el autor. Quiero
decir que ese proceso trágico del derrumbamiento interior es algo que tampoco
se puede contar. Hay que hacerlo sentir.
Para contarlo están las memorias y los diarios. Para lo otro está la gran
literatura.
En
España tampoco estamos muy acostumbrados a los diarios de guerra. Más a las
memorias, esa imaginación secundaria,
como diría Coleridge, lo que en el mundo anglosajón es todo un género. Pero los
diarios de campaña son otra cosa. He vuelto a leer el del sargento Alberto
Guna, que editó estupendamente Juan Francisco Fuertes Palasí y del que ya hablé
aquí a propósito de unos parientes míos de Alfambra. He vuelto a leer el diario
y volveré a escribir sobre él, porque literariamente también tiene su punto.
Pero los otros que voy manejando, y de los que ya hablaré, o están escritos por
alguien que soñaba con una condecoración o por soldados que, sin intenciones
literarias, seleccionan mal los datos. Una batalla es un bombardeo de datos, de
situaciones, de gestos, de detalles, de ironías trágicas y de casualidades. Es
un material ingente que incluye la moral y la logística, el descenso a los
infiernos y la poliorcética. Y eso por no hablar de las toneladas de metralla descriptiva
que se necesita. Frases como proyectiles, pensamientos como morteros,
reflexiones como ese piojo negro que le sube a un soldado por la nariz mientras
lo están interrogando. Se necesita mucho pathos, pero tampoco hay que pasarse.
No se puede ir un milímetro más allá de la verdad, que ni siquiera debe ser
cruda. Sencillamente tiene que ser verdad. La crudeza estropea, empastra,
embadurna. Se pueden escribir grandes obras de arte, pero el género de la
catástrofe siempre bascula entre la objetividad obsesiva de Tucídides y el
desparrame morboso de Lucano.
Sea lo
que fuere, La vida es bella es lo más
convincente que he leído sobre cómo debe describirse una batalla. ¿Se puede
trasladar esto a una novela? No lo sé, pero me gustaría dar con aquellas
novelas que sí lo han intentado, porque las pocas que yo he leído, aparte de su
valor histórico e historiográfico, creo que no lo consiguen. He de volver,
claro, sobre Max Aub, del que solo leí, hace años, uno de los Campos, que tampoco me entusiasmó. Ya he
mencionado uno de los pocos intentos serios en este sentido, el San Camilo, que no es una novela sino un
confuso bombardeo, pero a San Camilo le
sobra el estilo, la literatura, la disposición estructural, la búsqueda de la
frase deslumbrante, su tediosa monotonía (una guerra no es monótona), efecto no
de la catástrofe que describe con mil ojos, como las moscas, sino de que no
aplica verdad a la narración, y
porque no desaparece. Leyendo el diario personal de Neugass uno está dentro de
la batalla, pero leyendo el San Camilo
uno está dentro de Cela. Sabemos poco de Neugass, no encuentra tiempo para hablar
de sí mismo. Su labor, su epopeya, es testimonial, pero la urgencia, la
intensidad de las situaciones hacen que su lapicero se desate y debajo se vea
latir la verdadera poesía. Al individuo Neugass lo conocemos por cómo nos
cuenta lo que nos cuenta, no porque hable de él.
En
ocasiones he alabado la lírica de
inventario, es decir, el uso que Daniel Defoe hizo de la congeries de toda la vida. Una batalla
necesita una narración acumulativa. Necesita que ocurran miles de cosas sin
valor argumental, cuya yuxtaposición, en cambio, les confiere un intenso valor
poético. La edición de Fuertes Palasí rodea el diario de Guna de su argumento. Es decir, en nota al pie el
editor nos cuenta lo que ocurre, y el diario lo que el sargento cree que
ocurre, que no tiene mucho que ver. La diferencia es tan grande (Guna está
cazando conejos por el monte mientras en Teruel han reventado el Seminario) que
en ese hueco es donde anida buena parte de su interés literario. Lo que nos
cuenta Guna, en aseada redacción, un poco gerundiosa, es lo que percibió la
inmensa mayoría de los soldados: su trinchera, su fusil, sus compañeros
muertos. La sorpresa de Fabrizio del Dongo al llegar a Waterloo y darse cuenta
de que aquello no tiene ningún sentido narrativo (ninguna razón romántica) sigue
siendo el punto de partida para narrar la guerra, cualquier guerra. Es decir,
la narración bélica traslada el argumento fuera de sí. Pensar un argumento para
una novela de guerra es contar una batallita, no una batalla. Y este libro de
Neugass, por dentro y por fuera, en su estupenda prosa y en el cuaderno con
cremallera, es una gran batalla.
13.1.12
Un buen episodio

En el proceso de beatificación literaria de Manuel Chaves Nogales corremos el riesgo de no hablar de literatura. Chaves fue el demócrata republicano que abominó por igual de fascistas y de comunistas, el que dejó constancia de la saña con que Franco se aplicó al exterminio de inocentes y de la demencia con que los revolucionarios se hostigaban entre ellos o daban suelta, con jolgorios macabros, a la esclavitud que tantos siglos llevaban padeciendo. Su obra está dedicada a los españoles que dejaron su vida a manos de experimentos bélicos, bajo las balas de “aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro”.
La cita
no es de Chaves Nogales sino de Camilo José Cela, cuyo punto de vista en San Camilo 36 resulta ahora bastante más
certero de lo que durante décadas le pareció a su coro de odiadores. Cela no
convenció a nadie, pero Chaves, de un tiempo a esta parte, setenta años después
de su temprana muerte, es el testimonio que muchos necesitaban para no quedar
mal al juzgar la salvajada del 36. La izquierda tardó muchos años en reconocer
abiertamente que la República no luchó contra una revolución sino contra dos.
La falacia intelectual de identificar república con ideales comunistas (o
libertarios) ha privado a muchos de admitir lo sucedido.
La defensa de Madrid, el primero de los dos libros
de Chaves Nogales sobre la guerra recién publicados, es una hagiografía popular
del general Miaja, símbolo de la verdadera
lealtad a la República, y no por ideología sino por pura moral castrense.
El libro es un canto al héroe militar, que resiste por disciplina y no soporta
la sedición, y que en su cometido de defender la legalidad y la vida de los madrileños
tiene que luchar contra propios y extraños. Contra Largo Caballero, fugado en
Valencia pero empeñado en arrogarse la defensa de Madrid; contra los pipiolos
socialistas, comunistas y anarquistas de la Junta de Defensa (Carrillo entre
ellos), la “guardería infantil”, a los que había que calmar cuando entraban en
la reunión pistola en mano, sancionar cuando acaparaban provisiones mientras la
población civil empezaba a pasar hambre, despreciar cuando asaltaban tiendas de
ropa y se iban a exhibir sus conquistas lejos del frente, en palacios de
aristócratas puestos en fuga, o reprimir sin contemplaciones cuando se entretenían en
ir matando civiles por un quítame allá esas pajas. Contra todos ellos, e
incluso contra una especie de resignación macabra de los propios madrileños,
tuvo que luchar el general Miaja. Hay quien lo compara con el Pierre de
Tolstoi, el héroe que deambula entre los escombros, alucinado por las
llamaradas de los incendios y la necesidad irrevocable de luchar y morir si es
preciso al lado del pueblo. Pero el general Miaja es aquí, sencillamente, un
buen militar, y por eso, con la “candorosa ingenuidad” de “hombre bueno”
machadiano que le aplica Chaves, pide a sus compañeros los generales fascistas
que desmientan al psicópata de Queipo de Llano, que lo ha llamado cobarde por
la radio. Los militares funcionan por obediencia, en el caso de Miaja a la ley
y al gobierno democrático, y ya no se plantean más ideología que llevar esa
obediencia a sus últimas consecuencias. Proteger a la población civil no es una
cuestión de amor a los valores republicanos sino la primera orden que debe
acatar un militar que no sea un cobarde o un sádico, que sea un buen soldado: “nada
más distinto de un dictador este hombre sencillo, oscuro, sin ambición, sin
ninguna prosopopeya, sin la más mínima vanidad personal. Su fuerza indiscutible
que desde el primer momento subyuga a sus jóvenes y entusiastas colaboradores,
su energía indomable y su rudo carácter de militar que sabe mandar, están
devotamente al servicio de la democracia. Su único anhelo es cumplir la misión
que se le ha encomendado: defender Madrid”, escribe Chaves. Si este libro se
lee lejos de España, el lector no encontrará una tesis moderna y útil sobre la
naturaleza del conflicto, sino la epopeya de un general. El libro explica lo
que fue la guerra, desde luego, y con toda transparencia, pero literariamente,
que es a lo que vamos, también es un
magnífico ejemplo del género de las hazañas bélicas, es decir, la épica popular
de toda la vida.
En este
punto es donde los ensayos hagiográficos empiezan a desentenderse. En el
prólogo a La defensa de Madrid, Muñoz
Molina nos recuerda los milagros del beato: su condición sencillamente
democrática, alejada de fascismos y marxismos, cruda y sincera; pero al hablar
del estilo lo despacha en media docena de líneas: “El ritmo épico y trágico de
la narración no impide que salte aquí y allá un tono de guasa…”; “…la potencia
narrativa que lo arrastra a uno de la primera a la última línea…”; “…el ritmo
de la escritura se traslada físicamente al acto de leer. Los cambios de
escenario del relato, en esas horas y días vertiginosos de la guerra, tienen la
velocidad convulsa de un montaje cinematográfico. Las complejidades de la
política y de la estrategia militar se superponen sin apariencia de esfuerzo a
la precisión fotográfica de los retratos de personas y de lugares…”.
Eso dice el autor del prólogo, y
no se puede discutir, pero en ningún momento se decide a nombrar el género al que pertenece. A juzgar por el
contenido del prólogo, se diría que es un ensayo histórico (de historia casi
presente) narrado con recursos de novela. Pero si La defensa de Madrid fuese solo un reportaje, habría que
ponderarlo, literariamente, con respecto a libros como el Diario de la guerra de España, de Mijaíl Koltsov, reeditado en
España en 2009, una obra maestra de la prosa bélica (e ideológica). Qué bien
harían nuestros muchos novelistas de la guerra en leerse este largo libro de un
tirón, a ver si se les pegaba el estilo lírico y metálico, frío y potente del
gran Koltsov.
La prosa de Chavez está a la
altura, ya lo creo. Su perfección es por momentos deslumbrante, pero no atosiga
ni empalaga ni reitera, y lo distancia de la obra de Koltsov, ese gran
reportaje, el hecho de que Chaves sí usa proporciones literarias. El libro de
Koltsov dura lo que duró su aventura, pero el de Chaves respeta las
proporciones y las necesidades argumentales y estilísticas de un género muy
concreto: el episodio nacional. Ambos libros, uno en México y otro en Rusia,
fueron publicados por entregas, en un periódico, para que lo leyera la gente
mientras tomaba un café. Si solo hubiese querido informar, Chaves se habría
contentado con la versión abridged de
su obra que apareció en Inglaterra, y de la que tenemos en esta edición un
capítulo, el décimo, buen ejemplo de la diferencia entre un buen reportaje y un
buen relato si lo comparamos con el resto.
Soy, ocioso es decirlo, un
apasionado de la escritura por entregas, de la literatura inmediata y sometida a
un público no especialista pero igual de exigente. Y el máximo elogio que le
puedo dedicar a Chaves es que La defensa
de Madrid me parece, por encima de todo, un extraordinario folletín. Puesto
que el héroe es un general, los capítulos se disponen según el viejo diseño
cómico (viejo de hace 2.500 años) del problema que asalta a la comunidad y el
héroe que se ve obligado a resolverlo. Cada capítulo funciona con este
planteamiento. Unas veces son los fascistas que amenazan con entrar o con
masacrar a los civiles desde el cielo; otras, un incidente entre comunistas y
anarquistas que está a punto de desatar otra guerra civil más. Cada nuevo
problema es un aspecto más del conflicto descrito en circunstancias muy
concretas, en un presente modernísimo con el que creo que se debe escribir este
tipo de historias, y todos colaboran en un clímax de impresionante altura, el
espectacular, impresionante capítulo VIII, que luego el autor se esfuerza en
mantener igual que se mantiene la batalla, pero que ya no supera. Y no lo digo
como defecto: todas las montañas tienen una cima, porque una montaña en la que
todo es cima no es una montaña sino una llanura elevada. Pero ese clímax, aquí,
no llega cuando le corresponde a la novela sino, más bien, cuando le toca a la
historia. Servidumbres de la verdad. Es el momento de la exaltación del héroe,
capaz de abandonar el resguardo del Estado Mayor y acudir a pecho descubierto
hasta el mismo frente y arengar a sus tropas como nos cuenta Tito Livio que
arengaban los viejos generales romanos:
“Por los parapetos y las líneas
de trincheras que estaban a punto de ser abandonados corre la noticia de que el
general Miaja está allí, en la línea de fuego. Aquellas masas de hombres
desmoralizados por la superioridad del enemigo sienten sobre ellas lo que hasta
entonces no habían sentido, la sombra, a la vez amenazadora y tutelar, del
Mando. El mito del general Miaja que está allí, pistola en mano, llevando a los
hombres al combate y a la victoria actúa decisivamente sobre la moral de los
milicianos como si fuese posible que detrás de cada uno de ellos estuviese el
general en persona sosteniéndole en la trinchera, animándole y exigiéndole
imperiosamente el cumplimiento de su deber”.
Pero este tono titoliviano es, en
según qué momentos, el más adecuado al género
que practica, igual que en otros sus descripciones del desastre tienen un
aroma más lucreciano. Y esa es la otra, la grande, la principal virtud
literaria de Chaves Nogales. Sabe, como en la tradición de Shakespeare o de
Cervantes, disolverse en sus
personajes. Por eso Chaves no ahorra entusiasmos al hablar de Miaja, porque se
ha encarnado en él, ha cantado sus gestas, ha cantado a sus armas, pero también
al hombre, el mismo que trata a los delegados sindicales como “un maestro de
escuela bonachón de ordinario, pero al que es peligroso irritar”, el mismo que sufre
arrebatos de ira o exhibe su paciencia insobornable, o que, en su rasgo más
humano, en el fondo le debe su victoria al más puro azar, en este caso el papel
con las órdenes de ataque del ejército fascista que se encontró en las ropas
del cadáver de un soldado, sin las que Madrid habría caído a las primeras de
cambio. (Por cierto, la editora, Isabel Cintas, no considera oportuno explicar
en nota al pie quién era ese soldado, el capitán Vidal-Quadras, pero sí
contarnos una historieta de manuscritos encontrados rigurosamente innecesaria.)
De esta capacidad de transformación del narrador, imprescindible para narrar,
Chaves ha dado muestras incontestables. En Belmonte
es Belmonte; en El maestro Juan Martínez, el maestro Juan Martínez, y en A sangre y fuego, ese periodista
discreto y tan ameno y transparente que no parece español. Aquí es el bardo, el
cantor de las hazañas, un poco como esos plumillas de las películas de vaqueros
que siguen a los grandes hombres para ir contando sus aventuras en los
periódicos, y que siempre parecen estar detrás de una cortina. Aquí hay una
inflamación épica que no había en A
sangre y fuego, y si funciona como folletín, como pieza popular, es
precisamente porque sabe centrar la historia en un personaje cercano y clásico,
en un buen hombre contra los males de la humanidad.
Tengo curiosidad por saber si La defensa de Madrid es capaz de saltar de uno al otro público, del lector que se autoafirma en su butaca ideológica al que viaja en tren a trabajar y le gusta leer novelas. Ese sería el verdadero éxito y la más justa y provechosa rehabilitación, sin necesidad de pasarlo por los altares.
8.1.12
El simpático señor Pombo
A este paso voy a dejar de comprar las primeras ediciones de mi querido Álvaro Pombo. Lo compraré cuando salga en rústica, o lo leeré prestado. Desde que firmó el contrato con Planeta escribe mucho, demasiado, y sus últimas novelas están recicladas de otras novelas que sí eran originales (originales en él, en sus temas, en su escritura). Ahora le han dado el Nadal y Pombo sonríe como esos ministros simpáticos que van de ministerio en ministerio a ver si sube la popularidad del gobierno, a ver si venden votos. Junto a él estaba el ganador del segundo premio, un presentador de televisión que pertenece a una ilustre familia catalana y ha escrito, oh sorpresa, sus memorias infantiles. Junto al ministro simpático siempre va el secretario de estado hereditario.
Yo no sé por qué se mete Pombo en ese enjuague editorial. De las 68 ediciones del premio Nadal, hay al menos docena y media de novelas que fueron buenas por sí mismas o sirvieron para lanzar una carrera literaria, y aún alguna que otra de escritores ya hechos que estuvieron a la altura de las circunstancias. Cuando en 1968 ganó el premio Álvaro Cunqueiro por Un hombre que se parecía a Orestes, era ya un autor respetadísimo por lectores inteligentes de uno y otro lado, y había escrito las Crónicas del Sochantre, Merlín y familia o Las mocedades de Ulises. Creo que fue la primera apuesta sobre seguro de Destino, que no es lo mismo que una apuesta segura como la de aquel jovenzano que escribió El Jarama. Cualquier miembro del jurado que tuviera sangre en las venas se daría cuenta de que estaba leyendo una obra maestra. Pero Ferlosio ya no era un desconocido. Destino apostaba entre lo nuevo que olfateaba, o que contribuía a crear. Las editoriales entonces iban a favor de obra, buscaban buena, exigente literatura, y el tiempo, con relativa frecuencia, les iba dando la razón. Nunca serían tan puras como con Nada, una excelente primera novela escrita por una muchacha de veintitrés años, por más que tuviera acceso directo al mundo literario y por más que aquel éxito, digamos, histórico haya velado el resto de su obra. Me dan ganas de leer las cartas que Laforet se escribió con Sender, que nunca ganó el Nadal.
Pero antes de premiar a Cunqueiro contribuyeron a la formación del realismo de los 50 (y del berzorrealismo) con Luis Romero en 1951, y si Ana María Matute ya estaba consolidada cuando escribió Primera memoria (qué bueno habría sido dárselo años antes por Pequeño teatro), Carmen Martín Gaite acababa de empezar con Entre visillos, y algún otro jovenzuelo como Ramiro Pinilla triunfaría casi medio siglo después. Después de Cunqueiro, en cambio, el recelo por lo no probado, por lo no testado, como dicen ellos, llena la lista de premiados: ni García Pavón ni Fernández Santos, los dos que lo siguieron, eran unos desconocidos, aunque tuvieron que esperar al 75, con Las ninfas, para dar otra vez en el clavo. Las ninfas se sigue leyendo estupendamente y es de lo mejor de Umbral, que entonces acababa de publicar su Travesía de Madrid y se había ganado el respeto que luego tan generosamente despilfarraría.
Pero fichar a alguien conocido empezó a dejar de ser garantía de calidad literaria y a serlo solo de éxito editorial, y ese paso lo dio el Nadal en 1982 con La torre herida por el rayo, de Fernando Arrabal, de un postvanguardismo parisién revenido y gratuito. Pero vendió muchos libros. Ni la Balada de Caín en el 86 ni Los amigos del crimen perfecto en 2003 están entre lo mejor que habían escrito o escribirían Vicent y Trapiello, pero vendieron muchos libros. Aun así, Juan José Millás lo ganó en el 90 con una de sus mejores obras, La soledad era esto, y al Nadal le cupo la macabra suerte de premiar a Francisco Casavella por Lo que sé de los vampiros (y dedicarle luego un premio) antes de que desapareciese. Pero Casavella ya había publicado El triunfo casi veinte años atrás, y los astutos asturianos del Tigre Juan le dieron el premio que debió haberle dado Nadal.
El último caso de buen olfato se dio con Lorenzo Silva, pero no cuando se lo dieron por El alquimista impaciente sino cuando le cayó el segundo premio por La flaqueza del bolchevique. Aparte de eso, no hay mucho que recordar, es verdad, pero yo prefería leer la novela de una desconocida como Carmen Gómez Ojea y luego decir que no me parecía buena antes que saber qué voy a leer de un autor al que admiro desde hace va para tres décadas y a quien a estas alturas ya me lo veo venir. Seguro que es el profesor de Contra natura, que no me acuerdo de cómo se llamaba, ni, como decía Umbral, me voy a levantar a mirarlo ahora.
De modo que Planeta no ha tenido que esforzarse mucho en imponer su modelo de premio literario. El primero, un autor requeteconsagrado, con eso de el favor de crítica y público, y que escriba lo que le dé la gana, aunque sea una tontería como la que perpetró Savater; y el segundo, alguien bien parecido que salga en la tele, y si, en este país de monárquicos recalcitrantes, es el vástago de una familia de la alta burguesía de toda la vida, mejor que mejor.
No lo digo en tono crítico. Nunca espero nada de los premios literarios. Una vez me presenté a uno que daban en un pueblo pequeño y me ganó el otro que se presentaba. Con esos antecedentes, se comprenderá que no me haya vuelto a presentar jamás a ningún certamen de ninguna clase. Quiero decir que no soy crítico con el resultado sino con el modelo. Mucho me extrañaría que en Planeta hubiese alguien encargado de leer todas las novelas que se publican en ínfimas editoriales regionales y decidir a quién merece la pena apoyar según criterios estrictamente literarios. Ni tampoco hay un director de márquetin que crea en el interés de la verdadera novedad, lo que estaba escondido. Todos los años se publica en Palencia o en Lérida o en Almería una primera novela muy prometedora. No hay ojeadores en las grandes editoriales más que para la elaboración de piensos compuestos narrativos. El desaparecido premio Tigre Juan debería haber seguido, para los melancólicos de la historiografía literaria, en el premio Nadal. Pero no. El año que viene se lo darán a Vargas Llosa, y el segundo premio a Toni Cantó.
23.12.11
Los mejores momentos de la juventud
Tiene gracia que el desprestigio del Estado coincida con el
desembarco de un escuadrón de opositores a notarías, jueces, fiscales,
registradores o abogados del Estado en el gobierno de Rajoy. Ahí están, ellos
son, los buenos estudiantes que quería Fraga, esos compañeros de colegio mayor
que, mientras otros salían a pecho descubierto al encuentro de la vida y
posponían el estudio para los días previos al examen, ellos ya estaban pensando
en el tema 87 de Derecho Civil del primer ejercicio de las oposiciones a
fiscal. Les hablabas de Arquíloco de Paros y ellos sonreían con esa mueca
ladeada con la que recitaban sus temas cada noche antes de dormir. Los veíamos como sujetos
enfermizos por cualquiera de los dos lados: o porque su memoria era tan
portentosa que tragarse todo aquello no les costaba el menor esfuerzo, o bien
porque, siendo listos pero normales, estaban dejándose la juventud en un empeño
de cuyo éxito tampoco albergaban esperanzas muy fundadas. La izquierda, que es
una ideología juvenil, rara vez se sometía a semejante renuncia de la vida. La
derecha, que es una ideología provecta, inculcaba a sus cachorros que el futuro
no es el presente, que el presente era la negación de la realidad y el futuro
la conquista del poder. He leído en los primeros brotes biográficos que el
padre de Rajoy se empeñó en que sus cuatro hijos fuesen notarios o
registradores de la propiedad, y pronto descubrieron –algunos, como Rajoy, muy
pronto̶
que el empeño era una garantía de
sosiego y perpetuación. Como lo pinta Peridis, tumbado a la bartola, es como se
debió de quedar el día que aprobó las oposiciones.
Porque
luego, según me comentaban mis colegas opositores, no todas son iguales. Los
notarios y los registradores son, de lejos, los que mejor viven, y, si se lo
saben montar, los que menos trabajan. En pocos años ya tienen resueltos todos
los casos posibles, si no los tenían ya antes: dan a un botón, rellenan los
datos, firman y cobran. Las de jueces y fiscales, en cambio, necesitaban una
implicación mayor. Un juez responsable tiene mucho papel mojado que leer y
mucha sentencia gris que redactar, y lo mismo cabría decir de los fiscales y de
los abogados del Estado en sus respectivos cometidos. Pero meterse en la
mollera los alrededor de 4000 folios de que suele constar cualquiera de esas
oposiciones no deja de ser un adiestramiento salvaje y fascinante, una forma de
encapsularse como los hare-krisna en un mantra demasiado largo como para pasar
un solo minuto del día sin rezarlo.
Los
cálculos son curiosos. En las oposiciones a jueces y fiscales hay que recitar,
en cada ejercicio, cinco temas en 60 minutos. Normalmente hablamos a catorce
líneas por minuto, lo que quiere decir que, si dispone de 12 minutos para cada
tema, el opositor tiene 168 líneas por tema si habla con un ritmo normal, es
decir, unos siete folios a doble espacio. Pero raro es el tema que, como poco,
no tiene diez folios, razón por la que el opositor debe hablar a toda hostia.
Tradicionalmente, los preparadores eran más bien entrenadores de atletismo que
los adiestraban en remeter el tema más completo posible en esos exiguos e
improrrogables doce minutillos. Por eso muchos opositores tienen la boca
ladeada, para no perder tiempo en articulaciones. Como además suelen recitar
con la mirada perdida, acaban pareciendo ventrílocuos de sí mismos.
Todo
esto, cuando eres joven, te parece una locura, y sin embargo, precisamente por
eso, es el único momento de hacerlo. Los opositores de más de treinta años ya
tienen una sombra de resentimiento en la mirada. Están invirtiendo toda la juventud y conforme pasa el
tiempo van menguando sus posibilidades. Después de los 40, si tienes tiempo y
dinero para no ir a trabajar todos los días, desde luego que no lo empleas en
eso; si no tienes ni tiempo ni dinero, es directamente imposible.
Conocer
la vida es negarle importancia a los momentos. A quienes nunca detuvieron el tiempo para conseguir algo que requería esfuerzo extremo, los llamamientos al carpe diem
de los últimos cincuenta años tampoco han traído nada mejor que a quienes sabían cómo querían ser
a los 40, no a los 25. Si casi todos los jueces, fiscales, etc. pertenecen a
familias conservadoras es porque, primero, solo ellos pudieron disponer del
tiempo a su antojo y aislarse del mundo, y segundo porque habían crecido en una
moral que considera la juventud una fase del crecimiento, el momento de estar callado
y prepararse para no ser joven. Es muy británico (era) reducir al máximo la
juventud, poner corbatas a los hombres cuanto antes, meterles en la cabeza que
la vida real es este monótono bogar hacia la muerte, no el alocado cabrioleo de
los potros. Saben que el intenso disfrute de la juventud se olvida como casi
todo, y que lo único que mantiene la cabeza despejada es no arrepentirse de lo
que se ha hecho. Por eso es lógico que las revoluciones juveniles nacieran en
países anglosajones, es decir, entre gente que quería ser joven.
Eso sí,
la media de aprobados en cada convocatoria no excede, a veces por mucho, el 10%
de los aspirantes, de modo que el asunto se completa con una legión de
opositores frustrados, bloqueados, amargados, deprimidos, que durante a veces
seis o siete años no dejan de repetirse cuándo pondrán fin a esta tortura. De
entre esa gente obligada por tradición
familiar a dejarse los sesos en el temario hay mucho personaje trágico. Los
que sacan las oposiciones dan lustre a la saga, pero los que fallan acarrean
para el resto de su vida el sambenito de perdedores, algo que en la vida
corriente resulta de muy buen llevar pero que en el mundo de los altos
funcionarios invalida incluso la existencia entera. Mezclan el privilegio con
el sacrificio de un modo raro, como una prueba de fuego a la que juegan para
heredar el poder de sus antepasados. Cuando, por fin, lo heredan, se sienten dioses,
y los demás, por lo que leo en los periódicos, se lo hacen creer.
Hojeando la prensa me encuentro
un artículo del año 85, El
largo túnel, sobre un opositor que se lió a tiros con el tribunal de
oposiciones, donde se ofrecen datos sobre el temario, el procedimiento y la
preparación de los exámenes idénticos a los que padece ahora mismo cualquier
opositor. Las leyes cambian, pero no el modo de demostrar que se saben.
Entonces ya el más temido era el primer ejercicio, una batería napoleónica de
preguntas sobre todo el temario, es decir, donde se demuestra que se conoce el paño. Es en los segundo y
tercer ejercicios cuando se escenifica esa tortura de la boca ladeada, quiero
decir que se sigue escenificando en 2011, por más que internet haya sustituido
a nuestra memoria. Pero qué sería de las conversaciones de bar entre
magistrados si a cada paso no calzaran un artículo de derecho mercantil, esa
recitación con dedo engreído que por unos momentos los devuelve a su más tierna
juventud. Oír hablar a dos viejos magistrados del país es como oír a dos viejos no
magistrados hablar de la mili. Estoy convencido de que para muchos de ellos los
mejores días de su vida fueron aquellos seis meses últimos horrorosos antes de
la oposición, cuando no sales a la calle porque no tienes tiempo y, como se decía en aquel artículo del 85, para no
confundir las matrículas de los coches con el Código Civil. Cuando ya no cabe
un dato más en la sesera.
La
judicatura aprovechará las ventajas de internet pero no se bajará jamás del
viejo método. Ahora mismo, cualquiera que conozca
profundamente el temario, aunque no se lo sepa de memoria (aunque no le sea
posible la hazaña del segundo y tercer ejercicios) puede desempeñar su cargo
bastante mejor que quien aprobó unas oposiciones a fiscal y treinta años
después de no ser fiscal lo hacen ministro de Justicia. Pero entonces serían
muchos, demasiados los que pueden juzgar y fiscalizar y defender al Estado y cobrar
por firmar un documento privado para el que hace más falta un auxiliar
administrativo que un notario (en Inglaterra, un país civilizado, ni siquiera eso).
Porque el prestigio del juez no le viene de juzgar sino de haber ascendido un
Himalaya de leyes que con los nuevos sistemas de concordancia están al alcance
de cualquier buen estudiante de Derecho. Es como si certificasen su
superioridad de casta con una demostración innecesaria y monstruosa, para que no quepa la menor duda.
No sé si
tenemos un gobierno de gente muy preparada, pero sí, seguro, de gente que desde aquel momento y para siempre se siente
superior, y que ojalá, en ratos de melancolía, sienta también que la verdadera
felicidad ocurrió allí, entre esas cuatro paredes, en lo único que hicieron en
su vida que solo estaba al alcance de sí mismos. En el caso, claro, de que no
tuvieran recomendación.
8.12.11
Pera en tabaque
En anotación inédita del 29 de diciembre de 1952, incluida
en la edición de 2010 de su Obra completa,
Ramón Gaya escribe unas de las, a mi juicio, palabras más transparentes en torno a lo
que andaba buscando en 1928, antes de cumplir los dieciocho años, cuando se fue
a París a ser pintor y sintió de inmediato, como un olor que le repeliera, los
principales defectos del vanguardismo: su condición caduca, casi inmediatamente
caduca, y su carácter de banco (nunca mejor dicho) de pruebas, de pasamanería secundaria, de mero esbozo.
Las grandes aportaciones a la vanguardia, por viejas que fuesen, sirven en
tanto pueden formar parte de la obra, no ser
la obra. Eso, desde luego, si hablamos de la vanguardia interesante, no de las audacias niñoides.
En general, para referirse a la vanguardia, amén de alguna que otra andanada
tan contundente como divertida, Ramón Gaya utiliza mucho la palabra ocurrencia. Dejando aparte –siempre- a
Picasso, Gaya ve, sobre todo en el cubismo primero, caminos, posibilidades
estéticas para buscar lo mismo que buscaba Tiziano, Rembrandt o Velázquez, o
incluso Van Gogh, “el último gran artista”, según él. Son recursos, métodos, herramientas
al servicio de la pintura, de la revelación de vida que es una pintura, no el
centro ni la esencia autosuficiente de nada. Muchos vanguardistas se jactaban
de esta condición efímera, antieterna, como si la eternidad, la perdurabilidad,
la universalidad y la atemporalidad fuesen también gustos burgueses. Lo que
pasa es que luego se han preocupado bien de historificar la vanguardia, de
santificarla como a un mártir medieval del que nos quedan reliquias venerables
pero que, siendo serios, nunca pasó de ser un entretenimiento para señoritos. De todas formas, Duchamp nunca será antiguo sino viejo.
Ramón
Gaya, en fin, buscaba otra cosa. Buscaba lo que la gente, artistas incluidos,
buscan cuando ya han visto lo que tenían que ver, cuando las vanidades del
momento se caen como hojas de colorines y queda el frío desnudo de la verdad,
de lo que uno busca de verdad. Copio unos párrafos que parecen la poética de un
artista depurado. Es lo que escribió un pintor de 42 años sobre lo que había
sentido a los 17.
«Ahora, aquí en París, me doy
cuenta de que en el año 1928 ya había tomado –a la vista del espectáculo
parisino- determinaciones decisivas. Ya entonces comprendí que lo que aquí se
buscaba no era un estilo siquiera –como había sucedido otras veces en Francia-,
sino que se buscaba fundar un mercado de
estilos. Los pintores se afanaban por encontrar un arabesco inédito y
sorprendente, ingenioso, incluso vivo; se trataba de encontrar un artículo para
ese mercado, es decir, que se había fundado un mercado y ahora se fabricaba
algo que poder vender en él, pero ese algo
no era libre, sino hecho a la medida
–fabricado a propósito- del mercado fundado con anterioridad. El resultado de
todo esto ya se puede suponer: un mercado abstracto, en abstracto, en donde los
artículos no tienen necesidad, no son
necesidad, sino,
a lo sumo, necesidad del mercado.
«Pero
ninguna necesidad exterior. En el primer momento –yo tenía diecisiete años- me
afanaba por ser uno de ese mercado y
encontrar una mercancía mía, honrada –que
yo creía que podía ser mía, ser honrada- para vender en ese mercado. Y no la
encontraba, y en mi búsqueda siempre iba a parar al mismo sitio, a una
desnudez, a una autenticidad;
artículo, claro, invendible. Más tarde pensé que eso, una autenticidad –la autenticidad-, es lo que podía constituir
mi estilo; pensé que en vez de hacer estilo de un material muerto como es la línea o el color, podía hacer estilo de una condición casi moral, es decir, no
hacer estilo de un material, sino estilo de una esencia.
«No
iba por mal camino, mi sola equivocación consistía en que de las esencias no
puede hacerse estilo; quizá otros ha habían tropezado con esa dificultad, pero entonces, al tener que
renunciar, habían renunciado a la esencia
y no al estilo –porque el negocio del
estilo los mantenía cegados-, y yo terminé por comprender que el estilo
era, precisamente el ingrediente que sobraba, que no era de ley, que no había
estado nunca en la composición del arte verdadero y grande. El estilo es una
conquista de la civilización; estilo es civilización, pero el arte ha sido
siempre incivil, ha escapado a las civilizaciones, aunque los historiadores
hayan podido confundirse puesto que el arte les ha permitido estudiar las civilizaciones; al ver que el arte les
permitía estudiar las civilizaciones tomaron el arte mismo por civilización,
pero el arte está, existe, vive fuera de ellas (las civilizaciones), y su
información de ellas no es más que una debilidad
suya.»
Esa
inclinación cotilla de todo lector fiel me hace preguntarme cómo pudo ser en
realidad es sentimiento visto por el pintor maduro. No digo que Gaya embellezca aquello, todo lo contrario,
porque además es un fragmento escrito con mucha intensidad, como… pintado. (Me voy a permitir usar los
recursos estilísticos más frecuentes en Gaya; a fin de cuentas estoy hablando
de él). La malicia viene al pensar que esa entrada de su diario quedó al margen
de anteriores ediciones por, supongamos, exceso de desnudez, es decir, por ser lo mismo que dice, por encarnar las palabras y darles verdad. La
prosa de Gaya es clara, pero a veces su imaginería sinestésica es como un
envoltorio brillante, como la aplicación concreta de motivos ya utilizados.
Aquí, en este fragmento, el motivo es el mismo, pero el esfuerzo de verdad es comparable, en más de un
aspecto, a la que era su manera de pintar.
Juan
Ballester, a propósito de esta foto, me contó que el retrato de Rafael de
Paula le había costado varias y muy intensas sesiones, que se quedó postrado
al terminar, hecho polvo, y no solo porque ya tenía ochenta y tantos años el
pintor, porque, en sus anotaciones del Diario (muy especialmente en las
recuperadas, las antes inéditas) se ve que su modo de trabajar era un poco
virgiliano: un cuadro por la mañana (pasteles, acuarelas, algún óleo) y algún
retoque, si acaso, por la tarde. Sus expresiones para juzgar la obra del día
son escuetas y contundentes: “creo que está bien”, “no me gusta”,
“verdaderamente bueno”. Se podría pensar que tanto el pastel como la acuarela
son dos géneros instantáneos, pero, por lo que se desprende del Diario, no más instantáneos que el óleo.
Uno no se imagina a Gaya sobredorando el cuadro veinte años, como hace Antonio
López (a Gaya, López le parecía tan abstracto como Tápies), ni siquiera el
tiempo que emplearía su idolatrado Velázquez, a no ser que hablemos de cuadros
como los dos de El jardín de Villa Medici,
sino más bien el tiempo que dura un acto
creativo, llamémoslo así, un momento que, traducido a prosa, tiene una extensión
y una intensidad proporcionales a las de, por ejemplo, sus homenajes a la
pintura. Quiero decir que cada una de las entradas de Roca española o Balcón
español son acuarelas escritas, el algunos casos óleos inmediatos,
abandonados cuando la vida de la
prosa (o de la pintura) ha empezado a animar el cuadro, se ha asomado para
indicar el camino hacia el abismo de realidad que propone. Y por otra parte es
el tipo de artículo que más me gusta. Tengo que copiar, ya que me queda más
cerca, la que le dedicó a Albarracín.
Digo
esto porque los tres párrafos que he copiado, aquella entrada inédita en
principio, son de la misma extensión y de parecida intensidad. Cualquiera diría
que es la medida, la extensión poética
más adecuada, y que tenía en Juan Ramón un modelo bien claro. Pero el Juan
Ramón de Españoles de tres mundos, un
libro que venero, es más, digamos, consciente, más orífice de sus palabras, y
eso que son retratos lo que hace. Más cerca de Gaya están los textos de Juan
Ramón reunidos en Política poética,
que también se llamaron El trabajo
gustoso, un título que, si no se lo hubiéramos ya leído a Juan Ramón,
diríamos que es típico de Ramón Gaya. Sea lo que fuere, esas estampas del tipo El carbonerillo palermo y así son de lo
que hoy yo más admiro de la prosa de Juan Ramón. En mi biblioteca imposible
(ese museo soñado del que tantas veces habla Gaya), guardaría como pera en
tabaque una edición de El trabajo gustoso
con acuarelas de RG.
Por eso,
en fin, este fragmento tiene algo de poema, de versos arrancados de la entraña,
con ese aire un tanto furibundo de los momentos creativos, intensos y
devastadores, como para pasarse luego el tiempo aplicándole veladuras. A Gaya
los óleos le salían o no le salían, igual que sus cartas (le costaba
escribirlas lo mismo que pintar un cuadro) o sus prosas descriptivas o líricas
o teóricas. Él siempre decía que era muy lento escribiendo. Yo más bien creo
que era lento en reunir la disposición adecuada para escribirlos, o rápido en
la capacidad de ver cuáles creía buenas, cuáles no le gustaban y cuáles valían
de verdad. Su obra literaria no es que sea exigua, es que siempre fue igual de
exigente.
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