17.2.14

Vuelven los bríos


Los materiales con los que apañó esta novela Pío Baroja son más interesantes que los de Los confidentes audaces, y no solo porque casi dos tercios del libro sucedan en el Maestrazgo de Teruel. La dispositio barojiana ya la hemos visto en otras novelas: a grandes rasgos, un primer tercio entre enciclopédico y viajero (V, 635-679), rematado con “un suceso romántico”, el asedio de Mirambel por parte de las tropas del Serrador, como transición a una segunda parte interesantísima, de puro relato de aventuras (V, 684-711), la historia del Navarrito y sus compinches; y un tramo final (V, 711-754) que no tiene ya nada que ver con Mirambel y donde nos cuenta, a través de Roquet, el agente de Aviraneta, la llegada de Cabrera a Berga para vengar la muerte del Conde de España, y que perfectamente habría cabido a continuación de La senda dolorosa, o hasta formar un libro propio.
               Esa primera parte nos devuelve a Leguía como narrador pero se centra en la historia de los Montpesar, antepasados de un señor muy atildado (y con otro tanto de energúmeno, como buen aragonés) a quien Leguía encontró en los baños de Trillo (antes de que fuera leprosería y mucho antes de que tuviera una central nuclear) y que, envuelto a genealogías barojianas, se reputaba descendiente de un caballero templario, detalle más que suficiente para que Baroja nos cuente lo que averiguó sobre la orden de los Templarios y las fantasías nefandas que se contaban de ellos. Como apunta el propio Baroja, en aquellos años los templarios eran un tema raro; hoy suena como un buen resumen de los cientos de miles de panfletos que se han escrito al respecto.
               Hoy esta manera de proceder de Baroja la encontramos un poco gratuita, precisamente porque se ha convertido en una verdadera peste. Igual es Baroja también el pionero de la wikinovela, ahora tan en boga. Pero Baroja se tomaba la molestia de rebuscar en anticuarios y librerías de viejo y aportar algún dato que no estuviese en las obras divulgativas al uso. Lo que nos cuenta de los templarios no hace gracia ahora, pero en 1930 tenía su punto. Lo que tenía gracia entonces y ahora es la descripción y recreación del convento de las Agustinas de Mirambel. Baroja vuelve a plantearse, pero de manera bien distinta, lo que sintió en aquel convento de Toledo, en Camino de perfección, y con un sí es no es de retranca se deja de aquellas agonías eróticas y se pone en el pellejo no de “las mujeres llegadas allí equivocadamente, de poco espíritu, de poca imaginación y de poca fe”, para las que el convento sería una tumba en vida, sino de aquellas otras “de corazón llameante” que “miraban los muros de la fortaleza ascética con amor, considerándolos no de cárcel horrenda, sino más bien de retiro celestial”. Baroja se centra (y esto ya no está en la Wiki) en ver lo que vieron las monjas desde su retiro, esa “naturaleza pobre, un poco áspera, mas no sin encantos”, que al propio Baroja lo arroba en un curioso fragmento que es como si cerrara los ojos y se transportase a los esteticismos de la juventud:

El suntuoso cortejo de las estaciones tiene siempre su carácter y su pompa; cada una de ellas, para el que sabe oírlas, canta su canción peculiar y típica e inconfundible: el día de primavera es la melodía joven, fresca y alada; el de otoño, el adagio melancólico y lánguido; el de invierno, el recitativo rudo, poderoso y amenazador. La tarde de verano, con el cielo azul espléndido, la tierra seca, el paisaje con aire tembloroso de ingravidez y de irrealidad, es el himno violento y estridente en honor de las divinidades pánicas.
Esta canción peculiar de cada estación del año posee siempre muchas notas, muchos tonos, muchos matices.
En la primavera es el cuco, como la voz de un niño burlón jugando entre las matas al escondite; la alondra, en el aire, como una saeta de luz; la perdiz, rechoncha, con las patas rojas, que se pavonea coquetona; el seto verde, la flor en el almendro y la nube blanca en el cielo, de un azul de sueño.
En el verano es el calor, que resuena en el oído como un caracol sonoro; el trigal amarillento, con sus amapolas rojas y sus acianos azules; el grillo, que chirría en la tarde pesada y monótona, y la estrella que parpadea con más fulgor en la noche.
En otoño son las bandadas de grullas por el cielo gris, en forma de triángulo, gritando su adiós de despedida a las tierras frías, abandonadas; los pájaros, emigrantes, de colores; las avutardas, voluminosas, con sus alas blancas, y los graznidos de los cuervos a lo lejos.
En invierno, el águila o el buitre sobre los cabezos de los montes cubiertos de nieve, y los gorriones aleteando cerca de los cristales, buscando la comida y un asilo contra el frío…
Para alguna de aquellas monjas de espíritu poético y soñador, el convento debía tener sus encantos.

               No traemos aquí las descripciones de Mirambel y sus alrededores porque están en todas las guías turísticas. Está bien, pero no es de las mejores descripciones de Baroja. La intensidad se amanera de datos y de leves inflamaciones que no nos resultan tan auténticas como otras veces. Aun así, la condición fronteriza de aquel país, entreverado de meseta pelona y mar florido, sí la supo ver, naturalmente.
               Esta manera de hacer recuerda a la disposición flaubertiana (descripción-drama-narración), que aquí le viene como de molde. El final de este primer tramo descriptivo vuelve al carlismo en un descenso de las alturas místicas, templarias y paisajísticas, hasta la tierra firme del Pirala, hasta materializarse en tres o cuatro tipos barojianos, el padre Caballería (que rivalizaba con el padre Chamorro en oratoria como Demóstenes con Esquines); un cura hechicero, que nos da información bibliográfica; o un clásico bufón barojiano, cuyo retrato sí traigo porque es como un dibujo de Julio Caro:

Sotavientos era un jorobadillo muy malicioso y muy original, que hacía de bufón. Sotavientos estaba encorvado, y por su enfermedad iba encorvándose cada vez más. para comprobar si su encorvamiento aumentaba o no, llevaba una plomada en el bolsillo y se la ponía en la punta de la nariz y medía la distancia entre su nariz y el suelo. Si esta no disminuía, quedaba contento, porque aseguraba que cuando la distancia se acortara hasta llegar a una marca que había hecho en el bramante, moriría.

               Los personajes forman parte del relato de un chamarilero, teñido, como las páginas de los templarios, de esa fantasía pobre de brujas y aparecidos que Baroja iba encontrando por los caminos, sometida a su muy frecuente costumbre de dedicar un par de páginas a contarnos alguna pesadilla.
               Pero es el “suceso romántico” del Serrador el que da pie a la segunda y mejor parte del libro, la historia de aquella partida de carlistas huidos a la que engañan un ventero y un sujeto repulsivo llamado don Cayo. Es un magnífico relato de casi treinta páginas, con todo el brío de los primeros tomos de la serie y de sus mejores novelas de aventuras. Incluso diría que es un argumento que ni pintado para un western a la española, con planes, trampas, regresos y venganzas. Por cierto, que, al principio del relato, uno de los de la partida cuenta un itinerario que también tiene que ver con Teruel y que no recuerdo haber visto citado:

Por lo que contó el Navarrito, que, al parecer, hacía de jefe, marcharon de noche y a campo traviesa por la orilla del Guadiela; luego tramontaron la sierra de Albarracín hasta Orihuela del Tremedal por entre riscos y sin cruzar poblados, y vadearon el río Tajo. Dejando a un lado Monterde, durmieron en Villarquemado, pueblo en un llano, poco sano, con una laguna en los alrededores. De aquí pasaron por la Peña Palomera hasta Alfambra, después bordearon la sierra de Gúdar hasta Villafranca de los Pinares y de aquí llegaron a Mirambel.

Al margen del error (es Villarroya, no Villafranca), la paliza que se pegaron los fugitivos fue de pronóstico. Es lo que tiene narrar encima de un mapa. Pero vaya, tiquismiqueces aparte, este es el momento en que el lector se hace la pregunta de marras: ¿qué habría pasado si este relato y el final del libro, con la embajada de Roquet, hubieran pertenecido a la serie del Conde de España? La primera vez que me lo planteé así fue con La nave de los locos. Allí es muy evidente la voluntad expresa de concebir la novela como una miscelánea variada en la que tienen igual dignidad los datos históricos que las escenas de acción, las descripciones de viaje que las reflexiones enciclopédicas, las galerías de tipos barojianos y los personajes reales. Estas novelas de los años treinta son manojos de retales que tienen que ver con un mismo tono de color. Todo eso ahora es muy moderno, y en los años 30 también, pero uno recae en sus nostalgias de lector de novelas. Disfruta de todo, pero nota, ay, que los fragmentos terminan cuando la idea de desarrollarlos lleva a su autor a empezar otra cosa distinta, y eso deja, junto al buen sabor del conjunto, el sabor a poco de las partes: cualquiera de las historias distintas que componen este libro habría servido para una sola historia, y todas nos dejarían a los lectores básicos tan satisfechos como las dos que dedicó al Conde de España.
Así que el libro termina con la embajada de Roquet a Berga, poco antes de que acuda Cabrera, un personaje al que Baroja no termina de tratar más que de refilón. No es la primera vez que esperamos encontrarnos con él y cuando llega pasa de largo, como Napoleón en La cartuja de Parma. Todo pasa de largo en este Baroja postrimero. Pero a fin de cuentas es más interesante la historia de Roquet y los dos cobardes, el bello Anatolio y el señor Marcillón, con quien cruza un interesante diálogo acerca del valor:

-Yo tengo el valor de reconocer que no soy valiente. ¿Qué quiere usted? Yo no tengo la culpa. El peligro, cuando estoy en su presencia, me trastorna; el corazón me empieza a palpitar con fuerza, el estómago me da como una vuelta, el cuerpo se me inunda de sudor y comienzo a temblar… yo no tengo la culpa.
-Nadie tiene la culpa de nada –dijo Roquet con cierta violencia-. ¿Es que cree usted que vamos a ponerle en la hoja de servicios valor heroico o valor acreditado, como se pone a los militares? No. Esas farsas ridículas se quedan para la milicia, pero no vales para los que hemos estado en presidio.
-No hable usted así.
-Es para decirle que todos los hombres son naturalmente cobardes menos los locos; pero cuando hay que hacer una cosa que no se puede evitar, se hace; como se muere uno al fin siendo valiente o cobarde. Ahora hay que seguir adelante, temblando o sin temblar, porque no se puede volver atrás.

El señor Marcillón consiguió vivir en el campo, en una casa con flores, rodeado de su familia. Roquet, en cambio, “gastó en poco tiempo el dinero que le habían dado don Eugenio y Marcillón, fue a Argelia y murió allí asesinado”. Así es el hombre de acción desde los tiempos de Zalacaín.

15.2.14

Camino del Maestrazgo


Los confidentes audaces es una novela escrita sin ganas. En principio es el relato de un cínico, Jesús López del Castillo, Rostro pálido, un intrigante sin escrúpulos que resulta ser la mar de majo, y que cuenta a Aviraneta sus aventuras a través de los libros de historia que ojea el autor. Baroja no se molesta en que el confidente sea, además, fidedigno: una noche escuchó en un patio oscuro a dos masones que se preguntaban por la contraseña para la siguiente reunión, y a partir de entonces, en un abrir y cerrar de ojos, el tal López del Castillo ya está intrigando a dos bandas y con las altas esferas cristinas. No es que necesitemos más datos históricos, porque de eso la novela viene cumplida, sino que a Baroja no le ha apetecido dar más cuerpo a la escena y más sentido a los hechos. De vez en cuando subraya el cinismo del narrador con una carcajada siniestra que es el ritornello con el que se rematan sus más crudas observaciones, pero eso no es suficiente.
Se diría que Rostro Pálido tiene ese arranque provocador y sin sentimientos que tenía César Moncada, esa inmoralidad de honestos fines, sobre todo el de sobrevivir. Por su relato pasan telegráficamente momentos que treinta años atrás daban a Baroja para escenas potentes y conmovedoras. Aquí, de vez en cuando, sale una voz de cascarrabias, más que de mala persona, y Baroja da la sensación de que recoge no solo todo lo que le viene a la memeoria (hay mucho reciclaje en este libro) sino incluso lo que le viene a la mano, al comentario de café mientras estaba descansando de escribir. Se empeña en no desarrollar nada, y si tuviéramos humor para volverla a leer notaríamos las costuras de los días, cuándo acabó una historieta y se fue a dormir, cuándo dejó a un personaje y bajó a la gran cocina de Itzea, a comer con la familia.  En los días de mal humor, el cinismo de López del Castillo adquiriría el tinte del viejo misántropo, y en los días de buen humor recrearía páginas de cuando era joven.
En sus dos primeros tercios, hasta que el narrador llega a Morella, la novela es un hilado de chascarrillos barojianos, personajes de almoneda, entre fantásticos y miserables, como el Saturno ese, medio alquimista, medio trapero. Uno se imagina a Baroja empalmando barojianismos mientras piensa en otra cosa, dando por buena cualquier nueva asociación, siempre y cuando luego, al leerlo, siga fluyendo, y en eso hacía décadas que era un maestro. El personaje está concebido con arreglo a su humor y, como hiciera en Shanti Andía con Ichaso, para descargar al protagonista (entonces Shanti, ahora Aviraneta) de opiniones demasiado comprometedoras o puntos de vista demasiado crudos, aquí Baroja se esconde en personajes secundarios y suelta bilis para que, muchos años después, los buitres le piquen las entrañas. No copio el fragmento de las mujeres gordas (V, 565-566) para no dar de comer al hambriento, pero sí la conclusión a la que llega López del Castillo: “La vida, en general, es una bazofia maloliente y poco apetitosa. Se come de ella porque se tiene apetito, no porque sea buena ni agradable.” Y eso que López tiene, como buen cínico, el ramalazo decadente:

-¿Qué quiere usted? Yo soy español, y, a pesar de que me parece perjudicial, tengo un amor oculto por lo negro, por lo sombrío, por lo misterioso; me encantan las sacristías con Cristos sangrientos; me gusta ver las monjas, los frailes, los cortesanos, y hasta tengo simpatía por los mismos carlistas.

Un poco más adelante, Baroja resume las migas que se han ido cayendo entre tanta aventura fugaz:

Se veía que el conficente tenía la voluptuosidad del peligro. no era, sin duda, un hombre de valor a la manera de los tipos impulsivos. Tenía un valor frío, sereno, le gustaba asomarse a los abismos como si el vértigo le atrajera (…). Había en el confidente un fondo de audacia, de atrevimiento, cierta imaginación, cierta fantasía, y un sentido grande de la intriga, con una frialdad y una serenidad verdaderamente extraordinarias. Para él, las cosas de la vida eran muy cómicas, aunque pareciesen tristes, y lo mismo se le antojaba risible que uno llorase por una desgracia imaginaria, como que se lamentara por tener una herida mortal en el vientre.

El problema es que sus historias, contadas tan a la ligera, hecho todo tan sin esfuerzo, parecen tan solo producto de la cierta fantasía. Baroja, al extremar la rapidez de las peripecias (en cierto modo, al someterlas a su proporción oral), no consigue la mímesis suficiente para que la cosa cree su espacio propio. Es Baroja metiendo cuentas en el sedal de la prosa, pero no un auténtico collar.
Baroja escribe esta novela en 1930. Desde el principio de la lectura sentí por la novela un desapego parecido al que me invadió en Los visionarios, escrita poco después. La técnica de la disgregación se lleva por delante la novela misma. Sigue siendo entretenido, pero la suma de entretenimientos no está lejos de aburrir, una lección que nunca aprendió Cela, quien casi desde el principio fio la calidad de la novela a la perfección de las cuentas, no a la forma del collar, que casi siempre resultaba una cosa plana y barajable.
El caso es que, a las ochenta páginas del comienzo, Baroja mismo se cansa del relato de López del Castillo (la vida de cualquier aventurero, contada sin detalles, es un rollo) y se va de viaje rumbo al Maestrazgo, a narrar los estertores del carlismo, a conocer a Cabrera. La historia del confidente acabará como en la anterior novela no acabó la de Hugo, que al final no se fue al extranjero con Susana. Aquí Jesús, el cínico, sí se va con Marieta, dejando a sendos cónyuges plantados después de la muerte de la niña, en una escena de mucha más intensidad que la media, pero reciclada de otras novelas, si bien sirve de resumen de la trayectoria moral del personaje:

Mientras se luchaba en Morella de este modo, Marieta y yo cuidábamos de la niña enferma, que ya se nos moría. Preocupados con ella, no pensábamos en los cañones ni en los tiros.
Es cosa estraña la vida. No se conoce uno a sí mismo. Para mí mis sentimientos constituyeron una sorpresa. hasta la época de mi matrimonio me había tenido por un hombre sensible; luego, cuando me metí en los asuntos de espionaje político, me creía un cínico, un desalmado capaz de cualquier brutalidad, y después, en este pueblo, comencé a sentir por aquella chica enferma, desconocida, el cariño de un padre.
Estaba tan preocupado con ella, que no pensaba en otra cosa.

El resultado es que su viaje al Maestrazgo, al sitio de Morella, cambia por completo el tono (ya hay narración que contar, no solo anécdotas e hilaturas históricas) y da la sensación de que es un añadido para que esas primeras ochenta páginas tomen forma de libro. Teniendo en cuenta que la siguiente novela, La venta de Mirambel, también forma parte del viaje, aunque cambie de narrador, uno piensa si no debería haber publicado la historia de Jesús López como novela corta y haber agregado este final al siguiente libro, con lo que, de paso, habría alcanzado la proporción habitual y además tendría una unidad que así yo creo que no tiene. Esta sola suposición ya da idea de que Baroja termina su serie de Aviraneta con un inventario del material sobrante, casando cuentas disparejas, lo cual, con una perspectiva amplia, es un ensombrecimiento final de la serie, un irse muriendo la novela entera.
En todo caso, teníamos muchas ganas de llegar a Morella por ver cómo resolvía las escenas de asedio y, sobre todo, por las descripciones de la zona. Lo del asedio, otra vez, decepciona un poco por su brevedad. Hay buenos detalles (la metralla de las piedras venerables, el hundimiento del puente sobre el foso) pero es inevitable acordarse de Galdós, de la sarcástica Zaragoza, de la tremebunda Gerona, es decir, tomarlo como centro del relato, no como anécdota. Baroja carga un poco los pinceles de bermellón pero enseguida sigue con sus viejos anticuarios. No ha continuado con el asedio porque se hacía hora de comer.
Dejemos eso. Voy a ir copiando aquí algunos fragmentos de esas descripciones del Maestrazgo. En los artículos sobre el paso de Baroja por Teruel se suele ir directamente a La venta de Mirambel después de La nave de los locos, y estas otras descripciones, con cierta frecuencia, pasan desapercibidas, o se atribuyen mecánicamente a la otra novela. En cualquier caso, siempre se cita el primer párrafo tan solo.

El Maestrazgo es una comarca aislada; en realidad, independiente de Valencia y de Aragón; es como una plataforma alta, erizada de montes como conos truncados, verdaderos castillos naturales, limitada por los antiguos reinos de Cataluña, Aragón y Valencia, y extendida hasta el Mediterráneo.
Este macizo montañoso forma un polígono de montes y de cerros elevados, casi todos áridos, y de algunas llanuras fértiles y templadas inclinadas hacia el mar. Todo el territorio perteneció, según parece, antiguamente a la orden militar de Montesa.
Los altos de Maestrazgo están truncados en su cima, y presentan en ella una meseta horizontal. A tales montes se les llama en el país muelas.
Estas montañas truncadas, aisladas unas de otras, tienen entre sus bordes y anfractuosidades cornisas con veredas, que se comunican y pasan por encima de precipicios profundos.
Las muelas ofrecen paredes cortadas a pico inescalables, y sus veredas no pueden permitir el paso a tropas numerosas.
Este sistema de montes, levantados en escalones, forma un verdadero laberinto difícil de conocer, y permite a una partida el acercarse al mar sin gran peligro, el invadir las tierras de Aragón y de Valencia y el correrse hacia Cataluña, y de aquí a la frontera francesa.
Es fácil para el conocedor de este país rodear a un enemigo y atacarlo por la espalda; así ocurrió muchas veces a tropas bisoñas, que se encontraron a retaguardia con el contrario, a quien pensaban tenerlo de frente.
El Maestrazgo es un país seco, árido, frío; pero, sin embargo, tiene recursos para su población. Es un país de guerrilleros. La colina cercana al mar es la que ha dado en España, lo mismo que en el Mediterráneo que en el Atlántico, más abundancia de guerrilleros. Si, además de estos elementos, colina y mar, se añade la frontera, entonces brotan los guerrilleros como la grama en los jardines.
La colina en el maestrazgo no es tan baja para podérsela llamar cerro ni tan alta para tener categoría de monte; por eso se le llama muela. Casi todas estas muelas son calizas. Algunas de sus vertientes, de suave declive, están enmarañadas de matorrales, con encinas y pinares; pero la mayoría se encuentran peladas, desprovistas de vegetación, con paredones cortados a pico, que muestran sus entrañas rocosas, rojas y amarillas.
El monte más elevado de todo el Maestrazgo es Peñagolosa, ya bastante al sur de Morella, monte que parece atalaya del país, con un pico erguido, alguna vegetación y grandes escarpaduras, derrumbamientos y precipicios.
Esta montaña, la mayor de la comarca, no es precisamente estratégica.
Los ríos del Maestrazgo, llamados allí ramblas, van casi siempre secos, tienen el aire de los cauces del norte de África y se convierten en torrentes en algunas épocas de lluvia. Entonces hay avenidas y mucho lodo en los caminos.
El Maestrazgo es una región poco poblada. Morella, la capital, está en un circo de montes. En los alrededores de este pueblo se cultivan cereales, legumbres y algunos frutales. Antes había una industria importante de mantas; pero con la guerra decaía, e iban aminorándose el número de telares.
La muela más alta de las próximas a Morella es la Barumba o Garumba; en el pueblo se habla mucho de ella, como si de sus cimas llegara el viento frío y helado.
Hacia el lado del mar, el Maestrazgo toma otro carácter que en Morella; se ven muchos olivos y algarrobales, y la zona pierde su carácter adusto y su valor estratégico.

               Yo creo que si un escritor sabe describir bien lo demás lo tiene chupado. Esta descripción perfecta todavía conserva el impulso lírico que Baroja exhibía treinta años atrás, y que procede, sencillamente, de saber colocar los tecnicismos en su sitio. Baroja utiliza mucho una forma de periodo clásico, la más sencilla, con anticadencia y cadencia compensadas:

Este sistema de montes,
levantados en escalones,
forma un verdadero laberinto difícil de conocer,
y permite a una partida el acercarse al mar sin gran peligro,
invadir las tierras de Aragón y de Valencia y el correrse hacia Cataluña,
y de aquí a la frontera francesa.

               Este leve subir y bajar de la prosa tiene siempre en cuenta que cada escalón es un verso, y con frecuencia genera poemas claros, sonoros, profundos:

es como una plataforma alta,
erizada de montes como conos truncados,
verdaderos castillos naturales,

Este macizo montañoso forma un polígono
de montes y de cerros elevados,
casi todos áridos,
y de algunas llanuras fértiles y templadas
inclinadas hacia el mar.

Estas montañas truncadas, aisladas unas de otras,
tienen entre sus bordes y anfractuosidades cornisas con veredas,
que se comunican y pasan por encima
de precipicios profundos.

Casi todas estas muelas son calizas.
Algunas de sus vertientes, de suave declive,
están enmarañadas de matorrales,
con encinas y pinares;
pero la mayoría se encuentran peladas,
desprovistas de vegetación,
con paredones cortados a pico,
que muestran sus entrañas rocosas,
rojas y amarillas.

La descripción es, en prosa, lo más parecido a un poema, porque además te garantiza estar sometido al símbolo poético, no a la formulación abstracta o metafórica del sentimiento del poeta. Te obliga a decir cosas, a nombrar objetos, como en la poesía antigua, a elevar la realidad a melodía. Con estos fragmentos de prosa, sin cambiar mucha cosa, Machado ya tenía un buen poema. Las metáforas ocurrentes son moneda barata, a fin de cuentas juegos de palabras, que sirven para caracterizar, no para decir, porque no dicen nada. La realidad está ahí para pintarla o describirla, hurgar en la esencia de lo que es, no de lo que parece, ordenar los adjetivos que más exactamente la describen de manera que despidan el aroma de lo que significan, aclarar de aes y oscurecer de oes, según el lado del monte que estemos mirando.
La descripción de Morella que aquí empieza suele nombrarse como el punto fuerte de este libro, y desde luego ha ahorrado mucho dinero en creativos de publicidad turística. Baroja es lo que tiene, que aunque viaje huido, disfrazado de aldeana, en un carro con una mula tiñosa y perseguido por los enemigos, cuenta las cosas igual que las escribió en su memoria cuando fue a visitarlas, y su audacia consiste en no abandonar nunca el punto de vista del viajero que fue Baroja, no del fugitivo que es su personaje. Eso para el turismo viene muy bien.
A poco de terminar el libro, de rematarlo con el zurcido de las fugas amorosas, hay otra descripción interesante, muy poco citada:

Este trozo de país desde Alcañiz hasta Zaragoza me pareció, en su mayor parte, un verdadero desierto polvoriento.
Era un país formado por cerros ocres, rojos y grises, calcinados por el sol, de color de ceniza; daba una impresión de tierra violenta y convulsa, polvorienta, ruinosa con sus pueblos amarillos, construidos con adobes de color miel; con algunas torres mudéjares de ladrillo, con tracerías decorativas. En el aire volaban los cuervos en bandadas. Las águilas se cernían en las alturas, y las urracas marchaban con su vuelo bajo. A veces cruzaba, rasando la tierra, una pesada avutarda.
Me daba una sensación extraña el pensar que se podía estar en un país todavía en guerra en un sitio tan desierto, en donde se andaban tres y cuatro leguas sin encontrar un pueblo ni un habitante.
Yo me figuraba que aquella tierra debía parecerse a Palestina. El campo se veía amarillento y blanco, con algunos registros en las acequias, como grandes colmenas encaladas; los pastores, con sus rebaños, corrían por los terrenos poblados de tomillares y romerales y se extendían los barbechos amarillos, áridos y sembrados de piedras.
Llegamos a Hijar, pueblo grande, calcinado por el sol. Cerca de él, en la Puebla, Quílez había fusilado años antes a veintisiete nacionales de Samper y de otros pueblos.
En las puertas de las casas de Hijar se veía mucha gente: hombres gruesos, con el pañuelo en la cabeza y el calzón corto, tipos de cara roja e inyectada; otros, flacos, renegridos, y una gran cantidad de mujeres y chiquillos.
En todo el día nos cruzábamos con tres o cuatro carromatos, con las mulas cansadas y medio dormidas. Cerca de Azaila vimos un hombre joven, moreno, que llevaba una piara de gorrinillos negros.
Pasado Azaila tomamos la dirección de Fuentes de Ebro, y en el camino, el tío Quico dijo:
—Este año no ha habido aquí ni moscas.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—No ve usted que no tienen qué comer. No ha llovido por aquí, y no ha habido nada.
Me chocaba mucho la extensión de la tierra improductiva.
En el campo se veían muchas casas de adobe y con parte de las tapias de la vivienda o del corral caídas.
Le pregunté la causa a nuestro arriero; pero él no supo contestarme.

Me temo que este párrafo no pega demasiado con las guías turísticas, y debería, porque no es frecuente esta asociación bíblica del Bajo Aragón ni este óleo tan brillante. Es difícil no acordarse de la impresionante descripción de los alrededores de Toledo en Camino de perfección, y yo creo que está a su altura, incluido ese añadido tan 98, y porque no hemos querido copiar más, porque la siguiente escena del tío Quico (V, 627) dice mucho del carácter del lugar.
Baroja termina esta novela satisfecho, imagino, de su musculatura descriptiva, y con mucho material aún, y acaso el más interesante, para reunir sus acuarelas en un libro, La venta de Mirambel, que ya he leído un par de veces (una para Fabricación Británica y otra porque en Teruel esta novela es de obligada lectura) y sé que voy a pasármelo bien.

11.2.14

Pasión y muerte de un fantoche


En Humano enigma Baroja nos contó los motivos por los que los catalanes en general y la Junta de Berga en particular odiaban al Conde de España. En La senda dolorosa, Baroja ensaya una tragedia bufa con la crónica minuciosa del final del conde, desde que varios miembros de la Junta lo traicionan hasta que, en un final espectacular, estilo Jaun de Alzate, la calavera del conde departe amigablemente con otros cráneos del cementerio. A través de Hugo, el inglés, y sus investigaciones por los pueblos de la zona, Baroja ensambla sin fisuras la crónica verosímil, plagada de entrevistas, datos, detalles y escenas recreadas con tanto amor al detalle como al humor negro, con la estructura de la pasión y muerte de un fantoche. Al conde lo traiciona doblemente Carlos María Isidro, el pretendiente, que acepta sin pestañear, lavándose las manos, la matraca de su mujer y ordena que sea relevado de su puesto en Berga, “por bestia”. Una vez traicionado y hecho preso, los miembros de la Junta lo someten al espolio de sus ropas y lo visten de rey pobre. No hay dignidad de ningún tipo para el conde. Le anuncian que lo van a deportar a Andorra, por miedo a que se les desmande, pero contratan a unos malhechores para que por el camino lo secuestren, le aten una piedra al cuello y lo tiren al río. Ni siquiera se ocupan de enterrarlo, por más que la piedra se suelte y el cadáver navegue río abajo hasta enredarse en un matojo de la orilla y que unos vecinos del pueblo, para evitar la pestilencia, se lo lleven a enterrar. Y la cosa no termina ahí.
               Uno de los motores de esta novela es la curiosidad por el hecho de que un acontecimiento que por regla general a Baroja le dura página y media (la caída en desgracia de un personaje secundario y su asesinato) ocupa en este caso el libro entero. Si bien empieza con una panorámica histórica llena de generales con nombre de calle, Narváez y O’Donell y Espartero y por ahí, con ese airecillo enciclopédico que nos habíamos encontrado, en versión genealógica, al principio de Humano enigma, enseguida el tono de crónica precisa y veloz, atenta hasta el más mínimo detalle, escogido siempre por su aroma oral, no por su sanción libresca, sube la velocidad dramática y satírica de la novela sin declinar en ningún momento, y la verdadera sorpresa de la novela es que todo continúe a la misma velocidad y sin salirse jamás del magro argumento, y estalle al final en una parodia macabra que redondea magníficamente los dos libros, que, esta vez sí, creo que son una única novela, y desde luego no la peor de la serie de Aviraneta.
               Cuando terminan los datos históricos, cuando el conde muere miserablemente, Baroja nos tiene preparado un final dickensiano extraordinario: la no menos precisa y puntillosa crónica de la decapitación del cadáver y de cómo el médico Alegret, un galeno barojianísimo, se lleva la cabeza en un saco para mondarla y estudiar las condiciones craneales de semejante indeseable sujeto, un poco como en los dos libros estudia Baroja sus condiciones cerebrales. Este Alegret es uno de los pequeños autorretratos deformes que Baroja va dejando en las esquinas. También el doctor Alegret recuerda con nostalgia “unos amores románticos”, a consecuencia de los cuales “se metió en un pueblo, dispuesto a practicar la austeridad y el cartujismo. El doctor había tenido una época de sentimentalismo y de erotismo agudo; pero después, poco a poco, este erotismo se había calmado hasta llegar a la indiferencia”.
Alegret mide y Baroja especula. Cuando el conde ya barrunta la caída, y antes de un discurso sobre el hombre del Mediterráneo (que, aunque lo diga un personaje trágico, podría haber figurado perfectamente como un breve capítulo de Juventud, egolatría), Baroja lo describe con el viejo espíritu naturalista:

El conde estaba distraído, intranquilo, en un estado de perplejidad crepuscular. habl´mucho y de una manera incoherente. Todo le parecía antipático, desagradable, inútil. Se le veía dominado por la debilidad y el pesimismo. Tenía, según dijo, ideas negras, que no podía vencer. Le preocupaban sus enemigos. Hugo pensó que padecía un comienzo de delirio de persecución.
               El conde tenía, indudablemente, manía persecutoria, que se armonizaba bien con sus ideas de grandeza, de megalomanía.
               Hugo observó que al general no le chocaba la alteración cíclica de su carácter, la periodicidad de su tristeza.

               Este Hugo, como digo, no pasa de ser el artista invitado, el periodista que investiga, un recurso tan sobado últimamente que ya nos parece vulgar, pero que en los años veinte podía salir tan fresco como aquí, sobre todo si Baroja lo deja, a él y a su historia personal (que ya arrancaba en la novela anterior) en un muy discreto segundo plano, un poco escondido de la grandiosidad esperpéntica del conde. La historia de Hugo y Susana, argumento para novelas de todos los tamaños (desde Werther hasta Madame Bovary o incluso Ana Karenina, y no en vano, digo yo, la niña se llama Kitty), aquí ocupa unas pocas páginas y ya nos imaginamos que Baroja, después de engatusarnos con esa mujer que no sabe si abandonar a su Albert/Charles, soso y previsible, o largarse con Hugo a Inglaterra, resuelve la historia en quince líneas, sin más, de modo que la historia novelesca es como una cenefa que va recogiendo los vuelos de la historia del conde, el calvario grotesco en el que no se salvan ni la víctima ni los verdugos.
               Todos los personajes que rodean al conde son tan ruines, tan devorados por la cobardía, que las patochadas solemnes de esta especie de ridículo ecce-homo llegan a resultar, como nos sorprendió al final de la primera parte, incluso interesantes, y el propio Baroja se sube con frecuencia a ellas para contarnos sus propias ideas. Así, un paranoico atacado de verborrea puede decir cosas como que “la palabra es siempre algo cínico y vulgar. Los pueblos que aman las frases son pueblos mentirosos y fanfarrones”, o bien se pierde en genealogías fantásticas, y no pocas veces, ya desde su puesto narrador, se despacha a gusto, además de con el conde, con el mundo que le rodea:

No pasó mucho tiempo, y los fanáticos comenzaron a echar de menos al conde de España. La multitud, siempre conservadora y tradicionalista, siente gran entusiasmo por el hombre que pega. Claro que hay rebeldes, unas veces, las menos, tipos de espíritu libre; otras, las más pedantes aleccionados conuna teoría política o social. El caso fue que pronto los carlistas catalanes reaccionaron y echaron de menos al conde, y lo glorificaron; su fama de traidor era falsa; los proyectos que se le atribuyeron de transacción estaban inventados por sus enemigos. España volvió a ser el prototipo del general honrado, cumplidor y severo, entre los carlistas.

La narración camina con la rapidez del Segre crecido que Baroja se para a describir en uno de los descansos de la crónica, como pórtico del último viaje siniestro del conde, del que no me resisto a copiar una escena que los antólogos del cuento de terror español, tan poco frecuente, deberían tener en cuenta:

La noche estaba húmeda y templada. había llovido, pero en aquel momento no llovía. El cielo aparecía anubarrado y negro.
El médico puso las manos juntas, Llusifer apoyó en ellas el pie, luego subió a los hombros del doctor, se encaramó a la tapia y bajó por dentro del tronco de un árbol.
Entonces el doctor se aproximó a la entrada. Llusifer se acercó también por dentro y quitó una barra de madera que sujetaba una de las hojas de la puerta del cementerio. Al quitar la barra, las dos medias hojas cedieron y se abrieron chirriando. Alegret, al ver la entrada franca, pasó adentro. Luego, entre amo y criado, cerraron y sujetaron las puertas con una piedra.
Entraron y fueron avanzando hasta llegar a la capilla. Entonces el médico encendió el farol: Llusifer empujó una ventana apolillada de la capilla, pasó adentro y abrió una puerta.
A la luz del farol, el espectáculo era imponente. En el recinto, viejo y polvoriento, con el techo cruzado por grandes vigas, cubierto por el polvo de los siglos, se veía en el suelo, desnudo, el cadáver del conde de España.
El médico dejó el farol sobre la mesa del altar, y, decidido, abrió su estuche de cirugía, sacó un cuchillo, la sierra, el escoplo y un martillo, y comenzó su obra.
Dio primero un profundo tajo en la garganta del cadáver, seccionó la tráquea y los tejidos y siguió cortando hasta la columna vertebral.
La desarticulación de la cerviz era lo difícil; pero eldoctor, valiéndose del escoplo y del martillo, rompió la vértebra cervical.
Llusifer tuvo que agarrar la cabeza por los pelos.
-¡Caramba, cómo pesa! –exclamó.
-Es lo que pesa más del hombre –contestó el doctor Alegret sentenciosamente.

               Uno no es de natural macabro, pero me encanta esta sorna exacta, esta cruda limpidez, estas bárbaras constataciones. En su formulación hierática llevan puesta toda su verdad y todo su absurdo. Es uno de los rasgos que más admiro de Baroja. En este caso es un poco tremendo, pero cuando describe una boda emplea los mismos recursos, y parecidos efectos.

6.2.14

Orfeo y Eurídice


Estos días atrás, por causas administrativas, tuve que escribir un trabajillo sobre el mito de Orfeo (o más bien el de Eurídice). No tiene mayor interés, pero si no lo cuelgo aquí se evaporará entre los papeles.

El mito de Orfeo es la parte central del hermoso epilio de Aristeo con el que Virgilio cierra sus Geórgicas y que se extiende por toda la segunda parte del libro cuarto. Sabido es que, en una primera versión, esta segunda parte estaba consagrada a cantar las hazañas de Galo en Egipto. Sin embargo, en 26 a. C., Galo cayó en desgracia ante Augusto, se suicidó y Virgilio, por indicación de Augusto, que incluía la memoria en la desgracia, tuvo que rehacer ese largo fragmento final por completo. Es posible, no obstante, que aprovechase materiales de aquella primera versión, en tanto que la leyenda de la que parte, la bugonia, era de origen egipcio. Cuando Virgilio tuvo que rehacer todo el final, sabemos que estaba trabajando en el libro VI de la Eneida, algo que se percibe no solo por la manera de describir los dominios de Proteo y los lagos del Averno, sino, sobre todo, porque cambia incluso el tono de los versos, llenos de pedrería onomástica (de palabra pura, de música sin significado) y unos exaltados ritmos espondaicos que acercan el fragmento a la tragedia.
Los referentes de Virgilio y antes de los neoteroi son los poetas helenísticos. Todos practicaron el epilio, entre ellos Galo, y por supuesto Catulo. Precisamente las Bodas de Tetis y Peleo, uno de los grandes epilios de Catulo (el otro es el de Berenice), es también un poema-marco, la narración de un mito dentro del cual se narra otro, en este caso el de las bodas, cuyo lecho nupcial está adornado con un velo púrpura en el que se ilustra el mito de Teseo y Ariadna. Esta larga historia es la mitad de todo el epilio y ocupa el centro del poema, del mismo modo que, en las Geórgicas, el mito de Orfeo ocupa la mitad del epilio dedicado al pastor Aristeo. En la disposición concéntrica, tan querida a los poetas helenísticos, Catulo dedica los primeros 50 y los últimos 140 a Tetis y Peleo, y los 215 centrales al mito de Ariadna. Todavía más estricta resulta la simetría en el epilio de Virgilio, que dedica los primeros 35 y los últimos 36 al mito de Aristeo (incluidos los ocho versos finales que lo son de la obra entera), y, entre ellos, 72 al mito de Orfeo.
Esta proporción simétrica encuadrada, típica de los poetas alejandrinos, tiene mucho de pictórica, con todo lo que ello supone de preciosismo y de distanciamiento, dos de las claves de su arte y, por extensión, del concepto de modernidad. En ambos poemas los mitos se complementan y equilibran. En el caso de Virgilio, el mito-marco es el viaje al Averno de Aristeo, en busca de Proteo, pastor de focas, para que le cuente un remedio a la catástrofe que han padecido sus abejas. Proteo dice que la culpa de semejante mortandad es del propio Aristeo, porque Eurídice,

mientras de ti escapaba precipitadamente
por la margen del río a una muerte segura,
no vio ante sus pies una enorme culebra
que entre las altas yerbas guardaba la ribera.

De modo que Aristeo causó la muerte de Eurídice, aunque no fue su culpable, y este crimen involuntario, o más bien provocado por el amor (en un tono que recuerda incluso al de otra ninfa, Siringa, aunque con peores resultados) es el causante de la tragedia de amor que encierra el epilio. Aristeo causa sin querer la muerte de Eurídice, y sin poder evitarlo, y Orfeo causa sin querer su segunda muerte, y también sin poder evitarlo. Lo que no puede evitar Aristeo es el amor que le hace perseguir a Eurídice, y lo que no puede evitar Orfeo es el amor que lo hace volverse a mirarla cuando están saliendo del infierno.
Las dos historias juntas forman, en realidad, la tragedia de Eurídice, dos veces muerta por el amor de un hombre, no por el suyo propio. Virgilio parece enfrentar dos tipos de amor igualmente fatales para la inocente Eurídice: por una parte, el amor no correspondido, el amante que persigue a la amada, que, tratándose de un pastor, siempre remite a Polifemo y a Pan, es decir, al amor instintivo y no correspondido, más o menos lascivo; por otra, el amor correspondido, más grande y más hermoso que el amor animal que profesaba Aristeo, más artístico y más sutil, como sutil es el momento en que el amor le trae la ruina, mucho más que la mordedura de una culebra, que fue la causa fortuita de la primera muerte de Eurídice.
Las compensaciones son también de otra índole. El mito que hace de marco, el de Aristeo, plantea dos estéticas opuestas, igual de expresivas: el detallismo luminoso de Cirene y su coro de ninfas, antes de que Aristeo entre en el mar, y el tono tétrico y oscuro cuando sujeta al escurridizo Proteo y le obliga a contar la verdad. Al final de su viaje, Aristeo sabe la verdad de sus propias acciones, las consecuencias que acarrearon, y que terminaron volviéndose contra él y sus abejas, lo más hermoso que tenía. Esa verdad incluye un mito en el que el horror y la luminosidad son todo uno. Lo siniestro del asunto está iluminado de emoción, el contraste lo forma la tragedia, el conflicto sin solución entre la pureza del amor y sus excesos. Aristeo era básico, campestre, soleado. Orfeo era oscuro, poético, atrabiliario. Ninguno de los dos le sirvió a la bella Eurídice para seguir viva, ni el Polifemo ni el Acis. No hay unos amores mejores que otros, ni más dignos, ni menos culpables.
Este mismo contraste cromático se percibe en el mito interior, el de Orfeo. Su disposición es igualmente simétrica: en el mismo centro del poema está el momento en el que Orfeo, “ya en puertas de la luz”, se gira para mirar a Eurídice. Hasta entonces, el poema ha comenzado con la desolación de Orfeo y su canto (magistralmente narrado, a su vez, con un apóstrofe anafórico que también suena a canción), y su viaje al Averno entre “negros espantos” y “sombras delicadas”. El tono se ensombrece de patetismo y de héroes que encogen el ánimo, las furias, Cerbero, Ixión. Por medio de una elipsis, Virgilio presenta a Orfeo ya de regreso, y a Eurídice “caminando tras él hasta la luz del día”, que iluminan la segunda parte del poema. Varios estruendos ilustran los esfuerzos derrumbados, habla Eurídice, “pero ya no soy tuya”, siempre en su tono de incomprensión más que de amor, de no saber por qué le sucede lo que le sucede, de lamentar la injusticia de su destino. Eurídice se desvanece, y Orfeo pasa siete meses llorando, tiempo que Virgilio sugiere con el relativamente largo símil de Filomela, en un dulce compás, muy emocionante, que precede al hermoso final. “Ya no hubo amor”, dice Virgilio, en boca de Proteo, y las mujeres ciconas le hicieron pagar su desdén. No lo mató el infierno ni se quitó el la vida desesperado. Lo mataron las mujeres a las que no quiso amar.
El epilio guarda, por lo menos, otra hermosa correspondencia. Los dos mitos que lo componen son casos de hombres enamorados que pagan por haber amado, pero el epilio es la tragedia de una mujer que nunca hizo más de lo que se esperaba de ella. Quizá, si hubiese amado tan desaforadamente como sus amantes, habría provocado tragedias que no acabasen con su propia vida. Los brocados de estas pinturas escritas iluminan con sus brillos zonas distintas del sentimiento. Virgilio no afirma. Virgilio lamenta, o anima, o compadece, pero no juzga. Su idea del amor es de una fatalidad que lo engrandece, como grande es el amor de Dido, también comentado en estas sesiones, y grande es la piedad de Eneas, que a ella le provoca la muerte. A Virgilio le gustan los héroes por accidente, los villanos por honradez, los crueles por piedad, personajes tan complejos como las miniaturas que pintaban los poetas helenísticos. No es solo estética, sino proporción entre la música de los versos, la hermosura de sus descripciones, la agilidad de sus narraciones, la difícil sencillez del conjunto, la emoción que desprende y la hondura de sus múltiples significados. No es arte por el arte, que es el fin superficial al que se podía llegar por el camino del preciosismo helenístico, sino poesía clara y profunda, cargada de matices. 
El poema, en traducción casera, dice así:

«No te dejan tranquilo las iras de algún dios;
purgas grave delito: el malandante Orfeo
te suscita estas penas en nada merecidas,
si el hado lo consiente, y se venga con saña
por la esposa perdida. Pues aquella muchacha,
mientras de ti escapaba precipitadamente
por la margen del río a una muerte segura,
no vio ante sus pies una enorme culebra
que entre las altas yerbas guardaba la ribera.
Mas entonces el coro de sus amigas Dríadas
las cimas de los montes llenó con su clamor;
y lloraron las cumbres del Ródope y el alto
Pangeo y la tierra de Reso belicosa
y los Getas y el Hebro y la ática Oritia.
Orfeo, consolando sus amores perdidos,
a ti, dulce esposa, con la cítara hueca,
a ti junto a sí mismo en playas solitarias,
a ti al despuntar el día te cantaba,
a ti en su caída. Se adentró, incluso,
en las fauces del Ténaro, por la entrada profunda
de Plutón, y allí, entre negros espantos,
llegó hasta los Manes por bosques tenebrosos
y hasta el rey terrorífico y hasta los corazones
que con ruegos humanos no saben ablandarse.
Las sombras delicadas, movidas por el canto,
salían de recónditas moradas del Erebo,
los espectros de aquellos que no verán la luz,
tantos como los pájaros que se esconden a miles
entre las hojas cuando la lluvia del invierno
o el Véspero los echan de allá de las montañas,
madres, hombres, los cuerpos privados de la vida
de héroes magnánimos, los niños, las doncellas,
jóvenes arrojados a las fúnebres piras
delante de sus padres: los cerca el cieno negro
y los feos carrizos del Cocito y la odiosa
ciénaga con sus aguas lentas, los aprisiona
fluyendo nueve veces la Estigia alrededor.
Es más, hasta las mismas mansiones de la Muerte,
las entrañas del Tártaro, quedáronse pasmadas,
y las Furias, que llevan serpientes azulencas
trenzadas al cabello, y se quedó Cerbero
tres veces boquiabierto, y se paró en el aire
la rueda de Ixión. Ya Orfeo regresaba,
ya había salvado todas las amenazas;
devuelta a la vida, Eurídice subió
caminando tras él hasta la luz del día
(condición que había impuesto Proserpina),
cuando se apoderó del incauto amante
locura repentina, de veras perdonable
si es que los espíritus supiesen perdonar.
Orfeo se detuvo, olvidándose, ay,
y el ánimo entregado, ya en puertas de la luz
se volvió a mirar a su amada Eurídice.
Y todos sus esfuerzos allí se derrumbaron,
rotos fueron los pactos con el cruel tirano,
se oyeron tres estruendos en los lagos avernos.
«Qué es lo que nos ha perdido», dice ella,
«desgraciada de mí, y a ti también, Orfeo,
qué locura tan grande? He aquí que los hados
otra vez de regreso crueles me reclaman,
el sueño ya me cierra los ojos arrasados.
¡Ha llegado el adiós: la noche interminable
envuelta se me lleva, y tiendo hacia ti
mis blandas manos, ay, pero ya no soy tuya!»
Dijo, y de pronto, tal como el humo sutil
en aire se disipa, se fue desvaneciendo
delante de los ojos de su amante, y ya
no volvió más a verlo tratando de agarrar
las sombras para nada, ni decir tantas cosas,
ni volvió a consentir el portero del Orco
atravesar el lago que se interponía.
¿Qué podía hacer? ¿Adónde dirigirse
si le habían quitado dos veces a su esposa?,
¿con qué llanto a los Manes podría conmover,
alzando qué palabras a los dioses del cielo?
Pues yerta ya flotaba sobre la barca Estigia.
Cuentan que él pasó siete meses llorando,
uno detrás de otro, al pie de un alta roca
y junto al Estramón de solitarias aguas,
y que a estos lamentos dio suelta en el fondo
de cavernas heladas, amansando a los tigres
y haciendo que a su canto siguiesen las encinas;
así es como llama la triste Filomela
a la sombra de un álamo a sus crías perdidas
que el duro labrador al acecho sacó
implumes de su nido; mas ella por la noche
llora mientras repite, posada en una rama,
su amarga canción, y llena los entornos
de quejas desoladas.Y ya no hubo amor,
ya no hubo himeneo que doblegar pudiera
el corazón de Orfeo. A solas recorría
los hielos hiperbóreos y el Tanais nevado,
los campos nunca viudos de la escarcha rifea,
llorando a su raptada Eurídice y los dones
sin fruto de Plutón; deste honor desairadas,
las mujeres ciconas, entre ritos sagrados
y orgías del nocturno Baco, hecho pedazos
los miembros del mancebo por la vasta llanura
fueron desperdigando. Aun cuando el tracio Hebro
llevaba dando vueltas, en medio de las aguas,
la cabeza arrancada del marmóreo cuello,
¡Eurídice!, clamaba la voz, la lengua fría,
¡Ah mi pobre Eurídice!, y el alma se le iba:
¡Eurídice!, sonaban las márgenes del río».

Virgilio, Geórgicas, IV, 453-527.

5.2.14

Miedo al payaso


Entre las novelas dobles de Pío Baroja, las que ocupan dos volúmenes, hay otra que se me había pasado por alto: Humano enigma y La senda dolorosa, ambas centradas en la siniestra figura del Conde de España, que fue algo así como el Queipo de Llano del absolutismo primero y del carlismo después. La primera, Humano enigma, con Aviraneta casi ausente (se limita a encargar al principio a un francés y un inglés que recojan toda la información posible sobre el conde), podría muy bien haber formado otra trilogía con Juan van Halen y La vida de un conspirador, las dos biografías que Baroja no llamó novelas. Humano enigma está compuesta igual que Juan van Halen, picoteando datos de aquí y de allá, alguno incluso repetido, como la estrafalaria costumbre del conde de arrestar a las mujeres que, aun sin salir de casa, no estuvieran bien peinadas. Pero la estructura, la disposición de los elementos, es sin duda novelesca. Forma parte de esa construcción impresionista, a base de manchas de color, unas sórdidas, salvajes, otras graciosas, estrambóticas, más un final muy serio que rescribe la novela desde un punto de vista muy interesante.
               La pieza transcurre en Cataluña. El Conde de España ya había sido, en tiempos de Fernando VII, capitán general de Cataluña, y en los últimos amenes del carlismo, para decirlo a la manera de Valle-Inclán, estuvo al frente de la guarnición de Berga, donde desde entonces se conserva la figura del conde como la quintaesencia del despotismo español, teniendo en cuenta, como insiste Baroja, que el tal conde era francés, y donde el propio Baroja, cómo no, tiene una calle dedicada.
               Más que una biografía, Humano enigma es el estudio de un psicópata, dos años después, por cierto, de que se diese por inaugurada oficialmente la novela de dictadores con Tirano Banderas. No sé si hubo muchas novelas de esas antes del 27, relatos concebidos para retratar la mente enferma que somete a capricho a la ciudadanía. Habría que empezar, claro, con Tácito y Suetonio, las espantosas vidas de aquellos emperadores que perdieron la chaveta y se bañaron en tinas de sangre. Pero si nos limitamos a la literatura española, pocos antecedentes tuvo. Eso sí, después de él ya son incontables las novelas que han tratado el tema.
               Lo interesante, lo novelesco, es cómo aborda el asunto Baroja. He de reconocer que al principio me incomodó un poco, como si fuera un corta y pega gratuito, el capítulo dedicado a las investigaciones genealógicas. Es una ristra de varias páginas de nombres y apellidos, títulos, ejecutorias, partidas y legajos, un tributo de Baroja al mundo de huellas polvorientas en el que vivió metido tanto tiempo. Baroja, como muchos pintores, utiliza fondos ocre. El ocre de Baroja es el sepia de los grabados antiguos, de los cartapacios con badulaque, de las notas autógrafas y las cartas revenidas. Lo que en otras novelas son traperos o anticuarios, aquí es un viejo genealogista que llena al inglés y al francés, dos jóvenes con intención romántica, la cabeza de unos abalorios onomásticos tan sonoros como absurdos. Bastante después dirá el autor que el culto por la palabra, no por su significado, es de origen semítico. No le veo más valor a esas indagaciones de abolengo que ese, y otro añadido, global, sugerido, el de las majaderías con las que se ha legitimado desde siempre la supervivencia de la aristocracia.
               La impresión es de que Baroja va a ordenar papeles y ponerles un título. Pero no. O sí, pero de una manera muy inteligente. Decía que el conde de España es un sádico gracioso, como Queipo de Llano, que tenía mucho salero para cometer las monstruosidades más incalificables (parte de ese salero cayó sobre Franco, que lo mandó a pasear por Roma porque, ¡a Franco!, le parecía un tipo innecesariamente cruel, y porque lo llamaba Paca la culona). Baroja emplea este salero siniestro para llenar de anécdotas la novela, muchas de ellas yuxtapuestas, puestas en fila, sin más, que producen un doble o triple efecto en el lector. El Conde de España era tan gracioso que, cuando su propia hija intercedió por un soldado que se estaba helando de frío en la guardia nocturna, el padre accedió a sus deseos y metió al soldado en casa, pero a ella, a su hija, la sacó al balcón para sustituirlo. Qué risa. O cuando mandó a un batallón a marchar cara el mar, y solo dieron la vuelta cuando el agua les llegaba al cuello. O cuando, informado del indulto a unos condenados a muerte, hizo arrodillarse frente al pelotón a los indultados y ordenó a los soldados que les disparasen con balas de fogueo. Hubo uno de aquellos casi fusilados que nunca se lo perdonaría. Espero que en La senda dolorosa vuelva a salir.
               Las barbaridades del conde tienen ese aire de locura impredecible de todos los tiranos, subrayado teatralmente por el propio conde, que, cuando estuvo preso en Francia, pasó dos años fingiéndose loco, hasta que lo dieron por un caso perdido y lo mandaron a España. La sensación es de que, primero, se trata de un majara sanguinario, arbitrario hasta el absurdo (o más bien riguroso con el fanatismo católico hasta la locura), que les corta la mano a los que va a fusilar, ordena en el pueblo un toque de queda permanente, sube al despacho a su caballo y desde allí controla que nadie levante cabeza. Es la imagen popular de los dictadores pasados de rosca. Todo lo que se dice de él es, además de espeluznante, entretenido, porque todo lo ha pulido la transmisión popular, el barniz legendario que suele cristalizar a base de terror. 
               El interés, que no decae por mucho que parezca un ensayo de historia más que una novela, está en saber qué grado de verdad hay en una conducta tan estrafalaria y tan cruel, dónde termina el terror y empieza el mito. Hay incluso una delectación insana en la cantidad de estupideces que se le ocurrían a ese individuo, con qué sentido del chafarrinón acojonaba al personal. Se desmayaba en la iglesia como si entrara en éxtasis (seguramente entraba en ella bajo palio), ponía a prueba a los soldados en situaciones límite (“si me llegas a pedir fuego, te mando fusilar”, le dice a un soldado que le pidió tabaco sin reconocerlo), le daba al verdugo el mismo tratamiento que a los curas, o cazaba a los supuestos malhechores como a los conejos del campo, un poco en la gloriosa senda que caminarían después, otra vez, los generales de Franco. Por cierto, que el relato del verdugo no desentonaría con aquel imborrable capítulo de los dos verdugos en La familia de Errotacho. En conde, en fin, “tenía la manía incendiaria, la manía de la destrucción, el sadismo, la misoginia y una teatralidad macabra”.
               Decía que la novela empieza con un francés y un inglés. Tampoco la elección es gratuita. Los dos aprendices de agente, periodista el inglés, son lo que Baroja pensaba de sus respectivas naciones. El francés, Max, muere por una cuestión de orgullo, por la creencia de que un observador tiene que pasearse por el frente de batalla, no mirar los toros desde la barrera. El inglés, Hugo, más listo, consigue llegar hasta el mismísimo conde, y brindarnos un final magnífico. Baroja compara al conde con Aviraneta y después ensaya una “hipótesis étnica” marca de la casa (el conde tiene ascendencia germánica, lo que se demuestra principalmente con que es un energúmeno), y un boticario plantea teorías sobre los rasgos fisiognómicos y craneoscópicos de la fiera. Varios personajes van dando su punto de vista, cada uno más agudo, hasta que el inglés habla con la fiera en persona y resulta ser un sujeto retorcido y estremecedoramente lógico. Para él, “el hombre ilustre es siempre un histrión”.

No puede ser otra cosa. Todo lo que le apasiona al pueblo –afirmó el conde-, lo mismo en las guerras que en los crímenes, es la leyenda; una versión lógica y natural parece siempre falsa; en cambio, una cosa absurda, de una absurdidad completa, llena el corazón popular y lo deja satisfecho.

Es decir, ese loco está tan loco como podrían estarlo luego las hienas fascistas y los sátrapas bananeros. Seduce a las masas aterrorizándolas. Las fascina haciendo el payaso. Las masas necesitan frases, rumores, leyendas, dejadas correr sobre cierta base comprobable de bestialidad. Baroja, insisto, escribe esto en 1927. Su dictamen de manipulación de las masas encontraría en poco tiempo varios condes de España repartidos por Europa y deformados hasta el delirio. Pero de la conversación entre el periodista inglés y el patético tirano hay más conclusiones que extraer: el Conde de España estaba al mando de una guarnición cuyos miembros, todos, estaban permanentemente armados. Cualquiera podría haber acabado con él (como así sucederá en La senda dolorosa), pero Baroja insiste en que había división de opiniones: era un tirano, sí, pero, decían, era un buen general. ¿No se libraron de él antes por miedo o porque no les parecía mal? Baroja echa pestes contra un sistema que se apoya hipócritamente en la vulnerabilidad de sus presuntos beneficiarios, a pesar de que Aviraneta se distinguía del conde de España precisamente en eso, en creer en el pueblo, no en las castas.
El asunto no se acaba aquí. El final del conde, la siguiente novela, tiene varios asuntos que resolver, novelescos, políticos y hasta filosóficos. Vamos a ello. 

30.1.14

La mancha carmín


Las mascaradas sangrientas, tercera parte de la trilogía sin nombre, decepcionará un poco a quien busque unidad y desarrollo, que es lo que pedimos de una novela larga. Pero esa unidad y ese desarrollo no tienen por qué ser exclusivamente argumentales. Los protagonistas, Álvaro Sánchez de Mendoza, el viejo Chipitegui, su nieta Manón o el fijo discontinuo Aviraneta, aparecen poco y sus historias se resumen al final. No es esta novela el final de las dos anteriores, sino una subida de tono general, un cubrirse la historia de sangre y de muerte.
Quien esperase saber qué había sido de Manón tiene que conformarse con dos páginas en la que se nos informa de que se casó en París con un vizconde, tuvo tres hijos y al cabo de, calculo, doce o trece años se separó de él con la mediación nada menos que de Alvarito, que a la sazón ya se había casado con Rosa, la hija de la madama bayonesa. Baroja no usa muchas más líneas para contarlo, y deja una situación al final que anima a descruzar las piernas y volverlas a cruzar, a ver qué pasa con esa familia en la que el marido está enamorado de la cuñada…
Quien tuviera curiosidad por ver qué había pasado con las joyas que escondieron en Las figuras de cera, se encontrará, después de cientos de páginas sin mencionarlas, con un nuevo guiño a Dickens, esta vez con la muerte del malvado Frechón, en una escena que, a su vez, recoge también el mundo de los espantajos, de las figuras de cera, que son las que, en todo caso, debieran haber dado título a la trilogía, porque son las únicas que permanecen subrayando la descripción de la sangría gratuita en que se convierte cualquier guerra.
Aviraneta, en sus minutos de intervención, mantiene al respecto una conversación muy interesante con el cónsul Gamboa sombre el maquiavelismo. ¿Se puede provocar una matanza para impedir una matanza mayor? ¿Hasta dónde llega el mal menor? Baroja hace coincidir la resolución del conflicto con el efecto del Simancas, su atadijo de papeles falsos, otro hilo que recorre la sábana entera, de modo que no afirme (tampoco pasaría nada si lo hiciese) que fue Aviraneta en persona el que acabó de una vez con la guerra y le puso al Pretendiente los pies en polvorosa.
Todo lo demás, es decir, todo lo en principio secundario, ocupa la novela entera con otros personajes: el atrabiliario Bertache y el infortunado Maluenda. Maluenda es un oficial encargado de esclarecer el crimen de la Veremunda, a manos de su hermana, la salvaje Tiburcia, y de los hermanos Iturmendi, que después pasarán a formar parte de la banda de Bertache, el auténtico protagonista de la novela.
El crimen está narrado en forma de crónica y forma el intenso arranque de la novela, pero la cosa, el relato del crimen, queda en novela corta, con dos hilos, Bertache y los hermanos Iturmendi, con los que coserla a la siguiente historia, una disertación sobre el carácter de los vascos (y su comportamiento sexual) y un minucioso inventario de los tipos que conforman la Banda Negra, uno de esos grupos descontrolados que se forman en las desbandadas y que sobreviven entregados al pillaje. “El ejército carlista en Navarra y en todo el país vasco se deshacía, se convertía en hordas, en una serie de partidas de ladrones y de forajidos”. La novela entera está dedicada a esa descomposición orgánica de la guerra: la cobardía de sus instigadores, el salvajismo de sus combatientes, una desesperación que arrambla con cualquier brizna de moral. Bertache, mucho después, herido en una refriega, termina muriendo de mala manera, desatendido, en un cuartucho infecto, y su cadáver es arrojado a los perros. La brutalidad de la guerra ha manchado la novela entera, le ha puesto una máscara sangrienta, con una historia, la de Bertache, su caída al abismo, su ruptura con Gabriela la Roncalesa, su borrachera de sangre, envuelta en otra historia que no es, la de Alvarito, que solo figura al principio y al final.
Pero aun la historia de Bertache tiene que convivir con largos informes históricos sobre el estado de la guerra que dejan en suspenso la tensión dramática, aunque no la narrativa. Su grupo de forajidos, igual que la novela, “evolucionaba rápidamente, asimilaba nuevos elementos, expulsaba otros, tenía los cambios de un organismo vivo, su metabolismo, como hubiera dicho un biólogo”.
La cuestión es por qué Baroja renuncia a esa unidad, a darle la novela entera a Bertache, o a Manón, con las proporciones que requiere un héroe protagonista. Lo secundario ensombrece lo principal, que pasa a ser marco, hilo, pero no sustancia, y los hechos autónomos vienen a quedar como manchas de sangre en el cuadro. No es que Baroja empalmara historias que no desarrollaba, sino que componía al modo impresionista, equilibrando las manchas de color con otras complementarias, incorporando páginas de luz, o de remanso, o de historia erudita, o de episodio sentimental. La unidad es el efecto de conjunto, y ahí si cobran verdadero protagonismo los sueños macabros de Alvarito y la insistencia en toda forma de impostura, el disfraz dionisíaco, el pelele abandonado, el rey de cera, un impostor de trapo que asusta y da miedo y da dinero, símbolo permanente de la inmoralidad de la guerra. Se impone más el rojo vivo y dramático de las historias, la muerte de Bertache, por ejemplo, magníficamente narrada, o el asesinato de la casera, que cualquier idea argumental de conjunto, ni de esta novela ni, en fin, de la trilogía entera.
Hasta el padre de Alvarito, el viejo Micawber, reconoce que todo en él es impostura cuando está a punto de morir. “Yo no comprendo la locura que he tenido durante tantos años… Ha debido de ser una cosa enfermiza…, una mascarada carnavalesca de mi alma…”, en un final patético que, de rápido, resulta un poco irrelevante, pero no en el contexto de fantasmas de trapo y figuras de cera, de danzas orgiásticas y carnavales asesinos. ¿Qué diferencia hay entre las repulsivas figuras de cera y los seres humanos disfrazados con su misma ropa? ¿Quién imita a quién?
Siempre vuelvo a lo mismo. La composición impresionista de Baroja se salda con varios momentos excepcionales (todos relacionados con la muerte) y una porción de pecios, algunos de ellos pequeñas obras maestras. El problema es que Baroja mide y corta, deja desarrollarse la historia y luego empalma otra, y eso siempre deja un regusto a planteamiento no resuelto, a huida del final complejo. Se lo podremos reprochar, pero, sin tanta variedad –y sin tanta calidad- es el método constructivo de la novela actual: un collage de escenas sueltas que van dibujando al personaje, o a la historia, en la que todo es subsidiario de todo y no hay una sola historia y un solo desarrollo.
Son opciones narrativas. Pero si hubiera seguido el orden cronológico de sus novelas, al llegar a La familia de Errotacho no me habría gustado tanto, sobre todo porque ya habría leído novelas cortadas por el mismo patrón como esta. Yo sigo pensando en cuál es el grado de disgregación y de unidad más adecuado, es decir, aquel en el que ni se echa de menos haber desarrollado ningún personaje ni se echa de más ninguna historia. En eso Baroja es a veces más rotundo que en otras.

26.1.14

La novela séptica


Solemos hablar del prólogo a La nave de los locos en el contexto de las discusiones de Baroja con Ortega y Gasset sobre el arte de novelar, pero casi nunca con respecto a la novela que encabeza, una curiosa obra en la que resulta difícil decidir si es una muestra deliberada de “novela séptica”, como dice el narrador, “permeable”, como dice Baroja en el prólogo, o si el prólogo se escribió para justificar el libro que le había salido.
               Desde la perspectiva de hoy es una obra fallida. El primer tercio de la novela, algo más larga de lo habitual, está dedicado a la búsqueda romántica de Chipiteguy, que terminó Las figuras de cera secuestrado por unos maleantes que querían el dinero de las joyas. La moza intrépida en busca de su abuelo, acompañada del ya no tan miedoso Alvarito. Las primeras páginas suenan a novela juvenil: “Pasada la primera impresión del accidente, los dos muchachos se echaron a reír, recordando con detalles la escena. Manón se encontraba satisfecha de tener un compañero valiente y decidido, como Alvarito, y éste comenzaba a sentir cierta confianza en sí mismo, confianza que jamás había sentido”. Se refiere al accidente de un sátiro de tebeo que se juntó con ellos y que a las primeras de cambio se tiró al cuello de la muchacha (que iba disfrazada de muchacho).
               Pero pronto la cosa se pone interesante. Baroja crea un gran personaje, Manón, y acompaña a ella y a Alvarito con otro personaje aún más interesante, Ollarra. El problema es que, una vez que los ha desarrollado, da la impresión de que se cansa de ellos, y a Manón la manda a un colegio en París y a Ollarra a un paredón. 
               Álvaro se echa con ella a los caminos por un impulso romántico en el que cuadran los acontecimientos históricos como presenciados, no relatados por algún personaje. Se trata de que juntos contemplen las deshechuras de Espoz y Mina y Zumalacárregui, o el asedio de Diego de León sobre Belascoáin, de que vivan en el frente y conozcan a la soldadesca. Álvaro, entre tanto, se inflama de amor, como corresponde, aunque en Manón siempre queda “como un último baluarte irreductible, independiente y caprichoso”. Manón nos había recordado Natalia, la amiga de María Aracil en Londres, en La ciudad de la niebla, entusiasta y decidida, apasionada y vivaracha. “¡Las ideas!”, dice, cuando Alvarito trata de encontrarle sentido a los desastres de la guerra, “a cualquier tontería llaman los hombres las ideas”.
Pero Baroja nos sorprende con ese buen salvaje que es Ollarra, un vasco silvestre, uno de esos personajes tan agradecidos que no necesitan más que los dejen sueltos por el campo. Ollarra es un muchacho “alto, fuerte, rubio, con el pelo dorado, la cara larga, los ojos claros, grises, y el aire serio…. Se veía un mozo atrevido, enérgico, despreocupado y valiente. Sonreía, a veces, mostrando su dentadura, blanca y fuerte, de mastín”. “Era el ímpetu, la imaginación sin freno, el orgullo desatado. Sentía pasión infantil por la aventura, no acompañada de la menor reflexión; creía que con valor y energía todo debía salir bien. Su credulidad y confianza en sus recursos, ilimitada, sin contrastar con los demás, le daban ideas no muy claras sobre los hombres. En parte les temía y en parte les despreciaba.” “Siempre independiente y salvaje, con su humor extraño y vagabundo, andaba de un lado a otro cazando y merodeando, y volvía de noche a casa a dormir, como un perro”.
Como personaje no hay duda de que es estupendo, ¡sobre todo si Manón se enamora de él! Manón ve en Ollarra un “joven salvaje, guapo, fuerte, valiente, decidido, sin miedo a nada y a nadie, a quien cualquier empresa le parecía posible, le atraía. Le veía, además desdeñoso para todo cuanto fuese sentimentalismo… Era una naturaleza indisciplinada y rebelde como la suya, más pura en su salvajismo, menos contaminada por la civilización.”
               Es lo que se llama un estupendo primer acto: el joven romántico se arroja a la aventura con su amada, en un tono que me recordaba el de La batalla de los Arapiles. Pero al introducir a Ollarra, al vasco antropológico, Manón siente querencia hacia él y sus canciones de dulce melodía y bárbaro contenido igual que Natacha sabía los bailes populares rusos sin que nadie se los hubiera enseñado. De paso, el tontaina de Alvarito se despierta a bofetadas. Baroja ha tirado de Merimée en el momento preciso, pero no con un picador malencarado sino con un vasco primitivo.
               Pero Manón no es Carmen. Le atrae la verdad de Ollarra, y le deja fría la cultura de Alvarito. Los hombres como Alvarito (o como Baroja) nunca terminaron de entender que a mujeres tan despiertas y atractivas como Manón les atrajesen los malotes, en este caso, además de malote, con una misantropía de perro apaleado.
               La novela tiene un primer momento crítico que es cuando están, prisioneros, en Puente la Reina. No les va a ocurrir nada. Los llevarán a Pamplona y después los soltarán, pero Ollarra decide irse por su cuenta. Lo detienen y lo fusilan. En ese momento se ha roto el plan. A Manón se le ha ido su macho euskaldún. Ya no hay dramas ni celos ni rivalidades. Ese asunto, antes de rematarlo, antes incluso de desarrollarlo, ya queda zanjado. Baroja ni siquiera contemporiza narrándonos la liberación de Chipiteguy, que de pronto ya ha aparecido porque surtieron efecto las gestiones de Gabriela la Roncalesa. El viaje de Álvaro y Manón no ha servido para nada. Baroja remata su historia subiéndolos también a la nave de los locos, con la compañía inestimable de Pamposha, la de Jaun de Alzate, que aquí se llama Prudenschi, pero es la misma, “una mujer nacida para reír”.

 “Aquella Prudenschi, tan loca, tan ingenua y, al mismo tiempo, tan desvergonzada; papá Lacour, con sus extravagancias; Manón, coqueteando con todo el mundo; el austríaco, quejándose de los dolores en la pierna ya cortada, y Ollarra, tan salvaje, tan independiente y tan sombrío, daban a Alvarito la impresión de que seguía viviendo en pleno carnaval grotesco y zarrapastroso, cuyas figuras eran dignas de ocupar un lugar dentro de la nave de los locos.”

               En las últimas novelas hemos encontrado casos parecidos. Baroja se olvida de sus MacGuffins. No se nos da una explicación sobre qué sucedió al final con las joyas sagradas de la novela anterior, y ahora la liberación de Chipiteguy se ventila en tres líneas. Es evidente que Baroja ha renunciado a la acción, a seguir narrando acciones. El propio Chipiteguy ha perdido las ganas de contar su aventura. “¿Qué iba a hacer él ya en la vida? No tenía esperanza alguna. Ya no podía aspirar más que a la tranquilidad, al reposo, a vivir sin angustia”.
               Alvarito, como es normal, se queda hecho polvo, y Baroja decide dar por concluida su aventura romántica y sustituirla por un remake de Camino de perfección. Alvarito “comprendió por instinto que el andar, el deambular, el dejar de ver el sitio de sus amores, le curaría seguramente de sus penas”. Pero este Werther vascongado, en vez de luchar por su amada o lanzarse a la batalla sin aprecio por su vida, se dedica a escribir páginas memorables del 98. El viaje de rehabilitación de Alvarito le llevará por Vitoria, Miranda, Burgos, Lerma, Gumiel de Izán, Aranda, Sepúlveda, Ayllón, Atienza, Almazán, Medinaceli, Sigüenza, Maranchón, Molina, Orihuela del Tremedal, Albarracín, Teruel, Salvacañete, Cañete, Cuenca, Granada, Motril, Málaga, Madrid, y todo porque su abuelo, que vive en Cañete, se ha muerto y quizás haya dejado algún dinero para el insaciable Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, padre de Alvarito.
               La cosa huele a empalme. De vez en cuando da una lista de atuendos típicos, o aparece un arriero que habla del carlista Balmaseda, un cura que admira a Cabrera y justificaba las monstruosidades que cometió por aquellos pueblos, un saludador que cuenta una historia de soldados bandoleros, un tejedor de Albarracín que reflexiona sobre España o el mismo Aviraneta que de pronto se entrevista con el cura Merino. Pero ya no hay acción narrativa sino, otra vez, acción descriptiva. Salvo la fuga de Cañete, donde no hemos sentido que estuviera tomado por las tropas, a pesar de que tome la palabra el capitán Barrientos, el resto va progresando de manera heterogénea. Baroja entremete un artículo sobre las pensiones españolas que tiene un tono completamente distinto, más propio de La caverna del humorismo que de esta novela, y una preciosa descripción de un día entero por el campo castellano, un clásico de las descripciones barojianas y documento imprescindible del 98, y eso que ya estamos en 1925.
               Algunas alusiones a las figuras de cera o a la nave de los locos y el tono general de desolación y de miseria le van dando cohesión al libro, y las breves y esporádicas apariciones de Aviraneta. Baroja, al principio, hilaba con cuidado sus intervenciones para decorar la novela de acontecimientos históricos, de la República de Vasconia del general Maroto y de la quema de las mieses ordenada por Espartero. Sigue con su Simancas, sus documentos comprometedores, esa bomba de papel con la que piensa destrozar los ánimos y el temple del ejército carlista. Da una idea del tono aventurero con que había empezado la novela esta escena que ahora nos parece de comic, y que solo si se tratara de un pastiche reproduciría un autor actual: “Aviraneta, con aire enfadado, cogió su maletín y avanzó por el puente, y al llegar a la orilla española se echó a reír. Había entregado al comisario francés un paquete de periódicos viejos, cuidadosamente atados y sellados, pero no los documentos del Simancas”.
En la segunda parte, ese largo viaje por la España desesperante, ya no hay escenas de tebeo. El pesimismo desacredita cualquier salida folletinesca. Baroja habla de dolor, de enfermedad, de cainismo, de guerra. Y al mismo tiempo es una cura, la misma que se aplicó Fernando Ossorio: “A medida que andaba y trajinaba, Alvarito notaba dos efectos, muy importantes para él: soñaba poco y pensaba menos en sus penas. No era, naturalmente, la curación, pero sí el apaciguamiento, especie de insensibilidad en su herida, que se le producía al perder el espíritu su concentración; al esparcirse en la naturaleza y al preocuparse por los mil detalles del camino”.
Esos detalles, por lo que a mí respecta, resultan más curiosos cuando llegan a Albarracín, donde lo reciben unos cuantos tipos barojianos, en un momento de la novela en el que da igual que se detenga o que siga, porque ya no añade nada sustancial.

Todo aquel campo tenía un aire desolado como pocos; era una tierra de anarquismo cósmico, bronca y maravillosa; un paisaje para aventuras de caballeros andantes; despoblado, desierto, sin aldeas, con barrancos dramáticos, llenos de árboles, con cuevas sugeridoras de monstruos y endriagos. la tierra de las proximidades de Albarracín, según dijo el profesor, se iba haciendo cada vez más fría, sin saber por queé, y la viña desaparecía paulatinamente de los contornos.

La descripción de Teruel, de la ciudad desde el tejado de la catedral, del artesonado (tapado por una bóveda, que había que ver con una vela) o de la plaza del Mercado son cuatro pinceladas de acuarela, pero no una descripción sostenida, poco habituales, por otra parte, en la serie de Aviraneta. La gran descripción de los campos de Castilla de este libro es hasta cierto punto excepcional.
El final en Granada, con ese otro sátiro (que desde aquí chirría), y luego en Madrid, otra vez en la pensión, es un poco desangelado. La novela está en ese punto barojiano en el que se puede seguir sacando tipos curiosos y nombres de pueblos con arrieros que cuenten alguna bestialidad del general Cabrera. Baroja se detiene como podría haberse detenido antes o después.
Pero decir que esta novela es un empalme, un refrito, no creo que sea crítica desde el momento en que es eso lo que Baroja reivindica en el prólogo. Quizá quiso contrastar la fogosa primera parte con un largo paisaje abandonado. Quizá solo pensó hablar del abandono, de la soledad y de la huida, pero el prólogo se le desarrolló hasta quedar en un proyecto de novela que se interrumpe. Quién sabe.
Lo que sí es cierto es que hoy en día nuestros criterios de unidad de acción no admitirían un maridaje como este. El hecho, por ejemplo, de que en la primera parte se narre la guerra en directo y en la segunda las relaten los personajes que se van encontrando por el camino da idea de que Baroja no quería seguir por donde iba. No acometió la escapada de Chipiteguy ni profundizó en el triángulo amoroso, ciertamente, pero sería un defecto si no estuviera hecho tan adrede. El adrede de Baroja es continuar, seguir escribiendo, no mirar atrás. A veces escribe una novela en tres libros y otra dos novelas en un libro, como es este caso, o bien una en un libro y medio y otra solo en medio, que también lo es. Baroja produce un chorro de literatura que se comercializa en bidones de doscientas páginas. Quejarse de falta de unidad no tiene sentido.
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