16.11.14

Una faena redonda


           Los contrastes de la vida se publicó en 1920, después de La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830, que forman una sola novela, y también de La Isabelina, pero Baroja la puso antes en las Memorias de un hombre de acción, en el tomo VII.
            Ese año de 1920 fue especialmente productivo para Baroja. Publicó también La sensualidad pervertida, otra de sus novelas cumbre, y sus Divagaciones sobre la cultura, en la estela de los libros autobiográficos que venía publicando desde el éxito, en 1917, de Juventud, egolatría. Pero es curioso que desde 1914, año de publicación de Los caminos del mundo, y hasta 1918, cuando publica otra estupenda novela, La veleta de Gastizar, Baroja se dedique solo al ensayo autobiográfico y a las novelas cortas y a las breves. Además de La ruta del aventurero y Los recursos de la astucia, había publicado otro importante relato, La dama de Urtubi, y aun antes de Los contrastes de la vida publicaría otra novela corta, El cura Santa Cruz y su partida. La publicación en 1915 de la novela larga Con el sable y con la espada casi es una excepción.
Ya comentaremos cómo esa proliferación de novelas cortas influyó mucho en la distancia que recorrió Baroja desde 1915. En esas diez novelas cortas, la mayoría muy buenas, hay una condensación del arte de novelar pero también un tránsito hacia su deliberada disgregación. Colocarlas casi todas (dos quedaron fuera) en las memorias de Aviraneta casi exigía juntarlas en tomos sucesivos.
Comento esto porque con cambiarla de sitio en la estantería no bastaba. Este es uno de los casos en que el empeño de las Memorias de un hombre de acción ensombrece algunas obras que las hicieron así de grandes. Cuando hablamos de Tolstoi o del Dostoievski, tan barojiano, empezamos por dividir su obra en novelas, novelas cortas, cuentos y ensayos. Esa distinción, tan necesaria para que breves piezas maestras brillen como los grandes mamotretos, Baroja la resolvió metiendo en un cajón la mayoría, el cajón de Aviraneta, donde la mayoría están por la época o por alguna línea entremetida, no porque tengan que ver con su aventura. ¿Qué habría pasado con estas novelas si en lugar de estar metidas en uno de los veintidós tomos hubieran formado a su vez trilogías de novelas cortas, tan independientes como sus grandes novelas no aviranetianas?
Es una pregunta que me tiene sin dormir, y en el insomnio aprovecho para seguir leyendo.
El capitán mala sombra es el primero de los cuatro relatos de que consta Los contrastes de la vida. En realidad son dos: la primera mitad es el relato de la maniobra envolvente que diseñaron los liberales en Alba de Tormes, con un Empecinado apopléjico al que tienen que llevar en parihuelas. Como relato bélico hay que colocarlo junto a los buenos de El escuadrón del Brigante o el bueno de Con la pluma y con el sable. Lo que no es acción es estrategia, la prosa vuela minuciosa en proporciones épicas perfectas.
Entre los muchos personajes que aparecen en esa primera parte está Juan de Dios, el capitán Malasombra, un buen soldado que le escribe versos a su amada. Él protagoniza el desenlace, en un duelo taurino de aire lopesco en el que acaba pescando un italiano que pasaba por allí.
Baroja no hace más sangre que la de citar a Jovellanos a propósito de las corridas de toros y narrar la cornada fatal con la fuerza con que narraba en los tiempos de La Busca, esa novela que tantas veces se nos apareció en La ruta del aventurero. No sé si Baroja, aparte de aquella de La Busca (“¡mira, mira, el mondongo!”) escribió alguna otra crónica taurina en su vida, pero esta, desde luego, es de antología, y bastante rara, porque trata la suerte de la mancuerna. El propio Baroja explica en qué consiste:

-El mancornar –me contestó el espada- es una suerte de vaqueros. Un hombre puede coger (así decía él) un novillo de tres años; pero a un toro es imposible sujetarlo. Cuando se trata de coger un toro, se le debe primero capear, haciéndole sufrir todo el destronque posible, y cuando se nota que ya está sin fuerzas, lo cual se consigue muy pronto en sabiendo bien sacarle la capa, va uno y le agarra de la cola; el que mancornea, al pasar el toro junto a él le coge el pitón derecho con la mano derecha y, con la izquierda, el pitón del otro lado. Entonces, a fuerza de pulso, se le vuelve al animal la cabeza y se le echa en tierra.

Más adelante, la crónica dice así:

El último toro era grande, negro, con una cornamenta larga y afilada. Perseguía furioso a quien se ponía frente a él. El público vociferaba entusiasmado; los toreros apenas se atrevían a acercarse al animal. Únicamente el Ochavito y el Buñolero se plantaban delante y le daban recortes con la capa. A fuerza de estos lances el animal pareció cansarse, y en un momento que se paró el Buñolero le agarró de la cola.
Entonces se vio a Mala Sombra que avanzaba con el Ochavito, acercándose al toro. En un momento se agarró con presteza a las astas, cuadrándose de pechos ante la fiera. El hombre y el toro quedaron inmóviles; el hombre empujó la cabeza del animal por las puntas, la bestia alzó el hocico, y entonces el hombre metió el hombro por debajo de la barba del animal, y de un empujón lo tumbó al suelo, le puso el pie en el hocico y lo sujetó así.
Hubo una tempestad de aplausos. El capitán Mala Sombra miró entonces al sitio donde estaba su amada. ¿Que vio? No sé. Quizá comprendió rápidamente lo que pasaba entre Conchita y Pancalieri; el caso fue que el capitán soltó el pie, el toro se levantó de improviso, dio un topetazo con el cuerno en mitad del pecho al capitán y pasó por encima de él.
Después se vio al capitán erguirse un momento echando sangre a borbotones por la boca, y luego caer desplomado.
Hubo un momento de pánico entre los toreros.
El público aullaba como una mujer loca, y salía de él un largo y enorme alarido. Algunos querían escapar, pero la mayoría estaba anhelante de angustia, de curiosidad y de pasión.
—¡Calma! , calma! —dijo el Ochavito.
—Esperaos, que ahora viene lo bueno —gritó el Buñolero, como si el espectáculo de la muerte no le afectase lo más mínimo.
El Ochavito y el Buñolero metieron sus capotes y jugaron con el toro, mientras dos alguaciles recogían el muerto.
Algunos pidieron a gritos a la presidencia que terminara la corrida y retiraran al toro, pero esto no era fácil, ni mucho menos.
—Dejadlo —dijo el Ochavito—, yo lo mataré.
El Ochavito y el Buñolero fueron llevando al toro hasta un ángulo de la plaza. El Ochavito dio unos pases de muleta mientras el Buñolero le ayudaba con el capote.
—Échale un poco más allá —decía el Ochavito—. Bueno, bueno; ya está.
Después de algunos vanos intentos, cuando le tuvo a su gusto el Ochavito, se cuadró, y de una estocada como un rayo dejó al toro muerto.
El Buñolero se acercó con una bayoneta en la mano y le dio la puntilla.
La gente, olvidada ya del capitán, comenzó a aplaudir y a gritar. El público fue despejando la plaza; marchaban las mujeres llevando lágrimas en los ojos.

La novela retrocede a los tiempos en que Diamante estaba vivo (murió en Sevilla, por no quererse disfrazar como Aviraneta para emprender la huida), cuando El Empecinado se encontró en Valladolid con el conde de Cartagena, general en jefe del ejército de Galicia. El remate de la entrevista es admirable:

Don Juan Martín se arregló la capa con un movimiento suyo de labriego, que me hacía pensar en el alcalde de Zalamez, y, sin saludar a Morillo, salimos los dos de la sala, dejando al general en su sillón, brillante de galones, como un ídolo de oro.

            La novela se adorna con buenos personajes como el Chiquet, quien “como buen catalán, era muy torero” y de algún, breve, alegato antitaurino:

Era don Juan Martín enemigo acérrimo de los toros; creía que ete espectáculo no solo no fomentaba el valor, sino que acrecentaba la indiferencia por los dolores ajenos y l cobardía. Entre los liberales las ideas de don Gaspar Melchor de Jovellanos sobre las corridas estaban entonces muy en auge.

            Y, en tratándose de una novela taurina, Baroja la termina con un remate airoso, el desplante del italiano, un donjuán que tiene otro punto de vista sobre la amada del coronel Malasombra. La novela entera es una buena pieza taurina: Baroja deja que se dosfogue la narración en el episodio bélico, luego pone banderillas de celos al capitán Malasombra, que no hacen sino aumentar su acometividad, hasta el punto de crecerse en el castigo como un castellano del XVII y cometer el error del sentimiento. El toro lo estoquea y cuando ya está en el suelo el italiano lo apuntilla.
            Una faena redonda.

14.11.14

La novela deshuesada

            

La primera parte de este libro, El convento de Monsant, ya la hemos comentado aprovechando que se acaba de editar en volumen aparte. La segunda, El viaje sin objeto, creo que también se ha publicado como pieza suelta, pero no sé si en esa edición se ha incluido el final, La aventura de Missolongui, que Baroja publicó cuatro años después, en 1920, en Los contrastes de la vida, tomo VII de las Memorias de un hombre de acción, a pesar de que cronológicamente debiera ser el tomo X.
            En todo caso, La ruta del aventurero es uno de los libros donde menos aparece Aviraneta, sendos cameos fugaces, más fugaz aún el de El viaje sin objeto, y al mismo tiempo uno de los más gozosamente barojianos. Con La aventura de Missolongui o sin ella, ya he colocado este tomo en la vitrina de los grandes libros de Baroja.
            La ruta del aventurero es un libro antológico en un doble sentido: el de ser uno de los libros más característicos de su autor y el de contener retazos de sus obras anteriores. En él hay paisajes calcinados que nos recuerdan a las visiones febriles de Fernando Ossorio, y un tipo de guasa que nos remite a los tiempos de Silvestre Paradox, a sus aficiones dickensianas y a ese personaje, pintor aventurero, caminante de chaqueta al hombro que ahora se llama Thompson y que en otras novelas se llama de otro modo pero es el mismo tipo. Es como si, diez años después, Baroja hubiera revisado la trilogía La vida fantástica, más bien la hubiera adaptado a un estilo más sobrio y punzante, más maduro y socarrón, con frecuencia igual de hermoso. En varias páginas he anotado incluso las iniciales CJC, porque su lectura me ha convencido de que el Viaje a la Alcarria procede más incluso de aquí que de esa otra España negra que pintó y describió Solana.
El libro, en fin, es un ejemplo lozano de cómo no es una estructura dramática lo único que puede armar una novela que es una mezcla de cuaderno de viajes, memorias inventadas e historias de dulce sabor popular. Con los excesos de erudición histórica echábamos de menos la narración, el puro acto de contar, te voy a contar, tengo una historia que contarte, que es en lo que consiste al fin y al cabo una novela. En estos dos últimos tomos Baroja decidió publicar las novelas cortas o relatos cortos que en principio no daban para apañar una novela, por mucho que El viaje sin objeto sea más largo que otras novelas de un solo tomo. El hecho de meterlos en la serie de Aviraneta solo se justifica porque los hechos acaecieron en el primer tercio del siglo XIX, pero uno podría prescindir del decorado histórico y con los mismos mimbres escribir un libro de viajes y meditaciones de ambiente contemporáneo. Es más, El viaje sin objeto ya no sucede en el XIX ni en el XX sino en esa edad barojiana que comprendemos mejor con los dibujos festivos de Julio Caro que con los periódicos de cualquier época. Faltan pocos años, cinco, para que Baroja se instale definitivamente en un mundo de fantasías barojianas en las que él es otro personaje más. Estas novelas cortas ya van ahuecando los cojines.
            El lector barojiano se entretiene a veces con la reordenación de la obra de Baroja. El viaje sin objeto pertenece a la trilogía La vida fantástica igual que El convento de Monsant pertenecía a la tetralogía El mar. Ambos están remetidos en estas Memorias, apenas perfumados por unos datos históricos tan magros que Baroja podría haber metido sin problemas en cualquiera otra de sus novelas. La poca acción histórica, la prisión y la fuga con la que termina el libro ya las ha utilizado en otras novelas de la serie, pero el resto, lo no aviranetiano, es sin embargo altamente barojiano, fresco, terso, luminoso. El problema de Baroja no es que escribiese demasiadas novelas sino que escribió demasiadas novelas buenas, las de la vitrina principal, y algunas como esta, que debería ser un clásico absoluto, permanecen ocultas para la mayoría de los lectores, incluidos algunos estudiosos de su obra.
            Las primeras líneas llaman la atención como si fueran un eslabón perdido:

            Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, sin saber por qué, con la chaqueta al hombro, al amanecer, cuando los gallos lanzan al aire su cacareo estridente como un grito de guerra, y las alondras levantan su vuelo sobre los sembrados.

            No es que suene a Cela; es que Cela suena a 98. Sus querencias bestiales le arrimaban a Solana, pero esta prosa tan limpia… Cela aprendió que si quería domar su prosa tenía que poner la coma después de guerra. Luego se la quitó, esa y todas, pero para entonces ya había escrito el Viaje a la Alcarria, que es lo que importa. Ese proceso de desmitificación y emoción, de ternura y realismo crudo que los del 98, sobre todo Baroja y Machado, aplicaron al paisaje (Unamuno es más campanudo, Azorín más fino), es sobre el que luego construiría Cela su prosa, insensible a la emoción machadiana por efecto de la retranca barojiana, sus breves carcajadas sin abrir la boca.
            Porque en La ruta del aventurero, además, hay mucho humor. Toda la primera parte es un ejercicio de dickensianismo, o incluso, además, muy inglés: “Desde la más remota infancia estoy acostumbrado a contemplar la ruina como un estado natural de mi casa”, dice Thompson, que se pasea por Lincolns Inn, como en Bleak House, o recrea un ambiente circense que nos recuerda a Hard times, monta una sociedad no muy limpia con Will Tick, el Houthorn (¿se llamaba así?) de David Copperfield. Thompson elabora gráficos robinsonianos para estructurar y mensurar sus condiciones como persona, o ensaya un lirismo muy británico, con su punto ácido, en el epitafio a su amigo Burton.
            Su punto de vista es el de un inglés que pensase lo mismo que Blanco White, al que cita, así como en Los contrastes de la vida, y a propósito de los toros, citará al antitaurino Jovellanos). La ilustración española coincidió con la borrachera romántica europea: es perfectamente compatible seguir viendo las cosas como Montesquieu y pintar pañuelos de pirata.
            Este tono dickensiano coincide con la estancia en Londres de Thompson. En la manera de componer barojiana hay algo que me gusta mucho. La historia y los caracteres se subordinan a uno de los detalles. Compositivamente, el héroe no está en Londres porque es inglés, sino que es inglés, y dickensiano, porque está en Londres. Es evidente, y así lo deja entrever, que Thompson pensaba en gente como Blanco, porque las siguientes partes parecerán escritas por el más pesimista de los ilustrados o por el más sarcástico de los románticos.
            Esta novela se publicó en 1916, doce años después del año 98, 1902. Pero el que habla sin piedad del país es el mismo cáustico jovenzano: “Es imposible que la gente sea civilizada y sociable en una tierra gris, abrasada por el sol, olvidada por las personas ricas, donde no hay frescura, ni sombra, ni medias tintas y a la cual no llega ni el eco más lejano de la cultura de Europa”. Todo el capítulo ‘Revelación de la España clásica’ es una página importante para la gran antología de la España negra: “Este polvo, este calor, esta mezcla de barbarie y de simplicidad, este contraste de la pobreza de los callejones del pueblo con la pompa de la catedral me dio la revelación de la España clásica, emborrachada con su sol, con su vino, con su fanatismo y con su violencia”.
            No falta la crítica del covachuelismo galdosiano (origen Larra), con ese trabajo inútil que consigue un taxidermista inglés como Thompson en el museo de Historia natural, y el habitual ramalazo anticlerical: “la política de los católicos siempre ha sido igual. Ellos harán una deslealtad o una infamia; pero, eso sí, la harán con reservas mentales; luego oirán su misa con devoción, se confesarán, tendrán propósito de enmienda, se darán unos golpes de pecho, y limpios para hacer otra canallada”.
            Pero estas opiniones, que en este libro están bien proporcionadas, en los años treinta concluirán por devorar la trama entera. Tengo Los visionarios como el primer libro que leí de Baroja que me parecía ya casi sin interés, y Los visionarios está habitado por gente que da opiniones absolutas, crudas y bien dichas, con su punto de escandalosas, o de cascarrabias. Pero nada más.
            Pero el noventayochismo de este libro no se articula solo en frases contundentes sobre los males del país, cosa que Valle-Inclán seguiría haciendo (en cierto modo, comenzaría a hacer) cuatro años después, cuando Baroja parece alejarse un poco de ese tipo de compromiso narrativo y, después de La sensualidad pervertida, sus novelas se alejan del presente combativo yo diría que definitivamente. Podemos pensar que Baroja pone a hervir materiales que aflorarán en la cabeza de Luis Murguía, pero también que Baroja empieza a revisarse, a usar sus propias obras como materia narrativa.
Al margen del dickensiano Silvestre Paradox, en este libro hay huellas claras de La busca y de Camino de perfección. Es difícil no acordarse de don Alonso con la divertida historia del domador de panteras, o de Roberto Hastings cuando Thompson se inventa una fortuna del ascendido comandante Cox, o del Valencia con la pelea del matón de la cárcel de Sanlúcar, o de la pensión de doña Casiana en todo el capítulo ‘La casa de huéspedes’; o, en fin, del propio Manuel cuando encuentra cobijo en casa del señor Custodio: “Ya que no puedo ser un criminal hábil, intentaré ser una persona honrada”.
            Y es imposible no acordarse de Camino de perfección cuando uno lee estas líneas:
El primer alto en mi marcha lo hice en la venta de las Campanas, donde tomé unos huevos cocidos y pan, y por la tarde seguí hasta llegar a Barasoaín, rendido de cansancio y, sobre todo, de calor. Dormí bastante mal en una posada y me levanté al amanecer a continuar mi ruta.
El día prometía ser tan ardoroso como el anterior.
Avancé todo lo que pude por la mañana. Al llegar al puente sobre el Cidacos se despertaba una tropa de gitanos. Dos o tres hombres se desperezaban extendiendo los brazos, una mujer hacía fuego con unas ramas y unos chicos dormían al sol, medio desnudos.
El calor y el bochorno seguían terribles. El cielo echaba lumbre ; los montones de gavillas parecían rebaños de oro sobre un campo ceniciento.
A lo lejos veía pueblos con tejados blanquecinos que con la fuerza de la luz del sol me parecían nevados. Las mujeres, montadas en los trillos, daban vuelta a las eras.
Cuando más apretaba el sol, muerto de sudor, llegué a Tafalla y entré en una posada. El posadero era hombre amable que nos recibió bien a Philonous y a mí.

            Quizá el epítome de todos esos homenajes a sí mismo sea el capítulo ‘Las moscas’, con –extraña- ecuación incorporada.
            Pronto los capítulos empiezan a variar de tono y de forma, poemas en prosa que deja caer por el camino, como el discurso al amigo muerto, o algo después la canción a Mary la de Biriatu, creo que un claro antecedente de la Pamposha, la ninfa de La leyenda de Jaun de Alzate, y también del tono poético que emplearía en esa pieza; o la elegía ‘Mare serenitatis’, en un procedimiento que llevaría a su expresión más acabada, quizá, en El gran torbellino del mundo.
            Thompson es un viajero que cuando cruza los Pirineos practica la antropología general: los vascos son celosos y exagerados ( no obstante, vuelve a pasearse por las páginas el teniente Leguía, ministro de Zalacaín), los aristócratas son feos y degenerados,  “en toda la ribera de Navarra la agresividad es una costumbre”, y en ese plan, sobre todo cuando le toca el turno a Pamplona, “un pueblo intoxicado por la clericalina”.
El análisis social de la sociedad pamplonesa tiene ese tono ilustrado (a lo Borrow), de inglés pragmático que desprecia ciertas inútiles convenciones o las trata como enfermedades endémicas. Muy cínicamente, en el buen sentido, se hace un buen amigo, Philonous, un perro, que lo acompaña casi toda la novela, hasta que Thompson se tiene que meter en una cárcel (pero qué cárcel, en un cuarto ventilado, con vistas sevillanas y una fugitiva, Tránsito, que le limpia y lo ama) para terminar la novela, como de costumbre últimamente, con una evasión llena de cordeles y ventanucos.
Pero lo histórico específico, la ambientación del 1823, se queda en un desprecio compartido a los realistas franceses y españoles y a unas noticias históricas que están remetidas en tres páginas escasas. Mejor. Baroja lleva varios tomos sin cometer los excesos de Con la pluma y conel sable. Cada vez hay más imaginación y menos historia comprobable, síntoma de salud novelesca, de fortaleza narrativa. La novela termina con algún apunte de romanticismo pintoresco: la seducción de la sobrina de la señora Landon, las armas para Grecia, locos, bandidos, hazañas piscatorias y de un donjuanismo moderadamente maldito. Al final aparece el cabo de unión con el principio de El convento de Monsant, el coronel Mac Clair, que morirá al principio de este libro, lo que quiere decir que todo él empieza en un naufragio y termina poco antes de ese mismo naufragio (falta la aventura en Grecia), como en la primera parte de la Odisea. Y todo ello en unas cuartillas que leyó Thompson a Kitty, la mujer del pobre coronel Hervés.
Este es el plan que seguirá después de las Memorias: unas veces estará más fresco y ocurrente; otras, más espeso. Baroja opta por deshuesar la novela, en suculentos relatos como El convento de Monsant y en fibrosas magras como en El viaje sin objeto. En la primera uno disfruta de la pieza bien hecha; en la segunda, de un método, el de agregar breves fragmentos, pecios de colores, que no necesita de fin. 

10.11.14

Acuarelas levantinas


       
Este año la editorial Caro Raggio ha tenido el buen gusto de reeditar por separado la novela El convento de Monsant, una joya de ciento y pico páginas escondida en la primera parte del tomo quinto de las Memorias de un hombre de acción. Ya sé lo que voy a regalar este año por Navidad, porque además de ser una novela hermosísima, muy importante en la trayectoria de Baroja, está editada como se merece.
            Es importante porque parte de aquella estética dickensiana de Silvestre Paradox, a propósito de aquel viajero inglés, José Statford, que aparecía en El mayorazgo de Labraz y en Arte, cine y ametralladora, de su hermano Ricardo. Pero este propósito, que se nos recuerda en un prólogo con cocodrilos disecados, como corresponde, no se queda el la figura de J. H. Thompson, “ex disecador, ex acuarelista, es caricaturista y vendedor de pasas”, alguien que conserva “la pulpila fría de un hombre del Norte, acostumbrado, como disecador, a ver la entraña de las cosas”. Uno pasa la página y se encuentra con una larga y deslumbrante descripción de Ondara, un pueblo levantino asomado al mar entre las rocas, con un castillo y un convento y tres calas románticas, suficiente para armar una historia de raptos y amoríos. En sus memorias Baroja cuenta cómo un lector de Alicante le escribió diciéndole que Ondara no estaba en el mar, y él tuvo que volver a explicar que Ondara era un nombre inventado a partir de su significado en vasco, arena.
            Esta impresionante marina mediterránea está pintada por Sorolla, para que luego digan que Baroja solo escribe al estilo de Zuloaga. Ni uno ni otro más que el sencillo Darío de Regoyos, pero en este caso Baroja se luce atrapando la luz mediterránea como se lucirá, y de qué modo, en el maravilloso comienzo de El laberinto de las Sirenas, esa gran novela de la que esta novela corta es sin duda su más directo antecedente estético.
            Y no solo por el mar, por ese arte descriptivo que en esta novelita llega a su máximo nivel, sino porque tiene ese aire geográfico limitado, intensamente literario, de espaldas al mundo, en este caso a la España de Aviraneta, y de frente a un Mediterráneo lleno de velas latinas y estatuas antiguas, de citas de Goethe y recuerdos de Byron. Los personajes se funden en símbolos entre el paisaje, como haría, pocos años después, en Jaun de Alzate y en El laberinto.
            Es el Baroja más estético, desde luego, pero también el más proporcionado, mucho más, a mi juicio, que en La Canóniga, también escondida pero con mejor fortuna crítica. Navegamos al pairo de la narración, que nunca se apresura, que siempre describe. Desde luego que en las Memorias de un hombre de acción esta proliferación de descripciones pictóricas no es nada habitual, al menos no tan frecuentes y demoradas. Las descripciones del castillo y del convento son de pulida orfebrería, y las de las olas que golpean contra los peñascos nos recordaba el viaje que Shanti hizo de niño en una chalupa hasta la cueva aquella, pero las del pueblo, las de la gente, tienen el aire abigarrado y chillón de las mañanas valencianas, del cuadro aquel de los pescadores y las redes debajo de la parra. Es un constante modelo de escritura.
            Con eso uno ya tendría más que suficiente, con ese leve alargamiento elegíaco de sus fraseos, esa discreta emoción al nombrar imágenes hermosas, sean de románticos acantilados o de lonjas de pescado. Pero resulta que además la trama, con su aire también cervantino, está muy bien. En el castillo de Ondara vive el coronel Hervés y su señora, Kitty, treinta años más joven que él, que “tenía una pequeña biblioteca, un piano y un arpa, y cuadernos de música clásica y de canciones populares inglesas”. Lee a Walter Scott, a lod Byron y a Shelley, pero también a Sterne, a Fielding y a Goethe, aunque estas lecturas parecen como las del narrador de El gran torbellino del mundo, el material en el que se inspiró Baroja.
            En la isla son desembarcados, por sospechosos de contagio, tres marinos ingleses, Thompson, un capitán y Mac Clair, que morirá poco después de paludismo en un infecto lazareto que ellos, como buenos ingleses robinsonianos, arreglan hasta lo habitable. Pronto se curan los vivos y, en una tertulia con el coronel Hervés, aparece Eguaguirre, el don Juan de esta novela, el verdadero hombre de acción. Eguaguirre es un hombre Sterne, un hombre Fielding, y se enamora de él Kitty, una mujer demasiado Scott.
            “Eguaguirre no era de los hombres que sienten temor a coger las flores del precipicio”, como buen don Juan, pero también sabe salir de naja cuando pintan bastos, no sin antes dejar su rastro. Y así hace con Kitty, la joven culta, y con Dolores la Clavariesa, más morena. Dolores era pretendida por Urbina, un oficial muy tímido, pero Aguaguirre se metió por medio y el padre de la dama la mandó a un convento, al convento de Monsant. A Kitty también la enamora, y Kitty, para que no se la quite la Clavariesa, intenta que Urbina y ella se vuelvan a arreglar, para lo cual, cómo no, se necesita secuestrar a una doncella del convento, una verdadera “obra de arte”.
            El Capitán le explica bien a Thompson cuál es ese secreto de los hombres interesantes, por qué Eguaguirre se las lleva de calle:

Las mujeres se enamoran de hombres altos y bajos, buenos y malos, raros y vulgares; pero entre éstos no cabe duda que hay unos que, sin saber por qué, hacen mover con más facilidad esa maquinaria de afectos, de deseos, de vanidades, de inclinaciones que hay en una mujer. Esos son los donjuanes, los hombres interesantes, los codiciados... Y uno se pregunta el porqué. ¿Es que estos hombres tienen una perspicacia especial para ver los puntos flacos del sexo contrario? No. ¿Es que comprenden a las mujeres mejor que los otros? Tampoco. Como todos los demás, en estas cuestiones amorosas disparan su flecha con los ojos cerrados; pero, a diferencia de los demás, dan casi siempre en el blanco. Ahora usted dirá: ¿Por qué dan en el blanco? Por la razón sencilla de que la mujer que hace de juez y de árbitro en el juego está dispuesta a creerque para aquel hombre escogido por ella donde dé la flecha estará el blanco. Es la arbitrariedad de
la Naturaleza.

            Merece la pena no destripar el final, sobre todo ese giro último, entre cínico y romántico, que toman los acontecimientos. Aquí, de entre las muchas hermosas descripciones que uno ha disfrutado en este libro, dejaremos dos: la que quizá más nos recuerda a Shanti Andía y esa otra descripción sorollesca del pueblo de Ondara. Definitivamente, Baroja no estuvo tan brillante al colocar la novela en ese tomo de Aviraneta. Con Shanti Andía y con El laberinto de las Sirenas habría formado una de sus mejores trilogías.

Hacía un viento vivo; el falucho marchaba rápidamente, con la vela grande y el foque inflados por el viento, haciendo murmurar las aguas que cortaba con la proa y dejando una estela de remolinos espumosos.
Doblaron la punta del Monsant, terminada en un amontonamiento de grandes rocas que formaban una cueva abierta por ambos lados; entraron en la ensenada y se dirigieron, en línea recta, hacia el islote del Farallón.
El islote brillaba al sol, seco, como un trozo de lava, amarillo y rojo, lleno de rajaduras y de agujeros, sin una mata de verde en los resquicios. Uno de sus lados estaba cortado a pico; el otro se alargaba en una roca horadada que formaba un arco, por debajo del cual pasaban las olas.
Dieron la vuelta al islote, que desde algunos sitios, al reflejar el sol, parecía un témpano de hielo; acercaron el falucho, a golpes de remo, hasta un canal angosto, entre grandes piedras, y lo encallaron. El Dragó, el perro de Rabec, fue el primero que saltó a tierra y subió a la parte alta del Farallón, espantando a una nube de gaviotas que tenían allí su nido.
Había arriba, una pequeña explanada en cuesta cubierta de esqueletos de aves.
Thompson y el Capitán subieron a la explanada y se tendieron a contemplar la costa.
Brillaba el mar, como una roca azul de diversos matices, bajo el esplendor del cielo inflamado. El aire estaba tibio, impregnado de esencias salobres. Un delfín jugueteaba entre las olas.


Ondara no ofrecía nada de caprichoso ni de pintoresco; tenía un barrio de campesinos y otro de pescadores. El centro lo formaban dos o tres calles bastante anchas, con comercios importantes. Paseaban por ellas los señoritos desocupados, los jóvenes militares, arrastrando el sable, y los curas, con su gran teja y las manos a la espalda, recogiendo el manteo por detrás. A ciertas horas cruzaban grupos de mocitas muy garbosas, muy limpias y pizpiretas, que trabajaban en el embalaje de las naranjas.
De vez en cuando pasaba algún coche o una tartana de familia rica, y los jóvenes sabían inmediatamente si era Vicenteta o Doloretes, o el padre o la madre de una de éstas, la que iba en el carruaje.
Fuera de las calles céntricas y comerciales, las demás eran rectas, bastante anchas y desiertas. Las casas, bajas, sin alero, de grandes puertas y rejas pintadas de verde, se alineaban una tras otra, inundadas de sol, como ensimismadas en la calma soñolienta.
Los transeúntes eran escasos.
Sólo por la mañana se veían viejas vestidas de negro, de ojos desconfiados, y alguna con su poco de barba, que sacaban una llave de debajo del manto, abrían un postigo y cerraban después dando un gran portazo, manifestando su desprecio para el resto de los mortales.
El barrio de pescadores era lo más pintoresco de Ondara: allí se veían calles estrechas y en cuesta, con casuchas pequeñas, chozas, barcas metidas en los corrales y una población marinera expresiva, exagerada y gesticulante. Los hombres trabajaban, hablando, gritando, en su lengua mediterránea; las viejas, ennegrecidas por el sol, componían redes y velas, y los chiquillos haraposos, con harapos rojos, amarillos, verdes, de los colores más vivos, correteaban con los pies descalzos... 

9.11.14

La canónica


La Canóniga

            De las dos novelas que componen Los recursos de la astucia, la primera y más breve, La Canóniga, es la que señaló Ortega y Gasset como “un ejemplo del arte de Baroja”, y el propio don Pío no quedó nada insatisfecho de ella.
            La Canóniga es una excepción literaria en las Memorias de un hombre de acción. La novela sucede en Cuenca, en 1821, y aparte del ambiente cada vez más escabroso entre realistas y liberales del Trienio liberal, y de la idea, constante en Baroja, de que los realistas ya entonces se valieron de “la plebe brutal y fanática” para engordar sus filas, lo único que pertenece propiamente a las memorias de Aviraneta es el plan de Bessières para tomar Cuenca. En ese pasaje aparece un momento Aviraneta, como si asomase por una puerta la cabeza y se volviese a marchar.
            También es excepcional que Baroja cuide tanto la carpintería trágica. Aquí le vamos a poner el pero de que es una larga novela resumida, que con el mismo argumento perfectamente le habría podido salir una novela de trescientas páginas. Y si lo coge por banda Dostoievski, de mil. Esa estructura dramática, ese presentar a los personajes y a mitad de novela desatar un vertiginoso desenlace, no sé si Baroja lo tomó de Dostoievski, pero sería una más de las cosas que felizmente adoptó, él que descreía de los armazones previos, aunque no tanto como los críticos creen.
            La novela, en efecto, es una crónica ficticia, la narración de una leyenda popular en el momento en que sucedió, el testimonio notarial y folletinesco de los hechos cuando fueron hechos, antes de convertirse en mito. Lo folletinesco es la historia; lo notarial, cómo está narrada, eso que a mí me resulta un poco demasiado denso, demasiado resumido. Aunque contada por Pedro Leguía en 1837, a partir de lo que le contó un constructor de ataúdes de Cuenca, la novela respeta ese tono de tragedia sentenciosa, que podría recibir un título por cada uno de los personajes que la protagonizan: la pasión y muerte de Miguelito Torralba; la locura de Cándida, “la ansiosa advenediza, que intentaba apoderarse de la vieja morada de la Sirena”; la traición de Sansirgue, el cura corrompido; o incluso la firmeza de doña Gertrudis, o la triste historia de la huérfana Asunción…
Todos los personajes podrían ser protagonistas de su propio folletín, pero el mejor de todos, y acaso el más barojiano, es Miguelito Torralba. El señorito perdis nos recuerda un poco a La feria de losdiscretos, pero aquí comete el error trágico de convertirse en el Fernando Ossorio que busca “un amor vulgar y corriente” en la huérfana Asunción, cuya madrastra, con rasgos de tía borracha y avariciosa, en connivencia repugnante con el cura Sansirgue, destrozan la vida de Miguelito.
Baroja plantea la redención de Miguelito en una primera parte muy 98 y luego deja respirar un poco la acción con la historia del sepulturero y la incursión de Sansirgue en casa de la Dominica. Baroja se despacha con los curas y su sentido hipócrita de la humildad, e introduce a otro cura razonable, don Víctor, para soldar los hilos de la trama. Las páginas del repelente Sansirgue, su sermón improvisado, nos recuerdan el aire rancio y venenoso de los Fermines de Pas que en el mundo han sido.
Pero a partir de ahí la novela se precipita en varios desenlaces, la muerte de Miguelito, el juicio a Sansirgue, similar al juicio de Regato en Con la pluma y con el sable, la ruina de la Cándida, todo contado a toda velocidad, para mi gusto a demasiada velocidad. Es posible que una novela corta canónica exija este movimiento acelerado, de modo que una descripción de Cuenca del principio dura lo mismo que la muerte trágica del protagonista, y la conversación entre un sepulturero y un constructor de ataúdes lo mismo que la huida, persecución, captura, juicio y ejecución de su antagonista.
Por lo demás, uno tiene la sensación de que esta es la clásica historia que Baroja, o su hermano Ricardo, escucharon en su primer viaje a Salvacañete, sitio importante en esta serie, aquí y en Lanave de los locos. Es también muy 98 visitar una ciudad pequeña, tomar apuntes y acuarelas, recoger alguna leyenda y con todo eso armar un breve folletín. Ya el zoom con que comienza, de Cuenca a la Casa de la Sirena, un espacio cerrado donde reunir los elementos de la trama ficticia, como sucederá en El laberinto de las sirenas y como había sucedido en El mayorazgo de Labraz, es el mismo que había usado al principio de la entrega anterior, con la descripción de Aranda de Duero. Allí fue muy duro con el campo y con sus habitantes, pero aquí, quizá por lo rocoso del paraje, Baroja lo describe con mayor romanticismo. En este tomo de Los recursos de la astucia, pero en la segunda novela corta, hay otro pasaje de Aviranta mirando el campo de Coria también muy emotivo, como si fueran las casas, las peñas, los ríos y las callejas las que redimiesen esa brutalidad mezquina que en determinadas circunstancias manifiestan sus habitantes.
Y así la descripción de Cuenca da ya el tono romántico y desgarrado a que aspira la narración, un tono que es el de principios de siglo, una pose romántica que aquí Baroja no emplea en son de befa:

Si por su poca vida comercial e industrial Cuenca estaba entre las últimas capitales de España, por su aspecto dramático y romántico podía considerársela de las primeras.
Recorrer las dos Hoces desde abajo, entre los nogales, olmos y huertas de las orillas del Júcar y del Huécar, o contemplarlas desde arriba, viendo cómo en su fondo se deslizaba la cinta verde de sus ríos, era siempre un espectáculo sorprendente y admirable.
También admirable por lo extraño era recorrerla de noche a la luz de la luna, y, sentándose en una piedra de la muralla, mirarla envuelta en luz de plata hundida en el silencio.
Poco a poco, para el paseante solitario y nocturno, este silencio tomaba el carácter de una sinfonía, murmuraban los ríos, estallaba el ladrido de un perro, sonaba el chirriar de las lechuzas, silbaba el viento en la capa de los árboles y se oía a intervalos el cantar agorero del búho como el lamenta de una doncella estrechada en los brazos de un ogro en el fondo de los bosques.
En aquellas noches claras, las callejas solitarias, las encrucijadas, los grandes paredones, las esquinas, los saledizos, alumbrados por la luz espectral de la luna, tenían un aire de irrealidad y de misterio extraordinario. Los riscos de las Hoces brillaban con resplandores argentinos, y el río en el fondo del barranco murmuraba confusamente su eterna canción, su eterna queja, huyendo y brillando con reflejos inciertos entre las rocas.

            Es este “misterio extraordinario” el que Baroja buscaba en las fachadas de las casas, en este caso en la Casa de la Sirena. Es el arranque literario del escritor cuando pasea, que se ha impuesto la obligación de trazar la crónica de un país imposible, pero que con ciertos paisajes siente cómo se excita su imaginación de lector de folletines. Yo creo que el que me parezca muy apretada, sobre todo al final, es solo síntoma de que me duele no seguir leyéndola.

Los guerrilleros del Empecinado en 1823

            ¿Qué quería decir entonces Ortega con que La canóniga era un modelo de su arte? Sospecho que para él era como esos críticos que no entienden a Góngora y siempre citan su soneto más petrarquista y menos gongorino, es decir, un modo de decir que así sí, que eso sí podría llamarse arte exento, mientras reunía colillas y materiales para escribir sobre la deshumanización del arte.
            Más canónica barojiana me parece a mí esta segunda novela corta, que no creo que pueda juzgarse con los mismos parámetros genéricos que la anterior. De hecho, Los guerrilleros del Empecinado en 1823 es más larga que varias novelas de un solo tomo de esta misma serie, Las furias, las dos del conde de España, La venta de Mirambel, etc. Más bien parece que a esta novela breve, que no corta, Baroja agregó un relato que sí era novela corta (y en este caso, además, breve).
            Los guerrilleros… utiliza un método que podríamos llamar cervantino o folletinesco, según los casos y con las mismas razones. Al comienzo de la novela, en 1823, el ministro Evaristo San Miguel encomienda a Aviraneta la tarea de indagar en San Sebastián cómo va de fuerzas el ejército de Angulema, y al Empecinado, en la misma reunión, que extienda su actividad guerrillera por las dos Castillas.
            Así, por un lado, se nos describe la situación más que lamentable del ejército liberal, la proliferación de grupúsculos absurdos y jaurías sanguinarias, el Batallón de los hombres libres, las Tropas de la Fe, un desastre: “Con este ambiente de indisciplina, de vacilaciones y desconfianzas, era imposible que el país y el ejército hicieran algo serio”.
            Las dos misiones, la de Aviraneta y el Empecinado, confluyen en las luchas contra Aviraneta, a partir de un largo y entretenido episodio, el de la toma de Coria, donde el aparato documental deja paso a la descripción de las acciones y a los deliciosos añadidos barojianos. Ya al principio decía, muy serio, Leguía (suponemos) que “la acción por la acción es el ideal del hombre sano y fuerte; lo demás es parálisis que nos ha producido la vida sedentaria”, de modo que da la sensación de que Baroja ha pulido en esta novela lo que había de sedentario, la proliferación de documentos, que incluso, cuando son largos, como la carta final del Empecinado (un despacho firmado por Máximo Reinoso), le produce el suficiente fastidio como para contestarla en cuatro líneas. Es decir, si comparamos esta novela y la anterior, Con la pluma y con el sable, se nota que Baroja ha prescindido de todo exceso en ese cuerpo interior que acolcha de sabiduría histórica la novela. Aunque solo sea por eso, me parece más redonda.
            Pero no es solo una cuestión de proporciones. Todo está contado entre un nutrido grupo de parientes barojianos. Por allí aparece Mercedes, la viuda de Arteaga, y Corito, pero también el banquero y la Sole, con Aviraneta metido en un armario y sin mayores consecuencias. Y se incorporan otros, unos meros figurantes (el padre Marañón, el Trapense que viaja con un látigo en la mano y Josefina Comerford a su lado), o la galería de guerrilleros desharrapados, de entre los que casi solo se salva el Arranchale, el Zalacaín que se trae Baroja para que la tropa entera no sea chusma. El pescador, el Arranchale, “ágil como un mono”, es capaz de despertarse a las tantas de la mañana, subir y bajar por una fachada interior (esas barojianas que siempre dan a un patio con una puerta pequeña), regresar a su cuarto y, sin solución de continuidad, echarse a dormir. El Arranchale es el pueblo fiable, el que trae a la caballería cuando podría huir sin dejar rastro.
            Y con los personajes vienen las historias mínimas, la aventura de Trigueros, la historia del Hereje, que tiró los santos al río, o la estratagema de la cuerda, en esos rasgos de imaginación algo infantil y doméstica con que Aviraneta escribe sus páginas de gloria, todo como preámbulo de la gran aventura, la toma de Coria. Están aquí las mejores descripciones del relato, la de Diamante y los milicianos, la de la ciudad levítica o esa genuina descripción barojiana que es lo que ve Aviraneta desde un altozano y de lo que se ríe su lugarteniente Diamante, el liberal de espada en pecho que acabará en un paredón improvisado por no usar de la astucia y del disimulo como hace Aviraneta, y que en cualquier caso sirve para salvarlo de milagro.
            Aviraneta, en efecto, decide pasar a Portugal disfrazado de aldeano, pero es preso en Sevilla (y la cuerda de presos pasa el puente de Triana entre la cada vez más agresiva locura de la chusma, aquella gente del ¡Vivan las caenas! que ni entonces aceptaba Baroja ni ahora podríamos aceptar cualquiera de los que nos desesperamos viendo reacciones semejantes de la gente que sufre.
            Dejémoslo en la descripción de Coria, en esos momentos de paz en que Aviraneta y Baroja, lejos de las balas y de los legajos, son el mismo más que nunca.

Aviraneta se sentó en el pretil de piedra del Paredón.
A don Eugenio le gustaba contemplar el paisaje: le producía, momentáneamente, un olvido de todo; le recordaba los días de su infancia, cuando iba a la Peña de Aya y al monte Larun a ver el mar a lo lejos. Ese germen ahogado que tenemos todos de otro hombre o de otros hombres despertaba en él con la contemplación. Aviraneta quedó inmóvil y en silencio.
Era una tarde espléndida, gloriosa: los campos verdes relucían frescos después de la lluvia; el río venía crecido y alguna nubecilla blanca se miraba en su superficie como en un espejo azulado. Dentro de la iglesia, los canónigos cantaban en el coro y se oían las notas del órgano.
En el aire pasaban las cigüeñas con ramas en el pico y quedaban en extrañas actitudes sobre sus nidos; los gorriones y los vencejos chillaban, y una nube de cernícalos, que al transparentarse tenían un color morado, lanzaban un grito agudo.
Había al mismo tiempo ligeros incidentes que animaban el conjunto: un burro que corría por los hierbales y hacía sonar un cencerro; unas ovejas esquiladas que saltaban sobre unas piedras; un hombre que pasaba a caballo por el puente. A lo lejos, una galera de siete mulas venía despacio por el camino.
Este silencio, lleno de ruidos, de ladridos de perros, de cacareo de gallos, de balidos de ovejas, del canto suave del abejaruco, tenía un gran encanto. De pronto, las campanadas del reloj de la iglesia sonaban allí cerca con un fragor imponente.
Aviraneta se sentía saturado de tranquilidad, de paz, ante aquella majestuosa tarde que marchaba con su ritmo lento hacia el crepúsculo...

8.11.14

Historia o ficción


Con la pluma y con el sable es de las mejores entregas de Baroja para quienes van buscando historia, pero no tanto para los que recolectamos ficción, porque Baroja reduce o desaprovecha todo aquello que daría para una buena novela, a saber, el desarrollo de las historias y el de los personajes. Unos y otras están meramente apuntados, sirven como complemento narrativo, no como sustancia del relato. Personajes tan estupendos como la Sole o el viejo Etxepare, que iluminan el relato cada vez que salen, o anecdóticos como el erudito Sorihuela, o históricos como el nada más que entrevisto Empecinado, quedan en mero apunte, en lance de pocas páginas, en descripción interesante, pero no prenden, y eso que los mejores pasajes de la novela (la muerte de Etxepare o la renuncia de la Sole) nos devuelven, brevemente, una maestría narrativa que por lo demás queda sepultada bajo toneladas de nombres y apellidos, las facciones carbonarias, los intrigantes absolutistas, los conspiradores liberales, etc. Pero, salvo el ataque al monasterio de Arlanza, el fallido rescate de los cuatro sargentos ajusticiados en París y, sobre todo, la toma de Caspueñas, no se puede decir que en esta novela haya acción. La acción se consigna, se copia de legajos históricos, pero no se desarrolla, no se vive. La verdadera acción no va más allá de unos pocos y estimulantes esbozos narrativos de los que Baroja parece cansarse enseguida. Y así resulta una novela de acción donde no hay mucha acción, una novela histórica donde todo es historia, y una novela de grandes personajes sin apenas papel. A esta novela la determinó la erudición histórica, y el análisis de todas las Memorias de Aviraneta, a partir de ahora, deberá partir de esa consideración: cuando Baroja se entregue al relato, por muy histórico que sea (Humano enigma, La senda dolorosa) el resultado es magnífico; pero cuando se empeñe en meter de matute ristras de datos históricos y por ello descuide o meramente apunte las soluciones narrativas, la novela se cae. Es lo de siempre: si son novelas, juzguémoslas como novelas, porque, si solo fuesen historia, no estaríamos hablando aquí de ellas.
La historia, lo que interesa a los historiadores, arranca con Aviraneta en Aranda de Duero. Recién desembarcado de América en Bayona, Aviraneta recibe el encargo de los liberales de que viaje por España para ponderar las fuerzas constitucionales. En Madrid, visita garitos oscuros y logias masónicas. De allí vaiaja a Cádiz y a Cabezas de San Juan, en un viaje rápido que le sirve para entrevistarse con Riego y asistir a su sublevación, y de paso brindarnos un retrato de Aviraneta por contraste con las virtudes y defectos de Riego.
De regreso (por esa Sevilla de la que Baroja siempre habla mal, sobre todo en el siguiente volumen, Los recursos de la astucia), acude a visitar al Empecinado, que acaba de proclamar la Constitución en Aranda de Duero. Don Juan Martín nombra a Aviraneta regidor de la ciudad y se marcha. El Empecinado siempre se marcha. Así como el cura Merino estaba latente en El escuadrón del Brigante, aquí Baroja hace a Aviraneta brazo derecho del Empecinado, pero eso no es bastante para profundizar en aquello que tan bien planteó Galdós en el Episodio correspondiente: la contradicción entre el guerrillero noble y la canalla que reúne para sus partidas. Bien es cierto que hablamos ya de un Empecinado de 1820, integrado en el ejército liberal, y aun dentro de este mucho más digno que O’Donell y que Daly, militares de carrera, siempre despectivos con quienes hicieron la instrucción entre los matojos. Ese desprecio sí lo pinta bien Baroja, así como la condición brutal del populacho, y el Empecinado, en medio, mira como en el cuadro, con decisión y con un recelo demasiado ingenuo.
En Aranda, Aviraneta se deja de paños calientes y se convierte, a todas luces, en el amo del pueblo. Volvemos así a esos inicios de novela en un pueblo de gente atrasada y ruin, la que había retratado en Caminode perfección, en César o nada o en El árbol de la ciencia, y que aún le habría de dar para  el principio de La sensualidad pervertida. La gente se toma como un insulto las medidas de salubridad elemental que impone Aviraneta para “adecentar las escuelas, sitios sombríos y miserables, para limpiar las calles y los pozos negros, para sanear las fuentes, poner érboles en los caminos y unificar las pesas y medidas”, en un ritornello que sembrará la novela de pesimismo en cuanto al instinto político de las masas.
En esa primera parte Aviraneta, en un tempo bastante lento para lo que acostumbra (tempo de primeras partes, hasta que la máquina echa humo y la narración se revoluciona), Baroja introduce unos cuantos cameos. A Aviraneta lo acompaña su madre y la Josepha Antoni, su criada vasca. A veces da la sensación de que Baroja ha terminado un capítulo y sale a ver cómo teje su madre y como zarcea la muchacha, y las mete a las dos en la novela. La madre se dedica a la calceta, tiene un severo rigor moral, confía en su hijo y no quiere saber nada de política. Baroja sonríe.
Aparece también Schültze, el amigo de Baroja, amigo también de Fernando Ossorio y, como no, de Aviraneta. Esto sería porque, después de charlar con su madre, iría a dar un paseo con el suizo, y luego metería una frase de la conversación en la novela, o se metería a sí mismo, en un curioso desdoblamiento según el cual unas veces habla Baroja por Aviraneta y otras veces se enfrenta a él disfrazado de erudito de provincias, en este caso el señor Sorihuela, un numismático que se creó en el pueblo fama de misántropo enloquecido “para disfrutar de la libertad”, algo así como la sensación que Baroja debía tener en Itzea.
Da la sensación en este arranque de que Baroja está mojando el pincel en todos los colores. Salen incluso dos damas, Carolina y Luisa, que de inmediato nos recuerdan, en versión patria, a las Corina y Gilberta que se asomaban a las páginas de Los caminos del mundo, la entrega anterior. Baroja saca sus objetos barojianos, las tesis fisiognómicas de Gall, ese tipo de chamarilería con que el autor decora los espacios vacíos de sus novelas.
Quizá cabría reprochar que toda esta parte se estanca en apreciaciones sobre el héroe, en conversaciones especulativas, en hablar de la acción en vez de practicarla. Todo lo que dice Aviraneta y Sorihuela es citable; sin embargó, o se cita todo o no se cita nada.
La acción comienza en la segunda parte, con las revueltas de los guerrilleros realistas en Burgos y Soria y el cura Merino que se viene con sus tropas desde Valencia para luchar contra los constitucionales. Un poco demasiado de repente, Aviraneta detiene al cura Merino, pero lo deja marchar. Las descripciones ahora no ambientan las conversaciones sino que preparan la acción, como en este caso con el convento de la Vid, donde Baroja ensaya un donoso escrutinio anticlerical y escucha alguna estupenda historia como la del Lobo (“toda la noche estuvimos oyendo el crujir de los huesos del muerto y defendiéndonos cuando se nos acercaban los lobos”), o inventa señuelos como el San Martín de palo montado en el caballo.
Aviraneta, que no ha cumplido aún los treinta años (seguimos imaginándolo como un cuarentón de colmillo retorcido; seguimos viendo en él al sueño de su creador), hace un intento de casamiento con Rosalía, del que le disuade su futura suegra, doña Nona, a menos que deje las armas. También se ve la sombra de Fermina, a la que Aviraneta había dejado compuesta, pero sobre todo se narra la escabechina del cura Merino en el monasterio de Arlanza y la defensa del convento de la Vid.
La acción vuelve a detenerse, como toca, y en este caso para bien, porque aparece el mejor personaje de toda la novela, La Sole, que huyendo de un mal apaño amoroso se marcha a Madrid con Aviraneta. Mientras Aviraneta saca papeles sobre las sociedades secretas, los carbonarios, los comuneros y demás agrupaciones entre absurdas y siniestras, y se comporta como un Feijoo galdosiano de veintiocho años, La Sole atrapa la novela en las pocas páginas que Baroja le concede.
Baroja parece aquí dudar de qué hacer con la narración. “Aviraneta se hubiera quedado a vivir en Madrid con la Sole, si el Empecinado no le hubiese llamado para que le acompañase en la persecución de las partidas de Aragón y Castilla”. En vez de tomar una u otra solución, Aviraneta, con la Sole, se marcha a París, pero en medio de sus intrigas políticas, cuando ya no puede tener más tiempo encerrada a la Sole sin que se enseñoree de la novela entera, Baroja saca al marqués de Vieuzac, que seduce a la muchacha y la quita de en medio. Pero nos deja un retrato de París desde su ingenuo, iletrado, fresco y vivo punto de vista, y alguna que otra carta llena de faltas de ortografía que nos encoge el ánimo y nos arranca la sonrisa. Esas cartas y la de Teresa, otra probable novia que se termina metiendo monja, están entre lo mejor de la novela, flotan en el estanque de los datos históricos, como si se resistiesen a ser engullidas por la historiografía. La Sole debe formar parte de ese club de Lulú que vamos recopilando con ese tipo de muchachas salidas del pueblo que tanto entusiasmaban a Baroja.
Pero esas cartas también marcan el final de la novela inactiva, del trenzado de datos y nombres y apellidos, sociedades, proclamas, rumores, generales, con algún toque de color que le da la Sole cuando asoma. Por allí aparece, por cierto, la primera página entera dedicada al conde de España.
La última parte, magnífica, alterna lo mejor de cada tipo de historia, el rescate fallido de los cuatro sargentos en las calles de París y las deliciosas descripciones del jardín de Etchepare, que de algún modo nos prepara para El laberinto de las Sirenas. Saca a Fermín Leguía, de quien ya sabemos desde el primer volumen, y nos cuenta la historia del buitre con cencerro. Nos regala una genuina descripción noventayochista por el camino de Alcalá o escribe las mejores páginas de acción bélica de toda la novela, el episodio de Caspueñas, previo a la más conocida derrota de Brihuega.
En esta alternancia del campo de batalla y el gabinete de historias curiosas, Baroja remata con un episodio siniestro, la venganza de los carbonarios, el juicio con máscaras al traidor regato Regato, una de esas mojigangas en las que Aviraneta no cree pero, por su condición de espía, tiene que presenciar e incluso participar en ellas, y que Baroja repetirá en Los recursos de la astucia.
El final, con Teresita de monja, tiene un punto de melancolía, de cansancio del guerrero. La novela deja sensaciones contrapuestas. Baroja usa aglutinante ficticio para sus legajos, pega con folletines los empalmes de la historia, sillería onomástica en ocasiones demasiado grave.
Dejamos, en fin, un fragmento nada representativo de la trama bélica erudita, pero si de un tipo de novela que Baroja frecuenta y que a nosotros nos llena de satisfacción, la use donde la use, en este caso el hermoso jardín de Etchepare, cuando Baroja ya se ha hartado de transcribirnos documentos históricos.

El jardín de Etchepare era muy hermoso. Estaba en declive, orientado al Mediodía, sobre una duna próxima al mar. Tenía alrededor una tapia más alta hacia el Norte y el Oeste para proteger las plantas del viento frío y marino.
Etchepare, como jardinero, había buscado el defender su huerto del aire del mar; pero quería, sin duda, gozar de su vista, y en un ángulo de las dos tapias altas había construido hacía años un pequeño cenador, como una garita. El cenador estaba ya deshecho, con las maderas podridas; únicamente parecía sostenerle el tronco de una glicina añosa, que le estrujaba como una serpiente con sus anillos.
Desde el cenador se dominaba la costa. Se veía avanzar en el mar las rocas de Hendaya, luego el cabo Higuer, con su faro, que de noche brillaba, y más lejos, la costa vasca de España, la isla de Guetaria y el cabo de Machichaco.
Por el lado de tierra se veía el comienzo de los Pirineos; cerca se destacaba solitario el monte Larrun, y tras él se alargaban en la niebla las montañas de Navarra.
A todo lo largo de la tapia, que daba hacia el mar, los pinos y los cipreses formaban una cortina contra el viento.
En la parte baja del jardín, la más templada, tenía Etchepare sus hortalizas.
En los rincones, en los ángulos de las tapias, en los sitios sombríos, Etchepare había plantado rosales, enredaderas, madreselvas, que cubrían las paredes y las llenaban de hojas verdes y de campanillas ligeras de varios colores.
En un extremo del jardín se levantaba una alta magnolia con una gran flor blanca; en el otro, uno de esos arbustos que llaman Júpiter, casi redondo, se ofrecía a los ojos en aquel momento, con sus mil flores, como una bola roja llena de pompa y de riqueza.
Al pasear por aquellos caminos, Aviraneta comprendió el gran amor del viejo Etchepare por la tierra, su culto vagamente panteísta por las hierbas, los árboles y las flores.
Qué vida la de Etchepare! Sin ambición, contemplativo, enamorado de la Naturaleza, había pasado allí una existencia tranquila y feliz.

29.10.14

La corta distancia

            

Los caminos del mundo está compuesto de dos novelas cortas y un relato. El propio Baroja facilitó el camino a bastantes críticos negando que la longitud de sus novelas tuviera que ver con ningún subgénero. Teniendo en cuenta que en las tres piezas aparece Aviraneta, lo único que distingue al conjunto de una novela es que se habla de tres tiempos distintos con tres narradores diferentes. Baroja ya nos ha acostumbrado a eso desde su primera entrega, a eso que Benet llamó la disgregación de la novela y que vale como excusa y como análisis.
Yo prefiero no insistir en esos lugares comunes de la condición proteica o, para citar al propio autor, de la ausencia de alfa y de omega. Eso lo dijo Baroja cuando ya no escribía novelas sino reportajes dialogados, pero hasta 1934 siempre hay un propósito de unidad novelística, sea la novela larga, como sucedía con El escuadrón del Brigante, o sea la novela corta, como sucede con las que forman Los caminos del mundo. No solo no pasa nada por considerarlas como entidades autónomas en vez de como fragmentos de un todo, sino que además suelen salir ganando si así se las mira.

La culta Europa

            La primera novela corta es un fragmento de las memorias que Ignacio de Arteaga, hijo de la marquesa de Monte-Hermoso, escribió durante su confinamiento en Chalon del Saona, un sitio la mar de cómodo para estar preso donde hay varias tertulias barojianas para pasar la tarde. Al final de El escuadrón del Brigante, Aviraneta se había comprometido con la marquesa a liberar a su hijo.
            El narrador es un realista convencido que aún no ha terminado de desengañarse con Fernando VII; un amante de la vieja aristocracia que habla, sobre todo al principio, como los señoritos de sangre azul. Eso hasta que se encuentra con Aviraneta, con quien no comparte ideas pero sí objetivos políticos y, sobre todo, ganas de salir de allí.
            Así que la novela, con peripecias de disfraces, narra la huida de Arteaga y Aviraneta, su paso por Alemania y Holanda y su final en Inglaterra. Con ellos, además del ayudante Ganish, que va y viene y desaparece, viaja Corina, que, salvo en una escena del principio en la que ella y su amiga Gilberta se tiran a Arteaga y a su amigo Ribero, la verdad es que no tiene papel.
            Cuando Leguía, el narrador principal de las Memorias, encuentra estos papeles de Arteaga, siente al principio aversión hacia una narración que le parecía “petulante, con ínfulas aristocráticas y disertaciones genealógicas”. Del narrador dice que “expresaba ideas reaccionarias”, “perjudiciales y anticuadas”. Y remata: “Iba pasando las páginas del cuaderno sin gran curiosidad, cuando tropecé con el nombre de Aviraneta”. Eso sucede en la página 44 de una novela que tiene 135. En esas 44 páginas Baroja ensaya un modo de narrar que llevaba usando desde Los últimos románticos: es la novela de hotel extranjero, las tertulias de gente de diferentes nacionalidades, llena de diplomáticos viejos y gordos y señoritas atractivas y libertinas. Es la novela de pensión pero con gente frívola y cosmopolita en vez de curas y comisionistas. Es una novela con más estrellas.
            Lo divertido es ver cómo Baroja interpreta esa voz que no le gusta. Ensaya el retrato de lo que no es, ni Aviraneta ni Leguía ni él, y lo hace a base de complementos románticos:

            Tuve una época de fiebres y quedé entistecido, aburrido y abandonado. Se me hincharon las articulaciones de las manos y de los pies. En vez de llamar a un médico, no hice caso.
            Por entonces, y en la cama, comencé a leer las obras de Chateaubriand que me había prestado la señorita de Angennes, sobrina de Monsieur de Saint-Trivier.
(…)
            ¡Oh René! ¡Yo he vivido tu vida, he sentido los mismos grandes deseos, el mismo desdén por los vulgares menesteres de la existencia cotidiana, la misma desgarradora pena, la misma niebla espesa de melancolía!

            Afortunadamente, Baroja no insiste mucho en este tono relamido y prefiere escribir con su estilo, y en primera persona, ideas que no comparte. De paso, presenta un cuadro de realistas contra constitucionalistas, reaccionarios contra liberales. Cuando llega Aviraneta a la novela, Baroja cierra el libro de Chateaubriand y se pone a preparar la fuga.
            No nos interesa demasiado aquí el aparato histórico, pero sí la representación de El burgués gentilhombre que todos estos ilustres confinados organizan para divertirse, y el coqueto carnaval con los mismos trajes de teatro. Baroja pinta una acuarela de currutacos y chichisbeos, y en la pieza de Moliére nos viene otra vez Galdós a la memoria, esa teatral La corte de Carlos IV , que sigue siendo uno de los Episodios que más me divierten. No falta el viejo y gordo y la mujer ardiente y resultona, en este caso el matrimonio de Monsieur de Montrever y Gilberta, nombre falso, como todo en esas vidas, que sin embargo deja alguna descripción especialmente sabrosa. Del marido ingenuo dice Baroja que era “un hombre grueso, fuerte, abultado de abdomen, de cabeza redonda, muy calva, patillas pequeñas, nariz corta, y la barba rodeada de tres arrugas de papada”. Con esa pluma de destazar no se puede escribir como escribía Saint-Simon. En todo caso, cuando llega Aviraneta el narrador se deja de posturas.
            A partir de entonces viene lo peor y lo mejor de esta novela. Lo peor es que la fuga se convierte en un reportaje de turismo sin vida. El propio Baroja decía que el viaje estaba hecho “a base de guías antiguas y de estampas”, lo que no quiere decir que abunden las descripciones. Hay dos, la de Utrech y la de Carlsruhe, que sí pueden responder a esa imagen apagada. Pero la de Utrech, por ejemplo, tiene, precisamente, el encanto de una estampa, un encanto propio, no como remedo. Y eso que en ella Baroja comete un error rarísimo en él. Repite en dos párrafos sucesivos la misma expresión: “todo muy ordenado”, y no parece que lo haya hecho adrede.
Sin embargo, entre estampa y estampa, el viaje no deja de ser una retahíla de lugares y tipos extranjeros que hablan mal de los países que no son suyos, con un Ganish que está entre Sancho Panza y los graciosos de teatro, y unas cuantas escenas de humor, alguna de humor negro. También es cervantino el gusto por los disfraces e incluso por el intercambio de disfraces, algo que también aparecía en El escuadrón del Brigante y que ya entonces me recordó a Restauración, la comedia de Eduardo Mendoza.
            Las discusiones siempre son parecidas: “El realista acusaba a Aviraneta de mal español, porque deseaba el triunfo de napoleón contra los aliados; y Aviraneta acusaba al realista de mal francés, porque aspiraba a que los extranjeros venciesen en su patria y realizaran los planes ultraconservadores de Metternich”. Corina, en una de sus escasas intervenciones, suelta una soflama pangermánica: “En toda nación es necesaria una aristocracia inteligente que dirija y una masa que siga, y por lo que ustedes dicen, en España no tienen ni pueblo ni aristocracia.” La novela transcurre en 1813 pero las palabras, escuchadas cien años después, suenan muy elocuentes. Un embajador que se dedica a la cría de pajaritos suelta la tontería del aristócrata de revenido abolengo: “¿Es que usted cree, mi querido señor, que se pierde algo con que mueran cuarenta o cincuenta mil individuos de canalla humana?” Y así sucesivamente.
            Baroja decidió meter la trama en la maleta y limitarse a viajar, pero en ese viaje uno encuentra el germen de lo que años más tarde sería Agonías denuestro tiempo, a mi modo de ver una de sus mejores trilogías. Solo como anticipo de aquellos futuros viajes por Holanda, ya sin estampas, ya con sitios vistos y pisados, ya creo que esta novela corta tiene mucho interés.
            Por lo demás, nos quedaremos con algunas perlas sueltas: la historia macabra “del tabernero de cara triste e indiferente”, tremenda; la historia de la criada rubicunda, con una escena de techo roto y culo en pompa; la del burgomaestre de Altenkirshen, que deseaba la muerte a todos los militares; la historia del alemán “grueso y rojo” que estornudaba en el plato; o, en fin, en el colmo de la incomprensión entre naciones, la del chino relativista.
            Vista así, como viaje con escenas, con escenas tan cervantinas como la del culo de la holandesa, la novela es una breve sucesión de historias apuntadas, pero cuyos personajes más interesantes se quedan sin desarrollo. Si Corina se pone a actuar, a Baroja se le va de páginas la novelilla. Si en vez de mirar cuatro estampas viejas hubiera viajado por los lugares de la ficción, habría escrito Elgran torbellino del mundo.

una intriga tenebrosa

            Tras el acostumbrado prólogo de Leguía, la historia la cuenta el barón de Oinquina, un afrancesado que, en París y en 1840, recuerda una conspiración liberal para matar a Fernando VII que se organizó en 1814. En esa conspiración estaba el general Renovales, de quien Baroja tenía documentos inéditos que incorporar a la novela.
            En esa conspiración está Aviraneta, y es la monda. En bastantes fases de la novela se transparenta que Baroja se lo está pasando en grande, con ese Oriente Montijano que organiza una red de conspiradores masónicos que se comunica con un cajón de zapatero puesto en plena calle, donde meten con disimulo los mensajes secretos. En ese tono un poco disparatado con que transcurre todo brilla la aparición de María Visconti, que llega a la novela para vengar la muerte de su hermano. Ella y Conchita, tu Conchita, son las dos mujeres que, a diferencia de la anterior novela corta, sí tienen más de una frase. Esta María, mezclada con la Coral de la última novela corta, sabe otra vez a Mendoza. Conchita es al narrador lo que Corito es a Leguía, solo que en este caso el novio rescata a la muchacha de las garras de su padre.
            Pero María Visconti sí entra en la trama. Su narración de cómo el cura inquisidor dejó morir a su hermano por una tontería de nada deja embobados a Oiquina, a Aviraneta y al lector, y Baroja aprovecha para continuar la narración en una historia de parejas dobles disfrazadas, tan habitual en estas últimas novelas, hasta que interrumpe la trama con unas cuantas páginas sobre Renovales.
            Cuando se reanuda, empieza el divertido relato de cómo intentó ponerse en práctica la conspiración. La novela baja a las callejuelas de Madrid con Fernando VII y su querida, Pepa la Malagueña, y unos preparativos del magnicidio llenos de zaguanes oscuros y escaleras crujientes y ventanucos, de pisos de alquiler y patios traseros de inmundas pensiones. Baroja siempre escoge los raptos y las emboscadas porque así describe cuartos antiguos y callejones sin luz. En medio de los hilarantes preparativos, saca a pasear a Corpas, uno de esos malos que con diferentes nombres siempre irán acechando a Aviraneta de ahora en adelante. En este espionaje de vecindario, no falta una reunión clandestina en la que todos se ponen ciegos de vino, incluido Aviraneta, pero también un cura repulsivo, el padre Madruga, “pequeño, negro, de movimientos rápidos y violentos. Tenía los ojos brillantes de un animal selvático, el afeitado de la barba muy azul, la boca saliente, con morro, y los dientes amarillos”. Este cura resulta ser el objetivo de la venganza de María Coral, digo, de María Visconti.
            Y la acción está, para entendernos, entre Pepe Gotera y Otilio y La venganza de El Zorro: “Lo detuve y forcejeamos. Estábamos luchando, cuando a la luz de la linterna apareció Aviraneta, de pronto, con un antifaz negro en la cara y un puñal en la mano derecha”. Como en muchas otras novelas, la cosa termina como el rosario de la Aurora, a las afueras de Madrid, en una venta abandonada donde vive un verdugo que es como aquel que aparece en Lafamilia de Errotacho y que tiene una presencia de ánimo admirable.
            La novelilla es, insisto, muy divertida, y creciente el recuerdo de Eduardo Mendoza. Quizá nos habríamos apañado igual sin esas páginas de Renovales, que remansan un poco el desenfadado cabalgar de la novela, y en su lugar habríamos pasado más rato con la fascinante María Visconti. Pero en más de una novela se nota que Baroja remete los datos todos juntos, como si los encuadernase de ficción. En este caso, el coronel Renovales está en un cartapacio que Baroja mete dentro de una acción un tanto desmadrada cuya gracia reside precisamente en sus limitaciones. Las estratagemas de Baroja son de andar por casa. Los astucias de Aviraneta, recursos de ahorrador. No creo que haya habido nunca un héroe de acción que saliese más barato que Aviraneta. Con una cuerda y un trastero tiene más que suficiente para atentar contra Su Majestad el Rey.

La mano cortada

            La tercera pieza es la más breve de todas y la más desmadrada. Es, dice el subtítulo, una historia de tierra caliente, lo que nos cuelga irremediablemente del prejuicio de compararla con la Sonata de estío. Aquí Baroja se deja llevar del buen humor, y en ningún momento echamos de menos a la niña Chole. Es otra cosa.
            La historia la cuenta don José Antonio Alzate, un vasco que coincidió en Méjico con Aviraneta, y que habla, en presencia de Leguía, en la botica de don Rafael Baroja. Sucede entre 1816 y 1817 en una Veracruz llena de casuchas blancas y de zopilotes. Allí Aviraneta se doctora en bajos fondos, en acabado ejemplo de una de esas incorregibles opiniones de Baroja: “Estos países americanos, que han heredado todo lo malo de los españoles, adoran al bravucón y al Tenorio”. Ambas cosas es Aviraneta, que seduce a la hija de un criollo acaudalado, Coral, una mala de la estirpe de Doña Bárbara: “Coral, la hija menor, era una mujer soberbia. Tenía la piel blanca y muy mate, el pelo rizado, los ojos azules, claros, ardientes; la boca muy roja y las manos y los pies pequeñísimos. Vestía casi siempre de negro, trajes de seda, e iba llena de joyas.”
            Esta “Mesalina criolla” da lugar a un engranaje argumental más elaborado que en otras novelas más largas. Volkonski, compañero de Aviraneta en la búsqueda de minas de plata, confiesa que tuvo amores con Coral antes de que Aviraneta la pretendiera. Aviraneta, Eneas pragmático, abandona sin más a Coral, la Dido viciosa, y en ese momento Baroja introduce un fajo de datos históricos en el que está metido también Renovales.
            Pero la intriga se reanuda, Volkonski muere y Aviraneta se ahora docenas de deducciones y enseguida da con los asesinos. Eso sí, la escena de la alcahueta soplona es memorable. El remate final es puro Baroja: Aviraneta no remueve cielo y tierra hasta dar con el cadáver de Volkonski para honrar al amigo o encartar a su asesina, sino para recuperar los mapas de las minas de plata que el muerto llevaba en el bolsillo.
            Así que, salvo la primera, algo más deslavazada, las otras dos no solo funcionan perfectamente como novelas cortas sino que saben a un Baroja jovial, contento, chistoso, menos encogido de ánimo que en otras ocasiones. Como siempre, cuanto más inventa, cuanto más desparrama, más disfruta uno. Por eso, quizá, la última y más breve, “toda inventada y sin base en la realidad”, sea un delicioso final para el “orden de batalla” con que había editado la novela.
            Y por supuesto queda la certeza de que cualquier estudioso que quiera rascar en la genealogía literaria de Eduardo Mendoza debe pasarse por este libro.

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