17.6.15

El hábito y la pruina

               

La pruina es esa fina capa de cera que recubre las uvas y que normalmente quitamos refrescándolas con agua para que brillen los tonos dorados y violetas. Las uvas parecen más carnosas, más jugosas y más vivas cuando no tienen la pruina, pero la pruina es precisamente su vestido, la que las identifica como uvas del mismo modo que el hábito identifica al monje carnoso que lleva dentro. Hemos visto muchas uvas lozanas, honor de Baco, conservadas en una mitología sin pruina, sin velo real. Pero esta tarde he ido a ver la exposición de Zurbarán que hay en el Thyssen, y todas las uvas tenían su pruina y todos los monjes su hábito.
Hay muchos bodegones de altas cestas llenas de manzanas, con el orden simple y la composición sencilla del Bodegón con cacharros, quizá el más famoso de Zurbarán junto al Carnero con las patas atadas, del que hay dos versiones, una de ellas la célebre de lana apelmazada, de vedijas encostradas, otra dedicación abnegada como la del hábito de San Serapio. Solo una de las dos versiones tiene esa sonrisa involuntaria del carnero sin la que el cuadro sería bastante más frío.
  Pero hay dos espléndidos: uno de uvas blancas, de ocres dorados verdosos, y otro que parece una ilustración para el célebre bodegón en verso que escribió Fray Plácido de Aguilar en mitad de la fábula de Siringa y Pan, y que se conserva en los Cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina. Lleva cardo, membrillo, uva, granada pechiabierta y hojas de parra. En el tono mortecino general, con las hojas ya duras, de un verde reseco, invadido por debajo de amarillo, estalla el rojo de la mangrana y la camuesa arrebolada.
Los membrillos, sin embargo, no tienen esa pelusa que es la pruina del membrillo. No la tienen no porque no la haya querido pintar Zurbarán, sino porque ya están un poco sunsidos, encogidos, y al amarillo de limones salvajes se le ha puesto ya un tono verdoso amarronado, y la pelusa se le ha caído por completo.


               Ya dijimos que el bodegón, el still life, es un punto en el movimiento hacia la muerte. A Sánchez Cotán le gustaba más la sazón, pero Zurbarán insiste en el verdor oscuro, en el ocre macilento de la muerte. Esos membrillos tienen ya el tono reseco y apagado de la calavera que sostiene San Francisco en uno de los más hermosos cuadros de la exposición.
Es una calavera sin hervir, no son los albentia ossa sino huesos pardos con toda la fauna y la flora de la muerte, como una roña húmeda, una pruina mugrienta. Calaveras y membrillos comparten el verdor mohoso, amostazado y sucio, con un fondo ocre que es el que, en muy diferentes grados, llena los hábitos de estameña.
En el caso de San Francisco, esas líneas abstractas de los pliegues, esa simetría vertical y humildemente puntiaguda, el hábito recto y con apresto, oscuro, pardusco, pero también con el movimiento que le concede el pie izquierdo levemente adelantado, esa simplicidad de formas en mitad del multiforme ocre de la reflexión y de la muerte hace que ahora nos resulte un cuadro moderno, traducible a símbolo de pocos trazos, humilde y enhiesto, simple y delicado, con la mirada a oscuras, en la sombra densa del capuz, absorta en el cráneo que reposa entre sus manos. El cráneo que también es pardo oscuro, parecido al de la cara, algo oriental, y de la misma gama que el hábito, de un color zen franciscano. Impresionante.
               Y no, no era el más conocido. Otros monjes con otras estameñas menos minuciosas nos suenan más familiares. La severidad matérica del hábito de San Francisco es en otros monjes delicada sombra, esfumato prudente. Cambian los volúmenes del paño basto, llenos de almidón como en el caso de fray Pedro Machado, más sedoso y elegante en el de fray Pedro de Oña; de blanco mortuorio en el entierro de San Pedro Nolasco, de cálido trigueño en el cuerpo desgarrado de San Serapio.
               En este ámbito de tonos austeros, casi desentonaba el retrato de San Ambrosio, con capelo cardenalicio y tiara y báculo y estola de terciopelo rojo y un aire de desbordante autosatisfacción. Donde hay color no hay ascetismo. El color era el rojo de los granos que se le salen a las granadas, el hilo amarillo por donde se revienta un higo. Pero estos colores son atributos de la soberbia. San Ambrosio no mira a Dios, tan solo tiene la barbilla levantada. Fulgen por encima del ropón las joyas de colores, la cruz de piedras azules, zafiros o aguamarinas, el báculo dorado. El contraste con las delicadezas esenciales de San Serapio es violentísimo, como salir de un largo túnel de recogimiento al solazo de la vanidad.
Del San Serapio ya comenté que lo había adoptado como símbolo suficiente después de leer lo que contaba de él Cees Nooteboom en El desvío a Santiago. El hábito pulcro, de pliegues ordenados con delicadeza, esconde el cuerpo de un joven fraile al que le acaban de sacar las tripas. Está colgado de las muñecas y la cara ya reposa exangüe sobre uno de los hombros. No se ve una gota de sangre por ninguna parte. Lo único rojo es el escapulario impoluto que le cuelga de la casulla. La cara tiene el alivio de la muerte, que no borra el último gesto, pero lo amortigua. La sangre también ha desaparecido de la cara, solo quedan rastros violáceos en los párpados y en los labios. El fondo oscuro, marronoso, se funde con el cabello. Hay bondad en los ojos cerrados, pero sobre todo en la boca, que no se estira con la crispación del que ha luchado, ni tampoco el abandono. Es el dolor de la bondad herida. Era joven Serapio. La vejez que envuelve el cuadro es la de la muerte.


Pero el rostro está en un pudoroso segundo plano. No hay nada no piadoso en el retrato del cadáver. Las manos que cuelgan de las cuerdas no están sueltas pero tampoco agarrotadas (una de ellas, la derecha, está en periodo de restauración, lo que hay es un parche), y lo que anega el cuadro con su luz y su laboriosa humildad es el hermoso hábito blanco recién lavado, blanco roto deocres y grises, el mismo que inunda entre sombras la cara y las manos del muerto. Cae la luz sobre los pliegues de una arpillera suave como el lino. La casulla se abre un poco para vislumbrar el cuerpo del hábito, los pliegues ceñidos por un cordón en dulce curvatura. Con mimo lo cubrieron sus hermanos, con respeto lo retrató el pintor.
Este cuadro plantea la elusión como fundamento del arte. Donde otros verían cuerpos lacerados, sobre todo ahora, Zurbarán ve un hermoso lienzo que es como los campos de cereal de Patinir, pintado con abnegación, con afecto, como sin presionar en la superficie, para conservar esa sensación de infinita limpieza que desprende el hábito. El ascetismo es pintar ese hábito, representar la piedad con que invitamos a mirar al mártir. Y es una invitación convincente porque está hecha con los colores que nos hacen sentirnos buenos. La combinación de verde, ocre y gris, en tonos muy claros, siempre da sensación de limpieza interior, espiritual, no corporal, que a esa le pega más el azul. El cuadro nos abriga con el hábito de la cruda intemperie de San Serapio, en su cuidadosa pero no perfeccionista disposición de los pliegues está la firma de un sentimiento y de una aspiración. El carácter mismo de San Serapio, supongo (y por la bondad que transmite el rictus con que falleció no es que sea mucho suponer), es esa amplia mancha clara que tapa el horror, pero no la verdad. Hay un sentido de revelación en este amortajamiento, de comprensión definitiva. Lo que oculta la causa terrenal de su muerte es lo que nos revela el sentido de su vida. 

5.6.15

Matar al abuelo


Las deficiencias de este libro no terminan en la puntuación. Alberca no escribe: empalma datos. Tiene una partitura, la Biografía cronológica y epistolario de Juan Antonio Hormigón, obra, esa sí, canónica, cuya última edición data de 2006 y que Alberca utiliza profusamente sin citarla. Tiene el mal gusto de recurrir a los pasajes ya citados por Hormigón mediante la referencia bibliográfica original, con lo fácil y honesto que habría sido, en cada caso, citar las fuentes intermedias. Eso sí, algo antiestético habría resultado porque tendría que infestar el libro entero. En todo caso sorprende que Alberca se apresure no a citar a Hormigón sino a decir que su libro no es una cronología. Desde el punto de vista formal, solo hay una diferencia entre la cronología de Hormigón y la biografía de Alberca: la de Hormigón tiene más puntos y aparte, porque el orden y el contenido vienen a ser los mismos. Alberca ha rodrigado en los volúmenes de Hormigón sus pesquisas periodísticas, ahora tan fáciles de conseguir, tan sobreabundantes y tan distorsionadoras cuando se manejan para justificar obcecaciones. En cambio, muchos detalles de la vida personal de Valle-Inclán, testimonios que nos hablan de su vida privada o, sobre todo, de la visión que de él tenían sus amigos, y que Hormigón transcribe, Alberca no considera necesario aportarlos. El epistolario está infrautilizado con respecto a la información periodística, y eso, tratándose de Valle-Inclán, es la clave de una buena biografía.
La cosa viene de lejos. Alberca y González ya publicaron una biografía en 1995. Hablando de ella y de la de Robert Lima, Hormigón anota lo siguiente:

"En ambos casos sus autores han rastreado algunas fuentes no contempladas anteriormente, aunque subsisten algunas inexactitudes y muchas ausencias. Sin embargo lo más notorio de ambos trabajos reside en el apriorismo ideológico en la observación del personaje. Los hechos son interpretados de forma bastante unidireccional, intentando contradecirlos en cierto modo para preservar algunos supuestos religiosos y políticos que a su entender mantuvo Valle-Inclán hasta su muerte. Lástima que la terca realidad de los hechos muestre con nitidez lo contrario".

Es la crítica más exacta que, veinte años después de aquel intento, puede hacerse de esta nueva biografía escrita por Alberca, que me está recordando mucho a la que escribió Gil Bera, Baroja y el miedo, con lo que en su momento yo llamé prosa de delator, concebida para desacreditar al biografiado, agrandar sus episodios menos edificantes, tapar las luces que puedan aclarar actuaciones, dar importancia exagerada a detalles banales, sacar conclusiones malévolas y gratuitas. Se trata de arrancar la máscara, de desvelar la verdad, es decir, de mentir con ventaja. Por eso es tan desagradable leer este libro de Alberca, porque entre él y Valle-Inclán hay un mundo insalvable. Alberca se empeña en presentarnos a un sujeto extravagante y despótico, señorito de provincias que vivió del momio toda su vida, pendenciero y fracasado, vago, mal marido y “ultratradicionalista” (sic), y por supuesto un abnegado carlista y un católico tridentino. Descendiendo a las alcantarillas de la información, se empeña en exprimir cartas de cortesía galante para sacar tomate y juzgarlo con gazmoña severidad, algo que debe de estar de moda porque hace poco ya nos encontramos con lo mismo en el libro de cotilleos sobre Dickens que escribió Tomalin. Cuando uno tiene al lado, abierta por el año correspondiente, la obra de Hormigón, ve cómo Alberca insiste en los flirteos o se calla o cita de pasada, por ejemplo, las conversaciones de Josefina Blanco con Margarita Nelken, que sí reproduce Hormigón y dan una idea bastante aproximada de algo que Alberca no ha entendido: que la biografía de Valle-Inclán es la de una persona pero también la de un personaje, y que no se puede confundir lo uno con lo otro.
               En los tiempos de la Generación del 98, la onda expansiva de la modernidad seguía viniendo del pasado. Valle-Inclán, como hicieron Unamuno, Baroja o Machado, aunque desde luego con diferente intensidad y persistencia, se ocupó de crear un personaje público, una imagen distintiva, una estatua ambulante. Alguien se habrá fijado en la extraordinaria naturalidad de la estatua de Valle-Inclán en Recoletos, en su papel de gran patriarca del teatro contemporáneo, o el extremo realismo de la que Pablo Serrano esculpió de Unamuno, rocoso, cortante, atormentado por el peso de las paradojas. ¿Alguien diría que la estatua de Baroja en el Retiro es solo la de un escritor con abrigo y no la del escritor con abrigo? Quizá quien con más ahínco lo intentó y menos lo consiguió fue Azorín, que queda como un anciano pulcro de misa de siete. ¿Y Machado, el personaje Machado, no es el paradigma de la bondad en el buen sentido, del poeta retraído, transido, demasiado tímido como para levitar pero valiente a la hora de nombrar?
               De todos ellos, Valle-Inclán es el que más rigores estéticos se impuso, y el que con más valor los mantuvo hasta el final. El joven don Ramón forma una estampa baudeleriana: el de qué se habla, que me opongo de Unamuno, pero llevado al terreno teatral. El dandi genuino tiene que escandalizar a los otros dandis que quieren parecerse a él, y desde el momento en que sus criterios de comportamiento público responden a una estética muy definida, orgullosamente artificial, su cultivo exige un constante desarrollo al margen de la vida del hogar, que sigue por sus cauces naturales de lealtad a las pequeñas cosas. El Valle-Inclán que nos llega de los periódicos y de los chismes es el personaje creado por Valle-Inclán para salir de casa, solo eso, pero no para pasarse medio año en aldeas gallegas, entregado a una vida sin máscaras y al oficio de crear. Hay muchos detalles en Hormigón (escasísimos en Alberca) que nos acercan a ese Valle familiar, vecinal, de favores pequeños a los amigos del pueblo, de disfrutar de ellos sin cometer la torpeza de recitar a Zorrilla. No hay un solo pasaje que cite Alberca en el que pueda acusarse a Valle-Inclán de traidor o de mal amigo, por más que insista en que sus desencuentros con las compañías teatrales obedecieron solo a su soberbia y a que había fracasado con el público. Qué insistencia, qué odiosa insistencia en emplear la palabra fracaso.
               Se trata de algo tan simple, en fin, como que Valle-Inclán cultivó su personaje público, y que los periódicos fueron los fedatarios de sus lances, pero no de su persona. Decir, por ejemplo, que Valle-Inclán era un facha muy comprometido con el partido carlista y que no era solo una postura estética, amparándose en la campaña promocional de La guerra carlista,  es no haber entendido qué es un personaje. Ingenuamente, Alberca reconoce que sus amigos y contemporáneos se lo tomaban a broma, pero él sí se lo cree, la persona es rea de sus actuaciones públicas, como esos moralistas de sainete que van con un silbato por las vidas ajenas y pitan a todo lo que se mueve.
               No es cuestión de detallar aquí en qué consiste el personaje Valle-Inclán. Está claramente expuesto en su obra, que Alberca prácticamente no utiliza. La vida de un hombre como Valle-Inclán nace de su obra, por poco autobiográfica que sea, porque lo que nos interesa es cómo convivió el autor con su estética, de qué modo se desarrolló, qué carácter vigila tras las máscaras. Salvo parafrasear las piezas que escribió en el frente francés, no se ve por ningún lado la lectura atenta de la obra del autor que biografía. Son más importantes las gacetillas. Es más definitivo descubrir que Valle-Inclán estaba creando en Galicia mientras tenía que estar fichando como profesor en Madrid. Alberca lo acusa de camastrón, de mal funcionario y de vivir del momio, sin molestarse en estudiar lo que estaba escribiendo en la aldea, pero siempre con ese tonillo santurrón con que da el biógrafo lecciones de moral y salpica el texto de chismes sin fundamento. Es curioso, por ejemplo, su empeño en que Josefina Blanco y él se llevaron siempre mal, y no solo en el doloroso episodio final de su matrimonio. Sin pruebas de ninguna clase anteriores al esperpéntico juicio de separación, sugiere que Valle-Inclán era un putero (las “cocotas” que cita no sé cuántas veces, cuando ni siquiera se sabe si hubo una vez) que dejaba a la mujer encerrada en casa y flirteaba sin rebozo con las pelanduscas más libertinas que se paseaban por la Castellana. La moralina que queda colgando, por supuesto, es que, claro, con ese hombre… Es como si antes de narrar los ataques de celos de Josefina, cuando Valle ya era un señor de 65 años, diese por supuesto que siempre habían sucedido, a pesar de que, cuando Josefina los denunció, el autor dé por hecho que la mujer se había ido del tiesto.
               Pero ¿y si todas estas tonterías fuesen ciertas? ¿No ha leído el señor Alberca ningún otro libro sobre la misma época? La tarea del biógrafo es comprender una vida, no instruir un sumario. Nos interesa el creador, no las conjeturas de vieja beata ni los informes de huelebraguetas. Y, en cualquier caso, un poco de rigor. A veces pensamos que la proliferación de documentos garantiza su pertinencia, que los libros gordos también son serios, pero el acceso a la información no regala también la perspicacia para entenderla y saberla cribar. Es sintomático, por ejemplo, que en la parte final del libro, cuando sobre todo emplea epistolarios privados, la narración, a pesar de las cuñas insidiosas, es mucho más seria. En sus años finales da la sensación de que el biógrafo quiere tirar de condescendencia y admitir todo lo que durante el libro estuvo negando. Pero antes hay muchos ejemplos de a qué grado de mezquindad puede llevar esta cargamento de sueltos de periódico y de frases sin contexto. Casi al azar encuentro dos, significativos en cuanto a que hacen referencia a dos de sus principales obsesiones: que Valle-Inclán siempre fue un autor fracasado y que nunca renunció a su credo carlista.
               Sabido es que en 1918 se habló de Valle-Inclán como posible candidato por Noya, en la ría de Muros, encabezando la agrupación jaimista. Varios periódicos gallegos dieron la noticia pero nadie se hizo eco. Nadie se rasgó las vestiduras ni aprovechó para echar leña al fuego, lo que quiere decir que aquello no tuvo mayor trascendencia. De hecho, muy probablemente se trató de un rumor del que ni el propio Valle estaba al corriente. Su importancia es suficiente, en todo caso, para que Alberca lo utilice como prueba del carlismo retrógrado y recalcitrante que animó siempre a “nuestro hombre”, como lo llama constantemente, casi en cada página, a falta de más riqueza lingüística, y digo esto último porque el propio Alberca se permite comentarios como que algún que otro título teatral responde a que “no se le ocurrió nada mejor”.
               Si de veras hubiese sido un historiador concienzudo, habría citado alguna línea más del libro de donde copió la información, y habría dicho que la facción jaimista no era más que una agrupación vecinal que quería sacarse de encima como fuera al cacique del pueblo y que necesitaba una cabeza visible que concitase votos y voluntades. Es discutible si Valle-Inclán era o no esa cabeza visible, pero no para qué habría servido su candidatura y qué propósitos podrían haberla estimulado. Esas certezas alternan con las ideas sociales, muy explícitas, que formuló Valle, y que, por ser de izquierdas, a su biógrafo le resultan sospechosas. A eso se le llama rigor científico.
               En otro pasaje desafortunado, Alberca parafrasea de mala manera fragmentos de La media noche, la visión astral del frente francés, y cita una frase del prólogo. Esa Breve noticia que encabeza el reportaje novelado es un documento importantísimo para entender la evolución estética de Valle-Inclán y su vínculo con la modernidad y la vanguardia, porque si, por una parte, defiende una perspectiva cenital, coral, de tiempo real diluido entre los personajes, es decir lo que desde los tiempos del Caleidoscopio de Verlaine proponían los simbolistas, su manera de plantearlo está más cerca de, si me apuran, la estética cubista. Valle-Inclán está puliendo su concepción demiúrgica y planteando unas cuestiones de perspectiva literaria que no solo ajustarán su estética al mundo contemporáneo a través del esperpento, sino que anuncian modos de novelar que unos cuantos años después nos resultarán de lo más moderno.
               Al final del jugoso prólogo, revestido, como siempre, de perfumes teosóficos, Valle-Inclán tira de repertorio y, en un manido ejercicio de captatio, declara románticamente, antes de empezar, que ha fracasado en su empeño. Alberca no dice una palabra de la interesante poética, pero eso del fracaso lo cita al pie de la letra y de paso lo descontextualiza, es decir, como si Valle, en verdad, fuera consciente de su fracaso como escritor.
               Tampoco quiero comparar año por año los dos libros, la magnífica cronología de Hormigón y la fraudulenta biografía de Alberca, repetitiva, cansina, como aquel que tiene una lista de datos y los va empalmando sin preocuparse de la concinnitas. Tampoco hay que dedicarle más tiempo del imprescindible. Pero sí he visto dos detalles que me parecen modernos en el peor de los sentidos, es decir, vicios de la era digital. La acumulación deforma, tergiversa, da apariencia de rigor cuando solo es información sesgada sin estructurar. Es típico de internet. Lo que ya no es tan típico es esta necesidad de matar al abuelo, de la verdad como descrédito, de juzgar a los muertos desde el mundo de los vivos, con sus mismas perspectivas, sin entenderlos. El que quiera respirar una época en esta biografía lo tiene difícil. Hasta su descripción del Madrid de finales de siglo es falsa por exagerada, y es exagerada por descontextualizada.
               Los lectores de Heródoto saben que a la historia no le importa que sean verdad o mentira las creencias incomprobables, sino el hecho de que hay gente que las tiene. Eso es lo histórico. El personaje Valle-Inclán es lo histórico. Su biografía no deja de ser un estudio de la construcción del personaje, no un juicio de faltas. Azaña, Rivas Chérif y otros amigos muy poco carlistas se dieron cuenta de que este hombre necesitaba un mecenazgo para sacar la portentosa página literaria que llevaba dentro. Alberca solo se entera de que, como profesor de la Escuela de Arte, se fumaba las clases, o de que cuando estuvo en Italia pronunció palabras favorables al fascismo. No entiende lo que sus contemporáneos sí entendían, y eso que su procedimiento siempre era el mismo: primero, cualquier comentario suyo se magnificaba; luego, cuando ya estaba el asunto maduro para el escándalo, Valle-Inclán lo alimentaba reafirmándose. Hasta el último momento supo ser  un dandi.
              Pero la mentalidad de contable que exhibe Alberca solo ve cifras de ventas y esgrime a todas horas la certeza de que Valle-Inclán no pasó hambre, como si fuese otro pecado. Valle-Inclán no necesita un contable, un aficionado a la prensa histórica sin demasiado discernimiento. Un libro sobre Valle-Inclán debe ser un libro brillante, y por eso todas sus biografías, desde la de Melchor Fernández Almagro a las de Ramón Gómez de la Serna o Umbral, incluida la de Robert Lima, mucho más honesta que la de Alberca, lo primero que intentan es estar a la altura del objeto, como si solo desde dentro de la literatura, y no con asientos contables, se pudiera comprender el misterio de Valle-Inclán. 

3.6.15

Tusquets tampoco paga correctores


Se han lucido los miembros del jurado del XXVII Premio Comillas concediendo el galardón a un libro tan malo y tan mal escrito como La espada y la palabra, de Manuel Alberca, presunta biografía “canónica” de Valle-Inclán. Uno está por pensar que las casi ochocientas páginas de apretada tipografía han debido de influir en que José Álvarez Junco, Miguel Ángel Aguilar, Francesc de Carreras, Emilio La Parra, José María Ridao y Josep Maria Ventosa no hayan vetado la deficiente redacción y la perspectiva falsa que embadurna la obra ganadora. Si a eso le sumamos que Tusquets ha sacado una edición deficiente (sin coser y en papel pulp: cuando lo tocas se abolla, cuando lo acaricias te quedas con las letras en la mano), no encuentro a nadie en todo el proceso concursal y editorial que se haya tomado su trabajo en serio.
               Será la crisis. No es la primera vez que me encuentro un tratado de altos vuelos con tantos errores de puntuación. Manuel Alberca tendrá su derecho a despreocuparse de las comas, allá él si no quiere esconder sus carencias sintácticas, pero la editorial Tusquets vulnera su propia credibilidad. Hay de todo: comas mal puestas, tiempos verbales mal usados, errores de concordancia, solecismos, anacolutos… Una joya. A partir de la página 269 comencé a marcar estos errores en el margen de papel lunar. En las siguientes cien páginas encontré al menos 59 errores de redacción, porque en algunas frases hay más de uno. Teniendo en cuenta que el cuerpo del texto ocupa 648 páginas, uno puede esperar alrededor de 400 errores.
               Antes de hablar del libro, que también tiene su aquel, voy a detallarlos, para que nadie me acuse de mentiroso, que es de lo que casi en cada página el autor acusa a Valle-Inclán.

1.      p. 269: Noticias posteriores a 1910, identifican a Luisa como periodista, poeta y traductora de literatura francesa.
2.      P. 271: Como él mismo se encargó de definirse: “Yo no soy orador”.
3.      p. 273: Esta sería la única conferencia, cuyo tema Valle-Inclán no repitió en la tournée.
4.      p. 275: A partir de ahora, cuando es posible o sus compromisos coincidan, el matrimonio viajará junto.
5.      p. 276: Esta circunstancia no le pasó desapercibida, e incrementaría su animadversión hacia los que, en una carta a Azorín llamaba, los “profesores hambrientos…”
6.      p. 277: …con sus calles torcidas y empinadas y sus casas, de madera y chapas del mismo y variado colorido de los buques.
7.      p. 285: Canalejas pretendía, a través de la moderada Ley del Candado suspender durante dos años el asentamiento de nuevas órdenes religiosas.
8.      p. 287: Tal vez este cuadro de un estudiado modernismo dariniano, busca la acogida favorable de su corresponsal.
9.      p. 288: formar parte de la compañía del matrimonio Guerrero-Mendoza era además de rentable, prestigioso, el culmen de una actriz de la época.
10.   p. 291: En la mayoría de las ciudades, además de Valencia, Barcelona, Pamplona, San Sebastián o Bilbao, que tiene previsto visitar en la gira se repite el mismo esquema.
11.   p. 291: Recibe además amuestras de reconocimiento y homenajes-banquetes de sus correligionarios en las diferentes poblaciones a las que cursa visita, en las que la comunión es fuerte como Onteniente y Bocairente.
12.   p. 295: En ese contexto, volvía a argumentar que las guerras carlistas eran la expresión más honrada y fiel de la defensa militar y generosa de los ideales nacionales: el linaje y el mayorazgo, como sus pilares, que a su juicio eran eternos, por encima incluso de la corona y la figura del monarca.
13.   p. 296: A Valle-Inclán y Argamasilla, se les unirán para esta ocasión el médico de Aoiz, señor Lizasoain, y el periodista carlista, Raimundo García, más conocido por el pseudónimo de Garcilaso…
14.   p. 296: Mendoza se fracturó aparatosamente el brazo, Thullier, que viaja con la pareja, se rompió la nariz, y María Guerrero, una clavícula.
15.   p. 296: …don Ramón debió de refugiarse en el palacio-hotel de Reparacea en el valle del Baztán (y lo damos como probable, pues no hay una sola noticia de lo que hizo en esas fechas). Un lugar entonces muy precuentado por la aristocracia inglesa y española para pescar y descansar. Aquel paraje idílico hizo las delicias de nuestro escritor y doblemente. Por sus bellezas naturales y por las resonancias legendarias de las guerras carlistas. Aquel ambiente de distinción aristocrática había de seducirle profundamente. Muy probablemente aprovecharía para concluir…
16.   p. 297: Desde allí escribió a Rubén a propósito de la edición, que de Voces de gesta iba a hacer Mundial Magazine, de París.
17.   p. 297: …Valle-Inclán estuvo presente y, como señala la prensa en la reseña del estreno: “El autor fue llamado a escena repetidas veces”.
18.   p. 299: A finales de ese mismo año en una entrevista, que Javier Bueno le hizo en París…
19.   p. 303: Como en ocasiones anteriores, lo había planificado perfectamente su promoción.
20.   p. 304: Más chocante si añadimos que voces de gesta se estrenó, como acabamos de ver, el 26 de mayo, y si en la obra Josefina Blanco tenía el papel de zagal Garín, Valle-Inclán que gustaba de cuidar los detalles de sus obras antes del estreno, parece muy improbable que se ausentasen de Madrid.
21.   p. 305: A veces incluso más tarde, pues los días que se celebraban dos funciones, una empezaba a las nueve y la segunda, a las doce de la noche. Es posible que Josefina y don Ramón estuviesen acostumbrados a esa vida de horarios cambiados, pero representaban un bstáculo para su relación con Conchita, y para la niña, una anomalía injustificable.
22.   p. 306: Precisamente, y no debería de ignorarse el componente de adicción a las tablas que crean los aplausos en una actriz…
23.   p. 307: La obra duró muy poco tiempo en cartel. Exactamente tres representaciones.
24.   p. 307: Para ello Valle-Inclán había planeado de acuerdo con el periodista del Diario de Navarra, Raimundo García, Garcilaso, amigo y correligionario carlista, una estrategia, que obligase a los empresarios a estrenar la obra en Pamplona.
25.   p. 311: Pero como ya se ha dicho arriba, no pudo perdonarle…
26.   P. 314: El orgullo y el linaje y la memoria de los ancestros…
27.   p. 317: Sin embargo la novela ya citada de Joaquín Argamasilla de la Cerda, vuelve a insistir en su delicado estado de salud…
28.   p. 318: La historia tiene múltiples meandros y podría resultar difícil de seguir con la profusión de opiniones contradictorias entre los protagonistas de la misma, sin embargo, la correspondencia cruzada entre Valle-Inclán y el resto de las partes ayuda a comprender mejor este episodio.
29.   p. 321: …le dejaban en una situación de práctica marginación, al no poder permanecer en un circuito, que de hecho lo excluía.
30.   p. 322: …sabemos por notas y facturas que aprovechaba para hacer provisión de papel para sus futuros libros cuando el precio estaba bajo y lo guardaba en el almacén que disponía en su casa de la calle de Santa Engracia.
31.   p. 322: Debemos rechazar por exageradas las que da el propio autor en entrevistas a la prensa de este tiempo, en las que fantaseaba ingresos de 35.000 o 40.000 pesetas anuales, que nunca pudo alcanzar.
32.   p. 324: En cambio, con otros títulos obtiene menores beneficios y solamente con El embrujado, pérdidas.
33.   p. 332: …el francés tiene el privilegio de convivir con don Ramón y al tiempo hacer una verdadera inmersión en la tierra y en el espíritu del pueblo gallego, del que, a su juicio estaba penetrado el escritor.
34.   p. 332: Caumié fue el primer europeo que se interesó por su obra y, sin duda, que aquel francés culto e ilustre se ocupase de su obra debió de halagarle especialmente.
35.   p. 333: Gracias a Chumié tenemos constancia de que en aquellos meses el proyecto de construirse un pazo, cerca de Villanueva era omnipresente.
36.   p. 333: …tal como se pueden observar en las esbozos.
37.   p. 334: Para decirlo en términos agrícolas, en esta fase de su vida, Valle-Inclán siembra en Galicia y recoge los frutos en Madrid.
38.   p. 334: En cada una de las conferencias anticipa aspectos de este futuro libro, en el que estaba trabajando desde hacía unos años: la psicología del escritor y el medio ambiente, como estímulos creativos, el idealismo místico o la musicalidad del agua.
39.   p. 334: La verdad es que no sabemos mucho más de aquellas dos intervenciones, pues salvo el tradicionalista El Correo español, ningún otro medio se hizo eco de los actos…
40.   p. 335: Por tanto, cuando va a Madrid, trabaja, edita, conferencia y hace proselitismo político y literario.
41.   p. 335: A primeros de enero de 1914, le pidió a Sebastián Miranda que realizase una escultura…
42.   p. 336: Valle-Inclán va a experimentar de la manera más extrema que se pueda imaginar la desgracia y la felicidad, pues pasará de una a otra sin solución de continuidad.
43.   p. 339: Como se recordará, poco después de la muerte del hijo, ya expresó que no quería volver a la casa de Madrid.
44.   p. 339: No está satisfecho que la gestión que Peláez realiza…
45.   p. 340: El hecho de que la relación contractual se prolongase durante ocho años más, permite pensar que, por primera vez, nuestro hombre se encuentra medianamente satisfecho…
46.   p. 346: La jerarquía carlista, con las escasas excepciones que se definieron aliadófilos, tenía, por su parte, serios obstáculos…
47.   p. 346: …cuando publique el libro de La lámpara maravillosa, en febrero de aquel año de 1916, le dedicará el libro.
48.   p. 347: Lo firman un grupo representativo de artistas…
49.   p. 349: No entiende cómo su amigo, al corriente de todos sus desencuentros con Díaz de Mendoza ha podido falsear tanto la verdad…
50.   p. 349: Mientras tanto, tal como ya adelantamos, entre el 16 y el 21 de enero de 1916, da una serie de cinco conferencias…
51.   p. 350: La visita al frente francés, tal como la refería en la carta a Tanis, parecía que la iba a realizar en 1915, sin embargo, se fue retrasando sine díe…
52.   p. 351: En el curso de la conversación le confesó que ya llevaba hecha una idea de lo que debía y no debía ser la guerra.
53.   p. 351: Según Corpus Barga, que, al parecer estuvo presente en la estación del Quai d’Orsay…
54.   p. 352: Pero contra la idea que el propio Corpus dio de la visita de Valle-Inclán, en ningún momento le acompañaría al frente, entre otras razones, porque carecía de autorización. Y como se sabe, y sabía y escribe Corpus mismo, para visitar el frente era necesario seguir un protocolo tan complicado como el que había que hacer en Roma para ver al Papa.
55.   p. 356: A poco de llegar el reputado académico Maurice Barrés le dio la bienvenida en la prensa….
56.   p. 356: Unos días después Pierre Lalo, le regala el oído con un panegírico a su figura…
57.   p. 357: Sin embargo, casi con total seguridad en los días de espera para viajar al frente de Campaña, visitó la fábrica de municiones en la avenida de los Campos Elíseos.
58.   p. 358: Visitó el taller de Zuloaga al que frecuentó en la estancia parisina.
59.   p. 360: No se lo confiesa a nadie, pero lo que ha visto en la guerra le habría transformado.

30.5.15

Palimpsesto

   
Tan solo he leído los cinco fragmentosque publica El País de la versión en castellano contemporáneo del Quijote que ha escrito Andrés Trapiello, suficiente para no interesarme, porque allí ya se adivina que Trapiello se ha limitado a sustituir los arcaísmos con frases y palabras más o menos corrientes, a dejar sus huellas dactilares y a romper sin miramientos la música del original. Es decir, que huele a una versión disfrazada de original, a una impostura.
            Soy entusiasta defensor de las traducciones. A todos esos meapilas que repiten aquello del pálido reflejo del original habría que recordarles que un clásico habla siempre la lengua de nuestro tiempo, y que si Virgilio ha tenido a lo largo de los siglos una hermosa prole de traductores cuya última generación siempre sirve para que los lectores contemporáneos amen al autor antiguo, no se entiende por qué no puede ocurrirle a Cervantes lo mismo. De hecho le ocurre desde hace mucho tiempo, si bien se tiende a la adaptación, es decir, a la poda, mientras que Trapiello no se ha dejado una línea.
            En el mismo artículo, y como ejemplo de lo hecho por Trapiello,  se nombra, equivocadamente, el libro de Charles y Mary Lamb Cuentos de Shakespeare, el libro que, en efecto, han leído, desde el lejano Romanticismo, generaciones de ingleses que o bien después conocieron sus obras íntegras o bien ya siempre llevaron grabados en sus sentimientos a un buen puñado de mitos. Los Lamb escribieron cuentos a cuyos héroes les pasaba lo mismo que a los de Shakespeare, pero no cometieron la torpeza de reajustar el original porque entonces no habrían surtido ningún efecto. Llevo usando ese libro en clase unos cuantos años, desde que apareció la versión española, y es bueno porque son buenos los cuentos, no porque estén escritos al pie de la letra.
No basta con meter en el texto las notas a pie de página, que en el fondo es lo que ha debido de hacer A.T. para victoria final de Francisco Rico, quien lleva años asediando el texto, cultivando un ejército de ácaros eruditos que de momento se posaban como cagaditas de ratón en la limpia prosa de Cervantes, y que ahora ya se la han comido. Da la sensación de que el mismo Rico le haya encargado unos trabajos de escribanía con la vaga promesa de un sillón en la Academia.
Yo sí soy partidario de escribir una versión moderna del Quijote, pero no así. Quien abrió la senda buena fue Edith Grossman, en 2003, cuando publicó una traducción del Quijote con un inglés del siglo XXI, sin barnices arcaizantes. Fue un gran éxito de ventas en Estados Unidos, y sirvió para una de esas humoradas narcisistas de García Márquez, cuyas obras también había traducido Grossman: “Me han dicho que me pones los cuernos con Cervantes”, le dijo. El primer párrafo se podría traducir del inglés más o menos así:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un caballero de esos que tienen una lanza y un escudo antiguo en una percha y que guardan un caballo flaco y un galgo corredor. Un cocido de vez en cuando, la ternera más frecuente que el cordero, un revuelto casi cada noche, huevos y abstinencia los sábados, lentejas los viernes y el pichón de los domingos, y con esto consumía las tres cuartas partes de su renta. El resto se le iba en una túnica de lana fina y unos bombachos de terciopelo y calzas del mismo material para los días de fiesta, mientras que en los días de diario se distinguía con paño recio de color pardo.

La versión de Trapiello:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un hidalgo de los de lanza ya olvidada, escudo antiguo, rocín flaco y galgo corredor. Consumían tres partes de su hacienda una olla con algo más de vaca que carnero, ropa vieja casi todas las noches, huevos con torreznos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos. El resto de ella lo concluían un sayo de velarte negro y, para las fiestas, calzas de terciopelo con sus pantuflos a juego, y se honraba entre semana con un traje pardo de lo más fino.

            ¿Cuál es la diferencia? Salvo la primera frase, imprescindible, y el hermoso corredor, he conseguido abstraerme de mi propia memoria y traducir del inglés lo que había traducido Edith Grossman del español. Incluso he mantenido las interpretaciones  discutibles, como la de vellorí  o salpicón, y he traducido acaso demasiado literalmente la traducción que da ella de duelos y quebrantos. Lo de Trapiello no es, propiamente, una traducción sino una aclaración escrita encima del original. Se ve a Cervantes por detrás de las franjas de typex sobre las que Trapiello ha escrito su versión moderna. Y, por otra parte, si un lector puede seguir el injerto de Trapiello, no veo por qué no habría de seguir igual de bien el original de don Miguel.
            La razón por la que en España disfrutamos más de Dickens que de Galdós es que a Dickens lo leemos traducido. Una traducción es un texto diferente, una interpretación enteramente nueva, una voz distinta que no es solo un doblaje. Traducir es salirse de un original y entrar en otro, no maquillarlo. Pero bueno, Trapiello dice que lleva catorce años escribiéndolo, y no seré yo el que afee un esfuerzo tan constante y meritorio ni quien desacredite lo que no ha leído. Ojalá, además del sillón de la Academia, le den la Medalla al Mérito en el Trabajo, que Trapiello luciría con empaque.

24.5.15

Al abrigo de Ferlosio


                El tormentoso fin de curso ha hecho que orillase los placeres barojianos para atender a más urgentes lecturas, pero en la travesía he llevado siempre un libro que se ha convertido en una especie de Kempis, en un libro de horas, casi en un misal. Se trata de Campo de retamas (pecios reunidos), de Rafael Sánchez Ferlosio, con el que no me recato de soltar discretas carcajadas en el tren o en la sala de espera de la consulta. Es verdad: hace tiempo que no me reía tanto con un libro, aunque ya se sabe que la risa del lector no suele ser producto de los chistes, que, al menos para mí, no tienen ninguna gracia (he intentado varias veces leer a Woodehouse o a Sharpe, o incluso al primer Waugh, y no he pasado de las primeras líneas). No; la risa del lector es más bien un acto de felicidad nacida de la admiración. Es el ingenio crítico, la capacidad observadora, la precisión brillante la que muchas veces nos hace reír con ganas. El propio Ferlosio, en un pecio que, como muchos otros, uno ha leído antes en algún otro sitio (y este, no sé por qué, me recuerda a El geco), echa una inteligente diatriba contra la odiosa simpatía, y se enfada hablando de lo fatuos y cargantes que resultan los simpáticos, siempre mintiendo, y esa seriedad con que Ferlosio avisa de la plaga me resulta mucho más graciosa que un monólogo cómico hecho para reír en lata. Se lo decía el otro día a unos alumnos que tenían que pronunciar un discurso ceremonial: el que hace reír no ríe, y el que hace llorar no llora.
               Pero a veces la risa es solo de admiración, de ojos fijos y tímida sonrisa, sobre todo en una clase de pecios que van salpicando el libro entero, los dedicados a describir un momento en la naturaleza de los animales, como aquellas cosas que escribía Fray Luis de Granada pero con toda la poesía de nuestra época. Recuerdo el pecio del castor que antes de morir quiere ver la luz con sus ojos ciegos, o del mastín que camina con la soga al cuello, rota por el peso antes de estrangularlo, y me acuerdo del cuento de los babuinos y me parece estar leyendo la más alta prosa de nuestro tiempo.


              Y aun otras veces esa risa es la de quien anda metido en un laberinto sintáctico pero está contento porque a pesar de todo el camino es el más lógico, eso que Savater, meneando la cabeza, llama prolijidad y que a mí me parece una forma de conocimiento. El modo de elocución determina el contenido de lo expresado, el registro cambia la naturaleza del mensaje, y esos pecios arduos, tan ricos en subordinaciones como densos de significado, no me llevan, como a Savater, al instintivo ramalazo de pensar que se podría haber dicho lo mismo con menos palabras, entre otras razones porque es el propio Ferlosio quien, cuando lo considera conveniente, utiliza con ejemplar salero el idioma más llano y directo; antes bien me parecen una forma de dignificar lo expresado y rescatarlo de una formulación banal que oculta más que aclara. Ese gran estilo ferlosiano saca las cosas de sus circunstancias, las eleva al rango de la poesía antropológica, un limbo en el que viven otras de muy diferentes épocas que no solo no han envejecido sino que siguen nombrando el mundo más allá del tiempo. Y si además lo hace con ese inconfundible estilo épico que le ha dado para piezas como El escudo de Jotán o El testimonio de Yarfoz, donde se mezcla la prosa de libro sagrado con la del manual de topografía, los pecios se convierten en obras maestras cerradas, frases esculpibles, un cuarto agradable al fondo del pensamiento donde nos sentimos al abrigo de la humillante superficie.
               Muchos de ellos proceden de la lectura de los periódicos, pero de una lectura muy particular. Así como Chomsky se dedicó a buscar toda clase de datos escondidos en los documentos públicos para comprender la estructura de lo que ocurre, Ferlosio busca expresiones, modos de decir, errores involuntarios, o falsos aciertos voluntarios, tópicos manidos, latiguillos, chapuzas subliminales, el rostro del mundo en lo que se dice y se escribe sin pensar en que se habla o se escribe, tan solo en lo que se quiere decir. A veces practica el senderismo de alta montaña con su amigo Agustín García Calvo, sobre todo cuando habla del futuro, y otras acude a lo más pernicioso, a las predicaciones absurdas que se enquistan en el habla de la gente y sin que se den cuenta les van entrando en el cerebro, o en las que llevan enquistadas mucho tiempo en la jerga jurídica (en la que Ferlosio es un artista) y que, por ejemplo, hacen que confundamos lo justo con lo moral.
               El otro día colgué en Facebook un pecio sobre los mítines. Aquí no voy a copiar ninguno porque los copiaría todos. Los pecios de Ferlosio tienen algo de judío como pueden tenerlo los cuentos de Borges, todos contienen una glosa ilimitada, sus formulaciones son tan redondas que se erigen en versículos paradigmáticos, en frases para entender eso u otras muchas cuestiones que de pronto comprendemos que en el fondo son iguales. La sensación de lucidez, de apertura es tan reconfortante como el momento, siempre perceptible, en que sentimos que nos está despareciendo una congestión nasal. En el campo de retamas de Ferlosio el aire llena los pulmones de alegría. Es el gozo intelectual, el espectáculo de la inteligencia, donde, en medio de todos sus melodías sintácticas y conceptuales, a uno no se le ocurre pensar que haya una mota de pedantería por ninguna parte, de limpio y repulido que está todo.
               Aún me quedan unas páginas para reírme a gusto esta semana, mientras mis congéneres pasan el dedo por la pantalla. Tiene 88 años Ferlosio. Antes de retirarse debería escribir unos cuantos pecios sobre el guásap, y eso que estos mismos pecios vienen, muchas veces, que ni pintados para la extensión que requieren las redes sociales. Estas bernardinas, por ejemplo, no caben en Facebook. Yo solo pongo un discreto vínculo al blog. Pero el otro día colgué el pecio de los mítines y todo fueron parabienes. Poner algo en las redes sociales es otro idioma, otro territorio con sus llanadas y sus cumbres, y ahí, todavía, como siempre, Ferlosio tiene mucho que decir.

Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas (Pecios reunidos), Ramdom House, 2015, 195 pp.

23.5.15

El mitin del artista


Ayer mañana, en la parada del autobús, la vecina con la que coincido todos los días, que trabaja en Servicios Sociales en el barrio de San Blas, me contaba que el primer concierto que hubo en Las Vistillas fue de Miguel Ríos, cuando Tierno Galván accedió a la alcaldía. Tierno Galván murió con 68 años. Miguel Ríos, con 71, ha vuelto a dar esta noche un concierto en Las Vistillas.
Esta vez no era por las fiestas sino por el cierre de campaña de IU, o más bien de su amigo Luis García Montero, que minutos antes estuvo dando un mitin. Nosotros hemos bajado cuando hablaba la candidata a la alcaldía, Raquel (estas son unas elecciones de nombres de pila), que no sabía dar un mitin. La viperina Aguirre le reprochó que no tuviera estudios. Miguel Ríos tampoco los tiene y ha dado un mitin mejor que el de Luis García Montero. De nada importan los estudios de Raquel. Importa que no sabe hablar, que lee sin intención, que aburre con tópicos manidos, que nadie la escuchaba. Es más, la gente estaba pendiente de que no se equivocase y terminara cuanto antes, igual que en la fiesta del colegio sale el alumno voluntarioso que no vocaliza y todo el mundo aprieta en silencio para que termine, da igual lo que diga. Una pena.
También había hablado, y nos dio tiempo a ver el mitin casi entero, el juez Baltasar Garzón, que se limitaba a hablar lentamente, como si estuviera dictando a unos alumnos, separando artificialmente las palabras, y rellenando los tiempos muertos con el ridículo todos y todas que luego, cuando habló el poeta, llegaron a su máxima y más absurda expresión. Pero Garzón tampoco sabe dar un mitin. Aquello era un rollo de frases correctas. Desde el punto de vista retórico, Pablo Iglesias ha ganado esta campaña por goleada, porque se ha limitado a respetar el abecé de la dialéctica mitinera: gritar no es hablar en voz alta, gritar es dar gritos, no subir la voz. García Montero se desgañitaba inútilmente con un equipo de sonido excesivo y casi daban ganas de decirle que bajase la voz, que le entendíamos bien, que no chillase frases que no eran gritos. El grito, y eso debería saberlo un poeta, es otra cosa. Pablo Iglesias habla en un ritmo dactílico isócrono que le permite instalarse en el grito permanente, y por eso sus mítines tienen la sintaxis del grito y la fluidez de los versos de Homero, que es el que usa el rimo dactílico: no sómos los únicos hártos de tánta injustícia…, tenémos que echár a los píjos de siémpre…,  y así sucesivamente, con una melodía rítmica que une las epopeyas antiguas y el rap de las plazas duras. En eso ha consistido el éxito de Iglesias, y parece mentira que un poeta tan rematadamente poeta como Luis García Montero no haya sido capaz de aprender la lección.
Antes de que terminase de hablar, de subir el tono para palabras que no son gritos, esto es, de chillar, nos hemos metido en la Trastienda a tomar unas cervezas, pero al salir ya habían terminado los lánguidos discursos y ya estaba actuando Miguel Ríos. No había mucha gente. Izquierda Unida es una reliquia de domingo en el Rastro, de sacos con bocadillos para la sentada, de tradiciones obreras que parecen asociaciones de coches antiguos, con una dirección descuajeringada y ni una sola persona que diga quién es y no es un buen candidato, con independencia de su linaje ideológico.
García Montero había dicho cosas aparentes, sencillas y emotivas, pero como no gritaba, como hablaba, y hablaba chillando, la cosa era forzada, innecesaria, un esfuerzo desgañitador perfectamente gratuito, trufado además hasta la parodia del género doble: “porque vosotros y vosotras tenéis hijos e hijas que todos y todas queremos que salgan adelante y adelanta”. Qué complicación hablar así, qué atraso. El idioma está por encima de la ideología, oiga.
El caso es que nos hemos vuelto a parar con Miguel Ríos. Llevaba un buen grupo y él estaba rechoncho y tarrete, con el cardado ceniciento y un muy medido bailoteo. Y cantaba de puta madre, y las canciones sonaban bien y uno tenía la sensación de que el público mitinero, el de los sacos de bocadillos, no estaba celebrando la consistencia del artista sino la esperanza del partido pobre. Muy bien, muy entero en el escenario. Compárese con Tierno Galván, de terno cruzado, más joven que Ríos y dictando discursos clásicos.
La música era buena, pero la sorpresa ha llegado al acabar la canción. Se le notaba jadeante del esfuerzo pero no ha dado un segundo de tregua al silencio, recuperaba las fuerzas sin dejar de hablar en el tono en el que debería haber hablado Luis García Montero, charlando, modulando, ahora bajo para una broma, ahora subo para una presentación, ahora grito una consigna, no la digo, la grito, y estalla entre el tono moderado como una flor en el prado. Yo he aplaudido un poco antes de comenzar la siguiente pieza, cuando ya se había recuperado y otra vez perneaba con estilo. He aplaudido el discurso, el buen discurso, el buen mitin del artista.

14.5.15

Bochorno y tiempo viejo



          Cinco de la tarde. No se mueve una gota de aire. El cielo está de un blanco sucio, de un blanco arenoso, calimoso, un cielo marciano sin nubes, y por la ventana entran acordes conocidos. Abajo, en el parque, Jaime Urrutia está templando y escupiendo, viejas canciones que me caen como el anticiclón lechoso, el pasodoble Delirios de Grandeza, la tarantela Al calor del amor en un bar, cuántas copas nos tomaríamos en el Cuatro Rosas, en la calle Fomento, con un retrato de Rafael de Paula que yo había visto antes en Atocha, en el bar Chenel, y que luego apareció por allí, poco antes de que Urrutia dejase tirados a sus compañeros de Gabinete Caligari y yo no volviese a comprar un disco suyo. Seguramente Urrutia firmó esas letras que ahora me suenan a tiempo revenido. Cuando deshizo el grupo argumentó que él no quería tocar Camino Soria cuando tuviese ochenta años. Bueno, va para los sesenta y lo sigue tocando, cuando lo contratan, en las fiestas de los pueblos como esta, porque San Isidro, afortunadamente, es una fiesta de pueblo, al menos en el entorno de las Vistillas. En Madrid pervive lo que en provincias lleva años extinguido. Si quieres ver una genuina tienda de ultramarinos, una taberna de verdad, con vermú de grifo y camareros con mandilón, no creo que, salvo acaso por el norte, se puedan encontrar muchos. Y lo mismo pasa con los bailes, en plazuelas, con guirnaldas y farolillos, y no esas discomóviles para hombres primitivos que se estilan por ahí.
          Así eran siempre los conciertos de Gabinete. Recuerdo uno en el parque de atracciones, en un rockódromo que a principios de los 90 ya estaba un poco gris, y otro, con Loquillo, en la calle Argumosa, en Lavapiés. La gente no encendía mecheritos. Levantaba el mini de cerveza y cantaba con ese caer de ojos y torcer de labios con que cantan los borrachos sentimentales. Pero aún estaban Ferni Presas (bajo) y Edi Clavo (batería). Era junio, quizá las fiestas de San Cayetano. Los músicos vestían como neorrealistas italianos, como muchachos de barrio, con el cuello de la camisa levantado y el cigarro en los labios, y una voluta de humo que se retorcía entre los tufos del flequillo. No eran verbenas mejores ni peores. Quién disfrutaría ahora de un baile con piezas de Santana, con un conjunto aficionado que tocaba los solos estilo bandurria porque la guitarra no estiraba las notas. Y quién disfrutaría ahora de un concierto de Bruce Sringsteen tanto como aquel muchacho que bailaba las lentas embriagado de champú. Y ahora, ¿quién baja ahora a ver a un Jaime Urrutia cargado de espaldas, como cilíndrico y sin cuello, esos cuerpos raros que se les quedan a quienes se empeñan en mantener el tipo, esos dientes enormes que se atornillan, esos caracolillos quebradizos como un pámpano seco?
Al concierto no, pero se me estaba acabando el tabaco y de camino me he parado a contemplar su estado. Esta socarrina extemporánea, este andar pesado, este sol hervido es tiempo casi en blanco y negro, quemado de luz. No, Jaime Urrutia sin Gabinete Caligari no me interesó jamás. Él no era la estética que tiempo después abandoné. En vista de cómo le sienta a Urrutia, casi que me alegro de haberme reconvertido en ciudadano transparente. La estética era la de Edi Clavo. Recomiendo un libro suyo, no el que acaba de sacar, sino uno de viajes que apareció en el 99, Grasa. Tengo aún fresco el viaje a una ciudad del norte para cambiar una moto por otra, quizá una Triumph del cincuenta y tantos, y volver tomando los curvones con cuidado. Era la estética sin sonrisa, posmoderna en el sentido de que se trataba de hacer lo que ya no se hacía, vivir en un tiempo sacado de carpetillas de discos en callejones industriales. Clavo escribía con la misma seriedad, sin alharacas, pero con un dominio de la contención que es el lugar borroso de donde nacen ciertas emociones intensas. Urrutia tenía buena voz, pero su estética me resultaba menos estable. Ferni Presas también practicaba el hieratismo, era el amigo larguirucho y silencioso de cuyo aplomo en circunstancias difíciles uno puede estar siempre seguro. Cada cual tenía lo suyo. No era Jaime & his band, que es lo que Urrutia hubiese deseado. Para mí que chocó con esa erudición pop, revisitada, que tan bien dominaba Clavo. Él, Urrutia, quería hacer otras cosas, pero ninguna tan distinguible. Recuerdo cuando salió Private, un disco que les dio mucha fama porque llevaba el sencillo de La culpa fue del cha cha chá. Estaban enfadadísimos porque el productor le había puesto colorines y pomadas a su estética de patilla de hacha. Cuando presentaban el disco era casi para renegar de él. Eso les hizo radicalizarse un poco en sus siguientes discos, en Cien mil vueltas, en Subid la música, hasta que su estética empezó a confundirse en el tiempo con aquella que homenajeaban.
 En fin, que bajé a por tabaco. Y ahí estaba Urrutia, dando órdenes, órgano segundo, por favor, sonriendo sin ganas, encendiéndose un pitillo al resguardo del aire que sigue sin moverse. Me pareció que el del bajo podría ser un Esteban Hirschfield (o algo así) que parecía Ken Loach (el Ken Loach actual) un sábado en el pub. Los demás eran músicos jóvenes. El batería tocaba sin estridencias, pero no era ese toque seco, serio, ágil y económico de los verdaderos especialistas, Clavo tieso como un palo con su camiseta blanca de tirantes, camiseta Marlon Brando, camiseta labrador.
Sigue siendo mayo a pesar del calor insoportable, sigue siendo San Isidro. Creo que el hermano de Jaime Urrutia es crítico taurino, y Jaime el rockero torero, ahora tan difícil de entender. Yo también iba entonces a las Ventas cada día. Me he chupado isidradas enteras, noches de cañas y rabo de toro por los aledaños de la plaza, la monótona mediocridad del pundonor, los destellos efímeros de gloria. Se te iba la juerga en soñar un momento, y el resto de la noche recordarlo con ojos caedizos y la boca ladeada, y un pitillo en la mano. Jaime Urrutia, por lo que he visto, no ha dejado de fumar. Yo tampoco. Es lo único que seguimos teniendo en común con el pasado. 
Parece que se menean las sábanas de la azotea de enfrente. El blanco enfermo del cielo está tomándose un poco de violeta, a ver si descarga una tormenta y se refresca un poco la tarde. Seguro que con aire limpio Cuatro rosas me sonará mejor.

1.5.15

Un cuento de antaño


De tanto leer a Pío Baroja, a veces se me olvida que hay otros autores, así que, en medio de las novelas escritas en guerra, nos hemos dado una tregua con otra de 1935, La nao ‘Capitana’, de Ricardo Baroja. La novela fue Premio Nacional en 1936, el último que se concedió antes de la guerra, y que luego se prolongaría con algún galardón suelto para sujetos de la calaña de García Serrano, hasta que, a partir de 1950, volviera a ponerse serio. El año anterior el premio había sido para un no tan joven Ramón J. Sender por Mr. Witt en el cantón, otra novela que merece la pena leer, con un jurado en el que figuraban, entre otros, Pío Baroja y Antonio Machado. En ese mismo año de 1935 Baroja leía su discurso de ingreso en la Real Academia.
            Ricardo Baroja ya estaba de capa caída. En 1931, con el fragor de la República, había perdido un ojo, y el que le había quedado sano era astigmático. Dejó de grabar y tardó algún tiempo en recuperar una visión suficiente para siquiera dibujar. En 1935, además, murió su madre. La célebre foto del entierro en Vera de Bidasoa da idea del momento en el que uno de los más grandes grabadores españoles de todos los tiempos escribió esta novela.
            Pero en un carácter inquieto e imaginativo como el de Ricardo Baroja no parece que hicieran mucha mella las desgracias a tenor de lo bien que se lo pasó escribiendo La nao capitana. Aparte de bien construida y trabajada, es una novela divertida, tanto por lo que se cuenta como por la contagiosa diversión de quien la cuenta. Más allá de la aventura, del rigor folletinesco de las novelas del mar, tan solo he percibido dos rasgos que no parecen fruto del buen humor: la nostalgia de un modo de escribir perdido y la defensa del autoritarismo imperturbable. Pero en ningún caso las nubes ensombrecen la novela, antes bien forman parte de su encanto.
            La novela narra la travesía que una fragata de la Armada Real Española emprendió en muelle de Sevilla rumbo al Río de la Plata, hacia los años 30 del siglo XVII. En ella va el capitán Diego Ruiz de Arcaute, una familia de nombres largos, con el hidalgo y su señora, Estrella, amén de las hijas de su primer matrimonio, Trinidad y Mencía. También va el viejo campesino castellano, valiente y seco, y el marinero del Bidasoa, intrépido y fiable. Va un nutrido grupo de mujeres que igual podrían estar en un cuadro de Gutiérrez Solana que en uno de Romero de Torres. Van galeotes, marinos corruptibles, y a última hora se cuela un personaje misterioso…

            

Y ocurre todo lo que tiene que ocurrir: la tormenta, el ataque de los piratas, la rebelión a bordo, el pasado tenebroso, el amor y la traición, el asesinato y el ajusticiamiento, incluso el suicidio, la caza de tiburones y las fiebres del trópico, los secretos y las confesiones, y para rematar una versión de la novela morisca que también tiñe de ironía el modelo del que partió y que en el fondo niega.
            La novela es muy teatral, muy Valle-Inclán en sus decorados y en la selección de sus palabras, sobre todo al principio, hasta que la nave va y Ricardo mantiene firme la velocidad de crucero barojiana. Se diría que del uno ha tomado esa nostalgia del decadentismo, de las primeras obras de su amigo Valle-Inclán, y para ello ha vuelto a donde entonces se solía: describir cuadros, más que escenas, y hacer música con palabras de sabor antiguo, en este caso un diccionario entero de léxico marinero que, a pesar de lo que pueda parecer, no resulta excesivo. Su hermano Pío tuvo mucho más cuidado en Los pilotos de altura con usar solo el necesario, pero Ricardo aquí se desmelena en la búsqueda de la frase sonora, que consigue sin menoscabo de la fluidez narrativa. No se me ocurre mejor maridaje literario, si así puede llamarse, entre dos escritores tan distintos como Valle-Inclán y Pío Baroja que esta novela, que no desentonaría en absoluto ahora en los rimeros de novela histórica. Tiene todo lo que ahora busca un editor, pero no en el grado fraudulento en que lo exige. A lo mejor esta novela está demasiado bien escrita para los gustos de ahora.
            Cualquiera hubiera pensado que Ricardo Baroja se dejaría llevar en algún momento por el giro precipitado, pero no: la novela está muy bien medida, con hilos internos que la atan (el inútil castillo de proa) y una historia bien dosificada. Ricardo describe acciones y vistas del mar, repasa minuciosamente el decorado, ensaya puntos de vista: el del juicio al moro intrigante y sus compinches, desde fuera, o el episodio de los latigazos, que parece sacado de Romance de lobos, en este caso con una sorprendente crueldad (como en el cañoneo de la chalupa de los piratas huidos del naufragio) que tiene también, ya digo, su interpretación política. Incluso utiliza un presente narrativo de raíz valleinclanesca que a la prosa le sienta como viento en popa. A pesar de lo minuciosamente documentado del atrezzo (sale hasta un camafeo pintado por Velázquez en sus años mozos), del lastre histórico, la novela no se hunde en ningún momento, antes bien vuela cuando las necesidades narrativas sustituyen a los caprichos estéticos.
            Pero el libro tiene más interés que el puramente literario, el de una forma de posmodernidad anticipada, de practicar un género que se añora con un estilo, distinto, que también se añora. Además de presentar una novela convincente por entretenida y bien armada, Ricardo Baroja la decoró profusamente, “con un medio muy de su predilección, consistente en tomar un cartón negro y dibujar o pintar sobre él con tinta china y pintura blanca, logrando de esta manera parecido efecto al de las xilografías”, según cuenta la solapa. Hay viñetas de varias clases: retratos de los protagonistas, siluetas de los tipos y marinas nocturnas de una expresividad muy llamativa, hermosas escenas a las que se le añade la admiración hacia quien sabe sacar tanta vida de instrumentos tan humildes. En todas se ve la mano maestra de su autor, esa soltura alla prima  que a veces falta en la novela, quizá, curiosamente, por exceso de trabajo. Claro que compensa cualquier defecto lo bien que se lo tuvo que pasar.


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