20.9.15

Aperitivo siciliano


Desde que acabó el curso pasado, en junio, no he sentido la menor inclinación a dejar aquí alguna reseña de lo que leía. Los libros pasaban por mí como el verano, como una vida sin importancia, como esa extrema libertad (es decir, esa indulgencia plenaria) que se tiene cuando aún queda tiempo para tomarse a uno mismo en serio. Siempre me ha gustado como tema literario, por cierto, ese tiempo de agonía, el limbo del estudiante que ya ha decidido que no tiene tiempo material para preparar un examen y sin embargo, ay, aún queda mucho tiempo espiritual para rendirlo. Por mis ojos perezosos pasaron Patricia Highsmith, Virginia Woolf, Mario Puzo, Steven Runciman, el irrelevante Murakami (no sé qué le ven a ese tipo, la verdad) e incluso, a principios de verano, cuando creía que iba a hacer algo, otro libro de Baroja, del que ahora tendré que hablar de memoria o volvérmelo a leer. Pero entonces no tenía sensación de desperdicio. El verano en sí mismo es un blando desperdicio. Solo después de casi una semana de clases ha vuelto la necesidad de tomar notas. La memoria disipada del verano me parece, ahora que tengo mucho menos tiempo libre, casi una falta de respeto. Solo cuando ha vuelto a instalárseme en la oreja una mosca de correcciones y preparaciones reivindico no solo seguir tumbado leyendo un libro sino además dejar constancia escrita para cuando quiera recordar lo que leí.
            Es el sino de los profesores. Más que leer, repostamos. Y tiene que venir otro profesor, en este caso un compañero, a recomendarme un libro para que la máquina lectora y escritora pueda engranarse otra vez. Un libro, para que todo cuadre, escrito por otro profesor, Gesualdo Bufalino, uno de esos autores imprescindibles que uno no había leído nunca, mira. Claro que el hecho de que me lo recomendase Manuel, lector de Bayal y de González Egido (y de Foster–Wallace) facilitó el reingreso en cierto tipo de literatura. A las pocas páginas de Argos el ciego ya me había venido el aroma de hogaza de algunos grandes libros españoles de los 80, La fuente de la edad, Camino de sirga, Juegos de la edad tardía. Son libros que saben a pan, a miga compacta y delicada, un poco tomada del olor a cerrado de las artesas, que dura varias semanas y conforme se va endureciendo adquiere un sabor cada vez más exquisito. ¡Oh las barras de pan de mi primo Benedicto, cómo iba yo recogiendo como un pájaro las migas que quedaban en el hule, mientras los mayores, a los postres, alargaban la conversación! Ese pan sabía a tiempo. Era el pan denso que había comido Cervantes, y la típica prosa del profesor de literatura.
            Argos el ciego, la novela que me acabo de leer de Bufalino, para abrir boca, será todo lo barroca y un tanto surreal que dicen por ahí, pero a mí me parece de un realismo metaficticio conseguidísimo. Me explico. El narrador y protagonista es un profesor en un pueblo de Sicilia que se enamora de las mujeres por solipsismo resignado, y  que por las tardes hace y no hace lo mismo que por la mañana. Es lo mismo porque en sus dedos laten los clásicos que acaba de recitar, y no es lo mismo porque, más que imitarlos, combate la oralidad con que los explicaba. El profesor escribe literatura literaria, y todo ello junto es de una extraordinaria verosimilitud. Se huele la melancolía, el amor a un verso de Virgilio, ese hablar con citas medio escondidas. Émbrotes, me decía un compañero de estudios cuando se me colaba la bola plateada del pin-ball, que es lo que le dijo Aquiles a Héctor en las playas de Troya. Bufalino escribe así, con bromas cultas, con endecasílabos dantescos y adjetivos antepuestos, como si pasase cada frase por un tribunal grecolatino. Traduce la Anábasis con su amada Maria Venera, simpática y pendona, y el mínimo suceder se cuece con la levadura de la poesía clásica. El resultado no es que leamos por hambre de saber sino por vicio de degustar, y que nos riamos de gozo cada vez que Bufalino cuela un cita de Homero. Por lo demás, él mismo, a poco del final, nos resume su aventura:

            Maria Venera amaba a Trubia hasta el escándalo. ¿Y por qué no? Habían hecho juntos incluso un niño; o lo que habría sido un niño. Se había escapado con Gafo, de acuerdo, pero por un feroz puntillo, una necesidad de escarnio en la que desahogar la negrura del corazón. ¿ Y yo? Yo había llegado a tiempo de cerrar el cuadrilátero, en tanto que tropa auxiliar, sometida caballería.
           
Estos profesores viven encadenados a la literatura, se refugian en ella, se consuelan con ella y sobreviven en su soledad gracias a ella, y esto, en el libro de Bufalino, respira verdad. Otra cosa es (me vuelve a venir Landero) que el protagonista, amén de testigo, del que mira desde atrás, sea un poco tontaina, por más que el barroco delicato que utiliza se preste un tanto a ello. Admiramos las palabras, “indecisas entre la poesía excelsa y la prosita recreativa”, como las lecturas de Isolina, pero nos gustaría que el narrador tuviese un poco más de sangre en las venas. La morosidad exquisita redunda en bobería, de modo que nos terminamos la novela, como aquel que dice, a fuerza de pan.
            Pero hay algo muy mediterráneo en todo esto. El protagonista nos remite al hombre aquel de Fellini que se subía al árbol y aullaba como un lobo, voglio una donna... Aquí los tipos zanganean en torno a Maria Venera, sobre todo, o Cecilia o cualquiera de las damas de compañía del señor Nitto, y el recuerdo del amor es un husmear perruno entre la hierba seca del verano, allá en Sicilia. El marco es lo de menos. El marco da para esparcir en páginas líricas y metaficticias lo que recuerda un viejo al que le han entrado ganas de quitarse de en medio. Pero es marco, no asunto, no tema. Es una coartada para la melancolía, una justificación del tono, “un extravagante sabor a inexistencia”.
            Seguiremos con la Perorata del apestado, que Anagrama incluye en el mismo volumen de su serie, qué ingeniosos, Otra vuelta de tuerca. Pero no ahora. La novelas como Argos el ciego son novelas bloque, disfruto en ellas pero no almaceno ninguna escena especial, tan solo algún personaje; producen un placer constante y elevado, pero en ellas la historia está anegada de estilo. La historia es entre esquemática y escasa, lógico si se tiene en cuenta el nivel de detalle, y el hecho de que todo pueda salvarlo la prosa (y la espléndida traducción de Joaquín Jordá) nos deja más reafirmados en la idea de la libertad de la novela que en lo que se nos acaba de contar, más contentos de leer que de haber leído.

27.8.15

Tiempo inglés


"Los muertos me han sacado muchas veces de situaciones embarazosas. Hace casi ya cuarenta años, el 20 de junio de 1837, yo estaba en Londres, en un salón pomposo de Primrose Gardens, de pie y con una mano apoyada en el respaldo de la silla donde mi tía Margaret trataba de contener las lágrimas. Asistíamos a una serenata de clavecín que ofrecía la señorita Florence en casa de su familia".


               Así empieza Fabricación Británica, y esa casa, como se dice páginas después, ocupaba el número 45. Es una plaza ovoide, en declive, y el hecho de que haya tantos coches y tantos andamios dice mucho de cómo ha evolucionado. El número 45 está entre las fachadas blancas que se ven arriba a la izquierda, y ya no es, como cuando yo pasé allí más de un verano, o el cambio de milenio, o unos cuantos puentes perdidos, una casa victoriana con amplia cocina en el entresuelo, que daba a un patio con un estanque y que crujía porque las maderas del suelo databan también de los tiempos de la reina. 


Arriba, junto a la bay window, estaba la mesa de trabajo de nuestros anfitriones. La vida se hacía en la cocina, y ya sé que suena un poco pedante, pero allí, un verano de hace muchos años, me leí de corrido el Ulises. No me aprovechó mucho, pero Charles Lamb, el protagonista de Fabricación Británica, nació allí, más por lo que me inspiraba la casa que por la lectura de James Joyce.


               El pub de referencia era el Steeles, en Haverstock Hill. Era, literalmente, el bar de abajo, porque había que bajar por la pendiente de Primrose, y luego subir. Creo que allí descubrí la London Pride. Era un pub de neobeats de los 90, gente tranquila y bebedora, jóvenes en blanco y negro, con ese glamour de swap-shop que no costaba nada compartir. Era de decoración abigarrada, de camarote de galera, de salón de viejas glorias, todo lleno de cirios de colores derretidos y candelabros llenos de telarañas. Las paredes estaban decoradas con retratos de hombres célebres, el tema de la pinacoteca de los cuadros del XIX, pasado por muchos litros de cerveza y siglos de temperamento inglés. Luego, a principios de este siglo, hay una foto de Emy Winehouse que lo convirtió en emblemático. 


Está tirada encima de la mesa de madera del patio trasero, durmiendo la borrachera. Por entonces ya no lo pisábamos, pero durante bastante tiempo la gente se hacía cruces de cómo con el ambiente que se concentraba por allí no había más problemas con la policía. Finalmente los hubo, y pasaron a regentarlo unos rusos que lo han convertido, como casi todos los pubs en Londres, en gastropubs, y según me contó un cliente de la edad del que pasa por la puerta con la bici atómica, en espacio de recreo para las familias. Un moderno de hace veinte años allí parece ahora un indigente, aunque, por lo que vi, el que entonces era un artista que aspiraba solo a seguir siéndolo en aquel barrio, sigue hablando con esa lenta y potente pastosidad intelectual que es como una sombra de melena plateada.





               Un poco más abajo empieza Candem, demasiado cerca como para no haber ido muchas veces. Ya entonces había gente que se quejaba de que aquello estaba lleno de turistas. Sigue siendo así, pero también sigue ocurriendo lo mismo de siempre, es decir aquello por lo que atraía a los turistas, el aire bohemio de portada de disco punk. A mí me marea un poco, a pesar de que de vez en cuando uno se para a contemplar los antiguos edificios de las caballerizas, las exclusas de los canales, y pueden más que las chicas vestidas de muñecas de porcelana con el pelo de colorines y que los chicos con uniforme de futura estrella que empezó en la calle.




               Prefiero subir a las colinas de Primrose, allí desde donde se ve el sky-line de Londres, las verdes praderas, los paseantes diseminados como en un cuadro de Hopper, como distantes, el sol cálido, nada de un Lorenzo abrasador. En ese mirador hay esculpidas unas palabras de William Blake: “I have conversed with the spiritual Sun. I saw him on Primrose Hill”. No hay nada más espiritual que los bienes escasos. Pero mira, tuvimos un buen día.



               

Suffolk Punch












Todas las fotos están tomadas en la granja del Suffolk Punch Trust, en Hollesley, Inglaterra.

17.6.15

El hábito y la pruina

               

La pruina es esa fina capa de cera que recubre las uvas y que normalmente quitamos refrescándolas con agua para que brillen los tonos dorados y violetas. Las uvas parecen más carnosas, más jugosas y más vivas cuando no tienen la pruina, pero la pruina es precisamente su vestido, la que las identifica como uvas del mismo modo que el hábito identifica al monje carnoso que lleva dentro. Hemos visto muchas uvas lozanas, honor de Baco, conservadas en una mitología sin pruina, sin velo real. Pero esta tarde he ido a ver la exposición de Zurbarán que hay en el Thyssen, y todas las uvas tenían su pruina y todos los monjes su hábito.
Hay muchos bodegones de altas cestas llenas de manzanas, con el orden simple y la composición sencilla del Bodegón con cacharros, quizá el más famoso de Zurbarán junto al Carnero con las patas atadas, del que hay dos versiones, una de ellas la célebre de lana apelmazada, de vedijas encostradas, otra dedicación abnegada como la del hábito de San Serapio. Solo una de las dos versiones tiene esa sonrisa involuntaria del carnero sin la que el cuadro sería bastante más frío.
  Pero hay dos espléndidos: uno de uvas blancas, de ocres dorados verdosos, y otro que parece una ilustración para el célebre bodegón en verso que escribió Fray Plácido de Aguilar en mitad de la fábula de Siringa y Pan, y que se conserva en los Cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina. Lleva cardo, membrillo, uva, granada pechiabierta y hojas de parra. En el tono mortecino general, con las hojas ya duras, de un verde reseco, invadido por debajo de amarillo, estalla el rojo de la mangrana y la camuesa arrebolada.
Los membrillos, sin embargo, no tienen esa pelusa que es la pruina del membrillo. No la tienen no porque no la haya querido pintar Zurbarán, sino porque ya están un poco sunsidos, encogidos, y al amarillo de limones salvajes se le ha puesto ya un tono verdoso amarronado, y la pelusa se le ha caído por completo.


               Ya dijimos que el bodegón, el still life, es un punto en el movimiento hacia la muerte. A Sánchez Cotán le gustaba más la sazón, pero Zurbarán insiste en el verdor oscuro, en el ocre macilento de la muerte. Esos membrillos tienen ya el tono reseco y apagado de la calavera que sostiene San Francisco en uno de los más hermosos cuadros de la exposición.
Es una calavera sin hervir, no son los albentia ossa sino huesos pardos con toda la fauna y la flora de la muerte, como una roña húmeda, una pruina mugrienta. Calaveras y membrillos comparten el verdor mohoso, amostazado y sucio, con un fondo ocre que es el que, en muy diferentes grados, llena los hábitos de estameña.
En el caso de San Francisco, esas líneas abstractas de los pliegues, esa simetría vertical y humildemente puntiaguda, el hábito recto y con apresto, oscuro, pardusco, pero también con el movimiento que le concede el pie izquierdo levemente adelantado, esa simplicidad de formas en mitad del multiforme ocre de la reflexión y de la muerte hace que ahora nos resulte un cuadro moderno, traducible a símbolo de pocos trazos, humilde y enhiesto, simple y delicado, con la mirada a oscuras, en la sombra densa del capuz, absorta en el cráneo que reposa entre sus manos. El cráneo que también es pardo oscuro, parecido al de la cara, algo oriental, y de la misma gama que el hábito, de un color zen franciscano. Impresionante.
               Y no, no era el más conocido. Otros monjes con otras estameñas menos minuciosas nos suenan más familiares. La severidad matérica del hábito de San Francisco es en otros monjes delicada sombra, esfumato prudente. Cambian los volúmenes del paño basto, llenos de almidón como en el caso de fray Pedro Machado, más sedoso y elegante en el de fray Pedro de Oña; de blanco mortuorio en el entierro de San Pedro Nolasco, de cálido trigueño en el cuerpo desgarrado de San Serapio.
               En este ámbito de tonos austeros, casi desentonaba el retrato de San Ambrosio, con capelo cardenalicio y tiara y báculo y estola de terciopelo rojo y un aire de desbordante autosatisfacción. Donde hay color no hay ascetismo. El color era el rojo de los granos que se le salen a las granadas, el hilo amarillo por donde se revienta un higo. Pero estos colores son atributos de la soberbia. San Ambrosio no mira a Dios, tan solo tiene la barbilla levantada. Fulgen por encima del ropón las joyas de colores, la cruz de piedras azules, zafiros o aguamarinas, el báculo dorado. El contraste con las delicadezas esenciales de San Serapio es violentísimo, como salir de un largo túnel de recogimiento al solazo de la vanidad.
Del San Serapio ya comenté que lo había adoptado como símbolo suficiente después de leer lo que contaba de él Cees Nooteboom en El desvío a Santiago. El hábito pulcro, de pliegues ordenados con delicadeza, esconde el cuerpo de un joven fraile al que le acaban de sacar las tripas. Está colgado de las muñecas y la cara ya reposa exangüe sobre uno de los hombros. No se ve una gota de sangre por ninguna parte. Lo único rojo es el escapulario impoluto que le cuelga de la casulla. La cara tiene el alivio de la muerte, que no borra el último gesto, pero lo amortigua. La sangre también ha desaparecido de la cara, solo quedan rastros violáceos en los párpados y en los labios. El fondo oscuro, marronoso, se funde con el cabello. Hay bondad en los ojos cerrados, pero sobre todo en la boca, que no se estira con la crispación del que ha luchado, ni tampoco el abandono. Es el dolor de la bondad herida. Era joven Serapio. La vejez que envuelve el cuadro es la de la muerte.


Pero el rostro está en un pudoroso segundo plano. No hay nada no piadoso en el retrato del cadáver. Las manos que cuelgan de las cuerdas no están sueltas pero tampoco agarrotadas (una de ellas, la derecha, está en periodo de restauración, lo que hay es un parche), y lo que anega el cuadro con su luz y su laboriosa humildad es el hermoso hábito blanco recién lavado, blanco roto deocres y grises, el mismo que inunda entre sombras la cara y las manos del muerto. Cae la luz sobre los pliegues de una arpillera suave como el lino. La casulla se abre un poco para vislumbrar el cuerpo del hábito, los pliegues ceñidos por un cordón en dulce curvatura. Con mimo lo cubrieron sus hermanos, con respeto lo retrató el pintor.
Este cuadro plantea la elusión como fundamento del arte. Donde otros verían cuerpos lacerados, sobre todo ahora, Zurbarán ve un hermoso lienzo que es como los campos de cereal de Patinir, pintado con abnegación, con afecto, como sin presionar en la superficie, para conservar esa sensación de infinita limpieza que desprende el hábito. El ascetismo es pintar ese hábito, representar la piedad con que invitamos a mirar al mártir. Y es una invitación convincente porque está hecha con los colores que nos hacen sentirnos buenos. La combinación de verde, ocre y gris, en tonos muy claros, siempre da sensación de limpieza interior, espiritual, no corporal, que a esa le pega más el azul. El cuadro nos abriga con el hábito de la cruda intemperie de San Serapio, en su cuidadosa pero no perfeccionista disposición de los pliegues está la firma de un sentimiento y de una aspiración. El carácter mismo de San Serapio, supongo (y por la bondad que transmite el rictus con que falleció no es que sea mucho suponer), es esa amplia mancha clara que tapa el horror, pero no la verdad. Hay un sentido de revelación en este amortajamiento, de comprensión definitiva. Lo que oculta la causa terrenal de su muerte es lo que nos revela el sentido de su vida. 

5.6.15

Matar al abuelo


Las deficiencias de este libro no terminan en la puntuación. Alberca no escribe: empalma datos. Tiene una partitura, la Biografía cronológica y epistolario de Juan Antonio Hormigón, obra, esa sí, canónica, cuya última edición data de 2006 y que Alberca utiliza profusamente sin citarla. Tiene el mal gusto de recurrir a los pasajes ya citados por Hormigón mediante la referencia bibliográfica original, con lo fácil y honesto que habría sido, en cada caso, citar las fuentes intermedias. Eso sí, algo antiestético habría resultado porque tendría que infestar el libro entero. En todo caso sorprende que Alberca se apresure no a citar a Hormigón sino a decir que su libro no es una cronología. Desde el punto de vista formal, solo hay una diferencia entre la cronología de Hormigón y la biografía de Alberca: la de Hormigón tiene más puntos y aparte, porque el orden y el contenido vienen a ser los mismos. Alberca ha rodrigado en los volúmenes de Hormigón sus pesquisas periodísticas, ahora tan fáciles de conseguir, tan sobreabundantes y tan distorsionadoras cuando se manejan para justificar obcecaciones. En cambio, muchos detalles de la vida personal de Valle-Inclán, testimonios que nos hablan de su vida privada o, sobre todo, de la visión que de él tenían sus amigos, y que Hormigón transcribe, Alberca no considera necesario aportarlos. El epistolario está infrautilizado con respecto a la información periodística, y eso, tratándose de Valle-Inclán, es la clave de una buena biografía.
La cosa viene de lejos. Alberca y González ya publicaron una biografía en 1995. Hablando de ella y de la de Robert Lima, Hormigón anota lo siguiente:

"En ambos casos sus autores han rastreado algunas fuentes no contempladas anteriormente, aunque subsisten algunas inexactitudes y muchas ausencias. Sin embargo lo más notorio de ambos trabajos reside en el apriorismo ideológico en la observación del personaje. Los hechos son interpretados de forma bastante unidireccional, intentando contradecirlos en cierto modo para preservar algunos supuestos religiosos y políticos que a su entender mantuvo Valle-Inclán hasta su muerte. Lástima que la terca realidad de los hechos muestre con nitidez lo contrario".

Es la crítica más exacta que, veinte años después de aquel intento, puede hacerse de esta nueva biografía escrita por Alberca, que me está recordando mucho a la que escribió Gil Bera, Baroja y el miedo, con lo que en su momento yo llamé prosa de delator, concebida para desacreditar al biografiado, agrandar sus episodios menos edificantes, tapar las luces que puedan aclarar actuaciones, dar importancia exagerada a detalles banales, sacar conclusiones malévolas y gratuitas. Se trata de arrancar la máscara, de desvelar la verdad, es decir, de mentir con ventaja. Por eso es tan desagradable leer este libro de Alberca, porque entre él y Valle-Inclán hay un mundo insalvable. Alberca se empeña en presentarnos a un sujeto extravagante y despótico, señorito de provincias que vivió del momio toda su vida, pendenciero y fracasado, vago, mal marido y “ultratradicionalista” (sic), y por supuesto un abnegado carlista y un católico tridentino. Descendiendo a las alcantarillas de la información, se empeña en exprimir cartas de cortesía galante para sacar tomate y juzgarlo con gazmoña severidad, algo que debe de estar de moda porque hace poco ya nos encontramos con lo mismo en el libro de cotilleos sobre Dickens que escribió Tomalin. Cuando uno tiene al lado, abierta por el año correspondiente, la obra de Hormigón, ve cómo Alberca insiste en los flirteos o se calla o cita de pasada, por ejemplo, las conversaciones de Josefina Blanco con Margarita Nelken, que sí reproduce Hormigón y dan una idea bastante aproximada de algo que Alberca no ha entendido: que la biografía de Valle-Inclán es la de una persona pero también la de un personaje, y que no se puede confundir lo uno con lo otro.
               En los tiempos de la Generación del 98, la onda expansiva de la modernidad seguía viniendo del pasado. Valle-Inclán, como hicieron Unamuno, Baroja o Machado, aunque desde luego con diferente intensidad y persistencia, se ocupó de crear un personaje público, una imagen distintiva, una estatua ambulante. Alguien se habrá fijado en la extraordinaria naturalidad de la estatua de Valle-Inclán en Recoletos, en su papel de gran patriarca del teatro contemporáneo, o el extremo realismo de la que Pablo Serrano esculpió de Unamuno, rocoso, cortante, atormentado por el peso de las paradojas. ¿Alguien diría que la estatua de Baroja en el Retiro es solo la de un escritor con abrigo y no la del escritor con abrigo? Quizá quien con más ahínco lo intentó y menos lo consiguió fue Azorín, que queda como un anciano pulcro de misa de siete. ¿Y Machado, el personaje Machado, no es el paradigma de la bondad en el buen sentido, del poeta retraído, transido, demasiado tímido como para levitar pero valiente a la hora de nombrar?
               De todos ellos, Valle-Inclán es el que más rigores estéticos se impuso, y el que con más valor los mantuvo hasta el final. El joven don Ramón forma una estampa baudeleriana: el de qué se habla, que me opongo de Unamuno, pero llevado al terreno teatral. El dandi genuino tiene que escandalizar a los otros dandis que quieren parecerse a él, y desde el momento en que sus criterios de comportamiento público responden a una estética muy definida, orgullosamente artificial, su cultivo exige un constante desarrollo al margen de la vida del hogar, que sigue por sus cauces naturales de lealtad a las pequeñas cosas. El Valle-Inclán que nos llega de los periódicos y de los chismes es el personaje creado por Valle-Inclán para salir de casa, solo eso, pero no para pasarse medio año en aldeas gallegas, entregado a una vida sin máscaras y al oficio de crear. Hay muchos detalles en Hormigón (escasísimos en Alberca) que nos acercan a ese Valle familiar, vecinal, de favores pequeños a los amigos del pueblo, de disfrutar de ellos sin cometer la torpeza de recitar a Zorrilla. No hay un solo pasaje que cite Alberca en el que pueda acusarse a Valle-Inclán de traidor o de mal amigo, por más que insista en que sus desencuentros con las compañías teatrales obedecieron solo a su soberbia y a que había fracasado con el público. Qué insistencia, qué odiosa insistencia en emplear la palabra fracaso.
               Se trata de algo tan simple, en fin, como que Valle-Inclán cultivó su personaje público, y que los periódicos fueron los fedatarios de sus lances, pero no de su persona. Decir, por ejemplo, que Valle-Inclán era un facha muy comprometido con el partido carlista y que no era solo una postura estética, amparándose en la campaña promocional de La guerra carlista,  es no haber entendido qué es un personaje. Ingenuamente, Alberca reconoce que sus amigos y contemporáneos se lo tomaban a broma, pero él sí se lo cree, la persona es rea de sus actuaciones públicas, como esos moralistas de sainete que van con un silbato por las vidas ajenas y pitan a todo lo que se mueve.
               No es cuestión de detallar aquí en qué consiste el personaje Valle-Inclán. Está claramente expuesto en su obra, que Alberca prácticamente no utiliza. La vida de un hombre como Valle-Inclán nace de su obra, por poco autobiográfica que sea, porque lo que nos interesa es cómo convivió el autor con su estética, de qué modo se desarrolló, qué carácter vigila tras las máscaras. Salvo parafrasear las piezas que escribió en el frente francés, no se ve por ningún lado la lectura atenta de la obra del autor que biografía. Son más importantes las gacetillas. Es más definitivo descubrir que Valle-Inclán estaba creando en Galicia mientras tenía que estar fichando como profesor en Madrid. Alberca lo acusa de camastrón, de mal funcionario y de vivir del momio, sin molestarse en estudiar lo que estaba escribiendo en la aldea, pero siempre con ese tonillo santurrón con que da el biógrafo lecciones de moral y salpica el texto de chismes sin fundamento. Es curioso, por ejemplo, su empeño en que Josefina Blanco y él se llevaron siempre mal, y no solo en el doloroso episodio final de su matrimonio. Sin pruebas de ninguna clase anteriores al esperpéntico juicio de separación, sugiere que Valle-Inclán era un putero (las “cocotas” que cita no sé cuántas veces, cuando ni siquiera se sabe si hubo una vez) que dejaba a la mujer encerrada en casa y flirteaba sin rebozo con las pelanduscas más libertinas que se paseaban por la Castellana. La moralina que queda colgando, por supuesto, es que, claro, con ese hombre… Es como si antes de narrar los ataques de celos de Josefina, cuando Valle ya era un señor de 65 años, diese por supuesto que siempre habían sucedido, a pesar de que, cuando Josefina los denunció, el autor dé por hecho que la mujer se había ido del tiesto.
               Pero ¿y si todas estas tonterías fuesen ciertas? ¿No ha leído el señor Alberca ningún otro libro sobre la misma época? La tarea del biógrafo es comprender una vida, no instruir un sumario. Nos interesa el creador, no las conjeturas de vieja beata ni los informes de huelebraguetas. Y, en cualquier caso, un poco de rigor. A veces pensamos que la proliferación de documentos garantiza su pertinencia, que los libros gordos también son serios, pero el acceso a la información no regala también la perspicacia para entenderla y saberla cribar. Es sintomático, por ejemplo, que en la parte final del libro, cuando sobre todo emplea epistolarios privados, la narración, a pesar de las cuñas insidiosas, es mucho más seria. En sus años finales da la sensación de que el biógrafo quiere tirar de condescendencia y admitir todo lo que durante el libro estuvo negando. Pero antes hay muchos ejemplos de a qué grado de mezquindad puede llevar esta cargamento de sueltos de periódico y de frases sin contexto. Casi al azar encuentro dos, significativos en cuanto a que hacen referencia a dos de sus principales obsesiones: que Valle-Inclán siempre fue un autor fracasado y que nunca renunció a su credo carlista.
               Sabido es que en 1918 se habló de Valle-Inclán como posible candidato por Noya, en la ría de Muros, encabezando la agrupación jaimista. Varios periódicos gallegos dieron la noticia pero nadie se hizo eco. Nadie se rasgó las vestiduras ni aprovechó para echar leña al fuego, lo que quiere decir que aquello no tuvo mayor trascendencia. De hecho, muy probablemente se trató de un rumor del que ni el propio Valle estaba al corriente. Su importancia es suficiente, en todo caso, para que Alberca lo utilice como prueba del carlismo retrógrado y recalcitrante que animó siempre a “nuestro hombre”, como lo llama constantemente, casi en cada página, a falta de más riqueza lingüística, y digo esto último porque el propio Alberca se permite comentarios como que algún que otro título teatral responde a que “no se le ocurrió nada mejor”.
               Si de veras hubiese sido un historiador concienzudo, habría citado alguna línea más del libro de donde copió la información, y habría dicho que la facción jaimista no era más que una agrupación vecinal que quería sacarse de encima como fuera al cacique del pueblo y que necesitaba una cabeza visible que concitase votos y voluntades. Es discutible si Valle-Inclán era o no esa cabeza visible, pero no para qué habría servido su candidatura y qué propósitos podrían haberla estimulado. Esas certezas alternan con las ideas sociales, muy explícitas, que formuló Valle, y que, por ser de izquierdas, a su biógrafo le resultan sospechosas. A eso se le llama rigor científico.
               En otro pasaje desafortunado, Alberca parafrasea de mala manera fragmentos de La media noche, la visión astral del frente francés, y cita una frase del prólogo. Esa Breve noticia que encabeza el reportaje novelado es un documento importantísimo para entender la evolución estética de Valle-Inclán y su vínculo con la modernidad y la vanguardia, porque si, por una parte, defiende una perspectiva cenital, coral, de tiempo real diluido entre los personajes, es decir lo que desde los tiempos del Caleidoscopio de Verlaine proponían los simbolistas, su manera de plantearlo está más cerca de, si me apuran, la estética cubista. Valle-Inclán está puliendo su concepción demiúrgica y planteando unas cuestiones de perspectiva literaria que no solo ajustarán su estética al mundo contemporáneo a través del esperpento, sino que anuncian modos de novelar que unos cuantos años después nos resultarán de lo más moderno.
               Al final del jugoso prólogo, revestido, como siempre, de perfumes teosóficos, Valle-Inclán tira de repertorio y, en un manido ejercicio de captatio, declara románticamente, antes de empezar, que ha fracasado en su empeño. Alberca no dice una palabra de la interesante poética, pero eso del fracaso lo cita al pie de la letra y de paso lo descontextualiza, es decir, como si Valle, en verdad, fuera consciente de su fracaso como escritor.
               Tampoco quiero comparar año por año los dos libros, la magnífica cronología de Hormigón y la fraudulenta biografía de Alberca, repetitiva, cansina, como aquel que tiene una lista de datos y los va empalmando sin preocuparse de la concinnitas. Tampoco hay que dedicarle más tiempo del imprescindible. Pero sí he visto dos detalles que me parecen modernos en el peor de los sentidos, es decir, vicios de la era digital. La acumulación deforma, tergiversa, da apariencia de rigor cuando solo es información sesgada sin estructurar. Es típico de internet. Lo que ya no es tan típico es esta necesidad de matar al abuelo, de la verdad como descrédito, de juzgar a los muertos desde el mundo de los vivos, con sus mismas perspectivas, sin entenderlos. El que quiera respirar una época en esta biografía lo tiene difícil. Hasta su descripción del Madrid de finales de siglo es falsa por exagerada, y es exagerada por descontextualizada.
               Los lectores de Heródoto saben que a la historia no le importa que sean verdad o mentira las creencias incomprobables, sino el hecho de que hay gente que las tiene. Eso es lo histórico. El personaje Valle-Inclán es lo histórico. Su biografía no deja de ser un estudio de la construcción del personaje, no un juicio de faltas. Azaña, Rivas Chérif y otros amigos muy poco carlistas se dieron cuenta de que este hombre necesitaba un mecenazgo para sacar la portentosa página literaria que llevaba dentro. Alberca solo se entera de que, como profesor de la Escuela de Arte, se fumaba las clases, o de que cuando estuvo en Italia pronunció palabras favorables al fascismo. No entiende lo que sus contemporáneos sí entendían, y eso que su procedimiento siempre era el mismo: primero, cualquier comentario suyo se magnificaba; luego, cuando ya estaba el asunto maduro para el escándalo, Valle-Inclán lo alimentaba reafirmándose. Hasta el último momento supo ser  un dandi.
              Pero la mentalidad de contable que exhibe Alberca solo ve cifras de ventas y esgrime a todas horas la certeza de que Valle-Inclán no pasó hambre, como si fuese otro pecado. Valle-Inclán no necesita un contable, un aficionado a la prensa histórica sin demasiado discernimiento. Un libro sobre Valle-Inclán debe ser un libro brillante, y por eso todas sus biografías, desde la de Melchor Fernández Almagro a las de Ramón Gómez de la Serna o Umbral, incluida la de Robert Lima, mucho más honesta que la de Alberca, lo primero que intentan es estar a la altura del objeto, como si solo desde dentro de la literatura, y no con asientos contables, se pudiera comprender el misterio de Valle-Inclán. 

3.6.15

Tusquets tampoco paga correctores


Se han lucido los miembros del jurado del XXVII Premio Comillas concediendo el galardón a un libro tan malo y tan mal escrito como La espada y la palabra, de Manuel Alberca, presunta biografía “canónica” de Valle-Inclán. Uno está por pensar que las casi ochocientas páginas de apretada tipografía han debido de influir en que José Álvarez Junco, Miguel Ángel Aguilar, Francesc de Carreras, Emilio La Parra, José María Ridao y Josep Maria Ventosa no hayan vetado la deficiente redacción y la perspectiva falsa que embadurna la obra ganadora. Si a eso le sumamos que Tusquets ha sacado una edición deficiente (sin coser y en papel pulp: cuando lo tocas se abolla, cuando lo acaricias te quedas con las letras en la mano), no encuentro a nadie en todo el proceso concursal y editorial que se haya tomado su trabajo en serio.
               Será la crisis. No es la primera vez que me encuentro un tratado de altos vuelos con tantos errores de puntuación. Manuel Alberca tendrá su derecho a despreocuparse de las comas, allá él si no quiere esconder sus carencias sintácticas, pero la editorial Tusquets vulnera su propia credibilidad. Hay de todo: comas mal puestas, tiempos verbales mal usados, errores de concordancia, solecismos, anacolutos… Una joya. A partir de la página 269 comencé a marcar estos errores en el margen de papel lunar. En las siguientes cien páginas encontré al menos 59 errores de redacción, porque en algunas frases hay más de uno. Teniendo en cuenta que el cuerpo del texto ocupa 648 páginas, uno puede esperar alrededor de 400 errores.
               Antes de hablar del libro, que también tiene su aquel, voy a detallarlos, para que nadie me acuse de mentiroso, que es de lo que casi en cada página el autor acusa a Valle-Inclán.

1.      p. 269: Noticias posteriores a 1910, identifican a Luisa como periodista, poeta y traductora de literatura francesa.
2.      P. 271: Como él mismo se encargó de definirse: “Yo no soy orador”.
3.      p. 273: Esta sería la única conferencia, cuyo tema Valle-Inclán no repitió en la tournée.
4.      p. 275: A partir de ahora, cuando es posible o sus compromisos coincidan, el matrimonio viajará junto.
5.      p. 276: Esta circunstancia no le pasó desapercibida, e incrementaría su animadversión hacia los que, en una carta a Azorín llamaba, los “profesores hambrientos…”
6.      p. 277: …con sus calles torcidas y empinadas y sus casas, de madera y chapas del mismo y variado colorido de los buques.
7.      p. 285: Canalejas pretendía, a través de la moderada Ley del Candado suspender durante dos años el asentamiento de nuevas órdenes religiosas.
8.      p. 287: Tal vez este cuadro de un estudiado modernismo dariniano, busca la acogida favorable de su corresponsal.
9.      p. 288: formar parte de la compañía del matrimonio Guerrero-Mendoza era además de rentable, prestigioso, el culmen de una actriz de la época.
10.   p. 291: En la mayoría de las ciudades, además de Valencia, Barcelona, Pamplona, San Sebastián o Bilbao, que tiene previsto visitar en la gira se repite el mismo esquema.
11.   p. 291: Recibe además amuestras de reconocimiento y homenajes-banquetes de sus correligionarios en las diferentes poblaciones a las que cursa visita, en las que la comunión es fuerte como Onteniente y Bocairente.
12.   p. 295: En ese contexto, volvía a argumentar que las guerras carlistas eran la expresión más honrada y fiel de la defensa militar y generosa de los ideales nacionales: el linaje y el mayorazgo, como sus pilares, que a su juicio eran eternos, por encima incluso de la corona y la figura del monarca.
13.   p. 296: A Valle-Inclán y Argamasilla, se les unirán para esta ocasión el médico de Aoiz, señor Lizasoain, y el periodista carlista, Raimundo García, más conocido por el pseudónimo de Garcilaso…
14.   p. 296: Mendoza se fracturó aparatosamente el brazo, Thullier, que viaja con la pareja, se rompió la nariz, y María Guerrero, una clavícula.
15.   p. 296: …don Ramón debió de refugiarse en el palacio-hotel de Reparacea en el valle del Baztán (y lo damos como probable, pues no hay una sola noticia de lo que hizo en esas fechas). Un lugar entonces muy precuentado por la aristocracia inglesa y española para pescar y descansar. Aquel paraje idílico hizo las delicias de nuestro escritor y doblemente. Por sus bellezas naturales y por las resonancias legendarias de las guerras carlistas. Aquel ambiente de distinción aristocrática había de seducirle profundamente. Muy probablemente aprovecharía para concluir…
16.   p. 297: Desde allí escribió a Rubén a propósito de la edición, que de Voces de gesta iba a hacer Mundial Magazine, de París.
17.   p. 297: …Valle-Inclán estuvo presente y, como señala la prensa en la reseña del estreno: “El autor fue llamado a escena repetidas veces”.
18.   p. 299: A finales de ese mismo año en una entrevista, que Javier Bueno le hizo en París…
19.   p. 303: Como en ocasiones anteriores, lo había planificado perfectamente su promoción.
20.   p. 304: Más chocante si añadimos que voces de gesta se estrenó, como acabamos de ver, el 26 de mayo, y si en la obra Josefina Blanco tenía el papel de zagal Garín, Valle-Inclán que gustaba de cuidar los detalles de sus obras antes del estreno, parece muy improbable que se ausentasen de Madrid.
21.   p. 305: A veces incluso más tarde, pues los días que se celebraban dos funciones, una empezaba a las nueve y la segunda, a las doce de la noche. Es posible que Josefina y don Ramón estuviesen acostumbrados a esa vida de horarios cambiados, pero representaban un bstáculo para su relación con Conchita, y para la niña, una anomalía injustificable.
22.   p. 306: Precisamente, y no debería de ignorarse el componente de adicción a las tablas que crean los aplausos en una actriz…
23.   p. 307: La obra duró muy poco tiempo en cartel. Exactamente tres representaciones.
24.   p. 307: Para ello Valle-Inclán había planeado de acuerdo con el periodista del Diario de Navarra, Raimundo García, Garcilaso, amigo y correligionario carlista, una estrategia, que obligase a los empresarios a estrenar la obra en Pamplona.
25.   p. 311: Pero como ya se ha dicho arriba, no pudo perdonarle…
26.   P. 314: El orgullo y el linaje y la memoria de los ancestros…
27.   p. 317: Sin embargo la novela ya citada de Joaquín Argamasilla de la Cerda, vuelve a insistir en su delicado estado de salud…
28.   p. 318: La historia tiene múltiples meandros y podría resultar difícil de seguir con la profusión de opiniones contradictorias entre los protagonistas de la misma, sin embargo, la correspondencia cruzada entre Valle-Inclán y el resto de las partes ayuda a comprender mejor este episodio.
29.   p. 321: …le dejaban en una situación de práctica marginación, al no poder permanecer en un circuito, que de hecho lo excluía.
30.   p. 322: …sabemos por notas y facturas que aprovechaba para hacer provisión de papel para sus futuros libros cuando el precio estaba bajo y lo guardaba en el almacén que disponía en su casa de la calle de Santa Engracia.
31.   p. 322: Debemos rechazar por exageradas las que da el propio autor en entrevistas a la prensa de este tiempo, en las que fantaseaba ingresos de 35.000 o 40.000 pesetas anuales, que nunca pudo alcanzar.
32.   p. 324: En cambio, con otros títulos obtiene menores beneficios y solamente con El embrujado, pérdidas.
33.   p. 332: …el francés tiene el privilegio de convivir con don Ramón y al tiempo hacer una verdadera inmersión en la tierra y en el espíritu del pueblo gallego, del que, a su juicio estaba penetrado el escritor.
34.   p. 332: Caumié fue el primer europeo que se interesó por su obra y, sin duda, que aquel francés culto e ilustre se ocupase de su obra debió de halagarle especialmente.
35.   p. 333: Gracias a Chumié tenemos constancia de que en aquellos meses el proyecto de construirse un pazo, cerca de Villanueva era omnipresente.
36.   p. 333: …tal como se pueden observar en las esbozos.
37.   p. 334: Para decirlo en términos agrícolas, en esta fase de su vida, Valle-Inclán siembra en Galicia y recoge los frutos en Madrid.
38.   p. 334: En cada una de las conferencias anticipa aspectos de este futuro libro, en el que estaba trabajando desde hacía unos años: la psicología del escritor y el medio ambiente, como estímulos creativos, el idealismo místico o la musicalidad del agua.
39.   p. 334: La verdad es que no sabemos mucho más de aquellas dos intervenciones, pues salvo el tradicionalista El Correo español, ningún otro medio se hizo eco de los actos…
40.   p. 335: Por tanto, cuando va a Madrid, trabaja, edita, conferencia y hace proselitismo político y literario.
41.   p. 335: A primeros de enero de 1914, le pidió a Sebastián Miranda que realizase una escultura…
42.   p. 336: Valle-Inclán va a experimentar de la manera más extrema que se pueda imaginar la desgracia y la felicidad, pues pasará de una a otra sin solución de continuidad.
43.   p. 339: Como se recordará, poco después de la muerte del hijo, ya expresó que no quería volver a la casa de Madrid.
44.   p. 339: No está satisfecho que la gestión que Peláez realiza…
45.   p. 340: El hecho de que la relación contractual se prolongase durante ocho años más, permite pensar que, por primera vez, nuestro hombre se encuentra medianamente satisfecho…
46.   p. 346: La jerarquía carlista, con las escasas excepciones que se definieron aliadófilos, tenía, por su parte, serios obstáculos…
47.   p. 346: …cuando publique el libro de La lámpara maravillosa, en febrero de aquel año de 1916, le dedicará el libro.
48.   p. 347: Lo firman un grupo representativo de artistas…
49.   p. 349: No entiende cómo su amigo, al corriente de todos sus desencuentros con Díaz de Mendoza ha podido falsear tanto la verdad…
50.   p. 349: Mientras tanto, tal como ya adelantamos, entre el 16 y el 21 de enero de 1916, da una serie de cinco conferencias…
51.   p. 350: La visita al frente francés, tal como la refería en la carta a Tanis, parecía que la iba a realizar en 1915, sin embargo, se fue retrasando sine díe…
52.   p. 351: En el curso de la conversación le confesó que ya llevaba hecha una idea de lo que debía y no debía ser la guerra.
53.   p. 351: Según Corpus Barga, que, al parecer estuvo presente en la estación del Quai d’Orsay…
54.   p. 352: Pero contra la idea que el propio Corpus dio de la visita de Valle-Inclán, en ningún momento le acompañaría al frente, entre otras razones, porque carecía de autorización. Y como se sabe, y sabía y escribe Corpus mismo, para visitar el frente era necesario seguir un protocolo tan complicado como el que había que hacer en Roma para ver al Papa.
55.   p. 356: A poco de llegar el reputado académico Maurice Barrés le dio la bienvenida en la prensa….
56.   p. 356: Unos días después Pierre Lalo, le regala el oído con un panegírico a su figura…
57.   p. 357: Sin embargo, casi con total seguridad en los días de espera para viajar al frente de Campaña, visitó la fábrica de municiones en la avenida de los Campos Elíseos.
58.   p. 358: Visitó el taller de Zuloaga al que frecuentó en la estancia parisina.
59.   p. 360: No se lo confiesa a nadie, pero lo que ha visto en la guerra le habría transformado.

30.5.15

Palimpsesto

   
Tan solo he leído los cinco fragmentosque publica El País de la versión en castellano contemporáneo del Quijote que ha escrito Andrés Trapiello, suficiente para no interesarme, porque allí ya se adivina que Trapiello se ha limitado a sustituir los arcaísmos con frases y palabras más o menos corrientes, a dejar sus huellas dactilares y a romper sin miramientos la música del original. Es decir, que huele a una versión disfrazada de original, a una impostura.
            Soy entusiasta defensor de las traducciones. A todos esos meapilas que repiten aquello del pálido reflejo del original habría que recordarles que un clásico habla siempre la lengua de nuestro tiempo, y que si Virgilio ha tenido a lo largo de los siglos una hermosa prole de traductores cuya última generación siempre sirve para que los lectores contemporáneos amen al autor antiguo, no se entiende por qué no puede ocurrirle a Cervantes lo mismo. De hecho le ocurre desde hace mucho tiempo, si bien se tiende a la adaptación, es decir, a la poda, mientras que Trapiello no se ha dejado una línea.
            En el mismo artículo, y como ejemplo de lo hecho por Trapiello,  se nombra, equivocadamente, el libro de Charles y Mary Lamb Cuentos de Shakespeare, el libro que, en efecto, han leído, desde el lejano Romanticismo, generaciones de ingleses que o bien después conocieron sus obras íntegras o bien ya siempre llevaron grabados en sus sentimientos a un buen puñado de mitos. Los Lamb escribieron cuentos a cuyos héroes les pasaba lo mismo que a los de Shakespeare, pero no cometieron la torpeza de reajustar el original porque entonces no habrían surtido ningún efecto. Llevo usando ese libro en clase unos cuantos años, desde que apareció la versión española, y es bueno porque son buenos los cuentos, no porque estén escritos al pie de la letra.
No basta con meter en el texto las notas a pie de página, que en el fondo es lo que ha debido de hacer A.T. para victoria final de Francisco Rico, quien lleva años asediando el texto, cultivando un ejército de ácaros eruditos que de momento se posaban como cagaditas de ratón en la limpia prosa de Cervantes, y que ahora ya se la han comido. Da la sensación de que el mismo Rico le haya encargado unos trabajos de escribanía con la vaga promesa de un sillón en la Academia.
Yo sí soy partidario de escribir una versión moderna del Quijote, pero no así. Quien abrió la senda buena fue Edith Grossman, en 2003, cuando publicó una traducción del Quijote con un inglés del siglo XXI, sin barnices arcaizantes. Fue un gran éxito de ventas en Estados Unidos, y sirvió para una de esas humoradas narcisistas de García Márquez, cuyas obras también había traducido Grossman: “Me han dicho que me pones los cuernos con Cervantes”, le dijo. El primer párrafo se podría traducir del inglés más o menos así:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un caballero de esos que tienen una lanza y un escudo antiguo en una percha y que guardan un caballo flaco y un galgo corredor. Un cocido de vez en cuando, la ternera más frecuente que el cordero, un revuelto casi cada noche, huevos y abstinencia los sábados, lentejas los viernes y el pichón de los domingos, y con esto consumía las tres cuartas partes de su renta. El resto se le iba en una túnica de lana fina y unos bombachos de terciopelo y calzas del mismo material para los días de fiesta, mientras que en los días de diario se distinguía con paño recio de color pardo.

La versión de Trapiello:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un hidalgo de los de lanza ya olvidada, escudo antiguo, rocín flaco y galgo corredor. Consumían tres partes de su hacienda una olla con algo más de vaca que carnero, ropa vieja casi todas las noches, huevos con torreznos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos. El resto de ella lo concluían un sayo de velarte negro y, para las fiestas, calzas de terciopelo con sus pantuflos a juego, y se honraba entre semana con un traje pardo de lo más fino.

            ¿Cuál es la diferencia? Salvo la primera frase, imprescindible, y el hermoso corredor, he conseguido abstraerme de mi propia memoria y traducir del inglés lo que había traducido Edith Grossman del español. Incluso he mantenido las interpretaciones  discutibles, como la de vellorí  o salpicón, y he traducido acaso demasiado literalmente la traducción que da ella de duelos y quebrantos. Lo de Trapiello no es, propiamente, una traducción sino una aclaración escrita encima del original. Se ve a Cervantes por detrás de las franjas de typex sobre las que Trapiello ha escrito su versión moderna. Y, por otra parte, si un lector puede seguir el injerto de Trapiello, no veo por qué no habría de seguir igual de bien el original de don Miguel.
            La razón por la que en España disfrutamos más de Dickens que de Galdós es que a Dickens lo leemos traducido. Una traducción es un texto diferente, una interpretación enteramente nueva, una voz distinta que no es solo un doblaje. Traducir es salirse de un original y entrar en otro, no maquillarlo. Pero bueno, Trapiello dice que lleva catorce años escribiéndolo, y no seré yo el que afee un esfuerzo tan constante y meritorio ni quien desacredite lo que no ha leído. Ojalá, además del sillón de la Academia, le den la Medalla al Mérito en el Trabajo, que Trapiello luciría con empaque.

24.5.15

Al abrigo de Ferlosio


                El tormentoso fin de curso ha hecho que orillase los placeres barojianos para atender a más urgentes lecturas, pero en la travesía he llevado siempre un libro que se ha convertido en una especie de Kempis, en un libro de horas, casi en un misal. Se trata de Campo de retamas (pecios reunidos), de Rafael Sánchez Ferlosio, con el que no me recato de soltar discretas carcajadas en el tren o en la sala de espera de la consulta. Es verdad: hace tiempo que no me reía tanto con un libro, aunque ya se sabe que la risa del lector no suele ser producto de los chistes, que, al menos para mí, no tienen ninguna gracia (he intentado varias veces leer a Woodehouse o a Sharpe, o incluso al primer Waugh, y no he pasado de las primeras líneas). No; la risa del lector es más bien un acto de felicidad nacida de la admiración. Es el ingenio crítico, la capacidad observadora, la precisión brillante la que muchas veces nos hace reír con ganas. El propio Ferlosio, en un pecio que, como muchos otros, uno ha leído antes en algún otro sitio (y este, no sé por qué, me recuerda a El geco), echa una inteligente diatriba contra la odiosa simpatía, y se enfada hablando de lo fatuos y cargantes que resultan los simpáticos, siempre mintiendo, y esa seriedad con que Ferlosio avisa de la plaga me resulta mucho más graciosa que un monólogo cómico hecho para reír en lata. Se lo decía el otro día a unos alumnos que tenían que pronunciar un discurso ceremonial: el que hace reír no ríe, y el que hace llorar no llora.
               Pero a veces la risa es solo de admiración, de ojos fijos y tímida sonrisa, sobre todo en una clase de pecios que van salpicando el libro entero, los dedicados a describir un momento en la naturaleza de los animales, como aquellas cosas que escribía Fray Luis de Granada pero con toda la poesía de nuestra época. Recuerdo el pecio del castor que antes de morir quiere ver la luz con sus ojos ciegos, o del mastín que camina con la soga al cuello, rota por el peso antes de estrangularlo, y me acuerdo del cuento de los babuinos y me parece estar leyendo la más alta prosa de nuestro tiempo.


              Y aun otras veces esa risa es la de quien anda metido en un laberinto sintáctico pero está contento porque a pesar de todo el camino es el más lógico, eso que Savater, meneando la cabeza, llama prolijidad y que a mí me parece una forma de conocimiento. El modo de elocución determina el contenido de lo expresado, el registro cambia la naturaleza del mensaje, y esos pecios arduos, tan ricos en subordinaciones como densos de significado, no me llevan, como a Savater, al instintivo ramalazo de pensar que se podría haber dicho lo mismo con menos palabras, entre otras razones porque es el propio Ferlosio quien, cuando lo considera conveniente, utiliza con ejemplar salero el idioma más llano y directo; antes bien me parecen una forma de dignificar lo expresado y rescatarlo de una formulación banal que oculta más que aclara. Ese gran estilo ferlosiano saca las cosas de sus circunstancias, las eleva al rango de la poesía antropológica, un limbo en el que viven otras de muy diferentes épocas que no solo no han envejecido sino que siguen nombrando el mundo más allá del tiempo. Y si además lo hace con ese inconfundible estilo épico que le ha dado para piezas como El escudo de Jotán o El testimonio de Yarfoz, donde se mezcla la prosa de libro sagrado con la del manual de topografía, los pecios se convierten en obras maestras cerradas, frases esculpibles, un cuarto agradable al fondo del pensamiento donde nos sentimos al abrigo de la humillante superficie.
               Muchos de ellos proceden de la lectura de los periódicos, pero de una lectura muy particular. Así como Chomsky se dedicó a buscar toda clase de datos escondidos en los documentos públicos para comprender la estructura de lo que ocurre, Ferlosio busca expresiones, modos de decir, errores involuntarios, o falsos aciertos voluntarios, tópicos manidos, latiguillos, chapuzas subliminales, el rostro del mundo en lo que se dice y se escribe sin pensar en que se habla o se escribe, tan solo en lo que se quiere decir. A veces practica el senderismo de alta montaña con su amigo Agustín García Calvo, sobre todo cuando habla del futuro, y otras acude a lo más pernicioso, a las predicaciones absurdas que se enquistan en el habla de la gente y sin que se den cuenta les van entrando en el cerebro, o en las que llevan enquistadas mucho tiempo en la jerga jurídica (en la que Ferlosio es un artista) y que, por ejemplo, hacen que confundamos lo justo con lo moral.
               El otro día colgué en Facebook un pecio sobre los mítines. Aquí no voy a copiar ninguno porque los copiaría todos. Los pecios de Ferlosio tienen algo de judío como pueden tenerlo los cuentos de Borges, todos contienen una glosa ilimitada, sus formulaciones son tan redondas que se erigen en versículos paradigmáticos, en frases para entender eso u otras muchas cuestiones que de pronto comprendemos que en el fondo son iguales. La sensación de lucidez, de apertura es tan reconfortante como el momento, siempre perceptible, en que sentimos que nos está despareciendo una congestión nasal. En el campo de retamas de Ferlosio el aire llena los pulmones de alegría. Es el gozo intelectual, el espectáculo de la inteligencia, donde, en medio de todos sus melodías sintácticas y conceptuales, a uno no se le ocurre pensar que haya una mota de pedantería por ninguna parte, de limpio y repulido que está todo.
               Aún me quedan unas páginas para reírme a gusto esta semana, mientras mis congéneres pasan el dedo por la pantalla. Tiene 88 años Ferlosio. Antes de retirarse debería escribir unos cuantos pecios sobre el guásap, y eso que estos mismos pecios vienen, muchas veces, que ni pintados para la extensión que requieren las redes sociales. Estas bernardinas, por ejemplo, no caben en Facebook. Yo solo pongo un discreto vínculo al blog. Pero el otro día colgué el pecio de los mítines y todo fueron parabienes. Poner algo en las redes sociales es otro idioma, otro territorio con sus llanadas y sus cumbres, y ahí, todavía, como siempre, Ferlosio tiene mucho que decir.

Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas (Pecios reunidos), Ramdom House, 2015, 195 pp.

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